Abrazar el aire
Por Rosario Moreno
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Abrazar el aire - Rosario Moreno
UNA NOCHE QUE DEBIÓ SER LLUVIA
Sobre un campo poblado de árboles centenarios, por entre la bruma previa al amanecer, asoman peñascos altos cubiertos de moho. El pasto crecido envuelve y enfría su cuerpo, que yace boca abajo con los brazos extendidos. Desde su visión de hormiga, distingue una figura alta de capa negra que se acerca aplastando el pasto con decisión. Paralizada, vigilante, sigue la marcha de esas botas altas que acortan impacientes la distancia que los separa. Todavía acostada, fría de pasto húmedo, advierte la parte delantera de una de las suelas en el aire, la mano de ella peligrosamente debajo. Se resigna, acepta que ese pie levantado esté a punto de descargar todo el peso sobre su mano.
Despierta sobresaltada. Abrazando sus rodillas, fija la vista en el haz de luz que se cuela por debajo de la puerta. Como una hormiguita negra a punto de ser aplastada.
Suelta los brazos y se acomoda boca arriba, moviendo el cuerpo para desentumecerlo. La va invadiendo una sensación de impotencia, como venida de muy lejos en el tiempo. Esa decisión de pisarme era intencional
, siente. ¿Podía mi cuerpo, tendido cuan largo es, haberle sido invisible, como el de una hormiga? Podía, sí…. Era noche cerrada. Pero yo a él lo veía.
Busca en su memoria, pero no consigue rescatar un rostro conocido para ese hombre. Recuerda su porte elegante, las botas lustradas y de buen cuero, la capa nueva, de paño, tapando sus hombros anchos y la mano derecha apoyada como al descuido sobre el mango del sable enganchado en el cinturón. ¿Su intención era castigarme, humillarme…?
Odia sospechar lo siniestro. En el abismo de la noche se siente indefensa. Las fortalezas que creyó haber conquistado se esfuman cuando el día se cierra hermético y queda a solas con los ruidos, con esos seres y ánimas.
Sara se viste sin entusiasmo, cansada por otra noche de mal dormir. Baja a la cocina, prende las luces. El perro se acerca a la ventana moviendo la cola. Sus ladridos la irritan. ¡Callate, perro molesto!
, murmura con los dientes apretados, y enseguida se arrepiente. Se acerca al vidrio. Él la mira embelesado, sin dejar de mover la cola. Ha pasado un año desde que el ovejero apareció en el jardín, husmeando el pasto con la cabeza gacha y la cola entre las patas. Día tras día recorría los alrededores de la casa; si encontraba algo para comer lo tomaba, y si no, se iba sin molestar. Conmovida por su flacura, ella empezó a dejar al lado de la puerta de la cocina los restos de comida. Un día oficializó la decisión de adoptarlo llamando al veterinario. Su hija buscó un nombre para él, y lo escribió sobre el carnet de vacunación en letra de imprenta, la única que conocía en ese momento.
Sara abre la puerta y Timbó le salta encima. Apoyando las dos pezuñas manchadas de barro sobre su remera blanca, le lame la cara. Ella lo empuja hacia el costado con impaciencia, sacude su ropa y se pasa el dorso de la mano por la cara. Moviéndose como una autómata, pone la pava sobre la hornalla y acomoda en las bandejas el desayuno para sus hijos. Sube primero al cuarto de Patricio. Antes de apoyar la bandeja sobre el escritorio, corre hacia un costado el cuaderno de guitarra. El instrumento está apoyado sin su funda al lado de la cama. ¿Hasta qué hora se habrá quedado practicando?, ahora va a estar muerto de sueño.
Sentada al borde de la cama, le pasa los dedos por el pelo largo y enmarañado, le corre el flequillo de encima de los ojos y le da un beso. Busca en el ropero una remera limpia y la apoya sobre el radiador. Hace lo mismo con el pantalón gris y las medias. El invierno espera frío y oscuro del otro lado de la pared.
