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El lugar de la apariencia
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Libro electrónico299 páginas5 horas

El lugar de la apariencia

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EL LUGAR DE LA APARIENCIA reúne diez relatos que E sintetizan los avatares del proyecto estético que Federico Ferroggiaro ha desarrollado desde sus primeras publicaciones, reunidas en El pintor de delirios (2009), hasta Punto de Fuga (2019).
En sus relatos, Ferroggiaro se desplaza por las fronteras del realismo y recrea con la misma precisión espacios citadinos tanto como ambientes rurales. Las atmósferas inquietantes que así crea enmarcan conflictos en los que los personajes se debaten entre el infortunio, la miseria y la grandeza humana. De igual forma, los narradores de Ferroggiaro son contundentes, seducen al lector, lo sorprenden, lo desgajan.
En todas las historias, sea una apuesta límite, una obsesión amorosa, una paternidad postergada o la búsqueda de la consagración literaria, se impone la tensión entre la verdad silenciada y el lugar de la apariencia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 nov 2023
ISBN9786078923625
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    El lugar de la apariencia - Federico Ferroggiaro

    La pierna y el juego

    ¹

    1

    Encogió los hombros y alegó que si no le quedaba alguna cosa de valor: una gallina, una joya, aunque sea un mueble que costara unas monedas, él carecía de interés en proseguir con el juego.

    Desde el trono de la barra, como recién descendido para interceder en los asuntos humanos, el patrón asentía coincidiendo con Petersen y ninguno de los espectadores, aunque simpatizaban visceralmente con el otro, con el que estaba siendo vapuleado en el juego, se atrevió a objetar aquella obviedad, pétreo principio de la actividad lúdica.

    Pero Gos estaba envalentonado, tal vez con una corazonada, e insistía en que una mano más, que accediera a jugarle otra vuelta.

    —¿Y con qué? ‒bromeó un muchacho que se desperezaba en el rincón, con la voz metálica, socarrona, subrayando los acentos‒. ¿Le vas a apostar el pelo o el alma?

    Gos pareció electrificarse, encontrar la razón de un inesperado argumento y se aplicó una palmada de satisfacción en el muslo:

    —Ahí está Petersen… le apuesto mi pierna.

    —¿Su pierna? ‒repitió sin inmutarse, como si calculara las ventajas de la oferta. No era un desatino: había visto perder chacras, ranchos, caballos de toda clase, autos, peones, pequeñas fortunas heredadas o acumuladas con sudor ajeno. Pero, ¿para qué podía servir una pierna?

    —Sí, la pierna, usted elige cuál de las dos, Petersen, la pierna contra la pila alta de fichas, la más alta.

    —Hombre, ¿y por qué no le apuesta su mujer? ‒lo apuró el patrón consciente de que la ocurrencia sería festejada y compuso un gesto de entendido mientras envolvía el vaso con los dedos ágiles de llevar látigo y firmar cheques.

    Gos meditó la contrapropuesta del patrón desechándola pronto con la convicción de que, si alguna vez, por esas cosas de la vida perdía una pierna, su mujer iba a hacerle falta aun así, como ella vivía de invierno a verano: preñada.

    —¿Está seguro?, ¿quiere ir con la pierna? ‒preguntó Petersen sonando paternal y hasta admonitorio.

    —Sí, a menos que usted tenga miedo de perder su ganancia.

    Las cejas polvorientas se arquearon resignadas y su mano empujó las fichas convenidas para hacerlas entrar en el juego: como usted quiera, dijo, y los dos se enredaron en la partida. En unos minutos, el azar y la torpeza, o la prisa, perdieron al osado que venía en caída y, al quedarse sin descarte, asumió la derrota dejando caer los naipes heridos sobre la mesa.

