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Demon Copperhead
Demon Copperhead
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Libro electrónico817 páginas12 horas

Demon Copperhead

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Ambientada en las montañas del sur de los Apalaches, Demon Copperhead es la historia de un muchacho nacido de una madre soltera adolescente en una caravana, sin más patrimonio que el buen aspecto y el pelo cobrizo de su difunto padre, un ingenio cáustico y un feroz talento para la supervivencia. Relatado con su propia voz, Demon se enfrenta a los peligros modernos de los hogares de acogida, el trabajo infantil, las escuelas en ruinas, el éxito deportivo, la adicción, los amores desastrosos y las pérdidas aplastantes. A través de todo ello, se enfrenta a su propia invisibilidad en una cultura popular en la que incluso los superhéroes han abandonado a los pueblos rurales en favor de las ciudades.

Hace muchas generaciones, Charles Dickens escribió David Copperfield a partir de su experiencia como superviviente de la pobreza institucional y sus daños en los niños de su sociedad. Esos problemas aún no se han resuelto en la nuestra. Dickens no es un requisito indispensable para los lectores de esta novela, pero le sirvió de inspiración. Al trasladar una novela épica victoriana al Sur de Estados Unidos contemporáneo, Barbara Kingsolver recurre a la ira y la compasión de Dickens y, sobre todo, a su fe en el poder transformador de una buena historia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 nov 2023
ISBN9788419552679
Demon Copperhead
Autor

Joy Harjo

Barbara Kingsolver was born in 1955 and grew up in rural Kentucky. She earned degrees in biology from DePauw University and the University of Arizona, and has worked as a freelance writer and author since 1985. At various times she has lived in England, France, and the Canary Islands, and has worked in Europe, Africa, Asia, Mexico, and South America. She spent two decades in Tucson, Arizona, before moving to southwestern Virginia where she currently resides. Her books, in order of publication, are: The Bean Trees (1988), Homeland (1989), Holding the Line: Women in the Great Arizona Mine Strike (1989), Animal Dreams (1990), Another America (1992), Pigs in Heaven (1993), High Tide in Tucson (1995), The Poisonwood Bible (1998), Prodigal Summer (2000), Small Wonder (2002), Last Stand: America’s Virgin Lands, with photographer Annie Griffiths (2002), Animal, Vegetable, Miracle: A Year of Food Life (2007), The Lacuna (2009), Flight Behavior (2012), Unsheltered (2018), How To Fly (In 10,000 Easy Lessons) (2020), Demon Copperhead (2022), and coauthored with Lily Kingsolver, Coyote's Wild Home (2023). She served as editor for Best American Short Stories 2001.  Kingsolver was named one the most important writers of the 20th Century by Writers Digest, and in 2023 won a Pulitzer Prize for her novel Demon Copperhead. In 2000 she received the National Humanities Medal, our country’s highest honor for service through the arts. Her books have been translated into more than thirty languages and have been adopted into the core curriculum in high schools and colleges throughout the nation. Critical acclaim for her work includes multiple awards from the American Booksellers Association and the American Library Association, a James Beard award, two-time Oprah Book Club selection, and the national book award of South Africa, among others. She was awarded Britain's prestigious Women's Prize for Fiction (formerly the Orange Prize) for both Demon Copperhead and The Lacuna, making Kingsolver the first author in the history of the prize to win it twice. In 2011, Kingsolver was awarded the Dayton Literary Peace Prize for the body of her work. She is a member of the American Academy of Arts and Letters. She has two daughters, Camille (born in 1987) and Lily (1996). She and her husband, Steven Hopp, live on a farm in southern Appalachia where they raise an extensive vegetable garden and Icelandic sheep. 

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    Demon Copperhead - Joy Harjo

    1

    Primero de todo, me las tuve que apañar para nacer. La generosa concurrencia que asistió siempre me lo ha reconocido: la peor parte del trabajo recayó en mí, mientras que mi madre digamos que no estaba por la labor.

    Cualquier otro día, los vecinos, en estado de alerta, la habrían visto armando jaleo en el porche de su caravana. Durante el final del verano y el otoño, con el aire oliendo a aliento de perro, bastaba mirar en dirección a las montañas para divisarla, pequeñita y de pelo rubio oxigenado, fumando sus Pall Malls y agarrada a la barandilla, allá en lo alto, como si fuera la capitana de un barco al que probablemente le había llegado la hora de hundirse. Hablamos de una chica de dieciocho años, sola en el mundo y embarazada a más no poder. El día que no se dejó ver por allí, le tocó a Nance Peggot ir a aporrear su puerta, entrar por la fuerza y encontrársela inconsciente en el suelo del baño, rodeada de porquería y conmigo ya saliendo. Un rehén escurridizo y del color del pescado que se rebozaba en la gravilla de las baldosas de vinilo, reptando y forcejeando, porque seguía en el interior del saco en el que flotan los bebés antes de la vida real.

    El señor Peggot aguardaba fuera, de brazos cruzados en su camioneta, impaciente por llegar a la misa vespertina, probablemente pensando en todo el tiempo que había malgastado en su vida esperando a mujeres. Su esposa le debía de haber dicho que todo ese Jesucristo podía esperar un minuto, que antes tenía que comprobar si la chiquita embarazada había vuelto a darle fuerte a la botella. La señora Peggot no era de las que se andan con rodeos y, en caso de necesidad, le diría a Jesucristo que fuera paciente y se lo tomara con calma. Salió disparada de la caravana, gritándole que llamara a una ambulancia porque en el baño había una pobre criatura intentando salir a golpes de una bolsa.

    Como un diminuto boxeador azulado. Esas son las palabras que utilizaría más adelante, sin mostrar reparo alguno, a la hora de referirse al peor día de la vida de mi madre. Si esa es la impresión que causé entre los primeros que posaron sus ojos en mí, pues vale. Para mí significa que tenía madera de luchador. Muy improbable, lo sé. Si una madre yace sobre sus propios orines rodeada de frascos de pastillas mientras le dan cachetes al niño que ha expulsado pidiéndole que dé señales de vida, lo más plausible es que ese cabrón esté condenado. El hijo de una yonqui es un yonqui. Crecerá hasta convertirse en el tipo de persona que no quieres ver ni de lejos, con los dientes podridos y la mirada perdida, la molestia de tener que esconder las herramientas en el garaje para que no desaparezcan, la deuda del típico motel escondido que se paga por semanas. Si ese chaval quisiera aspirar a cosas más refinadas, debería habérselas apañado para que lo entregaran a una madre rica o inteligente o cristiana o no adicta. Todos sabemos que desde el momento en el que venimos a este mundo estamos marcados, para bien o para mal.

    A mí me han obsesionado los superhéroes y sus misiones de rescate desde que tengo uso de razón. Pero ¿había alguien con una misión en este universo de caravanas? ¿O habrían abandonado todos Smallville en busca de algo de acción? Salvar o ser salvado, he aquí una cuestión de peso. Uno quiere creer que hasta la última página no está todo perdido.

    Todo esto ocurría un miércoles, que se supone que es el peor día de la semana. El de la mala suerte y todo eso. A eso se le suma lo de salir estando todavía dentro de la bolsa del feto. Según la señora Peggot, hay algo afortunado en el hecho de nacer embolsado: la promesa de Dios de que jamás te ahogarás. Específicamente. Puedes morir de una sobredosis, o acabar carbonizado con las manos al volante o, ya puestos, volarte los sesos. Pero el único lugar en el que seguro no exhalarás tu último aliento es bajo el agua. Gracias, Jesucristo.

