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El batallón de las Lincoln
El batallón de las Lincoln
El batallón de las Lincoln
Libro electrónico181 páginas2 horas

El batallón de las Lincoln

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En el caos de la Guerra Civil española, El Batallón de las Lincoln reivindica la historia de un grupo de mujeres que desafiaron las normas sociales de la época, vinieron a España a luchar contra el fascismo, y pusieron sus vidas al servicio de una causa extranjera y de un país lejano. Trece mujeres, trece historias con nombre y apellido propio: Salaria Kea, Marion Merriman, Evelyn Hutchins, Lini Fuhr, Mildred Rackley, Anne Tufts, Kitty Bowler, Rose Abramson, Frances Vanzant, Hilda Bell, Avelino Bruzzichesi, Thelma Erickson y Muriel Rukeyser. Muchas de ellas voluntarias de la XV Brigada Internacional, conocida como la Brigada Abraham Lincoln.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 mar 2024
ISBN9788419154507
El batallón de las Lincoln
Autor

Mercedes Gutierrez García

Mercedes Gutiérrez García (Madrid, 1971) nació y se crio en España, aunque hace años que reside en Estados Unidos. Ha vivido en Boston y en pueblos pequeños de Ohio, Pensilvania y Nueva Jersey. Los escritores Flannery O’Connor, John Cheever o Isaac Bashevis Singer se encuentran entre sus influencias literarias. Sus historias se pueden encontrar en múltiples revistas de habla hispana. Es autora de dos libros de relatos: Perro verde y Tanto para esto, y ha traducido Vida y aventuras de Jack Engle, de Walt Whitman. Tiene un blog, American X-Ray, en el que «radiografía» todo lo que tenga que ver con la cultura americana.

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    El batallón de las Lincoln - Mercedes Gutierrez García

    PRESENTACIÓN

    «I didn’t even want to go to Spain. I had to»

    (No es que quisiera ir a España. Tenía que ir)

    JOSEPHINE HERBST

    Las trece historias que recoge este volumen son un homenaje literario a trece mujeres estadounidenses atraídas por una España que estaba siendo devastada en su Guerra (in)Civil. Fueron llevadas, principalmente, por un espíritu de compasión hacia un pueblo que les era ajeno pero que les atraía por su capacidad de resistir ante el fascismo, eligiendo defender la «buena causa», presentándose muchas de ellas como voluntarias a la XV Brigada Internacional, también conocida como Brigada Abraham Lincoln, y criticando con su pluma, desde la atalaya del periodismo, el golpe franquista. Hace ya más de ocho décadas que la guerra civil española quedó atrás, aunque, como bien sabemos, la falta de civismo que acompaña a la violencia, desgraciadamente, sigue presente.

    Casi todas las mujeres, cuyas experiencias se presentan en esta obra, ejercieron de enfermeras. Llama la atención que, de las cerca de sesenta voluntarias estadounidenses que vinieron a auxiliar al gobierno español con el American Medical Bureau to Aid Spanish Democracy, Salaria Kea, enfermera, fue la única afroamericana. Rose Abramson, Thelma Erickson, Hilda Bell, Anne Tufts, Avelino Bruzzichesi y Lini Fuhr, recogidas aquí, también fueron enfermeras. Frances Vanzant, al igual que Salaria Kea, también cuenta con otra particularidad, y es que fue la única doctora. En la obra también aparecen mujeres que no eran enfermeras y que desempeñaron puestos de distinta índole en el batallón. Así sucede con Mildred Rackley, artista y gran conocedora de España, que sirvió de traductora y gestora de varios hospitales estadounidenses. El caso de Marion Merriman no es muy común, ya que llegó a España para quedarse con su esposo, el capitán Robert Merriman. Con Evelyn Hutchins toca acudir, de nuevo, a la excepcionalidad, ya que fue la única estadounidense, que no la única voluntaria internacional, al volante. En fin, las experiencias de estas «chicas del Batallón Lincoln» ofrecen un sinfín de posibilidades de interacción con una realidad histórica, la Guerra Civil española, de la cual, como el resto de los combatientes extranjeros, guardarán siempre el hondo recuerdo de su participación.

