Memoria de una Ruptura Vital
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El desengaño y la frustración provocan que Aitor se convierta en un hombre escéptico. La política, la abogacía y la cultura son sus principales inquietudes, pero su personalidad egocéntrica y su ensimismamiento le han condenado a una soledad casi permanente, incapaz de establecer relaciones duraderas. Sin embargo, después de conseguir un nuevo empleo como abogado en un prestigioso despacho de Pamplona, se integrará en una cuadrilla de personas cultas, inteligentes y elegantes. Ahí aprenderá que la crueldad psicológica puede provocar crisis personales agudas.
Ediciones Ibarrola
Alberto Ibarrola Oyón (Bilbao, 1972) es licenciado en Filología española por la UNED, premio al mejor expediente. En 1993 ingresó en la Brigada Paracaidista y participó en la misión de paz de la Guerra de los Balcanes. Ha publicado unos catorce libros y ha recibido diversos galardones literarios. En 2016 y 2019 recibió felicitaciones del Arzobispado de Pamplona y Obispado de Tudela por sus letras y por su trayectoria, que se pueden leer en http://misticadeibarrola.blogspot.com/.
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Memoria de una Ruptura Vital - Ediciones Ibarrola
Memoria
de una Ruptura Vital
Alberto Ibarrola Oyón
1
No deseaba volver atrás sobre sus pasos, no quería contemplar ni habitar nunca más las calles de una ciudad para la que se sentía muerto y acabado; Aitor percibía Pamplona como una prisión terrible. Caminó con paso presuroso hasta la marquesina, montó en el autobús como agobiado, dominado por una acuciante ansiedad; pero cuando llegó a la estación, comprobó que su tren no saldría hasta dos horas después. Se preguntó con reproche por qué no se había informado previamente de los horarios y lamentó tener que verse obligado a una larga espera. Su paciencia se pondría a prueba precisamente en un momento en que odiaba esperar, en que necesitaba avanzar y alejarse de su pasado. En su mente cohabitaba el deseo imperioso de marcharse de la capital navarra y dejar atrás todos sus recuerdos, toda su vida, sus amistades, familiares, trabajo y circunstancias personales para comenzar una existencia nueva en Barcelona, aunque plagada de incertidumbres, puesto que se marchaba sin un empleo, sin contactos, sin un plan determinado para vivir dignamente allí.
Su primer movimiento, intuitivo, tras visitar la ventanilla de información y comprar el billete para el próximo tren a Barcelona, fue dirigirse a la cafetería. Se sentó a una mesa y un camarero vestido de uniforme se acercó a él y se interesó por lo que deseaba tomar: un café con leche, un zumo de naranja y un croissant que constituían la excusa perfecta para permanecer sentado allí. A través de los ventanales observaba las personas que pululaban por la estación y los vagones de los trenes y los raíles, y todo su pasado acudía a su mente como el agua de una presa que sobrepasaba su reducto, pero sin confiar en su futuro, dominado por una extraña fatalidad, sin la esperanza de que lo venidero le fuera a traer algo mejor que lo que dejaba atrás, poseído por la necesidad apremiante de marcharse, de estar solo, de empezar de nuevo, de olvidar... Y, sin embargo, sus recuerdos se agolparon en su mente, pidiendo paso uno tras otro, confundiéndose, disputando por dominar la consciencia. Los sentidos de Aitor se quedaron en un segundo plano y fue la memoria la que tomó las riendas de su espíritu abatido.
El café, demasiado caliente, humeaba, la radio retransmitía las primeras noticias de la mañana. La información política le transportaba a sus años juveniles, cuando la ilusión de transformar la realidad todavía anidaba en su mente. De nuevo comprendió que, sin el ímpetu y el coraje de Rafa, nunca habría ingresado en las filas del PCE-EPK. ¡Rafa! ¿Cómo conoció a Rafa? Su amistad se perdía en el horizonte de la infancia y, sin embargo, recordaba con plena nitidez las interminables discusiones políticas que, aun siendo niños, definieron su relación de amistad. En aquellos años en que el país avanzaba hacia un nuevo modelo de Estado, todo giraba en torno a la política. Estaba presente en los hogares, en las calles, en los colegios, en las universidades, en los bares y hasta en los campos de fútbol y las plazas de toros, como aquella ridícula entrada de los grises para intentar reprimir la manifestación antifranquista de las peñas sanfermineras, el mismo día en que se asesinó al militante del LKI Germán Rodríguez. Sus primeros años de vida quedaron marcados para siempre por las discusiones que los miembros de su familia mantenían sobre el Gobierno, la policía, las ideologías, los sindicatos, el trabajo, la Iglesia..., discusiones que trasladaba al colegio y a las que solo Rafa fue receptivo, con lo que inauguraron una amistad que tuvo la política como nexo.
