Fragua
Por Ali Smith
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Saltando en el tiempo, en Fragua aparece la historia de una herrera que hizo piezas hermosas hace siglos y que fue perseguida y marcada. Una historia de restricciones y lucha por la libertad que se entrelaza con la historia de Sandy gracias a una excepcional cerradura creada por la herrera y que llega a manos de Martina Pelf.
Una novela esperanzadora, que puede leerse como una coda al célebre Cuarteto estacional, en la que Ali Smith nos trae de nuevo una novela inteligente y conmovedora, reflexiva y juguetona.
Ali Smith
Ali Smith (Inverness, 1964) Tuvo una madre irlandesa, un padre inglés y una educación escocesa (hasta que comenzó su doctorado en Newnham College, Cambridge). A los veinte años, después de que un debilitante ataque de síndrome de fatiga crónica descarrilara su carrera académica, comenzó a escribir. Ahora, autora de ocho novelas y seis colecciones de cuentos, crea lo que podría llamarse ficción experimental, pero con un estilo fácil, agradable y de emocionante lectura. Escribe en The Guardian, The Scotsman y el Times Library Supplement.
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Fragua - Ali Smith
Ali Smith
Fragua
Traducción de
Magdalena Palmer
019Para Nicola Barker
y para Sarah Wood
con amor
El sereno valle de los eternamente vivos.
Caminan junto a las verdes aguas.
Y con tinta roja dibujan en mi pecho
un corazón y los signos de una cálida bienvenida.
CZESŁAW MIŁOSZ
El canto del zarapito me invita a besar las bocas de su polvo.
DYLAN THOMAS
Pasivo como un pájaro que,
volando, todo lo ve,
y en su corazón eleva al cielo
la conciencia que no perdona.
PIER PAOLO PASOLINI
Me indigna hasta lo más profundo del alma que la tierra
esté destrozada mientras a todos nosotros nos pasman
supuestos monumentos de valía e intelecto,
panteones de falsas riquezas culturales. Siento menoscabado el valor
de mi propia existencia por los tediosos años que he pasado
adquiriendo competencias en los secretos del ingenio mediocre,
como una de esas personas que lo saben absolutamente todo
sobre un difunto héroe de cómic o una serie de televisión.
El dolor que han sufrido otros mientras yo y los de mi clase
estábamos así ocupados pesa en mi conciencia como un crimen.
MARILYNNE ROBINSON
Por el martillo y la mano que lo cierne
todas las artes se mantienen.
Lema de la Excelentísima Sociedad de Herreros
TÚ ELIGES
Hola hola hola. Pero ¿qué pasa aquí?
Esa es la voz de Cerbero, el salvaje perro mítico de tres cabezas (un hola por cabeza). En la mitología antigua vigila a los muertos en las puertas del Hades para asegurarse de que ninguno escape. Tiene unos dientes muy afilados, tiene cabezas de serpiente que le brotan del lomo erizado y se dirige, con el típico tono de comedia vodevilesca, a quien parece ser un simpático miembro del cuerpo de la policía británica, una forma anticuada de denominar a un poli.
Este poli es la última actualización corrupta que ha cruzado el lago Estigia y ha llegado a las puertas del Hades para mostrarle a cada una de las cabezas de Cerbero unas fotos graciosas donde él y otros polis hacen cosas cachondas, como añadir signos de victoria y comentarios racistas / sexistas a fotografías de cadáveres reales de personas asesinadas, y que luego ha hecho circular por la simpática aplicación para policías que él y sus colegas utilizan últimamente, en esta tierra de arrogantes patriotas del año de nuestro señor dos mil veintiuno donde tiene lugar esta historia, que empieza conmigo en el sofá de mi sala, una noche en que estoy mirando las musarañas e imaginando el encuentro entre algunos aspectos terroríficos de la imaginación y la realidad.
