El amor de los hombres solitarios
Por Heringer Victor
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El amor de los hombres solitarios es la segunda y última novela que el brasileño Victor Heringer publicó en su corta existencia. Se trata de una historia cálida y poética, que recorre el vasto abanico de emociones que acompañan al descubrimiento de la vida, la pasión y el dolor. Una obra a ratos festiva y a ratos descarnada, que abarca lo íntimo, lo social y lo existencial, zigzagueando entre los márgenes, en ese espacio inabarcable que separa la ternura de la más absoluta de las violencias. Una novela irrepetible, propia del talento de un autor único.
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El amor de los hombres solitarios - Heringer Victor
El amor de los hombres solitarios
VICTOR HERINGER
TRADUCCIÓN DE FRANCISCO CARDEMIL PÉREZ
Sexto PisoTodos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título original
O amor dos homens avulsos
Copyright © Victor Heringer, 2016
Publicado de acuerdo con REDONDO BOOKS INTERNATIONAL LITERARY AGENCY
Primera edición: 2024
Traducción
© FRANCISCO CARDEMIL PÉREZ
Imagen de portada
© XIMO ABADÍA
Copyright © EDITORIAL SEXTO PISO, S. A. DE C. V., 2024
América 109
Parque San Andrés, Coyoacán
04040, Ciudad de México
SEXTO PISO ESPAÑA, S. L.
C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda
28014, Madrid, España
www.sextopiso.com
Edición
VIRGINIA RODRÍGUEZ
Formación
GRAFIME
ISBN: 978-84-10249-03-5
Colección personal del autor
As soon as born the infant cries
for well his spirit knows
a little while, and then he dies
a little while, and down he lies
Hymns for the Amusement of Children (1771)
KITTY SMART, el lunático.
A thousand unborn eyes weep with his misery.
Antinous is dead, is dead forever.
FERNANDO PESSOA
INFORME METEOROLÓGICO
La temperatura de esta novela está siempre por encima de 31 °C.
Humedad relativa del aire: jamás por debajo del 59 %.
Vientos: nunca superan los 6 km/h, en ninguna dirección.
El mar está muy lejos de este libro.
1
En el principio, nuestro planeta estaba caliente, amarillento, y olía a cerveza podrida. El suelo estaba sucio, cubierto de un lodo ardiente y pegajoso.
Los suburbios de Río de Janeiro fueron lo primero que apareció en el mundo, antes incluso que los volcanes y los cachalotes, antes de la invasión portuguesa, antes de que Getúlio Vargas mandara construir las casas populares. El barrio de Queím, donde nací y crecí, es uno de esos suburbios. Cobijado entre Engenho Novo y Andaraí, se creó con aquella arcilla primordial, amalgamada en distintas formas: perros callejeros, moscas y cerros, una estación de tren, almendros y chabolas y caserones, bares y arsenales de guerra, bazares y puestos de la lotería del bicho* y un terreno enorme reservado para el cementerio. Pero todo seguía vacío: faltaba la gente.
No tardó en llegar. Los caminos acumularon tanto polvo que el hombre no tuvo más remedio que empezar a existir para barrerlo. Y por las tardes sentarse en las terrazas de las casas a quejarse de la pobreza, hablar mal de los demás y ver en las calles manchadas de sol los autobuses que vuelven del trabajo ensuciándolo todo de nuevo.
2
Leí en uno de mis libros del colegio que, en la región más cálida del mundo, existió un pueblo que detestaba el sol. ҉ Los hombres le insultaban a gritos cinco veces al día y, al anochecer, rezaban alegres. Las mujeres, en cuanto veían los primeros rayos, se cubrían la cabeza y los ojos con un paño de color crudo, igual que cuando enterraban a sus muertos, y solo se descubrían al llegar el crepúsculo. Por culpa del sol, esa gente era negra y su continente era África.
Yo, aunque mi piel parece casi verde de lo blanca que es, soy hijo de ese pueblo. Odio el sol desde que era niño, pero ha estado lamiéndome toda la vida, como a un cachorro. He acabado tolerando su presencia y a veces he llegado a creer que lo amaba, pero no: odio el sol. Lo maldigo entre dientes cinco veces al día.
