Cuentos de Jungla y de Sabana
Por Fausto Grisi
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Cuentos de Jungla y de Sabana - Fausto Grisi
Cuentos de Jungla y de Sabana
Imagen en la portada: Shutterstock
Copyright ©2020, 2023 Fausto Grisi and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728575895
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Una aventura inolvidable: mí primer encuentro con los yanomamis
Cuatro eran los episodios que iban a formar parte de la película que la Metro Goldwyn Mayer nos había encomendado, cada uno de ellos basado en la vida real. Por razones que se relacionaban con el guion, teníamos que rodar en distintos continentes y en locaciones que distaban miles y miles de kilómetros una de la otra. Lo cual dificultaba sensiblemente el plan de producción y la parte organizativa del trabajo que estaba a mi cargo. Hasta entonces habíamos rodado dos episodios: el primero en África oriental, precisamente en la ciudad de Nairobi y en los parques nacionales de Kenya y Tanzania, y el segundo en Japón, en la ciudad sagrada de Kioto, en un monasterio Zen. Y hasta aquel momento todo se había desarrollado sin que se presentaran particulares problemas, lo cual es bastante insólito en las producciones cinematográficas. Para rodar el tercer episodio teníamos que ir en Amazonia. Se trataba de la reconstrucción fílmica de una historia real: la vida y las aventuras, o mejor dicho, las desventuras, de una mujer blanca que, siendo poco más que una niña, había sido raptada por los indios yanomami, y obligada a vivir con ellos ¡por más de veinte años!
*****
Sobre la base de las informaciones recolectadas estando todavía en mi oficina de Roma, la franja de selva amazónica que se encuentra al norte del Perú, en particular el área cercana a Iquitos, hubiera podido ser el lugar ideal donde realizar nuestra filmación. Así que hacia la mitad de noviembre de 1973 subo en un avión de Alitalia rumbo a Perú, con la tarea de averiguar las condiciones del sitio, determinar la logística, obtener lo permisos necesarios, antes de dar el visto bueno para que los técnicos de filmación y los actores salieran de Italia y me alcanzaran.
Tenía todavía en los ojos el grato recuerdo de Lima, su impresionante casco histórico, las estupendas piezas precolombinas admiradas en el Museo del Oro, cuando el avión empezó a bajar y la aeromoza anunció que estábamos a punto de llegar a Iquitos. Desde arriba, pude divisar, por primera vez, al majestuoso Río Amazonas y tengo que confesar que probé una gran emoción, más por haber oído tanto hablar de él que por la imagen que ofrecía de sí el inmenso, apacible y chato escudo de agua color gris oscuro.
*****
Al salir del pequeño aeropuerto encuentro a Pedro Pablo Peraza, el representante de la Compañía ‘Seguros el Sol’, el cual ha sido avisado por el gerente de la oficina de Lima de mi llegada. Encaminándome hacia su carro, la primera impresión que tengo es la de un calor húmedo y pegajoso que se desprende del río y de la selva que lo rodea. Las casas de la ciudad son en su mayoría de una planta, de aspecto pobre, pero limpias y aparentemente bien cuidadas. A pesar de ser el mejor, el hotel donde me alojo está muy lejos del ‘Intercontinental’ del capital dejado sólo pocas horas antes. El cuarto es pequeño, huele a mugre, no tiene aire acondicionado, y el ventilador que cuelga del techo, además de ser ruidoso, funciona únicamente con la velocidad al mínimo.
Tomándome una ducha, sonrío a la idea que el sitio que tengo que elegir para el rodaje se encuentra inexorablemente en plena selva, donde será necesario permanecer varios días acampando en hamacas y llevando todas las provisiones necesarias; por lo tanto pienso que tanto yo como mis compañeros de trabajo, probablemente llegaremos a extrañar aquel modesto hotel donde me encuentro, considerándolo, en comparación a lo que nos esperaba en la selva, a la par que un "cinco estrellas’. No sé si por el deseo de infundirme ánimo, o más bien porque está realmente convencido, antes de despedirse, Pedro agrega: -No se preocupe, mañana usted disfrutará de uno de los lugares más hermosos del planeta, se lo aseguro, pasaré a buscarla a las siete en punto. ¡Que tenga una buena noche!
