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Aterrizaje
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Libro electrónico118 páginas1 hora

Aterrizaje

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Una mujer atrapada en un duelo decide sumarse a un viaje a Islandia con tres desconocidos. Quieren fotografiar el fuselaje de un avión que cayó en la inmensa playa de arena negra de Sólheimasandur en 1973. Esta descabellada visita al corazón del frío y la intemperie, nacida del deseo de dejar atrás Todo Aquello, la obliga a formularse preguntas y recordar vivencias que hasta entonces habían permanecido enterradas.
Esta es la historia de un aterrizaje literal y de un aterrizaje emocional. De un viaje motivado por el deseo de encontrar el coraje para volver a empezar. Hipnótica y tensa, Aterrizaje es una reflexión sobre el azar y la supervivencia, sobre la culpa y el alivio que conlleva reenamorarse de la vida, sobre la necesidad de visitar los restos para ser capaz de volver a levantar el vuelo.
Ganadora del premio literario Setè Cel a la mejor novela publicada en catalán durante el año 2023.
«Etiquetas aparte, Aterrizaje huye de la burda introspección y de la autorreferencialidad más egocéntrica para plantear una reflexión sobre la supervivencia como experiencia íntima y colectiva». —Anna María Iglesia, El País
«En su regreso tras ganar en 2002 el Josep Pla, Eva Piquer firma una  gran historia de reconstrucción personal». —Juan Marqués, La Lectura
«Sin recursos fáciles, sin tópicos, con una pluma inteligente y contenida, huyendo del dramatismo, Eva Piquer nos adentra en la intimidad de una mujer rasgada y nos permite ser testigos privilegiados de su reconstrucción». —M. Àngels Cabré, Diari Ara
«Toda la novela está regida por un tono contenido, pero esto no impide que tenga fragmentos de gran dureza y, por tanto, de dramatismo, siempre sin aditivos. No hay lágrimas, en todo caso rabia o llamar a las cosas por su nombre». —Silvia Barroso, El Món
«La soledad es el mínimo común denominador de todos los duelos. Aunque compartas el amor por la persona que se ha ido, el vacío que deja es intransferible. Aterrizaje, de Eva Piquer, entra en esa soledad provocada, pero a la vez necesaria. Una autopsia de la apatía que cierra el vacío, del frío que dice que poco a poco se rompe aunque siga haciendo frío, aunque siga habiendo un dolor que, tal vez, no desaparezca jamás». —Agnès Marquès, El Periódico
«Un relato fascinante por la imagen de un avión que se estrelló en mitad de Islandia y también una metáfora sobre aprender a seguir adelante después de vivir una tragedia». —La Vanguardia
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 sept 2023
ISBN9788412652895
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    Aterrizaje - Eva Piquer

    Hace cuatro meses me fui a Islandia con tres desconocidos. Rectifico: dos desconocidos y un fotógrafo de quien solo sabía su nombre francés y que toma el café con un azucarillo y medio. Confío en que él, de mí, lo ignorase todo, salvo que tomo el café sin azúcar. La tarde que coincidimos en el Salambó, Pierre me explicó que en noviembre se subiría a un avión para ir a hacer fotos de otro avión que había caído en mitad de la nada. Cuarenta y seis años después del accidente, el fuselaje de la nave seguía en el mismo sitio. Sin alas y lleno de agujeros, pero en el mismo sitio. No sé qué se me pasó por la cabeza, o sí: fue la manía de las metáforas.

    21 de noviembre de 1973. Guerra Fría. Un avión militar estadounidense sobrevuela Islandia en una misión rutinaria y el tiempo hace de las suyas. Es propio de la isla: ahora parece que hace bueno y medio minuto después te tienen que amputar los dedos. Nieve, hielo y frío a punta pala. El segundo de a bordo, a los mandos del avión durante el trayecto de regreso a Keflavík, es Gregory Fletcher, un piloto de veintiséis años con más intuición que experiencia.

    Nieva mucho y tanto y por todas partes. El cielo dispara balas de hielo y el viento esparce la rabia de la naturaleza sublevada. Los dos motores se dan por vencidos. Una sacudida arranca gritos instintivos a los pasajeros y difunde el estado de alarma entre siete cerebros sin que haga falta proclamarlo por ningún altavoz. O actúan rápido o se precipitarán contra un glaciar. Tienen que virar hacia el sur.

    La estadística no prevé que tengas que hacer un aterrizaje de emergencia cuando solo sumas veintiuna horas de vuelo en un C-117, pero la estadística miente a ojos de quien le toca pasar por ahí. El copiloto de la aeronave, Gregory Fletcher, coge el timón del destino. Y sí, caer al mar parece mejor que chocar contra una montaña de hielo. En ningún sitio está escrito que agonizar de hipotermia en el Atlántico durante unos segundos eternos sea preferible a un impacto letal, pero quizás. Siempre hay un quizás que alimenta la esperanza.

    Nos dirigimos los dos hacia la única mesa libre y decidimos compartirla, porque él no esperaba a nadie y a mí todo me parecía bien o todo me daba igual. No recuerdo cómo fue que comenzamos a hablar de sus viajes fotográficos. La cámara que llevaba colgada debió de servir para romper el hielo. Mientras removía el café con una calma de las que antes me exasperaban, Pierre comentó que Islandia era otra galaxia a cuatro horas de distancia. El eslogan cumplió su cometido: me dije que Islandia era la respuesta correcta. Plantarme en otra galaxia, por qué no. Huir de la Vía Láctea.

    Aunque el espejismo solo durara cuatro días.

