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El creador creado
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Libro electrónico374 páginas5 horas

El creador creado

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El escritor, escribe; el autor, crea. Un juego a ser un dios mínimo, pequeño, insignificante comparado con el Autor prodigioso. O, tal vez, una manera de aproximarse a Él y tratar de comprenderlo. Si se logra una aproximación, por mínima que sea, se entiende el sentido de la existencia, el bien y el mal, el gozo y el sufrimiento, el conflicto y la paz, y las consecuencias de los actos y las omisiones.

Después de todo, habitamos un universo-idea; un cosmos que no está en ninguna parte, que no está rodeado por nada ni por arriba ni por abajo, ni por un lado ni por el otro otro, y en el que incluso el mismo tiempo es también una idea útil solamente para completar la creación. Habitamos una idea en la mente divina, en la mente del Autor prodigioso.O tal vez sea que la obra divina misma es un campo de pruebas para que los hombres demuestren su condición.«Y Dios creó este laberinto para saber quiénes son buenos y quiénes son malos, ¿no es así?», le plantea el autor mínimo a su maestro. Y este le responde: «No, plumilla; Él ya lo sabe. Para que lo sepan los personajes, para que lo sepas tú».

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 jun 2024
ISBN9798227968494
El creador creado
Autor

Ángel Ruiz Cediel

Ángel Ruiz Cediel (Madrid, 1955) es uno de los más prolíficos autores de la literatura actual española, y tal vez el autor más completo en cuanto a la variedad estilística y a la profundidad de su obra. Finalista de los Premios La Rama Dorada 1986, Azorín de Novela 1996, Planeta 1999, Fernando Lara 2002, Ateneo de Sevilla 2002 y Planeta 2008 entre otros, es autor de numerosas novelas que abarcan casi todos los géneros literarios, aunque todas ellas con un denominador común: no son obras concebidas solo como entretenimiento, sino que se adentran en las profundiades de la condición humana y su sociedad, con el fin de reflexionar en cada una de ellas sobre un aspecto trascendente que enriquezca nuestra existencia.

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    El creador creado - Ángel Ruiz Cediel

    Quien no sufrió, no sabe nada.

    Fenelón

    1

    Génesis

    El comienzo es la parte más importante de la obra.

    Platón

    ––––––––

    «Aunque la verdad es un océano muy hondo, conviene considerarla como si fuera un charco porque hay abismos en ella que son insondables. Es preferible quedarse en la superficie espejada de esa balsa sucia en que viene a dar lo ordinario, pero que es lo bastante como para reflejar algunas aspiraciones elementales: un poquitín de mirar a lo alto, un mucho de inmundicia mejor o peor disimulada y un algo de intención, de sueño o de maqueta.»

    Así pensaba el hombre —con iguales o semejantes ideas—, absorto como en una ensoñación, no se sabe si por pavor del presente o si por excitación del ánimo.

    En la habitación en penumbra, tendido sobre la cama, perdía su mirada en el cosmos que las agitadas luces cosmopolitas dibujaban en el techo o la hundía en la sima de los rincones en que las más densas tinieblas se acurrucaban, espantadas de la anaranjada luz de las farolas.

    Y seguía:

    «La vida es una farsa. Ninguno de los actores somos genuinamente en la intimidad quienes representamos ser en lo social: unos, esconden sus atipladas voces detrás del cartón de máscaras hoscas o brutales que les proporcionan ronco timbre y severo acento; otros, ocultan tras de refinadas cosméticas o cirugías estéticas sus perfiles groseros y sus hórridos semblantes; algunos más, revisten de beatitud, santidad u honradez su vanidad o falso orgullo, cuando no tienden redes para capturar incautos a los que devoran mientras son adulados; y todos, nos mostramos según un amplio catálogo de disfraces que disimulan nuestras verdaderas identidades. No siempre por deseo propio, claro, sino que muchas veces es así por imposición de esta sociedad enraizada en la impostura. Impostura que a todo se extiende: a los usos, a los modos y al lenguaje. Las palabras, aunque sean mentales, son esquirlas de los sentidos. Un crucigrama, sin ir más lejos, es como un cocido o un potaje, lo mismito que un concierto o una novela, aunque sin orden ni armonía, todo revuelto sin arte ni estilo. Por ejemplo, sinestesia es una palabra áspera, espiral, gris perla, de aroma amargo y que sabe a pomelo; hace cosquillas en la boca como cuando se pronuncia una palabra difícil si se tiene la lengua dormida. Las hay para todos los gustos, así dulces, melódicas, luminosas y de geometría regular, lo mismo que acerbas, disonantes y feas a rabiar.»