    En el libro también se trata el caso de dos mujeres, Kitty Bowler y Muriel Rukeyser, quienes no pertenecieron al batallón, sino que vinieron a España como periodistas. Una jovencísima Rukeyser fue la primera en desplazarse. La otra periodista es Kitty Bowler, y que en España conocería al que luego sería su compañero sentimental, el oficial británico Tom Wintringham. Aunque algunas de estas mujeres nunca coincidieron en el tiempo que estuvieron en España, mi mano las ha juntado para dar forma al conjunto de esta ficción.

    Para ficcionalizar la vida de estas mujeres en el frente he acudido a archivos y bibliotecas: en particular, quedo especialmente agradecida al archivo de ALBA y al de La Brigada Abraham Lincoln en la Tamiment Library, New York University, sin cuya inestimable ayuda, este proyecto, el de devolver algo de visibilidad a estas voluntarias, nunca hubiera podido llevarse a cabo.

    También quiero agradecer la ayuda del Radcliffe College Archives Digital Collections, a la Feminist Press de CUNY, a la Biblioteca Nacional de España, al Project Muse, sin olvidar la labor de historiadores, especialmente a Giles Tremlett, Peter N. Carroll, Paul Preston, Hugh Purcell, Phyll Smith, Ashley Johnson y Aelwen D. Wetherby, al Gobierno de Aragón, por la publicación de un magnífico catálogo de fotografías comentado, a los editores Cary Nelson y Jefferson Hendricks al recopilar una selección de cartas de los brigadistas, a los también editores Jim Fyrth y Sally Alexander, y, sobre todo, a los propios brigadistas que, en sus cartas y diarios, como el del malhadado Robert Merriman, dejaron una estela para que yo pudiera seguirla, y recobrar, a través de la ficción, situaciones imaginadas que pudieran reflejar la naturaleza, valentía, sufrimiento, compasión, profesionalidad y dedicación de estas luchadoras.

    Con respeto y agradecimiento.

    SALARIA

    —A eso de las cuatro de la madrugada la dejas en el camino y te vuelves sin un minuto que perder. Si te pregunta, le dices que son órdenes mías. Que el doctor os manda a por un herido. Cuando se baje de la ambulancia, apagas los faros y te das la media vuelta. ¿Comprendido?

    —Me sabe mal dejar a una de los nuestros abandonada a su suerte, con el frío que hace y en mitad de la noche. Los alemanes están por todas partes y si la…

    El doctor contuvo el aire.

    —Además, —insistió el hombre—, es voluntaria, como nosotros. ¿Qué importa que sea negra? No es que andemos boyantes de voluntarios, y no digamos ya de enfermeras.

    —¿Te niegas a cooperar? —dijo el doctor clavando el azul transparente de sus ojos en el desconcierto del oficial—. Quizás prefieras explicárselo al comandante. Lo que le pasó a su mujer en el hospital del Socorro Rojo. Seguro que sabes de lo que te hablo.

    La mandíbula del teniente se endureció. ¿Cómo se enteró? Marion, la americanita, ¿se habría ido de la lengua?

    —No, no ha sido ella, si es eso lo que te preocupa —le dijo el doctor mientras le tendía las llaves del ZIS-5.

    —¿A dónde vamos? —preguntó Salaria.

    —A recoger un herido.

    La enfermera no dudó de la palabra del teniente, pues estaba acostumbrada a la infamia de la guerra. Por eso, que le pidieran que, a esa hora, tan de noche, saliera a auxiliar a un caído, aunque fuera de los fascistas, era parte de su repertorio.

    —Está muy oscuro —dijo en español con un fuerte acento americano al conductor.

    —Allí.

    —¿Dónde? No veo nada.

    —Entre los árboles —dijo aparcando el camión junto a uno de grueso tronco.

