Ana no
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Ana no - Agustin Gomez-Arcos
ANA NO
AGUSTÍN GÓMEZ ARCOS
ANA NO
TRADUCCIÓN Y PRÓLOGO
ADORACIÓN ELVIRA RODRÍGUEZ
CABARET VOLTAIRE
2021
PRIMERA EDICIÓN marzo 2009
CUARTA EDICIÓN marzo 2021
TÍTULO ORIGINAL Ana non
Publicado por
EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.
www.cabaretvoltaire.es
©1977 Éditions Stock
©de la traducción, 2009 Adoración Elvira Rodríguez
©de esta edición, 2009 Editorial Cabaret Voltaire SL
IBIC: FA
ISBN-13: 978-84-190472-5-0
Producción del ePub: booqlab
Dirección y Diseño de la Colección
MIGUEL LÁZARO GARCÍA
JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA
FOTOGRAFÍAS
Cubierta: Detalle de un fotograma del largometraje
Ana no, dirigido por Jean Prat en 1985
Guarda: Agustín Gómez Arcos
Derechos Reservados
Bajo las sanciones establecidas por las leyes,
quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización
por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total
o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o
electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión
a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta
edición mediante alquiler o préstamo públicos.
PRÓLOGO
Ana no, la tercera novela de Agustín Gómez Arcos en lengua francesa, publicada en 1977, fue un auténtico «best seller» en Francia: obtuvo el Prix du Livre Inter, concedido anualmente por los lectores a la mejor novela del año, y resultó galardonada con los prestigiosos premios literarios Thyde Monnier y Roland Dorgelès. Con ella, Gómez Arcos alcanzó su consagración como escritor francófono.
La obra, hasta ahora traducida a dieciséis idiomas, fue llevada al cine en 1985 por Jean Prat, con Germaine Montero como protagonista. Casi treinta años después de su publicación, Ana no seguía despertando el interés del público galo. Así lo ponen de manifiesto las sucesivas reediciones del libro y la adaptación teatral, a cargo de Jocelyne Carmichael, que la Compagnie Atelier Théâtr’Elles de Montpellier representó en 2002 en varias ciudades francesas.
Narra la historia de Ana, «vieja loba de mar», a quien la guerra civil «dejó viuda de esposo y de hijos». A sus setenta y cinco años, analfabeta, pobre, ignorada, toma la decisión de irse al Norte para ver a su hijo Jesús, el pequeño, el único que no había muerto en el frente, encarcelado y condenado a cadena perpetua por comunista. Irá andando, siguiendo la vía del tren. Largo periplo que se convertirá en un viaje iniciático hacia el conocimiento, hacia su identidad, hacia su muerte.
El propio Gómez Arcos presentaba así su novela en una entrevista radiofónica concedida a France Inter el 20 de junio de 1977:
Esta novela, como El cordero carnívoro o María República, está ambientada en los años de la posguerra, en los años del franquismo. No es que yo sienta especial inclinación hacia aquella época de la historia de mi país, pero fueron esos los años que me tocaron vivir en España y uno siempre está condicionado por los recuerdos de infancia y de juventud. Por otra parte, considero que todo escritor debe ser testigo y memoria de la humanidad y, por lo tanto, creo que tengo el derecho y el deber de participar en la memoria de mi pueblo. Francia me ha acogido como escritor y mis novelas han conseguido llegar a los lectores franceses, lo que para mí es un honor, pero eso no quita para que me sienta orgulloso de ser español. Creo que España es la cuna de la cultura occidental, aunque nuestra enorme riqueza cultural no esté suficientemente valorada en el mundo. Por eso, en mi obra, intento mostrar la España eterna: a mi juicio, el Quijote o la Celestina no son personajes del pasado sino del futuro.
El título de la novela, Ana no, que coincide con el nombre de la protagonista, puede parecer, de entrada, un tanto extraño pero se explica porque cuenta la historia de una mujer a quien no le permitieron tener una identidad. De hecho, «Ana no» evoca, de alguna manera, el término «anónimo». Se llamaba Ana Paucha por matrimonio, pero la guerra la había despojado de todo (de su marido, de sus hijos, de sus ilusiones) convirtiéndola en una negación absoluta. Rechazó continuamente tal negación pero, como los otros eran más fuertes que ella, tuvo que emprender aquel viaje para convertirse, de alguna manera, en Ana sí; para adquirir una identidad, como ella misma dice en un momento del libro. Pero cuando inicia el viaje no existe: es Ana no.
A decir verdad, este personaje, Ana no, nunca me necesitó: es más grande que yo; es más interesante que yo; es independiente de mí. Creo que sólo he sido un accidente para ella: le presté mi pluma para que contara su historia, nada más. No me considero su creador. Más bien fue ella quien me eligió a mí.