    No sé si guarda alguna relación con esto, pero a mí el océano siempre me ha atraído. Los niños suelen obsesionarse con los nombres de las distintas especies de dinosaurios o lo que sea que les guste. A mí me dio por las ballenas y los tiburones. Incluso ahora es posible que piense más que el resto en el agua, en flotar en ella, en el color azul simplemente y en el modo en el que para los peces ese azul lo es todo. El aire y el ruido y la gente, con nuestras estupideces frenéticas y graves, quedan reducidos a una molestia menor, si es que llega a eso.

    El caso es que nunca he visto el mar, salvo en fotos o en los fondos de pantalla de los ordenadores de la biblioteca, en forma de olas que se retraen y desbordan de un modo hipnótico. ¿Qué sabré yo sobre el océano si mis pies ni siquiera han tocado su barba de arena para mirarlo de frente? Todavía estoy esperando encontrarme con la única gran cosa que sé que no me tragará vivo.

    Nuestra caravana se levantaba en el corazón mortecino de Lee County, entre el campamento minero de Ruelynn y un asentamiento al que llamaban Right Poor¹, en la cima de una carretera encajada entre dos montañas muy empinadas. Malgasté más horas en esos bosques de las que nadie estaría dispuesto a contar, en compañía de un chaval llamado Maggot, vadeando el arroyo, levantando rocas y jugando a sentirnos poderosos. Aunque adoptaba muchas identidades, prefería sin duda ser un héroe de Marvel que uno de DC, con Lobezno a la cabeza. Maggot solía decantarse por Tormenta, que es una chica. (Con poderes excelentes y mutante, pero aun así…). Maggot era el diminutivo de Matt Peggot, pariente, claro está, de la señora que gritaba en mi fiesta de llegada al mundo, su abuela. Ella fue la responsable de que Maggot y yo viviéramos puerta con puerta durante un tiempo y acabáramos asilvestrándonos juntos. Antes, sin embargo, él tuvo que nacer, cosa que hizo poco antes que yo, y ser endilgado a su abuela mientras su madre se tomaba unas buenas vacaciones en la prisión para mujeres de Goochland. Con esto ya habría suficiente material para joderle la vida a un crío, pero es un proyecto que aún continúa en marcha.

    El lugar en el que vivíamos era conocido por estar repleto de serpientes cabeza de cobre.² La gente cree saber muchas cosas. Esto es lo que yo sé. Durante los años que me pasé trepando por las rocas, por todos esos lugares donde a una serpiente le gusta estar, no vimos ni una cabeza de cobre. Serpientes sí, todo el tiempo. Pero hay muchos tipos de serpientes. Por ejemplo, está la llamada «demonio de agua», muy común, con lunares, fácil de cabrear y que ataca con rapidez si te despistas, aunque su mordedura no llega al nivel de la de un perro o a la picadura de una avispa. Cuando una serpiente de agua te alcanza, sueltas por la boca todos los tacos que llevas encerrados en la cabeza. A continuación, te limpias la sangre, recoges tu bastón y prosigues la marcha en modo superadaptoide, descargando tu rabia contra el puto suelo musgoso. Por el contrario, si te alcanza una cabeza de cobre, ya puedes decirles adiós a tus planes para ese día, y quizás a la parte de tu mano o de tu pie donde te haya mordido, y sanseacabó. Así que es muy importante estudiarlas con detenimiento.

    Si lo haces, aprenderás a distinguir las unas de las otras. Nadie confunde a un perro pastor con un beagle, o una Whopper con una Big Mac. Quiero decir que los perros importan, y las hamburguesas importan, pero es que una serpiente es una puta serpiente. Cada vez que leían nuestra dirección en los cupones de alimentos, las cajeras del colmado nos decían que nuestra cañada estaba llena de cabezas de cobre. Lo mismo me decía la conductora del autobús escolar, día sí, día también, al cerrar la puerta a mis espaldas, como si la estampara contra sus puntiagudas caras de serpiente. A la gente le encanta creer en el peligro, siempre que seas tú el perjudicado y ellos los que digan que Dios te ampare.

    Pasarían muchos años hasta que yo entendiera los verdaderos motivos de tanta compasión, y las serpientes no eran lo único que había tras ella. Una de las «malas decisiones» de mamá, tal y como empezó a llamarlas en sus períodos de rehabilitación —y creedme si os digo que hubo muchos— fue un tipo llamado Copperhead.³ En teoría tenía la piel oscura y los ojos verde claro de un melungeon⁴, y una cabellera pelirroja bastante llamativa. Mi madre me decía que llevaba el pelo largo y reluciente, pero, sin duda, lo suyo era un caso perdido. Tenía un tatuaje de una serpiente enroscada en el brazo derecho, donde le habían mordido dos veces. La primera fue de niño, en la iglesia, mientras intentaba demostrar su hombría delante de su familia, experta en el manejo de serpientes.⁵ La segunda ocurrió más adelante, y bien lejos de la mirada de Dios. Mi madre decía que no necesitaba el tatuaje como recordatorio, que ese brazo fue empeorando hasta el final de sus días. Murió el verano antes de que yo naciera.

    Mi desastrosa llegada al mundo cogió con el pie cambiado a cuantos se movilizaron para llamar a la ambulancia y poner en marcha el circo de tres pistas que son los Servicios Sociales. Pero dudo que a nadie le cogiera con el pie cambiado verme crecer con estos ojos y este pelo. Ya puestos, podría haber nacido también con el tatuaje estampado.

    Mi madre tenía su propia versión del día en el que nací, que jamás me creí, teniendo en cuenta que ella estuvo inconsciente durante todo el evento. En tanto que recién nacido, con el añadido de estar aún dentro de una bolsa, tampoco es que yo fuera un testigo directo, pero conocía la versión de la señora Peggot. Basta con haber pasado un día en su compañía y en la de mi madre para saber cuál de las dos apuestas es la ganadora.

    La versión de mi madre era la siguiente. El día en el que nací, la madre del padre de su retoño se presentó sin avisar. No era alguien a quien mi madre hubiera conocido con anterioridad, ni a quien hubiese querido conocer, después de lo que había oído acerca de aquella familia. «Baptistas con mano para las serpientes» ni siquiera comenzaba a describirla. Se decía que eran individuos acostumbrados a darse palizas los unos a los otros, los maridos a sus esposas con el cinturón y las madres a su prole con el primer objeto que tuviesen a mano, sin descartar la Sagrada Biblia. Aquí sí que di crédito a la palabra de mi madre, porque a uno sí que le llegan historias de este calibre, sobre tipos a los que Dios, igual que les otorga el poder divino de caminar entre serpientes, les da el de repartir hostias. Bueno, si esto te sorprende, quizá también pienses que no hay forma de encontrar alcohol en los condados que lo han prohibido. En el sudoeste de Virginia se ve de todo.

    En teoría mi madre ya se retorcía de dolor cuando apareció aquella señora. Lo de dar a luz ese día la había pillado desprevenida. Con la idea de amortiguar la situación, comenzó a darle a la botella de Seagram’s antes del mediodía, acompañándola de suficientes rayas como para mantenerse despierta y seguir bebiendo, y lo remató con un poco de Vicodin cuando ya iba muy pasada de vueltas. Al levantar la vista, se topó con la cara de una desconocida pegada con tanta fuerza a la ventana del baño que su boca parecía un ojete. (La elección de palabras es de mi madre, con la imagen tú haz lo que te parezca). La señora dio la vuelta a la caravana para acceder por la puerta delantera y cargó contra mi madre con todo su arsenal sobre el infierno y la condenación. ¿Qué le estaba haciendo a ese inocente corderito que el Todopoderoso había puesto en su vientre? Ella estaba allí para rescatar de ese antro de perdición al único heredero de su difunto hijo y educarlo en la decencia.