Todo había empezado en los difíciles años de la Transición. En la casa de los abuelos maternos de Aitor se hablaba de política frecuentemente. Como niño se limitaba a escuchar a los mayores, aunque también osaba preguntar las cosas que no entendía. La admiración que sentía por sus dos tíos maternos, militantes comunistas convencidos, nunca había sido superada por ninguna otra persona. En cambio, recordaba en aquellas ocasiones a su padre guardando un silencio inmoble, quizá, por ello su relación con él no había sido demasiado estrecha, quizá, porque nunca había visto hervir su sangre contemplando una u otra decisión política de quienes llevaron el país a la democracia, impelidos por una sociedad que ya no soportaba más ser un país estigmatizado en Europa. Le respetaba, sí, y siempre le había respetado, porque era trabajador, y un hombre pacífico y tranquilo que se emocionaba con facilidad ante los hechos cotidianos de la vida. Pero no había encontrado en él, como creía lo hacían otros más afortunados, a un camarada. Años más tarde comprendió que su padre callaba porque pensaba que en la vida lo importante era trabajar y cuidarse a uno mismo, aunque sin renunciar a la diversión en la compañía de esos amigos que le dan sentido a la existencia. No consideraba que la política fuese tan fundamental. Cuando había intentado discutir con él sobre alguna cuestión política, su padre siempre le contestaba:
- La política para los políticos que viven de ella. Nosotros, los trabajadores, lo único que tenemos que hacer es trabajar y vivir nuestra vida lo mejor que podamos, cuidándonos y siendo buenas personas. Está bien que pidamos mejoras económicas en nuestros trabajos, pero eso de que hablan tus tíos, la revolución... yo no lo veo, la verdad.
Y, sin embargo, antes de conocer a su madre, su padre había acudido anualmente a la cita que el Día de la Cruz tienen en mayo en Montejurra los carlistas, donde se reunían provenientes de todos los puntos del Estado. Existía una foto familiar, en blanco y negro, donde su padre aparecía vestido de requeté. Aitor suponía que no había estado ajeno al intenso debate que se suscitó en el seno del carlismo durante el franquismo y que tal vez por eso en la actualidad se definía como militante socialista, porque había llegado a la misma conclusión que gran parte de los carlistas, es decir, que su movimiento era de vocación social. En cualquier caso, su voto se dirigía más al PSOE que a cualquier otro partido político, aunque su mujer intentaba convencerlo de que votase, primero, al PCE y, después, a Izquierda Unida.
Con su madre, en cambio, sí había poseído un mar de confianza y de apoyo. Aquella mujer le había inculcado desde los primeros años de su vida la pasión por la lectura y, llevándoselo consigo, junto a su hermana, a las manifestaciones que se celebraban en las calles de la vieja Iruña siendo solo un niño, le había hecho sentir un profundo interés por las circunstancias de la vida institucional y política del país. El gusto que ella siempre había sentido en hablar con él de todos los temas y la alta valoración que ofrecía a sus opiniones habían conseguido dotarle de un alto concepto de sí mismo. Nunca olvidaría la mirada de satisfacción y de orgullo que vislumbró en la mirada de su madre cuando le comunicó que era militante del Partido Comunista. Fue superior, incluso, a cuando le dijo que había finalizado los estudios de Derecho, cursados en la Universidad de Navarra, de la congregación del Opus Dei, por muy paradójico que pudiese parecer que un militante comunista estudiase allí.
