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Los muertos de Río Grande
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Libro electrónico443 páginas8 horas

Los muertos de Río Grande

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Año 1820. Nuevo México.
En la frontera más remota de la América Septentrional, a orillas del Río Grande, un misterioso asesinato aterroriza a la población de la comarca y pone en jaque a las autoridades españolas de Santa Fe de Nuevo México. Incapaz de resolver el entuerto, y ocupado en su lucha contra el movimiento independentista mexicano, el gobernador recurre a los servicios de Leandro Cuervo, un soldado veterano de las guerras comanches que oculta más de un secreto, y su ayudante, el bachiller Juan Orviz, recién llegado de España. Juntos colaborarán en la investigación de un misterioso enigma que los obligará a viajar de los ranchos de Atrisco a las montañas de la Sangre de Cristo, pasando por el peligroso cañón del Muerto.

Tras el éxito de sus dos anteriores novelas el escritor y cineasta Santiago Mazarro regresa a la Norteamérica hispana con un thriller histórico, visceral y repleto de misterios. Una historia vertiginosa que dibuja, con el rigor que caracteriza al autor, una frontera hipnótica en la que nada es lo que parece.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 jun 2024
ISBN9788410070196
Los muertos de Río Grande

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    Los muertos de Río Grande - Santiago Mazarro

    Parte primera: pecado

    Agosto – octubre de 1820

    «Como la corriente del río, como los conductores que pasaban por la carretera, como los trenes amarillos que bajaban por los raíles de Santa Fe, el drama de los acontecimientos excepcionales nunca se había detenido allí».

    A sangre fría, Truman Capote

    1

    Esta pesadilla comienza en el momento exacto en que Carlota Pino, sobrina del diputado Pedro Pino, decide asistir en secreto a las fiestas patronales que se celebran en Santa Fe. Por supuesto, la joven no imagina el funesto destino que le aguarda en la capital provincial. Es incapaz de prever el trágico evento en que se verán inmersas tanto ella como su pobre hermana de aquí a unas pocas horas. Tan espeluznante. Tan desgarrador. Tan horrible y enigmático. Su muerte tendrá en vilo durante meses al territorio más septentrional de cuantos conserva España en las Américas: Nuevo México. Y ya es decir, porque en esta tierra montañosa, desértica y aislada hasta el más atroz de los crímenes es susceptible de pasar inadvertido.

    Son las ocho de la tarde del 19 de agosto de 1820. Sábado caluroso para despedir una soporífera semana. El sol, inclemente y despiadado en esta época del año, ha caído ya tras las torretas de madera que se elevan sobre la mina de Cerrillos. Una vez que han salido los mineros de la tierra, la quietud más absoluta se adueña del valle. El silencio lo rompe tan solo el bramido de un coyote que perdió a su madre a primera hora de la mañana. Aúlla una vez. Y otra. Su premonitorio lamento, sin embargo, apenas alcanza la gruesa tapia de adobe que pone límite a la hacienda de la familia Pino.

    Frente al tocador de su pequeña alcoba, y ajena al mal que la rodea, Carlota se acicala para el esperado encuentro. Mientras lo hace, tararea para sí un fandanguillo travieso, de los que dejan caer una rima picante entre verso y verso. Una canción popular que roza la desvergüenza y que, en palabras del padre Cadalso, la ponen a una caminito del mismo infierno. El farolillo que ha encendido apenas le permite ver si la trenza que hilvana en su cabellera oscura lleva visos de convertirse en algo presentable. Mejor así, piensa luego. Demasiada luz alertaría a sus padres, que no han de enterarse jamás de sus intenciones.

    Naturalmente, Carlota pretende acudir al festejo del único modo en que una niña de quince años puede hacerlo dadas las circunstancias: sin el permiso de sus mayores, escabulléndose de la cama en plena noche y, por todo ello, hecha un manojo de nervios. Tal vez por eso, unas horas antes de que ocurra la desgracia, la pequeña, que no tiene un pelo de tonta, acude a Dolores, su hermana mayor y confidente, con indicaciones precisas sobre el modo en que pretende acudir a la verbena.

    —Dolores, escucha —susurra—. Dolores…

    Abre un ojo la hermana, malhumorada.

    —En esta casa no puede una descansar tranquila —se lamenta—. ¿Qué quieres ahora?

    —Perdóname, no sabía que dormías.

