La situación y la historia
Por Gornick Vivian
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¿Cómo extraer de la propia experiencia vital una historia que merezca ser contada, que aporte algo de sabiduría al lector? Esa es la pregunta que plantea La situación y la historia, y propone hallar la respuesta en algunos de los mejores ensayos autobiográficos y memorias de los últimos cien años. De la mano de Vivian Gornick, leeremos a autores como Joan Didion, Oscar Wilde, James Baldwin, George Orwell o Marguerite Duras, cuyas obras se hunden en su experiencia personal y sin embargo la trascienden, enunciando verdades más hondas acerca del mundo en que vivimos.
Con su característica lucidez, Vivian Gornick reflexiona sobre el género en el que ella misma hizo cumbre con sus formidables memorias Apegos feroces y su ensayo autobiográfico La mujer singular y la ciudad. Al mismo tiempo una breve historia de la literatura autobiográfica del último siglo y una guía para el aprendizaje de la escritura creativa, en La situación y la historia la maestra nos enseña a escribir enseñándonos a leer: a reconocer la verdad cuando la oímos en la voz de los demás, así como en la nuestra propia.
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La situación y la historia - Gornick Vivian
La situación y la historia
El arte de la narrativa personal
VIVIAN GORNICK
TRADUCCIÓN DE JULIA OSUNA AGUILAR
logo_sexto_pisoTodos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título original
The Situation and the Story
Copyright © VIVIAN GORNICK, 2001
Publicado por acuerdo con FARRAR, STRAUS AND GIROUX, Nueva York
Primera edición: 2023
Traducción
© JULIA OSUNA AGUILAR
Imagen de portada
© CHRISTOPHER STOTT
Copyright © EDITORIAL SEXTO PISO, S.A. DE C.V., 2021
América, 109,
Parque San Andrés, Coyoacán
04040, Ciudad de México
SEXTO PISO ESPAÑA, S. L.
c/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierdo
28014, Madrid, España
www.sextopiso.com
Formación
GRAFIME
ISBN: 978-84-19261-73-1
En el responso de una mujer pionera en el campo de la medicina que había fallecido hablaron no pocas personas. Uno tras otro, colegas, pacientes y activistas de la reforma del sistema sanitario describieron a la médica como una persona de carácter, humana, brillante; estimulante e imperiosa; una maestra severa, una investigadora extraordinaria, una mujer con una asombrosa capacidad de escucha. Yo estaba entre los dolientes callados. Todos los que dijeron algunas palabras provocaron en mí una dosis de cavilación, de sentir, de pesar incluso, pero tan solo una persona –una médica de cuarenta y tantos años que había sido discípula de la fallecida– me conmovió hasta suscitarme esa melancólica evocación de «el mundo y el yo» como entidad que hace que la muerte de una sola persona parezca abarcar más. Esta oradora no había conocido a la difunta doctora mejor o más íntimamente que los demás, ni tampoco tenía nada nuevo que aportar al retrato colectivo que ya nos habían brindado. Y, sin embargo, sus palabras, y no las de otros, habían intensificado el ambiente y me habían llegado al corazón. ¿Por qué?, me pregunté mientras ya incluso me enjugaba las lágrimas. ¿Por qué esas palabras y no otras habían hecho mella?
La pregunta debió de quedárseme flotando por dentro porque a la mañana siguiente me desperté y me incorporé de golpe en la cama con el elogio fúnebre suspendido ante mí como una composición. Eso era, comprendí. Lo habían compuesto. Por eso había logrado hacer mella.
La panegirista se había evocado a sí misma cuando era una joven médica que se sometía a la influencia formativa de la más veterana. Ese recuerdo actuó como un principio organizador que determinó la estructura de sus comentarios. La estructura impuso a su vez un orden. El orden volvió más armónicas las frases. La armonía aumentó la expresividad del lenguaje. La expresividad intensificó la asociación. En última instancia, se dio una acrecencia dramática, una injertada en el texto por el tiento descriptivo del aprendizaje de una persona joven, de las prácticas médicas en una época de cambios sociales, así como un apego con sentimientos ambivalentes hacia una mentora que solo era capaz de corregir, jamás de alabar. A esa acrecencia la llamamos textura. Había sido la textura lo que me había revuelto por dentro; lo que me había hecho sentir, con poderosa inmediatez, no solo la realidad de la mujer que era recordada sino –e incluso con más viveza– la presencia de quien recordaba. El esfuerzo de la oradora por evocar con exactitud cómo habían sucedido las cosas entre la difunta y ella –su necesidad sincera de extraer sentido de una relación fuerte pero desconcertante– la había llevado a decir tanto que por fin me percaté de todo lo que no había sido dicho; de lo que jamás podría decirse. Sentí con agudeza la cálida y dolorosa insuficiencia de las relaciones humanas. Ese sentir resonó en mi interior. Era la resonancia lo que se había quedado flotando, justo como cuando se pasa la última página de un libro que te ha llegado al corazón.