    Decidida, la enfermera abrió la puerta para bajarse. Apenas había tocado tierra cuando oyó la tos renqueante del motor, comiéndose las piedras en el camino polvoriento.

    Otra vez volvía a sucederle. Debió haberlo sabido. Maniobra del doctor. Embebido por las costumbres sureñas, no podía hacerse a la idea de tener que compartir banco en la cafetería con una mujer de tez oscura. «O se va ella o me voy yo», iba proclamando a los cuatro vientos. Pero no podían prescindir de sus servicios. Un doctor siempre era más valioso que una enfermera, por eso que ahora se veía allí, abrumada entre la nada.

    Sin linterna con que alumbrarse ni estrellas que seguir en la niebla, solo le quedaba entregarse a la monotonía de sus pasos. Le pareció que ya había andado un buen trecho porque la lengua la sentía como piel de burro al sol y la sequedad le oprimía el pecho. Con fuerza, se ciñó al cuerpo el gastado abrigo de paño. Tuvo que sentarse unos segundos para recobrar el resuello. Nada. Ni una sola voz en aquel vacío. Ni siquiera el shu-shu de las hojas, el gemido de una rama o el lamento de un perro. Nada. En aquella desolación, ¿cómo los encontraría? Hinchó los pulmones de aire, dispuesta a romper el silencio, quizás alguien la oyera, pero decidió que era mejor no gritar. El temor a estar en zona de batalla y con un fuego a despertar le resucitó el espíritu. Llena de juventud y con la ciega convicción de que el Creador la ponía en semejante trance para ver la dureza de la pasta que la erguía, el miedo de Salaria se disipó.

    Así estuvo andando y andando, no supo por cuánto tiempo, olvidó darle cuerda al reloj, antes de que el lamido de un perro le abriera los ojos. Casi al instante, como si la anunciaran a un nuevo día, los balidos de unas ovejas. Se deshacía la niebla. En medio del rebaño, una alta imagen: el pastor. Llevaba un poncho negro de lana y se apoyaba sobre un cayado largo. La miraba con seria dulzura y a Salaria le pareció estar en el paraíso. Con lentitud, se puso en pie, el cuerpo ardiente de dolor y, acompañada del animal, que, de haber sido persona, sería la personificación de un perfecto caballero, fue al encuentro del pastor.

    Antes de que ella lo alcanzara, el hombre ya sacaba de su zurrón un trozo de pan con queso que Salaria agradeció, apurándolos con fiereza de lobo. A continuación, bebió vino de la bota que el pastor le tendía. Iba a preguntarle al hombre dónde estaba, la hora que era, si sabía el tiempo que llevaba allí, cuando otra pieza negra, ancha y con mangas hasta la muñeca, batía en el aire un sombrero grande y redondo del mismo color, para que la avistaran. Bajaba por la colina.

    —¿Qué se le ofrece, señor cura?

    —Me alegro de haberte encontrado. Vengo de tu casa. Tu padre. Se ha puesto malo. Ha debido de comer algo que no le sentara bien y, en fin, ya sabes. Estas cosas son así. Se lo han llevado al hospital.

    —¿Al hospital dice, padre? Nosotros no tenemos dinero para un hospital.

    —No te preocupes por eso, Javier. Todo está bien. Todo está bien. Ya he hablado yo con ellos. Ala, a casa, a tranquilizar a tu mujer y a tus hijos, que yo me quedo aquí, con esta voluntaria.

    —El perro se queda.

    —Pues que se quede, Javier, que se quede. Si eso te hace feliz.

    El pastor le pidió a Salaria disculpas con los ojos antes de entregarse al ascenso de la colina por la que acababa de aparecer el cura.

    —¿Salaria, verdad? No voy a delatarla, si es eso lo que le preocupa —dijo desdoblando un recorte de periódico que había sacado de uno de los bolsillos del pantalón bajo la sotana—. Mire, aquí está —dijo extendiéndole el papel.

    Salaria se quedó de piedra. Era su cara. En un periódico francés.

