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Carne
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Libro electrónico491 páginas6 horas

Carne

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Argentina, 1983. Los documentos que prueban la existencia y la implicación de diversas naciones en la Operación Cóndor, los militares de la Junta que están limpiando las pruebas de sus acciones durante la dictadura y la guerra sucia, las decenas de miles de desaparecidos, los Vuelos de la Muerte y el amor, son los ingredientes con los que Ángel Ruiz Cediel construye la trama de este thriller de alta intensidad.

Y en medio de todo ello, una historia de amor en el infierno.
Una novela inquietante en un doble sentido:
¿Son las sociedades víctimas de cierta ingeniería social por parte de desconocidos poderes?
Y, a la vez: ¿Qué es el hombre? ¿Es nada más que carne para esos poderes? ¿Es solamente carne ante sí mismo?
El amor, las lealtades, los amigos, los ideales, la política y la eterna lucha entre el deseo y el sufrimiento son diseccionados en esta obra con tal maestría que pone al lector ante una cruda tesitura: ¿qué eres tú, y qué estás dispuesto a hacer por seguir siéndolo? Sin embargo, precisamente es esta visión inocente e inmadura la que proporciona un ángulo de visión del que, tal vez, adolecía este episodio dramático de esa España convulsa y polarizada que tanto dolor y sangre causó y que de tal forma dividió a los españoles.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 nov 2022
ISBN9781005453978
Carne
Autor

Ángel Ruiz Cediel

Ángel Ruiz Cediel (Madrid, 1955) es uno de los más prolíficos autores de la literatura actual española, y tal vez el autor más completo en cuanto a la variedad estilística y a la profundidad de su obra. Finalista de los Premios La Rama Dorada 1986, Azorín de Novela 1996, Planeta 1999, Fernando Lara 2002, Ateneo de Sevilla 2002 y Planeta 2008 entre otros, es autor de numerosas novelas que abarcan casi todos los géneros literarios, aunque todas ellas con un denominador común: no son obras concebidas solo como entretenimiento, sino que se adentran en las profundiades de la condición humana y su sociedad, con el fin de reflexionar en cada una de ellas sobre un aspecto trascendente que enriquezca nuestra existencia.

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    Carne - Ángel Ruiz Cediel

    Carne

    Ángel Ruiz Cediel

    Queda taxativamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio técnico o manual, sin el consentimiento previo y por escrito del autor.

    Título Original: Carne

    Autor: Ángel Ruiz Cediel

    ©2.002

    ©2.014

    ©2.020

    ARC Ediciones

    c/Manuel Machado, 25

    28806 Alcalá de Henares, Madrid

    Tel.: 680766266

    www.angelruizcediel.es

    [email protected]

    Impreso en España

    A todas las víctimas de las dictaduras.

    Sé qué polvos trajeron estos lodos

    pero saberlo no es la mejor suerte.

    Inventaré quién sos. De todos modos

    inventarte es mi forma de creerte.

    Mario Benedetti

    1

    Buenos Aires

    Primero que nada y sin circunloquios centraré la narración yendo al grano inmediatamente y, si es necesario, más adelante volveré sobre mis pasos y matizaré los aspectos que considere relevantes para que la historia no renquee. Corre el mes de febrero del 83 y nos encontramos en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. En un hotel ni bueno ni malo de la calle Libertad y avenida Santa Fe se encuentra nuestro protagonista, Flavio Montoro, quien a la sazón ejerce el periodismo como free lance y quien se halla aquí por dos motivos: uno, porque está haciendo un reportaje acerca del inminente fin de la dictadura militar tras el anuncio de elecciones del presidente Bignone para el próximo mes de octubre, acuciado por el inmenso desgaste de casi siete años de horror continuado y del fiasco de la Guerra de las Malvinas; y dos, porque huye —llamemos a las cosas por su nombre para no pecar de encubridores— de su reciente ruptura matrimonial, colofón de veinte años de una tan precaria estabilidad conyugal que siempre pareció que de tanto en tanto precisaba de cuidados intensivos, y que se resolvió para mal con el nacimiento de su tercer hijo, Jesús, quien lo hizo con una vitalidad tan perecedera que dinamitó lo exiguo de sólido que siempre tuvo.

    Y ahora, pasemos a los hechos.