Cerbero ni se digna a levantar una ceja (y eso que, si quiere, podría levantar hasta seis a la vez). Ya lo ha visto todo. Que los cadáveres se amontonen, cuantos más mejor en un país de personas tristes y enloquecidas por la constante presión de actuar como si este no fuera un país de personas tristes.
Tragedia versus farsa.
¿Los perros tienen cejas?
Sí, porque la verosimilitud es importante en los mitos, Sand.
Si hubiese querido asegurarme, podría haberme levantado del sofá y echar un vistazo a la cabeza de la perra de mi padre.
Pero no me importaba que los perros tuviesen cejas.
No me importaba qué estación era.
Ni siquiera me importaba el día de la semana.
Entonces todo me daba igual y lo mismo. Hasta me desprecié por ese jueguecito de palabras aunque eso no es habitual porque siempre he adorado el lenguaje, ha sido mi personaje principal y yo su eterna y leal camarada. Pero entonces hasta las palabras y todo lo que podían y no podían hacer me importaban una mierda, y punto.
Mi móvil se iluminó en la mesa. Vi la luz en la oscuridad de la habitación.
Lo cogí y me lo quedé mirando.
No era el hospital.
Bien.
Un número desconocido.
Ahora me sorprende que decidiera contestar. Quizá pensé que era alguien para quien o con quien había trabajado mi padre, que al enterarse de lo ocurrido me llamaba para interesarse por su salud. Todavía me sentía algo responsable de esas cosas. Tenía mi respuesta preparada. Aún no está fuera de peligro. Sigue en observación.
¿Diga?, respondí.
¿Sandy?
Sí, dije. Soy yo, dijo una mujer.
Ah, dije yo, todavía sin entender.
Mencionó su nombre.
Mi nombre de casada es Pelf, pero antes era Martina Inglis.
Tardé un poco. Luego me acordé.
Martina Inglis.
Fuimos juntas a la universidad, mismo año, mismo curso. No habíamos sido amigas, solo conocidas. No, ni siquiera conocidas. Menos que conocidas. Pensé que quizá se había enterado de lo de mi padre (a saber cómo) y que aunque apenas nos conocíamos me llamaba (a saber de dónde habría sacado mi número) para, no sé, apoyarme.
Pero no mencionó a mi padre.
No me preguntó cómo estaba, ni qué hacía, ni nada de lo que se suele decir o preguntar.
Creo que por eso no le colgué. No era falsa.
Me dijo que llevaba tiempo queriendo hablar conmigo. Me contó que era ayudante del conservador de un museo nacional (¿quién iba a imaginar que acabaría haciendo algo así?) y que había vuelto de un viaje de un día al extranjero, enviada por el museo en un hueco entre confinamientos para custodiar personalmente el regreso de un mecanismo de cerradura y llave, un artilugio, me explicó, muy adelantado a su tiempo, una versión inusualmente bella y de excelente calidad, de importancia histórica, que había formado parte de una exposición itinerante de objetos de finales de la Edad Media e inicios del Renacimiento.
Había llegado de noche y se puso en la larga cola del control de seguridad, donde esperó un buen rato hasta llegar a la zona donde comprobaban los pasaportes manualmente (la mayoría de las máquinas digitales no funcionaban). Cuando por fin le llegó el turno, el hombre de detrás de la pantalla le dijo que le había dado el pasaporte equivocado.
Ella no entendió a qué se refería. ¿Cómo podía haber un pasaporte equivocado?
Ah, un momento. Ya lo sé, dijo ella. Lo siento, le habré dado el pasaporte que no usé a la salida, espere un segundo.
Un pasaporte que no usó a la salida, había dicho el hombre.
Es que tengo dos, dijo ella.
Cogió el otro pasaporte del bolsillo de la chaqueta.
Tengo doble ciudadanía, dijo.
¿No le basta con un país?, respondió el hombre detrás de la pantalla.
¿Qué ha dicho?
He dicho que si no le basta con un país, repitió el hombre.