Todo empezó un día en que un mendigo me pidió limosna. Me pregunté quién podría ser aquel pobre hombre, cómo habría sido su existencia, cómo vivía, por qué la vida lo había llevado hasta allí. Y me puse a escribir la novela, pero concediendo al personaje central una naturaleza femenina, como suelo hacer en mis libros. Porque los personajes femeninos me parecen más interesantes que los masculinos. Considero que la psicología de la mujer es muy diferente de la del hombre. El hombre ha tenido siempre el poder, en cualquier parte del mundo, mientras que la mujer, nunca. De modo que, durante siglos, se ha visto obligada a recurrir a la astucia para hacerse valer, para expresar sus verdaderos sentimientos, para realizarse. Me apasiona la versatilidad femenina. De ahí que, a menudo, los personajes más relevantes de mis novelas sean mujeres, como en este caso.
Ana no es una obra de vida y de muerte, las dos únicas realidades que tenemos los humanos. Como la vida había sido tan mezquina con Ana, sólo le quedaba la muerte. Y reivindica su derecho a morir. Con dignidad, estableciendo un diálogo de tú a tú con la Muerte. Yo soy del criterio de que si vivimos la vida en toda su plenitud, no deberíamos sentir la muerte como el fin de la vida, sino como un re-nacer a otra cosa, a la memoria, por ejemplo. Y precisamente, lo tremendo de este libro es que no quedará rastro ni memoria de los personajes, enterrados en fosas comunes. En un caso así, sí que asistimos a la muerte en el sentido de «fin de la vida».
A pesar de todo, no es una novela pesimista. Es más bien un libro de esperanza. Un libro de rebeldía y de amor, porque uno no se rebela por odio, sino por amor. A mi juicio, es una obra patética y, a la vez, optimista, ya que sin optimismo nadie podría emprender un viaje como el de Ana y llegar al final. Yo diría que Ana no encierra todo el Amor en una vida de desamparo.
¿Qué hay de cierto en la historia de esta Ana Paucha, que cruzó la península andando para encontrarse con su hijo preso, siguiendo la vía del tren? Todo parece apuntar a una leyenda que circulaba por la España de la posguerra. Gómez Arcos dice en la dedicatoria que la historia se la contó su madre. Recientemente, el poeta Marcos Ana, en su autobiografía Decidme cómo es un árbol (2008), relata de modo sucinto la misma historia —la protagonista, en este caso, se llama Ana Faucha— que le llegó a través de un funcionario de prisiones. Y en un pueblo de la Alpujarra granadina, tan cercana geográficamente a Enix, pueblo natal de Gómez Arcos, he oído contar que, en los años 40, una mujer de aquellos pagos fue andando con su hijo pequeño, siguiendo el cauce del río Guadalquivir, hasta la cárcel de Sevilla para ver a su marido preso, y que perdió al niño cuando atravesaba el río por un vado.
El hecho es que la leyenda, si la hubo, es un mero pretexto que sirve a Gómez Arcos para escribir una de sus más hermosas novelas, llena de ternura, de tesón, de ironía irreverente, de humillación y de dignidad.
Adoración Elvira Rodríguez
Granada, febrero 2009
ANA NO
A mi madre, muerta,
que me contó la historia
de Ana Paucha,
muerta también.
1
Ana Paucha, despiértate. Abandona tu casa antes de que salga el sol. La luna ha muerto. Que nadie vea que te marchas. Nadie. Ni animal. Ni estrella. Que no haya testigos de lo que vas a hacer. Eso es lo que querías cuando, hace un rato, te quedaste dormida en la silla: irte sin dejar rastro. Ha llegado el momento. Debes emprender ese viaje con dignidad, sin temor. Con la esperanza de que yo no seré tan mezquina contigo como la Vida.
Ana Paucha se mueve. Presencia negra.
No es el negro de la noche lo que la ennegrece tanto. Es el negro de sus ropas negras. Le cambió su manera de ser y el color de la piel. Y hasta la esencia y el color de su alma. Desnaturalizada y descolorida por el luto: Ana no.
Antaño, blanca. Hoy, para verla blanca, para sentirla blanca, habría que retroceder sesenta años (o más, quién sabe), hasta aquel tiempo remoto en que sólo tenía quince blanquísimos años. Viaje difícil, imposible, a contracorriente de una memoria imprecisa, replegada sobre sí misma.
Aún no se llamaba Ana Paucha. Ni Ana no. Se llamaba Ana. Anita.
Se levanta, desaliento negro. Echa una larga mirada a su alrededor. El paquete, liviano, está preparado: un pan de aceite con almendras, anís y mucho azúcar. Un bizcocho, vamos. Sólo tiene que cogerlo. Y marcharse.
