Dinero en el bolsillo
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Con una prosa descarnada, sin concesiones, Asta Olivia Nordenhof nos cuenta la historia de un matrimonio con más sombras que luces, y cuya trayectoria –como la de toda una generación de escandinavos– acabará ligada al fatal accidente del buque Scandinavian Star, en el que ciento cincuenta personas perdieron la vida en 1990. Dinero en el bolsillo es una novela fascinante que pivota entre lo individual y lo colectivo, reflexiona sobre la conmoción que dejan en nosotros las injusticias y nos muestra cómo algunas veces, entre el fracaso, el dolor y la pérdida, aún queda un pequeño resquicio para la felicidad.
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Dinero en el bolsillo - Nordenhof Asta Olivia
UN ROSTRO EN UN SUEÑO
Iba en bus a algún lugar de Fionia. El bus se detuvo y un hombre de pelo blanco me miró a través de la ventanilla. No puedo explicar por qué, se parecía a muchos otros hombres, pero cuando el autobús arrancó de nuevo, tuve la extraña sensación de que me llevaba algo de él conmigo. Después de aquello, cada vez me resultaba más difícil concentrarme en otra cosa; no podía evitarlo, intentaba recordar su rostro. Parecía sacado de un sueño: lo veía muy claramente a la altura de mis ojos, pero no lograba retener ni un solo detalle. Su cara me evocó la imagen difusa de una granja. Una granja formada por tres edificios alrededor de un patio, muros lisos e inmóviles en la noche. Hubiera querido olvidar a aquel hombre, pero su presencia seguía temblando de un modo extraño sobre mis hombros. Me perseguía, pero no solo eso: se había metido dentro de mí y se espiaba a sí mismo. Esto duró varias semanas, hasta que acepté que no me quedaba otra que volver al lugar en el que lo había visto.
Salí de la estación de Nyborg y bajé por la avenida desierta hacia el centro. Me compré una cerveza en una pizzería y me senté a tomármela de cara al castillo. Hacía calor. Había poca gente por la calle, solo grupitos que caminaban o se sentaban con sus helados. Las aguas poco profundas del foso estaban muy quietas, tanto que, cuando una libélula se posó en la superficie, vi cómo temblaba. Una prole de patitos acurrucados en una roca calentada por el sol. Luego me levanté y fui a buscar el bus que había cogido en aquella ocasión.
Por supuesto, nunca volví a verlo. Llegué hasta el final de la línea. Cuando el conductor entendió que yo tenía intención de quedarme en el bus de vuelta a Nyborg, giró el torso hacia atrás, hacia los asientos que, por lo demás, estaban vacíos, y me dijo que yo sí que sabía cómo afrontar un día caluroso. Casi habíamos llegado al punto inicial cuando me levanté de sopetón y le pedí que se detuviera: ahí había una granja, tenía que bajarme.
Entré al patio y llamé al timbre. No respondió nadie. ANNE-METTE, HENRIK, EMMA Y LUKAS, rezaba una placa en la puerta, pero ninguno de esos nombres coincidía con lo que temblaba en mi interior, asustándome. ¿Cómo podría averiguar si era la granja de mi sueño? Me senté en un banco, cerré los ojos y las cosas empezaron a encajar. Ahí debía de haber estado el granero, ya demolido. Y por ahí abajo debía de haber pastado Turner, la yegua. Kurt, ese es su nombre, tenía algún tipo de empresa, pero no debió de empezar a ser patrón hasta una edad relativamente avanzada, porque no se había impregnado del papel, sino que lo cargaba solo superficialmente, frágil, amenazante. Dos empleados, Lars y Fatih. Por la noche, los muros están lisos y silenciosos, pululan mosquitos, los autobuses aguardan en el granero. Servicio de Autobuses Kurt, este es el sencillo nombre de su empresa. Por la noche, cuando los autobuses aguardan en el granero, alguien está despierto: Maggie.