    Petersen encajaba en esa clase de hombres que ha extraviado hasta el último vestigio de identificación o familiaridad con su pasado. Carecía, por lo tanto, de una fisonomía intimidante, de actitud severa y meditativa, y de la temeridad titánica que define a los valientes, a los que saben dónde tienen puestos los pies cuando pisan la tierra. Desfavorecido en el trueque, poseía en cambio el perfil enfermizo y urbano de los que han crecido privados del sol y de los rigores arbitrarios de la naturaleza. Blando, esquivo, solitario, menos por elección que por desprecio a todo lo próximo, producía la impresión de ser un ermitaño o un usurero que solo abandona su escondite para cobrar con sicarios un pleito demorado. Su cuerpo, enjuto y acrónico, se asemejaba al de un muñeco de trapo; aunque ciertamente ventrudo, con un par de botones sueltos en la camisa, exhibía hundido un pecho ralo que cruzaban dos huesos finos sosteniendo el cuello nervudo. Privado de la capacidad de sonreír, dejaba expuestos sus dientes solo cuando, encendido por las copas, cobraba algún dinero o la promesa de un animal ganado en las partidas. Jugaba ahí, en el bar de la Corte, aunque porfiaba con que prefería apostar en la ciudad, donde su nombre era prescindible, o en los pueblos cercanos en los que su fama estaba por hacerse o nunca iba a florecer. Pero amaba tanto el dinero y los objetos (el juego no era, en definitiva, sino un medio entretenido y sin decepciones de obtenerlos), que sucumbía ante la tentación de buscarlo allí, a menos de doscientos metros de su casa, en los bolsillos y entre las pertenencias de quienes no habían podido convencerse de que su suerte o su astucia eran un escollo feroz para los improvisados. Los dedos finos, tentaculosos, ágiles, sopesaron las barajas con la seguridad de quien lleva siglos manipulando billetes y papeles, antes de exhibir, a su contendiente, a su auditorio, la combinación de figuras que lo hacían ganador.

    El destello que crispó su boca era una mueca, un puerco gesto infame que apenas le arrugó los labios, el bigote corto, una garrapata disecada. Gos echó la espalda contra el respaldo y escupió sobre los naipes el mondadientes. Petersen se conformó con alzar las fichas y echarlas en el bolsillo del pantalón en el mismo acto de abandonar la mesa. Sus movimientos eran ligeros, estudiados, precisos y no exigían ser traducidos por prescindibles comentarios. Mientras se secaba el aceite que sudaban sus manos, recordó que tiempo atrás había ganado una adolescente morena y esquiva y, otra vez, en Campana, un galpón en ruinas que perdería tres juegos después contra un turista curioso que, antes de apostar un fajo de billetes multicolores, había pedido que le explicaran las reglas. No había vivido en su carrera apuestas más insólitas que aquellas. Quizás sí las había oído, pero él no las había visto, sino que conformaban los dudosos anecdotarios que conserva la memoria de los pueblos.

    Mientras avanzaba hacia el mostrador sabiéndose escoltado por las miradas, pensó que restaba aún acordar la forma de pago, cómo haría Gos para entregar su pierna. Se acodó junto al patrón, que no dejaba de rascarse la barba con el vaso suspendido, levitando a tres centímetros del estaño, y pudo oír la respiración pesada del patrón, los murmullos entre dientes, el desprecio que se le escapaba, categórico, sin poder comprender cómo un hombre puede sumergirse en la miseria y el vicio al punto de poner en juego una pierna o aceptar que otro lo haga.

    —¿Y qué va a hacer, paisano? ‒inquirió desde la trastienda del decorado una voz risueña, ansiosa, desbocada‒, ¿cómo se va a llevar lo que es suyo?

    Mirando como sedado los naipes, Gos parecía aguardar la indulgencia de su acreedor. Los demás, los que celebraban el dilema, el enigma lanzado contra esa espalda ridícula que se descompensaba sobre el mostrador para trocar fichas por dinero, especulaban con absurdos, trazaban improvisadas tasaciones: un cambio equitativo que permitiera a Gos conservar la pierna a cambio de una imprecisa cifra de billetes.