    Divagaba por muy disímiles ideas sin tener muy claro qué pretendía comprender o razonar, cual si su mente se hubiera disparado por un sendero tan empinado y cuesta abajo que solamente podía conducirle a un precipicio.

    Si fuera un filósofo o un pensador, podríamos colegir que se trataba de un proceso intelectivo natural en una criatura a quien la realidad le entraba en el alma por la reflexión; si fuera un escritor o un artista, inferiríamos al punto que se trataba de un osado paso más en el complejo proceso del desarrollo creativo o aun de la irrefrenable ansia del artista por meter los dedos en la llaga de la eternidad; y si fuera un hombre que entendiéramos como normal, pero acostumbrado a husmear por los fondillos de la verdad o el dédalo donde la realidad se manifiesta, creeríamos sin ningún género de dudas que se trataba de alguien que, empujado por algunas razones que más adelante conoceremos, intentaba cotejar sus particulares pareceres con cuanto la maestrona vida le estaba enseñando. Sin embargo, habiendo sido todo ello, nada de eso era ya Bonaz Cantueso.

    Bonaz era por estas fechas, sobre todo, un hombre descreído que únicamente se sentía capaz de habitar la dictadura del presente, porque voluntariamente hacía mucho que se había exiliado de la república de la esperanza. Desde no sabía cuánto tiempo hacía, rara vez se daba a la especulación, evitando siempre tanto hacer balance de haberes como planes de futuro. Vivía al día, en fin, y lo hacía sin grandes quebrantos ni desmedidos anhelos, cual si cada guarismo del calendario, ajeno y difidente de su deseo, tuviera para él que definirse por sí mismo antes de ser calificado. Nada esperaba de ninguno de ellos y, por ello mismo, jamás le defraudaban.

    Bueno, no todos.

    No; no todos, porque, aunque de sobra es sabido que tanto lo bueno como lo malo la vida tiene la manía de juntarlo y servirlo a paletadas, últimamente el almanaque más le parecía un sínodo de calamidades: he aquí la verdadera causa de su sufrimiento o, por mejor decir, las verdaderas causas, pues son dos las principales.

    A saber: una, que la pasada semana, tras de casi dos años de pruebas clínicas, le dieron la noticia de que el tumor cerebral que le había acompañado desde la infancia en estado de letargo, iba a matarle en un periodo de seis meses como máximo; y dos, que la muerte de su exmujer en un accidente de tráfico, acaecida ayer mismo, le imponía la tutela exclusiva de la hija de ambos, una jovencita de diecisiete años a quien poco o nada había visto desde que su exconsorte se trasladó a vivir con ella a su Barcelona natal después del divorcio, allá por cuando la nena contaba con un año y fracción de vida.

    Pésima era la primera noticia, se calla por sabido; pero más le conmocionaba la segunda, porque la nena estaba afectada del Síndrome de Down.

    Esta causa, que ya produjo en su matrimonio su primer efecto disgregador con el nacimiento de la criatura, pues que les empujó por el camino de la separación conyugal —ya entraremos en pormenores más adelante—, ahora pasaba una factura que había impagado durante más de quince largos años, presentándola al cobro con intereses. ¡Y qué intereses!

    Morir, vivir.