    En la oscuridad, el incesante titileo de la llama dibuja formas irregulares en el papel pintado y arranca, de paso, destellos sobre el perchero cobrizo, la loza y los artilugios metálicos que decoran el tocador de la alcoba.

    —Ya no duermo —se incorpora, despacio—. Dime qué buscas.

    —Nada. Marcho a Santa Fe.

    —¿Cómo?

    —Son las fiestas de la santa patrona —explica la pequeña—. Pero descuida, que estoy aquí antes de que cante el gallo.

    —¿Estás loca, Carlota? —le espeta la hermana—. ¿Vas sola?

    —Me he citado a las diez con Ignacio Losada, el hijo de Baldomero.

    —¿Ese desgraciado?

    —¿Quieres venir?

    Arquea las cejas Dolores Pino, sorprendida con el ofrecimiento. Luego pone una mueca extraña, niega con la cabeza y responde:

    —Ni en broma.

    La pequeña se sienta entonces en la cama de la mayor, e interpone el candil entre ambas.

    —Pero son las fiestas…

    —Precisamente.

    —No tengas miedo.

    —¿Que no tenga miedo? ¡Santa Virgen! ¿En qué estás pensando? ¿Y si se entera padre? —trata de advertirle la hermana, somnolienta, mientras se quita de encima las sábanas amarillentas y hace un esfuerzo ímprobo por agarrar la mano de su hermana en la penumbra—. ¿Que no has oído lo peligrosa que se pone la ciudad con toda esa gente que anda tomada y así?

    —Me vale madre, Dolores. Si no voy hoy, no iré nunca —le interrumpe la pequeña, henchida de valor y con media sonrisa dibujada en el rostro—. Si no quieres venir, no pasa nada; solo te pido que no se lo cuentes a padre.

    —No me vengas con esas —responde la mayor, ofendida—. No soy una chivata.

    —¿Sabes qué? —pregunta Carlota, picando a la otra con un tonito burlón.

    —Qué.

    —A Ignacio y a mí nos lleva hasta allá su hermano.

    —¿Enrique?

    —El mismo.

    Se pone roja Dolores, suelta la mano de Carlota y aprieta muy fuerte los puños. Es sabido por todo Galisteo que Enrique Losada —un chico de buenísima planta, aunque más tonto que una piedra— anduvo detrás de ella todo el invierno pasado. Tanto que la familia acabó por prohibirle a la muchacha cartearse con el primogénito del famosísimo maestro armero. No vayan a decir esto. No vayan a pensar lo otro.

    —¿Cómo lo sabes? —inquiere la mayor, algo tímida, pero deseosa de saber más acerca del susodicho.

    —¡Anda! Como que así lo hemos arreglado —responde la pequeña—. Venga, hermanita, anímate. No habrá otra igual hasta el año que viene. ¿Que acaso es pecado divertirse de vez en cuando?

    Como cada verano, la capital de Nuevo México reúne en una sola noche todos los elementos de los que carece a lo largo del año. Música, hogueras, procesiones, feriantes, cómicos ambulantes. «De chile, mole y pozole», que dicen por allá. Un poco de todo. Hasta un circo itinerante repleto de bestias sureñas ha venido este año a la ciudad, o eso tiene entendido Carlota. Todo un despliegue jaranero regado con pulque y licor de maguey que, como manda la tradición, inunda las calles del centenario presidio al llegar el fin del verano.

    Dolores tuerce el gesto, disgustada. No es la primera vez que su hermana menor le viene con esta cantinela. De hecho, recuerda que Ignacio y Enrique, hijos del maestro Baldomero Losada y sempiternos pretendientes de las hermanas Pino, ya insistieron meses atrás con el asunto de las fiestas patronales. Esos dos sinvergüenzas. No se darán por vencidos.

    Duda un rato Dolores Pino. Mientras lo hace, se muerde el labio, indecisa. «¿Que acaso es pecado divertirse de vez en cuando?». Aunque no lo dice, siente envidia del coraje de su hermana.

    Pasados unos minutos, Carlota se pone en pie de un brinco, cansada de tanta espera. Apoya el candil en el alféizar —mala idea, la luz se ve desde la calle— y mira por la ventana. Se muestra preparada para su imprudente aventura nocturna. Va ataviada con vestido camisero, sin corsé, y con las zapatillas de suela plana que le regaló hace unas semanas el bueno de Alvarito Pino, hermano mayor de las dos. Sobre el vestido, comprueba Dolores, la más pequeña de las hermanas luce la antigua casaca del padre.