En las vacaciones de 1976 yo tenía unos trece años. El verano aún no había empezado y ya me había pelado tres veces. Los brazos y los hombros inflamados de pequeñas ampollas que luego estallarían en capas de tejido muerto. La nariz llena de quemaduras. La cabeza achicharrada no me permitía peinarme. La espalda no me dejaba dormir. Ya era casi mediodía.
Estábamos desde por la mañana en la piscina. Joana, mi hermana menor, se sumergía, chapoteaba y reía sin la parte de arriba de su bikini, a pesar de que los pezones ya se le habían hinchado. Yo no sabía nadar, tenía que quedarme en el borde, con los pies en el agua y los muslos sobre el granito caliente, mirando cómo el sol mordisqueaba poco a poco las sombras en el suelo. Sentada en la terraza del segundo piso, Maria Aína nos cuidaba mientras Paulina, la empleada doméstica, se encargaba de la comida o del polvo.
Según mis cálculos infantiles, Maria Aína debía de tener unos 279 años. Era una vecina nuestra que venía a cuidarnos cuando mamá se lo pedía (no sé si le pagaba). Había nacido aquí mismo, en Queím, aquí murió y aquí vivió, en una casucha que existía desde que el barrio era una hacienda. Nunca salió de Río –el lugar más lejano que visitó fue Jurema, donde moran las almas de los indios–.
Respiraba con el silbido largo de los animales viejos y había visto nacer a todo el mundo, hasta a papá. Flaca, hija de esclavos, cuando no quería que la entendieran hablaba en la lengua de sus tatarabuelos. Solo con mirar la fruta verde la hacía madurar. Hacía dulce de calabaza en el día de Cosme y Damián y nos lo traía todavía caliente. Nunca he olvidado ese sabor, la cubierta quebrándose crujiente y la crema arenosa, pulposa por dentro. Éramos los primeros en comer, después de los erês: ella les dejaba un pocillo lleno entre los arbustos para que comieran. Los dulces se pudrían y desaparecían. Y así se alimentan los espíritus.
Yo le caía bien a Maria Aína porque nací igual que ella, con el cordón umbilical enrollado en el cuello. Años más tarde, días antes de morir, me dijo: «Los que nacen así es porque van a estar siempre al borde del precipicio, ossí Camilo».
3
Joana vino hasta el borde y me echó agua en los muslos para calmar mis quemaduras. Luego salió de la piscina y me trajo una sombrilla. Recuerdo bien la cara que ponía cuando me cuidaba: una sonrisa apretada, tímida por la falta de algunos dientes, las cejas solemnemente entristecidas porque yo no podía caminar tan bien como ella. Tengo las piernas flacas. Monoparesia del miembro inferior izquierdo. Lisiado pero no tanto. A los cinco ya cojeaba y a los ocho necesitaba muletas.
En vacaciones escondía las muletas y usaba un cayado de guayabera que era casi tan alto como yo, con la empuñadura curva. Me hacía sentir salvaje, como un vagabundo o un chamán, o como un niño cualquiera (casi siempre necesitaba sujetarme con las dos manos). Ese mismo palo es hoy mi bastón, he envejecido apoyándome en él. No sé quién lo hizo, pero es uno de los objetos que más aprecio. Cuando estoy sensible, puedo sentir el alma de todas las cosas que están hechas de la misma madera.
Soy incapaz de comer guayabas.
Joana se tiró de nuevo al agua. Nadó un rato sin entusiasmo y volvió conmigo. Sonrió enseñando las encías.
Yo entendía esa sonrisa. Quería contarme algo. Mi hermana se moría de vergüenza por su boca mellada, pero siempre sonreía cuando quería contar o escuchar secretos. Sonreía para demostrar que su boca no ocultaba ningún misterio, que su lengua no le haría daño a nadie. Era una chica abierta (cuando mi madre murió, a principios de los dos mil, me dedicó una sonrisa amplia antes de darme la noticia).
–Mamá no ha regado las plantas, hoy otra vez las ha dejado sin regar –dijo, y puso cara de detective.
Para probarlo, salió de la piscina, saltó hacia el jardincillo y volvió con unas hojas de helecho. Estrujé una y se me deshizo en la mano. El sol había chamuscado el jardín de mamá. Debía de llevar semanas sin regarlo.
Joana me interrogó con las cejas. Respondí poniendo boca de pez. Ella suspiró imitando a los adultos, las manos en la cintura, los ojos en blanco. Sabía mucho más que yo y, aun así, no sabía nada.