    Petersen pagó su trago y guardó el resto. Arrastrando las suelas, perezoso, y arqueándose como si un dolor abdominal lo torturara, regresó a la mesa para ordenar las cartas y, sin mirar al que tenía su nueva pierna, murmuró: tenés dos días, te doy hasta el viernes, y juntó el mondadientes, como si fuera un pagaré o un anticipo, llevándolo a sus labios que lo succionaron como una planta carnívora engulle una langosta. Yo lo vi salir, orgulloso, y avanzar por la calle de tierra, pasar bajo el farol y perderse, en una esquina, en el bostezo oscuro de la noche que caía.

    2

    Gos admitió sin alarma ni apelaciones la sentencia. Enredado en sus cavilaciones permaneció junto a la mesa, esa arena que mantenía fresca su derrota, el tiempo suficiente para que, sin condolencias ni preguntas, el dependiente lo invitara a retirarse porque era la hora de cerrar. No había bebido más que una cerveza, y, desde la partida aciaga, ni siquiera había vuelto a encender un cigarrillo o a intercambiar unas frases con los otros, con los testigos forzados de aquella apuesta demencial. Una nebulosa de humo se condensaba sobre su cabeza gacha, expiatoria. Difusa, renga, la masa fláccida de luz amarilla aumentaba el patetismo de su pose. Aquel gesto padeciente imitando al de la plegaria parecía exponerlo a la intemperie del dolor. De haberlo visto así, apagándose, rendido, lo hubiera tomado por un escolar en penitencia o un hombre que recuerda la desgracia que no supo evitar. Raspando las patas de las sillas contra el piso asqueado de colillas, polvo, horas y cáscaras de maní, el dependiente preparaba el salón para la ritual limpieza. En ese silencio miserable, el silbido burdo, sostenido, con el que se alentaba para la tarea, resonaba tétrico, una mala marcha fúnebre.

    Sin despedirse, Gos dejó el bar de la Corte faltando un campanazo para la madrugada; temprano si se quiere, pero en los pueblos de trabajadores la decencia nunca se deja manchar el traje. Hacía mucho que no caminaba. Con las manos alojadas en los bolsillos, palpando el aire, el vacío, o frotándolas contra los muslos para sentirlos presentes, cruzó rengueando por la calle principal hasta alcanzar la plaza y, apenas alumbrado por las farolas, la atravesó en diagonal para cortar camino. Era una noche fresca, sin presagios ni apariciones remotas, una noche idéntica a las de la idea, diferente para él por la sobriedad y la certeza de lo irreparable, por esa incierta sensación de agónica nostalgia. Mientras avanzaba, contempló con devoción las copas de los plátanos, el sendero de grava apisonada, los elegantes canteros de flores: síntesis selecta del colorido natural. Eso, todo eso y el cielo plácido del verano recién estrenado, la respiración limpia, oxigenada con la recta certidumbre de haberse equivocado. Ninguna estrella adornaba la noche y la luna era una claridad aplastada contra la cerrazón de las nubes altas.

    Consciente de la dificultad que superaba en cada movimiento, pasó frente al centro cívico, frente a la blanqueada parroquia y frente al almacén de la cooperativa. De la garita de la comisaría le llegó el chiflido cómplice del guardia y, sin mirar, alzó la mano para saludarlo. Entrando en la callecita oscura, esquivó la zanja; ni próxima ni tan distante, una radio gorjeaba una milonga que se escapaba por alguna ventana. Pasó entre fachadas silenciosas y cuadrantes de césped y maleza hasta reconocer su casa. Se escurrió por la puerta, sin golpear, y el olor del churrasco le devolvió el apetito y la sed, la noción cabal de sus necesidades. En la cocina, con el infaltable delantal cruzado sobre el vientre crecido, su mujer maniobraba un bife sobre la plancha. Ella lo descubrió cuando, sigiloso, se arrimaba por detrás para sorprenderla, interrumpiéndole el intento de apretarle los riñones o de aplicarle un pellizco en las nalgas. Se rieron al unísono y se abrazaron apenas, sin cariño, con algo de familiaridad o de indudable confianza.

