Bailando la adversidad. Cuando la vida te rompe, pero te da otra oportunidad
Por Yolanda Torosio
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En un pequeño pueblo de la Mancha, una niña de familia humilde, hija de un gitano y una paya, soñaba ser bailarina. Con mucho esfuerzo pudo cumplir su sueño.
Después de llegar a lo más alto en los musicales con Hoy no me puedo levantar de Nacho Cano y conseguir un papel principal en la serie Gigantes, sufrió un ictus que la dejó incapacitada.
Tras varias operaciones, comenzaría toda una travesía de rehabilitación y aprendizaje. Una lucha titánica que le enseñaría a funcionar de otra manera. Un día recibió una llamada muy especial que le cambió la vida.
Yolanda Torosio nos cuenta en este libro su proceso de sanación y nos revela la importancia de la actitud y el optimismo para hacer frente a los momentos más amargos.
Un sorprendente testimonio sobre el amor a la danza de la vida. Un relato emotivo y sincero de lo que supone tener que empezar de cero y reinventarse.
«Comparto mi experiencia con la intención de dar visibilidad a esta enfermedad, y transmitir un mensaje de esperanza, fuerza y positividad dentro de la adversidad, animando a tener una actitud de guerrero, pues las guerras no se ganan si no se luchan.
Es muy importante no ponerte limitaciones antes de intentarlo y no permitir que otros te las pongan. El poder de la mente es impredecible y la capacidad del cerebro desconocida. Aquello en lo que pones el foco, el universo lo multiplica. El optimista es más perseverante, lo intenta más veces y eso hace que llegue más lejos. Uno no sabe lo lejos que puede llegar hasta que llega».
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Bailando la adversidad. Cuando la vida te rompe, pero te da otra oportunidad - Yolanda Torosio
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
Bailando la adversidad. Cuando la vida te rompe, pero te da otra oportunidad
© 2024, Yolanda Torosio Hernández
© 2024 del prólogo, Nacho Cano
© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO
Imagen de cubierta: Alamy
I.S.B.N.: 9788410021228
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
1. En un lugar de la Mancha…
2. Persiguiendo mi sueño
3. Hoy no me puedo levantar
4. La muerte de Orietta
5. ¡No puedo más!
6. No estoy borracha, me ha dado un ictus
7. Alfombra roja, luces y sombras
8. Saliendo del pozo
9. Abriendo mis nuevas alas
Reflexiones y aprendizajes
Agradecimientos
Recordatorio para activar el código ictus
Con todo mi amor a mis ángeles incondicionales, mis padres
Prólogo
Era el año 2004.
Una masa de 2.500 jóvenes se ordenaba en línea para hacer el casting de Hoy no me puedo levantar.
Por aquel entonces, con tan solo tres musicales en la Gran Vía, ser artista completo, es decir, cantar-bailar-actuar, no era aún una profesión.
Quise verlos a todos porque sabía que tendría que ver más allá de lo obvio.
Buscaba luz y talento. Pero, sobre todo y por encima de todo, buscaba energía.
Entonces apareció Yolanda Torosio. Su nombre la retrataba. Era un toro de Miura.
Su persona era una carismática condensación de energía, sensualidad, belleza, movimiento y raza.
Yolanda fue la dinamo de aquel espectáculo. El más intenso, el más largo y el más exitoso de la historia.
Un musical que duraba cuatro horas y media, con once funciones a la semana, que no descansaba ningún día y donde el cartel de «todo vendido» formaba parte de la decoración permanente.
Ella fue la mejor bailando, la mejor en el escenario, la mejor organizando y sobre todo la mejor persona.
Pero, de pronto, este Fórmula Uno se quedó sin gasolina cuando estaba por cruzar la meta. Su motor se fue ahogando y su belleza se congeló sobre el asfalto.
Los espectadores, fotógrafos, sponsors se fueron y ella se quedó sola en la noche más oscura.
Por fuera ese automóvil estaba ausente de vida. Ni el reflejo de la luna en su chasis estaba ya.
Pero dentro, una pequeña luz de emergencia quedó encendida. Esa que se enciende cuando se va todo.
Este libro cuenta la historia de esa luz.
No la del túnel que se ve cuando te mueres, sino la luz que se enciende con esa batería mínima que queda de reserva.
La que ilumina ese pequeño piloto de emergencia que aún te engancha a la vida y a la que se agarran los valientes.
Yolanda ha conseguido, desde esa condición, volver a hacer rugir el motor, está esperando ya que se coloquen las demás máquinas y que el público ocupe la grada para que empiece su próxima carrera. Ya comienza a ondear la bandera de salida.
Vuelve el espectáculo.