Cuanto más pensaba en lo efectivo del panegírico, con más claridad entendía lo crucial que había sido la propia panegirista en su efectividad. La oradora había «compuesto» sus pensamientos para evocar mejor a la aprendiz que había sido, y a la que esa relación fuerte pero desconcertante había dado forma. Mientras hablaba, la veíamos a ella en presencia de su mentora, muy sensible a las maneras y la apariencia de una maestra tan sumamente inteligente como sumamente hiriente. Ahí la teníamos, por momentos entusiasta, por momentos reculando, por momentos atrincherada. Fue el acto de imaginarse cómo había sido en otra época lo que enriqueció su sintaxis y expandió no solo sus imágenes, sino también el coherente flujo de asociación que conducía directamente a la tarea que la ocupaba.
Cuanto mejor se imaginaba la oradora, con más viveza cobraba vida la médica fallecida. Al fin y al cabo, lo que estaba describiéndose era un bautismo de fuego. Para ver al ambicioso yo de su juventud, que con tal fervor deseaba saber lo que sabía su mentora, teníamos que ver asimismo a la mentora: agente de amenaza y promesa: una figura de idéntica complejidad. La volatilidad de los intercambios entre ambas nos llevó al meollo de la reminiscencia. La veterana había estado tan sumida como la joven en una lucha de voluntades y temperamento que había acabado uniéndolas por la cadera. Allí la historia no era ni la oradora ni la médica en sí: era lo que le había pasado a cada una en compañía de la otra. El lugar en el que se encontraron como talentosas beligerantes era donde tenía la mira puesta la panegirista. Era eso lo que la había atraído. Era eso lo que la había dotado de un equilibrio central.
Me pareció muy notable la magnífica relación que había entre esa narradora y esa narración. La oradora no perdió de vista en ningún momento por qué estaba hablando… o –y quizá sea esto más importante– de quién estaba hablando. De los varios yos que tenía a su disposición (a fin de cuentas, era muchas personas: una hija, una amante, una aficionada a la ornitología, una neoyorquina), supo, y no lo olvidó, que el único yo adecuado que había de invocar era el que había vivido el aprendizaje. Era el yo en el que residía la historia. Un yo –y esto no es nada común– que nunca perdió el interés por su propia existencia animada, al tiempo que cobraba vida solo para hacer un elogio de la doctora difunta. Esto último, me dije, era fundamental: el elemento más clave en la impresionante claridad de intención de la que había hecho gala el panegírico. Al saber la narradora en todo momento quién estaba hablando, siempre supo por qué estaba hablando.
Los textos a los que llamamos de narrativa personal están escritos por personas que, en esencia, están imaginándose solo a sí mismas: en relación con el tema que las ocupa. La conexión es de carácter íntimo; de hecho, es crítica. De la materia prima del propio yo indisimulado de un escritor, se moldea un narrador cuya existencia sobre la página es fundamental para el relato que se nos cuenta. Este narrador se convierte en personaje. Su tono de voz, el ángulo de su visión, el ritmo de sus frases, lo que escoge observar o ignorar, se elige con la idea de servir al tema; aunque al mismo tiempo la forma en que el narrador –o el personaje– ve las cosas es, en gran medida, la cosa que es vista.
Moldear un personaje a partir de un yo indisimulado no es tarea fácil. Una novela o un poema facilita protagonistas o voces creados que funcionan como sustitutos del escritor. Sobre esos sustitutos se verterá todo lo que el autor no es capaz de tratar directamente –anhelos inapropiados, vergüenzas defensivas, deseos antisociales–, pero que ha de tratar para lograr una realidad sentida. En la narrativa autobiográfica el personaje no es un suplente. En ella, el escritor ha de identificarse abiertamente con esas mismas defensas y vergüenzas con las que el novelista o la poeta ponen distancia. Es como tenderse en el diván en público (y si bien un escritor podría estar dispuesto a hacer eso, se trata de una estrategia que en la mayoría de los casos simple y llanamente no funciona). Imaginen la cantidad de años de diván que cuesta hablar de uno mismo, pero sin tanta queja y tanta protesta, sin tanto desprecio por uno mismo y tantos pretextos que conviertan al analizado en un tedio para el mundo entero salvo para su analista. El narrador no suplente tiene la monumental misión de transformar un interés de baja intensidad por sí mismo en esa solidaridad desafecta que se exige de un texto que pretende ser de algún valor para el lector desinteresado.