Ella miró los ojos que asomaban por encima de la mascarilla. No sonreían.
Creo que eso es asunto mío, no suyo, le dijo.
El hombre cogió el otro pasaporte, lo abrió, lo miró, cotejó los dos pasaportes , miró su pantalla, tecleó algo y ella se percató de que tenía dos agentes enmascarados y uniformados muy cerca, justo detrás, uno a cada lado.
Puede mostrarme el billete con el que ha viajado hoy, dijo el hombre detrás de la pantalla.
Ella sacó el móvil y buscó el billete, le dio la vuelta al móvil y lo sostuvo en alto para que él lo viese. Uno de los agentes le arrancó el móvil de las manos y se lo dio al hombre detrás de la pantalla. El hombre lo dejó encima de los pasaportes. Luego se desinfectó las manos con un botellín que tenía sobre la mesa.
Sígame por aquí, por favor, dijo el otro agente.
¿Por qué?, dijo ella.
Control rutinario, dijo el agente.
La apartaron de la cola.
Su colega todavía tiene mi móvil. Todavía tiene mis dos pasaportes, dijo ella.
Se los devolverán a su debido tiempo, respondió el que iba detrás.
La condujeron por una puerta y luego por otra hasta llegar a un pasillo anodino donde únicamente había un escáner. Pasaron por el escáner la bolsa con el pequeño paquete que contenía el mecanismo de cerradura y su llave, que era el único equipaje de mano que llevaba.
Le preguntaron qué clase de arma había en el paquete.
No digan tonterías. Evidentemente no es un arma, les dijo. El objeto más ancho es una cerradura, fue la cerradura de un arcón del siglo XVI, perteneciente a un barón, que se utilizaba para guardar dinero. El objeto largo que lo acompaña no es un cuchillo, sino la llave original de la cerradura. Es la cerradura Boothby. Si supieran algo de forja inglesa tardomedieval o de inicios del Renacimiento, comprenderían que es un artefacto histórico de suma importancia y un asombroso ejemplo de exquisitez en el oficio del forjado.
El agente abrió el paquete con una navaja.
¡No puede sacarlo!, dijo ella.
El hombre sacó la cerradura envuelta y la sopesó en las manos.
Déjela donde estaba, dijo ella. Déjela donde estaba ahora mismo.
Lo dijo con tal furia que el agente dejó de sopesarla de una mano a otra y, muy envarado, la devolvió al paquete.
El otro agente le exigió que probase ser quien decía que era.
¿Cómo?, dijo ella. Ya tienen mis dos pasaportes. Y mi móvil.
¿No tiene una copia en papel de ninguna acreditación oficial para trasladar un artefacto histórico nacional?, preguntó el agente que sostenía el paquete.
Intentaron llevársela a lo que llamaron la sala de interrogatorios. Ella se agarró al lateral del escáner con ambas manos, dejó el cuerpo en peso muerto, como hacen los manifestantes en las noticias, y se negó a ir voluntariamente a ninguna parte hasta que le devolviesen el paquete abierto y le dejasen comprobar que la cerradura Boothby y su llave seguían allí.
La encerraron con el paquete en una pequeña habitación donde solo había una mesa y dos sillas. Tanto la mesa como las sillas eran de aluminio y plástico gris. No había ningún teléfono encima de la mesa. No había ventanas. Ninguna pared tenía una cámara visible a la que ella pudiese hacer señas, aunque quizá hubiese cámaras que ella no podía ver pero a saber dónde, Sand, porque ahora se puede hacer de todo con lentes muy pequeñas. Hoy en día hay lentes más diminutas que una mosquita. Aunque en esa habitación no había ni por asomo nada vivo, aparte de mí. Tampoco había ninguna manija en el interior de la puerta, ni forma de abrirla tirando de los lados; había rasguños y pequeñas muescas al pie y a lo largo de los bordes, prueba de los pasados intentos de otras personas. No había papelera, como descubrió después de golpear la puerta sin que apareciera nadie para decirle dónde estaban los aseos ni acompañarle a ninguno, y lo que ocurrió fue que la dejaron allí lo que resultó ser muchísimo tiempo.