    Mamá siempre juró que aquel fue un tren que perdí por los pelos: verme arrastrado a unirme a una prole de salvajes y fanáticos religiosos en Abrirse de Nalgas (Tennessee). Lo del nombre del sitio es cosecha propia. Mamá se negó en redondo a hablarme de mi familia paterna, ni siquiera me contó qué mató a mi padre. Solo me dijo que fue un accidente que tuvo lugar en un sitio que yo nunca debía pisar y que llevaba por nombre la Bañera del Diablo. Evitar que ciertos secretos lleguen a oídos jóvenes solo consigue plantar semillas entre ellos, y en mi caso esas semillas crecieron dentro de mi cabeza hasta transformarse en muertes mucho más horripilantes de las que podía llegar a ver en la televisión. Hasta el punto de que las bañeras me aterrorizaban; por suerte nosotros no teníamos. Los Peggot sí, y ni me acercaba. Pero mi madre se mantuvo firme. Lo único que me contó de la matriarca Copperhead fue que era una vieja arpía de pelo blanco llamada Betsy. Me sentí decepcionado, porque como mínimo esperaba a una viuda negra con una flipante melena pelirroja. En cualquier caso, esta era la única pariente de mi padre con la que podíamos cruzarnos. Cuando tu padre ficha para salir del juego antes de que tú fiches para entrar, puede que acabes dedicando demasiado tiempo de tu vida a contemplar ese agujero negro.

    Pero mamá ya lo había contemplado lo suficiente. Temía perder la custodia y se esforzó al máximo en rehabilitarse. Yo salí y mamá entró para darlo todo. A lo largo de los años, lo dio y lo volvió a dar hasta convertirse en lo que llaman «una experta en rehabilitación». El fruto de haberlo hecho tantas veces.

    Entenderéis la confusión que la versión de mamá vertió sobre todo al asunto. Una señora se presenta (o no), me ofrece un hogar mejor (o no) y se marcha después de haber recibido una avalancha de jugosas palabrotas (conociendo a mamá) que le debieron de perforar los tímpanos. ¿Se inventó mi madre esta versión para marear la perdiz? ¿Acaso le sonaba cierto en su cerebro espachurrado? En cualquier caso, fue muy clara respecto al hecho de que la señora acudió a rescatar a una niña. No a mí. Si este era el cuento de hadas inventado por mi madre, ¿por qué una niña? ¿Era eso lo que de verdad quería, un paquetito rosa que la obligara a poner orden en su vida? ¿Como si a mí no pudiera romperme?

    Por otra parte, un pequeño detalle es que en esta historia mamá jamás pronunció el nombre de mi padre. La mujer era la «bruja Woodall», lo que significaba que ese era su apellido, pero no mencionó al hombre que la metió en el lío del bebé. Más adelante sí que encontraría muchas oportunidades de referirse a él, a partir del segundo pack de cervezas, cuando llegaba el turno de hablar del amor y todo eso. Las aventuras de él y ella. Pero en lo que concierne al relato de mi existencia, él solo era la mala elección.

    2

    Mi intención aquí es explicar en orden cronológico todo lo que ocurrió, a excepción de las lagunas propias de un joven noqueado por la marihuana, unir algunos puntos como es debido. Pero hostia, es que ser un crío es terrible, no controlas nada. Si logras superarlo y crecer, lo más fácil es olvidar las miserias y fingir que has sabido lo que hacías en todo momento. Eso siempre que hayas acabado en un lugar que te haga feliz. Si ese no es el caso, lo mejor es olvidar todo el asunto y santas pascuas. Hay una tercera opción, la mía. Sin orgullo, sin olvido. Una opción nada fácil.

    Recuerdo que siempre prefería observar las cosas a hablar sobre ellas. Sí que me hacía preguntas. El problema era la gente. Se pensaban que los niños no son seres humanos hechos y derechos como para merecer respuestas directas. Un ejemplo. Nuestros vecinos, los Peggot, tenían en su patio una pajarera colgada en un poste que no era más que una masa informe de calabazas en las que habían perforado agujeros para que sirvieran de puertas a los pájaros. Era la versión avícola de esas caravanas expandidas que ves por ahí, resultado de que una pareja forme una familia y nadie, ni los hijos ni los nietos, se largue jamás. Se limitan a ir añadiendo unidades móviles sobre bloques, manteniéndose como una gran familia, con los porches llenos de trastos y una bandera raída sobre la caravana original. Una Nación de Subempleados. La pajarera de los Peggot era eso, una caravana avícola jodidamente abarrotada. Pero en ella no vivió ni un solo pájaro, nunca. Había montones de nidos en los árboles de la parte trasera de la casa, o construidos en lugares escogidos al azar, como bajo el capó de la camioneta del señor Peggot. ¿Por qué no se instalaban en una casa ya levantada y gratuita? El señor Peggot decía que los pájaros eran como las personas, que les gusta vivir a su manera. Aseguraba conocer viviendas protegidas que no salían mucho más caras que una pajarera y que no por ello resultaban menos impopulares.

    Vale, pero ¿por qué dejarla ahí cogiendo moho? Maggot me contó que la había fabricado Humvee en un taller escolar. Humvee era uno de los tíos de Maggot y la última vez que se lo vio cerca de una escuela fue por la época de los Bee Gees o de Elvis. Ahora estábamos en los noventa. Los Peggot mantuvieron esa pajarera destrozada sobre el poste durante años. ¿Para recordar a su hijo Humvee? No me lo trago. Los Peggot tenían siete hijos; los que vivían más lejos estaban en Oscala, Florida, y los que se habían quedado más cerca estaban a kilómetro y medio. Incontables primos deambulaban por esa ca­sa, como manadas de animales medio arruinados con derecho a rancho. Todos los miembros de la familia recibían conversación o eran objeto de una a diario, con dos excepciones: la madre de Maggot y Hum­vee. Por motivos de los que no se hablaba, una cumplía condena en Gooch­land y el otro estaba muerto.

    Además de la pajarera sin pájaros, tenían una perrera sin perros. El señor Peggot crio perros de caza hasta que pudo, como el resto de viejos a los que conocíamos, mientras los pulmones aún le daban de sí y los perros disponían de zorros y osos a los que perseguir entre los árboles. En otoño nos llevaba al bosque en busca de ginseng o sasafrás porque son cosas que no se van corriendo. Pero la idea era simplemente disfrutar del aire libre. Él reconocía el canto de los pájaros como otros identifican las voces en la radio. Cuando crecimos lo suficiente para manejar un rifle, a los nueve o diez años, nos enseñó a colgar el cadáver de un ciervo en las ramas del árbol que quedaba por encima de la carretera para destriparlo, haciendo que la maraña de entrañas humeantes cayera a tierra. La señora Peggot cocinaba venado asado en la olla. No sabes lo que es comer bien si no has probado eso.

    La perrera vacía se levantaba entre nuestra caravana y la casa de los Peggot. Maggot y yo extendíamos una lona encima para dormir al raso, sobre todo si nos habíamos quedado sin poder ver la televisión por culpa de algún árbol caído sobre las líneas eléctricas. Un verano nos tiramos como un mes así después de que lanzara sin querer la pistola con la que jugábamos al Duck Hunt en la Nintendo y me cargara la pantalla. Maggot asumió la culpa para evitar que me mandaran para casa y me despellejaran. Y la señora Peggot fingió creerlo pese a haberlo oído todo. Probablemente todo el mundo ha tenido uno de esos momentos dulces en la vida en el que todo va a salir bien gracias a contar con gente que te cubre las espaldas, para acabar desperdiciándolo por una estupidez como un televisor roto que te hace perder los estribos.