Son casi las ocho cuando bajo al restaurant. La idea de tener al día siguiente que embarcarme y navegar el Río Amazonas en busca de la aldea indígena más apropiada para la filmación, me emociona y me llena de expectativa y curiosidad. Comiendo un sabroso ‘ceviche’ observo el ambiente y los clientes que, poco a poco, van llenando el local. En una mesa frente a la mía hay cuatro hombres, entre los treinta y cuarenta años, de rostros cansados, quizás por haber tenido una dura jornada de trabajo. El rostro de uno de ellos me llama la atención, me recuerda alguien conocido, pero descarto esa idea de mi mente en cuanto estoy a Once Mil kilómetros de Italia, en un país donde no conozco a nadie, y en un pequeño pueblo perdido en las riberas del río más grande de Latino América. Así que tiene que tratarse de una impresión equivocada debida probablemente al cansancio. Aún sin querer, mi mirada va una y otra vez hacia aquel individuo, y mientras más trato de convencerme que no puede ser, más la forma de hablar, de sonreír y los rasgos van encajando con la imagen de un amigo de Roma con el cual compartía la pasión por las carreras de motocicletas cuando tenía unos dieciséis años. Desde entonces no había vuelto a verlo y habían pasado más de quince años, ¡pero cuanto se parecía a él! De repente veo que el también fija su mirada en mi como tratando de recordar, y en aquel preciso instante no tengo más dudas, tiene que ser él, Claudio. Me levanto y voy hacia su mesa. No acabo de llegar que este con una gran sonrisa se levanta, viene hacia mí y en voz alta, exclama: - ¿Qué diablo haces tú aquí? - Nos abrazamos, los dos estamos emocionados y sorprendidos a la vez por el asombroso reencuentro. Claudio trabaja para una compañía petrolera norteamericana que está haciendo perforaciones a orilla del río. Yo le cuento la razón por la cual estoy allí. Tomamos un whisky, y no podemos evitar de recordar los viejos tiempos cuando religiosamente todos los domingos íbamos a ver las carreras de motocicletas en el autódromo de Vallelunga a unos treinta kilómetros en los afuera de Roma. Se ha hecho tarde y tengo que ir a descansar. Nos saludamos con la promesa de volvernos a ver al día siguiente. Antes de tomar sueño reflexiono sobre el increíble hecho que acaba de pasarme, y recuerdo otras insólitas circunstancias que me ocurrieron en el pasado, haciéndome reencontrar amigos y conocidos en los lugares más remotos del planeta.
*****
A las siete en punto estoy listo en la puerta del hotel, con mi cámara, los rollos de Kodak, un mini grabador, un bloc-notes y mis documentos. Además del sombrero, sahariana de manga larga y repelente. Ha pasado casi media hora y de mi acompañante ni siquiera la sombra. Estoy molesto y nervioso; de arrancar tarde tendré menos tiempo para ver sitios y visitar aldeas indígenas. Trato de llamarlo por teléfono, pero en la casa nadie contesta. Hablo con el encargado del hotel para que me consiga otro guía, y me doy cuenta que la cosa no es tan sencilla como podría ser en otra parte. –Verá dentro de un rato su amigo llegará, tómelo con calma, tenga paciencia– En efecto, una hora después, a las ocho Pedro aparece en el umbral. Se me acerca con una gran sonrisa: –Usted ya está listo, que bueno–. ¿No teníamos que arrancar a las siete? pregunto algo enfadado. –Bueno, las siete u las ocho ¿qué diferencia hace? El río no se va a ir, ni los indios, ni las aldeas, así que póngase tranquilo y verá que todo saldrá bien. ¿Quiere un cafecito? agrega sin apartar de su rostro una cautivante sonrisa, abriendo un termos que ha llevado consigo. No me queda más remedio que alejar el malhumor, y aceptar.
Navegando el Rio Amazonas
Media hora después estamos navegando río arriba. Hemos dejado atrás el pequeño puertecito fluvial antes que este empezara a tomar vida. La embarcación es de aluminio, de unos seis metros de largo, con un motor Johnson de cuarenta caballos. Nos dirigimos hacia el norte. El motorista ha llevado la lancha hacia el centro del río. En las opuestas riberas se vislumbran, de tanto en tanto, unas pobres cabañas de barro cubiertas con techos de paja, y cada una tiene delante un pequeño bongo. No cabe duda que en aquellos lares el curso de agua es la única vía de comunicación, además de ofrecer alimentos. El sol acaba de aparecer, superando las copas de los árboles; el cielo es de un azul intenso, y la vegetación tupida y de un verde brillante. Un grupo de garzas blancas viene hacia nosotros a vuelo raso, y se aleja en su ligera andanza matutina. Aprovecho para sacarles una foto, y otra a Pedro, cuya expresión me hace pensar que, de no haber sido por mí, estaría aun durmiendo cómodamente entre las sábanas. El aire es fresco, y una ligera brisa, ayudada por la velocidad de la embarcación, me acaricia el rostro. Pienso cuán diferente de la de los europeos es la forma de concebir la vida de la gente del trópico. Aún sin compartirla, tengo