Ataúdes vacíos: Relatos oscuros en un universo perturbador
Por Emilse Mancebo
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Ataúdes vacíos - Emilse Mancebo
Mancebo, Emilse
Ataúdes vacíos / Emilse Mancebo. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Bärenhaus, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8449-54-8
1. Narrativa Argentina. I. Título.
CDD A863
© 2023, Emilse Mancebo
Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.
Ilustración de cubierta: Santiago Caruso
Todos los derechos reservados
© 2023, Editorial Bärenhaus S.R.L.
Publicado bajo el sello El guardián literario
Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.
www.editorialbarenhaus.com
ISBN 978-987-8449-54-8
1º edición: diciembre de 2023
1º edición digital: noviembre de 2023
Conversión a formato digital: Numerikes
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.
SOBRE ESTE LIBRO
Este libro es la glorificación de lo macabro. Ataúdes, hospedaje para lo que ya es manjar de la corrupción; y vacíos. Lea y sabrá si es prolija logística o rareza. Mark Fisher enseñaba que lo raro es algo que no debería estar ahí. Emilse juega con lo anómalo, lo espeluznante y teje emociones aterradoras que se disparan con cada uno de sus trece cuentos. Numerito que provoca una inquietud suficiente como para omitirlo de pisos, habitaciones, filas de asientos y toda sumatoria que recuerde a Judas, el bifronte apóstol y traidor, decimotercer invitado a la Última Cena. Sí, este libro desafía las supersticiones y compone una oda a lo extravagante y lo tétrico. Es una obra que forja emociones alucinadas, con un suspense cómplice de aberraciones que repelen, al mismo tiempo que fascinan. Es ajenjo destilado a partir de lo extremo, innombrable y cloacal del ser humano provocando una repugnancia magnética que urge a otra copa. Y otra más. Y en cada copa se lucen los personajes, memorables espantajos que son un interrogante a la naturaleza humana, solapando lo familiar entre lo extraordinario y sobrenatural. Mejor no se mire al espejo, Dr. Jekyll. Es muy probable que el señor Hyde quede como un monaguillo.
Pablo Martínez Burkett
SOBRE EMILSE MANCEBO
Emilse Mancebo nació en Buenos Aires. Hija única, desde muy chica se hizo amiga del miedo y lo convirtió en su zona de confort.
Creció en la soledad de una casa inmensa, habitada por fantasmas. La madre, sonámbula, nostálgica y supersticiosa, solía recordar a los difuntos con tanto ímpetu que sus presencias se volvían palpables. El padre, gallego, criado en una aldea lejana y misteriosa, contaba historias de la Santa Compaña, de As meigas, y de un cura que se cubría con una sábana y salía a merodear el camposanto.
Influenciada por Dickens, Wilde y Poe, fascinada por Drácula
, ya en la escuela primaria jugaba a escribir relatos lúgubres.
En este, su primer libro de cuentos, expone lo insondable y ominoso del ser humano, revela los temores que la atormentan, y crea historias a partir de sus propias pesadillas.
IG: @emilsemancebo
ÍNDICE
Cubierta
Portada
Créditos
Sobre este libro
Sobre Emilse Mancebo
Epígrafe
Dedicatoria
Prólogo
Acá no me van a encontrar
Detrás del velo
La muerte se desnuda en el peepshow
En la palma de la mano
Restos
Inmaculada
La sustitución
Kilómetro 48
Noche de perros
La fiesta infinita
Soluciones mágicas
Todos tenemos un muerto en el freezer
El nudo perenne
"El estado más doloroso del ser
consiste en recordar el futuro,
especialmente el que nunca tendrás."
SØREN KIERKEGAARD
Para Manolo, por las lecciones de vida.
PRÓLOGO
¿Hay alguna posibilidad de encontrar un ataúd lleno? Siempre están vacíos, porque un ataúd no es más que una sumatoria de pérdidas.
Escribir un libro es una especie de pérdida, un desprendimiento, un dejar ir imágenes, palabras que abren grietas o suturan el ejército más profundo del yo.
En estos trece cuentos Emilse se expone, va sin filtro a encontrar el peligro en su propia historia, a decantar su psiquis; invita al lector a ser cómplice directo de un universo perturbador en el que avanza con una naturalidad asombrosa.