    El hogar de los Peggot se levantaba en la cima de la carretera y estaba rodeado de bosque. Durante un tiempo tuvieron pollos, incluyendo a un gallo con pinta de asesino en serie que me provocaba pesadillas. Pero no eran granjeros en sentido estricto. Tampoco iban mucho a la iglesia, aunque eran ellos quienes me llevaban. Mamá odiaba a la Iglesia por culpa de lo intensas que se ponían allí algunas de sus familias de acogida, pero a mí no me importaba ir. Me gustaba observar a las mujeres del coro, y podías echarte la siesta el resto del tiempo. También estaba todo eso de ser amado de forma automática, de tener a Jesús de tu lado. Pero algunas de las historias de la Biblia sí que me afectaban, eso sin duda. La movida de Lázaro llegó a perturbarme, imaginando que mi padre podía volver y que tendría que salir a encontrarlo. La señora Peggot le dijo a mi madre que yo debería visitar la tumba de mi padre en Tennessee, lo que provocó una fuerte discusión. Maggot me tranquilizó, explicándome que las historias bíblicas pertenecían a la misma categoría que las de los cómics de superhéroes. No debía confundirlas con la vida real.

    De niño uno acepta que existen diferentes mundos con diferentes reglas, incluso entre unos hogares y otros. El de los Peggot era de esos en los que cada cosa iba en el lugar donde le correspondía. Cuando la señora Peggot llegaba a casa con las bolsas de la compra, todo se guardaba de inmediato en la nevera. A Maggot y a mí se nos acababa lo de desplegar nuestra Tercera Guerra Mundial particular en el salón, y los Legos y demás trastos debían ser recogidos antes de que pudiéramos salir; si no, se armaba un pitote. No ocurría lo mismo en mi casa, donde la leche parecía tener vida propia y se quedaba sobre el mármol hasta agriarse. Mamá me decía que, de no haberla tenido sobre los hombros, habría perdido la cabeza, y no le faltaba razón. La tarjeta identificativa del trabajo, detrás del váter; el kit de maquillaje, junto al fregadero de la cocina; el bolso, debajo de una silla del porche. Los zapatos, vete tú a saber. Así era mi madre. Yo procuraba tener ordenadas las cosas de mi habitación, sobre todo mis muñecos y los cuadernos en los que dibujaba. Una vez le pregunté a mi madre cómo debía hacerme la cama para que quedara tan lisa como las que veía por televisión y le pareció desternillante.

    Los niños deambulábamos por todas partes, a veces llegando hasta las viejas minas de carbón, con sus casas alineadas como en el Monopoly, aunque a estas alturas ya no son todas idénticas por culpa del vandalismo y de las diferentes maneras en las que un tejado puede llegar a hundirse. Jugábamos a coronar la cima sobre vagonetas y regresábamos a casa con los párpados blancos y los rostros llenos de hollín, a semejanza de los viejos mineros que habíamos visto en álbumes de fotos. O matábamos el tiempo en los arroyos. No en el innombrable de la Bañera del Diablo, que a mamá le ponía los pelos de punta, y que, de todos modos, quedaba por Scott County. El mejor lugar sin duda era el pequeño ramal que discurría detrás de nuestras casas, perfecto para que un chaval se volviera invisible. Agua indómita fluyendo bajo un montón de rocas. Y, por debajo del agua, una especie de barro que te hacía sentir afortunado: con olor a hierbas, denso y de un color que te invitaba a comértelo. Se llamaba el Ramal de los Peggot, pues eran ellos quienes llevaban más tiempo viviendo en la zona. Su casa, construida por un antiguo Peggot, había sido la primera en asomar por ahí, una granja enorme en la que araban con la ayuda de las mulas para sembrar tabaco. O al menos eso contaba la señora Peggot. Las mulas eran la única forma posible de cultivar unos terrenos tan empinados. De usar un tractor, acabarías volcándolo y matándote.

    La caravana en la que vivíamos mamá y yo era técnicamente de los Peggot, pues había pertenecido a June, una tía de Maggot, antes de que se mudara a Knoxville. Mamá se la alquilaba a los Peggot, lo que seguramente explica que la vigilaran y la ayudaran, como si fuera una jugadora reserva que hubiera abandonado el banquillo después de que la titular optara por dejarlo. Maggot me dijo que June seguía siendo el ojito derecho de la familia, incluso después de sacarse el título de enfermera y largarse. No es moco de pavo. La mayoría de las familias estarían más dispuestas a perdonarte si fueses a prisión que si abandonaras Lee County.

    Para dejar las cosas claras, mamá y yo no éramos parientes suyos, así que no hablamos de una de esas familias que van apilando caravanas. Esos lugares tan cutres salen con más frecuencia en los realities televisivos que en la realidad, supongo que por la misma razón por la que a la gente le gusta ver cabezas de cobre donde no las hay. Los Peg­got solo tenían su casa y una extensión unifamiliar de dimensiones generosas. Otras nueve o diez familias, con las que tampoco teníamos relación de parentesco, tenían sus hogares repartidos por nuestra carretera, todos en buen estado de conservación.

    Pero los Peggot conformaban una horda escandalosa, qué duda cabe. Yo le envidiaba a Maggot la abundancia de primos que él daba por sentado. Incluso las primas mayores y buenorras, que estaban todo el día: «Oooh, Matty, ¡mataría por tener tus pestañas! ¡Es injusto que Dios haya malgastado una cara tan bonita en un niño!». Y que luego chillaban porque Maggot intentaba darles pellizcos en los brazos, a ellas, unas cheerleaders musculosas que la verdad es que podían machacarlo cuando se les antojara. Imposible que lo temieran. No era más que una costumbre que tenían; ellas soltaban sus gilicomentarios de chicas y él fingía que lo odiaba.

    Y yo pensaba, ¿en serio, tío? Sí, ya pillo que «bonita» es una de esas palabras que los chicos deben tratar como a una gonorrea amenazándole las pelotas. La cuestión de la hombría, tratándose de Maggot, era un asunto delicado, por decirlo suavemente. Pero todo esto ocurría cuando no había nadie delante que pudiera juzgarlo, solo sus primas. Y yo, el capullo sin primos que habría pagado porque una chica se metiera así conmigo y pudiera tenerla medio encima durante una melé después de que todo el mundo se hubiera acomodado en el suelo del salón para ver Walker, Texas Ranger. Yo, el capullo sentado solo en el sofá que mira a su amigo en la base de esa melé y piensa: «Colega, ¿quién puede odiar sentirse adorado?».

    He estado diciendo «que si la señora Peggot esto, que si la señora Peggot lo otro», y así voy a seguir llamándola. Porque la verdad resulta embarazosa. En realidad la llamaba «abuelita». Maggot lo hacía, y yo también. Sabía que sus primos no eran mis primos y que el señor Peggot, al que llamaba Peg, como todo el mundo, no era mi abuelo. Pero sí pensaba que todos los niños tenían una abuela, igual que tenían una trabajadora social, almuerzo gratis en el colegio y esas latas de alubias que te daban en una bolsa para que te las llevaras a casa el fin de semana. En plan paga. ¿Dónde iba a conseguir una abuela si no? A través de mamá, la niña de acogida-huérfana-fugitiva escolar, imposible. Y de la madre del Padre Fantasma ya hemos hablado. Así que no me quedaba otra que compartirla con Maggot. Y la señora Peggot parecía aceptarlo de buen grado. Aparte de que mi lugar oficial para dormir fuera la casa de mamá y de que Maggot dispusiera de su propia habitación en la planta superior de la casa de los Peggot, ella no hacía distinciones: nos daba los mismos pastelitos de la marca Hostess, nos confeccionaba las mismas camisas tejanas con flecos en las mangas, nos atizaba el mismo capón con los nudillos en la espalda si soltábamos tacos o no nos quitábamos la gorra de béisbol al sentarnos a la mesa. No hace falta decir que nunca nos pegaba fuerte. Pero menudas broncas que nos soltaba, Dios. Si mirabas a aquella mujer diminuta con aspecto de abuelita, el pelo blanco, vaqueros anchos y sandalias planas y amarillas, seguro que pensabas: «Esta no me va a plantar cara». Pobre iluso. Como robaras, faltaras al respeto a quienes eran más importantes que tú, le rompieras las tomateras o te pillara inhalando su laca de una bolsa de papel, te metía una bronca que se te caía el pelo.