Baja para buscar la segunda bandeja. Cuando entra al cuarto de Cecilia, ve su cuerpito acurrucado bajo las mantas. Se agacha para besarla y el contacto de los labios con sus cachetes rellenos y calientes la llenan de ternura. La hija saca un brazo y le rodea el cuello atrayéndola hacia sí. Cuando la madre le recuerda, al oído, que es hora de levantarse, grita enojada: ¡Tengo sueño! ¡No voy a ir al colegio!
. Sara aprieta la mandíbula. Está a punto de comenzar una pelea que se repite de lunes a viernes cada semana, y que sólo termina cuando consigue subirla al auto, con su mochila y su almuerzo.
Resignada, Sara toma la ropa de encima del radiador e intenta vestir a su hija, aún sin lograr sacarla de la cama. En esa posición, trata de peinarla. Escucha los gritos de Patricio:
—Apurate, nenita, que vamos a llegar tarde y hoy en la primera hora tengo prueba de historia.
—¡Ay! Me estás tirando mucho, ¡odio que me peines! —grita Cecilia y se baja de la cama. Con la cabeza gacha, a medio vestir entre el camisón de conejitos arrugado y el pantalón de gimnasia, camina hacia el baño arrastrando los pies.
Al fin se levantó…
, piensa la madre, y sale a encender el motor del auto. Espero que coma sus tostadas y tome algo caliente.
Avanzan internándose en la neblina de esa mañana, que aún es noche, arrullados por la voz del locutor que llega desde lejos. Una cola interminable de autos los detiene antes del colegio. Finalmente logran acercarse, los chicos bajan y ella sigue hacia su taller. Al abrir la puerta, recibe en la cara un golpe de aire helado. ¡Otra vez se apagó el calefactor!
Sin quitarse la campera, va hacia el estante de herramientas y busca un Phillips: el encendido hace tiempo que ha dejado de funcionar. Se agacha frente a la tapa y nota que los tornillos tienen la hendidura plana. Empezamos mal.
Se para, cambia el destornillador y forcejea un rato con las ranuras gastadas y el óxido de los tornillos. Cuando logra que la tapa ceda, la apoya a un costado, enrolla un pedazo de diario y, después de muchos intentos, ve surgir inestable la llamita azul. Mantiene el piloto apretado hasta que le duele el dedo. Lo larga despacio. Se mantuvo prendido, milagro… Seguro que mañana lo encuentro apagado otra vez…
Guarda los destornilladores, pero el resto queda desparramado por ahí, tornillos y diarios incluidos. Tiritando, se envuelve en la capa de lana, prepara un mate y se sienta frente al escritorio. Estoy harta de hacerme cargo de lo que se rompe, de los chicos, del perro…, de mí. ¿Tiene sentido que Ignacio viva en Buenos Aires y nosotros acá? Si nos mudáramos tampoco lo veríamos. Entre lo que trabaja y lo que viaja…
Abre su diario, piensa en escribir, pero el tema le aburre. ¿Otra vez lamentarme? Mejor leer.
En una noche que debió ser lluvia
o en el muelle de un puerto tal vez inexistente
o en una tarde clara, sentado a una mesa sin nadie,
se me cayó una parte mía…
Lee una y otra vez esta poesía. Las palabras la calman, le devuelven de a poco algo de contento interior. Que allá afuera haya alguien que siente como yo, me produce extrañeza… esperanza… me hace sentir menos sola.
Prende la computadora con la intención de escribir algo para el próximo encuentro del taller de escritura. Abre el archivo donde tiene anotada la consigna, también de Juarroz: Barrer el pensamiento hasta dejarlo como un patio vacío. Allí dibujarán sus piruetas los acróbatas del olvido. Se queda mirando la pantalla. Ceba un mate, y otro. Después de un rato anota en su diario: No sé ni por dónde empezar ahora… ¿Cómo es que en otras ocasiones tuve inspiración? Cada vez que me enfrento a la página en blanco, pienso: ¿No será una locura lo que intento…? ¿Sacar algo bueno de la nada…, darle un sentido a mi caos?
.
