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El que se miraba los zapatos
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Libro electrónico429 páginas6 horas

El que se miraba los zapatos

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Cuando vivir no es volver, porque la vida desaparece ante tus ojos, solo cabe una decisión: huir. Pero no es fácil, porque no nos han enseñado a abandonar lo que nos han dicho que era bueno para nosotros. Entonces la cotidianidad nos hace vagar moribundos. Existen momentos concretos donde podemos cambiar esa realidad. Este es uno de ellos. Un personaje delirante lleva a tres mujeres a enfrentarse con su intimidad recreada para sobrevivir y a la farsa de una sociedad marcada por la desigualdad. Deberán elegir, permanecer o revelarse. Prejuicios, contradicciones y paradojas recorren con humor imprevisible y salvador vidas colaterales y disparatadas que el azar caprichoso ha puesto en juego provocando una convivencia que será decisiva.

IdiomaEspañol
EditorialEditorum
Fecha de lanzamiento20 feb 2024
ISBN9788494793141
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    El que se miraba los zapatos - Alberto Merchán

    I

    Ya en la calle, después de traspasar la gran giratoria con aspas de cristal al segundo intento, dubitativo y habitual, de ahora no ahora sí, aturdido y sucio por lo que acaba de consumar, ansió una bocanada de aire que penetró contaminado, como su conciencia. La luz vertical de un sol, pensó justiciero, le llevó las manos sobre su rostro afectado y por su pesar sombrío, de ese afligimiento de ¡qué acabo de hacer, Dios mío...! Aprovechó la reacción defensiva para ocultar una mueca extravagante. Abrió la boca como si se tratara de unas fauces, emitiendo un aullido sordo de dolor que encogió lágrimas impedidas de las ganas de llorar, porque se acababa de dar cuenta de que ya no había marcha atrás, porque se acababa de dar cuenta de la barbaridad cometida. Enclavó su puño derecho en su mandíbula mordiendo los nudillos salientes del alma, infligiéndose el daño de los desesperados.

    Dio unos saltitos ridículos, instintivos de la inconsciencia frente a la ansiedad, alejándose por la amplia acera de consumidores paseantes que daba acceso a la Torre Integral Center, en el eje neurálgico de la ciudad, el verdadero distrito de las vanidades donde trabajaba. Con sus 37 plantas aparentes por avistadas desde el exterior en inclinación forzada al recuento de hasta cuántas son, la gente se acercaba cuando deberían alejarse para obtener una mejor perspectiva, en su día fue el más alto y recibía visitas guiadas. Desde aquel edificio One se promovían oficinas de alto standing liberadas/lideradas por profesionales que iban a lo suyo, al tajo, a la tajada, disimulando normalidad, en connivencia con zonas comerciales presididas, como el que no quiere la cosa, por primeras marcas internacionales: espacios hedonistas dispuestos con la discreción de salvaguardar la intimidad pero sugiriendo que allí se satisfacen prohibidos con protocolo de bienvenida al cava, de sérum, para que el tiempo transcurra benévolo, y donde los pecados veniales equilibran moderando/moldeando sus efectos, sometiendo sin estrés a una ejemplarizante gula en su particular vuelta y vuelta por una restauración reconocida que promueven chefs galardonados como generales, pero en el arte de la cocina, y acomodan su particular subterfugio a modo de retiro voluntario pero al alza de tres al cuarto tenedores como estrellas Michelin. El exceso del lujo no genera sobras.

    Aquella confusión hoy no solo afloró provocada por la fortuna caprichosa y carente de inocencia traviesa al no pertenecer Jacinto a ese inframundo, sino que hoy caía sobre él como una losa de mausoleo del mismísimo mármol blanco de Carrara en ceremonia de comunión con el real de China que lucía resplandeciente en el ostentoso y macabro hall. Se hallaba muerto en un absurdo, emboscado en un jardín zen diseñado para transmitir una paz artificial, impostada por la tendencia occidental de recrear valores orientales a modo de todo a 100, empeño del iluminado espiritual de turno que pretendió ejercer de salvador dejando su impronta, recreando un ambiente capaz de implorar lluvia sin sacar Santo. En aquel espacio liminal todo valía, y aquel edén falsificado formaba parte de esa antesala a la plataforma abierta de ascensores, espejos y escaleras eléctricas en pleno rendimiento sin ser hora punta: gente portando bolsas de esas que da pena tirarlas, porque ¡imagina lo que habrá dentro!, se mezclaban compinches con maletines de marcas de lujo, de Hermes para arriba, que a saberse qué secretos guardaban con tanta discreción indiscreta ejecutiva. El bullicio contenía trasiego elegante sin ruido ni aspavientos. De fondo un hilo musical, más hilillo, que hilvanaba una moderación recreada de miénteme, como si se tratara de una publicidad de otro mundo para atraer minorías VISA cada vez más numerosas según donde te encuentres, no importa que sea AMERICAN EXPRESS, ¡rápido, rápido, que se acaba! Viva el consumo responsable porque aquí hay dinero.