    —Si no voy —empieza la mayor, dudosa—, ¿vas a ir tú sola con esos dos?

    —Eso parece.

    Agarra las sábanas Dolores, temblando. Primero cierra los ojos y susurra algo para sus adentros. Luego, en un gesto de arrojo, sale de la cama y sentencia su propia suerte con un claro y rotundo:

    —Voy contigo.

    Sonríe Carlota, satisfecha. Se suceden entonces los gestos cómplices. Las miradas nerviosas. Una mano al hombro. Un déjame tu basquiña. Un no hagas ruido o padre nos mata aquí mismo. El caso es que, pese al miedo a lo desconocido, la noche trae consigo un destello de rebeldía. Una bocanada de aire fresco tan comprensible como inoportuna.

    Al rato, desde el puente que cruza el cauce seco del arroyo de Galisteo, la luz de un farol se enciende para volver a apagarse al instante. Brilla de ese modo una vez, advierten las hermanas. Dos. Tres.

    —Son ellos.

    Dolores y Carlota salen a toda prisa por la puerta que comunica el patio trasero de la hacienda de los Pino con el caminito que va al cementerio. Mal presagio. Desagradable y trágica la imagen para el que conoce a fondo esta historia.

    Una figura estática acecha desde lo lejos, vigilante. Se oculta tras los árboles que crecen junto a la cerca, intentando que la respiración agitada no delate su posición. Alguien es testigo, por lo tanto, del correteo nervioso de las hermanas Pino, que avanzan como dos ratoncillos ingenuos, en plena noche, directas a la boca del lobo. Al fin, las muchachas se encuentran con los hermanos Losada, que las esperan en el lugar previsto, junto al puente que sortea el arroyo.

    —Buenas noches —dice Ignacio, el más joven, desde la parte delantera del carro—. Vaya, está usted bien guapa, Carlota.

    Enrique, por su parte, se limita a gruñir mientras mantiene calmadas a las dos mulas que forman la recua del padre. Las dos chicas se acomodan en la parte trasera del coche y saludan con entusiasmo comedido, que ni el apellido ni la situación dan para más aspavientos.

    Un hilito le falta a la luna para estar llena del todo. Luz más que de sobra para que las casi dos horas de ruta que hay hasta la capital provincial transcurran sin incidentes.

    A partir de aquí, la historia se torna de lo más confusa.

    Según algunos testigos, las dos hermanas llegan a salvo a Santa Fe, disfrutan de una verbena apacible y se mantienen discretas, tranquilas: la actitud que cabe esperar de las hijas de don Anselmo Pino. Se divierten un poco con la representación teatral de una compañía de cómicos ambulantes, sí, pero se alejan después del jolgorio principal, de los fuegos de artificio, de las danzas regionales, las castañuelas y el vino. A petición de la mayor, se apartan también de las proclamas soflameras que, una vez el alcohol ha hecho mella en los hombres, reciben vítores y abucheos por parte de comerciantes, artesanos y soldados de la provincia. Ándate con ojo, le dice Dolores a Carlota. No vaya a aparecer de pronto un cliente de padre, un amigo de tu hermano o un vecino de la parroquia.

    No obstante, hay quien afirma que, a partir de cierta hora, Carlota Pino e Ignacio Losada beben más de la cuenta. Ríen, gritan, se cuentan chismes. Luego bailan una especie de mazurca, más arrimados de lo convenido. Pasada la medianoche, ella le propone a él ir a la famosa capilla del Rosario, al norte de la ciudad, con la excusa de presentar sus respetos a la celebradísima Virgen de la Conquista.

    —¿Dónde vais? —pregunta Dolores, angustiada, al ver cómo su hermana pequeña se marcha calle arriba, medio curda, con el pánfilo de Ignacio cogiéndola por la cintura.

    —Al Rosario —responde Carlota—. Donde la virgen. A rezar un avemaría.

    —Vamos con vosotros.

    —Que no, mujer. Ya quédate tranquila. Enseguida regresamos.

    Al verlos marchar arrimados, el uno caído sobre el otro, Dolores lamenta estar allí y no en Galisteo, en su cama, a salvo de tanta penuria, de tanto pecado nocturno. Presa del miedo, la joven no hace más que rezar padrenuestros y apretar con fuerza el cristo de nácar que le regaló su abuela Sinforosa hace ya más de una década.