    Ahora, que a ciencia cierta sabía que se extinguía, le caía el premio gordo de esta grave responsabilidad con una desconocida de su propia sangre, a quien dejaría varada, o sí o sí, en condiciones extremas porque nada tenía él que pudiera legarla. Sus recursos apenas si alcanzaban para una modestísima supervivencia que debía conquistar día a día en feroz batalla, y ahora esto.

    No había comenzado a encajar la fatal idea de su extinción, y enjaretado le llegaba un deber que no podía eludir. De ahí el fenomenal matalotaje de ideas y querencias que se concitaban en su tronera: ayeres y probables mañanas, débitos y haberes, y mil peregrinos pareceres que entontecían sus sentidos, levantándole poderosa jaqueca.

    Brujuleaba su pensamiento picoteando de acá y de allá sin mucho tiento y con menos sustancia. Algunas cuestiones eran existenciales, sesudas, rigurosas, que recababan de él una consideración profunda y serena; pero otras, por el contrario, eran baladíes, de orden doméstico o meras trivialidades, y entrambos órdenes de ideas abrasaban su cerebro, no sabía si por el tumor que le estaba matando, o si por ser estas como ascuas que en la caldera de su ánimo ardían sin llama.

    Desde hacía algún tiempo veía, olía y paladeaba las palabras, y todo este desgreño de ideas le producían empacho en todos sus sentidos. Un raro efecto, algo contranatural en su caso, que los médicos nombran por sinestesia, y que estaba atípicamente producido por la expansión súbita del tumor que se extendía como una noche cerrada por su lóbulo temporal. Un tumor cuya génesis no quedaba nada clara, puesto que los dos especialistas que le reconocieron mantenían diferentes criterios, siendo para uno de ellos de origen congénito y para el otro un suceso espontáneo, consecuencia misma de la vida.

    El fatal diagnóstico le hizo recapitular sobre sus orígenes, logrando establecer los primeros síntomas en su ya lejana infancia.

    Creía recordar que fue a los siete u ocho años cuando se manifestaron los primeros de ellos. Siempre comenzaban, como la corrupción o los vicios, mínimamente, con un ligero y hasta simpático hormigueo en los dedos de su mano izquierda, el cual derivaba rápida y progresivamente en una suerte de adormecimiento generalizado de todo el lado siniestro de su cuerpo. Cuando se completaba el proceso, toda esa parte de su ser deformaba su sensibilidad de tal modo que le parecía disponer de una porción de sí gigantesca, cual si se hubiera esponjado como una rosa de Jericó a la que se hidratara. Lo demás de sí, sus cualidades... normales, digamos, le daban la sensación de funcionar a las mil maravillas; pero ello es que, aunque su cerebro discurría con aparente claridad y sus sentidos le advertían que sostenía el dominio de todas sus funciones, tanto los hechos como sus semejantes discrepaban radicalmente de su criterio. Verbigracia, el sentido del tacto se exacerbaba tan sutilmente que bien sería capaz de percibir la rugosidad exagerada de una bola de billar; la vista adquiría cualidad panorámica, pues aunque se reducía su foco a un sector minúsculo de unos cuantos grados, adquiría tal profundidad que le parecía ver a través de una lente de ojo pez, pero con grandes aumentos y con mayor lejanía y perspectiva; el sentido del oído se dilataba de tal forma que era capaz con la mayor agudeza de sentir con estrépito la caída de un cabello al otro lado de la calle, aunque de una forma ronca y cavernosa; y si pretendía hablar, aunque tenía la sensación de expresarse con claridad, ello era que sus labios debían manifestar extraños sonidos o voces disímiles de las que sus propios sentidos le informaban que había pronunciado, a juzgar por la chacota que sus amigos le regalaban cuando estos episodios se verificaban.

    ¡Y que no le diera por reprenderles, porque mayor era el espectáculo!

    No solían durar mucho estos accesos, sin embargo: apenas una hora o dos; pero aprendió a distanciarse de sus semejantes cuando un ligero adormecimiento advertía de su advenimiento. Con cualquier excusa se iba a otro sitio, a solas, y allí esperaba a que remitieran los efectos, evitando así convertirse en la risión de los suyos, lo que en el barrio periférico de Madrid que habitaba equivalía a ser el tonto, y él no estaba por la labor.