    Jacinto no podía quitarse la zozobra que invadía su interior, ambientado en ese espectáculo de la vida posverdad de un espacio exterior dentro de un edificio, de los llamados inteligentes, del que salió sobrepasado, con el zumbido que le pululaba de una banda sonora gentil y los aromas confortables que incitan a comprar o sentirse diferente pero mejor.

    Restregando su hombro izquierdo por las paredes de los edificios que se iban sucediendo, caminaba enjuto de Cuasimodo. Ya de pequeño Jacinto no aprendió, ni nadie le enseñó, a mantener la mirada, y aunque fuera un experto en ocultarla, hoy sentía las de los cruzados, por la calle principal Gran Vía Tangencial, más próximas, más pendientes de él, como si le hablaran y le acosaran ¿qué has hecho Jacinto?, ¿qué has hecho que ahora ya no tiene remedio? Miradas inquisidoras que le hablaban, que le hostigaban. Oía sus voces delatadoras, las voces soniquete en rezo de los cruzados justicieros, así imaginaba a las gentes con las que transitaba y que él llamaba cruzados. Se paró, encogió el cuello, elevó sus hombros unos segundos y continuó con su manía de esquinarse. Evitaba los escaparates separándose repentinamente unos metros, caminaba construyendo una línea de murallas invisibles/inservibles, para volver a la querencia de las tablas como el toro miedoso y manso en un ruedo, para Jacinto el ruedo impostado de la vida. Restregó su hombro izquierdo con la calorina metida en sus venas entrando en sofoco.

    El primer aviso le llegó al intentar cruzar de calle a la zona de sombra, un taxista frenó, pero reanudó la marcha a lo suyo, con un cabreo que se las llevaba tras uno de Uber. Hace un tiempo, «el peseta» le hubiera montado un pollo del tipo bramido castizo de ventanilla abierta con codo por fuera «¡que no se entera, hay que mirar paleto!», siendo el taxista de provincias y de ahí su prescripción, receta del autoconocimiento fruto de la ignorancia atrevida a un volante prostituto y quizá prostituido.

    El susto del bocinazo, tipo feria coches de choque, no le quitó el que llevaba en el mal cuerpo que se le estaba poniendo. Ahora, ya en el otro lado, restregaba el hombro derecho y se pronunciaba exactamente igual, quizá más siniestro a pesar de ir por la diestra. Los cruzados dejaron de hostigarle y en su cabeza se hizo un silencio perturbador, el hilillo de música desapareció, alguien ahuyentó las voces y Jacinto balanceó bruscamente la cabeza, como queriendo agitarla para que incomprensiblemente volvieran a sonar en su interior. Una profesora de infantil, de los múltiples colegios por los que pasó, le reprochaba que tenía la cabeza de chorlito y Jacinto, de las pocas veces que se atrevió ni tan siquiera a contradecir, le susurró que de sonajero, «de sonajero dice mi mamá».

    El segundo aviso, más sonado por tratarse del frenazo del autobús descapotable, por turístico, que hacía un itinerario mareante y guiado de izquierda a derecha por una voz auricular sobre sus pasajeros ávidos de captación de instantáneas, rechinó traqueteando por su motor diésel clavando sus frenos como si fueran los dientes de un dinosaurio carnívoro, el Dilophosaurus carroñero masticando una presa. Dentelló desigualmente en los oídos de los turistas provistos en la azotea del propio bus y sobre los viandantes de a diez metros a la redonda. Un grito unánime, nada desgarrador, algunos cerraron los ojos, como el que no quiere ver más y los que los mantuvieron abiertos sacaban fotos con diferentes dispositivos, incluso con cámaras verdaderas expresas/exprés del tipo Canon o Nikon según el rasgo de ojos, tampoco reaccionaron mejor. No hubo héroes, el muchacho o lo que fuera, es decir, Jacinto, permaneció enganchado entre el gran retrovisor derecho y su rueda delantera, engullido hasta la cintura. Se temió lo peor, fue arrastrado unos metros, los justos para quedar todo en un susto, que comentarían luego los de los ojos abiertos, los cerrados asintiendo, mientras los de los rasgados que lo flasheaban y quizá los más frívolos se empeñaban en retener un espectáculo excitante... «Solo ha sido un susto», el chófer le inquirió escudriñándolo para gritarle ya a salvo de todo menos bonito, tampoco lo era, bonito, pero no le refirió paleto que es más propio de taxistas en apuros, exfumadores de carrera de bandera bajada. Desde el tendido turístico, un extranjero de Texas por el aspecto fornido con botas cowboy incluidas y su impronunciable acento lacero y profundo, acertó a comentar, apoyando su barriga en la barandilla superior de protección del descapotable y sujetando su sombrero también picador: «en España todo se queda en un susto, como en los toros o en las corridas». Volvió a incorporarse a su asiento recobrando su aspecto original pues por un momento se mantuvo drag queen en cabalgata de Orgullo Gay, desviando la atención de los flashes.

