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La vida desastrosa de Esme Cahill
La vida desastrosa de Esme Cahill
La vida desastrosa de Esme Cahill
Libro electrónico405 páginas6 horas

La vida desastrosa de Esme Cahill

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Una deliciosa novela sobre el significado de la familia y los lugares a los que llamamos hogar, sobre la amistad y la búsqueda del verdadero camino en la vida.
Esme Cahill cree haber fracasado estrepitosamente. Despedida de su trabajo como editora en Nueva York, divorciada y con poco más que un destartalado coche y una pila de manuscritos inacabados, regresa a casa, a Asheville, con el fin de cumplir el deseo de su difunta abuela Adele, quien, justo antes de morir, le había rogado que volviera al lugar donde se crio.
Allí descubre que el otrora encantador refugio a orillas del lago que regentaba su familia se precipita irremisiblemente hacia la ruina económica; por lo que, con la ayuda de su abuelo George, su distanciada madre, Robyn, y el chef itinerante (y creador del mejor sándwich de queso a la plancha del mundo) Dawes, decide ponerse manos a la obra. En el desván, Esme encuentra un tesoro de colchas artesanales dignas de un museo tejidas por Adele. Al reconstruir el relato que las inspira, Esme revela un capítulo olvidado de su familia y la historia no contada de su abuela, la de una talentosa artista que nunca recibió el reconocimiento que merecía.
Una novela emotiva, a veces divertida y muy humana, sobre lo que significa ser familia: los lazos que nos unen y las heridas involuntarias que nos pueden separar. Y, en el camino, Esme aprende que el fracaso puede ser el primer paso hacia la vida que uno está destinado a encontrar.
«Marie Bostwick es mi autora de cabecera para las novelas que me hacen sentir bien. Su escritura es siempre poderosa, inspiradora y edificante». Robyn Carr
«Marie Bostwick sorprende con esta sabia y entrañable novela sobre asumir riesgos, perseguir sueños y encontrar consuelo en los lugares que más amas. Marie Bostwick es la mejor narradora». Kristy Woodson Harvey, autora del best seller de The New York Times con The Wedding Veil
«Este libro tiene todo lo que me gusta: una heroína divertida y valiente que sabe sobrellevar el fracaso, mujeres que se ayudan, un complejo turístico a orillas de un lago que necesita grandes reparaciones, una familia cariñosa y disfuncional... ¡y tarta de caramelo! Y colchas. Leí este libro sabio y reconfortante de un tirón porque no podía parar. Y ahora quiero una segunda parte». Maddie Dawson, autora del best seller Snap Out of It
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 nov 2023
ISBN9788418976605
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    La vida desastrosa de Esme Cahill - Marie Bostwick

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

    Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

    www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

    Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

    Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

    28036 Madrid

    La vida desastrosa de Esme Cahill

    Título original: Esme Cahill Fails Spectacularly

    © 2023, Marie Bostwick

    © 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

    Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

    © Traducción del inglés, María Maestro

    Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

    Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

    Diseño de cubierta: Paul Miele-Herndon

    Ilustración de cubierta: Shutterstock

    I.S.B.N.: 9788418976605

    Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Dedicatoria

    Prólogo

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Mostaza y menta

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Del invierno a la primavera

    Capítulo 13

    Por fin

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Desvío

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Ira y cenizas

    Capítulo 21

    Triunfo ordinario

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Destrozada

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Finalización

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Agradecimientos

    A la Gente Espectacular, aquellos que descubren cómo seguir adelante cuando tienen ganas de rendirse

    Prólogo

    Adele

    Enero de 1942

    La ira sabe a raíz de jengibre, picante, dulce y jugosa, un sabor que hace que te arda la lengua. Así es al menos como sabe esta ira, la ira de la frustración y la traición, la de ser descartada y bloqueada a cada paso, forzada a abandonar el camino que años atrás había trazado para mí, exiliada a las afueras de todo lo que anhelo, desechada, despreciada, marginada.