    —Es usted famosa. ¿Y qué hace tan temprano (aún no han tocado las siete), sola y en medio de este abismo? ¿O es que acaso se ha extraviado? ¿Perdido? —repitió el cura consciente de que, su español, pudiera serle huidizo.

    —Sí. Eso, sí —decidió no darle explicaciones de cómo había llegado hasta allí—. Pero no estoy sola —dijo sacando una biblia de la bolsa que llevaba.

    La revelación agradó tanto al cura que enseguida se ofreció a abrirle camino hasta la casa roja, a menos de un kilómetro del puente. «Estaban a poco más de una hora y un poco de ejercicio no le vendría mal» le dijo. «Una vez cruzara el puente, que siguiera las indicaciones que estaban pintadas a mano sobre tablones de madera. Que esperaba que la sangre y los puntazos de la metralla y las balas no las hubieran reventado», le recitaba pausadamente, acompañando sus frases a gestos que las dibujaban.

    —Yo me apeo aquí. Vamos, Tomás —le dijo al perro mientras se calzaba el sombrero que momentáneamente se había retirado para limpiarse el sudor de la frente.

    Pero el animal no se apartaba de Salaria.

    —¿Qué tendrá esta bestia? ¡Vamos te he dicho!

    Lo cogió por el collarín, arrastrándolo hacia él, pero el animal se resistía. Tomás le enseñó los dientes. Asustado, el cura lo soltó al vuelo.

    —Tan terco como tu amo.

    Yo hago, padre. No se preocupe —le dijo Salaria temiendo por la vida del animal.

    —Tomás. Bueno perro. No miedo. No me va a pasar nada, ve con señor cura —le susurró en la oreja mientras le acariciaba su piel rasposa—. Anda, ve con él. Tu dueño necesitarte más que yo —dijo entregándoselo al cura con ternura.

    —Muchas gracias, padre. Con Dios.

    El cura levantó los dedos de la mano que le quedaban libres y con ellos dibujó unas breves rayas en forma de cruz. Sin apenas esperar a que su trazo se disipara, tiró del collar del animal en clara señal para que echara a andar. Pronto, las figuras se desvanecieron en dos famélicas siluetas.

    Salaria tuvo que esperar a que las lágrimas que le enturbiaban la vista se las bebiera la tierra. Nerviosa, pero llena de confianza en el propósito divino, se ajustó la bolsa con su biblia, dispuesta a cruzar el puente y regresar a lo que aún le quedara por hacer.

    Cuando llegó al puente, solo quedaban unas piedras. Si quería ir a la otra orilla, no tendría más remedio que cruzar el río a nado. Se aseguró la cinta de la bolsa de cuero en la que llevaba la biblia alrededor del mentón, y con ella en la cabeza lo cruzó. Aunque el agua estaba helada, afortunadamente no iba crecida, y así pudo librar a su preciada carga de la mano demoledora del líquido. Buscaba las señales que le mencionó el cura en la nueva orilla, cuando oyó el rugido de un motor en la lejanía. Empapada, sin un arma pero con la determinación intacta, el coche negro que la avistó dio la vuelta. Un hombre bajó. Con el rifle, le dio en la cabeza y ella cayó al suelo. Del interior, una voz lo reprimió. Cuando el oficial la hizo rodar con la puntera del pie, se dio cuenta de que solo estaba herida y, levantándola por el brazo, la introdujo en el coche. Enseguida Salaria reparó en el uniforme gris del oficial y supo que estaba en manos alemanas.

    El hombre que antes había amonestado a su captor dio instrucciones al chófer de que arrancara.

    We came to get you. Hemos venido a por ti —le dijo sin mirarla, en un inglés calculado y prístino, el que acababa de embucharla en el asiento.

    Estuvieron en el imponente coche unas cuantas horas, apenas unos minutos para repostar y aliviarse las entrañas. A ella le permitieron veinticinco segundos de reloj tras un olivo con la advertencia recalcada en el breve topeteo del cristal de la esfera del reloj.

    —Veinticinco segundos si no quieres que

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