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Borges en la biblioteca
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Libro electrónico186 páginas5 horas

Borges en la biblioteca

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El ensayo desnuda a quien lo escribe. Eso pasa, por ejemplo, en Evaristo Carriego, del propio Borges; en El factor Borges, de Alan Pauls; pasa, lateralmente, en Breve historia argentina de la literatura latinoamericana (a partir de Borges), de Luis Chitarroni; y pasa también en este ensayo de Patricio Zunini.
Le llevó años a Zunini escribir este libro que iba a restringirse inicialmente a los años de Borges en la biblioteca, en las dos bibliotecas, en la Miguel Cané y en la Nacional. Ese corazón escenográfico persiste, pero las arterias que salen de él tienen un alcance más remoto. Las ramificaciones se prolongan a la vida entera de Borges y a la vida de Borges después de muerto Borges. Esta segunda vida implica además la vida del autor y la nuestra, los lectores.
Zunini puede demorarse en la lasitud de las tardes que Borges pasaba refugiado en la Galería del Este (la Librería de la Ciudad a mano) porque ese lugar activa la evocación del negocio de la abuela en Charcas y San Martín. Estas interferencias no son inesenciales: las presunciones propias (como cuando resuelve la perplejidad o el vacío documental con la opinión: ¿habría llegado Borges a batirse a duelo con Lugones? ¿qué hizo en los seis meses de licencia que se tomó en la Biblioteca Cané?), la crónica personal, y aun la ausencia (el repliegue de las páginas páginas inolvidables en las que habla Miguel de Torre), todo eso hace de Borges en la biblioteca (biografía que es ensayo, ensayo que es crónica, crónica que es biografía de un tercero) el envío de una intimidad a otra intimidad" (Del prólogo de Pablo Gianera).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ago 2023
ISBN9789505569571
Borges en la biblioteca

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    Borges en la biblioteca - Patricio Zunini

    Imagen de portada

    Borges en la biblioteca

    Borges en la biblioteca

    Patricio Zunini

    Índice de contenido

    Portadilla

    Legales

    PRÓLOGO EL BORGES NUESTRO DE CADA VIDA POR PABLO GIANERA

    17 de octubre de 1955

    PRIMERA PARTE

    Una biblioteca en el infierno

    Las dos muertes de Borges

    Extranjerizante y decadente

    Caro diario

    El infinito y la cáscara de nuez

    SEGUNDA PARTE

    Anatomía de una renuncia

    Miguel

    El director y la metáfora

    Borges en la Biblioteca

    Agüero 2502

    México 564

    APÉNDICE

    Lista de los libros que Borges donó a la Biblioteca Nacional en 1973

    La Argentina ante los problemas de la hora internacional

    Alejandro Vaccaro: Tengo textos inéditos de Borges, algunos se pueden publicar y otros no.

    BIBLIOGRAFÍA

    AGRADECIMIENTOS

    ©2023, Patricio Zunini

    ©2023, RCP S.A.

    Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopias, sin permiso previo del editor y/o autor.

    ISBN 978-950-556-957-1

    Hecho el depósito que marca la ley 11.723

    Diseño de tapa e interior: Pablo Alarcón | Cerúleo

    Foto de tapa: Archivo de Alejandro Vaccaro

    Foto de solapa: Alejandra López

    Digitalización: Proyecto451

    Para Agustina y Emiliano

    Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y esto tiene que ser más fuerte en el caso de un artista. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo. Por eso yo hablé en un poema del antiguo alimento de los héroes: la humillación, la desdicha, la discordia. Esas cosas nos fueron dadas para que las transmutemos, para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo. Si el ciego piensa así, está salvado. La ceguera es un don.

    Jorge Luis Borges. La ceguera, conferencia

    incluida en el libro Siete noches

    PRÓLOGO

    EL BORGES NUESTRO DE CADA VIDA

    Por Pablo Gianera

    Parece imposible seguir escribiendo sobre Borges. No parece, lo es. Pero la certeza de la imposibilidad contrasta con la evidencia de que la escritura sigue. Ambas —imposibilidad de la escritura y certeza de su continuación— son una sola cosa: no se puede escribir más sobre Borges precisamente porque se sigue escribiendo.