    Demasiadas palabras. Pero siguen sin poder expresar del todo lo que siento, el sabor de esta furia.

    Ese es el problema del inglés, de las palabras en general. Aisladamente, no tienen un significado intrínseco, y son tantas las que hacen falta para explicar una emoción…, incluso a ti misma. Por más que me gusten los libros, a veces me pregunto cómo lo harán los escritores, y por qué. Todo parece tan inútil. Puedes llenar una página y aun así no acertar a decir lo que querías.

    Pero yo nunca he sido buena en eso de poner mis pensamientos en palabras. No hablé hasta los cuatro años. No es que no supiera hablar, sino que no lo hacía. Ya entonces notaba lo deficiente que es el lenguaje, intuía que vivía el mundo de forma diferente a los demás y que tratar de explicarlo solo podía dar lugar a malentendidos.

    Estaba en lo cierto.

    Cuando mi madre le dijo al médico de cabecera que su hija de ocho años probaba emociones y sentía colores, él frunció el ceño, refunfuñó por lo bajo y nos remitió a otros médicos, a un pediatra, a un psiquiatra infantil y, por último, a un neurólogo que le dijo a mi madre: «Adele padece sinestesia, una disfunción cerebral por la que los sentidos pueden confundirse, provocando una conexión anormal en respuesta a determinados estímulos. Por ejemplo, ver un color determinado y experimentar una sensación real del sabor asociado a este».

    Yo no entendía de qué hablaba. Pero cuando pronunció las palabras «disfunción» y «anormal», mirándome como a un experimento de laboratorio, vi el color mostaza y saboreé mostaza.

    Ahora bien, después de haber vivido veintiún años como sinestésica, tampoco tengo claro que el médico entendiera bien de qué estaba hablando. No es una disfunción, es un don, una porción extra de percepción que no todo el mundo llega a experimentar. Como la mayoría de la gente, puedo hablar, escribir y expresarme. Pero la mayoría de la gente no puede hacer lo que yo hago, experimentar emociones como algo tangible y concreto, una sensación que no necesita de ninguna explicación o interpretación. Puede que no sea normal, pero no renunciaría a ella.

    Cuando siento el mordisco del jengibre en la parte posterior de la lengua, sé exactamente a qué tipo de ira me refiero. También tiene un color, esta ira que ha estado cociéndose a fuego lento durante las horas de viaje desde Washington y que vuelve a borbotear cuando el autobús empieza a reducir la velocidad es el gris del carbón gastado salpicado con tinta negra y canela.

    Cuando era pequeña, teníamos un gato con el pelo de ese mismo color, un gato callejero que apareció para lamer un poco de crema que se me había derramado en la entrada y ya no se fue. Tenía seis dedos en las patas, un solo ojo y la oreja derecha con cicatrices de guerra, rota por tres sitios distintos. Cuando le pregunté si podía quedármelo —una pregunta tonta porque nadie puede «quedarse» un gato, vienen o se van—, mi padre me dijo: «¿Por qué? Es el gato más miserable que he visto en mi vida». Me quedé con el nombre. Y con el gato también.

    Miserable vivía bajo los escalones que daban al callejón. No entraba en casa ni aunque lo tentaras con atún. Pero, a veces, en un día de verano, se tumbaba bocarriba a tomar el sol, con los brazos estirados por encima de la cabeza, y dejaba que le rascaras la barriga tres, cuatro o incluso cinco veces. Y entonces, sin previo aviso, se replegaba sobre sí mismo como una navaja en su mango y atravesaba tu mano amiga con sus doce afiladas garras, a menudo haciéndola sangrar, y se escabullía luego bajo el porche con un bufido que decía que deberías haberlo sabido.

    De modo que ¿explica eso tal vez el inusual color de esta furia con sabor a jengibre? Pues la ira del momento va unida a la convicción de que algún día me vengaré de quienes deberían haber sabido que no debían interponerse en mi camino, no atravesándolos con mis garras, sino demostrándoles que están equivocados.