KURT
Es casi mediodía. Kurt está solo en la oficina. Hace un calor sofocante. En la pared cuelga un calendario de una marca de ropa interior cara. Maggie lo trajo de una tienda y no se le ocurrió otra cosa que dárselo a Kurt, a quien a su vez no se le ocurrió otra cosa que colgarlo. No entiende las imágenes, le parecen frías, y le apura pensar qué pensará Maggie que piensa de ellas. ¿Creía realmente que así lo hacía feliz o fue solo un alarde de generosidad? ¿Debería haber rechazado el regalo? ¿Tomárselo como una falta de respeto y ofenderse? ¿O tenía que haberlo entendido como una pregunta? Y en tal caso, ¿cuál? Se le olvida cambiar el mes, tiene enero a la vista hasta mayo, y luego hojea con prisa distraída hasta llegar a la mujer que toca, listo para darse la vuelta y defenderse, decir que ni él sabe lo que está haciendo, que es inocente, de verdad.
Entonces coge el teléfono y explica por cuarta vez a un tal Henrik Mikkelsen que sí que se pueden reservar los asientos delanteros y que no tiene que pagar hasta que suba. Kurt siempre está inquieto en las inmediaciones del teléfono. Cuando suena, es como si le metieran un alambre por el espinazo, y cuando no suena, Kurt espera. Habla muy alto por el auricular, se levanta y va de un lado a otro del minúsculo semicírculo que permite el cable, arrastra el aparato hasta que casi se cae por el borde de la mesa y vuelve a colocarlo a tientas en su sitio. Ha adquirido la costumbre de golpear la mesa con la palma de la mano cuando termina una conversación; lo necesita para entender que dicha conversación ha tenido lugar. Se despista con facilidad, confunde nombres y horas. Le ha llegado a pasar que después de una conversación no le quede más remedio que constatar que no recuerda ni una palabra de lo que se ha dicho, y entonces tiene que devolver la llamada, disculparse profusamente porque se le ha volcado una taza de café sobre los papeles, o bien, si hasta se le ha olvidado con quién hablaba y qué número le han dado, no puede sino cruzar los dedos y esperar que todo salga bien.
Ahora está en el granero. Es una nave muy grande y la ha cruzado hasta la pared del fondo, donde están apiladas las balas de paja. Eran para Turner, pero se murió repentinamente. Bueno, a Kurt le pareció repentino, aunque la yegua era vieja y su pelaje se había teñido de gris y ya nunca montaba en ella, sino que se conformaba con ponerle las riendas y pasear tirando de ella por campos y bosques. A Maggie le decía que todavía montaba, no podía soportar admitir la debilidad de la yegua. Mantenía su vejez en secreto, sobre todo para sí mismo; o, mejor dicho, se dividió en dos: el Kurt que sabía que paseaba con su yegua y la acariciaba para despedirse de ella, y el Kurt que no lo entendía o había olvidado lo que eso significaba.
Nota que aquí reina una especie de solemnidad, especialmente en invierno, cuando en el granero hace un frío más intenso y vibrante que fuera, pero también ahora mismo, en el aire tranquilo y tibio. Maggie ya puede pensar lo que quiera, pero el caso es que Kurt ha hecho algo que no creía que fuese capaz de hacer: ha aguantado. Antes de venir aquí, siempre había estado a la deriva. Apenas era un hombre, no tenía más que sus manos, que no valían para nada. Podría haberse enamorado casi de cualquiera, y lo hizo de Maggie, la última de una larga serie. Vivía de noche, haciendo amigos que soñaban, del primero al último, con dinero rápido y amor, algo a lo que entregarse, que nunca era lo que se les ofrecía. Las camas cambiaban, las ideas de la noche presentaban complicaciones a la luz del día. ¿Por dónde empezar? Volvía envuelto en una capa fina de euforia que ya empezaba a palidecer, y una vez en casa llegaba la sospecha: nadie me quiere, ¿soy un paria? Y tenía que volver a salir. Su mujer, Ulla, se había acostumbrado; no esperaba más de ningún otro hombre, y temía sustituir a Kurt por alguien que estuviera más por casa, porque le encantaban las horas que pasaba sola por la noche, y la cama grande y tranquila toda para ella. Había hecho sus cálculos y, aunque él se bebía una parte demasiado grande de sus fluctuantes ingresos, estaba mejor casada que divorciada. Además, Ulla valoraba que siempre hubiera cerveza en la nevera y, por tanto, cuando Maggie entró en escena fue en primer lugar por la perspectiva de menos o casi nada de dinero, y solo luego por una cuestión de honor y humillación ante el cuerpo más joven de la otra, que tiró su bocadillo de pan de centeno a la cabeza