    Aquella mañana había sido una de esas que nombramos como de perros, pues entrevistó para su periódico a algunas Madres de Plaza de Mayo y lo que le refirieron fue tan estremecedor que trabajo le costaba sacarse del magín las imágenes que se habían colado en él de rondón, estableciéndose estas en su alma como si fueran demonios que la atizaran con sus espantos. Tanto desasosiego le había producido estos testimonios que ni ganas tuvo de comer, sino que llegó al hotel, se regaló una larga ducha y se decidió a descabezar un sueño a fin de desalojar de la tronera la ingrata sensación que le reconcomía. Pero ni pudo dormir ni Dios que lo fundó, sino que dio vueltas y más vueltas como si estuviera rebozándose en las sábanas, despertándose al filo de las ocho y media con una sensación diversiforme que mezclaba las impresiones del sueño con las percibidas durante la entrevista, cual si realidad y fantasía se alearan en una pecina indefinible en la que se ahogaba.

    En atención a la más rigurosa verdad apuntemos que de un tiempo a esta parte su trabajo no le gustaba, o por decirlo de una vez que le detestaba, declinando en él la responsabilidad de su ruptura familiar por tenerle siempre lejos de casa. Aunque hay quién sostiene este argumento como causa de su divorcio, aquí, en voz baja y entre nosotros, ya digo que en realidad era una excusa sin mucho ingenio, pues cuando el reo proclama su inocencia a gritos es llegada la hora de ponderar la condena, dado que si él pasó media vida metiéndose en guerras y asonadas y zambulléndose en cuanto lío llegaba a sus oídos, fue por su propio gusto y no porque nadie le empujara; pero la profesión, como los niños, son siempre una buena eximente para descargar sobre ella responsabilidades, más que nada porque no puede defenderse.

    Por lo demás, era un día como tantos, hospedado en un hotel cualquiera a muchos kilómetros de donde quería estar. Miró el reloj para corroborar la hora, pero lo hizo con desidia, sin prestar demasiada atención a las manecillas, pues tampoco le esperaba nadie, al menos hasta las diez y solamente por compromiso profesional. Prendió un cigarrillo y se decidió a continuar tendido un rato más, permitiendo que el cerebro escobara con la vigilia que emergía del relajo las últimas imágenes de lo que quiso creer un sueño vacuo y ordinario, sin ningún atributo que le hiciera digno de pasar a las páginas de ningún memorial. «Como todo en mi vida», se lamentó, recreándose en su desazón, la cual iba disolviéndose poco a poco y dando en algo parecido a la nostalgia.

    Desmotaba las oníricas impresiones residuales con singular apatía, tratándolas con criterio disyuntivo como si fueran ajenas a él, pensando en ninguna cosa, probablemente. El humo del cigarrillo se expandía en sus pulmones con reconfortante calidez, mientras una melodía tenue se derramaba plácidamente desde el aparato de música ambiental. Las cortinas estaban echadas; pero los ojos, acostumbrados a la oscuridad, podían presenciar el entorno, apenas coadyuvados por la luz brava del verano austral que se filtraba por la rendija que como una llaga se dibujaba donde estas concurrían, levantando desde ella un tabique dorado que dividía el cuarto en dos partes asimétricas.

    Era una habitación igual a las de todos los hoteles del mundo, con ese vago efluvio a soledad viajera que se incrustó en sus muros, difiriendo manchas amargas. Frente a la cama, sobre una mesita escritorio, se abría insolente una luna oblonga, como un bodegón de naturaleza semiviva que solamente variaba el rostro del protagonista. Quedó por un momento contemplándola. Vagamente su figura imitaba cada movimiento, allá al fondo, como desde un universo paralelo. Le costó escaso esfuerzo leer en el azogue las clónicas sustancias que había condensado su éter: la del viajero, cargando con tinta de melancolía una carta a quien amaba, exorcizando el miedo a ser echado al olvido y ofrendando pasiones tan intensas que imposible era que se dieran sobre la tierra; la del comerciante, llenando planillas y más planillas, conjurando a la fortuna con la magia de los números y haciendo equilibrio de posibilidades en sus mientes sobre qué haría con los beneficios si el negocio se cerraba, cómo regalaría a sus hijos, a su esposa o a sí mismo; o la del combatiente de la carne, enredado en una febril batalla de amores pagados, o de esos otros que por lo efímero son todo y nada al mismo tiempo, como artificio que es de un onanismo exacerbado. Una habitación, ya digo, como las de todos los hoteles del mundo.