    Debería estar pintando, perfeccionando mi técnica, trabajando para que un día pueda ver mis obras colgadas en galerías, o incluso en museos. En cambio, me han desterrado a las montañas, a cuidar de las pinturas y esculturas de otros mientras dure la guerra. El hecho de que mis lienzos y mis tallas de mármol estén entre las mejores del mundo me reconforta un poco. ¿No podría ser acaso que el talento de los maestros se aferre aún a las obras que han dejado atrás? ¿Podría yo tal vez respirarlo de algún modo, encontrar la inspiración por ósmosis? Pero sigue siendo un destierro, un destierro injusto, mi penitencia por el pecado de rechazar las insinuaciones de mi jefe casado.

    El autobús gime, chirría y se detiene. El conductor grita:

    —¡Asheville Asheville, Carolina del Norte! ¡Próxima parada, Montreat!

    Me levanto de un brinco, soy la única pasajera que lo hace, y me palpo la nuca para asegurarme de que mi sombrero azul sigue en su sitio antes de bajar del portaequipajes una carpeta de cuero con mis lienzos y una maleta color trigo que contiene más pinceles y tubos de pintura que ropa. El depredador treintañero del traje arrugado, que se ofendió cuando me cambié de asiento tras despertar de un sobresalto y encontrar su mano en mi rodilla, frunce el ceño y cruza los brazos sobre el pecho, dejando claro que no piensa ayudarme.

    Avanzo renqueando por el pasillo, con la maleta golpeándome las piernas a cada paso, preocupada de que se me enganche en las medias y preguntándome si podré encontrar otro par en caso de que lo haga. Hace apenas unos días que empezó la guerra, pero ya se habla de racionar las medias a fin de reservar seda y nailon para fabricar paracaídas. Estiro el brazo todo lo que puedo para evitar que la bolsa me golpee las piernas y llego a la parte delantera del autobús sin incidentes. El amable conductor, un hombre de pelo gris y un marcado acento de Baltimore que lo identifica como oriundo de mi ciudad natal, que lleva al volante desde Washington y me ha dicho que hace este mismo trayecto dos veces por semana, me quita la carga, la deposita en la acera y me tiende la mano cuando bajo las escaleras.

    —Gracias. ¿Sabe dónde puedo encontrar un taxi?

    —¿No le viene a buscar nadie? —pregunta.

    Saco un papelito doblado del bolsillo de mi mejor chaqueta azul, ahora terriblemente arrugada por el viaje.

    —Tengo la dirección de una pensión en la calle Flint.

    —Bueno, no encontrará ningún taxi en esta parte de Asheville, señorita. Pero si mal no recuerdo, Flint está en el barrio de Montford —señala—. Atraviese ese callejón, gire a la derecha en Broadway, y en la siguiente esquina, gire a la izquierda por Starnes. Luego siga recto tres, quizá cuatro manzanas. No está lejos, pero no me gusta dejar a una dama sola en la calle. —Mira mis maletas, luego su reloj de pulsera y sacude la cabeza—. Si no fuera ya con retraso…

    Sonrío, luego pongo adrede el acento del que tanto me había costado zafarme tras salir de casa e ir a la escuela de arte:

    —No tiene por qué preocuparse por mí, señor. Soy una chica de Baltimore, no una dama.

    Se ríe.

    —Bueno, está bien. Supongo que sabe cuidar de sí misma —me dice, antes de desearme lo mejor y volver a ponerse al volante.

    El autobús se aleja, eructando gases de escape.

    Recojo mis maletas y camino por la acera desierta con mis zapatos de plataforma, saboreando el jengibre crudo, viendo el pelo del gato y el futuro que merezco, una galería con mi obra expuesta y el día en que demostraré a todos que estaban equivocados.

    Capítulo 1

    Esme

    2009

    El flamante coche de segunda mano que compré por impulso en Nueva York y al que enseguida apodé «la Tostadora» por su forma cuadrada tenía un embrague pegajoso, una velocidad máxima de unos ochenta kilómetros por hora y un aire acondicionado que olía extrañamente a chucrut y funcionaba solo de forma intermitente. De modo que, cuando llegué a las afueras de la ciudad, estaba cansada, achicharrada, de mal humor y con mucho retraso respecto de la hora prevista.