    Para más inri, Enrique Losada, el acompañante de Dolores, yace en el suelo desde hace un buen tato. El muchacho lleva una turca de escándalo, y, en sus propias palabras, le valen madre las chingadas que pasen ahí fuera. Solo quiere dormir la mona.

    Pasa una hora, tal vez dos. «Por favor, que vuelvan ya», repite una y otra vez la mayor de las hermanas Pino. «Es tarde. Por favor».

    Pero por más que Dolores le ruega al Altísimo, su hermana no regresa. Decide entonces tomar cartas en el asunto. Pone rumbo a la capilla del Rosario para detener de una vez por todas la majadería en que se ha tornado la velada. Pasa bajo los soportales del mercado, repletos de ristras de chile rojo. Bordea luego los viejos cuarteles y encara enérgica el caminito empedrado que conduce a la villa de Taos. Manolito, el dueño de la posada que se levanta en dicho sendero, un indio genízaro al que no se le escapa ni una, es el último en verla con vida.

    —¡No están! —grita histérica el aya de ambas hermanas al alba de la mañana siguiente—. ¡Se fueron, se fueron!

    Tiembla, desconsolada, y se lleva las dos manos a la boca por no emitir un chillido nervioso.

    —Explíquese mejor, Mariela, se lo ruego —responde el padre de las criaturas, don Anselmo Pino, mientras agarra del armario cuchillo, escopeta y silla de montar con la intención de salir cuanto antes en busca de sus hijas.

    —Sentí ruido —trata de explicarse la anciana—. Sentí ruido ayer a la noche, como si alguien saliera por la puerta trasera, pero pensé que sería usted, señor. ¡Pensé que sería usted!

    Rompe a llorar Mariela, su llanto despierta a la madre, y la casa se cubre enseguida con un manto de desconsuelo.

    Escopeta en mano, el padre entra en la alcoba de su primogénito, el señorito Álvaro.

    —¿Qué haces en cama a estas horas? —exclama Anselmo mientras descorre las cortinas con tanta fuerza que por poco las arranca de sus rieles.

    —No me siento bien —responde el chico.

    —Me trae sin cuidado. No quiero quejas ni lamentos —le advierte—. Vístete y sal enseguida. Tus hermanas no están en la casa.

    Al cabo de un rato, padre e hijo dejan atrás la aldea de Galisteo a lomos de sendas monturas. Toman el camino del arroyo, no sin antes preguntar a los rancheros que pueblan el valle.

    —Dos chamaquitas morenas. De quince y dieciséis años —empieza don Anselmo, nervioso—. La una más altita, tal que así, y la otra menuda. No pudieron ir muy lejos.

    Uno tras otro, los ganaderos se encogen de hombros y tuercen el gesto. Algunos reaccionan a la defensiva, más incómodos que preocupados, por eso de que no se les relacione de forma alguna con un caso tan escabroso. «A esas horas yo ya me había ido a durmir, señor Pino». En las tierras altas de Nuevo México, tan remotas y olvidadas, cada palo aguanta su vela, y son pocos los que se atreven a dar un paso al frente o a decir esta boca es mía. El miedo al qué dirán, a la infamia del vecino, a las repercusiones cainitas. «Somos gente de fe, don Anselmo; rezamos por que encuentre pronto a sus dos hijitas».

    A la tarde, padre e hijo acuden al rancho de las Golondrinas. Desesperados, se ven obligados a interrumpir la tertulia con tal de alertar a la clientela de don Jaime, el dueño de la famosa posta. Parte del público niega con la cabeza. La gran mayoría, por supuesto, clava la mirada en el suelo y finge no oír bien al padre con tal de regresar cuanto antes al trasiego de la taberna.

    —Que Dios nos asista —murmura don Anselmo al volver a subirse al caballo—. ¿Dónde han ido tus hermanas, Álvaro?

    —No lo sé —responde el muchacho, pálido como la cera, aunque tratando de mostrar entereza—. Tal vez sea mejor que nos dividamos.

    Así hacen. El hijo se dirige al pueblito de Santo Domingo por ver si el alcalde sabe algo. El padre, ya de noche, llega a la capital provincial y recorre con ahínco las tienditas y ventas de Santa Fe. La resaca del día festivo se palpa en el ambiente. Hay orines, vómitos y boñigas del caballar esparcidas por el terreno.