    Quien está acostumbrado a viajar por su profesión, está acostumbrado a esperar. Le sobra todo el tiempo. Todo un inabarcable espacio que se dilata sin más utilidad que el plantón con algunas interrupciones laborales, porque se viaja sin corazón y con las emociones suspendidas, como si este fuera una barca que quedó encallada en el malecón de la memoria, donde habitan los seres que se aman esperando la marea alta del regreso. Y mientras se sueña: se sueña con la resolución de los problemas que genera la supervivencia, con el fruto del trabajo bien hecho, con el dinero o la fama, con el amor acompañado o con los hijos. ¡Ah, los hijos! Y por un momento, sintiendo que en su estómago se abría una sima de incalculables proporciones, les dibujó frente a sí mientras los ojos trataban de descifrar los pictogramas que el trajín de vida cosmopolita arrojaba sobre el techo a través de las cortinas.

    Le costaba un enorme esfuerzo sacarles de la insondable fosa que se había abierto en su corazón, socavada a mordiscos de resentimiento por su separación; pero siempre más tesón tiene el amor y, por sortilegio de su afecto, allí estaban, tan altivos, tan bellos. Los imaginó uno a uno, recreándose desde muy dentro y percibiendo que la piel de los labios se tensaba si les imaginaba riendo; que el alma se le estremecía si le abrazaban; o que la ternura le secuestraba si les descubría durmiendo: Azul, no muy alta y algo levantisca, como su madre, pero bonita como pocas e inquieta como un rabo de lagartija, mostrando siempre una extraordinaria inteligencia y una precoz perspicacia, quien andaba por los dieciocho, estaba en el primer curso de Historia en la Universidad Complutense y quien ya tenía novio, un muchacho listo, pero feo, grosero y desangelado que le era bastante antipático, porque todos le parecían poco para ella; Paz, alta, un poquitín desgarbada y algo enfermiza, mostraba siempre una espontaneidad y un gracejo impropio a sus casi diez años, el cual utilizaba como los pescadores el cebo para meterse a todo el mundo en el bolsillo y salirse siempre con su encanto, y quien le recordó siempre a su primer amor de la adolescencia, que en gloria estuviera, Zita, lo que la convertía, quisiéralo o lo negara, en su preferida; y Jesús, el benjamín, quien apenas tenía... ¿Cuántos años tenía? ¿Había cumplido ya los dos? No, no; aún no los había cumplido, y sobre quien, sin embargo, ya pesaba la lacra de una enfermedad que todos sabían incurable y que el tiempo resolvería con sevicia, reteniéndole entretanto en el lecho, víctima de un sufrimiento que solamente se atenuaba con narcóticos y más calmantes.

    El agujero de su corazón amenazó con tragarle, sumiéndole en la derrota; pero hizo un esfuerzo titánico y se libró del abatimiento, yéndose a imágenes más confortantes y tempestivas. Al fin y al cabo, la mejor forma de evitar el dolor es perdiéndole de vista, pasando página. Y, sin saber bien por qué, huyendo del pánico se enseñoreó de su mente Julia, su exmujer. ¡Ah, pero no; a eso sí que no estaba dispuesto! Y con desdén la sacó casi a rastras del magín y la echó a empellones al olvido, que es la trastienda de la memoria. Volvió a concentrarse en sus hijos, poniéndoles en la frente un beso laaaaargo y alaaaaado, de esos que surcan el cielo, cruzan el océano en un parpadeo y permanecen a su lado mucho, muuuuucho rato, velándoles en silencio. Su amor, o su energía, no sabía bien, le daba la impresión de que persistía a su lado a pie firme, indómitamente enamorado, acompañando a ese ángel custodio que a cada rato se reclinaba sobre sus rostros para sentir que respiraban, como un imaginaria de silencio armado de amor y de deseo.

    Miró de nuevo el imaginaria su reloj. Sus ojos se habían empañado por la aflicción y fue preciso restregarlos primero. Era la hora muerta del viajero: las nueve. Justo esa en que es tarde para cualquier actividad y pronto para dormir: la hora del desconcierto. Otro día hubiera paseado, se hubiera perdido por las calles sin prisa ni propósito o quizá se hubiera sentado en un café para contemplar cual notario cómo se desenvolvía el mundo; pero no ese. Ese día tenía para él tintes vagarosos, a caballo entre la depresión y la añoranza. Cabalmente ese estado de ánimo desapegado de lo tangible en que uno presiente verdades inconmensurables, sentidos que van más allá de la razón y la lógica, pero que no terminan de asirse, como agua que prófuga se escapa entre los dedos. Por otra parte, en algo más de una hora había quedado para cenar en el restaurante del hotel con el general Tulio Castelli, gobernador militar de Buenos Aires, a quien pretendía hacer una entrevista por encargo del periódico para el que trabajaba: Demarcación.