    Sin embargo, al alcanzar a trompicones la cima de la colina y ver olas de montañas verdeazuladas recortando el horizonte y, en el centro, la ciudad, que parecía el único asentamiento humano del universo conocido, suspendida en el cielo infinito, la irritación dio paso al asombro. En un perfecto día de principios de junio, «La tierra del cielo» es más que un eslogan; es una acertada descripción de Asheville, Carolina del Norte.

    Hubo un tiempo en que este pueblo de montaña me parecía una especie de paraíso, un lugar de rescate y redención. Pero cuando a un animal herido se le da refugio y tiempo para curarse, llega un día en que la seguridad se empieza a sentir como asfixia. A mí me pasó lo mismo. Por eso me fui de Asheville hace casi quince años con la intención de convertirme en escritora.

    Llevaba diciéndolo desde que tenía doce años, garabateando historias y «perfeccionando mi arte» mientras elaboraba los detalles de un plan anual para crear una vida feliz, segura y exitosa como novelista superventas que lo tenía todo: casa, marido, familia, amigos.

    El primer paso era irme a Nueva York.

    Cuando les dije a mis abuelos que había llegado la hora de empezar mi carrera y dejar la casa del lago donde me habían criado, George no entendía qué tenía que ver una cosa con la otra.

    —¿Por qué no puedes quedarte aquí y escribir? También tenemos papel y bolígrafos en Carolina de Norte. Por no hablar de la cantidad de material de trabajo que hay. Piensa en Thomas Wolfe —esgrimió—, La mirada del ángel es un clásico, una de las mejores novelas de todos los tiempos, y toda la historia transcurre aquí mismo, en Asheville.

    —Sí. Y Wolfe hizo su maestría en Harvard, enseñó en la Universidad de Nueva York y escribió la mayor parte del libro en Europa. George —dije. No sé muy bien por qué, pero siempre llamaba a mis abuelos por su nombre de pila; quizá porque no supe que existían hasta los diez años—, Nueva York es el centro del universo literario. Si quiero que me publiquen a los veintidós, tengo que empezar a hacer contactos.

    —Solo tienes diecinueve años —replicó—. ¿Por qué tanta prisa? Tienes tiempo de sobra.

    —Estaré bien —dije, en respuesta a su mirada y al modo en que tiraba de la hebilla de sus tirantes, como siempre hacía cuando algo le preocupaba—. No significa que no me vayas a volver a ver. Siempre volveré a visitarte, te lo prometo. Pero ahora que he terminado los estudios, no tiene sentido que siga por aquí. Además, si planeas llevar una vida increíble, tienes que ir allí donde la vida es increíble.

    George se enganchó un pulgar en los tirantes y se volvió hacia mi abuela.

    —¿Qué dices a todo esto?

    Adele clavó sus ojos en los míos.

    —¿Cuándo piensas irte?

    —Hay un autobús el viernes por la mañana.

    —Ya veo. ¿Así que quieres irte antes de que Robyn vuelva a casa? ¿Estás segura? Sigue siendo tu madre, Esme. Llevas diez años sin verla.

    Me mordí el labio inferior, pero no dije nada. Adele no era muy habladora, pero cuando lo hacía, no se andaba con rodeos.

    —Bueno —dijo al fin, leyendo la firmeza de mi silencio y mirando luego a George—, yo diría que tenemos mucho que hacer antes del viernes.

    Y sí, lo hicimos.

    Desde el día en que Adele me enseñó a hacerme mi propia ropa, mi armario se llenó. Mi terapeuta dice que todo parte de privaciones de la infancia. Yo creo que me gusta la variedad. Y hacer cosas. Ese es el problema de los terapeutas: lo convierten todo en un diagnóstico.