    Era la única que seguía llamándome por mi verdadero nombre. Ya nadie lo hacía, ni siquiera mi madre. No fue hasta mucho después, cuando ya estaba en la veintena, que descubrí que en otros lugares la gente se queda con sus nombres originales. ¿Quién iba a saberlo? Quiero decir, Snoop Dog, Nas, Scarface… ninguno de estos nombres era el que les habían puesto sus madres. Di por sentado que en todos sitios pasaba lo mismo que en nuestro hogar, Lee County, donde la mayoría de gente recibe motes. Shorty,⁶ Grub⁷ o Checkout.⁸ Cabe imaginar que Humvee, por el vehículo militar, no fue Humvee de buen principio. El señor Peggot se convirtió en Peg, que significa «patapalo», después de que una de esas perforadoras que usan en las minas de carbón le machacara un pie. Te ponen un nombre y tú corres hacia él igual que un perro, hasta que un día te mueres y apareces citado en el periódico junto a tu nombre oficial, que ya nadie recuerda. Leer las páginas de obituarios me ha hecho pensar en lo desafortunados que son la mayoría de estos nombres. ¿Quién quiere morir como un viejo Stubby?⁹ Pero mientras dura la vida no tiene la menor importancia, puedes comprarle una cerveza a tu mejor amigo Maggot¹⁰ sin que ninguno de los dos le dedique un segundo de sus pensamientos.

    De modo que no fue raro que la señora Peggot conservara mi nombre de nacimiento cuando para el resto ya era historia. Damon. De apellido Fields, igual que mi madre. Al rellenar los formularios del hospital, tras ese parto lleno de acción, está claro que tenía sus motivos para no vincularme con mi padre. Después de todo lo que ahora sé, no me cabe la menor duda. Aún faltaba para que me pareciera a él, y para que me creciera el pelo. Además, dado que por aquel entonces el aspecto de mamá seguía siendo su punto fuerte y las palabras «mala decisión» no habían entrado aún en su vocabulario, quizás existieran otros candidatos. Aunque ninguno lo suficientemente caballeroso como para firmar con su nombre en el registro. O para llevarla a casa desde el hospital. Esta tarea, como la mayoría de las que implicaron algún gesto de caballerosidad en la vida de mamá, recayó sobre el señor Peg. Si a él le pareció bien o no, es otra cuestión.

    En lo que respecta a Damon, fue cosa suya escoger un nombre propio de un cantante finolis de una boy band. ¿Acaso pensó que la gente tardaría menos en cambiarlo por Demon¹¹ que ella en destetarme? Mucho antes de llegar a la edad escolar, yo ya había oído de todo. Demonio Gritón, Demonio del Semen. Pero una vez me creció ese pelo que recordaba a hilos de cobre y desarrollé una cierta actitud, comencé a oír «Pequeño Copperhead» o «Pequeño Cabeza de Cobre». Todo el rato. Y, a ver, ningún chaval de sangre caliente quiere ser «pequeño» nada. Un consejo para todos aquellos que piensen llamar a su hijo Júnior: ir por la vida como un minitú será tan excitante como encontrarte lefa seca en la alfombra.

    Pero tener un Padre Fantasma famoso pone las cosas bajo otra perspectiva, y no puedo decir que me molestara llamar la atención por eso. Más o menos por aquella época, Maggot comenzó con sus experimentos de hurto menor, y a mí empezaban a conocerme como Demonio Copperhead. Fuerza no le faltaba, para qué negarlo.

    3

    Desde el día en el que Murrel Stone subió las escaleras de nuestra caravana al son de las cadenas de sus botas Harley Davidson, mamá se puso en plan «es un buen tipo». «Le caes bien y él a ti». Captado, ya sabía a qué atenerme.

    Se hacía llamar Stoner, y mi madre era todo oídos cuando él le decía cosas bonitas. A estas alturas, llevaba sobria el tiempo suficiente como para haber conservado su empleo en Walmart durante varios cambios de stock según la temporada: disfraces de Halloween, chorradas de Papá Noel, dulces de Semana Santa, sillas plegables para el jardín. Pagaba el alquiler puntualmente y guardaba fichas de sobriedad en un cajón, y algunas noches, ya muy tarde, las sacaba para contemplarlas, como un dragón sentado sobre un tesoro. De todo esto sí me acuerdo. Mamá llegando a casa del trabajo, poniéndose sus vaqueros rotos, abriendo una lata de refresco, sentándose en el porche con un cigarrillo en la boca y los pies sobre la barandilla, y estirando las piernas al máximo para obtener la versión gratuita de su bronceado, mientras nos gritaba a Maggot y a mí que tuviéramos cuidado de no sacarnos un ojo por correr con palos. En otras palabras: una vida maravillosa.

    Lo que no recuerdo es lo que no podía saber: ¿cómo se siente uno entrando en la edad permitida para tomar alcohol cuando ya lleva tres años acudiendo a Alcohólicos Anónimos? ¿Cómo de jodido es tener un hijo en el colegio y una larga relación con el pasillo de los artículos de fiesta de Walmart mientras tus antiguos amigos siguen yendo por ahí a drogarse o emborracharse, o contraen matrimonio, a ser posible alcanzando una combinación ideal de las tres cosas? Mi madre solo tenía a mano personas de mediana edad, por lo menos en la treintena: compañeros de sobriedad y compañeras de Walmart que le decían «Que tengas un día magnífico, cariño» antes de volver a casa con sus maridos, sus cubos de pollo frito y su Jeopardy! Para entonces, después de mi nacimiento, mi madre ya había probado sin éxito con varios novios, que la habían dejado porque (a) la hacían recaer en la bebida y la castigaban por su maternidad, o (b) pensaban que no era una persona divertida.

    Y en estas apareció Stoner, asegurando que él sí sabía respetar a una mujer limpia de alcohol. Su aspecto parecía el de Don Limpio; la cabeza como una bola de billar, grandes bíceps, orejas con dilataciones en vez de llenas de pendientes. Mamá decía que podría dejarse crecer el pelo, pero que le gustaba afeitarse la cabeza. En su mente, un tipo cachas y calvo con un chaleco tejano sobre su torso desnudo era el no va más de la masculinidad. Si os sorprende que una madre le hable sobre lo que le parece sexi a un hijo que aún debe aprender a no hurgarse la nariz es que jamás habéis conocido la soledad extrema. Mamá me encendía un cigarrillo —mentolado, por supuesto, su idea de la versión infantil del tabaco— y teníamos nuestras charlas. A mí me parecía que fumar con mamá mientras discutíamos acerca de los diversos aspectos que convierten a un hombre en un semental era señal de un profundo respeto. De modo que aprendí algunas cosas sobre el tema: una cabeza afeitada con apenas una sombra de barba era algo mortalmente sexi. Pero llegó un momento en el que Stoner perdió fuelle en lo que respecta a afeitarse y acabó con una barba poblada, la más grande y oscura que puedes encontrar fuera de las páginas de los cómics protagonizados por Vándalo Salvaje.