    Se dirigió al aseo y se lavó la cara, más con el objeto de hacer desaparecer los vestigios que deja la morriña que por mundicia. Aún con el rostro empapado se enfrentó a su imagen en el espejo. Se contempló mientras sentía casi con placer cómo el agua se aferraba a la ya incipiente barba, percibiendo con deleite esta sensación frente a su contraria, producida por el leve escozor de los ojos irritados y el gesto desalentado, que bien a las claras decía que aún no tenía el alma instalada en su sitio.

    Por un instante se sintió mancillado por el tiempo y ciertamente fuera de lugar. Ya no era aquel mozalbete incansable capaz de poner el mundo patas arriba, burlarse del Santísimo Misterio en persona y domesticar el futuro; aquel adonis que otrora dejó un rastro de amores vencidos y suspiros a su paso como estela de un fulgurante cometa, el activo, el irredento, el vital; aquel alegre saltabardales que era secuaz del pecoreo y la jarana, siendo más que suficiente por sí mismo para hacer reír a la desgracia con su loqueo; o aquel Quijote de sangre jacobina que estaba más que cualificado para poner en pie de guerra la calle, levantando barricadas y pintando consignas en los muros contra el Régimen con el único parapeto de su sangre. Ahora, a pesar de tener solamente cuarenta y pocos, estaba cansado como si hubiera cumplido sesenta o más, sentía carámbanos de hielo pendiendo luminosos de sus sienes, al tiempo que notaba cómo el brillo de sus ojos comenzaba a sofocarse y que percibía que había ya demasiadas cicatrices tatuando piel y surcando su alma: acídulas, de amores rotos; salobres, de hijos suspendidos; y amargas, de frustración por una profesión que lúbricamente se había echado en manos del amarillismo más torticero, cual si la información fuera ya cosa de negocio nada más o algo que podía inventarse como quien urde la trama de un cuento que se refiere a criaturas ideadas que ni sienten ni padecen.

    Todo lo hecho, pensaba con un mohín de rabia, le conducía a una habitación de hotel en una ciudad cualquiera, en un país cualquiera, sin más bagaje que deudas con la vida y vacío. Un insoportable y vertiginoso vacío. Pero se conformó, diciéndose entre dientes un «en fin, es lo que hay», que a cualquiera que le hubiera escuchado le habría servido de excusa para darle un conmovido pésame.

    Se aseó apresuradamente, tal vez huyendo de su propio espanto, se enfundó un yin y una camisa, tomó dos grabadoras portátiles, su cuaderno de notas y su cámara fotográfica con flash, y salió de la habitación más que pitando, poniéndose en fuga para evitar volver sobre trillado. En el restaurante de la planta baja dio instrucciones para que dispusieran una mesa para dos comensales en un reservado de una de las esquinas, pidió que estuvieran al tanto de la llegada de su invitado y le dieran aviso cuando arribara, y tomó asiento en un sofá, muy cerca de la entrada.

    Era una sala amplia y cuadrilonga a la que se accedía desde Recepción bajando media docena de peldaños. Por su izquierda, pegado al muro, corría un mostrador que cubría la mitad del ala, detrás del cual estaba la cocina; a su derecha, había cuatro o cinco grupos de tresillos tapizados en raso beis, un tanto raídos ya, rodeando mesitas bajas de vidrio común y metal latonado con más pretensión que estilo; en la esquina del fondo y a la derecha, tras la veintena de mesas del comedor y junto a las cristaleras que daban a un patio de luces decorado como jardín imaginario, iluminado con neones verdes, evónimos y una fuentecilla que era cosa de atrezo, en lo que en ocasiones servía de escenario alguien tocaba el piano con lánguida complacencia, sabedor de que nadie le escuchaba sino él mismo; y por las paredes, pintadas en un color manzanilla que parecía sugerido por un enfermo terminal de hepatitis, colgaban multitud de cuadros chabacanos, de esos que parecen pintados a destajo, cubriendo con una pretendida modernidad abstracta su absoluta carencia de cualquier cosa que tuviera tufillo a arte.

    Le sirvieron un güisqui y un café con leche, y se dispuso a esperar a su invitado mientras disfrutaba de la música. Sin embargo, a pesar de la verticalidad de su voluntad su ánimo continuaba en decúbito, obstinándose sus querencias en importunarle como si estuvieran encabritadas, un tanto enguizgadas por causa del espirituoso licor, lo que le producía un efecto gravitacional sobre la melancolía. Por un instante creyó caer de nuevo en las garras del desaliento, pero se negó en redondo, concentrándose en pensamientos más acordes con el momento que vivía, como el modo de encarar la entrevista con el general y cosas por el estilo, dando portazo a un estado de conciencia que se resistía a replegarse a lo ordinario.