    Jacinto se sacudió, también en general, sin poder quitarse lo que acaba de acontecer, no el accidente, «susto fortuito del que ya saldría» pensó escapando trastabillado y avergonzado mirando también a la izquierda y a la derecha, sino de la verdadera distracción que le condujo al revolcón. Jacinto era de pedir disculpas, aunque él no hubiera tenido la culpa, se alejó entre ellas sin dejar atrás el aturdimiento y la flojera que permanece tras un hecho ridículo que te deja en evidencia y turbado. El matador quiere más y el cobarde se retira a chiqueros. Sintió vergüenza sin llegar a percibir humillación, quizá porque su vida transcurría con un telón de fondo de episodios bochornosos y pavor superado por la constancia que cae en costumbrismo. Lo llamaba el avituallamiento, que lo había oído en otro tour, por pensar que provenía de hábito que no el del monje y sí del gregario indispuesto.

    Tomó respiro tras el acelerón de sus pasos desacostumbrados a excesos, una vez despistada la atracción turística itinerante, apoyándose en un soporte marquesina urbano que le provocó un efecto rebote al alzar la vista y ver los grados que marcaba digitalmente junto a una hora que en cualquier otro día hubiera significado estar muerto de hambre. Le provocó más sudores de los que traía, se secó la frente con la palma de su mano derecha dejando un cerco negro asfalto que le caía por las mejillas, como si se hubiera desmaquillado, pero sin llegar al efecto panda. Miró su mano manchada y se la pasó por la manga izquierda de su camisa, luego sobre su barriguilla prominente y fofa, como acariciándola, sin todavía haber digerido la barbaridad que hacía escasos veinte minutos había cometido.

    Jacinto poseía una capacidad de distracción fatal causante de muchas de sus desdichas, pero también de no haber muerto en el intento de supervivencia en el que se había convertido su vida desde temprana edad, teniendo que malvivir en su deambular por esta odisea sin héroe. Reanudó su agobio, como si lo hubiera aparcado, chorreó, y volvió a secarse como lo que era, solo una criatura. Ya hecho un cristo, esta vez además de recorrer con las manos a modo de espátula limpiacristales su cuerpo tratando de secarse, olió su propio sudor confiriéndole cierta similitud con otro del que su distracción trataba de evadirse cuando compartían servicio de ruta. Continuó su paso fijo discontinuo, se contempló por una vez como si se le hubiera escapado, de refilón, en un escaparate y vio a un tipo que se miraba los zapatos. Con el pudor de reconocerse por un momento permaneció inmóvil hasta dibujar con el pie círculos en el suelo, aún con la mirada sin levantar, ya no le importaba que le observaran, como si hubiera hecho pie tras varios intentos. Quietud entre tormenta mental. Vacilación y espera.

    A Jacinto le habían contado que en otro tiempo la vida no transcurría con prisas. Lo más rápido de las prisas es que el agobio llega sin que te dé tiempo a reaccionar. El secreto para espantar los agobios es ignorarlos y para eso Jacinto aprendió a mantener la mente en blanco, lo que para él venían a ser sus distracciones también fijas no discontinuas. Nunca le supuso esfuerzo mantenerse en blanco, como una papeleta electoral en la urna que sin decidir nada decide. Jacinto nunca decidió en nada, a pesar de ir por la urna de cristal de la vida como una papela en blanco. Aunque a veces los que realizaban el recuento lo considerasen nulo.

    —Menuda papeleta te ha caído.