    —¿Han visto a mis dos hijas? Carlota y Dolores, no son más que…

    —¡A sus chamaquitas las vimos anoche con los dos hijos de Baldomero Losada, don Anselmo! —interrumpe el soldado Alfonso Sepúlveda, de la cárcel provincial—. Iban de tapado, pero vaya que si eran ellas.

    —¿En la verbena? —inquiere don Anselmo, extrañado.

    —Pregunte donde la taberna del Santero, que la nieta de Pedrito las vio también. Ya verá, pregunte usted, señor Pino, que le van a dicir que aquí mismo estuvieron.

    Las tropas presidiales no tardan ni un día en encerrar bajo llave a Enrique y a Ignacio Losada. Por supuesto, ambos alegan una y otra vez no tener nada que ver con la desaparición de las dos muchachas. El mayor repite hasta la saciedad que iba borracho como una cuba y que no recuerda nada de cuanto sucedió la noche en cuestión. «No sé de lo que me habla», jadea, con miedo a ser ajusticiado, en la hora en que van a buscarlo. «Lo juro por lo más sagrao». Ignacio, el más joven, si bien reconoce haberse arrimado con la más pequeña de los Pino junto a la acequia de la capilla del Rosario, niega en redondo tener nada que ver con la ausencia de la zagala. «Desapareció de mi lao, capitán, se lo prometo. Como si se la hubiese llevado el diablo».

    —Dele un buen escarmiento, que cante —le dice el alférez Cardoso a uno de los milicianos que se ha ofrecido voluntario para interrogar al muchacho—. Pero no lo mate, hágame el favor, que su padre es buen amigo de la tropa.

    El 26 de agosto, una semana después del incidente, las hijas del señor Pino siguen en paradero desconocido. Ese día, los hermanos Losada, corridos a trompazos día sí y día también —siguen vivos de puro milagro— se unen a las tareas de búsqueda que encabeza el gobernador Melgares. Lo hacen por petición expresa de Manuela Estrada, madre de las muchachas.

    —Si estos pendejos no saben dónde están nuestras hijitas, que ayuden a encontrarlas. Que hagan algo, si en tanta estima las tenían. De nada nos sirven muertos —sentencia entre sollozos el día que los hermanos salen del calabozo.

    «Se las tragó la tierra», se oye en la cantina de Nambé al cabo de otra semana. «Lo anda diciendo el fraile de Abiquiú, y ese no se equivoca, que es medio santo». Responden voces no tan críticas como chismosas, que no hacen sino ahondar en fantasías y dislates: «Me vale un reverendo cacahuate lo que diga ese pelón. Si no las raptaron los salvajes, se las llevó Satanás». Lo cierto es que ni las autoridades de Santa Fe de Nuevo México —con sus efectivos militares combatiendo en el sur a los insurgentes que pretenden independizarse de la Corona— ni la familia Pino —quebrada desde hace días por el dolor más espantoso— logran dar con el paradero de las hermanas.

    Las labores de búsqueda son cada día menos intensas, y los hermanos Losada son aprehendidos de nuevo, por si acaso. «¡Les está bien empleado, por pecadoras! ¡Anda que escaparse de la casa en plena noche…!», espetan con vileza las malas lenguas de la provincia. Son respondidas casi siempre por aquellos que se las dan de entendidos: «Ya no volveremos a verlas, eso es seguro». Por supuesto, se equivocan.

    Una tormenta parte en dos el cielo la tarde del 6 de septiembre. El aguacero que cae a continuación desborda las acequias, inunda los campos y arrastra la tierra de media provincia.

    Al día siguiente, 7 de septiembre de 1820, Carlota y Dolores Pino son halladas muertas frente a la casa de sus padres. Al alba, un arriero las halla flotando a la deriva en las aguas embarradas del arroyo Galisteo. A las pocas horas, el capitán del presidio describe la escena de un modo tan crudo y mordaz que el gobernador Melgares prohíbe a la familia acercarse al lugar en cuestión. Según redacta en una carta al regresar con la tropa a Santa Fe, «el cuerpo de una de las chiquillas presenta una pierna descoyuntada y tiene un montón de astillas clavadas en la palma de la mano».