    Tal vez fuera la música de bolero, cuyas notas parecían despeñarse desde lo alto o lo inmenso en rumorosa catarata, envolviéndole; o quizá fuera su disciplinada oficiosidad periodística, que ronroneaba en sus mientes la estrategia a seguir para sacar la mejor tajada del encuentro; o aún fuera esa invitación a participar en las insofocables rutinas de la vida que era el constante ir y venir de clientes y camareros; pero no mucho más tarde logró poner bajo disciplina a esa chiflada que a veces nos gobierna y que llamamos imaginación, forzando al intelecto, insubordinado por la remembranza y el desasosiego del espíritu, a una compostura impuesta por su temperamento.

    A veces la vida somete a sus criaturas a periodos de reflexión a imagen de la naturaleza, que tras el esplendor de la primavera y del regocijo del verano siembra en el otoño y sestea en el invierno, haciendo un paréntesis del que emergerá, si se aprovechan bien las enseñanzas que proporcionan los sucesos, una nueva criatura plena de pujante vida y lista para enfrentarse con nuevos bríos al mundo y reconquistarlo.

    Y es que Flavio accesionalmente caía en estos estados transidos, sobre todo desde que algo más de un año y medio atrás formalizara su separación matrimonial. Había una parte de él que se obstinaba en verlo todo negro, tratando de convertirle en un acólito de la desesperanza y en un súbdito del resentimiento; pero se alternaba con su otra mitad, que no permitía cejar a la esperanza a un futuro sin promisión, no se sabe si empujándose hacia la vida o huyendo del desgobierno sentimental en que vivía, pretendiendo que de su estado se levantara otro Flavio, quién sabe si mejor. Le quedaba claro que, si el orden solamente podía fundamentarse en el caos, por la fuerza el caos debía hacerlo en el orden, en un círculo de construcción, destrucción y reconstrucción que los mortales llamamos proceso evolutivo.

    Digamos ahora, siquiera sea de paso y ya que a mano nos viene y no alargaremos con ello innecesariamente el relato, que en Flavio desde muy chico menudeaban estas alternancias del ánimo, aunque no con una frecuencia preocupante; pero de tanto en tanto, cuando sucedían, a veces de forma patógena y otras endógena, como una manía ajena a su naturaleza, las resolvía episódicamente con acercamientos o distanciamientos de lo religioso, entregándose unas ocasiones a la devoción divina y otras afincándose en un criterio absolutamente panteísta, si no agnóstico o incluso ateo, renegando de cualquier ideología o misticismo que no pudiera medirse o pesarse. Irregularidades del espíritu, como se ve, propias de quien reflexiona sobre sí sin tenerlas todas consigo o de quien turbadoramente trastabilla no descentrado, sino casi grogui por los sucesos que de un tiempo a esta parte con tal profusión el destino le regalaba; y él en muy poco tiempo pasó de tener una vida más o menos ordenada y ser parte de una familia como Dios manda a tener el cielo por montera como todo patrimonio, como vulgarmente se dice. Dicho esto, continuemos.

    El maître interrumpió a Flavio en sus íntimas disquisiciones, informándole que el general había llegado.

    Apenas Flavio levantó los ojos cuando tras él, sonriente y gallardo, le vio a este acompañado de un oficial y a varios escoltas que guardaban puesto a prudencial distancia. Se puso en pie con estudiada celeridad y se saludaron cortésmente, estrechándose las manos como si fueran viejos conocidos.

    Flavio le ofreció a su invitado a tomar asiento junto a él, pero este, declinando respetuosamente la oferta, sugirió acomodarse en el reservado donde sin duda estarían más cómodos, sobre todo por estar un tanto aislados del resto del local, y donde podrían departir con mayor relajo. Antes de seguir a su anfitrión a la mesa que esmeradamente habían dispuesto entre biombos en una esquina del comedor, el general le pidió al maître —mejor será que apuntemos que entre líneas del petitorio enérgicamente latía una orden que no admitía desacato— que dejara libres las mesas que rodeaban a la que les habían asignado, las cuales ocuparía su escolta, y otras menudencias por el estilo.