En aquellos años establecía una clara separación entre lo que suponía su militancia política en la izquierda y lo que entrañaba estudiar la carrera de Derecho, que deseaba terminar a toda costa para comenzar a ejercer de abogado, por mucho que otros optasen por las protestas continuas, las sentadas en los campus universitarios y los conflictos con las autoridades, no solo civiles y militares, sino también universitarias, con las que Aitor, en cambio, apenas tuvo dificultades porque fue capaz en todo momento de pasar desapercibido, tal vez porque tenía asumido y muy presente que un universitario debía respetar fielmente las normas del centro educativo donde cursaba la carrera. El Opus Dei le había propuesto acudir a charlas, misas y encuentros extrauniversitarios, mas él les comunicó educadamente que solamente disponía de tiempo real para dedicarlo al estudio constante. Sin embargo, esa discreción le granjeó no pocas antipatías entre la militancia de su partido porque cuchicheaban con frecuencia que Aitor se comportaba como un burgués y que no asumía ningún riesgo ni compromiso como universitario de la privada.
Rafa siempre había sido un sujeto inquieto y nervioso. En sus años de instituto le recordaba discutiendo con sus compañeros con una vehemencia que le granjeaba numerosas enemistades y, a la vez, afinidades inquebrantables. Le recordaba levantando la voz con pasión en las primeras asambleas en que participaron. Los militantes veteranos, que habían pasado largos años de clandestinidad o de cárcel, se asombraban de su capacidad de razonamiento, de su rapidez de reflejos, de la claridad con que exponía sus ideas, fruto de una preclara inteligencia, de largas horas de estudio y de una aparentemente fuerte convicción, además de una gran capacidad comunicativa. Muchos de ellos comenzaron a sentirse temerosos de que jóvenes como él les arrebatasen el papel que les correspondía por derecho, tras largos años de sufrimiento y de lucha y de haberse dejado la piel por sus ideas y por la libertad. Otros, en cambio, pensaban que esos jóvenes con mayor preparación académica debían tomar el relevo y continuar el trabajo realizado. Y Rafa les dio la razón. Los dirigentes responsables de las asambleas se sentían fascinados por la personalidad de aquel joven brillante, pensaban que valores así eran necesarios para atraerse a los votantes y alcanzar mayores cuotas de poder.
Rafa y él ya no eran amigos. Hacía muchos años que aquella relación de amistad se había disuelto sin quedar nada más que innumerables recuerdos que abarcaban casi veinticinco años de su vida, desde los primeros años de su etapa escolar hasta unos pocos años después de terminar sus estudios universitarios. Aitor albergaba la dudosa impresión de que Rafa nunca había sido un amigo verdadero porque nunca le vio dolido cuando sus vidas dejaron de confluir. En cambio, él había sufrido mucho. Toda su infancia, su adolescencia y su primera juventud se hallaban ligadas a la existencia de Rafa, y aquella ruptura definitiva e inapelable le había dejado un vacío en el alma que todavía podía sentir después de tanto tiempo. Nunca volvió a ser con nadie tan libre, espontáneo y natural como lo había sido con él. Y comprendía que eran diferentes, casi polos opuestos. Rafa era dinámico, locuaz, conversador infatigable, discutidor duro y, a veces, intransigente, poco dado a sentimentalismos de ningún tipo. Siempre había admirado aquella gran capacidad suya de hablar en público, cuando él apenas se atrevía a compartir sus opiniones e impresiones profundas con nadie más que con el propio Rafa.
El paso por el partido de Aitor había sido puramente testimonial. Los dirigentes locales nunca le habían propuesto para ningún cargo de responsabilidad dentro de la organización, ni para figurar en puestos destacados de ninguna lista electoral. En realidad, nunca le habían encomendado ninguna tarea a la que no se hubiera ofrecido voluntario. No se había hecho popular entre los militantes que le conocían, más bien le recordaban como aquel que seguía a Rafa a todos los sitios. Este último, desde el primer momento, era invitado a almuerzos de trabajo y a reuniones limitadas de colegas en las que se decidía mucho más que en las asambleas. Tampoco Rafa, quien había pasado por su mejor amigo, ni siquiera una vez que llegó a la ejecutiva del partido, le propuso como candidato a ningún cargo. Parecía dar por hecho que Aitor no participaría en política, aunque también estuviese afiliado al partido y fuese abogado. Todos en el partido pensaban del mismo modo que, como había decidido cursar la carrera en la Universidad del Opus Deis, era la empresa privada el destino profesional de Aitor. Este lo aceptó, en principio, con naturalidad, sin hacer reproches, sin pelear abiertamente por un puesto, pero por dentro le reconcomía la moral y ahora lo sentía como una traición por parte de quien había sido durante muchos años su mejor amigo, pero también como