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¿Puede la gente saber que estoy aquí?
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¿Puede la gente saber que estoy aquí?
Libro electrónico365 páginas4 horas

¿Puede la gente saber que estoy aquí?

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Información de este libro electrónico

La niña no entiende por qué le ha tocado vivir una vida tan cruel. Mientras, una joven madre se ve obligada a tomar una decisión imposible para salvar su vida y la de sus hijos.

Ambas se encuentran solas en medio de un mundo hostil. Necesitan seguir libres si quieren sobrevivir. Porque jamás volverán si se las llevan, y es posible que el impetuoso espíritu que comparten no sea suficiente. Será necesaria la intervención de amables extraños y un golpe de suerte si han de tener alguna posibilidad de encontrar santuario.

Sin embargo, son muchas las adversidades.

Y no todos los extraños serán amables.

Basado en una historia real.

IdiomaEspañol
EditorialSandsmedia
Fecha de lanzamiento17 ago 2023
ISBN9781667460154
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    ¿Puede la gente saber que estoy aquí? - S.J. Pridmore

    Primera parte

    Anka

    Se llama Anka

    Se llama Anka.

    Antes tenía otro nombre, pero ya no lo recuerda.

    Hace mucho tiempo que lo olvidó.

    No sirve de nada buscarlo.

    Lo ha intentado muchas veces, pero ya no está.

    Da igual.

    Ahora se llama Anka.

    Tiene cuatro años y ha tenido muchas mamás y muchos papás.

    Los que tiene ahora son los peores de todos.

    La odian, y ella a ellos.

    Bajo el tejado

    La niña está sentada en una silla dura de madera, en el centro de la tarima desnuda del desván de un adosado alto y estrecho.

    Está sola, quieta y callada.

    Descansa los pies en el asiento de la silla y se abraza las piernas contra el pecho. Apoya la frente sobre las rodillas. No hay forma de saber si tiene los ojos abiertos o cerrados, pues le cubre la cara una cortina de espeso cabello negro que alguien ha debido de cortar sin el menor cuidado.

    La silla no tiene cojín ni tapicería. Antes estaba abajo. Es una de las cuatro sillas funcionales y corrientes que hacen juego con la mesa igualmente funcional y corriente de la estancia donde comen. Pero no necesitan cuatro, solo tres. Esta la subieron al desván solo para que la niña se sentara en ella.

    De vez en cuando alza la vista y observa tras el largo flequillo que le cae sobre los ojos.

    Las dos vertientes del tejado se unen precisamente sobre su cabeza. Le parece bonito el dibujo que trazan las tejas al superponerse entre sí y cómo el patrón queda interrumpido por las vigas de madera oscura que lo dividen en secciones iguales. Hay dieciséis en total. Le gusta contarlas, sobre todo cuando está nerviosa, porque le ayuda a tranquilizarse. Se le da muy bien contar.

    No hay nada más bajo el tejado. No hay trastos, ni muebles antiguos cubiertos de polvo. No hay reliquias familiares olvidadas con los años, ni juguetes que alguien quiso tiempo atrás y esperan ahora que alguien los redescubra. Tampoco hay aparatos mecánicos abandonados que inviten a ser inspeccionados de cerca.

    Más allá del entramado de tejas y vigas, no hay nada con lo que la niña puede distraerse.

    Ella es lo único interesante y, si alguien le pregunta, contestará que se llama Anka.

    —-

    La luz se cuela bajo el tejado a través de una única ventana situada en la parte alta de la pared. Aunque es cuadrada, un triángulo de mugre parduzca oscurece cada una de las esquinas del cristal y reduce la zona transparente casi a la forma de un círculo.

    Antes Anka tenía un libro. En la portada salía un niño sonriente que miraba a través de la ventana redonda de un barco. Al otro lado se veía un círculo azulado, más oscuro el mar, más claro el cielo, con un gran árbol de hojas puntiagudas, brillantes y enormes, sobre un islote de arena amarilla.

    Si quiere mirar por la ventana, Anka no tiene más que girar un poco la cabeza y alzar la vista, pero no se molesta en hacerlo. ¿Para qué? Sabe exactamente lo que verá: un círculo de gris feo, del mismo color que la ropa interior o de cama, y nada más.

    Al principio, cuando empezaron a traerla aquí para que se quedara sentada y en silencio mientras sus padres estaban fuera, veía por la ventana un cielo azul claro en el que flotaban nubes de algodón blanco. Se alegraba al verlo, igual que el niño del libro.

    Pero hace ya tiempo que el cielo no es azul y que Anka no es feliz.