    Que mi armario cupiera en dos maletas era imposible, así que me limité a meter mi ropa de verano y embalé el resto para enviarlo cuando encontrara un lugar donde vivir, junto con mis libros y la máquina de coser portátil que me habían regalado por la graduación. Acabó siendo un trabajo más que notable. Sin embargo, la preocupación más acuciante de Adele era enseñarme a cocinar gambas con sémola.

    —La grasa da mucho sabor, así que asegúrate de que el beicon esté bien frito antes de echar las gambas —explicaba mientras removía un revoltijo de lardos crujientes en su sartén favorita de hierro fundido—. Los neoyorquinos probablemente no lo sepan, así que pensarán que estás haciendo algo exótico. Lo mejor de esta receta es que es escalable, perfecta para fiestas.

    Oh, Adele.

    Cualquier otra abuela a punto de enviar a su nieta adolescente a la gran y peligrosa ciudad la habría instruido en el uso correcto de la maza de mano. La gran preocupación de Adele era asegurarse de que yo estuviera preparada para recibir. Que yo no tuviera apartamento, ni trabajo, ni dos míseros centavos y no conociera a nadie en Nueva York carecía de importancia: Adele estaba completamente segura de que acabaría dando muchas cenas.

    Por supuesto, eso es exactamente lo que pasó. Aunque admito que no soy una gran cocinera, las gambas con sémola se convirtieron en mi plato estrella, una receta que sirve tanto para una cena de primera cita para dos como para un baby shower de veinte personas. Como decía Adele, es escalable.

    George tuvo una respuesta más práctica, o al menos más de abuelo, a mi marcha. De hecho, me compró una maza y un silbato antivioladores, y me enseñó un par de golpes de kárate por si alguna vez me atacaban por la espalda.

    Por aquel entonces, yo tenía un halo de tirabuzones castaños que hacían juego con mis ojos y me llegaban a la altura de los hombros, un ramillete de pecas sobre la nariz respingona y cara de niña con forma de corazón. Al día siguiente de mudarme con Yolanda, tomé prestadas sus tijeras y me hice un desordenado corte pixie con la esperanza de que me hiciera parecer mayor y la gente me tomara en serio, pero en realidad no sirvió de nada. No pude pedir un cóctel sin que me pidieran el carné hasta que cumplí los veintiocho. Así que eso, junto con el hecho de que mido poco más de metro y medio sin zapatos y peso cuarenta y ocho kilos calada hasta los huesos, hizo que los intentos de convertirme en una matona de George resultaran un tanto irrisorios. Pero le seguí la corriente para que se quedara tranquilo y, bueno, porque… era un detalle que se preocupara por mí.

    Nunca conocí a mi padre, ni siquiera sabía quién era. La rara vez que salía el tema, Robyn se refería a él como «el donante de esperma», lo que me hacía suponer que había sido uno más de sus muchos ligues de una noche. Pero George era mejor que dos padres para mí, así que nunca lo eché en falta.

    Ahora, conduciendo por la autopista, he visto la salida que había tomado la maltrecha camioneta verde de George cuando me dejó tantos años atrás. Los recuerdos se agolpan en mi memoria, tan vívidos como si estuvieran acaeciendo en tiempo real.

    El autobús se retrasaba. Recuerdo que yo estaba impaciente, deseando hacer borrón y cuenta nueva y que mis abuelos se subieran al camión y se fueran de una vez por todas, la forma en que George se paseaba y hacía sonar el cambio en su bolsillo me estaba volviendo loca. También recuerdo que me preocupaba que se marcharan y que el autobús no llegara. ¿Y si ya lo había perdido? En Asheville no había una terminal propiamente dicha, solo un punto de recogida y bajada frente a una gasolinera. ¿Y si era la gasolinera equivocada?