    Si durante algunos años estos episodios fueron muy frecuentes, como de dos o tres veces por semana, con el correr del tiempo se distanciaron por meses y hasta por años, salvo que la ansiedad o el nerviosismo le asaltaran, en cuyo caso tenía un acceso garantizado.

    Los últimos incidentes que era capaz de recordar, hasta que hace un par de años regresaron con toda su furia y aún mayor, tuvieron lugar como consecuencia de las dos ocasiones en que estuvo en la cárcel, ambas veces por un periodo de tiempo racionalmente corto, aunque las dos condenas fueran bastante más largas.

    Hace ahora dos años justos, cuando fue asaltado por entretenimiento por una pandilla de jóvenes cabezas rapadas mientras vendía sus libros en los pasillos de la estación de Nuevos Ministerios, la paliza que le dieron despertó lo que él llamaba con afectado cinismo «su animal», y de nuevo regresaron los episodios, solo que ahora más virulentos, combinándose con dolorosísimas hemicráneas y mareos.

    Por eso se puso en manos de los médicos, con el resultado que ya conocemos. Y, lo que son las cosas, le parecía que la vida le doblaba sobre sí, no únicamente volviendo a caer en las garras del animal vencido en la juventud, sino regresando a ese estado de la primera leche en que los sentidos aún no se han especializado, separándose, sino que todos ellos conforman uno solo.

    «Nacer y morir», había dicho entre dientes cuando conoció el diagnóstico definitivo, «es una misma cosa».

    Un diagnóstico que, por otra parte, escuchó sin emoción ni angustia por más que fuera capital. Sin embargo, esta aparente desidia hacia su propia existencia varió ayer, cuando una llamada telefónica de su exsuegra le anunció el óbito de quien fuera su esposa y su imposibilidad de hacerse cargo de Melea, su hija.

    El desorden mental era inevitable, porque tanto la suerte como la desgracia llegan siempre de improviso y por donde menos se las espera, y la sorpresa elevó su presión mental a la picota.

    En primera instancia se mostró incapaz de manifestar anuencia o rechazo al anuncio de la consternada mujer, quien, pese a todo, tuvo presencia de ánimo suficiente para echarle en cara algunos débitos antiguos, casi culpándole del trágico fin de la hija de sus entretelas, y reiterarle su desprecio más hondo y sincero; pero después, apenas hubo colgado el aparato, sufrió casi al instante un virulento acceso de su mal que le forzó a tenderse en el lecho, mientras sentía cómo los sucesos que conforman la vida se confabulaban en su contra, sin duda pretendiendo darle tan tormentoso fin como inclemente fue su travesía vital.

    2

    La familia

    La familia es una de las obras maestras de la naturaleza.

    George Santanya

    ––––––––

    Aunque apenas si comenzamos ya habrá advertido el lector que en nuestro protagonista nada hay de heroico, ni en su vida, apenas dibujada a mano suelta y con trazo liviano cual si se tratara de un borrador, nada de ejemplar.

    Y está en lo cierto.

    Bonaz Porfirio Cantueso ni podría ni debería ser ejemplo para nadie, y, de no ser por lo que se refiere aquí de él, su vida habría terminado sin que ninguna de sus páginas mereciera la atención de nadie, excepto de sus más allegados —que hasta el diablo los tiene— y de la Policía, pues que se trata de un delincuente.

    Sin embargo, los grandes héroes de la historia indefectiblemente sustentan su fama y gloria sobre estos y otros seres menores. ¿Qué laureles podría merecer un conquistador, pongo por caso, si no hubiera pueblos de gentes a las que someter o masacrar, a quién regiría un rey sin pueblo o qué mérito podría tener un policía si no hubiera malhechores?

    Así, más que aquellos, estos seres ordinarios son los fundamentos sobre los que se levanta el edificio de la historia, la argamasa que le une y la pez que lo sella.