    Desde donde está tal vez no tenga mucho que ver, pero sí oye cosas. Las calles que rodean la casa suelen ser tranquilas, aunque a veces algún sonido rompe el silencio de repente. Un perro que ladra, un timbre, un portazo, alguien que pisa con fuerza o un motor al arrancar. Voces de personas que se llaman entre sí. De vez en cuando un grito, o un chillido. Nunca hay música. Nadie canta ni silba, y tampoco recuerda ninguna risa.

    El sonido más curioso de todos la asustaba al principio, pero ahora lo espera con ilusión.

    Es como un lejano traqueteo metálico que empieza muy bajito y va subiendo cada vez más hasta que luego disminuye y desaparece para volver un rato después.

    El ruido marca un ritmo de cuatro tiempos diferenciados y fáciles de seguir con los dedos (tan, chán, tan, chán...), y siempre es el mismo. La parte favorita de Anka es cuando alcanza el máximo volumen; entonces, se produce un chirrido estridente que suena como un bebé llorando.

    Ya sabe que no lo es, pero es lo que se le viene a la cabeza cuando lo oye.

    A medida que el ruido sube de volumen se pone más y más nerviosa y siente como si algo le estrujara el estómago, pues tiene miedo de que el momento haya pasado y se haya perdido el chirrido. Y de repente ahí está: vuela por el aire hasta ella y resuena en sus oídos.

    Y sonríe.

    El chirrido le produce satisfacción. Aunque nunca la ha decepcionado, no puede evitar preocuparse por si algún día lo hace. Hasta ahora, muy pocas cosas en su corta vida han sido constantes.

    —-

    El primer día, papá tuvo que subir la silla cuatro tramos de escalera de diez peldaños cada uno, y después una escalerilla de mano con doce travesaños. A juzgar por la cantidad de bufidos, jadeos, palabrotas y sudor que desprendió, no fue una tarea fácil.

    —Podría sentarse en el suelo, ¿no crees? —gruñó al terminar.

    «Se le podría haber ocurrido antes», pensó Anka.

    —No podemos hacer eso. ¿Qué pensará la gente? —contestó mamá.

    Esa afirmación le llamó la atención.

    ¿La gente? ¿Qué gente?

    No es solo por las ventanas

    Anka tiene agujeros en los calcetines. Es capaz de sacar el dedito gordo del pie derecho por uno de ellos, menearlo y volver a meterlo si encoge los dedos lo suficiente como para que el agujero no se vea. Ha practicado mucho.

    Cuando se sienta bien en la silla, está lejos de llegar al suelo. Si estira las piernas y los pies todo lo que puede, arquea la espalda y mueve el trasero justo hasta el borde del asiento, a lo mejor es capaz de tocarlo de puntillas.

    Pero ni se le ocurriría intentarlo. No sería una buena idea.

    Cuando Anka se sienta en la silla, sus padres colocan las hojas del periódico de papá alrededor de ella antes de marcharse. Las alinean con mucho cuidado para no dejar ningún hueco.

    Anka no tiene permitido bajarse de la silla hasta que vuelvan.

    Una vez lo hizo.

    Pero no lo repetirá nunca.

    —-

    Llevaba perfectamente sentada mucho rato. Sentía la espalda y los hombros rígidos, pero era normal. De repente, notó un dolor muy fuerte por dentro. Nacía en la mitad de la espalda, le subía hasta los hombros y se extendía por los brazos y también por las piernas hasta llegar a los pies. Era insoportable, y empezó a temer que le estuviera ocurriendo algo horrible. ¿Se estaría muriendo?

    Descubrió que si agitaba los brazos y giraba la cabeza, el dolor se calmaba un poco en la parte de arriba, pero le ardían las piernas como si tuviera los huesos en llamas. Tenía prohibido bajarse de la silla, pero a lo mejor si se ponía en pie e intentaba dar unos pasos se sentiría mejor. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Quedarse sentada? ¡No lo soportaba! ¿Y si se moría? Mamá y papá no querrían que muriera, ¿verdad? Seguro que lo entendían. Además, si se movía con muchísimo cuidado, a lo mejor no llegaban a enterarse. Sería un secreto.

    A Anka le gustan los secretos. Le hacen sentirse fuerte. ¡Ojalá tuviera más!

    Al principio las piernas parecían negarse a obedecerle, pero en cuanto las estiró hacia el suelo con una leve flexión de los pies, hacia adelante y hacia atrás, el dolor empezó a remitir. El periódico crujió al rozarlo y contuvo el aliento, inmóvil. Miró al suelo. No parecía que las páginas se hubieran movido.

