El último Falcon sobre la tierra
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El último Falcon sobre la tierra - Juan Ignacio Pisano
Día 1
I
El suelo blando, húmedo, debajo de mis rodillas. El sol asoma y golpea en la espalda. Verano: calor. Pongo las semillas una detrás de la otra, en un surco de pocos centímetros. Saco de la caja un puñado de tierra seca. Tapo el surco. La Negra mueve la cola y me mira, a resguardo debajo del sauce. Me paro. Cuesta. La rodilla, la cintura. El peso del cuerpo propio y el peso del cuerpo de los otros. Todo se junta, se amontona en estos, mis huesos. Vuelvo a arrodillarme. Vuelvo a hacer un surco con la palita, poco profundo y húmedo. Tapo, otra vez, con tierra seca. La Negra ladra: miro. Ema aparece en el jardín con el pelo revuelto, en bombacha, refregándose los ojos. Me llama. Mamá, dice. Tía, digo, tía. Dejo el taper sobre esta tierra siempre húmeda, y voy a su encuentro. La alzo, apoya su cabeza sobre mi hombro y pasa los brazos por la espalda. Pesás, nena, ya no sos chiquita. Ella responde con el sonido de una vocal, mezcla de u y a. Sí, pesás. Levanta la cabeza, me mira entre una mata de pelo, sonríe, vuelve a dejar su cachete sobre mi hombro desnudo y una gota de baba o transpiración se desliza lenta y firme. Entramos a la casa. La siento en una banqueta. Esperá ahí, le digo. Agarro una botella vacía y salgo. Voy a la bomba de agua. Lleno la botella y vuelvo a entrar. Otra vez me arrodillo: saco de la caja de provisiones, ya casi vacía después de tres días, la leche en polvo y preparo la botella entera. Le sirvo a Ema en su vaso. Guardo la leche, cierro la caja. Me levanto a pesar de todo este peso. Corto un pedazo de pan de ayer y se lo doy. Todo lo comés, le digo y ella responde con la misma vocal mutante, mezcla de u y a. Miro por la puerta abierta hacia el jardín. El sol ya pega detrás del sauce. Predispongo todo para prender un fuego en el brasero, y preparar más pan y mate cocido.
—¡Dotora!
Gritan desde afuera.
—¡Dotora maestra!
Insisten.
—¡Soy el Chili!
Como si no lo supiera, como si otra persona hoy por hoy pudiera en el barrio venir a gritar en la puerta de uno con esa imposición.
—Ni doctora ni maestra, Chili, ya te lo expliqué: profesora.
—Da igual. Mire lo que le traje.
Me muestra una batería de notebook, dos de celular y una de auto que trae adentro de un bolsón de arpillera.
—Están todas cargadas. —dice, pero retrae el paquete.— Antes, lo mío.
Voy hacia el lavadero. Atravieso la cocina. Ema, ensimismada en su desayuno. Elijo, de entre las sogas donde se secan y maduran, las mejores flores y las corto con suavidad. Vuelvo.
—Tomá. Dejalas que se aireen un par de días que todavía no están a punto.
Él afirma con la cabeza y me mira con esos ojos de veintipocos años que emanan una vitalidad mínima y una furia máxima. Y pensar que cuando todavía conservaba la mirada de un nene los padres me lo mandaban para que le enseñara a leer y escribir.
—No le crece nada en el jardín, ¿no?
Asiento con la cabeza.
—Hay que trabajar más duro, ¿vió? Igual, mientras tengamos nuestro comercio, el Chili la protege. —dice y agita en el aire la rama que acabo de entregarle.
—Gracias. Ahora andá que tengo que ir a cambiar al abuelo.
—Si necesita algo me manda llamar.
Encara para irse pero retoma y se queda.
—Mire que los guachines del Timba andan medio bravos. Casi los controlamos, pero esos pibes vacilan y se quieren ganar los favores del dueño del circo.
Otra vez, asiento con un movimiento de cabeza. Se va. Entro y escucho que me llama. Paso por la cocina. Ema sigue sentada, masticando ese pan gomoso. Entro en la habitación. Corro la cortina y un poco de luz ilumina el ambiente.
Buen día, digo.
Buen día, nena. Dice con esos ojos muertos, blancos donde debería estar ese celeste furioso de otra época y grises donde debería estar blanco. Me busca entre sus sombras.
Te voy a cambiar: le aviso, le anticipo, como cada mañana, nuestra rutina.
Corro la sábana y le saco la tela que usa de pañal, amarillenta de meo rancio.
La tiene parada y me da mucha impresión.
Soñé que estaba con tu papá en la cancha, aquella noche de agosto cuando ganamos la Libertadores del 2014, dice con pudor, como justificándose.
Se lleva la mano hasta ahí, y se tapa.
II
Una miga de pan grande, contundente, le quedó enganchada en la barba, ese matorral blanco y denso. Lo escucho, pero no puedo dejar de mirar esa miga ahí atrapada. Él habla.
A veces me agarran unas cosas raras, dice. No son recuerdos, pero me llevan a uno. Primero es algo medio vago y muy de a poco adquiere forma. Son como sensaciones. Casi siempre de mi infancia. Imaginá que de la nada una cosa empieza en la panza y después sube. Un placer muy inocente pero turbio, que se vuelve palpable, material, acá arriba. Y se mantiene. Taca taca taca: te hace en la cabeza. Insiste y no se va. ¿Me explico?
Se toma la cabeza con las dos manos, se masajea el cráneo, calvo. Con los nudillos da pequeños golpes en la frente. La miga tambalea y cae sobre su pecho desnudo.
Como si