    No es más sutil describiendo el horror que le provoca el cadáver de la otra hermana: «La muchacha permanece atada a un tronco de madera maciza. Tiene tantas marcas en la frente y sobre la nuca que, así mezclada con el lodazal, su rostro más parece un amasijo de carne que la cara de una persona».

    La imagen, tan macabra y salvaje, colma a los pocos días de miedos y supersticiones —más, si cabe— a las gentes del territorio. Los rancheros que habitan entre la capital y los pueblitos de Río Grande pasan las tardes contando historias terribles. En los mentideros, las mujeres cuchichean y se santiguan entre rezos asustados. Las más temerosas de Dios, vestidas de riguroso luto, se arrodillan entre lamentos y piden clemencia al Señor todopoderoso. De cuando en cuando, algún mozo bravucón alza la voz para culpar del asesinato a un indio salvaje, a un conocido bandido o a un insurgente de los de «Viva México» y navaja sureña en el cinturón, que los hay. El ímpetu le dura, no obstante, el tiempo exacto en que termina de pasársele la curda. Entonces todo vuelve a la quietud mezquina y fantasmagórica que representa el día a día en el extremo septentrional de la Nueva España, donde se ha producido la tragedia.

    A mediados del mes de septiembre, medio valle asegura ya que a las dos niñas de Anselmo Pino se las quitó de en medio el demonio. La otra mitad, por supuesto, manifiesta que fue la Llorona, cuando no un espíritu de los salvajes. Para desgracia de las dos víctimas, y para desesperación de sus pobres padres, los oficiales de los cuarteles provinciales se conforman con esos cuentos. Bastante tienen con vigilar la frontera norte, amenazada en esos días por invasores gringos, utes, comanches y bandidos de toda clase.

    Los hermanos Losada, que de puro milagro han evitado la horca, se someten, sin embargo, a un encierro voluntario. Temen la represalia de la familia. La cólera de los paisanos. Prefieren esperar a que el responsable haya dado la cara, ya que nadie en la provincia parece tener el tiempo ni las ganas de dar con el asesino.

    Así pues, ha de ser el que fuera diputado por Nuevo México en las famosísimas Cortes de Cádiz de 1812, Pedro Bautista Pino —tío de las difuntas—, el que solicite al gobernador Melgares los servicios de dos hombres capaces de investigar el caso.

    «Dos tipos de fuera del territorio, si es que queda alguno con vida, especialistas en lo suyo. Que vengan acá sin la mirada emponzoñada y maliciosa que presentan las gentes de esta tierra embrutecida, pecaminosa, desprovista de humanidad».

    Con ellos dos empieza esta historia.

    Por cierto, los tipos son —curioso en los tiempos que corren— un español y un mexicano: el bachiller Juan Orviz, asturiano, y el capitán Leandro Cuervo, sonorense. Apenas se conocen. «Ni falta que nos hace», hubiera dicho el segundo. No obstante, Orviz y Cuervo están condenados a entenderse si quieren resolver el fúnebre entuerto que, hace apenas unas semanas, acabó con la vida de Carlota y Dolores Pino, sobrinas del señor diputado.

    2

    El 16 de octubre de 1820 Juan Orviz y Leandro Cuervo van medio dormidos en el interior de un coche de caballos. El primero, curioso, apoya la frente en la ventana del carruaje y trata de abrir los párpados en un intento infructuoso por divisar el cauce del río Grande. El segundo, impasible, permanece recostado en su lado de la cabina, las botas apoyadas en el asiento de enfrente. Como de costumbre, Cuervo se ha colocado el sombrero de tal manera que el ala ancha le tapa media cara. Ambos cuerpos, no obstante, se mecen al vaivén de los cantos, zanjas y demás lindezas que el Camino Real de Tierra Adentro colecciona en aquel tramo desangelado. Pasan el nuevo desvío de Pecos y continúan hacia Santa Fe por el trazado original. Pese a lo incómodo de la ruta, los dos hombres disfrutan, al fin, y por primera vez desde que salieran de El Paso, de los lujos de un cochero. Angelito, para ser más exactos. Un apache cristianizado que conoce bien los atajos —y mejor los peligros— del sendero.

    —Escuche, Juan… ¿Va dormido? —dice de pronto Leandro Cuervo, el más veterano de los dos militares.

    —No —responde el asturiano Juan Orviz, mientras levanta las cejas y contempla al oficial mexicano. Intenta disimular la cara de sueño y se frota para ello el rostro imberbe con las mangas de la camisa.

