Sexópolis: Historias de mujeres y sexo
Por Ángela Falla y David Avendaño
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«La revolución empieza en la cama». Con esta frase Ángela Falla ha abierto el camino para que las mujeres hablen de sexo y para que, a través de esta conversación, recuperen el poder de sus cuerpos y de sus vidas. En «Sexópolis», su primer libro –que hoy presenta una nueva edición revisada, mejorada e ilustrada–, la autora despeja cualquier duda sobre si el sexo es algo que hace parte del imaginario diario de las mujeres; son relatos íntimos, con una mezcla de sensualidad, felicidad y dolor.
Pero este libro es más que una colección de historias; es un viaje de autodescubrimiento y empatía, que invita a explorar y comprender mejor la variada gama de experiencias que conforman la sexualidad femenina en la sociedad contemporánea.
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Sexópolis - Ángela Falla
NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN
Me parece mentira estar escribiendo la nota para la segunda edición de mi primer libro. Pasan rápido los años y yo sigo terca en querer contar historias. Se me aguan los ojos de ver a la Falla del pasado, tecleando en el computador portátil, sentada en la cama, con la ilusión de ver ese libro en la biblioteca de mi casa.
Estos años han sido todo un trasegar por un mundo que hasta ese momento era desconocido para mí, tengo que confesar que siempre pienso en las cosas que quiero hacer como algo fácil, me convenzo de eso y aunque entienda que no lo es, eso me ayuda a seguir, a hacerlo posible.
Ya llevo un ‘par’ de años en donde todo de lo que hablo es de sexualidad, y de la manera más desfachatada, sin sonrojarme, incluso poniendo incomodas a muchas personas; pero se me hace necesario hablar de sexualidad hasta que se le quite el velo, hasta que sea lo que es, algo natural e inherente al ser humano.
Recuerdo varias conversaciones con mis lectoras –ellas son las que me impulsan–, una me decía que Sexópolis le enseñó muchas cosas; otra, una mujer mayor, me decía que ojalá hubiera podido gozar así toda la vida; otra que me dijo que quería leer con su hija para que desde joven pudiera confiar en ella y formular todas las inquietudes antes de ‘cagarla’ (eso último lo pongo yo). Y miro al espejo y le digo al reflejo: ¡lo hicimos!, ahí está ese pensamiento crítico que necesitamos para ser ovejas descarriadas, para reclamar lo nuestro, para exigir lo que por tanto tiempo se nos ha robado: el derecho al goce.
He sido fiel a Sexópolis durante estos cuatro años, sigo contando historias en las que nos podamos identificar, en lo cotidiano, en la pregunta, en la aventura, en el placer, en la risa y espero seguir así lo que me quede de vida.
Lo prometo.
Ángela Falla
Amor Propio
Mujer pasión: mujer que echa fuego por las tetas.
Ahora respiraba tranquila, sentada en el borde de la cama, después de un largo baño con agua muy caliente.
Antes, en la ducha, el agua se precipitó por todo su cuerpo como una leve caricia; allí –al sentir el agua golpear su cuello con tranquilidad– se abandonó a la sensación de relajación, una necesaria después de un día de mierda.
Ahora se mete debajo de las cobijas desnuda. Siempre le ha gustado cómo se sienten en su piel las sábanas frías. Quiere dormir, pero no puede, el exceso de cansancio no la deja conciliar el sueño. Recurre a la mejor táctica: el viejo arte de la masturbación.
Hoy no quiere imaginarse la última vez que su novio la hizo venir. Hoy busca en su cuenta de Twitter algunos usuarios que publiquen videos de dos mujeres teniendo sexo. Stalkea un par de cuentas hasta que cree encontrar el video porno perfecto: dos mujeres, una delgada, con senos pequeños que acaricia a una morena de formas suculentas. Le gusta ver a dos mujeres porque cree que no fingen cuando llegan al orgasmo.
La flaca tiene las rodillas sobre la cama y ofrece su sexo a la morena, que chupa y besa con desesperación mientras se toca a sí misma. Minuto y medio después, las rodillas y muslos de la actriz empiezan a temblar de manera desenfrenada y todo el cuerpo se estremece. Llega al orgasmo con un gemido.
Ella se siente emocionada, retrocede el video hasta el comienzo, palpa sus labios mayores, mete su dedo en la vagina húmeda y caliente, lo saca y sube muy despacio. Encuentra el clítoris y pone el dedo justo al lado para estimularlo de manera indirecta. Es toda una faena llegar al mismo tiempo con la flaca y fundirse en el mismo gemido. Está a punto de llegar, se le escapa un grito: «¡Sí…!»
Se viene.
Es el mismo temblor mágico que recorre a la desconocida.