Por lo demás, todo está en orden. Ayer mismo, barrió y fregó a fondo las dos habitaciones y el patio, regó con sumo cuidado el jazmín, lavó y planchó la ropa. Estuvo trabajando de sol a sol. Por nada del mundo quería que la gente comentara algún día que Ana Paucha se fue de su casa dejando suciedad tras de sí. O desorden. Ella no es de ésas. Hasta que no se le acabó la lejía y el jabón, no paró de limpiar, de frotar, desde el horno hasta el tranco de la puerta; desde la cocina hasta el retrete. Ya que la ausencia iba a ocupar su lugar, pensaba, más valía dejarle la casa limpia. Ana sabe lo que es la ausencia. La tuvo a su lado, incansable, durante treinta años. Una ausencia siempre fiel. Hoy se despide de ella. Sin rencor y en la pulcritud. Ana Paucha es buena anfitriona. Y seguro que la ausencia guardará un grato recuerdo de ella, Ana Paucha, borrada de todas las memorias.
Con sus pequeñas manías de vieja solitaria, puso de nuevo en lugar preferente, a la luz de la ventana, la damajuana preñada de un milagroso barco que sólo necesitaba la mar para crecer y hacerse adulto. Bajel de otros confines. Al lado, en el largo banco de obra, limpió el polvo y encaló el espacio reservado al jarrón azul de porcelana china, mítico jarrón que un tío suyo, navegante de alta mar, trajo de un viaje imaginario al mar de la China; ningún otro objeto profanó aquel lugar sagrado. Un poco más allá, entre el banco y la chimenea, situó la mesita mozárabe con taracea de marfil —heredada de su madre—, que recordaba la arquitectura de una mezquita: Ana pensaba cubrirla con el mantón de Manila que Pedro Paucha le prometió el día que, por primera vez, la tuvo entre sus brazos. Pero la mesita quedó desnuda para siempre, porque la guerra… Mueve la cabeza. Mejor olvidarlo.
Toca el paquete, lo palpa y se asegura de que ha hecho un nudo triple con las cuatro puntas del pañuelo. Su hijo la espera. El pequeño. Acaba de hacer para él este pan de aceite con almendras, anís y mucho azúcar (como un bizcocho): el último que han amasado sus manos de madre. Con el mismo ímpetu con que habían amasado el primero, hace cincuenta años. Con la misma receta. Con la misma alegría. Con el mismo amor. ¡Cómo iba a saber ella, si no, que se nace a la muerte como se nace a la vida: en la inocencia y en el esfuerzo! No consintió que el tiempo debilitara la fuerza de sus manos panaderas. Hasta cantaba sin darse cuenta. Luego, apagó el horno e hizo un montoncito de cenizas que tiró a la basura. Sin pensar en nada. Sin decirse: «Es la última vez que enciendo el fuego y que apago el horno». Porque si durante las últimas veinticuatro horas hubiera pensado en cada uno de sus actos, la imagen de última vez se habría confundido, sin duda, con su persona. Ana-último soplo de vida. Ana-última voluntad. Ana-última. Ana-fin.
Sale a la noche, oscura como un sueño sin ensueños. Más vale así. Sin despedirse de los vecinos, ni de la parra que da sombra al patio. Ni de la pareja de gorriones que se pasaban el día pidiéndole a su mano migajas de pan. Ella los llamaba Romeo y Julieta. Pero no conoce la historia de Romeo y Julieta. Es un simple recuerdo que dejó en su memoria un cuentista de feria. Como aquel otro recuerdo postizo, llamado Dios, que tuvo el valor de olvidar. Olvido que fue el único acto voluntario de su vida. Nadie sabe, ni sabrá nunca, que un día dijo: «Dios, te olvido. No me sirves para nada». El único testigo de tan heroica decisión fue el sol. Y aquel día brilló con más fuerza, como alegrándose con Ana Paucha.
Suspira. Mañana ya no estará aquí. El tendero que le vende los huevos, la leche, la harina, y aquel otro, el que le vende a precio de saldo los pescados sin cabeza, tendrán que buscarse nuevos clientes que les compren el medio kilo de harina, el medio litro de leche, los dos huevos y el puñado de sardinas martirizadas. Las cuatro perras de su jubilación, las guarda para el viaje. Metidas en la faja, contra la piel misteriosa de su vientre.
Su vientre. Concibió tres hijos. Tres varones. O sea, una cárcel y dos tumbas. Podría deducirse que su vientre era ajeno a la vida. Engendrar vida, sí. Eso sí. Tres-por-nueve meses de nanas, como quien dice. Pero paría muerte. Treinta años de luto. Treinta años ya de Ana-negra.
Pequeña. Minúscula. Encorvada. Dejó de mantenerse erguida cuando la tierra empezó a llamarla por mediación de sus muertos. Pero el otro, el pequeño, sigue vivo. Y tuvo que sacar fuerzas de flaqueza. Decir no a la muerte. Tirar para adelante. Empecinada como el agua subterránea. Sin ruido. Casi sin forma.
