Con el Último Suspiro: Tenacidad, resistencia y adaptación
Por Adolfo González
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Con el último suspiro, es un extraordinario y conmovedor relato lleno de profundas emociones, de triunfos y fracasos sobre la vida de Adolfo González, un indígena zapoteco de Oaxaca, México. De niño soñaba con obtener una buena educación y romper el ciclo de pobreza en su familia. Después de muchos años de lucha y sufrimiento sin poder alcanzar sus metas por la extrema pobreza en la que vivía, toma la difícil decisión de abandonar su hogar y emigrar a los Estados Unidos, donde trabaja en los campos agrícolas de California. Fue una escuela de adultos en Salinas, California, que le abrió las puertas para su educación, ahí aprende inglés como su tercera lengua y consigue su diploma de preparatoria, posteriormente ingresa a la universidad. Años más tarde, con mucho esfuerzo y perseverancia, en el ocaso de su vida, se gradúa con honores en la universidad.
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Con el Último Suspiro - Adolfo González
Con el Ultimo Suspiro
Tenacidad, resistencia y adaptacion
Adolfo Gonzalez
Derechos de autor © 2024 Adolfo González
Todos los derechos reservados
Primera Edición
PAGE PUBLISHING
Conneaut Lake, PA
Primera publicación original de Page Publishing 2024
ISBN 978-1-6624-9720-9 (Versión Impresa)
ISBN 978-1-6624-9737-7 (Versión Electrónica)
Libro impreso en Los Estados Unidos de América
Tabla de contenido
Acontecimiento inesperado
El segundo hijo
El pedimento
Inicio de un largo camino
Cambio repentino
Una vida mejor
Un nuevo miembro en la familia
Más sal en la herida
Aprendiendo a volar solo
Santa Claus y Los Reyes Magos
Visita inesperada
De regreso a casa
Retomando el camino
La graduación
El Entierro de mi padre
La madurez
La gota que derramó el vaso
La tierra prometida
Salinas la ensaladera del mundo
Un ángel en mi camino
De la amistad al amor
Mi vida de casado
Otra bendición de Dios y algo más
El comienzo formal de mi educación
Mi ingreso a la universidad
Servicio social comunitario
El día de la graduación
Reconocimientos: Extrabajador agrícola obtiene Licenciatura a los 58 años
Después de la tempestad llegó la calma
La transición entre la universidad y el campo laboral
Venciendo las barreras
Sobre el Autor
La ilusión de muchas jóvenes es encontrar a la pareja ideal, enamorarse, casarse, formar un lindo hogar, tener hijos y conseguir una vida estable; sueños que debería realizar cualquier mujer en el mundo sin ningún problema, ser feliz sin importar su religión, su condición social, política o económica, porque es un derecho divino, una ley natural, un regalo genuino de la naturaleza misma. Sin embargo, las leyes de algunos hombres inconscientes, carentes de sensibilidad, por años han pisoteado los derechos civiles de las mujeres; se han encargado de oprimir a las mujeres negándoles el derecho a la felicidad, el derecho a la igualdad, por considerarlas física y emocionalmente débiles. Estas absurdas y reprochables acciones, en algunos casos han relegado a las mujeres únicamente a los trabajos domésticos y a la procreación. Afortunadamente, las mujeres han demostrado tener valor, coraje, fortaleza y gran carácter para luchar y defender sus derechos y revertir progresivamente esta situación hasta lograr que sean valoradas, reconocidas y recuperar su lugar en una sociedad que era dominada únicamente por el sexo masculino.
Hace muchos años, en algunas comunidades indígenas de Oaxaca incluyendo mi pueblo, para las mujeres el derecho a la libre elección del matrimonio no existía. Los matrimonios solían ser arreglados por los familiares, por conveniencia para buscar una mejor posición social y económica o por cualquier otra razón, muy pocas veces las mujeres se casaban por amor. En algunos casos extremos, una vaca flaca, unos cuantos pesos y un garrafón de mezcal eran suficientes para que alguna jovencita menor de edad fuera cedida en matrimonio, arreglos que los padres concretaban con el consentimiento de las autoridades y el visto bueno de la sociedad que lo veía como algo normal.