    Ubicados en el comedor se ajustaron al fluir del cotidiano ejercicio alimentario. La lamparita desnuda pendiendo del cable, agigantaba sus sombras confundiéndolas con las manchas de humedad de las paredes. El ambiente delataba una tristeza huérfana, como la de una casa prestada. Los muebles regalados ya descoloridos, la ausencia de cuadros o adornos que simbolizaran la pertenencia, las cortinas con los pliegues deshilachados y el sillón solitario, en el rincón, con el cuero rasgado confesaban la indigencia o el ascetismo de sus habitantes, Celia y su marido, que sin quererse exactamente, se tenían. Gos no quiso hablar del juego, de esa batalla en de la Corte, y ella evitó preguntarle, comprendiendo que era un peligro dejar desnuda su curiosidad. Mientras él cortaba el churrasco seco y masticaba, ella asistía a la progresiva desaparición de la carne y del pan que había puesto sobre el plato, callados los dos, oyendo los ladridos tardíos, el traqueteo del motor de un coche que pasaba. Para ella era suficiente: él estaba concentrado en su cena, aparentaba buen humor y no había protestado por los motivos habituales: por la falta de vino o porque el viento hacía chirriar la puerta del galpón, allá afuera. Celia ya tenía bastante con soportar ese noveno embarazo que estaba por cumplir su ciclo, como las otras ocho veces cortado, interrumpido por dolores salvajes y erupciones hemorrágicas que la dejaban cetrina y moribunda, volteada sobre el catre llorando su anemia, el fracaso, y sintiéndose sucia, inútil, pecadora. El letargo se prolongaba lo que Gos y su piedad caprichosa consentían. Ni un día más de lo que ese hombre habitualmente abúlico y perezoso podía tolerar de quien era su sierva y debía atenderlo. Entonces descargaba contra aquel cuerpo martirizado insultos e impudicias; la agredía, la vejaba y hasta había llegado a forzarla ahí mismo, entre las sábanas manchadas, para convencerla de que si todavía podía con él, su vida conservaba una finalidad precisa.

    Extrañamente, Gos no acabó la comida. Nervioso, se frotó el rostro hasta casi lastimarse y miró a su mujer con una expresión que no se definía por la bronca o la tristeza. Celia, Celia… repitió apenas suspendiendo la confesión antes de que tuviera forma de palabras y se volviera incontenible. Ella no entendió ni pretendió averiguar qué sentido podía tener su nombre repetido en ese tono, con esa cadencia de invocación o de súplica. Le acarició la pierna, solamente, y esperó a que él le sujetara la mano, la obligara a ponerse de pie y le hiciera golpear la rodilla con la mesa, y se dejó conducir hacia atrás, hacia el cuarto donde cualquier otro modo de comunicación se volvía redundante. Si alguien podía interpretar el papel de hombre feliz, o al menos simularlo, cuando galopaba el rumor de la sequía, de que los animales iban a morir de sed y de que sobrarían manos ociosas si la cosecha acababa por perderse, ese era Petersen, el hombre que había ganado la pierna de Gos.