    21 de marzo de 2020. Ya he vivido una primavera hecha de niebla, de ahogo y de vete a saber si el futuro existe. Hace tres años los aullidos del horror me perforaban los tímpanos y me invadía en silencio una urgencia que duele confesar: cuanto antes toques fondo, antes remontarás. Hoy por las calles vacías de Barcelona pasean jabalís, son más feos que hechos de encargo, podrían morder o embestir a alguien. Los desconcierta la ausencia de peatones y vehículos. Me resulta entrañable este qué-está-pasando suyo, no muy distinto del nuestro.

    Estoy secuestrada en un piso sin balcón ni plantas, pero en la terraza de mis padres ya han florecido los geranios; me han enviado una foto y casi he podido sentir su olor.

    Mira que acabarse el mundo cuando empezaba a rehacerme.

    Me gusta hacer que los viajes duren, me dijo Pierre cuando yo ya iba por el segundo café sin azúcar y lo escuchaba con un interés inédito. Los alargo hasta mucho después de haber vuelto. La energía de Islandia me atrapa, me transmite paz, es un paisaje que me resulta familiar. Y desprende una luz muy pero que muy fotogénica. A lo mejor tengo algún antepasado vikingo. Me topé con una imagen del avión de Sólheimasandur cuando aún estaba saboreando el primer viaje: fue verla y decidir que volvería. Se me había quedado el coche tirado en la nieve, habían tenido que venir a rescatarnos, habíamos pasado un frío de cojones, pero qué energía y qué paz.

    Tengo billetes para ir en noviembre, dentro de un mes, con un par de amigos que me harán de modelos y se dejarán retratar. Serán solo cuatro días. ¿Te apuntas?

    Una vida son muchos días y cuatro días pueden ser toda una vida. El tiempo va y viene como quiere.

    Al día siguiente de haber compartido mesa con Pierre me desperté y, lejos de querer volverme a dormir, me empujaron hasta la cafetera unos nervios bienvenidos, esa emoción de los proyectos. Y una tentación hecha pregunta: ¿Y si lo escribo?

    Érase una vez un anillo de oro codiciado por tres hermanas. Como no se ponían de acuerdo sobre cuál de las tres debía quedárselo, decidieron que heredaría el anillo la que consiguiera engañar en mayor medida a su marido. Premio a la mejor mentira: los valores morales de las leyendas islandesas.

    La primera hermana se puso a hilar, o a hacer como que hilaba. Qué haces, le preguntó su marido. Hilo una gasa tan fina que cuesta verla, quiero hacerte un traje muy elegante para Pascua. La segunda hermana estaba casada con un tipo de voz áspera que cantaba fatal. Pero ella le repitió mañana, tarde y noche que afinaba como un tenor. La tercera hermana comenzó a mirar a su marido con cara compungida. Ay, te estás poniendo malo. ¿Malo, yo? Sí, estás pálido y tienes ojeras, te pasa algo grave. Hizo que el hombre guardara cama para paliar la fiebre. Hasta que un día lo miró entre lágrimas y sentenció: Ay, querido, ya te has muerto.

    El Domingo de Resurrección se celebró el entierro del marido de la hermana pequeña. La viuda imaginaria había pedido que metieran el cadáver en un ataúd que tenía un pequeño orificio a la altura de los ojos. La hermana mayor pidió a su esposo que se pusiera el traje de gasa transparente. La hermana mediana le dijo a su marido que todos tenían muchas ganas de oírle cantar en el funeral.

    Durante la ceremonia de despedida, los gallos del cantante ofendían a los asistentes, uno de los cuales iba desnudo. El presunto finado vislumbró la escena por el agujero del ataúd: un cuñado no llevaba ropa y el otro destrozaba una canción tras otra. Convencidísimo de que ya había estirado la pata, mentira que bien valía un anillo de oro, exclamó en voz alta: Qué a gusto me reiría si no estuviera muerto.

    Si no estuviera muerta, a lo mejor me reía.

    Calla, que no estoy muerta. Ya no.

    Quería cambiar de planeta, de ciudad, de cuerpo, pero tardé diez meses en cambiar de cama y hasta ahora no me había planteado cambiar de piso. Esta primavera de puertas para adentro —lo llaman confinamiento, pero tiene aspecto de arresto domiciliario— he encontrado un nuevo uso para el escritorio que tengo debajo de la ventana. Cada mediodía aparto el teclado, los libros y los trastos, y me tumbo encima con las rodillas flexionadas. Durante veinte minutos me da el sol y el universo se pone un poco en su sitio.

    Si se confirma que no estamos ante el fin del mundo sino ante un simulacro, creo que me buscaré un nuevo piso. Una casa propia. Necesito una azotea con el cielo por techo.

    Me gustaría pensar que, cuando todo acabe, el pasado anterior será un pasado remoto. Quiero creer que lo veremos difuminado, en blanco y negro, como pensaba entonces que sería el mañana para siempre jamás; los colores no se dejan proyectar cuando lo que viene asusta. Quiero creer que, para los supervivientes de esta peste moderna, las penas individuales de antes habrán dejado de tener nombre. Como si no supiera que nunca pasa lo que piensas que va a pasar.

    Visualizo temores y deseos, se me activan vídeos simultáneos y no hay quien los pare. Tampoco tengo claro que tenga que aprender a detener la mente, a veces volar con los ojos cerrados es la única salida.

    Mataría porque, cuando acabe todo esto, nadie recordara que viví Todo Aquello.

    Aprender a rascar el cielo por encima de los rascacielos

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