Mi madre, la señora Carmen José Benítez, una mujer indígena zapoteca, también le tocó vivir y enfrentar esta situación; afortunadamente, mi madre luchó en contra de esa imposición y logró que se le concediera la libertad de elegir a la persona con quien ella quería realmente compartir su vida, un privilegio que muy pocas mujeres disfrutaban. El matrimonio de mis padres, el señor Mauro González y la señora Carmen José fue como un cuento de hadas, lleno de fantasías, sueños, magia y realidad, en el cual mi madre era la princesa, una doncella zapoteca y mi padre el príncipe azul, un joven zapoteco, un muchacho apuesto que en aquel entonces era el soltero más codiciado del pueblo, el anhelo de muchas doncellas y el orgullo de sus padres; pero gracias al encanto y la belleza de mi madre y ese corazón noble y puro que la caracteriza, ella fue la que conquistó a ese atractivo muchacho de quien muchas jovencitas estaban enamoradas. Después de poco tiempo de conocerse, el 29 de junio de 1945, mi madre de 16 años y mi padre de 19 años, se casaron muy enamorados, se juraron amor eterno, estar juntos en las buenas y en las malas, en la pobreza y la riqueza; el clásico juramento de los enamorados y la eterna promesa de amarse hasta que la muerte los separe, y sin faltar el solemne juramento, prometo serte fiel y hacerte muy feliz, protegerte y dar mi vida si fuese necesario para velar por tu bienestar, y amarte por toda la eternidad
. Un mandato que nuestra cultura indígena impone al hombre en el momento de casarse, defender y proteger a su esposa como un león, incluso dar la vida si fuera necesario. Cuenta mi madre que ese momento fue el más feliz de su vida, sus ojos brillantes como dos luceros, se llenaron de lágrimas por la emoción de ese inolvidable momento. Felizmente, mis papás unieron sus vidas y pudieron disfrutar las bondades del matrimonio. Aunque el matrimonio es una gran responsabilidad cívica y moral, también proporciona estabilidad emocional, convierte a las parejas más responsables para enfrentar los obstáculos de la vida con fortaleza y valor, y lo más importante, favorece la crianza de los hijos en un ambiente feliz, lleno de paz y tranquilidad. Estos beneficios eran los que mi madre siempre anheló; por eso, uno de sus máximos sueños era conocer un hombre bueno, íntegro y honesto, enamorarse, casarse y tener una familia con muchos hijos.
Por esos años, la situación política y económica mundial estaban tensos, había mucha desestabilidad y lucha entre los países europeos por la disputa del poder; adicionalmente, enfrentaban los efectos que había causado la gran depresión del año de 1929, que originó una crisis económica mundial que se prolongó hasta 1940. Los problemas sociales, económicos y políticos que agobiaban a millones de gentes alrededor del mundo, especialmente a la clase trabajadora, nunca alcanzaron a mis progenitores que ajenos a lo que estaba sucediendo alrededor del mundo, vivían y disfrutaban de su vida en una humilde comunidad zapoteca de la sierra Juárez de nombre San Andrés Yaá, alejados de todo contacto con la civilización moderna. Con gran nostalgia mi madre recuerda que en esos días ella se sentía la mujer más feliz del mundo; vivían con carencias y limitaciones económicas, sí, pero muy felices. Ella sentía que estaba viviendo en un paraíso terrenal al lado del hombre que siempre soñó, ese hombre de ojos negros y mirada serena, que con solo verlo, era capaz de poner el mundo de ella de cabeza. Mi padre por su parte se encargaba de llenar la vida de mi madre de dicha y felicidad con sus cuidados, con sus atenciones, con sus detalles amorosos y siempre con esa protección que le brindaba día a día. Mi madre de algún modo luchó y convenció a sus padres para que la dejaran elegir a su pareja en una sociedad donde la vida y el futuro de las mujeres eran decididos por los padres. Mi mamá luchó por defender sus derechos básicos como mujer, la libertad de actuar, de vivir y de elegir, para bien o para mal, pero por voluntad propia.
Así, transcurrieron los primeros años de matrimonio de mis padres quienes vivían en una casita humilde hecha de adobes y tejas, una casita que fue un regalo de bodas que mi madre recibió de parte de sus papás y que fue por muchos años el hogar que los cobijó y les brindó un techo seguro donde descansar después de las arduas labores del campo. A pesar del cansancio de mi padre que las largas jornadas de trabajo en el campo provocaba en él, nunca dejó de sonreír. Siempre atento a las necesidades de mi madre, siempre atento y servicial con las personas que lo rodeaban, siempre tenía una sonrisa que dar a los demás. Sin embargo, faltaba algo para complementar la felicidad de mis padres; un hijo, esa bendición celestial que significa tener ese hijo que hace vibrar los corazones de los padres y llenar de júbilo sus hogares.
Transcurrieron algunos meses cuando una mañana cálida de marzo, mi madre le dio la noticia tan esperada a mi padre, por fin el regalo que tanto le habían pedido a Dios en sus oraciones diarias, se hacía presente; mi madre estaba embarazada. Con la llegada de la primavera, los días más largos y soleados, el reverdecimiento de los campos, los rosales floreando y el dulce canto de las aves que alegraban los ríos y montañas, también llegó la dicha, la felicidad y la esperanza de un nuevo ser al hogar de mis padres. Los dos abrazados lloraron de alegría ante tan esperada noticia y mi madre entre lágrimas y risas, en aquel momento de infinita alegría le prometió a mi papá que le daría un hijo varón, que su primogénito sería un niño y que lo llamarían Miguel, en honor al arcángel Miguel. El arcángel Miguel según la sagrada biblia, siempre luchó para combatir el mal.