    Flavio aprovechó el lapso para recorrer al militar con la vista, analizándole someramente entretanto recogía sus pertrechos y se disponía al traslado. Era el general un hombre de no demasiada estatura y porte distinguido. De modales enérgicos, magistralmente sabía enmascarar sus mandatos tras una digna civilidad, los cuales impartía con tal señorío cual si desde la cuna no hubiera hecho otra cosa. No debía tener más allá de sesenta y pocos años, vestía uniforme con una naturalidad tal que difícilmente se le podía imaginar enfundado en ninguna otra prenda, y mostraba su piel evidencias de pulcritud obsesiva o exagerada, pues que una luminosa pátina parecía revestirle otorgándole lo mismo cierta aura de ascética santidad que de espartano donjuán a quien la edad no le rinde sino que le mejora, coadyuvada por su cabello blanquiazulado, todo él tan repeinado que daba la impresión de una alba celada que centelleaba enmarcando el cobre caribeño de su semblante, apenas rasgado por las níveas cejas y el albino y delgado bigote que suavemente perfilaba su labio superior. Don Juan, San Martín de Porres o Torquemada, no sabía Flavio a qué santo rezarle o con cuál de ellos celebraría su invitado el día de su onomástica, o si era que entre los tres le habían fabricado a la parte, concediéndole cada uno de los constructores lo más célebre de sí, pues vestigios había en él tanto de una notable mundología como de una aparente probidad que le desconcertaba, en contraposición con el verdugo feo y antipático que esperaba enfrentar, y que bien sabía que forzosamente escondido había de estar tras la tramoya de aquella cortesía exacerbada. Sin embargo, a través de sus pupilas, por más que miraba, no se veía atisbo alguno de la Parca, ni sus ojos, de un esmeralda que parecía arrebatado al Caribe, echaban bolas de fuego, sino que eran un tanto angélicos, casi ingenuos, como lo eran sus ademanes, briosos, pero exquisitamente urbanos, e incluso su estampa, enfundada en aquel uniforme que elegantemente vestía con evidente orgullo y altanería.

    Enfrentarse a quien conjeturó diablo y hallarse frente a ser tan distinto confundía a Flavio, forzándole a mirar casi con descaro, acaso tratando de hallar en él surcos de sangre en las charreteras de su guerrera o estigmas de arduo sufrimiento en las muecas de su semblante; pero nada de eso había, sino una compostura y un saber estar que, en el peor de los casos, le tenían perplejo. «Desde luego», sopesaba, «la vida a veces tiene la picardía de esconder tras hermosas fachadas los más feos mechinales y los más infectos estercoleros, desorientando a quienes frente a ellos se plantan.»

    Apenas ocuparon su lugar en la mesa y ordenaron una copa de jerez seco con que acompañar los primeros compases de lo que ambos entendían como comprometida encuesta, el general le echó al anfitrión una mirada investigadora, conjeturando sin dificultad qué se hervía en su caletre, y con la mayor naturalidad le soltó este jicarazo:

    —Amigo mío, no trate de verme como un monstruo porque no lo soy. La única diferencia que hay entre usted y yo es cuestión de puesto en la sociedad y, acaso, de ideales: nada más.

    —Que no es poco, mi general —se defendió un tanto atropelladamente el periodista. Y tras un breve silencio en el que pareció reordenar su discurso antes de soltarle al mundo, añadió—: Mire vuecencia: soy periodista en un país que ha pasado por esto y aún con mayor sangre, y tenemos ciertos recelos hacia los uniformes que todavía no han sido superados. Cuando se cruzan algunos infiernos, cuanto tiene apariencia de ascua, quema, ¿sabe? A pesar de ello no olvido ni mi profesionalidad ni la deferencia que ha tenido al concederme esta entrevista, incluso viniendo a mi hotel, que, por otra parte, sabrá usted disculpar que no sea de cinco estrellas.

    —Claro, claro —requebró el general, mostrando a través de su amplia sonrisa una pulcra dentadura perfectísimamente ordenada—; pero hágame el favor y modere el tratamiento. Hagamos esto menos protocolar, si le parece.

    —Le agradezco la atención. Con su permiso —le sugirió—, traje estas dos grabadoras con el fin de que ambos tengamos una misma copia que sirva de testigo, ¿le parece? Y si lo cree conveniente, después le tomaré algunas fotos para el periódico.

    —Perfecto —aceptó—; aunque mejor olvídese de las fotografías. En fin, usted sabrá comprender, estoy seguro. Ahora, preferiría que nos conociéramos un poco. Primero que nada, y para evitar desconfianzas, le diré que es un placer para mí conversar con alguien de la madre patria que, además, viene recomendado por mi amigo el general Pequero, quien me contó maravillas de usted. ¿Lo une a él una gran amistad?