    Una de las poderosas divinidades de ahí arriba ha infestado la tierra de desgracias desde la noche de los tiempos. Y alguien fabrica un espray Don Limpio Como Una Patena que promete acabar con el moho de tu andrajosa cortina de ducha hasta dejarla como nueva. Según mamá, Stoner era lo segundo.

    Al llegar a casa del trabajo, comenzó a ponerse maquillaje en vez de a quitárselo, por si él aparecía. Y él lo hacía, dedicándose a repartir cumplidos. Que si mamá era preciosa, que si su belleza lo estaba matando, que si era más bonita que ninguna. A mí me llamaba «Su Majestad». ¿Qué significaba esto para un chaval que había podido ir creciendo gracias a saber falsificar la firma de su madre en los formularios para solicitar comida gratis? Stoner decía que mi problema era que me había acostumbrado a ser el niño de mamá. Si me pillaba con la cabeza apoyada en el regazo de mi madre mientras veíamos la televisión, decía: «Ah, mira. El pequeño rey está en su trono».

    Pero Stoner tenía una camioneta Ford último modelo y una Harley FXSTSB Bad Boy, ambas sin pagos pendientes, y resultaba difícil darle la espalda a esa faceta suya. Cuando apoyaba aquella motaza sobre el caballete y entraba en casa a ver a mamá, Maggot y yo aparecíamos en escena, dedicando la siguiente hora a tocarla, a mirar nuestras estúpidas caras reflejadas en su carrocería, a desafiarnos a montar en ella. Del todo convencidos de que, si Stoner salía en ese momento, nos esperaba la silla eléctrica.

    De modo que el día en el que se presentó haciendo rugir el motor y me preguntó si quería ir con él a dar una vuelta, solo hasta la autopista y volver, ¡Dios! ¿Cómo no iba a querer? Maggot me miró en plan «tío, qué suerte tienen algunos». Mamá nos pegó un grito desde el porche: «Asegúrate de tenerlo bien agarrado, Stoner; como le pase algo, te despellejo».

    El problema era que yo no llevaba zapatos. Al ser sábado, habíamos estado haciendo prácticas de tiro con Hammer Kelly, una especie de primo postizo de los Peggot, algo mayor que nosotros. Un chaval callado y el favorito del señor Peggot a la hora de ir a cazar ciervos. Había traído un rifle de aire comprimido, pues en nuestro arroyo había muchos blancos a los que disparar; la cosa es que tuve que pararme a pensar dónde había dejado los zapatos. Seguramente en casa de Maggot. Parece que mamá creía que iba a necesitarlos, así que me mandó a por ellos, y eso hice. Pero no sin que antes la señora Peggot, asomada a la ventana, me interrogara sobre lo que estaba ocurriendo. Mamá se había acercado hasta el final de la carretera y Stoner se había inclinado para besarla, dando la sensación de que intentara sorberle algo de las entrañas con una pajita. Y ella, encantada de la vida. El caso es que la señora Peggot me advirtió de que probablemente me caería de la motocicleta de ese joven y me abriría la cabeza. «Y lo peor de todo es que puede que te abandone ahí mismo», dijo.

    Hostia. Por mucho que me apeteciera montarme en esa Harley y devorar la carretera, después de eso ya no podía dejar de visualizar mi cabeza abierta como una nuez partida en dos, rodeado de vecinos, y Stoner alejándose a toda prisa rumbo a lo desconocido. A ver, la señora Peggot no era alguien que te enredara, la mujer sabía lo suyo. Por aquel entonces desconocía el aspecto de un cerebro infantil partido en dos, ahora sí que lo conozco. Está en lo más alto de mi lista de cosas que preferiría no haber visto nunca. Pero mi pequeña mente poseía un talento brutal para evocar imágenes. Así que salí a decirle a Stoner que me dolía el estómago. Maggot habría vendido un riñón por ir en mi lugar, pero, al ser un verdadero amigo, le dijo a Zoquete que volviéramos dentro a jugar a la Game Boy hasta que me encontrara mejor.

    «Como quieras», dijo Stoner. Pero fue el modo en el que lo dijo, como «Que te zurzan». Ahí de pie, con el brazo alrededor de los hombros de mi madre, como si él ya hubiera cumplido.

    Pero al final llegó el día en el que pude subirme a esa motaza, apretujado entre él y mi madre como la loncha de queso de un sándwich, y con los tatuajes de su cuello más cerca de lo que me habría gustado. Mamá iba a mi espalda, con su melena rubia ondeando al viento y los brazos extendidos para agarrarse a la tableta de chocolate de Stoner. Los tatuajes del cuello le reptaban por la cabeza hasta bien arriba. Me pregunté si se los habría hecho antes o después de afeitársela. Resultan sorprendentes las tonterías a las que les da vueltas un niño en vez de formularse las preguntas que de verdad son importantes, como, por ejemplo, cuál era el destino de esa vuelta en moto tan agradable.

    Aquella primera vez fue Pro’s Pizza. Stoner pidió una extragrande con un poco de todo, una cerveza para él y Coca-Cola para mamá y para mí. Después de haber comido un buen trozo de pizza, mamá se levantó para ir al baño. Y dos amigos de Stoner se sentaron en nuestra mesa sin preguntar, como si fuera lo más normal del mundo.

    Yo no conocía a esos tipos. Se dice que en Lee County es difícil toparse con una cara desconocida, lo que sin duda se puede aplicar a mamá, quien a estas alturas ha dirigido a todo hijo de vecino a los vasos de plástico del pasillo diecinueve. Pero con los niños es diferente, solo están pendiente de los de su edad. Yo me había fijado en cómo miraban a mamá de arriba abajo, pero no entendía por qué formaban parte de nuestro grupo. El tipo que se sentó al lado de Stoner tenía la tez pálida, el pelo blanco y llevaba un montón de tatuajes, incluyendo uno de un tercer ojo en mitad de la garganta, que no sé cómo se le ocurrió pensar que era una buena idea. El que se sentó a mi lado apestaba a desodorante Axe y lucía ese bigotito y esa mosca que todos identificamos con el diablo o con Iron Man. Mi obsesión infantil por los superhéroes y los supervillanos hizo que mi mente se distrajera imaginando cómo los dibujaría. Al de los tatuajes lo llamaría «Ojo Extra», y sería capaz de leerte el pensamiento. Y el otro sería «Tufo Infernal», dotado del poder de matarte con su pestilencia.

    Ellos se pusieron a charlar con Stoner. «¿Este cómo se llama?». «Así que un pequeño Demonio, ¿eh?». «El Demonio de Tasmania». Bromas que había escuchado un millón de veces. Pero entonces Tufo Infernal salió con «El Demonio de la chica del calendario», a lo que Ojo Extra añadió «Un zorro debe criar a sus cachorros, Stoner. Tienes suerte de que solo sea uno». Y Stoner le dijo que debía ir con cuidado, porque existía gente más lista de lo que pensaba.

    —¿Ah, sí? Dime quién —preguntó Ojo Extra.

    A mí también me picaba la curiosidad.

    —Cruz —respondió Stoner, lo que supuso un bajón, pues pensé que quizá se refería a mí.

    —¿Cruz qué más? —preguntaron.

    Stoner les guiñó un ojo.

    —El amigo del señor Cargar, putos idiotas. El señor Apechuga.

    —Ah, ya lo pillo. El señor Cargar con una Cruz.