    —¿Qué hace?

    Orviz abre bien los ojos, sorprendido de que su nuevo compañero quiera al fin entablar conversación; no ha abierto la boca desde que dejaran atrás el paso de Sandía. El asturiano aprovecha la oportunidad y le enseña al capitán Cuervo una libreta marrón de piel curtida, algo raída por los bordes.

    —Repaso las notas que tomé en El Paso sobre el asesinato de las dos hermanas.

    —Mmm —gruñe el otro.

    —Es terrible, ¿no cree?

    —¿El qué?

    —El crimen. Cada vez que leo la carta del señor Pino encuentro el caso más sobrecogedor.

    Se encoge de hombros Leandro Cuervo.

    —Nos dirigimos a una tierra terrible, muchacho —susurra el capitán esbozando una sonrisa cruel—. ¿Le molesta si pongo aquí los pies?

    —¿Cómo dice?

    —Si le molestan los pies.

    —No —responde confuso el joven.

    —Mejor.

    De nuevo, silencio. Una cabezadita, bien acompasada por el incesante traqueteo que hacen las ruedas al pasar sobre el sendero, les hace perder la cuenta de los minutos transcurridos. Sobrepasan un rancho abandonado, así como el antiguo mesón de Chacales, a las afueras de Bernalillo. Siguen dormidos al alcanzar la venta de Peralta, otrora conocida por un enorme establo de adobe en el que hoy apenas hay caballos. Así transcurren un par de horas. Tal vez tres. Tiempo de sobra para que el azar seleccione sus sueños y los aleje un buen rato de las tierras baldías que conforman el paisaje de Santa Fe de Nuevo México.

    Juan Orviz sueña con su Asturias natal. Con los montes y los valles infinitos de su infancia. Neveros en plena primavera que brillan con la luz de los picos de Europa. En el sueño aparece su hermana Elena. Y su madre. Los tres ríen, alegres, mientras aguardan en Ponga la llegada de su tío, el ingeniero encargado de la reconstrucción del Camino del Beyo. Casi puede tocar los pastos verdes con la mano.

    La modorra de Leandro Cuervo es algo menos bucólica, pero igual de tangible. Con una mano sostiene los senos de una mujer mucho más joven que él. Es invierno, y llueve fuera, pero el calor de la lumbre hace de su pequeño rancho un lugar acogedor. «Se está bien aquí», le murmura a la zagala mientras extiende hacia ella un par de monedas de cobre. «Tal vez hoy prefieras quedarte».

    De pronto, y justo en el momento en que el sol roza el inmenso horizonte de aquel país lejano, el coche detiene su marcha. Los forasteros no tardan en volver a este mundo. Cuervo abre un ojo, extrañado. Orviz se incorpora. El ambiente es fresco, más de lo esperado, y el español nota cómo un escalofrío recorre su cuerpo. Echa mano del frac. Mientras se lo pone sobre los hombros, pregunta:

    —¿Por qué nos detenemos?

    —Eso mismo me andaba preguntando yo. Hablamos de hacer noche en la fonda de Santo Domingo. —Se estira el sonorense, gruñe, y no puede evitar poner una mueca extraña cuando se palpa las rodillas, adormiladas por la postura—. ¡Angelito! ¿Por qué carajo nos detenemos? ¿Ya se mea usted de nuevo?

    —No, señor Cuervo —responde una voz débil desde el asiento del cochero.

    El indio, que, preso de su timidez, no ha sido capaz de alertar con anterioridad a sus atípicos pasajeros, lleva un buen rato oliéndose lo peor. Traga saliva, inseguro, e intercepta unas voces esquivas desde la alameda que envuelve el camino. Sabe lo que toca. Está habituado desde hace años a los imprevistos e inseguridades de la ruta. En más de una ocasión, de hecho, ha recibido descargas de balazos de las que por fortuna quedan en amenaza. Pero nunca se sabe. Por tanto, pone un pie en el garrote y susurra a los dos caballos que tiran del carro para que no bajen la guardia.

    —¿Y entonces por qué paramos? —insiste el capitán, impaciente.

    Juan Orviz mira por la ventanita lateral de la cabina. Más allá de los álamos apiñados, el río Grande sigue fluyendo, silencioso. A su juicio, el brillo anaranjado que devuelve en la quietud del ocaso no desvela peligro alguno.

