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El imperio zombi: El imperio zombi
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Libro electrónico349 páginas5 horas

El imperio zombi: El imperio zombi

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¿Cómo explicar la conducta de Rusia? La invasión de Ucrania que acometió en 2022, su rivalidad explícita con la comunidad euroatlántica y sus estrechos vínculos con China e Irán, otras dos potencias revisionistas, hacen imprescindible responder a esa pregunta. En contraste con las tesis que interpretan el proceso de reimperialización y el revisionismo rusos desde una óptica exclusivamente ideológica, o mediante una "putinología" según la cual la guerra es un asunto personal del presidente, Mira Milosevich sostiene que detrás de las ambiciones geopolíticas de Rusia y su deriva autoritaria está su pasado imperial zarista y comunista. Este libro analiza ese legado -la ambigüedad de la identidad nacional, la "política de la diferencia", la persistente ambición de influir en los espacios posimperiales en 1921 y en 1991-, las causas y características del militarismo, el antioccidentalismo y el excepcionalismo rusos, y el papel de Rusia, desde las guerras napoleónicas, en el orden mundial. Vladímir Putin legitima en todo ello su delirio imperialista y su rechazo a que el país que preside se convierta en un Estado-nación democrático. En otras palabras: a pesar del destacado papel histórico de Rusia en la escena internacional, el Kremlin se obstina en destruirlo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 mar 2024
ISBN9788410107175
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    El imperio zombi - Mira Milosevich

    Agradecimientos

    Este libro es resultado de dos de mis circunstancias: la experiencia personal de la desintegración y destrucción de la Yugoslavia comunista, y el sedimento de lecturas efectuadas durante muchos años. Entre estas últimas destacan dos autores en particular: Henry Kissinger y Hannah Arendt. El primero porque afirmó, en Orden Mundial, que «el significado de la Historia es una cuestión que no puede ser definida, sino descubierta; que cada generación va a ser juzgada por la manera en que se enfrente a las grandes cuestiones de la condición humana de su tiempo y por las decisiones que tomen los hombres de Estado para hacer frente a tales desafíos antes de que sea posible saber cuál va a ser su resultado».¹ Hannah Arendt porque dijo, en una entrevista en la televisión pública alemana con Günter Gaus, el 28 de octubre de 1964: «¿Sabe usted? Lo esencial para mí es la necesidad de comprender. Y a esta comprensión remite también, en mi caso, la escritura. La escritura es una parte del proceso de comprensión». También porque afirmó, en el prefacio de la primera edición de Los orígenes del totalitarismo: «Comprender no significa negar lo que nos indigna, deducir lo que todavía no ha existido a partir de lo que ya ha existido o explicar fenómenos mediante analogías y generalizaciones, de modo tal que el choque con la realidad y el shock de la experiencia dejen de hacerse notar. Comprender quiere decir, más bien, investigar y soportar de manera consciente la carga que nuestro siglo ha puesto sobre nuestros hombros, y hacerlo de modo que no equivalga a negar su existencia ni a derrumbarse bajo su peso. Dicho brevemente: mirar la realidad cara a cara y hacerle frente de forma desprejuiciada y atenta, sea cual sea su apariencia».²

    Aunque no pretendo responder a todas las grandes cuestiones de la condición humana que se están planteando ahora, pertenezco a una generación que ha vivido la Guerra Fría, el colapso del comunismo, la euforia del «fin de la Historia» y el fin del «fin de la Historia», por lo que he intentado comprender.

    En este intento de comprensión me han ayudado mis colegas del Real Instituto Elcano y de la European Leadership Network, mi maestro Juan Pablo Fusi y varios amigos y colegas en España y fuera de ella. Es imposible mencionarlos a todos, pero imprescindible hacerlo con algunos: Javier Zarzalejos, Ana Palacio, Florentino Portero, Alicia García-Herrero, Ana Guerrero, Carmen Atance, Dorita Menkes, Ivan y Spomenka Vejvoda, Eva Rodríguez Halffter, Alicia Delibes y Regino García-Badell, que han contribuido directa o indirectamente a la realización de este libro.

