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Animales desamparados: Historias al límite entre lo fantástico y lo extraño
Animales desamparados: Historias al límite entre lo fantástico y lo extraño
Animales desamparados: Historias al límite entre lo fantástico y lo extraño
Libro electrónico161 páginas2 horas

Animales desamparados: Historias al límite entre lo fantástico y lo extraño

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Información de este libro electrónico

"Los cuentos de Animales desamparados trabajan un tipo de inquietud particular, son historias donde lo extraño irrumpe con una fuerza que rompe y reconfigura nuestra idea del mundo. Federico Etchevarne eligió una frase de H. P. Lovecraft como epígrafe: 'Ningún nuevo horror puede ser más terrible que la tortura de lo cotidiano'. Me parece una buena síntesis de su poética. Porque en este libro lo que amenaza y está ahí fuera, llega a los personajes en una especie de intercambio espurio: para dejar atrás nuestras existencias insulares, el precio es ver en peligro nuestra propia cordura. En los relatos que van a leer abundan los niños y los viejos, dos extremos de nuestra vida social donde se despliegan distintos tipos de fragilidades y también acechan daños. La lógica de víctima y victimario se ve muchas veces subvertida por pequeñas torsiones que la imaginación de Federico realiza sobre lo real. Y uno, como lector, agradece que el mundo se vuelva así más imprevisible e inestable porque, en definitiva, sabemos muy bien, y desde hace tiempo, que nadie nunca pude decirse a salvo" (Juan Mattio).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 nov 2023
ISBN9789878346755
Animales desamparados: Historias al límite entre lo fantástico y lo extraño

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    Vista previa del libro

    Animales desamparados - Federico Etchevarne

    Ningún nuevo horror puede ser más terrible que la tortura diaria de lo cotidiano.

    H. P. LOVECRAFT

    Parte 1. Los miedos

    Ensucia tu alma inocente, Isaiah.

    LA PRIMERA PURGA: LA NOCHE DE LAS BESTIAS

    Venus

    —Lauti, Lauti. Despertate que nos tenemos que ir —escucho que dice Martina.

    La voz de mi hermana parece venir de algún lugar distante. Es como un susurro que se mezcla con el sonido de la calle y de la casa. Por unos segundos no sé muy bien si estoy despierto, dormido o si esa voz forma parte de un sueño. Me doy vuelta sobre la cama, tapo mi cabeza con la almohada.

    —Dale, Lauti. Tenemos que bajar.

    —¿Qué hora es? —pregunto con la voz ronca y pastosa.

    —No sé. Todavía no sé bien la hora.

    Hago un esfuerzo. Sin muchas ganas me siento en la cama. Me desperezo. Martina se ríe.

    —¿De qué te reís, nena?

    —Parecés un hipopótamo.

    —Y vos una pitufa.

    Martina hace una mueca de reproche y después pregunta por Matilda, la muñeca de trapo que le regalamos cuando ella cumplió cuatro.

    —Se la llevó mamá anoche —contesto.

    —Pero yo te la dejé para que te haga compañía.

    —Ya sé, pero se la llevó.

    —¿Entró a tu cuarto?

    —Sí.

    —¿Y qué pasó? ¿Te habló?

    —No.

    —¿Pudiste descubrir a Venus en el cielo? —le pregunto para cambiar de tema.

    Martina se queda unos segundos en silencio. Niega con la cabeza mientras con la mano izquierda se toca el brazo derecho del cual asoma un moretón pequeño pero nítido.

    —¿Y esto? —le pregunto.

    Ella no contesta. Sólo baja más la cabeza y eleva los hombros. Antes de hablar miro de manera instintiva mi brazo. Yo tenía un moretón parecido, pero ya no queda rastro.

    —Dale, decime qué te pasó.

    —No sé. Bajemos porque si no se van a enojar —dice y camina hacia el pasillo.

    Mamá y papá están sentados. Los dos serios. Mamá tiene puestos unos lentes negros y la cara pálida. Parece un vampiro, o un cadáver, pienso. Papá está igual que siempre, leyendo el suplemento deportivo del diario. Al vernos mamá se levanta y trae unas rodajas de pan lactal, miel y manteca. Cuando apoya el plato sobre la mesa, vuelca sin querer un vaso con agua. Papá baja el diario, corre la silla rápido para evitar que el líquido lo moje. Cuando se da cuenta de que no pasó nada, mira a mamá. Martina se cubre la cabeza. Él lanza un suspiro y vuelve a leer. Por unos segundos el silencio es tan profundo que hasta puedo escuchar el sonido de la respiración de Martina. La miro a mamá. Ella baja la cabeza y se apura a limpiar la mesa con un repasador. En ese momento siento que algo por dentro me quema. Es un odio profundo. Tengo ganas de pararme, tirar la mesa por el aire y salir corriendo. Lejos, bien lejos, a un lugar en el que nadie pueda encontrarme. Pero pienso en Martina. Ella, como si estuviera leyéndome la mente, me mira con esos ojitos tan lindos que tiene y, despacio, mueve los labios: Quedate, no te vayas. Alcanzo a entender.