    A mi tierna edad yo ya conocía a un buen número de gilipollas, pero ninguno que respondiera al nombre de Cruz. Aquellos tres estuvieron riéndose de él hasta que mi madre regresó del baño en lo que me pareció una eternidad. Sacaron vasos del dispensador y se sirvieron cerveza mientras interrogaban a Stoner sobre su proyecto de perforación. Yo no tenía ni idea de que Stoner perforara pozos. Él les preguntó a su vez qué harían si encontraran un Camaro que estuvieran dispuestos a comprar pero que llevara enganchado un remolque.

    —¿«Comprarlo» o darle caña? —quiso saber Ojo Extra.

    —¿Y no puedes destornillarlo, tío? —preguntó Tufo Infernal.

    Los tres se partían el culo de la risa. Yo me quedé sentado sorbiendo mi Coca-Cola hasta el último cubito mientras se me congelaba la garganta, confundido por lo que se decía a mi alrededor.

    Cuando el colegio acabó y dio paso a las vacaciones de verano, los Peg­got me ofrecieron acompañarlos a Knoxville. Iban a visitar a June, la tía de Maggot, y pensaban quedarse dos semanas. June era enfermera en un hospital y se ganaba bien la vida. Vivía en un apartamento con una habitación de sobra. Para una persona soltera aquello significaba mucho espacio libre.

    Lo primero que les pregunté fue: «¿Está Knoxville cerca del océano?». Respuesta: «No, queda en la otra dirección». Ya os he contado que de niño estaba obsesionado con ir a ver el océano. Así que aquello fue un bajón. Para dejar las cosas claras, no es que Virginia Beach ­quedase descartado; al contrario que Hawái o California, que ni me los planteaba. Según Linda, una compañera de trabajo de mamá que cada verano alquilaba ahí un apartamento durante una semana con su marido, bastaban siete horas de coche y un solo depósito de gasolina. Pero los Peggot iban a ver a su hija y me invitaban a sumarme, por lo que no es­taba yo para exigencias. Además, la mera idea de visitar algo que no fuera la escuela, la iglesia y Walmart ya me parecía emocionante. Por entonces aún no había tenido ocasión de ir a ningún otro lugar.

    Mi siguiente pregunta fue qué haríamos con mamá.

    —Llegará tarde al trabajo si yo no estoy aquí para recordarle que ponga la alarma —le dije a la señora Peggot.

    Me tenía que ocupar de muchas cosas, como encontrarle los zapatos del trabajo o la tarjeta de identificación, o recordarle que fuera al supermercado. La señora Peggot no acababa de entender cómo funcionaban las cosas entre mamá y yo. ¿Quién iba a sacarle las latas de refresco de la nevera?, ¿y con quién hablaría? La señora Peggot me dijo que fuera a preguntarle qué le parecía la idea, cosa que hice. Estaba convencido de que me diría que no, pero su rostro se iluminó y empezó a decir lo divertido que iba a ser que me fuera a Knoxville con los Peggot. Ni siquiera pareció sorprendida.

    La noche antes de partir, llené la funda de mi almohada con ropa interior, camisetas y el cuaderno en el que dibujaba superhéroes, y dormí vestido. Por la mañana estuve listo en el porche una hora antes de que acabaran de llenar la camioneta, una Dodge Ram con los asientos traseros abatibles y encarados los unos a los otros. Maggot y yo nos pasamos todo el trayecto hasta Knoxville jugando al slapjack¹² e intercambiando patadas en nuestras costrosas rodillas.

    Mamá se sentó conmigo en el porche a esperar a que los Peggot estuvieran listos y a que el sol asomara por detrás de las montañas que nos daban sombra. Vivir en un valle significa que el sol te alcanza bien avanzado el día y que se retira pronto. Como muchas otras cosas que desearías en la vida. Con los años he podido comprobar con asombro la cantidad de horas de luz solar que uno gana en terrenos llanos. Esta y muchas otras cosas aún estaban pendientes de ser descubiertas por aquel chaval ansioso, que observaba a su guapa madre fumar un cigarrillo tras otro y escuchar el trino de los pájaros. Me preguntó el nombre de los pájaros para pasar el rato, aunque ya se los había dicho con anterioridad. Yo solo reconocía el de unos pocos, era al señor Peg al que no se le escapaba ni uno. Chochín común, canario silvestre, rascador. Si en vez de ducharnos, nos lavábamos la cara y las axilas, nos decía que nos habíamos dado un «baño rascador». Que es precisamente lo que hice aquella mañana, dadas mis prisas por abandonar a mamá. Lo llevo grabado a fuego en el cerebro. El modo en el que no paraba de recordarme algunas cosas: compórtate, di «por favor» y «gracias», sobre todo cuando te paguen algo, y no te dediques a ir husmeando por el apartamento de June. Cosas que había que decirle a un chaval antes de que cruzara a otro estado. Yo le recordé que le pusiera la maldita alarma al reloj. Y la hice reír porque ya me había encargado de colgar una nota en la puerta de la nevera que decía: pon la maldita alarma del reloj. Me repitió un montón de veces que me quería y que no me olvidara de ella. Me pareció raro, porque mamá no era dada a tales arranques sentimentales.

    Al fin nos llegó el grito del señor Peg desde el final de la carretera: «Venga, listos para partir». Empecé a bajar los escalones, pero mamá me agarró con fuerza por detrás y se puso a darme besos en el cuello delante de todos hasta que casi me muero de la vergüenza.

    Y eso fue todo, ahí la dejamos. El señor Peg se despidió con un gesto de la mano y la señora Peggot se la quedó mirando con cara larga. La misma que mostró cada vez que se giró para preguntarnos si llevábamos puesto el cinturón o si nos apetecía una galleta. No se la quitó hasta bien pasada la frontera entre ambos estados.

    4

    Knoxville nos tenía reservada una sorpresa: una chica llamada Emmy Peggot que vivía en el apartamento de la tía June y era hija de Humvee, el difunto tío de Maggot. El de la pajarera. Emmy iba a sexto, era delgaducha, tenía una melena castaña y gastaba modos desafiantes. Llevaba a todas partes una mochila de Hello Kitty con la que parecía querer zurrarte y meter tu cabeza dentro. Averiguar los motivos que había detrás de esto llevaría su tiempo.

    Nada más llegar nos apelotonamos en el Honda de la tía June para ir a almorzar a Denny’s, con la excepción del señor Peg, que necesitaba mantener en alto su pierna mala tras el largo viaje. La tía June nos hizo ponernos el cinturón y fue la primera vez que vi tres de ellos que funcionasen en unos asientos traseros. Emmy se sentó en medio sin dirigirnos la palabra y se puso a sacar gomas de pelo y otras cosas de su mochila, dejándonos bien claro que no iba a dejarnos ver qué más contenía, como si pudiera haber algo demasiado chocante para nuestras jóvenes mentes.

    La tía June nos dejó pedirnos lo que quisiéramos, por lo que fue como estar en un cumpleaños. Nos sentamos al lado de la ventana y nos costó concentrarnos, con todo lo que ocurría tras los cristales. Posiblemente yo era el único de toda la escuela que aún no había pisado la ciudad, junto con una niña huérfana y epiléptica llamada Gola Ham. La mayoría de chavales de mi edad ya habían visitado Knoxville porque tenían familiares. Todo me llamaba la atención. Si veía pasar un coche de policía con un perro en el asiento de atrás, o un vehículo de la grúa arrastrando un Mustang destrozado, me ponía a gritar: «Hala, tíos, ¡mirad eso!». Emmy me miraba con cara de «¿Y? ¿Es que en el lugar del que vienes la gente no destroza sus puñeteros coches?». La tía June estaba centrada en explicarle a la señora Peggot cosas de su trabajo. Entraba a trabajar después de almorzar y no salía hasta el día siguiente: turnos de día y de noche ininterrumpidos. Habló de las largas horas y de lo que veía en Urgencias, como aquella vez que una mujer embarazada se presentó con un cuchillo clavado en la barriga. Si te paras a pensarlo, en comparación un Mustang destrozado no parece gran cosa.