    La felicidad no se estampaba ni en su rostro inalterable ni en sus actitudes: era un aura, un elixir que emanaba su presencia, de golpe inevitable, omnipresente, palpable, por ejemplo el día siguiente, a las diez de la mañana, en plena calle principal. No era de hacerse ver: el encierro le garantizaba una privacidad a la que no renunciaba sino para cumplir con sus ritos y urgencias. No poseía otras inquietudes distintas al juego, quizás, como complemento, la bebida, y de hecho, la vida social, los ciclos del campo y la política no integraban el escueto repertorio de sus intereses. Si la casualidad lo envolvía en una conversación polémica y el auditorio o los contendientes, a veces imperiosos por sumar adeptos, lo obligaban a opinar o si él sentía que la situación le demandaba una postura, una afirmación o una proclama, era conservador y conciso, más lo segundo que lo primero. Un hombre debe hacer lo que dice, Nada que crece en la tierra puede vivir en el cielo y Desde el corte del mazo el juego ya resolvió sus simpatías, eran los magros parlamentos, hinchados de burda filosofía, que se le habían escuchado repetir en las condiciones antedichas. Estaban sí sus anécdotas, las partidas célebres, menos por su desarrollo que por lo que habían puesto en juego, pero nunca contadas por él sino filtradas, amputadas; deformados relatos de terceros con las suspicacias y omisiones que eso implica.

    Muy temprano se arrimó hasta la cooperativa y estuvo desayunándose con los rumores desahuciados y las predicciones nefastas; siguió rumbo al centro cívico para tomar el pulso a la inacción cotidiana, contemplando el descanso de los agentes de turno que dormitaban sobre las bolsas de maíz. Un mastín flagelado por la sarna, sentado sobre sus patas traseras, custodiaba el sueño de los haraganes. Allí lo vieron y hasta lo saludaron Urrutia padre, un pariente de Martín Vázquez y el tesorero. Con la camisa abierta oscureciéndose por el sudor, fue hasta los corrales y continuó en dirección al cementerio como apremiado por una urgencia impostergable. No entró: los muertos nunca tienen algo que ofrecer a los vivos, y por el camino bordeado de alambradas (a la derecha el campo de los Ochoa, a la izquierda el de los Urrutia) prosiguió hacia el montecito como si el sol no lo estuviera derritiendo.

    El patrón lo cruzó cuando se aproximaba al río y, forzando el trote de su caballo, le cerró el paso con más interés en ejercer su rol conciliador y supremo que por la mera formalidad de saludarlo. Con respeto, arqueó el ala del sombrero y desmontó para anular las distancias, para dialogar de igual a igual como le gustaba hacerlo con sus peones de quienes pretendía que lo consideraran como un primus inter pares y no como una figura inaccesible o sagrada. El patrón se lamentó por las lluvias, que no venían, y habló del precio de las semillas y de otras cuestiones de las que Petersen no solía estar informado. Al fin, en el intento de conducirlo al terreno que le urgía, elogió sin excesos la última partida que le había visto jugar y especuló con un supuesto pacto con el azar que tendía a favorecerlo.

    —Son rachas ‒murmuró Petersen desconfiado y encogiendo el rostro. Intuía en el patrón otro apetito, no el simple gusto de teorizar sobre el juego.

    —Sí, serán rachas, pero le andan buenas… –admitió el patrón disparando la pregunta que restalló como un chicotazo– ¿y qué va a hacer con Gos?, ¿le va a quitar la pierna?

    Petersen pareció no comprender o su mirada simplemente evitó al patrón como si acabara de recibir una ofensa injustificable. De los pastizales brotaba un calor volcánico. Los insectos ubicuos e invisibles se desplazaban entre los dos hombres y el caballo sofocado bufaba como un asmático. Bañados de luz, con la sombra endeble del monte a sus espaldas, lejos, eran tres siluetas diminutas recortadas sobre una postal enfática de la naturaleza depreciada, planetas menores desprendidos de su órbita.

    —Y usted, ¿qué haría? ‒interrogó Petersen‒, si alguien le comprara parte de sus campos y le ofreciera un precio, el que fuera, en dinero o en otra cosa, no sé, una casa en la costa o en la ciudad, ¿lo cobraría?, ¿no esperaría que el comprador le cumpla antes de firmar el título?