    —No tanto. Fue compañero de armas de mi abuelo político, el general Armando Trebes y Arnau, y tuvo la deferencia de interceder...

    —Y a lo que accedo encantado —interrumpió el general distendidamente—. Bueno, dejémonos de resquemores y pongamos las cartas sobre la mesa. Mire, Flavio, creo que sé de usted todo lo necesario: su tendencia izquierdista; su nula simpatía hacia lo que está pasando acá, en particular hacia nosotros los militares, no sé si por moda o por convicción; y todas esas cosas que creo innecesario relacionar. Con las cosas así de claras, hagámosla fácil, ponga en marcha las grabadoras y le haré un relato de la situación para que actúe con ello como más le convenga, en la confianza de que será fiel y veraz con mis declaraciones y que no pondrá en mi boca más palabras que las que pronuncie ni jamás fuera de su contexto. Después, si hay tiempo, me puede hace las preguntas que crea convenientes, ¿estamos de acuerdo?

    —Lo estamos. Sin embargo, general —redarguyó Flavio—, quiero anticiparle que si por algo me tengo es por consecuente con mi profesión, lo que me ha traído sus problemillas de vez en cuando, no se crea.

    —Estoy informado —observó don Tulio—, y sé que por algunas discrepancias laborales abandonó su trabajo en el diario Demarcación y se estableció como independiente. Como ve, sé con quién me la juego y, desde luego, pongo mi confianza en usted, aunque no tengamos ideas ni parecidas.

    Un tanto anonadado, y acaso sintiéndose en desventaja, Flavio utilizó la argucia de colocar en lugar de medianería entre ambos las grabadoras portátiles para reordenar su discurso o su interrogatorio, no lo tenía muy claro. Echó después un vistazo a su invitado, quien estaba muy atiesado sobre el asiento, con cierta compostura de cuartel, aunque su semblante reflejaba una paz interior que le confundía; y se dispuso a escuchar una declaración exculpatoria. En demasía había vivido situaciones semejantes, tan comunes en los tiempos que corrían, pues media América Latina ardía entre guerrillas y asonadas militares desde mucho antes de El Che, allá por los cincuenta, en lo que eufemísticamente se llamó la Guerra Fría, que de todo tenía menos de glacial, al menos por esas latitudes.

    Tulio, rompiendo brevemente su mesura, apoyó ambos codos sobre la mesa, reclinó la cabeza un momento, como disponiendo en batería los argumentos que pensaba lanzar en andanada, y luego, con un tono dulzón pero decidido soltó el siguiente exordio:

    —Flavio, es un secreto a voces que los militares en casi todo el mundo somos la puerta a la que todos llaman cuando la cosa se pone fea, empujándonos a lo único que sabemos hacer: defender la patria con las armas. Después, cuando el problema se resuelve o cuando a esos que nos convocaron no les gusta lo que pasa porque a su entender pusilánime es excesivo, quieren condenarnos detrás de esa puerta que algunos nombran como legalidad, encerrándonos como si fuéramos una peste. Pero, cuando nos llamaron, ¿qué esperaban? Nosotros no sabemos nada más que ser soldados y emplear las armas que el pueblo nos da.

    —Pero supongo, que no para que las usen contra él —apuntó con malicia Flavio.

    —Nos las dan para que obedezcamos por medio de la fuerza, téngalo presente. Y en este sentido, no se nos puede pedir que tomemos la responsabilidad de la situación y utilicemos margaritas, porque nos enfrentamos a un estado de guerra. Usted sabe bien que no quisimos tomar el poder, pero el pueblo salió a la calle y pidió un punto final a este escenario en el que nadie estaba seguro en los años setenta, y en la que algunos grupos subversivos ponían bombas en cualquier lugar y con cualquier excusa, sin otro ánimo que derrocar al Estado democráticamente constituido como fuera para instaurar en su lugar un régimen marxista.

    —Bueno, permítame que le haga ver que quizás no sea tanto como ese «en cualquier lugar y con cualquier excusa» que usted menciona —observó Flavio—. Ellos tenían sus motivos como ustedes tienen los suyos, y a las situaciones extremas se llega por desesperación de alcanzar lo mismo por otros medios más pacíficos.