    Mi familia merece un agradecimiento especial: mi hijo, Íñigo Branko Juaristi Milosevich, por su deseo de entender la historia de Europa del Este y los Balcanes, lo que me obliga a explicarla de manera comprensible para los que no han vivido allí; y Martín Juaristi Garamendi, porque en nuestras conversaciones, él desde Hong Kong, siempre me aporta una visión sensata de China. Y Jon Juaristi, por su condición de biblioteca semoviente y consultable.

    Por último, aunque no en el último lugar, agradezco la confianza y continua atención que me ha dedicado el magnífico equipo de Galaxia Gutenberg: Joan Tarrida, Zita Arenillas Cabrera, Lidia Rey y Blanca Navarro.

    1. Henry Kissinger, Orden mundial. Reflexiones sobre el carácter de naciones y el curso de la historia, Barcelona, Penguin Random House, 2016.

    2. Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, 1998.

    Introducción y conceptos clave

    El imperio zombi representa la continuidad lógica de Breve historia de la Revolución rusa (Galaxia Gutenberg, 2017), mi libro anterior, en el que intenté demostrar que la mejor manera de entender la Revolución bolchevique y sus consecuencias para la Unión Soviética y para el orden internacional no consistía en verla como un hecho histórico concluido, sino como un ciclo que todavía no ha terminado. Tanto la URSS como la Rusia de Vladímir Putin han de verse como potencias revolucionarias y revisionistas con el objetivo irrenunciable de cambiar el orden internacional establecido. El Imperio zarista, que se construyó entre los siglos XV y XIX, se desintegró en 1917. El soviético, que le sucedió desde 1922, desapareció setenta años después, tras el colapso del comunismo. La Rusia actual es un imperio zombi, un difunto que, de una forma u otra, intenta volver a la vida.

    En la última frase de Breve historia de la Revolución rusa afirmaba que «las batallas internacionales venideras no se darán entre democracia y comunismo como durante la Guerra Fría, sino que tendrán un sesgo geopolítico y se librarán, por la influencia de dos modelos políticos, entre el liberalismo occidental y el iliberalismo ruso». La invasión rusa de Ucrania refleja el fracaso de Rusia en convertirse en un Estado-nación que renuncia al imperio y prueba la hipótesis principal: que la revolución todavía no ha terminado. La guerra en Ucrania ha demostrado cuál es el poder militar de Rusia, y también ha supuesto el regreso al enfrentamiento entre las grandes potencias. La división entre Occidente y el Resto, como lo definió el historiador británico Niall Ferguson, ya en 2011, en su libro Civilization: the West and the Rest, se ha hecho más visible.³ Lo prueban los siguientes datos: desde febrero de 2022, la Asamblea General de las Naciones Unidas (AGONU) ha celebrado cinco sesiones significativas sobre la guerra en Ucrania. La primera, en marzo de 2022, para condenar la invasión, en la que 141 países de los 193 miembros de la ONU votaron por reafirmar la soberanía de Ucrania y exigir una retirada rusa incondicional, 5 lo hicieron en contra y 35 se abstuvieron.⁴ En la segunda votación, en abril de 2022, la AGONU votó para excluir a Rusia del Consejo de Derechos Humanos (CDHNU).⁵ El resultado de la votación fue el siguiente: 93 países votaron a favor, 24 en contra y 58 se abstuvieron. En octubre de 2022 se votó para rechazar la anexión de territorios ucranianos: 143 países votaron a favor, 5 en contra y 35 se abstuvieron.⁶ En noviembre de 2022, en una votación para exigir a Rusia reparaciones a Ucrania, 94 países estuvieron a favor de la propuesta, 14 en contra y 73 se abstuvieron.⁷ En febrero de 2023 se votó de nuevo para «exigir la paz»: 141 votaron a favor, 7 en contra y 32 se abstuvieron.⁸ Auque hay una mayoría abrumadora que condena la invasión y está a favor de la integridad territorial de Ucrania, es más flexible a la hora de castigar a Rusia explícitamente o de votar que Rusia pague reparaciones.

    Sin embargo, el resultado de la votación de la AGONU del 23 de octubre de 2023, sobre «la cesación de las hostilidades en Gaza», refleja una división diferente: 120 países votaron a favor, 14 en contra y 45 se abstuvieron. Lo llamativo es que estos resultados reflejan una fractura del bloque occidental: cuatro países de la Unión Europea votaron en contra, junto con Israel y Estados Unidos, quince se abstuvieron y ocho (entre ellos España) votaron a favor de la resolución en el mismo sentido que China y Rusia.