    Cuando no académicas, las escrituras sobre Borges suelen ser partidarias (el partido de la ciencia que lo hace precursor de todo, el peronismo, el antiperonismo, el pop que todo lo ultraja, la cita aviesa, la plastificación catedrática) y por eso mismo hacen de Borges lo que se les da la gana. Probablemente no haya ahora entonces más que una manera sola de escribir acerca de Borges, una manera que defiende además la obra de su reducción al servilismo de una causa. No se puede escribir sobre Borges sin hablar a la vez de uno mismo (de quien escribe), pero no porque se use a Borges de salvoconducto para contarse a sí mismo (otra variedad del servilismo), sino porque únicamente así, con ese reactivo, podrá colorearse algo en la obra que la prolijidad de las bibliografías y los congresos omiten, o dicen como si lo omitieran, porque no tocan ningún nervio. No leyó Borges de otra manera a los otros. Es también lo propio del ensayo: con primera persona del singular o sin ella, el ensayo desnuda a quien lo escribe. Eso pasa, por ejemplo, en Evaristo Carriego, del propio Borges; pasa en El factor Borges, de Alan Pauls; pasa, lateralmente, en Breve historia argentina de la literatura latinoamericana (a partir de Borges), de Luis Chitarroni; y pasa también en este ensayo de Patricio Zunini.

    Le llevó años a Zunini escribir este libro, que, si no me engaño, iba a restringirse inicialmente a los años de Borges en la biblioteca, en las dos bibliotecas, en la Miguel Cané y en la Nacional. Ese corazón escenográfico persiste ahora, pero las arterias que salen de él tienen un alcance más remoto. Las ramificaciones se prolongan a la vida entera de Borges y a la vida de Borges después de muerto Borges. Esta segunda vida implica además la vida de Zunini y la nuestra, los lectores.

    Escuché no hace mucho decir a Damián Tabarovsky —decir o deplorar— que no existiera todavía una biografía de Borges a la altura de las biografías del estilo anglosajón, una biografía que pudiera contener los reflejos parcelados de las ya escritas. Es una manera de ver las cosas. Otra manera de verlas sería pensar que ninguna biografía es la vida: la vida se entrega a la comprensión cuando se descompone aquello que sería inalcanzable —la totalidad de esa vida— en el prisma de cada uno que escribe. El prisma no se repite, como no se repiten los que escriben. Zunini puede demorarse en la lasitud de las tardes que Borges pasaba refugiado en la Galería del Este (la Librería de la Ciudad a mano) porque ese lugar activa la evocación del negocio de la abuela en Charcas y San Martín. Estas interferencias no son inesenciales: las presunciones propias (como cuando resuelve la perplejidad o el vacío documental con la opinión: ¿habría llegado Borges a batirse a duelo con Lugones? ¿qué hizo en los seis meses de licencia que se tomó en la Biblioteca Cané?), la crónica personal, y aun la ausencia (el repliegue de las páginas —páginas inolvidables— en las que habla Miguel de Torre), todo eso hace de este libro de Zunini (biografía que es ensayo, ensayo que es crónica, crónica que es biografía de un tercero) el envío de una intimidad a otra intimidad.