    El patrón se sonrió con superioridad y apaciguó a la bestia que tironeaba el freno. Chasqueó la lengua, despectivo, y meneó la cabeza hacia los lados:

    —Usted sabe que es diferente ‒quiso persuadirlo como si el otro fuera consciente de haber elucubrado un sofisma‒, usted entiende que no es igual vender un bien que ganar una apuesta en los naipes; allí no entrega nada, no da nada en el cambio: solo recibe, el que gana recibe algo que no es suyo.

    Petersen ensayó el gesto de mirar el cielo escarbando en la limpieza cenital el auxilio de un argumento. Se llevó las manos a la cintura y lo corrigió:

    —Se equivoca. Después de tanto mirar el juego no aprendió nada. El que juega vende a riesgo, la posibilidad de tener lo otro o perder lo propio: no es lo equitativo, un

    A

    por

    B

    … es

    A

    y

    B

    o nada. Se vende la incertidumbre a cambio de la certeza, la potencia a cambio del acto favorable o decepcionante. Las reglas de la vida, usted que sabe, son las del juego y no las del comercio; la vida imita el juego, la vida fluye, corta, reparte, sorprende, permite descartar y hacer cambios, y por último premia o sepulta, da o quita. Y ojo que no le estoy hablando del azar, de la fortuna: eso no existe porque no se puede regular, aprender, enseñar; yo me limito a hablarle del juego y de sus normas, de sus combinaciones permitidas, de sus posibilidades.

    —Está bien –aceptó el patrón confundido y dicen que repitió la pregunta de si pensaba cobrarle la pierna a Gos y cómo se las iba a arreglar para quitársela, para que se la diera.

    —Ese no es su asunto –le advirtió Petersen antes de retomar su marcha hacia el río.

    —Se la compro –dijo el patrón montando, todavía con la diestra en el estribo–, ¿cuánto me pide por ella?

    Petersen se detuvo sintiendo que la bestia bufaba sobre su nuca. Los que hablaron del encuentro lo describieron de espaldas, arqueado, proyectando a su alrededor una sombra negra como un charco de murciélagos, calculando a cuánto podía cotizar un miembro que estaba en el cuerpo de otro hombre, de Gos, y que requería una serie compleja de pasos para poder obtenerla. Mire, dicen que habló al fin, después de unos segundos, dándose vuelta y achinando los ojos para ver encandilado al que preguntaba el precio:

    —No se me da por vendérsela… se la podría jugar a usted, a tres partidas, pero por su cabeza, sí, su cabeza me parece que vale lo que la pierna de Gos.

    Eso se supo enseguida. El capataz del patrón hizo circular el relato durante la siesta y a la tarde, si quedaba alguien de corazón noble y buen criterio que pretendía interceder por Gos, tenía que considerar antes lo brutal de la tarifa, lo arriesgado del cambio, lo difícil que era apostar con un riesgo extremo.

    A las siete en punto, Petersen recaló en el bar de la Corte ocupando en la barra el sitio que históricamente pertenecía al patrón. Nadie se atrevió a jugar esa noche (ni siquiera había un mazo de naipes a la vista), ni comentaron entre las mesas la partida del día anterior, más por temor a lo que podía desencadenarse que por una verdadera noción de la reserva que en determinadas circunstancias conviene respetar.

    Muy cerca del mediodía, Celia suprimió el delantal que componía su disfraz casero y, con una bandeja envuelta en un repasador, recorrió el fácil camino hasta la casa de Petersen.