    La frase recuento suponía un mensaje sin botella, pero sí con sabor a bocadillo de tortilla de patata y cebolla, mucha cebolla. Era de uno de esos colegas lechuguino y de trabajo, con cargo de supervisor en la empresa de vigilantes de seguridad privada, donde Jacinto venía ejerciendo desde hacía dos años grismente, como su uniforme. Para su compañero supervisor, todos los compañeros que tenía Jacinto eran superiores en grado a él en todos los niveles y antigüedad, sus contratos eran por obra sin reserva de fechas ni de finiquitos, cualquier momento era oportuno para el almuerzo y para papeletas. Iba repartiendo papeletas siguiendo el procedimiento de al tun tun, y hoy, como todos los días, antes de empezar la jornada laboral, Jacinto recibió la ficha del servicio para el furgón blindado que hacía el recorrido de la identificada internamente como ruta Rexona, según se oliera. Nombre dado por el hedor que desprendía el sobrino del gerente del banco, que en las plicas lo incluyó indispensable y adscrito permanente al servicio de recogida de fondos para reposición de cajeros, exento de papeleta porque ya tenía la de ser el enchufado. La práctica habitual era la de un enchufado por cliente, a veces incluso trifásicos.

    «Otra vez yo, me tocó la semana pasada ¡que la haga otro!» pensó para sí Jacinto. Con la mirada en sus zapatos solo acertó a decir:

    —Sabes que me mareo.

    Cerró los orificios de la nariz encebollada ya por el aliento próximo, acelerando el proceso de mareo al quedarse sin aire. El supervisor se le pegó sin remedio de separación, nariz con nariz, ten con ten, «la ruta Rexona y sin rechistar» le vino a decir con palabras de aliento sin dar paso a mayores comentarios. No se sintió aliviado.

    —En ese servicio de transporte de fondos, se marea hasta el más pintado —masticó desencajando un trozo de cebolla que se le prendió en su dentadura postiza, casi propinando un golpe a Jacinto por cercanía como queriendo quitar cebolla al asunto.

    Todo el mundo sabía que aquel tipo contaba con una postiza porque le arrancaron los dientes en el único atraco de trascendencia en el sector y las malas lenguas dejan caer que se coció desde el propio sindicato con el beneplácito de la patronal. Lo que se dice crear demanda.

    —No, si ya, pero es que yo me mareo si no conduzco, es un servicio que no es para mí, puedo dar más de mí en suelo fijo —aclaró Jacinto aprendido en el oficio de hablar en alto para él.

    El supervisor–repartidor de papeletas sin dar crédito le ignoró dándole la espalda. Prosiguió con su misión, parándose en seco tras unas cuatro zancadas con botas y dándose precipitadamente la vuelta. Divisó a Jacinto en un movimiento de ojo mirilla ajuste tirador, lo enfocó asomado por la celosía en penitencia de la parte trasera del furgón que emprendió su ruta, no tenía carnet de conducir según su ficha. La semana pasada le retiraron de otro servicio de más altura porque comentó que padecía de vértigo congénito. Reanudó su paso con ese échale restos «de a mí, a estas alturas me la va a meter porque una cosa es que sea buena gente y otra...».

    Jacinto cerró la trampilla ocultándose en su resignación blindada, también porque no era de aguantar miradas, nunca acabó de entender por qué su inocencia de serie tampoco le amparaba o le concedía alguna indulgencia.

    Está incomprensión no se desvanecía de inmediato a pesar de su inaptitud para concentrarse en cualquier tarea. Entonces bajo este influjo se aferraba a una de sus únicas esperanzas, saber que poseía un hogar. Mamá le repetía como un mantra que al menos, no estaba obligado a la búsqueda de ese hogar perdido que tantas degeneraciones conllevaba, «Jacintillo, nunca te faltará nuestra casita», lo que le permitía imaginar que una vida mejor era posible, un sueño, aun sabiendo que se trataba de improbables que era de lo que estaba llena su existencia, desde su hogar al menos era posible ilusionarse. Sonrió al refugiar sus pensamientos en la realidad de su casa a la que ahora se dirigía más por propensión que por ánimo.