    Sí; mucho de fundamento y argamasa y pez son estos desconocidos, pero viven y laten, sufren y gozan, ríen y lloran, sienten y padecen, y tras cada uno de ellos, por insignificante que sea o pudiera parecer su existencia, hay una historia menor que merece ser referida.

    Si aquellos, los héroes de ringorrango y laurel son lo florido de las fachadas, el perifollo, la jácara, el tritón, el grifo, el santurrón o el matamoros de esta construcción altiva y magnífica en que viene a dar el género, entre estos otros los hay sufridos y sometidos, que vienen a ser los oscuros cimientos y la estructura, los que ocultos o ignorados, cuando se les llaman los poderosos, regalan su caudalosa sangre por el Dios de estos o por sus patrias. Los hay también buenos, temerosos y sencillos, que vienen a ser la masa contribuyente que figura la humilde fábrica, los que a la luz de la rutina impositiva sostienen el delirio de grandeza de quienes, con armiño, con sable y charretera o con mucho poder político o económico y automóvil blindado, les pastorean y abrevan. Los hay callados, conformistas y obedientes, siempre afanados en la higiene o la supervivencia, que vienen a ser el dócil yeso del enlucido, los que a quienes quisieran decir «¡Basta de esta cuerda!» aplacan y someten con caricias suaves y dulces complacencias. Los hay, asimismo, mamones o cachorros de cimiento o fábrica que, con la inocencia de su pequeñez y la limpieza de su mirada, vienen a ser la madera de la puerta o la ventana por las que a sus mayores se les muestran vistas a imposibles paraísos o a inopinadas esperanzas. Y los hay, en fin, aunque pocos, los que vienen a ser la etérea pero firme dictadura de la física que da en la fatiga, el draconiano discurrir del tiempo que deriva en envejecimiento, quienes rompen la concordia impuesta por los tritones o los grifos de los aleros, por los corceles de bronce de las plazas o las marmóreas estatuas de los parques, por las áuricas coronas reales o las cínicas arengas del Congreso, o aun por las encíclicas numéricas de los bancos o los lujosos automóviles de la industria, y se rebelan contra estos y aun contra los cimientos, la fábrica y la pez.

    Algunos de estos últimos, soñadores que con actos o ideas anhelan desemejantes edificios algo más armónicos, nadan a contracorriente, pugnando por modificar o cambiar, o derruir para edificar, quién sabe si convirtiéndose entonces en novísimo e idolatrado mármol, bronce, armiño o pasajero de automóvil blindado. Otros, como termitas, orín o contaminación, se meten por intersticios o se adhieren a los muros, estructuras y maderas, e indolentemente se alimentan de ellos procurando su derrumbe, mientras gozan de su latrocinio sin utilidad ni esmero. Y los demás, desprenden esquirla a esquirla, desde los cimborrios a los parques y las plazuelas, pedazos que no son suyos en su provecho.

    Entre estos últimos de los últimos, para algunos, se cuenta de pleno derecho nuestro protagonista; pero para otros, incluyéndose quien escribe esto, pertenece al nefando género de los inocentes, quienes, sin ser cimiento, ni fábrica ni ornamento, son tan imprescindibles para el conjunto como un olor, una sensación o un eco.

    No; no es Bonaz Cantueso, ya se puede comprender, ningún héroe que figure con mayúsculas —y aun con minúsculas— en libro alguno fuera de este que tú, lector, tienes entre tus manos.

    Algunos sostienen que no serviría ni como desvencijado papel de estraza en el devenir de las sociedades; pero en todo ser vivo, digo que siempre se contiene una historia, así, en miniatura, que bien merece nuestra atención. Nada hay en la Creación que fuera ideado solamente para embellecer, y todo, por módico o despreciable que parezca, tiene su razón de ser y existir: podrá agradarnos o producirnos rechazo, podrá deleitarnos o enconarnos, pero, lo que no es preciso, sencillamente no es. Ningún ser está de más en este concierto magnífico que entre todos interpretamos, ya sea diminuta batuta, humilde triángulo o dulce cuerda, pues que hasta el mejor piano está incompleto sin una sencilla tecla.