Transitar los escondites de la niñez, quedarse a salvo en fiestas infinitas, someterse a perversidades, vibrar cementerios, abrir el pórtico de lo sobrenatural con la obstinación y el determinismo de personajes sombríos que alcanzan su voz. Una voz que trasciende el vacío con su eco y como si fuéramos murciélagos nos alcanza en la noche por su resonancia, a ciegas, vulnerables.
Los vínculos como monstruos, la negación como verdad, la pelea inestable contra el pasado son fichas centrales en este juego de magia y marginalidades. El sexo en márgenes imperfectos, sufrientes, al límite. El goce atado siempre a una maldición.
Parece que no sirviera estar alerta, porque siempre hay una máscara detrás de una máscara, un fin distante, que se apaga, que sepulta a los personajes de este túnel a cielo abierto.
Y, por último, nos muestra: un ataúd vacío puede ser un hermoso sitio para buscar refugio.
Abro la tapa.
Nicolás Barrasa
ACÁ NO ME VAN A ENCONTRAR
Con el pulovercito impregnado de un dulce aroma a bizcochuelo, Benja rasca la tortera con un tenedor y se chupa los dedos pegoteados de migas. Hoy es el cumpleaños de mamá. Vienen las tías con los siete primos, todos insoportables. El mayor ya va a la secundaria. Los otros son bastante más chicos, pero como ya saben leer se creen superiores.
Los invasores entran como un tornado —como el caballo del Zorro—. Le pasan de largo a la limonada, y arrasan con la granadina. Se tapan la boca con las manos cubiertas de gofio, y se lamen las palmas como muertos de hambre. Salen a jugar al patio. Ojalá le arranquen las flores al jazmín, así la abuela se pone triste y no los invitan nunca más.
Benja se queda de brazos cruzados en un rincón del pasillo, y le pega un pisotón a la baldosa. Uno de los primos lo va a buscar y lo empuja hacia el patio:
—¿A qué querés jugar?
Con estos tarados no quiero jugar a nada, piensa Benjamín, acostumbrado a entretenerse solo armando rompecabezas, pintando con crayones, amasando plastilina hasta que los colores le tiñen la piel debajo de las uñas. A veces con la abuela juegan al dominó. Le da pena la pobre, sorda como una tapia, y casi ciega como un topo. Aunque no sabe qué animalito vendría a ser una tapia, ni vio nunca a un topo de verdad —se los imagina con orejas enormes como el topo Gigio—, entiende que la abuela está cada día más viejita y que pronto se irá al cielo con el abuelo Pocho. Así se lo explicó mamá. Desde entonces, duerme abrazado al oso perezoso y todas las noches le reza al ángel de la guarda: teme despertarse hecho un viejito como la abuela.
Los primos no le dan tiempo a responder, y cada uno propone un juego distinto:
—¡Un, dos, tres, coronita es!
—Callate. Dejalo elegir al Benja, que está celoso porque la abuela nos hizo un bizcochuelo.
El corazón de Benja late apresurado. Se arrima al primo y le da un empujón. El otro se le ríe en la cara, estira los brazos, se inclina un poco, y con los dedos arqueados finge unas garras, y ruge. Como cuando mamá hierve la leche y desborda de espuma, a Benja le sube un calor a las mejillas y lo empuja de nuevo. Pero el otro es más fuerte y ni siquiera se tambalea.
—¡Terminenlá, che! ¿A qué jugamos?
Todos gritan a la vez:
—A la mancha venenosa.
—¡No! Piedra, papel o tijera.
—Al gallito ciego.
—¡Juguemos a la escondida!
—A la escondida sí —grita Benja—. La escondida. ¡La escondida!
—Mirá que hay que saber contar. ¿Ya aprendiste qué viene después del diez?
—Sí, después del diez, viene el donce —grita, y refuerza su afirmación asintiendo con la cabeza.
—¡Donce! Qué burro.
—¡No soy burro! ¡Soy chiquito!
Los invasores se matan de risa, y hasta lo señalan con el dedo.
—No te enchivés, Benjamín. Vamos a jugar.
A él se le hace un nudo en la garganta, pero no va a darles el gusto de llorar delante de ellos. Aprieta los párpados, los puños, tensa todo el cuerpo, y afloja.
