Vidas en corto
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Vidas en corto - Margarita Girardi
Al contrario
Mi papá, desnudo, aplasta a mi mamá, pero se ve que no la aplasta del todo porque se sostiene sobre los brazos. Y ella se ríe, no llora. Me parece que no le duele. Veo las piernas de ella, que abrazan a mi papá por sobre la cintura mientras que sus manos se cruzan por detrás de la nuca. Se cuelga como si fuera un koala. Lo veo contorsionarse y medio que bufa como si estuviera agitado, igual que cuando terminamos de jugar una carrera. Mi mamá le dice que siga, que siga. Y yo no sé qué es lo que quiere que siga porque todo el tiempo siento que ella se va a romper, debajo de mi papá, que es regrandote. Me dan ganas de hacer algún movimiento para salvarla. Algo no es normal. Están en medio de una luchita, como las mías con mi hermano y creo que a los dos les gusta. Ahora, mi mamá grita. Dice: Sí, sí, sí
. Yo espero que diga no
o basta
o salí
. Es todo al revés.
Me quiero ir, pero estoy como pegado al piso. Mi papá rebota como un resorte y cada vez que baja parece que empuja a mi mamá adentro del colchón, como si estuviera rellenando una botella de plástico con bolsas de nailon y las apretara para que entren más y más en menos espacio, como nos enseñaron a hacer a nosotros para cuidar el medioambiente. Después, mi papá se desploma sobre mi mamá, como si se hubiera muerto y ella le acaricia la cabeza y lo besa. Parecen en calma. De repente, mi mamá le hace una toma de yudo y ella está sentada sobre él. Le veo la espalda. El pelo le cae suelto, despeinado. Y ahora es ella la que rebota y mi papá le dice: Gorda, me estás matando
, pero no suena como si se estuviera muriendo. Las sábanas y la frazada están en el piso. Es todo un desorden. Parece un campo de batalla. ¿Por qué nos dicen a mi hermano y a mí que no peleemos si están haciendo lo mismo? O peor. Y me dan ganas de decirles que estoy aquí, pero abro la boca y no me sale nada.
El corazón me late fuerte. Salgo de la habitación igual que como entré, sin hacer ruido. Entorno la puerta para dejarla como estaba. No la cierro. Me voy a ver la tele, pero no me puedo concentrar. Al rato, ella aparece como si nada, atándose el pelo con una colita. La miro para ver si le duele algo, pero no. Está sonriente. Canturrea y me pregunta si quiero que cenemos. Voy a contestarle y otra vez no puedo hablar. Ella me mira, pero empieza a poner la mesa. Mi papá tiene el pelo mojado. Se ve que se bañó antes de comer. Me pregunta qué están dando en la tele y me doy cuenta de que no lo sé. Echo un vistazo rápido a la pantalla y ni idea. Él se sienta al lado mío. Estoy incómodo. Siento que tengo un secreto que no quiero tener. Mi papá me da una palmada cariñosa en la cabeza y me pregunta por mi hermano. Me encojo de hombros. Está en lo de la abuela, dónde va a estar.
Papá se va a ayudar a mamá en la cocina. Sirven la cena y yo no puedo mirar a ninguno de los dos. Son tan distintos de esos pulpos que se enroscaban hace nada más que un rato. Es como si no los conociera. ¿Será que pasa siempre eso cuando cierran la puerta? No quiero ni pensarlo. Pero algo me da curiosidad, no parecen tristes. Al contrario.
La mosca
Hoy desarmé el altar que le armé a mi mamá para el Día de los Muertos. Le puse flores naranjas. Copetes y no caléndulas, como hacen los mejicanos, porque en esta época no hay caléndulas en la Argentina; sal para que encontrara el camino a casa; velas que se lo iluminaran; comida que a ella le gustaba: nueces y chocolate y, por supuesto, su foto, la más linda que tengo. No había pan de muertos porque no sé cómo se hace y también me olvidé del agua. Yo creo que mi mamá estuvo aquí. Espero que no se haya vuelto a morir, pero de sed. En todo caso, no lo creo. Ella siempre tenía recursos para todo.
Mientras estaba desarmando, se posó una mosca en el brazo del berger, casi a mi lado, provocándome. Lo mío es instintivo. No las soporto. ¡Zas!, le di el manotazo y me sorprendí porque la maté. No es fácil matar una mosca con la mano, pero o ellas están más lentas o yo he ganado habilidad.