    Con el tiempo descubriríamos más historias relacionadas con las Urgencias, que Emmy se dignó a compartir con Maggot y conmigo cuando abandonó su pose engreída. Resultó que las peores cosas que podían llegar a hacerse dos personas en mi lugar de procedencia también se planeaban y ejecutaban en Knoxville. Puede que incluso más. Lo que tienen las ciudades es que son enormes. Obviamente, ya había visto ciudades en la tele, pues es todo cuanto enseñan (a menos que se trate de Animal Planet), por lo que ya me había esperado algo como Knoxville. Pero pensaba que al doblar alguna esquina la ciudad quedaría atrás y vería de nuevo las montañas, ganado pastando y otras cosas vivas parecidas. Ni soñarlo. Siempre que la tía June nos llevaba en coche a algún sitio, pasábamos por veinte o treinta calles en las que solo había edificios. Era del todo imposible divisar el final. Si eres de los pocos que aún no ha estado en una ciudad, deja que te diga lo que es: un puto caos del que no es fácil escapar.

    ¿Estaba Maggot al corriente de la existencia de Emmy antes de que viniéramos? Sí. Todos los miembros de su familia lo estaban, y también mi madre, lo que me dejó de piedra. Por algún motivo, el hecho de que el difunto Humvee tuviera una hija viviendo con la tía June jamás se había mencionado en mi casa. Maggot me dijo que lo podía comentar con mamá, porque ella ya lo sabía, pero que ni pío a Stoner. Yo le aseguré que ya habrían roto cuando regresáramos, por lo que no había problema. Esta conversación la mantuvimos durante la primera noche, después de que Emmy se durmiera. Habíamos estado viendo Más allá del límite hasta que al final se quedó frita. Maggot se acercó a rastras y le quitó la mochila para asegurarse de que se había dormido.

    La habitación de sobra de la tía June era en realidad el hogar de la Doncella de Hielo. Tuvo que dejarla para que sus abuelos pudieran ocuparla durante las dos semanas que estaríamos allí. Los niños dormíamos en el salón en un improvisado nido gigante a base de sábanas y almohadas. Lo llamamos «el fuerte», pero Emmy nos corrigió diciendo que era nuestro «barco». El SS Impulsado Por tu Culo, sugirió Maggot, lo que le ganó verse degradado. Emmy tenía un amplio repertorio de muñecas pequeñas y ridículas metidas a su vez en cajas pequeñas y ridículas, y a cada una le había otorgado un rango: teniente, soldado, etcétera. Maggot solía acabar en lo más bajo del escalafón de esta milicia de muñecas en cajitas, en plan lavaplatos, mientras que yo andaba por la mitad. Intentamos que las muñecas participaran en robos y asesinatos, una idea a la que Emmy, para nuestra sorpresa, se sumó con entusiasmo. Nos contó que existía un lugar a las afueras de Knoxville llamado Granja de Cadáveres, en el que enterraban cuerpos que, una vez podridos, sacaban para estudiar aspectos científicos de los crímenes. Acordamos jugar según sus reglas y dormir en un barco de almohadas. Le pregunté si había visto el océano. Jamás, gracias, pero no. Esa fue su respuesta. Una vez había visitado el Acuario de las Maravillas Submarinas de Gatlinburg y los tiburones la aterrorizaban.

    En mi opinión, el edificio en el que vivía era más terrorífico que cualquier tiburón. Era como estar atrapado en el castillo maldito del videojuego Duke Nukem. Mil familias vivían en él, las puertas de cada piso desembocaban en un pasillo, había escaleras que bajaban y que daban a nuevos pasillos. Al salir por la puerta principal, la calle estaba llena de coches y más coches, de gente y más gente. No había manera de salir. Le pregunté a Emmy quiénes eran todas aquellas personas y me dijo que no lo sabía, pero que no se les podía hablar por el peligro que suponían los desconocidos. El castillo maldito era su pan de cada día. En teoría tenía amigos de la escuela con zapatillas Nike Air Max, muñecos Furby, etcétera, es decir, más guais que nosotros, harapientos chavales de cuarto, pero ¿dónde se escondían? En ningún sitio. No podía verlos en todo el verano. Vivían en otros castillos malditos. Aquí uno no podía correr libremente como en casa, bajo la supervisión o no de los adultos, mejor la segunda opción. Emmy no pasaba un segundo sola, dado el peligro de los desconocidos y la posibilidad de acabar asesinada. Después de la escuela acudía a un sitio estúpido en el que hacía manualidades rodeada de niñas que no tenían su nivel, hasta que las mamás venían a recogerlas. Eso decía. Cuando a la tía June le tocaba el turno de noche, porque en Urgencias trabajaban sin descanso, Emmy dormía, desayunaba y veía la televisión en el apartamento de una vecina de abajo, una señora mayor con dos gatos de mirada hostil. Esto significa que al menos un vecino no era un genio del crimen. Sus gatos eran otro cantar. Aquella era la vida de Emmy: el colegio, confeccionar chorradas a partir de palitos de polos, dormir.

    La tía June nos dijo que pronto dispondría de unos días libres y que entonces podríamos hacer cosas. Mientras tanto, el señor y la señora Peggot se sentaban a la mesa con las luces apagadas, pues no querían gastar la electricidad de su hija. El señor Peg no había pisado la calle y allí no había ni siquiera un patio. Nada de nada, lo sé porque lo había preguntado. Yo no concebía que pudiera existir un lugar así. Ya no solo por el hecho de que los niños no tenían adonde salir a hacer el gamberro. ¿Dónde cultivaba esa gente sus tomates?

    El apartamento en sí estaba bien, siempre que te olvidaras de su ubicación. Tenía clase, como la propia tía June, con sus uñas relucientes y su cabello corto y castaño que recordaba al de la pija de las Spice Girls. Con pequitas. Sin duda buenorra, o al menos eso habría pensado de no llamarla tía June. Su mobiliario estaba por encima del de la media y conjuntaba. Tenía una nevera en la que el agua y el hielo salían de la parte delantera, y una isla de cocina con taburetes. Una estantería con libros. Un baño de uso comunitario y otro de uso exclusivo para la tía June, situado en su dormitorio, con bañera. Por algún motivo, las bañeras seguían dándome miedo, pero no solté prenda. También tenía un armario con un zapatero en la puerta que contenía veintiún pares de zapatos. Los conté. En nuestro primer día allí, Emmy insistió en enseñarnos todas las características especiales del lugar, lo que nos llevó en torno a una hora. Al acabar no sabíamos muy bien qué hacer. La señora Peggot hurgó en el armario de June y se puso a remendar. Era capaz de remendar cualquier cosa, de tal modo que nadie habría dicho nunca que allí hubo un desgarrón, y le confeccionaba toda la ropa a Maggot; era uno de sus superpoderes. El señor Peg leía el Knoxville News Sentinel, incluyendo los obituarios de un millar de desconocidos, y se quejaba de no tener un lugar en el que fumar. Hasta que se le ocurrió bajar a la entrada del edificio para reunirse con más desconocidos que fumaban como carreteros con pose amigable. Maggot y yo jugábamos por turnos a la Game Boy mientras esperábamos a que la tía June regresara de salvar a la gente de sus ataques al corazón o de sus heridas de bala. O

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