Yo estoy también en la grada, no me la quiero perder.
Siéntate conmigo.
NACHO CANO
1
En un lugar de la Mancha…
Mi niñez fue preciosa, en la tranquilidad de un pueblo pequeño, pero con un sueño grande. Un pueblo con vida, donde las calles, la plaza y el parque se convertían en el escenario de juegos y risas, donde caerte de un columpio era caer sobre tierra, a la vez que aprendíamos cosas tan importantes como integrarte en un grupo, compartir, respetar unas reglas y saber perder.
Divertirnos en las eras, montar en patines y jugar en las calles a la goma o a pelota, donde la gente sacaba las sillas a la puerta de su casa para tomar el fresco, relacionándose así con los que también lo hacían, era algo normal que hoy por hoy es difícil de ver. Donde la palabra INOCENCIA era el título de nuestros días. Este pueblo manchego de cuyo nombre sí quiero acordarme es Santa Cruz de Mudela, mi pueblo.
SIEMPRE SUPE QUE QUERÍA BAILAR
Tendría cuatro o cinco años, cada vez que me subía en el coche de alguien (pues nosotros no teníamos) me mareaba y sentía que mi estómago se retorcía incluso en los trayectos más cortos (decía que los coches olían a mareo). Pero encontré una forma de transformar ese malestar. Cerraba los ojos, apoyaba la frente en mis brazos sobre el asiento de delante, me dejaba llevar por la música que sonaba en ese momento y me imaginaba bailando. Hacer eso me hacía sentir bien. Sin pensar por qué, automáticamente, mi mente sabía que visualizar esa escena calmaba mi malestar. Esta fue mi primera conexión con la danza, ella se convirtió en mi aliada, fue como encontrar un refugio que me daba paz en medio de la incomodidad.
Algo que también me marcó fue un circo pequeño que vino al pueblo. Mis padres nos dieron la sorpresa de llevarnos a verlo. Iba a ser la primera vez que vería un espectáculo. La taquilla se encontraba en la ventanita de una caravana, las gradas estaban al aire libre; era muy humilde pero mágico. Había varios números, payasos, trapecistas, etc. Sin embargo, mi atención se centró en la contorsionista. La observé con detalle y algo dentro de mí despertó. Sentí una profunda admiración y me identifiqué con ella. Mi corazón reconoció ese lenguaje. Me vi reflejada en aquella artista y comencé a imitar algunas posturas, como si mi cuerpo encontrara en ello su lugar. La flexibilidad que me acompañaba la había heredado de mi madre, ella era sorprendentemente flexible. En el portal de mi casa dejaba volar mi imaginación bailando temas de Teresa Rabal, o el enérgico inicio de la película Lady Halcón. A través de la música encontraba la libertad de expresión.
Crecí entre bares. Los Hernández, hermanos de mi abuela, tenían un bar frente a la plaza, el bar Botas. Los llamaban así porque hacían botas de vino. Mi tío José Luis (hermano de mi madre) llevaba el del casino, luego tuvo el suyo; mi tío Ramón (el Chichi) tenía otro; y este, junto a mis padres y mi tío Manolete ponían una caseta en el parque. Todo esto ha hecho que, durante mucho tiempo, mi hermana, mis primos y yo jugásemos en diferentes lugares, disfrutando de una manera especial.
QUIÉN SOY, DE DÓNDE VENGO, A DÓNDE VOY
El amor innato que sentía por la danza tal vez encontraba su raíz en la figura de mi padre: Jesús, un hombre de raza gitana. Era hijo del patriarca; él y mi abuela se casaron según las costumbres gitanas. Se dedicaban a vender y comprar caballos en las ferias de otros pueblos.
Mi padre me parecía muy alto, guapo, con su pelo negro y rizado y una piel de un moreno aceitunao. Siempre bailaba en las fiestas, sin parar de sonreír. Era un trabajador incansable. Con solo doce años empezó a trabajar en la alfarería, después en las cerámicas y más tarde en la albañilería. Un albañil que desafiaba el límite físico. Era admirado y respetado por todos aquellos que habían sido testigos de su dedicación y habilidad en el oficio. Me sentía orgullosa de él, al ver cómo dejaba su huella en cada construcción. Cada «obra» la hacía con arte, entrega y pasión.
Tenía una voluntad y constancia inquebrantables, sensible, fiel a sí mismo, sincero, coherente, auténtico, gracioso, perfeccionista, responsable y muy buen padre. Su vida ha girado siempre en torno a su familia y he de decir que ¡hace el mejor pisto que he probado en mi vida!