A menudo la confundían con cosas exentas de luz: la sombra de un árbol o la de una roca. La sombra de un muro. O cualquier otra sombra. Por eso un buen día, ante la oscuridad casi total de su memoria, se le ensombreció la cara y se le borró la sonrisa. Ana la breve, cual reina destronada. A partir de entonces, la gente la vio como una sombra ambulante, una sombra que, adquiriendo gestos cotidianos, se detenía un instante ante la barca, la observaba, le quitaba unas motas de polvo, acariciaba los remos, humedecía el armazón con una esponja empapada en un charco de agua de mar para que su barca, Anita la alegría del regreso, varada en la arena, no se muriera de sed. Una sombra que pasaba sin dejar tras ella rastro ni presencia. Como si no pasara nadie. Vida anónima, más inexistente que una vida que ya no es.
Cierra la puerta. Con llave. Para que los demás entiendan (suponiendo que alguien viniera a visitarla) que no se ha ido porque sí, sin más, sino que lo ha hecho de manera consciente, como cuando uno se va de verdad y cierra bien con llave, suspira (¡ay! los suspiros), mira unos instantes la puerta cerrada para siempre, y se pregunta si algún día una mano la abrirá y empujará la hoja pintada de verde, o si otros ojos verán el interior como un nido para la vida.
Coloca la llave debajo de la losa de siempre, la última de la escalera, la que parece una concha de peregrino. La deja con cuidado, buscándole la mejor postura, como acostaba antaño a sus hijos. ¿Por qué? ¿Quién iría a buscarla allí? Ella no, desde luego. Ciertos gestos no los hará nunca más. Nunca.
Como el gesto sagrado de buscar la llave debajo de la losa, noche tras noche, con la secreta esperanza de que otras manos la hubieran cogido antes que ella. Las manos del pequeño. Porque ella nunca creyó que su encarcelamiento fuera a perpetuidad. Palabras —encarcelamiento y perpetuidad— que siempre rechazó. Aunque estaban escritas en su primera carta (el cartero las leyó de corrido, como lee la gente las noticias catastróficas que ni les van ni les vienen). Pero borró de todo su ser aquella carta y su contenido. La segunda carta, no la abrió. Ni la tercera. Ni ninguna de las que iban llegando, todos los meses, durante treinta años. Las quemaba. Ella no esperaba una carta, sino a su hijo. Y así, podía esperar el milagro. Cada día. Hasta que tuvo aquel altercado con Dios. Nada serio. Unas palabritas de nada. Una decisión repentina. Dios, te olvido. Ya está. Se acabó.
Puede que no sea muy razonable poner, hoy precisamente, la llave bajo la losa. Pero si pierde la esperanza, pierde la vida. ¿Quién iba a echárselo en cara? ¡Vaya una pregunta! Nadie. Ni siquiera la muerte. Aunque ella, la muerte, indiferente a Ana Paucha durante setenta y cinco años parezca ahora acecharla, hacerle señales. Percibe sin aflicción que una nueva presencia merodea por el vacío habitual de su entorno. Sin embargo, sigue viva. Se mueve. Respira. Vive.
Otras cosas que ya no hará.
Coser redes para los pescadores de medianoche (hora en que, según dicen, los peces celebran sus fiestas en la superficie. Suben tan tranquilos, y se ve cómo se agitan a la luz amarilla de los focos de las barcas. Dicen que van rozando las olas realizando ancestrales arabescos, como si pretendieran entablar con los pescadores una conversación distinta de la eterna masacre ritual).
No volverá a tocar aquellas redes que le dejaban las manos renegridas de brea. Ayer guardó en el arca la gruesa aguja de madera que utilizaba para esa faena, junto con el delantal de hule, el sombrero de paja, los dediles de cuero para apretar los nudos sin herirse. Y una foto de Ana-joven, blanca y sonriente, en la proa de su barca Anita la alegría del regreso.
Tampoco se subirá a la escalera de tijera para podar la parra, sulfatar los racimos, envolverlos en papel de seda (para que el sol dore la uva sin que los pájaros y las avispas se coman los granos en el mes de agosto). Y nunca más dirá: «¡Ya verás, un día de estos te vas a caer y te vas a partir la crisma!» como se repetía a sí misma, verano tras verano, aunque jamás se cayó ni se descalabró. Nunca más pensará: «Mañana vuelve el pequeño, seguro. Tengo que hacerle un pastel de membrillo». Tampoco repondrá el alcanfor en los bolsillos del traje de pana. Ni lo sacará al patio para airearlo, dos veces al año, colgado de una percha y cuidando de ponerlo a la sombra para que no lo estropeara el sol. Y sobre todo, nunca más mirará aquel traje imaginándose que el pequeño está dentro de él, que vive en él, que lo