    En esta novela lo veremos.

    ¿Qué hace que una criatura derive en virtuosa o perversa?

    Hay quien afirma que en ello tiene mucho que ver la genética, esa dictadora que nos fuerza a nacer ya con un pliego de órdenes enroscadas en cada célula; pero, si es así, ¿en qué peca quien obedece a lo está escrito en su ser desde que fuera concebido, o qué culpa tiene el personaje del papel que el autor le asignó, si lo interpreta bien? Otros, sin embargo, alegan que el individuo es bueno o malo por elección propia, por el uso que hace de la republicana libertad; pero, si eligió ¿no sería porque tuvo entre qué hacerlo, de lo que se desprende que la libertad misma exige la existencia previa del bien y del mal? Y si estos extremos son imprescindibles, ¿en qué peca quien alimenta algo tan necesario para todos?

    Veremos, sí.

    Hagamos sin miedo un poquitín de historia menuda, y conozcamos a nuestro hombre mejor antes de condenarle o darle premio.

    Nacido en el populoso y humildísimo barrio de la Ciudad Lineal madrileña, allá por del 55 del pasado siglo, sanote y sonrosado vino a hacerlo en el seno de una familia de muy humilde condición, siendo el último en ser alumbrado del parto de gemelos nacidos, los cuales ocuparían el segundo y el tercer ordinal en una prole que, andando el tiempo, contaría con cinco miembros.

    Recién llegados del pueblo, Lubitana, en busca de una prosperidad que los rigores del campo y de la posguerra en su pueblo natal se les negaba, habitó en primera instancia la familia en una casa levantada con deshechos de construcción en los alrededores del Cementerio de La Almudena, la cual se llevaba en concepto de renta casi más de lo que el cabeza de familia lograba reunir con arduos esfuerzos e inacabable jornada.

    Toribio Cantueso, el cabeza de familia según la denominación al uso en la época, era un hombre que poco o nada sabía de ninguna cosa, a no ser trabajar de sol a sol como una caballería en el campo desde su primera infancia por poco más que el sustento, y aún este más que regateado. Largamente imaginó que huyendo de aquella miseria del pueblo al Madrid en que ataban los perros con longanizas, el cielo se mostraría más promisorio para él y su familia, pues que el sol del bienestar parecía haberse eclipsado para siempre por aquellos andurriales en los que hasta las legumbres se contaban para armar un miserable puchero que a todos dejaba con hambre.

    Ahorrando valor, un buen día huyó, junto con su esposa encinta y la única hija nacida por entonces, de una Málaga, a emprender la aventura de la inmigración interior que, más pronto que tarde, se reveló como una Malagón.

    Varios empleos desempeñó desde su arribo a la capital, aunque ninguno de ellos bien pagado, forzándole a ir de obra en obra como albañil, de fábrica en fábrica como peón y aun de hacer de guarda o sereno durante las noches para cubrir las mil insatisfechas necesidades de su familia, pero no logrando sino hacer zurcidillos donde paño a raudales se precisaba.

    Apenas porque no les lloviera sobre las cabezas a los suyos, o porque a duras penas sostuvieran la verticalidad de su esqueleto, llegó a tener cuatro empleos simultáneos, sin escatimar horas al esfuerzo en detrimento del descanso reparador.

    Mal comía él porque los suyos lo hicieran mejor, pero algunas fuerzas conservó para encargar cuatro criaturas más, antes de que una fría mañana de enero cayera con la majestad de un árbol talado por la impiadosa hacha del agotamiento y la sierra de la necesidad, desde el sexto piso de la obra en que trabajaba en el barrio de La Concepción.

    Con la indemnización de un protocolario «Dios la ampare, señora» por parte de la empresa constructora donde el finado estuvo empleado, hubo Marina Cano, la viuda reciente y madre de tan prolífica prole, de buscarse la vida como su Dios y su talento la dieron a entender, pues que las puertas de la retirada, que era el regreso a Lubitana, estaban cerradas a cal y canto.