    Por fin, se oyó el rugido del autobús al doblar la esquina. La larga espera dio paso al ajetreo, el recuento de maletas y las preguntas apresuradas sobre los paquetes de ropa interior nueva que Adele había dejado en mi cama la noche anterior. Y, de pronto, el autobús estaba en la parada, eructando gases de escape, y el conductor estaba levantando una puerta en la parte inferior de la bestia —rápido, rapidísimo— y cargando mis maletas en el maletero antes de volverla a cerrar de nuevo con un estruendo impaciente y decir que teníamos que ponernos en marcha, que tenía que recuperar el tiempo perdido.

    Recuerdo la sacudida de euforia que sentí, la euforia de la aventura y los nuevos comienzos. Y recuerdo la última ronda de abrazos, el brillo húmedo en los ojos de George y cómo me plantó un billete de cien dólares en la mano recordándome que le llamara en cuanto llegase a Nueva York. Y a Adele poniéndome las manos en las mejillas e inclinándose hasta que estuvimos nariz con nariz, diciéndome: «Te quiero, te quiero, te quiero», y a mí diciéndoselo a ella.

    Recuerdo que al seguir al conductor hasta la puerta y poner el pie en el primer escalón, un chillido me interrumpió, y que al volverme vi a Adele corriendo hacia mí en sus zapatos de vestir con pasos cortos y rígidos, sus rizos plateados rebotando a cada paso.

    —¡Tu almuerzo! ¡Tu almuerzo! ¡Que se te olvida! —gritó, y me tendió una bolsa de la compra con provisiones para una semana—. Cómete primero la ensalada de huevo —me dijo—, para que la mayonesa no se eche a perder. Y luego el queso al pimentón. Deja la crema de cacahuete y la mermelada para el final. No te olvides.

    —No lo haré.

    —Siéntate junto al conductor —aconsejó—. Y cuidado con los machacadores.

    —¿Qué son los machacadores?

    —Hombres con abrigo y manos errantes.

    Me reí.

    —Te quiero.

    —Yo a ti más.

    —No te preocupes, Adele. Estaré bien.

    —¡Oh, lo sé! —exclamó y me apretó las manos—. ¡Por supuesto que sí! Te esperan grandes cosas, Esme. Grandes grandes cosas.

    Encontré un asiento junto a una ventanilla en la parte de atrás. Mis abuelos permanecían en la acera, sus sonrisas tensas reflejando su determinación de no llorar. Los saludé con la mano y los ojos secos, pensando que estaban demasiado afectados. Al fin y al cabo, no es que no fuera a volver nunca. Cuando viniera de visita, tendría éxito, sería feliz y, posiblemente, famosa, y ellos estarían orgullosos de mí.

    Pero a medida que el autobús se alejaba, sentí una repentina punzada de…, no era exactamente remordimiento, más bien como un deseo de que las cosas hubieran sido diferentes, de no haber vivido el tipo de vida que me convirtió en la clase de persona que aceleraría su plan de salida para evitar a su propia madre, la madre a la que no había visto en casi una década. El cielo sabía que yo tenía mis razones. También mis abuelos, y por eso Adele no me había instado a retrasar mi partida. Porque ¿qué sentido tendría? Si me hubiera quedado una semana más, o incluso dos, no habría supuesto ninguna diferencia. Robyn había tomado sus decisiones y ahora yo estaba tomando la mía, la decisión de olvidar el pasado y centrarme en mi futuro.

    Me puse de rodillas sobre el asiento, apoyé la palma de la mano en la mugrienta ventanilla y estiré el cuello para no perder de vista a mis abuelos durante el mayor tiempo posible. Adele tenía razón, me esperaban grandes cosas. Estaba segura. Todo lo que tenía que hacer era trabajar duro y ceñirme a mi plan.

    Todo es perfectamente sencillo cuando tienes diecinueve años.

    Capítulo 2

    Nueva York

    1997

    Carl Zinfandel, cincuentón y medio calvo, con manos como jamones y un anillo de graduación de 1962 en uno de sus carnosos dedos, vestido con camisa de manga corta y una corbata de rayón a rayas que le colgaba un palmo por encima de la hebilla del cinturón, parecía más el encargado de una tienda de comestibles que un editor sénior de una importante editorial neoyorquina. En suma, no era para nada lo que esperaba.