    «Seguro que mamá permanecerá pendiente y se extrañará de verme llegar a estas horas tan tarde. Mamá nunca pregunta porque yo se lo cuento todo. Por eso no habrá querido llamar para saber de mí y que si iba porque siempre voy, ¿a dónde voy a ir?». A partir del mediodía su ruina se complicó, sucedió con esa premura de las ideas inducidas que te meten en la cabeza y que cuando ves la mínima oportunidad te lanzas a por ella porque te han convencido de que es tu única salvación, llevando a Jacinto a unos límites desconocidos. En esas circunstancias el tiempo deja de comportarse regular y empieza a fallar como todo a tu alrededor. Arrebatado, con tan solo imaginar la reacción de su progenitora sintió la impotencia de infringir dolor al ser que más quería en el mundo y desde el que su vida proyectaba esos anhelos de su lugar justo, donde le trataran sencillamente como a uno más, no como a uno de menos, como un menos que resta. Retorcido en su calamidad marginal, por su ingenuidad para tratar las cosas de la vida, volvió a llevarse las manos sobre su cabeza implorando consuelo o retroceso del tiempo para revertir una idea algo más que desatinada.

    Jacinto a lo largo de su trayectoria vital no se le contaban ideas y para una que había tenido, la pinta que tenía era de acabar muy mal. En su gremio ya se sabía que no se podía contar con ideas propias, de ahí que fuera el único trabajo que pudo conseguir sin someterse a ninguna prueba de solvencia salvo la entrevista personal con un tal Oscar Pérez, subjefe de personal o segundo de a bordo, de contrastada experiencia como subalterno y con grado en Fisioterapia, que al tener que cubrir una baja imprevista, una urgencia, encontrarse solo ante el peligro por ausencia de su jefe y no contar con personal, siendo el tipo que tenía enfrente de medidas estándar, le comentó en vivo y en directo que si quería empezar ya, lo que era ahora mismo, el puesto era suyo. Por un instante Jacinto estuvo a punto de comentar que debía consultarlo con su mamá, de hecho, iba a hacerlo cuando el tal Oscar Pérez se pronunció por una centralita tipo walkie talkie de las del Vietcong:

    —Tango, Tango, ¿me oyes? Servicio cubierto.

    —Aquí Charlie. Eres el mejor, el mejor, ¡bravo, bravo! ¡Óscar,Óscar! —se oyó una voz envuelta en papel de plata de fumar—. ¡De puta madre, tío! Tráelo cuanto antes.

    Oscar Pérez sintió el placer del deber cumplido con creces o sin ellas.

    Cuando Jacinto quiso reaccionar, lo que era una de sus incompetencias, no reaccionaba ante nada, sin saber cómo se encontró en traslado dentro de un vehículo que su superstición interpretó blindado por amarillo y embutido, como una longaniza, en un traje gris amplio, pensó Jacinto «para estar cómodo en la cabina tipo vendedor de la ONCE» donde le acababan de depositar, y que siempre le encantaron, a pie de obra, con la consigna de que tú estate aquí dentro y no dejes pasar a nadie. A la hora, a Jacinto todos los infortunios le coincidían con la de la comida, y ya de servicio y tranquilo, se acordó de llamar a su mamá, creyendo que la intención que tuvo en la oficina con Oscar Pérez se había convertido en aviso y aprobación.

    —¡Mamá, que estoy trabajando! —gritó con un entusiasmo impropio y desacostumbrado porque era la primera vez que trabajaba.

    Jacinto no era de improvisar y mucho menos de tener todo bajo control. La cabina, típica garita modular de seguridad, solo poseía una pequeña ventana que daba a la zona de entrada y salida de la obra. La opacidad mantenía su privacidad. Habló por su móvil con la premura de quien no hace lo debido y se salta una norma ocultándose a la vista de curiosos, chivatos y a saber, que siempre hay alguien que no debe cuando uno baja la guardia. Retiró lentamente hacia adelante su trasero del respaldo de la silla de ruedas desgastadas y paticoja. Se venció bruscamente golpeándose la frente con el cristal de la parte de la ventana que permanecía cerrada. El golpe fue seco, quedando encajado con las rodillas flexionadas que le parapetaron junto a uno de los cojinetes sin funcionalidad que hizo palanca, por estar en las últimas, quedándose atrancado en un pequeño bache que mostraba un suelo de cemento sin pulir y descorchado. Reaccionó aparatosamente, preocupado más por si alguien le había visto, en una acción de disimulo patética pues aún mantenía la frente pegada al cristal que no se rompió de milagro. Confortado por la tranquilidad exterior, continuó a lo suyo. Inclinó la cintura en una postura abdominal forzada para sus capacidades, menguadas por exceso de volumen, produciéndole un tirón que le provocó un dolor agudo, retorciéndose y quejándose hasta que, en un intento desesperado, antes de caer extenuado, acertó a estirarlo aliviando momentáneamente el punto. Sin recuperarse volvió a asomar sus ojillos por la ventana apareciendo y desapareciendo como el muñeco pelotazo cabezón de esos de las ferias.