    Nada había allí que los escasos deudos que tenía quisieran compartir con ella y sus hijos. Incluso, cuando vieron asomar las orejas de tener que socorrer a seis bocas por muchos años, pareciera que se declaró concurso de atletismo en sentido contrario, siendo bastantes menos que los dedos de una mano quienes acudieron a las exequias de caridad con que dieron fin a los días de Toribio Cantueso.

    Pocas letras y menos recursos tenía Marina; pero no era mujer que se dejara amilanar fácilmente, creyendo para sí que su fuerza titánica la obtenía de sus hijos. En sus horas de mayor tristeza y abandono, cuando aún su corazón estaba sobrecogido y enlutado, miró a sus cinco hijos, se remangó dispuesta a todo y se negó para siempre la rendición, al menos mientras sus vástagos la precisaran. Mucha era su carga, pero más fuerte sentía sus espaldas, como siempre les sucede a quienes no tienen adónde huir.

    Marina era una mujer joven de belleza algo extasiada. Confesaba veinticinco abriles, aunque no faltaba quién sostenía que exageraba. En cualquier caso, ajena a los dígitos que delimitaban la existencia humana, tenía agraciada y sensual figura, y unos finos rasgos que hacían de su semblante, sin llegar a ser memorable, una cara bonita y graciosa. Era, por decirlo llanamente y de una vez, una mujer guapa. No; no había en ella ecos de Diana o de Afrodita, ni siquiera paralelismo alguno con la Venus de Milo, pero su guapura de batalla pronto se decantó más como un inconveniente que como una ventaja.

    La buena disposición de doña Águeda, una vecina solidaria y bien dispuesta, la facilitó dejar a los chicos atendidos mientras ella entraba al servicio de tres o cuatro casas, donde duró poco porque sus amos pretendían que se ocupara de demasiadas cosas, entendiendo los señoritos que, por los reales escasísimos que la abonaban, tenían derecho a más que su alma.

    Hubo lágrimas por los fiascos, a qué negarlo, e incluso una enconadísima rabia que cerquita la colocó de la ribera de la rebeldía; pero enseguida miraba a su camada y, ¡zas!, lágrimas fuera, y al tajo.

    Otra casa, otro fracaso.

    Un año enterito se deshojó en este desafuero continuado. Un año de privaciones enormes, afectados favores, frecuentes impagos de rentas, mal comer y peor dormir, aunque se comía y dormía lo indispensable para proseguir su batalla de no dejar sin amparo a los suyos, porque antes Marina mendigaría o se apostaría en una esquina que dejaría a sus hijos con hambre. Y no falta quién asegura por lo más sagrado que lo hizo.

    Sin embargo, no hay noche por larga que sea que no concluya y, trascurrido este lapso, en una casona del barrio de la Ciudad Lineal, en la calle de Arturo Soria, la dieron empleo de doméstica y aun una vivienda, si es que así pudiéramos llamar al barracón desvencijado que se escondía en una esquina del solariego jardín posterior de la casa señorial, por el cual no había de pagar renta alguna.

    Ya se lo cobraban de la soldada; ¡y bien que lo hacían!

    Pero, en fin, de menos nos hizo Dios y estamos vivos. Apenas caían unas pesetillas al mes, pero con poco se conforma quien nada tiene.

    Con las sobras de la comida de los señores y con unas pocas mañas con el exiguo caudal que recibía por soldada, sus hijos comían, tenían un techo sobre sus cabezas y lo demás, andando el tiempo, Dios proveería.

    3

    Hogar, ocupaciones

    Lo único que importa es el esfuerzo.

    Antoine de Saint-Exupery

    ––––––––

    Larga, ya digo, era la jornada para Marina, y con menos fiestas y días de descanso que el calendario de los galeotes.

    Comenzaba su faena antes de que el sol dibujara el mundo, y concluía bastante después de que con su ocaso lo emborronara.