    17 DE OCTUBRE DE 1955

    Atardece en Buenos Aires. Borges y Leonor salen a caminar. Van a la Biblioteca Nacional, que está en México al 500. Es un trayecto corto, unas veinte cuadras, pero les lleva un buen rato. Él desde siempre ha sido un gran caminador; ella, aunque con una vitalidad sorprendente, roza los 80. Cada tanto se apoya en el brazo del hijo o señala una vidriera: necesita recuperar el aliento, pero no lo dice, y él hace como si no se diera cuenta. Llegan cuando el sol ha comenzado a ocultarse. Se quedan en la vereda de enfrente. Si Borges va como de costumbre, está de traje oscuro, corbata amarilla, no tiene sombrero, todavía no usa bastón. Apunta con el mentón hacia adelante, lo que le da un aspecto recio. Pero, en realidad, lo levanta así porque un oculista le dijo que tenía la retina apenas adherida por un punto, y él cree que así hace menos presión. Un poco más allá, a unos cuarenta o cincuenta metros, casi llegando a la esquina de Bolívar, está la Sociedad Argentina de Escritores. Él fue presidente entre 1950 y 1953 —en esa época las reuniones, casi clandestinas, se hacían en la librería de Paulino Vázquez—. Cuántas veces caminó por esta cuadra. Y, sin embargo, esta es como si fuera la primera vez.

    De chico, Borges venía a la Biblioteca con el padre. El edificio era nuevo y todo era luminoso e infinito. Era imponente. Lo había construido un marqués italiano que estaba casado con una nieta de Urquiza. Como originalmente iba a ser la sede de la Lotería Nacional, los pasamanos estaban rematados con bolilleros de adorno. Había murales y ninfas apoyadas sobre la punta del pie. Borges se perdía en esos detalles. Se asombraba con cada descubrimiento: las estatuas alegóricas, las musas del conocimiento, los nombres de los grandes pensadores escritos en las paredes. La sala de lecturas estaba en el atrio central. La habían ubicado ahí porque tenía buena luz y mala acústica —los números de la lotería se iban a cantar en el auditorio posterior, que terminó usándose para conciertos—. Tenía mesas de caoba y unos ficheros altos que sólo usaban los empleados. Desde ahí se podían ver todos los pisos: las paredes tapizadas de libros, los cuatro balcones que se abrían a los pasajes de las Ciencias, las Letras, la Historia, el Derecho; los ventanales de hierro.

    La Biblioteca recibía a la gente del barrio y en un sector especial, los chicos de las escuelas vecinas se juntaban a hacer la tarea. Había otros salones llenos de humo del tabaco donde los hombres se reunían a leer el diario y discutir de política; uno de ellos era el padre de Borges. Para que el hijo no se aburriera, le daba los volúmenes de las enciclopedias. Casi puedo verlo: un nene de seis años con un nivel de lectura sorprendente para su edad, sentadito en una silla de cuero con las piernas cruzadas, metido adentro de uno de esos libros gordos de cubierta verde. A veces el polvo lo hacía estornudar. Borges podía pasarse horas con la Enciclopedia Británica, que lo llevaba por países remotos o le hablaba de mitos y seres imaginarios. Fue en la Biblioteca donde le nació la pasión por las enciclopedias, que lo iba a acompañar toda la vida. Fue también ahí donde empezó a sentir que el mundo podía contarse como una serie infinita: de palabras, de objetos, de personas, de ideas.

    La fantasía habitual es pensar que aquel chico saltaba entre volúmenes, casi como en una versión analógica de internet. Pero no era tan así. Si bien las enciclopedias eran libros que estaban disponibles sin necesidad de pedirlo en el mostrador, a él le daba un poco de vergüenza ir y venir por el salón. Leía de a un tomo por vez. Una tarde tuvo una suerte de epifanía. Había terminado de leer una historia sobre los drusos —una comunidad del Asia Menor que creía en la transmigración de las almas— cuando calculó cuántos años le tomaría leer, ya no todos los libros de la Biblioteca, sino, al menos, todas las enciclopedias: iba a necesitar esta vida y varias de las siguientes. Fue entonces que deseó con desesperación quedarse a vivir ahí para siempre.

    —Bueno —dice Leonor—, ahora que sos el director, ¿por qué no entrás?