    —¿Qué te pasa?, ¿por qué gritas? —se alarmó su mamá al oírle, la sola llamada ya le produjo inquietud y el estruendo de fondo preocupación real.

    —No, no pasa nada, solo es un tirón en la barriga, un punto de los que me dan, en la parte de abajo —tranquilizó moderando los quejidos aun oyéndosele con escaso aliento, tocándose en frote los michelines, como si fueran su bien más preciado, que su trabajo le había costado en el desempleo permanente hasta ese justo instante—. Te decía que estoy trabajando, en mi puesto de trabajo.

    Recuperado, también la visión y la perspectiva en el horizonte, sentado con normalidad en su silla taburete paticoja y desgastada de la cabina, repitió con un orgullo un tanto dolorido por el esfuerzo desacostumbrado de un tirón que siempre pegan a destiempo.

    —¡No me digas que estás trabajando, mi criatura! —se oyó a su mamá entre un tono de plato mixto menú, de alegría esperanzadora y pena por pobrecito tan joven con tan solo 33 años y con esa debilidad de voz que temía preguntarle que en qué, «Dios mío que se me llevan los demonios si no se lo han llevado antes, en qué estará metido esta vez».

    —Mamá, ¡que estoy trabajando! —entusiasta Jacinto, si cabía, en la cabina, por aquello del que no cabe en sí, con mayor entusiasmo de cuando tenía que dar alguna buena nueva, de tiempo en tiempo, recuperándose del dolor abdominal, como si fuera un convaleciente/combatiente.

    —Si ya, ya, criatura, te he oído, bueno, mejor me cuentas en casa en qué estás trabajando no vaya a ser que el primer día te vayan a llamar la atención —acertó a comentar con esa ironía natural la mamá de Jacinto, con las dudas abiertas como poros.

    Sencillamente prefirió no entrar en detalles y rezar como rezan los no creyentes necesitados. Lo llevaba haciendo 33 años con el resultado consabido de que los milagros no existen o quizá sí. De lo que no la librarían sería de la novena prometida al párroco de la Iglesia San Antón, «si mi Jacintillo encuentra trabajo le hago una novena»...

    —Como si las novenas se hicieran así porque sí —contestó don Marcelino arrastrando la sotana que le impedía proyectar sombra, un día le debería coger el bajo.

    —Te cuelgo, entonces te cuelgo —bajó la voz Jacinto por aquello de que no le pillaran al no atreverse a volver a flexionarse en contorsión dolorido.

    A cualquier otra madre se le hubiera ocurrido por defensa personal colgarlo hace tiempo, «mira que te cuelgo», pero la mamá de Jacinto se resignó y uno cuando se resigna es para toda la vida, sin remedio ni constricción constreñida. Inmediatamente se colgaron sin colgarse. La mamá de Jacinto aprovechó y llamó ipso facto al tío Pablo, su hermano menor por mucho, única persona con la que intercambiaba el devenir de su criatura, resultándole más fácil confiarle miedos que no se atrevía a compartir con Jacinto por si le afectaban. Lo peor es que a Jacinto le pasaba lo mismo y Pablo, que curiosamente ejercía de trabajador social, no encontró inconveniente en llevarse al trabajo la familia o la familia al trabajo desempeñando su labor de tutor externo oficial, porque su hermana mayor por mucho, no salía de su casa a no ser para hacer la compra del fresco. Decía que en el exterior existe la burla y el rechazo hacia los débiles lo que traslada tristeza al interior, porque no existen respuestas. Es la pura hipocresía de la sociedad que se mantiene en la ignorancia, y yo hermano, me he cansado de luchar contra las élites que han construido el mundo de la desigualdad. Prefiero mi hogar, nuestro refugio donde permanecer esperando cada día vuestro regreso.

    Desde ese sentido vital organizaron sus vidas. Hoy no sería un día diferente, inevitablemente razonaron por teléfono, los dos hermanos por mucho, que se hacía necesaria la intervención de Pablo, a saber esta vez dónde se había metido y con quién el que llamaban en casa a veces la criatura y mamá su Jacintillo.

    —Anda, ven sin falta para mi casa, que como te lo estoy contando, mi criatura dice que tiene trabajo. El Jacintillo.

    Colgó el teléfono y cruzó las manos sobre el regazo con la entereza latente, disimulando turbación. Resolló.

    Silencio...