    Muchas noches también reclamaban su laboriosa presencia en la casona, cuando la señora y sus tres hijos se iban de vacaciones al pueblo y el señor quedaba solo. En esas ocasiones, a intempestivas horas la reclamaba un timbre como una alarma —único progreso tecnológico con que estaba dotado el mechinal que habitaban—, el cual ponía a la chiquillería en vigilia mientras ella diligentemente corría a la casona a atender las demandas o calenturas de su amo.

    Si a la señorial vivienda la nombro por casona y no por mansión es porque era precisamente eso, una construcción bastante más grande de lo necesario, pero que no llegó a más; esto es, que concebida como palacete por la mente de quienes la levantaron sobre el mundo, se quedó varada a mitad de la singladura entre la idea y lo material, y aún se le conceden gracias. Un retoño agostado que tenía vestigios de grandilocuencia arquitectónica frustrada, como lo era el distinguido soportal volado sobre columnas que ostentaba un tímpano, el cual apenas si quedó como porche, o la engallada atalaya como un cimborrio que halló su mejor destino como humilde chimenea. Ínfulas pomposas que más acomodo hallaron en la mezquindad de la nada, pues que ni al orden superior del Arte pertenecía, ni trazas la restaban de sencillez, quedando en la justa mediatriz del quiero y no puedo.

    La distinguida familia que habitaba la casona, y a la que Marina servía, estaba compuesta por el matrimonio y tres hijos, y en tramos alternos de presencia y ausencia de tres meses, por el padre del señor.

    Marina no únicamente se ocupaba de tenerlo todo como los chorros del oro, de cocinar, lavar, fregar y cuantas otras labores domésticas son al uso, sino que, además, había de atender las manías de cada uno de los miembros de aquel señorío en el que ella era el único pueblo gobernado.

    Los hijos, ya bien talludos y como compitiendo entre sí, más de una vez la pusieron en algún serio compromiso, lo mismo que el augusto señor y su padre. Marina lo soportaba lo mejor que podía, vistiendo siempre de la forma menos femínea posible, escurriéndose como una serpiente enjabonada antes de que la tendieran la mano, y sirviéndose de mil triquiñuelas para evitar quedarse a solas con cualquiera de ellos, además de valiéndose de la señora.

    —¿Tan desagradecida eres con quien tanto hace por ti? —le decía el señor, si es que osaba rechazarle—. ¿Así tratas a quien te socorre y sostiene? ¿No ves lo bien que te trato, que te doy casa, te alimento a ti a esa recua que tienes y, además, te cuido y protejo? ¿O acaso prefieres volver al arroyo del que vienes, que es decir a la deshonra y al hambre? Quien tan desprendidamente da, derecho tiene a recibir si pide.

    Galanteo semejante, rabiando o con lágrimas, no podía resistirse, y claro está, accedía a los deseos del señor. Los señoritos, sin embargo, nunca llegaron a tanto, aunque sí lo pretendió el abuelo. A este logró contenerle, advirtiéndole con firmeza con denunciarle a la señora, verdadera gobernanta de aquella familia.

    Doña Manuela, Loli, era una antipática mujer de armas tomar, pero quien bien la servía para protegerse de males mayores.

    Era esta hembra sobrecogedoramente fea, pero de muchísima religión —cosas que casi siempre van enjaretadas—, miembro honorario de varias cofradías y feligresa distinguidísima de la parroquia, a quien el propio párroco, don Tarsicio, tenía en altísima estima.

    El negocio familiar de fabricación de camisas que dirigía su esposo era herencia suya por parte de su señor padre, quien gloria hubiera.

    Con gusto se aproximó a ella y a la religión Marina, aunque, más que por fe, huyendo de la abominación de los sátiros en cuyo ámbito había ido a dar, quienes parecían haber caído del otro lado de la doctrina. Marina, siquiera fuera por perderlos de vista unas horas, acudía con la señora cada día preceptivo al recinto eclesial, y aún hacía de grado alguna que otra novena, triduo o lo que se terciara.

    También la familia en pleno solía acudir con

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