    Yo asiento, y ella se queda tranquila. Tan tranquila como el día que le dije que la iba a pasar a buscar a la salida de la escuela. Vamos al mismo colegio y yo salgo media hora antes. Ella estaba nerviosa y tenía miedo porque papá y mamá estaban enojados. Acordamos encontrarnos en un poste de luz que está a unos cincuenta metros del portón verde por donde salen los más chicos. Yo le había dicho a mi hermana que prefería un lugar que estuviera alejado del revoltijo de padres que se acumulan a la salida. No quería que me vieran, todavía muchos seguían hablando de mí y me daba vergüenza. Me acuerdo de que el primer día que fui a buscarla, me distraje viendo cómo, por la vereda de enfrente, Ramiro Gauna y Silvina Consiglio caminaban agarrados de la mano. Si el resto del aula se enterara, pensé. Me alejé un poco del poste, me los quedé mirando, pero ellos no me vieron. Caminaban despacio, bamboleando las manos entrelazadas de un lado a otro. No les importaba qué pasaba a su alrededor.

    —Hola —escuché la voz de mi hermana.

    —Hola —Le contesté un poco desconcentrado.

    —¿Qué mirabas?

    Con la cabeza le señalé la vereda de enfrente.

    Ella se dio vuelta y cuando los descubrió abrió la boca grande y se la tapó con las dos manos.

    —¿Viste? Hay amor ahí —le dije sonriendo.

    —Pero tienen once, como vos.

    —Sí, y qué tiene que ver.

    Martina se quedó pensando unos segundos, pero cuando estaba a punto de contestarme se escuchó el ruido de una bocina que tocó dos veces. Era mamá. Con Martina nos quedamos callados. Los dos teníamos miedo de cómo podía estar ella. Unos segundos después, como ninguno de los dos se movía, bajó la ventanilla, le dio una pitada al cigarrillo y con voz desganada dijo:

    —Por favor, vamos, que se hace tarde.

    Martina me agarró de la mano y los dos caminamos despacio hacia el auto. Hacía mucho que no la veía fumar, pensé, antes de subir.

    Papá deja el diario sobre la mesa, mira el reloj, bufa. Después pregunta con voz firme:

    —¿Te falta mucho?

    Martina se mete rápido en la boca el pedazo de pan que le queda y con los cachetes todos inflados le dice que no.

    —Mirá que no tengo todo el día.

    —Bueno, Héctor, tiene que desayunar tranquila.

    Papá se levanta, corre la silla hacia atrás y se para delante de mamá. Martina se apura más y se atraganta. Mamá encoge el cuerpo, se hace tan chiquita que parece de la edad de mi hermana.

    —¿Ves lo que provocás? —le dice papá que, con suavidad levanta la cara de mamá y la obliga a mirarlo.

    Yo le hago un gesto a Martina para que se tranquilice. Ella respira, hace un esfuerzo y logra tragar la tostada. Entonces papá se inclina y le acaricia la cara a mamá, que permanece quieta como una estatua de yeso.

    Después de unos segundos de un silencio incómodo, Martina dice que quiere que vuelva Rosa. Entonces mi cuerpo se tensa, porque sé que la mención de ese nombre puede provocar que papá se enoje de nuevo. Él tiene los ojos clavados en Martina y la mandíbula apretada, como si estuviera haciendo fuerza por contener algo. Un impulso, una acción. De nuevo tengo ganas de desaparecer. Volar hasta Venus. Por suerte mamá se interpone. Me llama la atención que se haya atrevido. Con la cabeza aún baja y casi en un susurro dice que Rosa ya no va a venir más a casa.

    —¿Por qué? —se anima a preguntar mi hermana con voz muy suave.

    —Cosas de grandes —contesta mamá en el mismo tono. Es un tono raro, como si estuviera midiendo como impactan cada una de esas palabras en papá, que ya no se preocupa por ninguno de nosotros y mira el reloj.

    —Ya es hora, dice él agarrando las llaves del auto que cuelgan de un gancho clavado sobre la pared de la cocina.