que admitir que, seguramente, ellos disfrutan más que nosotros porque se preocupan menos. Durante la navegación cruzamos una lancha cargada de hombres que llevan un uniforme color vino tinto y cascos de plástico amarillos. Sus rostros se ven cansados. Sonríen, de lejos intercambiamos saludos, luego cada quien continua con su rumbo. Al parecer Pedro se da cuenta de mi curiosidad. –Son los obreros que trabajan en la mina de cobre, han terminados el turno de noche y regresan a su casa–. Poco después en el margen derecho hay unas cabañas sobre palafitos. Pedro da al motorista la orden de acercarse. –Es un campamento turístico– me explica, –vale la pena conocerlo–. Puede representar una solución para el momento en que tendré que alojar a todo el grupo de filmación, pienso, y por lo tanto acepto. Al bajar, me doy cuenta que se trata de una docena de cabañas unidas entre sí por puentes colgantes sobre un canal segundario del río, la más grande destinada a restaurant, recepción, salón de estar, y las otras tienen que ser las habitaciones. Me parece una solución original, agradable y bastante confortable. Pedro me informa que la aldea indígena que, según él, es lo mejor que podemos conseguir, se encuentra a menos de una hora de lancha de allí, lo cual hace de este refugio una valida alternativa. Poco después, estamos otra vez recorriendo el Amazonas, cruzamos un barco de madera de dos pisos, repletos de hombres y mujeres, lleno de mercancía y lleva el característico nombre de O rey dúo río
. Muy probablemente viene de Manaos. Miro impaciente el reloj, son casi las once de la mañana. –Allí está– grita Pedro. Observo en la dirección que el me indica y veo, de lejos, unas chozas indígenas recostadas a la orilla. Saco los binoculares y puedo divisar a un par de indios con pantalones blue-jeans y franelas de colores chillones que están cargando racimos de bananos en un bongo. Al oír el ruido de nuestra lancha, los nativos se quedan un rato observando nuestra embarcación que se acerca, luego, interrumpen la faena y se alejan corriendo hacia la choza. Al rato reaparecen, pero ahora llevan puestos un atuendo de plumas multicolores en la cabeza, un guayuco en la cintura y arco y flechas en las manos. ¿Qué diablo es esto? Pregunto, indignado, a Pedro. –Bueno, ¿no quería usted indios primitivos? –Claro, contesto, pero de los verdaderos, y no actores ¡que se disfrazan de indios a la llegada de los turistas! Pedro se queda mudo. De la expresión de su rostro entiendo que está avergonzado por haberme defraudado. ¿No hay nada meno civilizado por aquí? –Lo siento– responde, bajando los ojos. –Eso quiere decir que llegué hasta aquí por nada y que perdí el viaje, concluyo molesto. –Vamos a volver–. –Pero, no entiendo, ¿no quiere bajar y ver de cerca como son? – ¿Para qué? Ya los vi. Vámonos, ¡no quiero perder más tiempo!
En la ruta de regreso me quedo pensativo. Es increíble lo que, a veces, nos pasa a nosotros la gente de cine. Cuando buscamos algún lugar particular en países que no conocemos tenemos que entregar a alguien la tarea de ayudarnos, guiándonos, explicándole con anterioridad y claramente lo que estamos buscando. A pesar de que le había dicho que era indispensable para nuestro trabajo que la aldea fuese entre aquellas todavía no alcanzadas por la civilización del hombre blanco y que tenía que ser lo más pura y autóctona posible, Pedro no había entendido y me había llevado allí donde habitualmente solía llevar a los turistas ¡a conocer al indio amazónico en su estado natural!
Al no haber conseguido en aquel lugar la aldea que necesitamos para el rodaje me encuentro ahora en un serio problema. Faltan pocos días al comienzo de la filmación, cuya fecha marca el inicio de los compromisos adquiridos con los actores protagónicos y con los técnicos contratados. Estaba más que seguro que Iquitos era el sitio que reunía los requisitos necesarios, pero, al parecer no es así. Antes de descargar esta posibilidad, guardo en mi corazón la esperanza que la situación pueda solucionarse de alguna forma. Quien puede ayudarme es Claudio que trabaja allí desde varios años y por lo tanto es la persona en quien puedo confiar plenamente.
–Lo siento– es la sintética, pero exhaustiva respuesta de Claudio cuando, sentados en la barra durante la noche termino de contarle mi problema. –Te dieron unas informaciones equivocadas. Por aquí, desde muchos años, ya no hay indios primitivos. El Amazonas es una autopista fluvial en la cual se intercambian continuamente todos los días y a todas horas mercancías, culturas, costumbres, hábitos. El indio primitivo es atraído por la civilización y se aferra ávidamente a todo lo que esta representa, tratando de imitar nuestra forma de ser y de vivir, al punto de renegar y sentir casi vergüenza de su pasado, en lugar de conservar su identidad y ser orgulloso de ella. De esto todos somos responsables por igual: los misioneros que