A mí solo me daba miedo una cosa: si las plantas empezaban a secarse, se pondrían amarillas. Si se ponían amarillas el otoño llegaría antes de tiempo y se acabaría el verano. Sin verano no habría vacaciones de verano. Tendríamos que volver al colegio.
No podíamos ni imaginarnos la crisis que estaba atravesando el matrimonio de nuestros padres. Ni siquiera sabíamos quién gobernaba el país. Vivíamos bajo la extraña dictadura de la infancia: veíamos sin ver, escuchábamos sin entender, hablábamos y nadie nos hacía caso. Pero fuimos felices durante el régimen. El tejido de nuestras vidas era oscuro y nos cubría de arriba abajo, un burka sin ojos.
El primer desgarro se produjo ese día. El ruido del coche de papá llegó hasta nosotros. La luz invadió nuestro escondite. Rum-ruuum, ahí estaba el Corcel doblando la esquina. Paró frente al portón y rugió de nuevo, brum-bruuum, exigiendo paso. Nadie fue a abrirle. Mi madre apareció en la terraza, intercambió unas palabras con Maria Aína, hizo como que iba a quedarse pero volvió a entrar. Mi padre, que estaba subiendo el portón de hierro, no la vio. Aparcó enfrente de la piscina, tocó el claxon y el sol rebotó en la carrocería amarillo moco del Corcel y fue a dar justo en nuestros ojos. ҉
4
Maria Aína se levantó hecha pedazos, con el esqueleto molido y tembloroso, y se quedó mirándonos desde arriba. Joana me trajo el cayado y me ayudó a levantarme con su sonrisa sin dientes, deseosa de saber qué regalo nos habría traído papá, porque siempre que volvía de viaje nos traía regalos. Él se bajó del coche, cerró la puerta de un golpe y resopló mientras se estiraba los pantalones. Calor. El Corcel ronroneaba desafinado, asmático, antes de echarse a dormir del todo. Mi hermana pegó un grito y se enrolló en la toalla.
Solo entonces vi su cabeza enmarcada en la ventanilla de atrás. La cabeza rapada de un niño tan niño como yo.
Pero yo tenía pelo y no era de color café con leche. Yo era rojo en verano y blanco verdoso en invierno. Su cabeza debía de ser de ese color mezclado siempre, color de nada con leche aguada. Parecía fuerte, yo era más delgado, quebradizo, tullido. Pero sus ojos sí que eran frágiles, como el cuello de un pajarito, como una cría de ratón presa en una trampa.
Mi primer instinto fue odiarlo. Quería ensartarle los ojos, hacerlo desaparecer de la faz de la tierra. A saber por qué. El odio no tiene razón ni propósito. El amor tiene un propósito, el odio no. El amor sirve para la perpetuación de la especie humana, protege de la esterilidad y de la soledad fatal. El odio es más grande, tiene más tentáculos y habla con más bocas que el amor. El amor es una función fisiológica, el odio es un hambre sublime y furiosa. Gracias a él somos la especie dominante del planeta. El odio es la perpetración de la especie.
Odié la voz de mi padre diciendo «vamos, ven» y odié el tiempo que tardó el niño en asomarse por la puerta entreabierta del coche y odié su nombre –«se llama Cosme», dijo mi padre– y odié la camisa azul bebé que llevaba (y que le habría comprado mi padre, seguro) y su carrerita torpe hasta las alas de mi padre, que lo abrazó con esas manos gigantes suyas. Lo odié con un odio ancestral, en ese idioma que solo Maria Aína debía conocer y que yo nunca podré descifrar.
Con la toalla enrollada alrededor de sus pechitos desnudos, mi hermana fue toda digna hasta donde estaba el chico, lo miró a los ojos y lo saludó desconfiada. Él le devolvió el saludo con la barbilla pegada al pecho y odié esa voz asustadiza que tenía. Ella le dijo que se llamaba Joana y le tendió la mano. Él se la estrechó inclinándose muy caballeroso. Mi padre se rio de los pequeños adultos y me miró, todavía con una lágrima de risa. Entonces me di cuenta de que estaba en bañador, casi desnudo, vulnerable, apoyado en una muleta de guayaba como un lémur espantoso.
Debí sentir vergüenza porque me pareció oír la voz de mamá. La escuché gritar mi nombre desde dentro. Un grito cotidiano, como si quisiera que me probara un pijama nuevo o que me