Todo es mejor sin nosotros
Por Lautaro Vincon
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Todo es mejor sin nosotros - Lautaro Vincon
PRÓLOGO
Lautaro Vincon es un ejemplo de maestría narrativa. Esta es la única oración que me importa decir. Las circunstancias (mejor dicho, la cortesía de respetar las convenciones de un prólogo) me obligan a explicar por qué.
La gracia desnuda de un lenguaje en estado de inocencia dudosa no es virtud de las mayorías. La historia de las letras universales demuestra que, sin el amparo de la experiencia, una escritura que renuncia al Avemaría de la sintaxis perfecta para evocar una oralidad silvestre puede devenir en tinta muerta. Pocos autores se aventuran en el valle de sombras sin temor alguno, recogiendo la voz de lo(s) ausente(s) a pulso de tímpano afilado, retratando el idioma de esas presencias vacías que no por cotidianas son menos irreales que los sureños de Faulkner o los campesinos de Rulfo.
Este libro es una cantimplora de esperanza en el desierto de lo cobarde y lo mediocre. Si el porvenir nos depara obras como la que estás a punto de leer, la tradición literaria argentina tiene una continuidad garantizada.
Todo es mejor sin nosotros da voz a la carencia, a lo agotado, a todo lo hueco de las interioridades humanas que se inunda con el ruido de un silencio que habla. Construir una literatura cuya semilla es la naturaleza del vacío es un oficio arduo, incluso suicida, pero el resultado aquí es una conjugación vital de integridad artística y eficacia narrativa. Con adorable impunidad, las voces que dominan estas narraciones relucen su sonoridad en las cavernas de lo imperturbable. A riesgos de trabarnos en la parálisis de lo atónito, es sublime dejarse empujar por estos relatos, que tienen la fuerza de unas manos que nos llevan al rincón más oscuro de una casa grande. El autor evapora esa línea entre lo innombrable y lo familiar a tal punto que lo que nos queda es una lengua árida, seca, libre de treguas.
A veces es mejor no estar cuando las cosas ocurren, pero henos aquí. A punto de alzar las faldas de estas historias dormidas, temerosos de que las páginas despierten para mordernos o para atraernos hacia sí mismas y hacernos lamer el polvo al que todos volvemos al morir.
Julián Contreras
NOTA DEL AUTOR
Nada de lo que acontece en estas páginas es real,
salvo que nuestra noción mutable de la realidad
se ajuste a la inexorable comedia de lo indecidible
y, sin que podamos notarlo,
se haya integrado gradualmente
en las ficciones inestables
que nos sacuden y nos sostienen.
Este mundo es una colmena.
Uno ha de vigilar dónde pisa.
Y ha de estar preparado para lo que pueda encontrar.
JOHN CONNOLLY, Perfil asesino
Pintar un cuadro
Era un barrio tranquilo. Toqué el timbre; a los segundos, Rosa abrió la puerta. La imaginaba gorda. Me saludó con un beso de cada lado y me invitó a pasar. La casa estaba iluminada con lámparas amarillas, como si el sol nunca dejara de brillar. Se sirvió té y me ofreció uno. Sosteniendo las tazas, subimos al altillo.
Preguntó a qué me dedicaba, cómo me había enterado. Comenté que la plata no me alcanzaba y que revisaba los Clasificados con la intención de sacarle provecho al tiempo libre de los fines de semana. Tenía diarios llenos de páginas con avisos resaltados en fibrón amarillo. Me había interesado el que decía chica p/modelar en exterior. Lo recorté y lo guardé. Rosa necesitaba que me parara delante de la casa abandonada de enfrente, para reflejar esa escena en un lienzo. Tenía que quedarme quieta bajo la luz de la calle hasta que me llamara. Me contó de sus trabajos. Lugares en ruinas, deshabitados; iglesias, cementerios, fábricas, caserones. Siempre con una persona de pie en algún costado de la pintura.
Crucé la calle. Rosa saludaba desde la lucarna del altillo. Me paré donde me había indicado, de frente a ella y dándole la espalda a las ventanas de vidrios rotos, las paredes descascaradas, el pasto del jardín crecido, la oscuridad que se escapaba y se perdía en la noche. Levanté el pulgar y Rosa devolvió el gesto.
Del fondo de la casa venía una corriente de aire con olor a podrido. Hacía todo lo posible por aguantar las náuseas. Calculé que había transcurrido media hora cuando un perro pasó corriendo, frenó, pegó un par de ladridos y siguió su camino. Esperaba que Rosa lo espantara, sin embargo se quedó callada, compenetrada en lo que estaba haciendo. La veía mover la muñeca como si acariciara el lienzo con el pincel.
Al rato, levantó la cabeza e hizo señas. Supe que había terminado. Estiré los brazos. Sonó mi espalda. Atrás mío, igual que antes, la casa muda.
Rosa se alejó de la ventana y apareció abajo, con la puerta abierta. Contenta, agradecida, me dio un sobre con billetes. Dijo que había un poco más de lo acordado por el frío que había tenido que aguantar a la intemperie. Pregunté si podía ver el cuadro. Por supuesto, contestó.
La casa de enfrente pintada entre caballetes ocupados y vacíos. Los trazos de Rosa eran realistas. No se distinguían diferencias con lo visto excepto por un detalle: yo no estaba ahí. En mi lugar, un hombre alto y encorvado vestido con ropa vieja que lucía una sonrisa deformada. Miré a Rosa a los ojos, intentando comprender de qué se trataba el cuadro y qué había querido lograr con contratarme para después ser reemplazada por un desconocido. Se mantuvo en silencio mientras el olor a podrido, como aliento caliente, volvía a rozarme la nuca.
Siesta
Papá despertaba temprano. A las cuatro de la mañana. Si la alarma no sonaba, se levantaba igual. Más de una vez me planteé aguantar la noche entera para comprobar lo del reloj biológico y verlo abrir los ojos unos minutos antes de hora. Me habría quedado de no haber sido mamá tan rompepelotas. Eso es lo que no me gustaba, que quisiera controlarlo todo. Papá volvía a casa a las cinco de la tarde. No podía retrasarse y llegar a las cinco y cuarto. Se armaba un desastre. La excusa era que el mate se había enfriado y ella no pensaba tomarlo con agua helada. Papá pedía perdón. A mamá parecía no importarle. Lo único que quería era verlo rebajarse y suplicar para que compartieran un par de cebadas.
***
A mamá la quise sin importar qué. Pero cuando hacía su siesta y me dejaba en bombacha y corpiño, me venían las ganas de agarrarla dormida para meterle un cachetazo. Nada más. Un cachetazo. Listo. Que se despertara. Ya suficiente tenía con que escondiera el control remoto de la tele mientras cruzaba a lo de doña Sara a chusmear y me obligara a lavar los platos del almuerzo.
—Quiero que estén limpios, secos y guardados, ¿me oíste?
Yo decía que sí. ¿Para qué discutir? ¿Para comerme una trompada y que papá nunca se enterara? Hasta en eso era distinto. Él te pedía las cosas con un por favor y siempre devolvía un gracias. Papá jamás me puso una mano encima.
De una y media a tres y media, la siesta de mamá era sagrada. Cerraba el pasillo, se acovachaba la llave y me dejaba en el patio de adentro, casi desnuda, para asegurarse de que no me escapara a la calle a pelotear con los demás chicos de la cuadra. Siempre me gustó el quilombo, los gritos, las patadas, las corridas. Mis amigas me cargaban. Me decían que solo me faltaba el pito para ser varón. Yo me reía. Hablaban