La maté. Las sentí. Esas tantas que se metían en la combi de mi papá. Parada para no gastar nafta. Con los vidrios abiertos para que no nos asfixiáramos, se llenaba de moscas y entonces, nosotros tratábamos de cazarlas. No había mucho que hacer dentro de la combi y a veces pasábamos horas allí. A mi papá se le había ocurrido ese juego de cazar moscas y nosotros lo jugábamos. Bah, yo seguro, Nacho prefería protestar y decir cada cinco minutos que quería volver a casa con mamá. Marita le pegaba codazos para que se callara, pero creo que era peor. Yo le veía la frente afligida a mi viejo y no decía nada. Esperaba que las moscas se posaran y manoteaba para todos lados, pero nunca lo conseguía. Ellas eran más rápidas. Y desde entonces les tengo este odio que no se me va.
—Saludá y sonreí.
—Pero papá…
—Vayan los tres juntos. Saluden, sonrían y digan gracias.
—El jugo es horrible.
—Nacho, aceptá todo. Después vemos.
Él se metía entre las góndolas, lo suficientemente lejos como para que no se dieran cuenta de que éramos sus hijos, pero sin perdernos de vista, listo para ayudarnos, si era necesario. Nunca hizo falta. Miraba algún que otro precio de productos que no pensaba comprar ni podía pagar y después pasaba por la caja con un paquete de yerba. Nosotros lo esperábamos en la puerta. Cada uno tenía una cajita de jugo de naranja y un alfajor que nos habían dado las promotoras. Papá respiraba aliviado. Teníamos nuestra merienda y no íbamos a poder decirle a mamá que con papá no comíamos nada.
Nacho protestaba.
—El jugo tomátelo vos.
Nosotros lo mirábamos con enojo. Nos cansaban las tardes con papá. ¿Por qué no podíamos quedarnos en casa calentitos? Papá vivía en una combi. Al principio fue divertido jugar a que viajábamos sin viajar. Después perdió el encanto. La Calamidad, como la habíamos bautizado, se volvió un lugar maloliente donde papá acumulaba su ropa sin lavar y ya casi no quedaba espacio. Y para colmo, nunca había nada para comer. Salíamos de la escuela cargando nuestras mochilas. Él nos esperaba y esbozaba una mueca de dientes blancos que quería disfrazarse de sonrisa, pero estaba triste. Tenía esa tristeza que no se puede ocultar. Encima nos abrazaba fuerte y delante de todos. Era difícil desprenderse de esos abrazos. Y después empezaba nuestra peregrinación. Dejábamos las mochilas en La Calamidad y nos llevaba al súper a merendar lo que podíamos garronear de los promotores. Yo sentía vergüenza. Creo que ya nos tenían más que junados. Tres veces por semana, cuando tocaba con papá, teníamos que repetir el mismo ritual. Entrar al súper y pararnos frente a lo que fuera que estaban regalando porque eso era lo que íbamos a comer, sin importar qué tocara. Algunas veces daban sobrecitos de champú y papá se ponía nervioso. No tenía más remedio que comprarnos un paquete de galletitas, que nunca era suficiente, pero al menos era algo.
Cuando volvíamos a casa, mamá nos interrogaba sin piedad. Nosotros habíamos aprendido a responder escuetamente, sin detalles. A veces le hermoseábamos la cosa todo lo que podíamos.
—La pasamos bien. Nos divertimos. Sí, comimos. Hicimos la tarea. Papá me ayudó con matemática. Estuvimos en el parque. No, no tomamos frío. Llevamos la campera.
Eso es lo que decíamos. Incluso, Nacho evitaba tirar bosta y eso que él lo pasaba mucho peor que Marita y yo, por decisión propia. Elegía torturar al viejo y embroncarse la tarde, para después cubrirlo y encerrarse en su cuarto.
No siempre era mentira. Nos ayudaba con la tarea y hacía fácil lo difícil. A veces, muy de tanto en tanto, nos llevaba a tomar un helado. La excursión a la heladería era una fiesta. Sabíamos que había conseguido algún trabajo y tenía unos mangos en el bolsillo. El helado nos ponía contentos, aunque no daba para la tarde entera. Marita siempre se chorreaba porque se encaprichaba con que quería cucurucho y no vasito. Mamá jamás nos dejaba tomar cucuruchos porque el helado se derretía irremediablemente en algún lugar de nuestra ropa, pero Marita aprovechaba que papá no decía nada y se pedía uno. Sabíamos que mamá iba a rezongar, pero tampoco se podía arruinar el momento. Después de vagabundear un buen rato en la plaza