    Un estudio reciente realizado por el Centro para el Futuro de la Democracia de la Universidad de Cambridge revela que la guerra en Ucrania ha ampliado la brecha global en las actitudes públicas hacia Estados Unidos, China y Rusia, y que el mundo se ha dividido en esferas liberales y no liberales. Entre los 1.200 millones de personas que viven en las democracias liberales del mundo, tres cuartas partes (75 %) tienen ahora una opinión negativa de China, y el 87 % una opinión negativa de Rusia. Sin embargo, para los 6.300 millones de personas que viven en el resto del mundo, el panorama es el inverso: el 70 % tiene una opinión positiva de China y el 66 % de Rusia.

    Rusia ha perdido su apoyo «marginal» dentro de las democracias occidentales. A lo largo de la última década, la proporción de ciudadanos occidentales con una opinión positiva de Rusia ya había caído de dos de cada cinco (39 %) a menos de una cuarta parte (23 %) en vísperas de la invasión de Ucrania en 2022, y ahora se sitúa en sólo uno de cada ocho (12 %). Rusia también ha perdido «puntos de influencia» entre los países europeos que antes simpatizaban con ella, como Grecia (del 69 % al 30 % de simpatizantes), Hungría (del 45 % al 25 %) e Italia (del 38 % al 14 %). A pesar de los esfuerzos rusos por fomentar la desinformación y los vínculos con partidos extremistas, el país goza de escaso apoyo en el electorado occidental. Sin embargo, donde Rusia tiene verdadera influencia internacional es fuera de Occidente. El 75 % de los encuestados en el sur de Asia, el 68 % en el África francófona y el 62 % en el sudeste asiático siguen viendo positivamente al país a pesar de los acontecimientos de este año.¹⁰

    Tanto las votaciones de la AGONU como la investigación de la Universidad de Cambridge, así como el hecho de que sólo el 16 % de la población mundial (la que produce el 61,2  % del PIB mundial) haya impuesto sanciones económicas a Rusia,¹¹ reflejan que hay una nueva realidad geopolítica y que se está produciendo una acelerada reconfiguración del orden mundial, el cual se caracterizaría por la aparente consolidación de lo que los analistas rusos denominan «Occidente Colectivo» (países que forman parte de la relación transatlántica, la OTAN y Corea del Sur, Japón, Australia y Nueva Zelanda) y la fragmentación del resto.

    Desde el final de la Primera Guerra Mundial, el orden mundial lo han determinado las decisiones de tres presidentes estadounidenses: Woodrow Wilson, que en 1917 afirmó que había que construir un nuevo orden mundial y hacerlo de manera que fuera «seguro para la democracia»; Harry Truman, que en 1961 respondió así a una pregunta de Henry Kissinger acerca de qué era lo que más le enorgullecía de su mandato: «Que derrotamos por completo a nuestros enemigos y luego los trajimos de vuelta a la comunidad de naciones»; y el presidente Bill Clinton, que en 1994 sostuvo que el orden mundial posterior a la Guerra Fría debería basarse en una «sustitución de la contención del comunismo por la ampliación de la democracia». Las tres premisas –construir un mundo seguro para la democracia, derrotar por completo a los enemigos para luego ayudarles a volver a la comunidad de naciones y «ensanchar las democracias»– han sido pilares ideológicos del orden mundial del siglo XX, y todavía son (salvo durante la presidencia de Donald Trump) las características principales de la política exterior de Estados Unidos.

    El final de la Guerra Fría, brevemente al menos, confirmó la victoria de la Doctrina Wilson. El desafío ideológico comunista y el geopolítico soviético habían desaparecido simultáneamente. La oposición moral al comunismo se había fundido con la tarea de resistir al expansionismo soviético. Pero «el momento unipolar» ha pasado. Aunque según los criterios básicos –el producto interior bruto, el gasto militar– Estados Unidos sigue siendo el país más poderoso del mundo, su influencia está disminuyendo en diferentes regiones. Al tiempo que los diferentes grupos terroristas y Corea del Norte representan problemas muy serios, las democracias liberales se enfrentan a dos nuevos desafíos: la fragmentación del orden mundial antes mencionado y el auge de las potencias revisionistas en las regiones a las que vinculan su seguridad y su prosperidad económica, y que son cruciales para la estabilidad global: Rusia en Europa, China en Asia Oriental e Irán en Oriente Medio. Se avecina una nueva era de conflictos imperialistas en Eurasia.¹² Las democracias liberales se enfrentan a Rusia, China e Irán –y a Turquía en menor medida, por ser miembro de la OTAN, aunque también está intentando recuperar zonas de influencia en los territorios de su antiguo imperio– no sólo por la primacía en regiones estratégicamente importantes de Europa y Asia Oriental, sino, más aún, por la configuración del orden mundial y las instituciones internacionales.