A través de su ejemplo, aprendí la importancia de seguir mis pasiones con determinación y de entregar mi esfuerzo a cada cosa que realizara. Su amor por la familia, su arte y su trabajo forman un legado que llevo conmigo, recordándome que la danza de la vida es una sinfonía que se compone con amor y dedicación a cada paso.
Siendo muy jovencito ya era un apasionado de la música y tocaba la guitarra eléctrica. Compartía su talento con otros cinco jóvenes, entre los cuales se encontraban sus hermanos mayores: mis tíos Manolete y Ramón. Crearon un grupo de música que tocaba en las fiestas de los pueblos cercanos. Se hacían llamar Los Pagit, una fusión de «payos» y «gitanos» que reflejaba la diversidad y el espíritu de unión que los caracterizaba: un testimonio del poder de la música para unir corazones y romper barreras.
El destino uniría más aún a estos tres hermanos, que eran los más pequeños de diez en su familia, ya que el amor los llevó a casarse con tres mujeres payas.
Mis padres se conocieron un domingo por la tarde, en un rincón de los años setenta. Paseaban por la calle principal del pueblo, cada uno con sus amigos, que era lo que solían hacer los chicos y chicas de su época. Él tenía veinte años, ella quince. Mi madre Virtudes era muy guapa, con un pelo precioso, pelirrojo como Marte, largo, ondulado, de ojos azules y una piel muy blanca. Se cruzaron y mi padre se acercó a ella ofreciéndole cacahuetes. Le brindó los que llevaba en su mano y mi madre, aceptando, ¡cogió todos! Entonces… surgió la chispa. Se volvieron a ver en el salón de baile. Él la sacó a bailar, ella estaba deseando que lo hiciera. Es más, si no hubiera sido así, ¡habría sido al revés!
Al principio tuvieron problemas por su diferencia racial. Tanto, que a ella no la dejaban salir y se tenían que buscar sus artimañas. Antes de ir a trabajar, mi padre se acercaba al instituto y se veían un rato hasta que ella tenía que entrar a clase. Con el tiempo todo se normalizó y estos problemas se disolvieron, el amor se impuso por encima de todo.
Ella quería ser enfermera. La vocación de cuidar a los demás le venía de familia, ya que mi abuela fue una cuidadora durante toda su vida. No tenía estudios, pero estaba en su naturaleza. Yo sentía una gran admiración, agradecía que fuera mi madre, pues era una madre ejemplar. Inteligente y generosa, muy fuerte, valiente, sensible y bondadosa. Su autenticidad y sinceridad la hacen destacar. Muy comprensiva, empática, paciente, discreta y con valores muy claros. Siempre ve el vaso medio lleno y su risa está en todo momento presente. Se le hubiera dado genial ser actriz, sobre todo de comedia. Esta vena artística le venía de mi abuelo, que era actor en un grupo de teatro.
Después de cinco años de relación se casaron y formaron una familia con tres hijos. Primero nació Carmen, a la que siempre he admirado por ser una persona íntegra, positiva y con coraje. También es muy sensible, compasiva, cariñosa, fiel y generosa. Su inteligencia y gran corazón han hecho de ella una gran enfermera, ¡mira por dónde!… Tiene una personalidad muy marcada y un sentido del humor que me encanta, es bastante protectora y con su actitud matriarcal tiende a fomentar la unión de los que estamos a su alrededor. Siempre ha querido tocar el piano, estoy segura de que su sensibilidad habría encontrado un modo de salir a través de las teclas, creando bonitas melodías.
Tres años más tarde llegué yo. Siempre me he considerado muy sensible, soñadora y fuerte, con un enfoque de la vida optimista y lleno de posibilidades. Me gusta más escuchar que hablar, pues a través de la escucha conecto mejor con las personas; soy intuitiva, algo cabezona y muy despistada. Cuando era pequeña, a menudo me veía absorta en mis pensamientos, dejando que mi mente divagase y se perdiera en sus ideas. Creo que esto hacía que se me olvidaran mucho las cosas, tanto es así que el médico me recetó pastillas para mejorar la memoria… ¡y se me olvidaba tomármelas!
Cinco años después nació mi hermano Rober, el pequeño de la familia, que nos llenó de vida. Inteligente, sensible, optimista, sabe escuchar y entender a los demás. Es generoso, sencillo, alegre y transparente, inspira confianza, siendo también muy auténtico y coherente. Se lleva bien con muchísima gente. Tiene su propia peluquería de caballeros desde los dieciocho años. Bailaba muy bien, siempre he dicho que podría haber sido un bailarín profesional, y tiene una vis cómica que hace reír a todos los que podemos disfrutar de él.
Los tres somos blanquitos de piel, pero nos ponemos morenos con el sol, de pelo rizado, con ojos claros