Cierra los ojos.
Deja el celular a un lado, abraza la almohada y cae en un sueño pesado.
Ébano
Pamela siempre soñó con acostarse con un hombre negro y estaba segura de que ese momento llegaría. La noche en que esa fantasía se cumplió, aunque no como lo soñó, no sucedió en su tierra natal, fue lejos, en un hostal costero donde la rumba retumbaba en cada rincón. Esa fue la noche en la que durmió junto a un dios de ébano.
Tomó muchos tragos de tequila, una que otra palomita y dos cervezas. Cuando llegó a su cama se encontró con que estaba ocupada por una brasilera que se equivocó de lugar. La solución que le dieron fue asignarle una nueva.
En medio de la madrugada recorrió medio borracha los pasillos largos, fríos y, a la hora de la verdad, un poco impersonales. Caminaba tan segura como podía tras el encargado. Entraron a una habitación del piso cuatro. A la izquierda el baño, a la derecha las camas. La habitación tenía ventanas cerradas que abarcaban los tres camarotes, excepto por una que estaba dañada y no ajustaba del todo. Dio las gracias con mala cara y entró al baño a ponerse la pantaloneta que le serviría de pijama.
Se acostó de lado, sobre su mano derecha. La cabeza empezaba a dolerle a causa del alcohol y la música que retumbaba a todo volumen en aquel lugar donde los grupos de cuerdas hacían saltar los corazones, las flores en las mesas aportaban un toque místico y los asistentes cantaban a todo pulmón y utilizaban cualquier botella para improvisar los micrófonos.
Miró a su izquierda, la litera de al lado estaba ocupada. Su mente dibujó la imagen de una mujer de sesenta años que dormía en ropa interior y que pronto empezaría a roncar: no era el mejor pensamiento; pero era posible, quien haya utilizado un hostal en su vida, sabe que en estos lugares uno se puede encontrar con cualquier tipo de persona.
Bum Bum Bum. No dejaba de escuchar tambores en su cabeza. Un pequeño rayo de luz se filtró por la ventana a medio cerrar. El sol, que hacía su arribo, se coló en el cuarto hasta iluminar la piel de un hombre negro que, acostado, le daba la espalda.
Un dios de ébano, con piel perfecta, respiraba acompasado. Ni un solo gramo de grasa. Incluso en esa poca luz se apreciaban sus largos músculos, su espalda triangular, su trasero y sus piernas torneadas. De repente, ella se vio a sí misma levantándose, sigilosa, para meterse en esa cama y acariciarlo despacio, saborearlo con pequeños besos y olerlo mientras se abrazaba a ese hombre, quien aceptaría con calentura sus arrumacos. Deseaba dormir envuelta en terciopelo. No quiso pensar en la verga del dios, pero un relámpago le recorrió el cuerpo al pensar cómo la haría llegar al orgasmo.
Desde ese momento soñó.
Dos años después conoció a Jaime: dos metros de altura y cuerpo delgado. Afro libre: crespos pequeños y definidos. Sonrisa plena: labios carnosos que invitaban a besar.Ese día tenía un jean azul oscuro, una camisa blanca, un chaleco de hilo gris y una chaqueta negra.
Pamela, que era más alta que el promedio, al conocer a Jaime, lo abrazó con las manos entrelazadas en su cuello; le resultaba delicioso abrazar a alguien más alto que ella. Los dos estaban nerviosos, tres botellas de ron y la buena charla los relajaron poco a poco.
El primer beso fue en la mejilla, con la excusa de mostrarle a Pamela una foto en el celular, se acercaron tanto que él solo tuvo que girar un poco su cara para rozarle la comisura de los labios.
—¿Te molesta? —preguntó Jaime.
Ella, sin contestarle, se volteó, lo tomó de la nuca y apretó su labio inferior entre los suyos; luego subió la mano izquierda y la sumergió en el afro, haló un poco, mientras su otra mano le acariciaba la mejilla. Lo besó con deseo, pero con paciencia, con un rítmico contoneo. Al terminar solo atinó a decir: «Delicia».
Se escuchaba un son cubano, «el cariño que te tengo… no lo puedo negar… se me sale la babita…», ella le alargó un brazo, él correspondió el movimiento y se acercaron. Se juntaron en toda la longitud de sus cuerpos. A los dos se les cruzó por la mente que no existía mejor música para ese momento. Mientras sus caderas se rozaban con un movimiento cadencioso, él puso su mano justo donde se acababa la espalda de ella y la apretó con fuerza. Se selló la promesa de un buen final para la noche y el baile terminó por convertirse en una premonición.
Si a alguno de los dos se les hubiese preguntado cómo llegaron a esa habitación y cómo se