    Entonces bajó de la silla, esforzándose para no hacer el menor ruido por si mamá y papá habían vuelto a casa y ella no se había dado cuenta. Tal vez habían regresado en silencio mientras Anka estaba perdida en su mundo imaginario, un lugar que visitaba con frecuencia.

    Por supuesto, evitó acercarse a la ventana. Eso no, nunca se acerca a ninguna, esté donde esté, aunque sea en lo más alto de una pared o en lo más alto de una casa, como la de ahora.

    Si se acerca a una ventana le pegarán. Lo sabe.

    —-

    No es solo por las ventanas. Si hace ruido, le pegan. Si mamá y papá oyen un sonido raro en algún lugar de la casa, le pegan, aunque no haya sido ella. Le echan la culpa sin motivo, lo que es terriblemente injusto.

    Si llora cuando le pegan, le pegan más para que deje de hacerlo, aunque nunca funciona.

    Ahora ha aprendido a contener el llanto. Se ha obligado a llorar en silencio por dentro para que nadie lo note.

    No se queja. A fin de cuentas, es por su propio bien. Al menos, eso es lo que le dicen. Le pegan para que aprenda.

    Pero ella sigue olvidando cosas. Siempre acaba haciendo algo que no debe y solo se acuerda de que está prohibido cuando es demasiado tarde. Y entonces se echa a llorar por haber sido tan tonta.

    Eso sí: en toda su vida, nunca olvidará las palizas. Nunca jamás.

    Le dicen que es una niña mala y que por eso le pegan. Si no fuera mala, no tendrían que hacerlo.

    Pero no es mala. Es una niña buena.

    —-

    Aquella vez, después de bajarse de la silla, se limitó a estirar un poco las piernas antes de volver, cuando ya se sentía mejor.

    Al poco rato oyó el ruido de la llave al girar en la cerradura de abajo y se apresuró a adoptar la habitual pose de bienvenida: espalda recta, barbilla alta, piernas juntas, manos sobre el regazo y mirada al frente con la mejor de sus sonrisas.

    Papá abrió la trampilla y asomó la cabeza. Dejó escapar un gruñido satisfecho al localizarla, el mismo que emite siempre cuando aparta el plato vacío después de comer.

    Entonces se arrodilló frente a ella y examinó de cerca los papeles del suelo, hasta casi tocarlos con la nariz.

    Anka empezó a ponerse nerviosa. Llevaba ya mucho rato mirándolos. ¿Qué estaría buscando?

    Cuando papá alzó la cabeza tenía la cara encendida, los dientes apretados y una mirada cruel y aterradora.

    —Mocosa ingrata.

    Estaba tan cerca que le salpicó las mejillas de saliva y notó su aliento. Se encogió y cerró los ojos.

    Cuando volvió a abrirlos, papá se estaba quitando el cinturón.

    ¿Quién es esa niña?

    No hay más niños en la casa. No hay juguetes para entretenerse ni libros que hojear. Ni tan siquiera cuando sus padres están en casa y Anka puede estar abajo con ellos hay algo divertido que hacer. Lo único que hace es dormir, comer y sentarse a fantasear, o ver cómo ellos hacen lo que sea, que tampoco suele ser muy interesante.

    Papá y mamá tienen miedo. Todos los adultos que ha conocido a lo largo de su vida también.

    No se lo han dicho, pero ella lo nota. Hablan entre susurros, saltan al menor ruido y corren a la ventana más cercana para asomarse tras la cortina y ver qué está pasando.

    Ellos sí pueden acercarse a las ventanas, Anka es la única que lo tiene prohibido.

    Por eso, ella también tiene miedo. No sabe de qué, pero si los adultos que la rodean están preocupados por algo, supone que ella también debería.

    —-

    No hay calefacción bajo el tejado. Lleva cuatro capas de ropa superpuestas, pero sigue teniendo frío y apenas nota los dedos de los pies. Se agacha para comprobar si siguen ahí. Los nota helados, debe de hacer mucho frío afuera.

    Hace tiempo que no sale. Las pocas veces que ha pisado la calle todo estaba oscuro y la persona que la llevaba en brazos o de la mano tenía mucha prisa.

    Antes de venir a esta casa, vivía con unos padres que no la obligaban a esconderse cuando había visitas. Hasta que un día una persona extraña la señaló y le preguntó a mamá:

    —¿Quién es esa niña?

    Mamá respondió que la habían adoptado en la India.

    Al poco tiempo, la trasladaron con otros padres.

    ¿La India?

    ¿Sería verdad?

    Anka creía que no, pero ¿por qué iba a mentir mamá?

    ¿Por qué no había dicho que era su hija y punto?