    Unas horas antes, Borges había ido a la Casa Rosada junto con un grupo de intelectuales y escritores para participar del homenaje al general Eduardo Lonardi, el líder de la Revolución Libertadora que volteó a Perón. Cincuenta años después, Horacio González va a escribir que la visita fue el 18: el encuentro fue el lunes 17, exactamente el día en que se cumplían diez años del Día de la Lealtad. Quiénes integraban aquella comisión, no se sabe. Seguro estaba Manuel Mujica Lainez, pero la mayoría de los testimonios sólo mencionan a Borges. Quizá porque, visto a la distancia, su figura fue tan importante que eclipsó al resto; quizá porque por entonces —y como lo sería para siempre— él era el escritor de la resistencia antiperonista. Lonardi estrechó manos, habló brevemente con cada uno y lo que le dijo a Borges iba a determinar la suerte de sus próximos dieciocho años: ¿Director de la Biblioteca Nacional, tengo entendido?. Y entonces Mujica Lainez o algún otro dijo: Nos agrada oír esas palabras en boca de Su Excelencia.

    Ahora sólo quedaba la designación oficial. Borges, que había rechazado la Embajada en Estados Unidos, empezaba a consumirse en la espera. ¿Y si había entendido mal? ¿Y si el nombramiento quedaba en el olvido? ¿¡Y si volvía Perón!? Mucha gente creía que era una posibilidad real. Algunos hasta habían hecho correr el rumor que iba a tirarse en paracaídas en Plaza de Mayo.

    La oscuridad los envuelve de a poco. A lo lejos, el caño de escape de un colectivo los trae de nuevo a la realidad. Leonor insiste:

    —Vamos a mirar por adentro, a ver cómo es todo.

    Pero él duda: tiene miedo. Un temor supersticioso, difuso y, por lo tanto, insalvable.

    —No —dice, y da media vuelta—. Mejor no entrar hasta que sepa que puedo entrar.

    PRIMERA PARTE

    UNA BIBLIOTECA EN EL INFIERNO

    1

    Veinte años después, madre e hijo todavía vivían en el mismo edificio de Maipú y Marcelo T. de Alvear. Maipú 994, 6°B: un departamento chico a la calle en pleno Centro, a una cuadra de Plaza San Martín y dos de Harrods. Lo habían reformado para que tuviera dos habitaciones y una dependencia. En el dormitorio de Borges apenas entraba la cama, el escritorio y una biblioteca de muy pocos libros; ninguno suyo. Los días de lluvia había goteras en el living. Casi todas las tardes, Borges bajaba a tomar un café con leche al bar de la Galería del Este o al del Gran Hotel Dorá, que estaba al lado, y la gente se acercaba a saludarlo con cariño y respeto. A veces le gritaban Hola, maestro y él sonreía sin decir nada. Hacía dos años que había dejado de ser el director de la Biblioteca y no la extrañaba. O eso decía.

    Borges entró en la Biblioteca siendo el escritor más relevante del país. Se fue siendo Borges, una marca de la Argentina, un signo, una identidad. El reconocimiento de sus pares y, sobre todo, de los intelectuales extranjeros como Roger Caillois explica, en parte, su prestigio, pero no alcanza a responder el misterio de una popularidad tan masiva. Su consagración saltó el círculo de los escritores y se volvió una figura pública, una personalidad reconocida y admirada aún por quienes no lo habían leído —ni pensaban hacerlo—. Yo tengo la intuición de que su celebridad se debió a la Biblioteca. Fueron los dieciocho años en la Biblioteca los que le permitieron alcanzar el estatus de Escritor Nacional. Los políticos citaban sus libros, los estudiantes lo esperaban en la puerta de la casa, los periodistas trataban de que dijera alguna frase filosa —que él siempre estaba dispuesto a decir—, las revistas sensacionalistas habían cubierto su divorcio con Elsa Astete como si fueran estrellas del espectáculo. La revista Gente solía ponerlo en tapa y varias veces lo incluyó entre los personajes del año. En enero del 77, sin una razón particular, le dedicó un número especial de más de doscientas páginas. La portada decía en letras blancas sobre un fondo dorado: Todo Borges y… la vida, la muerte, las mujeres, la madre, la política, los enemigos, y

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