Pese a todo, la creación de un personaje así es vital en un ensayo autobiográfico o en unas memorias. Es el instrumento que ilumina. Sin él no hay ni tema ni historia. Para lograrlo, quien escribe narrativa personal pasa por un aprendizaje que indaga tanto en el alma como pueda hacerlo una novelista o un poeta: el doble esfuerzo que supone saber no solo por qué se habla sino quién habla.
La belleza de lo trasmitido por la panegirista había brotado de la claridad de su intención. Si empezamos por el final, podemos imaginarnos lo duro que ha debido de ser lograr esa claridad. Cuando la invitaron a hablar sobre una experiencia con la que había convivido más de veinte años, la panegirista debió de pensar: «Pan comido, la historia se escribirá sola». Luego, cuando se puso a la tarea, seguramente no tardó en verse frustrada para su propia sorpresa. Veamos: ¿qué pasa con la experiencia? ¿Cómo fue exactamente? ¿Y dónde fue? La vivencia se antoja una vasta extensión de territorio. ¿Cómo habría de adentrarse en ella? ¿Desde qué ángulo y en qué posición? ¿Con qué estrategia y hacia qué fin? A la panegirista la embarga entonces la confusión. Se da cuenta de pronto de que eso a lo que ha estado llamando experiencia no es más que materia prima.
Ahora es cuando empieza a pensar. ¿Quién era exactamente la médica para ella? ¿Y ella para la médica? ¿Y qué significa haberla conocido? ¿Qué quiere ilustrar esta evocación? ¿O qué quiere que encarne, que invoque? ¿Qué es lo que en realidad está deseosa de decir? Cuestiones nada fáciles de plantearse para una panegirista y menos aún de responderse, como demuestran tantas conmemoraciones fallidas, entre ellas, la tan cacareada de James Baldwin sobre Richard Wright, un caso en que un talentoso escritor va a honrar a su mentor muerto y acaba poniéndolo como un trapo porque no sabe cómo afrontar sus sentimientos encontrados.
Justo el lugar por donde por fin nuestra panegirista ve cuál es el camino: sus sentimientos encontrados. Primero se da cuenta de que los tiene. Luego se los reconoce a sí misma. Luego los analiza como una forma de adentrarse en la vivencia. Luego comprende que son la vivencia en sí. Empieza a escribir.
Penetrar en lo conocido no es en absoluto un hecho consumado. Más bien al contrario, es una labor ardua, muy ardua.
Yo misma empecé mi carrera profesional en la década de 1970 escribiendo lo que por entonces se llamaba «periodismo personal», un término híbrido que significaba en parte ensayo autobiográfico, en parte crítica social. Estando como estaba en las trincheras del feminismo radical, desde el primer momento que me senté ante la máquina de escribir me pareció natural utilizarme a mí misma –es decir, utilizar mi reacción a una circunstancia o un acontecimiento– como medio para extraer un sentido más amplio de las cosas. En esa época, claro está, fue un instinto que muchos compartimos. Cantidad de escritores sintieron esa misma pulsión. Lo personal se había vuelto político y los titulares, metáfora. Todos nos sentimos apelados. Todos sentimos que la experiencia inmediata importaba. Allá donde cualquier escritor miraba, había un hilo narrativo que extraer del relato político que se contaba en una manifestación, en una fiesta o durante un encuentro fortuito. En esos años hubo tres autores que lo hicieron con especial brillantez: Joan Didion, Tom Wolfe y Norman Mailer.
Desde el principio vislumbré los riesgos de escribir así, la concentración tan increíble que exigiría mantener el equilibrio justo entre la historia y el yo. El periodismo personal ya había vomitado muchos ejemplos de quienes se precipitaban y publicaban sus obras sin una idea clara de la relación entre el narrador y el tema; un autor tras otro iba cayendo en la poza del confesionalismo, en la terapia sobre el papel o en el ombliguismo puro y duro.
No sé cuán bien o con qué coherencia practiqué aquello que había empezado a pregonarme a mí misma, pero, siempre sin falta, asumí como mi labor la de mantener al yo narrador subordinado a la idea que me ocupaba. Sabía que no debía contar jamás una anécdota, moldear una descripción, caer en una especulación cuya mira estuviera puesta en mí. Debía utilizarme a mí misma tan solo para arrojar luz sobre el argumento, para desarrollar el análisis, hacer avanzar la historia. Mi percepción de la situación me parecía fiel y la consciencia de mí misma, la justa. La reportera de confianza que habitaba en mí avalaría a la narradora fidedigna.
Cierto día una editora me abordó con una idea que me tocó una fibra reactiva. Yo le había confiado el relato de la amistad íntima que había trabado con un egipcio cuya infancia en El Cairo guardaba un