—¡Cuento yo! —dice el mayor—. Cuento hasta cincuenta, y… ¡zapatilla de goma, el que no se escondió, se embroma, punto y coma!
Se recuesta contra la pared, la cabeza apoyada sobre el brazo, los ojos cubiertos por la manga del buzo. Los demás invasores se dispersan, y corren a toda velocidad, como escapando de un monstruo.
Benja es rápido, pero ellos tienen las piernas más largas, y enseguida se esfuman. Al no saber contar, no tiene la menor idea de en qué momento el primo grande se despegará de la pared. Se ve solo en el corredor, a pasos del dormitorio de la abuela, que debe estar durmiendo. Ni bien abre la puerta le oye los ronquidos. No se molesta en entrar en puntas de pies: la pobre vieja es incapaz de oír hasta el bocinazo de un camión.
Mira a su alrededor buscando un escondite: el armario, debajo de la cama, detrás del perchero. Oye pasos que corren, y al invasor que grita:
—¡Piedra libre para Sol, que está debajo de la mesa!
Qué boba la prima, qué rápido la descubrieron. No había elegido un buen lugar para esconderse. Pero a él no van a encontrarlo así de fácil. La salamandra: cabe perfecto, y a nadie se le va a ocurrir buscarlo ahí. Se sienta entre restos de carbón y ceniza, y cierra las puertas. ¡Cómo se va a enojar mamá cuando le vea el pantalón sucio! Ojalá se le vayan las ganas de hacer fiestas, y los invasores no vengan nunca más.
Quedarse un rato encerrado es bastante agradable. En ese sucucho hace menos frío que en el resto de la casa. No hay mosquitos, ni se acerca el perro, y los discos de Johnny Tedesco casi no se oyen. Se le ocurre que, de ahora en más, la salamandra será su refugio.
El tiempo pasa, pero el invasor no viene. Benja se aburre, le hormiguean las piernas. Cambia de posición, pero sigue incómodo, y le está faltando el aire. Mejor abrir y listo. Total, parece que el juego ya terminó.
Empuja. La puerta no se abre. Empuja más, con todas sus fuerzas, y tampoco. Aprieta los dientes y le da puñetazos hasta que los nudillos le quedan ardiendo, sangran un poco, pero no pasa nada. Va a tener que pedir ayuda. Sabe que, sorda cómo es, la abuela tendría que ser adivina para darse cuenta de que él está ahí.
A Benja le duele la panza. Se ahoga, las manos le tiemblan, y ya no quiere seguir con los ojos abiertos y ver esa oscuridad. Tiene más ganas de llorar que de cualquier otra cosa. Mentira: lo que más quiere es que lo ayuden a salir de su escondite, y después llorar. Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día.
Entonces ocurre un milagro: alguien está muy cerca, él puede oír los ruidos de esa persona que se mueve ahí nomás. Con las manos juntas y los deditos apretados, se limpia la sangre de los nudillos con la lengua. Con tus alas me persigno y me abrazo de la cruz.
Será que los invasores lo encontraron y le están haciendo una broma. O la abuela que se mueve despacito. Sigue rezando, ahora el padrenuestro, las dos primeras oraciones, que son las únicas que se sabe.
Grita.
Vuelve a los puñetazos.
Benja huele eso que mamá pone en un platito de metal para calentar el baño: alcohol celeste. Sabe que así es como la abuela prende el fuego. La puerta se abre. Alguien arroja unas ramitas secas y las rocía con alcohol. Unas gotas le salpican los zapatos. Vuelve a gritar, intenta levantarse. Pero el pantalón se enganchó y no le permite moverse. Un trozo de leña le pega en el bracito. Mientras se frota el codo, ve volar un papel prendido fuego. La puerta se cierra.
La luz anaranjada se apaga con el humo. La leña empieza a crujir. A Benja le arde la garganta, le lloran los ojos. El calor se torna insoportable. Ojalá papá fuese a controlar que la abuela está bien, como hace siempre. ¿Y ese olor raro, como cuando mamá pasa los brazos por la hornalla para sacarse los pelos? Se toca el flequillo y lo siente áspero. Se le está chamuscando igual que a mamá.
Se llena del