Siempre con los mismos cuentos
Por Adolfo Arbetman
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Adolfo Arbetman nos propone detenernos por un momento de la vorágine de nuestra rutina diaria y leer esta colección de cuentos, lo que significará también el encuentro con personajes que tranquilamente podríamos ser nosotros o nuestros conocidos.
El autor con sus relatos, algunos divertidos, otros dramáticos, busca interpelarnos a través de las temáticas que aborda y también con la calidez de su narrativa, y logra su cometido con éxito.
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Siempre con los mismos cuentos - Adolfo Arbetman
Siempre con los
mismos cuentos
Siempre con los
mismos cuentos
Adolfo Arbetman
Arbetman, Adolfo
Siempre con los mismos cuentos / Adolfo Arbetman. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-631-6540-54-6
1. Cuentos. 2. Literatura Argentina. I. Título.
CDD A863
© Tercero en discordia
Directora editorial: Ana Laura Gallardo
Coordinadora editorial: Ana Verónica Salas
www.editorialted.com
@editorialted
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.
ISBN 978-631-6540-54-6
Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.
A Charlie, sin cuyo estímulo y apoyo no me hubiera animado a tanto.
A Memi, Edu, Leda, Mati, Rami y Gasti con el amor de siempre y para siempre.
Sasha
Años atrás, me encontraba yo en Montevideo, invitado a un congreso internacional de derecho penal. Me había sido asignado el profesor de la universidad local Ernesto Jáuregui, en parte para que eleváramos al pleno una ponencia en conjunto y en parte para que me hiciese de cicerone, pese a que yo conocía al dedillo la ciudad por haber estado allí tantas veces.
Jáuregui era un tipo amable y educado, como la mayoría de los uruguayos, por lo que no me costó demasiado empatizar pronto con él, a punto tal que, fuera de los horarios de trabajo, combinábamos para dar largas caminatas, generalmente por la costanera, durante las cuales conversábamos de manera fluida sobre los más variados temas de la vida.
Tanta era la corriente de confianza que habíamos desarrollado mutuamente que las charlas, al principio algo superficiales, se fueron tornando más profundas, llegando a confesarnos cuestiones verdaderamente íntimas acerca de la vida y de las relaciones de cada uno con nuestros familiares y amigos.
En eso estábamos una cierta tarde, cuando Jáuregui, en forma repentina, detuvo su marcha y dirigiendo sus pasos al murallón, con la vista clavada en el horizonte, susurró:
—Fue en este mismo lugar en el que maté a mi hermano.
Esta frase, puesta en boca de cualquier persona, pero más aún en la de Jáuregui, puede descolocar a cualquiera. Yo no sabía si había escuchado bien, si era una broma o si había llegado a un extremo tal que le resultaba imposible al profesor seguir manteniendo en secreto un drama vivido, y entonces qué mejor que confesárselo a un extraño al que tal vez no volvería a ver en su vida.
Solo atiné a preguntarle:
—¿Cómo dice?
Se dio vuelta hacia mí y, esta vez mirándome fijamente a los ojos y con tono grave, repitió:
—En este lugar maté a mi hermano Joaquín.
Lo tomé del brazo y prácticamente lo arrastré hasta el bar de enfrente, que a esa hora de la tarde comenzaba a vaciarse.
—Si le alivia contarme esa historia, adelante, lo escucho con atención.
—Sí, puedo contársela, porque el delito ya está prescripto y además porque usted me ha inspirado tanta confianza que he decidido que fuera la persona con quien iba a desahogarme de esta carga enorme que todos estos años he sentido.
Yo estaba helado, paralizado, mudo, de modo tal que no atiné a decirle nada. Pero Jáuregui prosiguió:
—Mi hermano y yo fuimos hijos de un terrible drama: cuando éramos niños —siete años él y cinco yo—, nuestro padre asesinó a nuestra madre en un ataque de celos y seguidamente se suicidó. Ese día nos fueron a buscar a la escuela y nos llevaron a la casa de nuestros abuelos, con los cuales vivimos hasta la adolescencia, al principio convencidos de que papá y mamá habían tenido que huir del país sin despedirse de nosotros y repentinamente, por razones de persecución política, aunque poco tiempo después comenzamos a sospechar que la cuestión era muy distinta. Todo esto estrechó con fuerza nuestro vínculo. Al principio, él y yo jugábamos juntos aislados de los demás chicos, luego nos ayudamos en el liceo, y siempre nos confesamos nuestras cosas el uno con el otro sin más reserva que la de no hacer nunca mención del tema de nuestros padres. Después cada uno siguió su camino: él se convirtió en profesor de Literatura y en escritor de bastante suceso y yo, como usted sabe, ejerzo la abogacía y soy profesor de Derecho Penal.
A esta altura, Jáuregui hizo un largo silencio, como si hubiera terminado el primer acto de un drama al que aún le restaba