Luego la soltaron sin interrogarla ni darle ninguna explicación, le devolvieron el móvil pero se quedaron con los pasaportes, que le devolverán, le dijo a la salida la mujer de recepción, a su debido tiempo.
Todavía no me han devuelto ninguno de los dos pasaportes, me dijo Martina Inglis. Y no sé qué pensar. O me metieron ahí y se olvidaron de mí sin querer, o se olvidaron de mí queriendo.
En cualquier caso menuda historia, le dije. Siete horas.
Y media, puntualizó. Toda una jornada laboral, que empezó a las cuatro y media de la mañana y que pasé en gran parte haciendo cola en controles de seguridad. Pero fueron siete horas y media. En una habitación inhumana.
Mucho tiempo, dije.
Sí, dijo.
Sabía lo que se esperaba de mí a continuación. Se suponía que tenía que preguntarle qué había hecho durante siete horas y media en esa habitación inhumana. Pero me encontraba en un momento de mi vida en que pasaba de todo, pasaba de ser educada y de convenciones sociales.
No dije nada.
Guardé silencio durante diez segundos.
¿Hola?, dijo ella.
No sé cómo lo consiguió, pero algo en su voz hizo que me sintiera mal por estar callada.
¿Y qué hiciste todo ese tiempo?, dije.
Ah. Ahora viene lo bueno (y oí alivio en su voz porque yo había dicho lo que se suponía que debía decir). Precisamente por eso te he llamado, me dijo. Escucha. Pasó algo muy raro. No se lo he contado a nadie, en parte porque no se me ocurre a quién contárselo. Le estuve dando vueltas, pero nada. Hasta que la semana pasada pensé: Sandy Gray. Sand del pasado, de cuando íbamos a la universidad. Ella sabrá qué hacer al respecto.
¿Al respecto de qué?, le dije,
y empecé a preocuparme para mis adentros porque desde que todo había cambiado, aunque en apariencia yo seguía adelante fingiendo en parte, como el resto, que todo iba bien pese a ser horrible, eran tantos los cambios que estaba segura de no ser la persona que había sido.
Al principio, decía ella, me quedé sentada sin hacer nada, con las manos cruzadas en el regazo. Estaba furiosa, pero me convencí de que debía calmarme y prepararme para lo que me fueran a preguntar en el interrogatorio.
Y luego empezó a hacer frío, así que me levanté para andar un poco. No era muy grande, el espacio, y como me puse a correr en círculos y aquello era tan pequeño acabé mareándome, menos mal que no soy claustrofóbica.
Luego intenté abrir la puerta de nuevo. Pero no tenía nada con que ayudarme. Hasta me planteé desenvolver la llave Boothby y utilizarla, tiene una punta biselada con un pequeño gancho y pensé que podría sujetar el bajo de la puerta y tirar de ella. Pero nunca, jamás de los jamases, me atrevería a dañar la llave Boothby.
Entonces pensé que nunca había estado a solas con la cerradura Boothby, ni había tenido ocasión de observarla como es debido.
De modo que saqué el paquete de la bolsa porque en cualquier caso el paquete ya estaba abierto, ese hombre se lo había cargado con su cuchillo. Levanté las dos piezas envueltas, las coloqué encima de la mesa, desenvolví la cerradura y la dejé sobre la tela, ante mí. Ay, Sand, quienquiera que hiciese la cerradura Boothby tenía manos mágicas. ¿La has visto alguna vez?
No, le dije.
¿Nunca has oído hablar de ella?
No.
Búscala en Google. Te encantará. Tú más que nadie la captarás.
¿Una persona cuya existencia yo apenas recordaba,