    II

    Las gafas de cristales oscuros dicen que son para el sol y en las ópticas todos saben que su uso es multi. «Hola, buenos días, sí, qué desea, unas gafas para ocultar las ojeras/orejas, las quiere de pasta gansa o más económicas que disimulan las patas de gallo, nos acaban de llegar unas para angustias polivalentes y policromadas que sirven también para proteger a los de ojos débiles y lágrima fácil progresiva».

    Ágata engafada especuló con la última conversación amable mantenida, estirada hasta tensionar a la ironía como los largos soliloquios, tirando de una silla bebé y de paseo, la Citylife Ruby, Chasis Negro Recaro 6 M+ que su marido reciente, de nombre Guillermo y apellido Gomendio, de los Gomendio de toda la vida, se empeñó en adquirir, previendo su particular uso limitado, no era de tirar ni de empujar, pero al fin y al cabo en las ocasiones que tocara procuraría no parecer ridículo, como esos otros padres en los que últimamente su atención se desviaba y que calificaba de absurdos y de postureo social, que ahora estaba muy de moda lo de las tareas compartidas. El Citylife Ruby es elegante, de fácil manejo, máxima comodidad y como persuadía la publicidad, ideal en la vida cotidiana para tu pequeño y para ti. Además, se trataba de Recaro, una marca de reconocido prestigio como proveedor de asientos deportivos para automoción y lo que aún le ponía más, los sillones del banquillo de los jugadores del Real Madrid, su equipo del alma. «¡Hala Madrid, hala Madrid, si le canto algo, le canto el himno a lo Plácido!», ocurrencia que compartió, de las escasas ocurrencias y cosas que compartía con una Ágata que ni en sus mejores momentos lo encontró gracioso.

    Ágata buscó la sombra de un mediodía que venía pegando. Quizá, divagó desde su desconsuelo, si alguien me viera pensaría, pudiendo precipitarse, que me han pegado. El sonrojo irritado le salía por las comisuras de sus gafas de sol, si las gafas de sol poseen comisuras. Caminaba llorándose sin gemir, que siempre podría echarle las culpasal bebé, ¡cállate, cállate que ya vamos para casa y te doy! Pero a Ágata nadie le había dado, ni metido, no se trataba de una maltratada gracias a todos cada vez menos solas. Ágata empujaba deportivamente la decepción en forma de carrito sport y pijo, sin hallar consuelo ni creerse que su única salvación de momento babeaba mucho, dormía poco, comía bastante y cagaba, cagaba como el padre. Ella, que era estreñida solo para eso, debía soportar la abundancia en el ojo ajeno de miras más corta que ella.

    El muy hijo de su madre, doña Elvira Berasategui de armas heráldicas, porque se las daba de noble, ejerciendo de escudo de su Guillermo varón/barón según sus ínfulas a lo Gomendio.

    —No debes tenérselo en cuenta, trabaja mucho y siempre está pensando en vosotras.

    Letanía de creyente de doña Elvira Berasategui que aún tenía fe en su hijo y que por haber pasado por lo mismo con su esposo, que Dios lo tenga en su gloria, hablaba desde el ventajismo obtuso de tratarse de su Guillermo, a pesar de que este sometía a su nuera a un ostracismo post casados/cansados.

    Ágata que nunca la tuvo en cuenta porque supo desde el primer instante de conocerse que no alcanzaría su bendición, a pesar o por su falsa amabilidad, escuchaba sin escuchar pues solo oía sollozos pesados de su bebé, que para más colmo era una niña de carácter, cuando a todos les era indiferente el sexo del bebé, que lo más importante es que venga bien, excepto para doña Elvira Berasategui y Guillermo que deseaban fervientemente fuera varón/barón y Gomendio. Quizá por eso, dedujo Ágata, desgastada en justificaciones de por qué a ella, consideró la apatía de Guillermo en los primeros meses de pasajera. En sus paseos alargados de cobijo, como sus gafas de sol, y se me cae la casa encima, sus labios oscilaban con la lasitud de sus lecturas precoces y románticas con las que aprendió a encontrar en la lectura la compañía que le faltaba. Ahora rompían en movimiento con el tedio componiendo sus pensamientos aflorados porque no aprendió a sentir sin mojar sus labios, sin que ellos se pronunciaran «que no nos preste mucha atención ni a la niña ni a mí no debe sobrepasarme, tengo una responsabilidad mayor que es cuidar de mi hijita». A veces también lagrimaba y la amargura le impedía continuar la lectura, desarrollar sus pensamientos. Cuando se llora en desconsuelo se deja de pensar en lo que te provoca el llanto. Se llora sin más, sin tapujos ni pañuelos. «Quiero unas gafas oscuras de tonadillera», iba decidida hasta que sonó el aviso campanil alertando de una cliente entrando, y un joven solícito se ofreció con amabilidad a ayudarla, «seguro que tú no sabes de tonadilleras», «no la entiendo, señora, que dice...».