    La sala se diluía en la penumbra de persianas bajas, de ventanas ciegas. El único indicio vital, claro, primigenio, intolerable, era esa atmósfera nutrida con el olor del orín, perfume seguro y arrogante que se extendía como el abrazo de la bienvenida. Ella, trenzas prietas ajustadas contra la nuca, el vestido tembloroso sobre el busto y el abdomen hinchado, había abierto la verja, había lanzado el saludo y al fin, privándose de juzgar la precariedad del jardincito, había empujado la puerta y asomado los ojos, la nariz y la duda para chocar, para recibir la palmada nauseabunda del encierro y del orín. Reteniendo la respiración como si se hubiera sumergido en un estanque, como si buceara en las profundidades, se esforzó por distinguirlo con el hachazo de luz que cortaba las sombras, en ese acopio barroco de muebles y objetos que atestaban la sala. Aquella pila caótica de elementos componía el testimonio concreto, el inventario palpable de sus hazañas lúdicas: un añejo juego de comedor, candelabros, la sierra eléctrica de una carnicería, una araña con adornos de cristal, una montura completa y una variedad difícilmente clasificable para quien mira buscando a un hombre. Ahí eran atesorados sin orden ni criterio sus triunfos; sin identidad, sin su historia, sin el recuerdo del dueño anterior que habría apostado eso o aquello otro sin creer que le esperaba ese destino inútil.

    Petersen, en la galería, cortaba la cáscara de una naranja con impasible desdén. Sin sorpresa, no esquivó aquella mirada sumisa pero perturbadora y se admiró, sin conciencia quizás de que era admirable, de que ella irrumpiera allí, por detrás, en su patio y en la indecencia del mediodía, con todo un pueblo de potenciales testigos que podrían chismorrear después la esposa de Gos estuvo en lo de… sabrá Dios que habrá pasado.

    Está bien que las habladurías germinan hasta en la arena o en la tierra salada. Pero ese riesgo, debe aclararse, no se sustentaba en la belleza o el atractivo de Celia. No sugiero que no fuera una o las dos cosas, que las hubiera poseído, pero ya era por entonces para todos, incluso para Gos, estimo, una hembra suprimida. Conservaba empero, sino estaba ya en el sexto o en alguno de los subsiguientes meses de embarazo, una silueta con cierta forma, simpática, agradable. La persistencia en la desgracia y la pobreza, repetidas, habían logrado desmerecerla; borrarle la sonrisa blanca, al principio, y rodearle con surcos ligeros el contorno de los párpados. Ya en el cuarto o quinto embarazo había encanecido y la maternidad frustrada había acrecentado los estragos hasta empujarla a la proximidad del abandono: el condimento que vuelve agria a una mujer. Estaba, creo, al borde de asexuarse, sin haberlo querido o voluntariamente: la blusa con remiendos, el delantal gastado, improbable, y las chancletas vencidas, sin color, envolviendo los soquetes sin elástico. Quedaban los memoriosos que sostenían que había sido apetecible, una hembra en serio; pero yo no me acuerdo, jamás la vi así. Se mantenía a salvo de la gordura, sí, y conservaba el busto generoso y elevado: a esos dos detalles podía reducirse el balance real de sus virtudes.

    El mentón extendido, sólido, y las cejas levantadas reemplazaron la obvia pregunta de Petersen: ¿a qué debo el honor…?

    —¿Por qué quiere su pierna? –inquirió la mujer alzando la bandeja y separando las rodillas para mantenerse estable.

    —Siéntese –le ordenó señalándole una silla–, no quiero ni dejo de quererla –planteó tras percibir que ella no se sentaría, que no aceptaría la invitación amistosa del diálogo–, él quiso ponerla en juego, arriesgarla, y perdió. Lo mismo me da que sea una pierna o un lechón o unos pendientes de su bisabuela. Esa fue la apuesta y yo acordé, accedí a exponer mis fichas, mi dinero, por algo que no sé de qué puede servirme ni si tiene algún valor, pero ahora es mía, ¿entiende?, es mía.

    Celia no parecía comprenderlo o, tal vez, podía seguir el rastro de aquel razonamiento sin coincidir con la lógica que lo estructuraba.

    —Y por qué no lo perdona, por qué no acepta otra cosa que sí tenga una utilidad o un sentido –alegó Celia sin llegar a sugerir algo

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