    Aquella persona se lo podría haber preguntado directamente. Sabía lo que debía contestar.

    Como todo el mundo le repetía una y otra vez, si alguien le preguntaba cómo se llamaba, debía responder:

    —Me llamo Anka.

    Y si le preguntaban quién era su madre, debía señalarla y decir:

    —Esta es mamá.

    Fuera quien fuera su madre en ese momento.

    Un día de lluvia

    Anka está incómoda. Lleva mucho rato en la silla y tiene la boca seca, pero no hay nada para beber. Y aunque lo hubiera, no se lo bebería, porque entonces le entrarían ganas de hacer pipí.

    Normalmente se le da muy bien aguantarse las ganas. A fin de cuentas, ha practicado mucho.

    Pero hace poco sus padres estuvieron fuera mucho tiempo, más de lo normal. Anka notaba cómo se le iba llenando la parte baja de la barriga cada vez más y cómo crecían por momentos las ganas de ir al baño.

    «No pasa nada», se dijo. «Me aguanto. No pensaré en eso. Seguro que vuelven pronto».

    Pero no fue así, y cada vez le dolía más la barriga. Se revolvió en el asiento, agitó los pies arriba y abajo, se balanceó adelante y atrás y de un lado a otro, pero no sirvió de nada. A estas alturas, ya no era capaz de pensar en nada más. No tenía otra cosa en la mente. Estaba a punto de explotar.

    Lo hizo unos segundos después.

    Se hizo pipí en la ropa, en la silla y en el periódico, que se volvió casi transparente y dejaba ver el entarimado de madera. El texto se volvió borroso, como cuando miras por la ventana en un día de lluvia.

    Anka había hecho lluvia sobre el suelo.

    Entre las tablas del suelo se colaban rendijas de luz. Al parecer, también el agua pasaba por ahí. Se oía un goteo, tenue pero incesante, debajo de la silla.

    Anka siguió sentada, mirándose las manos, esperando a que parase. Lo hizo, aunque un buen rato después. Tenía el trasero frío y mojado, y empezó a tiritar.

    Cuando sus padres volvieron a casa y vieron lo que había hecho, se pusieron colorados y empezaron a gritar, aunque no a la niña, sino entre ellos.

    Las voces airadas resonaban en el desván. No paraban de gritar preguntándose «¿Por qué?» y «¿Cómo?», y llamándose idiotas el uno a la otra.

    Parecían haberse olvidado de Anka, aunque ella tenía claro que aquello no duraría. Al final los dos se acordarían de ella y entonces seguramente le echarían la culpa, como siempre. Para su asombro, esta vez no ocurrió así. Y, para variar, no le pegaron.

    Eso sí, limpiaron el suelo antes que a ella. En ese aspecto no hubo sorpresas.

    Tú sola, Anka

    Desde aquel día, cuando sus padres salían no pasaban demasiado tiempo fuera.

    A Anka se le da bien esperar. Es muy pequeña y el tiempo no le pesa demasiado. Tiene mucha práctica en no hacer nada.

    Hoy, más o menos a la hora a la que suelen regresar, oye ruidos abajo.

    No están hablando. Le gusta escuchar con atención para enterarse de lo que dicen sus padres, porque quiere saber más sobre quién es y de dónde viene. Pero lo que suele oír no tiene sentido y le aburre, y nunca descubre nada útil o interesante.

    Jamás hablan sobre ella. Puede ser porque saben que los escucha, o porque no tienen nada que decir.

    Oye unas pisadas que suben lentamente las escaleras, seguidas de los habituales crujidos y gruñidos al colocar la escalerilla en su sitio. Después unos golpecillos sordos mientras alguien sube. Suenan más fuerte que de costumbre.

    Al levantarse la trampilla, la luz entra por el agujero y ve una cara.

    Es una mujer, pero no es mamá, sino otra persona. Tiene la cara redonda y las mejillas coloradas, la nariz diminuta y el cabello rubio y rizado. Está casi sin aliento y resopla al empujar la trampilla.

    Parece molesta, como si estuviera haciendo algo que no quiere y que le resulta inconveniente. Mucha gente mira así a Anka.

    Pero en cuanto se da cuenta de que la observan, se le enciende la sonrisa como si fuera una bombilla y saluda:

    —¡Hola, Anka!

    —-

    Anka le devuelve la mirada. Ha aprendido que, si un adulto te sonríe, es porque quiere que hagas algo que no te apetece e intenta engañarte para que creas que es divertido.

    Saben que no vas a querer porque, si estuvieran en tu lugar, tampoco querrían.

    También ha aprendido que, cuando dicen que «vamos» a hacer algo, es mentira.