    Lo de señora la primera vez resultó fatal y venía de la parte resolutiva de Guillermo con la inestimable ayuda de Elvira Berasategui, «anda, hijo, ponle a una niñera ¡qué van a decir!». A los dos días de regresar de la clínica parida le puso a una chica, la que un día le comentó por alto y dando por hecho «te voy a poner a una chica» y lapresentó como «aquí la señora Ágata». «Ágata mejor» ipso facta saltó con el pavor del acomplejamiento y de jamás imaginar ese tratamiento, quedando ya para siempre, al menos para la chica como La Señora, a lo que se fue acostumbrando reduciendo el rubor sin llegar a entusiasmarle, al fin y al cabo, se trataba del mejor trato recibido por aquellos días, excepto en las visitas ocasionales y distanciadas de su madre Mercedes. «Llámame Merche», hippy trasnochada de paz y amor en plan bien, y con el privilegio de saber escuchar asintiendo lentamente, con una sonrisa de gratitud, en cada confidencia de su hija. Se acercaba para acallar su remordimiento de madre no reconvertida en abuela, disimulando en carantoñas, «qué bonita está la niña, madre», también le echaba un ojo y mirándola de reojo, de ex-colocada de dieta blanda y con una admiración incierta, le comentaba, «fíjate qué gracia, te llama Señora». Los estragos de una vida azarosa con olor a mariguana confunden o sencillamente no autoriza consejos burgueses siendo su preferencia el estar cuando la requerían sin pretensiones, lo de pasar desapercibida se complicaba.

    Ágata era de actuar, de funcionar rápido, quizá demasiado rápido, porque su infancia había trascurrido muy lenta, despacito, como la canción que no dejaba de tararear Guillermo versión Justin Bieber ysin doparse. En el caso de Ágata lo de despacito se debía a los efectos de los excesos del cannabis de sus progenitores que aún no entendía cómo con su pitera colectiva la habían sacado para adelante, y tampoco se veía ella misma muy mal, al menos hasta este momento. Sin duda pudiera parecer que se había precipitado casándose a los 23 años recientes, como su grado de ADE en una Universidad Privada, pero de izquierdas, trataba de justificar su padre sindicalista liberado en una compañía de altos vuelos reconvertida en low cost, que ya le había encontrado un apaño para hacer sus primeras prácticas, por supuesto con contrato indefinido, nunca de becaria, que para negociar ya estaba él, sindicalista sí, pero vocacional, que había diferencia, lo de liberado fue una visión, como tantas otras que tuvo y tenía en suvida. Ante la perspectiva aérea Ágata prefirió embarcarse con el tal Guillermo, en un principio manejable y de buena familia que se dice, reflexionando que a esa edad iba a dar lo mismo el elegido ya que después de un polvo, ningún hombre sabía lo siguiente que quería salvo otro polvo, si acaso. Y ella se empeñó/preñó en ser madre tempranera. El único fallo, meditó Ágata con el tiempo en su contra, no lo previó en el pasado, fue que el muy cabrón ni resultó ser tan manejable ni de tan buena familia y no en sentido figurado sino real, como la vida misma que estaba experimentando en sus propias carnes anoréxicas, que menos mal que no le dio por comer, le resultaba más asequible coger kilos que quitar para volver a su normalidad, aunque esta dependiera más de los kilos de otros.

    La silla bebé y de paseo Citylife Ruby, Chasis Negro Recaro 6 M+ contaba con departamentos estancos muy prácticos para llevar, en su caso, la compra de perecederos que para eso costó un fresco de «dónde voy yo y mi niña con semejante despropósito».

    A veces, cuando la peque regresaba ansiada a casa, de llorar sin parar por el camino de la compra diaria y de salir para que la casa no se les cayera encima y sin acertar ni a teta ni a culo, con el pañal recién cambiado y una dosis de Dalsy, Ágata no daba abasto/bastos y le cantaba una nana precipitada, pero de verdad, no como la que pretendía el forofo de su padre:

    Mi niña viene del sol

    Brillante y bella como una flor

    Ha salido de paseo

    Mi niña viene del sol

    Ahora quiere dormir

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