Ante tan agradable noticia, mi padre se arrodilló frente a mi madre, con lágrimas en los ojos por la emoción, la tomó de las manos y con ternura le recordó lo mucho que la amaba y le dio las gracias por haber conquistado su corazón y ahora por albergar en su vientre el fruto de su amor; le recordó que no se había equivocado al elegirla como esposa, que a su lado, él era inmensamente feliz y que siempre iba a permanecer a su lado por toda la eternidad sin importar lo que pasara, sellando ese juramento con un tierno beso que me imagino hasta Miguelito pudo percibir con sus escasos días de gestación.
A partir de ese momento, durante meses, por las tardes mi abnegada madre se dedicó a elaborar prendas para niños, los clásicos pantalones blancos de manta con el ceñidor rojo y sin faltar el sombrero de palma que es el atuendo del hombre serrano dueño y amo absoluto de los ríos y escarpadas montañas que conforman los espectaculares paisajes de la sierra Juárez. Todas las tardes de verano con su embarazo ya avanzado, ella contemplaba la maravillosa puesta del sol mientras aguardaba impaciente la llegada de mi padre para que juntos le platicaran al bebé lo mucho que lo querían y lo que significaba para ellos. Así, pasaban horas y horas juntos los tres corazones palpitando al mismo ritmo, hasta que comenzaba el maravilloso espectáculo de millones de estrellas que brillaban con tanta intensidad como lámparas colgadas en el espacio iluminando las noches y el rostro feliz de Miguelito, era tiempo de meterse a descansar, porque la luna a su vez les recordaba que pronto vendría un nuevo amanecer.
El desarrollo del embarazo de mi madre fue transcurriendo sin ninguna complicación, gracias al gran trabajo que realizó la señora Andrea, la curandera y partera oficial del pueblo. La partería, una práctica ancestral que se fue pasando de generación en generación y que la señora Andrea dominaba a la perfección, su invaluable conocimiento sobre plantas medicinales y su dominio pleno de los rituales espirituales propios de la comunidad indígena, ayudaron en gran medida al buen desarrollo del embarazo y la asistencia con el alumbramiento. A medida que su vientre crecía, también aumentaba la curiosidad de mi padre por saber el sexo del bebé; la partera con su gran experiencia podía predecir con exactitud el sexo del bebé de acuerdo con su posición fetal, era por eso por lo que mi padre le insistía la revelación del sexo del bebé. Un día la señora Andrea le explicó a mi padre sobre la predicción del sexo de los bebés, le dijo que cuando el bebé se aloja en el lado derecho del vientre, generalmente es un niño, cuando se encuentra en el lado izquierdo es una niña; ante tal explicación mi padre interrumpió violentamente a la partera y le dijo:
—Dígame por favor, de qué lado se encuentra alojado mi hijo —la partera lo miró fijamente y respiró profundamente, después de un momento de suspenso que hizo desesperar a mi padre, la partera le respondió con voz lenta y pausada:
—Se encuentra exactamente en medio del vientre de tu esposa —, dicho esto, soltó una tremenda carcajada que dejó completamente confundido a mi padre. La partera Andrea, sabiendo que el bebé estaba en el lado derecho y que con seguridad sería un niño, quiso hacerle una broma pesada a mi padre que no salía de su asombro preguntándose entonces qué significaba el hecho de que se encontrara justo en medio. ¿Tendría que esperar el resto del tiempo para saber la verdad? Efectivamente, así fue, la partera nunca le reveló a mi padre que era un niño, hasta que el gran día llegó y todas las dudas de mi padre se despejaron.
Días antes del alumbramiento, la partera preparó física, emocional y espiritualmente a mi madre para aquel sublime momento que significa para la mujer dar a luz un bebé. Le dijo que ser mamá es una bendición de Dios, pero también es una responsabilidad grande traer una criatura al mundo, educarlo, enseñarle los valores morales y espirituales y sobre todo, enseñarle el amor a Dios, a la naturaleza, al fuego, al aire, a la tierra, a los animales y a la naturaleza en sí; y el mandato universal que nuestros ancestros nos han inculcado por cientos de años que es el cuidado, el respeto y amor a nuestros semejantes. Sin embargo, no estaría sola, ya que parte de esa responsabilidad le correspondía a la partera que después del nacimiento de una criatura, oficialmente se convertía en la