Se levanta, sale hacia el pasillo y, en la oscuridad de su taller, sortea sin problemas el camino repetido. Al entrar al baño, se cuida de no mirar hacia la ducha. Cuando va llegando al final, su mirada errante escapa hacia allí. Se levanta y camina buscando la puerta, con el cierre del pantalón todavía bajo. De vuelta en la silla del escritorio, su respiración va retomando el ritmo normal. Al levantar la cara hacia la ventana, descubre una arañita sobre el vidrio. Se queda un rato hipnotizada, admirando esa capacidad de crearse su propio hilo, de bajar y subir rápidamente por donde quiera.
A la mañana siguiente, Sara repite la rutina. Llega al taller y prepara un mate; saca su diario y lo apoya sobre la mesa. Con el mate en la mano, pasea la mirada por el ambiente. En la pared de la derecha cuelgan las herramientas, más o menos en orden. Sobre la izquierda tiene enmarcadas poesías, dibujos de sus hijos, fotos de ella niña. Se detiene en una. Intenta plasmar su sentir en el diario. En blanco y negro miro hacia la cámara. Estoy parada en la inundación, sobre el pasto crecido, con los pies metidos en el agua caliente del verano. A mis espaldas, el monte…
Mientras describe en el diario ese instante de su niñez, recuerda con gratitud a la amiga de su madre, a quien debe esas fotos. Durante su visita al campo, Sara la había tomado de la mano y, atravesando la tranquera en plena siesta, la llevó a mostrarle los renacuajos que nadaban en la inundación. Muchos años más tarde, ella le contó: Señalando las manchitas negras en el agua me dijiste: ‘Crecen tan rápido que si te quedás parada mirándolos, los vas a ver crecer’. Me asombró verte tan consustanciada con esa naturaleza a la que habías hecho tuya. Tenías apenas cinco años
. Sara vuelve a mirar la foto. La infancia llega a su memoria a través de la planta de los pies. Vuelve a escribir: En el inquieto ir y venir de sus incipientes vidas, los renacuajos blandos chocan con mi piel y la acarician. Siento las cosquillas de ese roce, y las del pasto largo que se mete entre mis dedos. Mi infancia descalza… sobre el camino inundado, esas carreras con los hermanos e hijos de los peones: correr, correr y luego deslizarse fuerte contra el barro, lastimándose con piedras y espinas… Aquel campo, tierra de promesas pendulando siempre entre la inundación y la sequía. Sol potente, aridez descascarada y quebradiza… Tierra hirviendo, quemando mis pies. El peligro de las culebras…
.
Sara camina hacia el baño desabrochándose el cinturón y liberando botones. Se sienta con las manos apoyadas sobre la tabla del inodoro, para no sentir el frío en sus piernas. Intenta apurar el trámite y luego, acomodándose apenas la ropa, sale a buscar la tranquilidad del jardín que recién empieza a iluminarse. ¡Cuánto me gusta este cantero en primavera! Los jacintos, los muscaris azules, los tulipanes, la lechuga de invierno, el ciprés enorme y vertical…
Incorpora lentamente la mirada, que escapa desde el cantero helado hacia el otro lado del alambre, detrás de los pinos. Allí, al fondo, escondidos, la casa de Ella, su atelier… Se queda parada muy quieta en respetuoso silencio. Me gustaría confesarle a alguien que la veo…
, piensa, pero no voy a hacerlo… No sería bueno para mí ni para ella. Si revelo su presencia delato aquella parte mía que siempre es más prudente ocultar… Sentirla me da miedo, pero hay algo que me intriga. ¿Qué será lo que Ella quiere de mí…?
. En ese instante, con la mirada aún fija en aquel atelier abandonado, siente, más rápido de lo que podría explicar: "¿Es a mí a quien Ella busca? ¿O es a alguien…?".
LE REPROCHARON NO HABER VISTO
Y sin embargo se mueve. Le encanta esa frase de Galileo, después de claudicar de sus teorías ante el tribunal de la Santa Inquisición. Y sin embargo se mueve… Lo que no debería ser y sin embargo es. Lo inevitable.
A pesar de que no lo quiera, a pesar de que no lo entienda, Ella está. Pero Sara no tiene intención de escuchar su voz, ni cree que posea el don para hacerlo. Percibe su presencia, pero su voz no le llega. "Quizá si alguien me contase…, alguien que la haya conocido, que haya estado muy cerca suyo