    —No veo nada —indica Orviz, y le dirige a su compañero un gesto despreocupado.

    Pero los temores del pobre Angelito, conocedor no solo de los habituales peligros, sino también de los sujetos que pueblan los caminos desde que estallara la guerra de independencia, no tardan en hacerse realidad. De entre las rocas que salpican la vereda emerge de pronto un tipo menudo de bigote poblado, viste poncho marrón y sombrero de charro con copa de piloncillo.

    —¿Quién va? —exclama el cochero.

    —El fantasma de Morelos —bromea el que les corta el paso.

    No tardan en acompañarlo cuatro zagales, lo suficientemente jóvenes como para no haber conocido siglo anterior al presente. Media cara cubierta con un pañuelo anudado al cuello. Todos ellos portan retaco o pistola, si no ambas.

    —Problemas —musita Leandro Cuervo nada más oír las risas de los bandoleros.

    —¿Qué quieren? —pregunta Orviz, inquieto, y se apresura a tomar la carabina que guardó esa misma mañana bajo el asiento del carruaje.

    —No salga —responde muy serio Leandro Cuervo, y echa la cabeza hacia atrás con el ánimo de comunicarse con su cochero—: Angelito, ¿cuántos son?

    —Cinco.

    —¿Armados?

    —Sí, señor.

    —Pregúnteles qué quieren.

    —Ya les pregunté.

    —Insista.

    El repentino diálogo entre conductor y pasajero molesta al hombre del sombrero charro, que saca una navaja del bolsillo al tiempo que susurra rápido y mordaz a los muchachos que le guardan las espaldas:

    —A darle, muchachos, que es mole de olla. —Luego dirige otra vez la mirada hacia el coche de caballos e interrumpe la conversación—: ¡Ya bájense del carro!

    En el interior del coche, Orviz y Cuervo se miran preocupados. Ahora sí, el sonorense echa mano del cinturón para preparar pistola, polvorín y machete.

    —¿Qué andan buscando? —inquiere el cochero, enojado, y toma de nuevo las riendas con brío.

    —Calla, indio, y levanta las manos si no quieres riña.

    El acento local tiene un deje de lo más extraño.

    —¿Saben de quién es este carro? —insiste Angelito—. Pertenece a la familia del diputado Pedro Pino, de Galisteo. No les recomiendo que…

    —Mantén la boca cerrada, apache cabrón, ¿que no ves que lo tienes complicado? —Escupe al suelo el líder de la banda y alza la navaja—. Saquen las manos fuera del carro los de ahí dentro. Sin prisa, pero que podamos verlas.

    Se vuelven a mirar el bachiller Juan Orviz y el capitán Leandro Cuervo. No es la primera vez que les dan un alto en un camino. La primera vez de Orviz fue años atrás, en la península. La banda de Zoilo Mozos dio caza al español cerca de Puertollano. De aquella perdió el equipaje, dos armas, un baúl con munición y cien reales con los que viajaban él y su amigo Rafael del Riego camino a La Carolina. El mexicano Leandro Cuervo está, si cabe, mucho más acostumbrado. Desde que los insurgentes comenzaran a dar problemas al sur de la Nueva España, los caminos del norte se han convertido en un constante goteo de revolucionarios, bandidos, paganos y demás rapaces dispuestos, como siempre, a medrar a costa de lo ajeno. Tal vez por eso mismo resopla ahora el sonorense, hastiado, y asiente con mueca seria.

    —Permítame hablar a mí… —le susurra a su compañero.

    Los dos hombres dejan a un lado carabina y pistola. Abren las ventanas laterales y sacan las manos como buenamente pueden.

    —Veo cuatro manos —empieza el asaltante—. ¿Que solo viajan dos en tan opulento carro?

    —Solo dos —responde Angelito, enojado.

    —¡Ya cállate, indio, no lo repito más veces!

    Interviene al fin el capitán Leandro Cuervo, y alza su voz áspera todo lo que puede para que las paredes acolchadas del interior del carruaje no tamicen sus palabras.

    —Somos solo dos. Mi nombre es Leandro Cuervo, de Arizpe. Me acompaña el bachiller Juan Orviz. Salimos hace unos días del presidio de El Paso, nos recogieron en Albuquerque, y vamos para Santa Fe.

    El líder de la banda escucha atento mientras hace que sus

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