    Pero quizá él estuviera pensando lo mismo de mí.

    Soy bajita y la silla frente a la mesa del señor Zinfandel era extrañamente alta. Me senté ahí, con los pies colgando, mientras él leía mi currículo.

    Teniendo en cuenta su escaso contenido, me sorprendió que tardara tanto. Me había pasado la noche en vela escribiéndolo, rellenando mi escaso historial laboral con una lista de premios de escritura y utilizando la tipografía más grande que encontré para salir razonablemente airosa.

    Bajé la vista a mi regazo y fruncí el ceño. El lino había sido un error. Al sentarme, mi vestido se plisó en una docena de arrugas desiguales. Y no quería ni imaginarme cómo llevaría el pelo. Después de los ojos verdes que heredé de Adele, mi melena de rizos castaños era mi mejor característica, pero con la humedad se encrespaban en una maraña a medio camino entre el estropajo de aluminio y el nido de pájaros.

    Me pasé la mano por el pelo, pensando en cuántos de mis autores favoritos habían sido publicados por Dorne y Merrill —E. Foster Lewellyn, Rita Harris-Crown, Oscar Glazier— y en lo increíble que sería trabajar aquí. O, bueno, para ser sincera, en cualquier otro sitio.

    El señor Zinfandel se aclaró la garganta y dejó mi currículo sobre el escritorio.

    —Así que… en realidad no has hecho nada. ¿No es así?

    —¿Perdón?

    Estaba preparada para preguntas concernientes a mis fortalezas y mis debilidades, no tanto a la honestidad. Intenté recobrar la compostura, murmurando algo sobre que había estado a cargo de los eventos de autores en la librería cuando el gerente se estaba recuperando de una operación de vesícula (solo había sido una), pero Carl agitó una mano fornida en el aire y me cortó.

    —Esa amiga tuya que trabaja en el departamento de diseño, la artística del pelo morado… —Agitó los dedos sobre la coronilla como si se echara polvo de hadas en la cabeza.

    —¿Yolanda? Somos compañeras de piso. Me dijo que aquí había una vacante de asistente editorial.

    —Sí, Yolanda. Dijo que eras escritora, si no mal recuerdo.

    —Sí. Bueno…, lo era. En realidad, nunca he publicado nada.

    ¿Tienes algo terminado?

    —En los últimos tres años, he escrito quince novelas de diversos géneros. —Levantó las cejas, esperando el resto de la historia—. Y he recibido doscientos sesenta y ocho rechazos.

    Sus cejas alcanzaron nuevas cotas.

    ¿En serio?

    Sí. De verdad.

    ¿Quién habría podido imaginar que tenía una capacidad tan infinita para la humillación? Admitirlo era una humillación de otro tipo. Sin embargo, por primera vez desde que entré en su despacho, el señor Zinfandel parecía interesado. Así que cuando apoyó los codos en el escritorio y la barbilla en sus grandes nudillos, hice lo que probablemente nunca se debe hacer en una entrevista: decir la pura verdad.

    Le conté cómo me crie siendo hija única de una madre soltera adolescente que encontró su vía de escape en las drogas y el alcohol, y cómo Zip, uno de los muchos «tíos» con los que vivimos a lo largo de los años, me enseñó a leer antes de esfumarse como todos los demás, llevándose consigo todo el dinero del bolso de mi madre, pero dejándome con mi vía de escape, los libros. Le conté que nos habían embargado el coche, que pasábamos hambre cada vez que despedían a Robyn, cosa que ocurría con frecuencia, y el encontronazo con la ley que acabó llevándola a la cárcel y a mí a una casa de acogida. Cuando Carl empezó a compadecerse de mí, me adelanté y le hablé de George y Adele, los abuelos que nunca había sabido que tenía, y de cómo George había conducido toda la noche para recogerme después de que un asistente social le llamara para informarle de mi existencia y mi situación, y me había llevado a casa, al Last Lake Lodge, un rústico complejo pesquero a las afueras de Asheville.

