Pequeñas labores
Por Rivka Galchen y Inga Pellisa
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Un prodigioso gabinete de curiosidades, historias, listas y apuntes compuesto desde el asombro de la propia vivencia por una de las autoras más sensibles, talentosas y elegantes de nuestra época.
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Pequeñas labores - Rivka Galchen
Libros para niños
En los libros para niños rara vez aparecen niños. Aparecen animales, o monstruos o, de cuando en cuando, niños que se comportan como animales o monstruos. En los libros para adultos aparecen, casi invariablemente, adultos.
La niña cristal
Me dice mi madre que la gente le dice, cuando sale por ahí con la bebé, que la bebé es una niña cristal. Algunas personas le piden permiso para tocarla, porque el contacto con un niño cristal es sanador. «Tendrías que investigar qué es, lo de los niños cristal», dice más de una vez mi madre, que tiene un máster en Ciencias de la Computación y una licenciatura en Matemáticas. Desde el mismo momento en que mi madre conoció a la bebé, le pareció una criatura superior y excepcional; que le atribuya las cualidades de una niña cristal es un paso más en esta historia.
Al final me puse y busqué información sobre los niños cristal. En internet. Descubrí que, a diferencia de los niños arcoíris, los niños cristal lo pasan mal porque creen que pueden cambiar la forma de pensar de la gente y sanar el mundo; los niños arcoíris, por el contrario, entienden que no es posible cambiar a las personas y que solo se las puede amar tal y como son; los niños arcoíris, por tanto, experimentan menos frustraciones que los niños cristal. Los niños cristal, explica una web, nacieron mayoritariamente en los noventa, mientras que los niños arcoíris llegaron, en general, con el nuevo milenio —antes de la generación de niños cristal hubo una generación de niños índigo—, de manera que tal vez la puma sea en realidad una niña arcoíris y no una niña cristal, o tal vez forme parte de una generación aún más nueva y todavía pendiente de epónimo.
Puede que, al igual que los niños de la Edad Media que nacían con hipotiroidismo congénito (común antes de la sal yodada, porque el yodo es esencial para el desarrollo de la tiroides) tenían un aspecto determinado, y divergían mentalmente de la norma, y recibían el nombre de chrétiens —que con el tiempo, por desgracia, se convertiría en cretins, pese a que por aquel entonces solo significaba «cristianos»—, lo de los niños cristal, arcoíris, índigo sean términos que se usan principal, aunque no preceptivamente, para referirse a niños con unos rasgos inusuales que acostumbran a asociarse con el autismo o el síndrome de Down.
No sé por qué, empiezo a creer en los niños cristal, y en la idea de que mi hija posee esos poderes sanadores extraordinarios que se les atribuyen a los niños cristal. Empiezo a creerlo a pesar de que, a diferencia de mi madre, yo no tengo un máster en Ciencias de la Computación ni una licenciatura en Matemáticas. Cuando, un día, leo que Isidoro de Sevilla afirmaba ya, en el siglo XVII, que el mundo era redondo, que lo sabía intuitivamente, decido que el dato es relevante.
Pero sigo sin entender por qué a mí no me ha parado nunca nadie en la calle para hablarme de los niños cristal, por qué solo paran a mi madre. Y no entiendo por qué mi madre, que por norma desconfía de cualquier comentario que hagan «los demás», está tan abierta a estos comentarios. Una persona importante me dice: «Tiene pinta de ser una forma de amar y de valorar a los niños complicados». Desde luego, le digo, tiene pinta de ser eso. «Igual tu madre te está diciendo que ella es una niña cristal. O tú».
Hace mucho mucho tiempo, a finales de agosto
A finales de agosto nació una bebé, o, según me pareció a mí, una puma se instaló en mi apartamento, una fuerza casi muda, y luego me di cuenta de que estábamos en diciembre y se estrenaba una película en lo que se conoce a veces como el día en el que nació el Salvador. Si nos ateníamos al tetráptico del cartel promocional, en La leyenda del samurái: 47 Ronin aparecían un Keanu Reeves, un robot, un monstruo y una joven vestida de verde y, por motivos inciertos, colgada bocabajo. Ese cartel que me cruzaba cada dos por tres estaba al final de mi manzana, debajo de una academia de baile, en la esquina de un súper pegado a una tienda de ropa japonesa cuya especialidad son los looks inspirados en la moda urbana estadounidense, y enfrente de una pizzería a un dólar la porción en la que suena permanentemente pop mexicano. Yo estaba en plena locura melatonínica en aquella época. He ahí el motivo, tal vez, por el que empezó a parecer que el cartel, cuando pasaba por delante, cuatro o cinco veces al día, siempre con la puma, tenía realmente algún sentido, uno más allá de lo que se mostraba a la vista. Me lo parecía aun sabiendo que el cartel muy pronto quedaría reemplazado por uno de Academia de vampiros o del último remake de Robocop, y de hecho era casi como si esa sustitución que delataría su arbitrariedad ya se hubiese producido, como si formase parte del mensaje del cartel, que la acumulación de mañanas —por mucho que yo perdiera la noción del tiempo— no iba a dejar de suscitar su predecible melancolía. (Sin embargo, en aquella época, y lo percibía como algo raro, yo no andaba melancólica. Para nada). La paradoja era que, al tiempo que mi vida se había convertido en un día de duración sin precedentes, un día que yo calculaba que tenía ya cerca de tres mil horas (haciendo cuentas caí en que, desde la llegada de la puma, no había dormido más de dos horas y media seguidas), mis pensamientos habían pasado a tener una intermitencia sin precedentes, como si cada tres minutos me quedase dormida, atajando todo pensamiento, tornándolo en un sueño que, cuando me despertaba, se perdía por completo. Lo que quiero decir es que no estaba trabajando. Y eso a pesar de que mi intención había sido trabajar. Y pensar. Incluso después de que naciera la bebé. Me imaginaba que iba a conocer, en el parto, una forma muy sofisticada de vida vegetal, una forma que llevaría todos los días a un invernadero lejano; esperaba poder conocerla a fondo más adelante, cuando la forma de vida hubiese entrado en un reino consciente, puede que en torno a los tres años. Sin embargo, a las horas de nacer, la criatura —puede que por medio de sustancias químicas que serían el equivalente emotivo-visual de máquinas de humo— me pareció no una planta, sino algo más poderosamente conmovedor que cualquier otro ser humano; se apareció como un animal, un mono del viejo mundo desconocido hasta el momento, pero con el que me podía comunicar a un nivel profundo: era un sentimiento perturbador, embriagante, contranatura. Un sentimiento que parecía magia negra. Casi nunca nos separábamos.
Me sentí de pronto más vieja, aun cuando la puma, con ese efecto que tenía sobre mí, me convirtió más bien en una humana jovencísima, en determinado aspecto, y fue que todos los objetos y experiencias banales (o no) a mi alrededor se imbuyeron de una nueva magia. El mundo parecía ridícula, sospechosa, adverbialmente cargado de significado. Lo que quiere decir que la puma volvió a hacer de mí algo más parecido a una escritora (o, como mínimo, cierta clase de escritora), al tiempo, justamente, que me convertía en alguien que,