    —Se equivoca, Flavio. Le basta con mirar los archivos de entonces. Uno, como militar, preferiría enfrentarse a otro país o, mejor, a ninguno; pero hay lo que hay, y de nada sirve darles la espalda a los hechos. Además, estamos para eso y no para otra cosa. Podría decirle que este contexto no es nuevo, sino consecuencia de otros hechos anteriores que derivaron en esto, de la misma manera que su Guerra Civil fue la cumbre de un despropósito que comenzó muchos años antes, y no me refiero a la Restauración o a esa I República que ustedes nombraron como La Gloriosa, por más que durara unos pocos años. Incluso anterior al Abrazo de Vergara, acaso con aquellas Guerras Carlistas que propició su Fernando VII.

    —No veo qué tiene eso que ver.

    —Pero lo tiene. De la misma manera que ustedes tuvieron antecedentes que desembocaron en su contienda, también los hubo aquí, como la Revolución del 30 o la del 43, o aún la caída peronista que derivó en los penosos sucesos que sin duda conoce del 55, donde todo estaba mezclado en un estado general en el que participaban todos los elementos sociales, incluida la Iglesia, hasta tal punto que se decía por entonces que el «obispero» estaba más que revuelto y que se solventó con la Revolución Libertadora y el gobierno de Leonardi. Podría hablarle después de Aramburu, del intento de derrocamiento del 56 a cargo del general Juan José de Valle y los fusilamientos posteriores, etcétera, que en no poco se parece al Sexenio Revolucionario del siglo pasado en España, y podría hablarle de todo ello durante mucho tiempo; pero no lo haré porque para eso tiene usted bibliotecas y no es el objetivo de esta entrevista.

    —Sí, creo que lo mejor será que nos centremos en el asunto que importa.

    —Pero es que sin aquello es casi imposible entender esto. En fin, centrándonos en lo fundamental, le diré que esta realidad es el fruto de muchos años y muy seguidos de revueltas, inestabilidad y presiones de diferentes grupos sociales que buscaban su beneficio, y siempre con el convencimiento de que cada cual tenía la razón de su parte. Claro está, en un solo país no a todo el mundo puede asistirle la Justicia, si es que sus postulados se tratan de imponer por la fuerza, y el Ejército en el justo centro ocupando el puesto de árbitro que, aunque no le eximo de sus responsabilidades, tampoco puedo echar toda la carga a sus espaldas. Y llegamos a donde estamos, tras la muerte de Perón y el abandono de Isabelita, quienes habían dejado el país extenuado social y políticamente, y donde hacían de las suyas varios grupos insurgentes.

    —Justicia social, claro —escupió por el diente Flavio.

    —Si lo quiere decir así, sí. Fue la sociedad y las Instituciones quienes nos pidieron que impusiéramos el orden que faltaba, quienes nos exigieron que mantuviéramos a raya a los montoneros, y tuvimos que organizarnos para hacerlo. No es una guerra común, ni siquiera es una guerra honrada, porque el enemigo no viste uniformes ni ataca de frente, sino que lo hace vistiendo como usted o como cualquiera, trabaja como usted o como cualquiera y pone bombas o dispara sin que sus movimientos se noten. Combatirlos es más un trabajo de policía, y nosotros no somos policías, los cuales, como bien sabe usted, a nuestro arribo eran parte de un Cuerpo corrupto que se dejaba coimear por cualquiera, haciendo de la Ley un desafuero. En fin, el caso es que teníamos insurrectos apoyados por potencias extranjeras, subversivos armados y formados en Cuba o en la Unión Soviética o en Libia, e incluso movimientos de grupos insurgentes que operaban con instructores de esos países cometiendo todo tipo de desmanes. ¿Qué íbamos a hacer? ¡Defendernos y reprimirlos, obviamente!

    —Un tanto indiscriminadamente, diría —apuntó Flavio.

    —Ustedes tienen su ETA, y esa guerra no la ganan porque no emplean sus armas, no luchan como ellos, sino que únicamente ponen la nuca para sus asesinos y, en consecuencia, los muertos. Mañana podría ser usted o su familia quien cayera víctima de una de sus bombas, como les pasó a otros, ¿no es cierto? Y todo eso a cambio de encarcelarlos solamente. Y, con todo, esos no tienen la fuerza destructiva que tienen estos, no tiene más ir a una hemeroteca y leer los diarios. Mire, un día, pronto, dejaremos el poder en manos de los políticos, y estos se ensañarán con nosotros, nos dirán que fuimos bárbaros, que murieron inocentes y nos achacarán horribles delitos; nos juzgarán y nos meterán en la cárcel o nos condenarán al deshonor. Lo sé. Pero igual haremos el sacrificio porque los militares no pensamos en nosotros, sino en la patria, y estamos dispuestos a morir o

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