    Ellos no lo harán, solo tú.

    Ahora «vamos» a la cama.

    Ahora «vamos» al sótano.

    Ahora no «vamos» a hacer ningún ruido.

    Ahora no «vamos» a llorar.

    «Vamos» a esperar en el armario, o bajo el suelo, o en el cuarto de atrás, o debajo de la cama hasta que se vaya la gente.

    No quieren decir «vamos».

    Siempre es «vas», Anka.

    Tú sola.

    La otra razón que tienen los adultos para sonreír es para que les devuelvas el gesto.

    Si lo haces, interpretan que les caes bien y que quieres hacer lo que ellos pretenden, aunque todavía no sepas de qué se trata.

    Devolver la sonrisa a los adultos los hace felices. Sin embargo, y con las experiencias que ha tenido Anka hasta ahora, no suele traer nada bueno.

    —-

    Antes Anka se dejaba llevar. Devolvía las sonrisas que le dirigían con la esperanza de caer bien a los demás y que, a cambio, la cuidaran, jugaran con ella y la quisieran. Pocas veces lo hacían, por eso ya ni lo intenta.

    Que los adultos sonrían todo lo que quieran. Ese truco ya no les va a funcionar.

    Aunque no parece que les importe demasiado. Siguen sin captar el mensaje.

    —Vaya, es tímida —deducen.

    —Tiene uno de esos días.

    —No es muy lista, ¿no?

    —A lo mejor es sorda.

    No aciertan nunca.

    Esto no puede ser bueno

    La recién llegada sube por el agujero del suelo con dificultad. Se arrodilla sobre el periódico y se sitúa a la altura de Anka. Todavía jadea un poco y se seca la frente con un pañuelo blanco y bordado sin dejar de repetir:

    —¡Ay, madre, ay, madre!

    Se presenta y dice que es la señora K. Vive enfrente y tiene una hija como ella que se llama Kokki.

    Anka se compadece de la niña si es como ella, si está siempre triste, sin amigos ni juguetes, sin nadie con quien hablar y con dolores constantes.

    No le consuela pensar que tal vez haya por ahí otros niños como ella. Preferiría ser la única. No le desearía a nadie una vida como la suya. De hecho, tampoco la desea para sí.

    Pero el nombre de Kokki es bonito. Seguro que no le cuesta nada recordarlo. Como Anka.

    —-

    Se estremece y empieza a temblar cuando se le pasa por la cabeza un pensamiento aterrador.

    Hace tiempo, muchas mamás y muchos papás atrás, antes de aprender a estar en silencio y a no preguntar demasiado, cuando le ordenaban que se alejara de las ventanas, preguntaba por qué y le contestaban:

    —Para que la gente no sepa que estás aquí.

    Ahora, cada vez que tiene padres nuevos, otro lugar donde dormir, otras paredes que mirar y otros sonidos de la calle que escuchar, pregunta:

    —¿La gente puede saber que estoy aquí?

    La respuesta suele ser tajante:

    —¡No!

    Y es lo que Anka ha aprendido a esperar.

    A menudo se pregunta por qué nadie puede verla ni saber que existe.

    La gente suele parecer atemorizada cuando está ella. Cuando es de noche y le cuesta dormirse, muchas veces se estruja el cerebro preguntándose la razón, pero no ha conseguido averiguarla.

    ¿Será por su aspecto? ¿Acaso tiene algo que da miedo? ¿Quién podría asustarse al verla? Es diminuta y no le haría daño ni a una mosca aunque quisiera. Además, tampoco quiere.

    En ese caso, el problema no puede ser suyo. Será de la gente.

    Y la señora K. es gente, de eso no hay duda.

    Sabía que Anka estaría bajo el tejado.

    ¡Hasta sabe cómo se llama!

    Esto no puede ser bueno.

    Poquita cosa

    Ahora que la señora K. ha visto a Anka, ¿qué va a hacer? ¿Qué quiere? ¿Por qué ha venido? ¿Saben sus padres que está aquí?

    La señora se le adelanta.

    —Hoy tus padres pasarán mucho tiempo fuera y me han pedido que venga para llevarte al baño si hace falta. ¿Tienes ganas de ir?

    Sí que las tiene, pero niega con la cabeza.

    La señora sugiere que bajen y lo intenten, por si acaso. Anka vuelve a negarse. Está claro que no tiene ni idea de que no la dejan ir a ningún lado. O a lo mejor lo sabe perfectamente, pero intenta meterla en problemas.

    Anka está segurísima de que si bajan y las pillan, no será a la señora a la que peguen por desobediente.

    Por eso espera. La

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