    —¿Y vivisteis felices para siempre? —preguntó Carl, echándose hacia atrás en su silla, aferrando los reposabrazos de cuero agrietado y haciendo crujir los muelles.

    —Sí y no.

    Sin entrar en demasiados detalles, le di a entender que empezar en un colegio nuevo de un pueblo pequeño no era fácil, sobre todo cuando tus compañeros se enteraban de que tu madre era drogadicta y estaba en la cárcel. No es justo juzgar a los hijos por los errores de sus padres, pero la gente lo hace. Por eso es tan importante hacerse un nombre y una reputación. Yo lo supe desde muy joven. Lo que no sabía, al principio, era cómo hacerlo.

    Durante una compra de ropa escolar en Asheville, poco después de mi llegada a Carolina del Norte, Adele decidió que debíamos pasar por la librería. Oscar Glazier estaba allí, firmando ejemplares de Amanecer rojo y acero frío. Estaba emocionada, atónita al ver por primera vez a un autor publicado. El libro era una trepidante aventura para adultos y estaba muy por encima de mis posibilidades, pero Adele me compró un ejemplar de todos modos haciéndome prometerle que no lo leería hasta los catorce años. Rompí mi promesa casi de inmediato. Menos importante que el libro era el hombre que lo escribió. El señor Glazier ni siquiera levantó la vista al firmarme el ejemplar, pero el encuentro cambió algo en mí, abrió una puerta en mi mente. Empecé a esconder papel, lápices y una linterna en la funda de mi almohada y a garabatear historias bajo las sábanas cuando tenía que estar durmiendo.

    Leer historias me había ofrecido una vía de escape. Escribirlas me liberaba dándome una sensación de seguridad y control, la capacidad de crear mundos en los que las heroínas siempre triunfaban ante adversidades en apariencia inevitables, siempre. Mis primeros esfuerzos fueron titubeantes, salpicados de lagunas argumentales y con una ortografía deplorable, pero me enganché. Enseguida empecé a escribir a todas horas, bajo las mantas en la oscuridad de la noche y en mi cabeza a la luz del día. Poco a poco, fui mejorando.

    Tras ganar un concurso de escritura para alumnos de sexto curso de todo el condado, mis profesores decidieron que debía saltarme el séptimo curso entero. Esto me convenció de dos cosas: que escribir era mi destino y que era posible acelerar el proceso de crecimiento. Mis abuelos eran cariñosos, amables y comprensivos, pero nunca pude quitarme la sensación de que la infancia dejaba a una persona demasiado a merced de los demás. Incluso a los once años, quizá sobre todo entonces, odiaba ser dependiente, y comprendía que, si tú no te hacías cargo de tu propio destino, otra persona podría hacerlo por ti.

    Así que tomé todas las clases de nivel avanzado que ofrecía el instituto, además de clases de preparación a la universidad en verano, me gradué a los dieciséis años, obtuve mi licenciatura en la Universidad Estatal de los Apalaches a los diecinueve y me mudé a Nueva York un mes más tarde, justo después de enterarme de que mi madre había salido en libertad condicional y se mudaba de nuevo al lago, «hasta que se recupere», como dijo George. Cuánto tardaría era un misterio, pero un solo día era demasiado para mí, por lo que cogí el autobús el día antes de su llegada.

    Nueva York era como esperaba: bulliciosa, ruidosa y abarrotada, un asalto a los sentidos, con librerías en todos los barrios y personajes potenciales en cada esquina. Pasé mi segundo día en la ciudad plantificada en la escalera del West Side Y, garabateando notas sobre la gente que entraba y salía, convencida de que al menos uno de ellos daría para una buena historia. Pero en Nueva York, incluso la Y estaba fuera de mi presupuesto. Tras ver un anuncio de «Se busca compañera de piso» en el tablón de anuncios de una cafetería, llamé al número y ese mismo día

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