    Nuestra época está marcada por la propensión de los países revisionistas a intervenir en los asuntos de países vecinos más pequeños, recurriendo a la fuerza militar y a proxies locales.¹³ Así actúa Rusia en el espacio postsoviético; China, lo más visible, en el Mar del Sur de China; Irán en Oriente Medio y Turquía en el Cáucaso sur, como se ha visto en la guerra de Nagorno-Karabaj, donde ha estado apoyando militarmente, durante años, a Azerbaiyán. Estos países proyectan su influencia más allá de sus fronteras, en territorios que estuvieron históricamente vinculados a ellos y con los que comparten historia, religión, cultura y, muchas veces, idioma.

    El desafío que los Estados revisionistas plantean al orden mundial posterior a la Guerra Fría liderado por Estados Unidos se basa en una concepción alternativa de la política internacional que excluye los principios westfalianos de respeto a la soberanía e integridad territorial y recurre, por el contrario, a la hegemonía derivada de las relaciones de poder históricas, culturales, religiosas o de otro tipo, en una cronología de larga duración. Las tensiones entre la reivindicación de un estatus especial por parte de los Estados posimperiales y la insistencia de Estados Unidos en que todos los Estados –salvo él mismo– se sometan a normas e instituciones codificadas por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial y universalizadas tras el final de la Guerra Fría se ha convertido en la principal línea de fractura en esta nueva era de rivalidades entre grandes potencias. Los posimperios no reconocen sus ambiciones imperiales y su fracaso en convertirse en Estado-nación. Se camuflan autodefiniéndose como «civilización». Se presentan como «civilizaciones» capaces de llevar la contraria a Occidente, justo porque han sido imperios.

    Ni Rusia ni China ni Irán están satisfechos con el orden mundial liderado por Estados Unidos, pero sus intenciones de desafiar ese orden son muy diferentes. Mientras China busca una hegemonía regional y está creando un «orden mundial paralelo» a través de la dominación de las instituciones multilaterales, como los BRICS o el G20, Irán, aunque constreñido por su relativa debilidad económica, está trabajando para tener armamento nuclear y apoya militar, política y económicamente a milicias como Hezbolá o Hamás en Oriente Medio. Desde 2008, Rusia ha usado la fuerza militar convencional para cambiar las fronteras internacionales, primero en Georgia y posteriormente en Ucrania.

    ¿Cómo explicar la conducta actual de Rusia? La invasión a gran escala de Ucrania por parte de Moscú, su rivalidad explícita con la comunidad euroatlántica, sus vínculos con otras dos potencias revisionistas, China e Irán, y su intento de entablar relaciones más amplias con Corea del Norte, América Latina, la India y en toda África hacen de esta una pregunta crítica.

    La Rusia actual es un Estado revisionista que reclama su imperio perdido, que no perdió por haber sido derrotada por una potencia extranjera o por la imposición de un tratado de paz. Rusia perdió su imperio en 1991 debido a una revolución e implosión internas. Su conducta actual es idiosincrásica, reflejo de su situación peculiar tras el final de la Guerra Fría. Mijaíl Gorbachov (1931-2022) renunció al «imperio exterior» de la Unión Soviética y al mantenimiento de los países satélites que formaban parte del Pacto de Varsovia en la órbita de la URSS. Esta pérdida se selló a través de una serie de acuerdos con Estados Unidos y la retirada de 400.000 efectivos que estaban desplegados en la Alemania Oriental. La pacífica desintegración del Imperio comunista se debe sobre todo a Mijaíl Gorbachov –a quien la mayoría de los rusos considera un traidor y a sus acuerdos con las exrepúblicas soviéticas como un gran error al que Rusia fue inducido–, que eligió su colapso en lugar de usar la fuerza militar para preservarlo.