    Antes de salir, Martina pregunta por Matilda. Mamá le dice que no tenemos tiempo para buscarla, pero mi hermana no le hace caso y contesta que sin Matilda no va a ningún lado. Al escucharla, mamá detiene sus pasos debajo del arco de la puerta. Mira alternativamente a papá, que camina hacia el auto y a Martina. Se lleva las manos a la altura del pecho, las retuerce mientras se muerde los labios. Mi hermana busca debajo del sillón, detrás de la mesa del televisor, entre los cajones del mueble grande del living. Entonces escucho a mamá que, en voz muy baja, le pide que por favor se apure. Recién cuando Martina encuentra a su muñeca, mamá deja de retorcerse las manos y sonríe con una mueca triste.

    —Acá está —dice mi hermana dando saltitos.

    Mamá asiente. Cuando pasamos delante de ella le acaricia la cabeza y salimos.

    Subimos al auto. Papá pregunta por qué tardamos.

    —Es que no encontraba a Matilda —contesta Martina.

    Papá recuesta el cuerpo contra la puerta del auto, ajusta el espejito retrovisor. Después, con la mano se toca la mandíbula.

    —¿La encontraste? —pregunta, por fin.

    —Sííí —responde ella levantando la muñeca.

    —Entonces ¿Nos podemos ir, Matilda? Pregunta papá en un tono que no sé si es de chiste o qué.

    Mi hermana asiente.

    —Por fin —contesta papá.

    Gira la llave. El motor hace un ruido ahogado. Acelera, pero el coche no enciende. Chasquea la lengua, inclina la cabeza hacia un lado. Mamá tose, hace como que busca algo en su cartera. Vuelve a girar la llave con más fuerza y aprieta el acelerador, una, dos, tres veces. El motor vuelve a hacer ese sonido, pero esta vez más fuerte, parece un viejo con asma. Después de unos segundos, suelta la llave y saca el pie del pedal. Con la mano derecha golpea el manubrio. Mamá, se encoge en el asiento de adelante y le dice que tenga paciencia, que ya va a arrancar. Papá ni la mira. Sólo niega con la cabeza y vuelve a girar la llave. Pisa el acelerador, con más fuerza que antes, inclina su cuerpo hacia adelante, como si ese gesto pudiera lograr algo en la mecánica del auto. Cuando parece que el motor está por ahogarse de nuevo, un sonido ronco surge de un lugar indefinido, como un trueno en el medio de una tormenta, se impone y arranca.

    El auto avanza. Todavía adentro se siente el olor a nafta quemada y a humo, producto del esfuerzo que hizo el motor. Estamos todos callados. Mamá inmóvil, con la mirada hacia el frente. Parece un maniquí abandonado, de esos que hay en los negocios a los que van a comprar ropa las viejas. En un momento mueve la cabeza, baja la visera que sirve para protegerse de los rayos de sol y se mira en el espejo. Con la mano se acomoda los anteojos. Por unos segundos mira hacia el lugar en donde estoy. Le sonrío, pero apenas lo hago ella sube la visera y se recuesta en el asiento. Papá maneja nervioso. Acelera y frena fuerte, se mete entre los autos, insulta. Martina juega con Matilda y yo miro por la ventana. Pasamos por unas calles que tienen empedrado. Son las calles de la parte más vieja del barrio. Me gusta caminar por ellas porque en algunas todavía se pueden ver restos de vías que sobresalen por sobre los adoquines y me imagino que por ellas andaba el tranvía hace muchos años. Pasamos frente a la panadería, por la casa de pastas, después doblamos por la avenida. A esa hora del sábado no hay mucha gente. Las calles están casi vacías y el ritmo parece otro, no el de los días de semana en donde la gente está apurada por llegar vaya uno a saber dónde y a qué. El semáforo cambia de color, se pone en rojo. Papá, que quería pasar frena de golpe y resopla. Yo apoyo la cabeza contra la ventanilla. Veo como los peatones cruzan. Una señora se detiene y mira hacia donde estamos. Es la mamá de Ramos, un compañero de colegio. Martina la saluda sonriente. Papá, en voz muy baja, dice algo que no alcanzo a entender pero que, por el tono, no es nada bueno. Mamá, en un primer momento, levanta la mano, pero enseguida se arrepiente, la baja y tampoco le devuelve el saludo.

    Salimos de la ciudad, nos subimos a la Panamericana. El sol, que entra por las ventanillas calienta el interior del auto. Papá prende el aire acondicionado. Afuera el cielo está azul y despejado. Es una de esas mañanas en las que se puede ver al sol y a la luna al mismo tiempo. Martina la señala y frunce el ceño. Yo sé que está buscando a Venus como

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