    El sucesor de Gorbachov, Borís Yeltsin (1931-2007), participó activamente en esa desintegración. Moscú reconoció la soberanía e integridad territorial de los nuevos Estados, antiguas repúblicas soviéticas. Es cierto que las condiciones internas de Rusia, así como las de la URSS en su conjunto, empujaron a Yeltsin a aceptar una serie de acuerdos que no servían a los intereses nacionales de Rusia a largo plazo. Además, Yeltsin estuvo motivado por su empeño en eliminar de la escena política a su rival político, Mijaíl Gorbachov. El orden liberal internacional es la consecuencia directa del colapso de la URSS y del final de la Guerra Fría, y el Kremlin lo percibe como muy perjudicial para Rusia, porque Moscú ha pasado de tener un papel clave junto con Estados Unidos en la arquitectura de la seguridad europea a quedarse en la periferia, reducido a una potencia regional.

    Rusia fue testigo de la evolución en la posición de Estados Unidos, desde las conversaciones en las que se afirmaba que la Alianza del Atlántico Norte no se expandiría hacia el este hasta la incorporación plena de la Alemania Oriental, los Estados bálticos y los países que formaron parte del Pacto de Varsovia.¹⁴ Los estadounidenses repensaron sus promesas después de la desintegración de la URSS. La Unión Europea, Estados Unidos y la OTAN decidieron entonces, por motivos políticos y estratégicos, ampliar sus estructuras de poder extendiendo las fronteras de Occidente. Como señala la profesora de la Universidad de Yale Mary Elise Sarotte en su libro 1989. The Struggle to Create Post-Cold War Europe, los líderes occidentales crearon un orden mundial más beneficioso para ellos, sobre todo para Alemania, porque su reunificación condicionaba su posición privilegiada en la Unión Europea, y para Estados Unidos, que tuvo la oportunidad de «ensanchar la democracia» y ampliar su influencia.¹⁵ Sarotte, en su libro extraordinariamente bien documentado, demuestra que se debatieron diferentes modelos de orden internacional pos Guerra Fría, pero que los líderes occidentales se decidieron por el «modelo prefabricado», es decir, por ampliar las instituciones multilaterales que se habían creado después de la Segunda Guerra Mundial para contender a la URSS, mediante la inclusión de países que anteriormente estaban bajo control soviético. Rusia fue excluida de este orden, a causa de su rechazo a subordinarse al liderazgo de Washington. Pero es justo subrayar que sin la ayuda económica de la Unión Europea, del Fondo Monetario Internacional y sobre todo de Estados Unidos y Alemania, Rusia se habría convertido en un Estado fallido durante los años noventa del siglo XX. La Unión Europea hizo de Rusia su «socio estratégico» cuando en 1994 firmó un acuerdo de cooperación renovable. En 1996 Rusia fue admitida como miembro del Consejo de Europa, en 1998 del G8 (que se creó como tal para incluir a Rusia, dado que existía como G7), y en 2012 de la Organización Mundial de Comercio.

    La implosión de la URSS ocurrió tan de repente que no hubo tiempo para manejar y negociar los desafíos que planteaban el estatus de los rusos étnicos en las repúblicas postsoviéticas o de los no rusos dentro de la Federación Rusa. La propia identidad de Rusia había colapsado, tan determinada por la Segunda Guerra Mundial. Las ideas sobre democracia y libertad fracasaron cuando colapsó la economía rusa a finales de los noventa, por haber sido identificadas con el capitalismo.

    En contraste con las tesis que, desde la invasión rusa de Ucrania, intentan explicar la reimperialización en marcha y el revisionismo ruso recurriendo a explicaciones en clave exclusivamente ideológica, o mediante una «putinología» u otras analogías históricas superficiales, este libro sostiene que el legado imperial zarista y comunista es lo que impulsa las ambiciones geopolíticas y la conducta internacional de Rusia, así como la deriva autoritaria de su gobernanza. El Kremlin apela a la era imperial como marco de referencia y fuente de inspiración para fundar una nueva legitimidad política interna y externa, y de esta manera justificar su presencia en territorios que fueron parte del Imperio zarista y/o de la

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