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Bajo la piel de la manigua. "Rasgos de la guerra de Cuba" de Fernando Fornaris
Bajo la piel de la manigua. "Rasgos de la guerra de Cuba" de Fernando Fornaris
Bajo la piel de la manigua. "Rasgos de la guerra de Cuba" de Fernando Fornaris
Libro electrónico367 páginas5 horas

Bajo la piel de la manigua. "Rasgos de la guerra de Cuba" de Fernando Fornaris

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El 27 de octubre de 1873 aparentaba transcurrir con normalidad en Bijagual, lugar donde acampaba el general Calixto García. Mientras la tropa se alistaba para un pase de revista, sus moradores presenciaban qué sucedía, sin sospechar que ocho miembros de la Cámara de Representantes determinaban la destitución del presidente de la República en Armas, Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo. Fernando Fornaris y Céspedes —uno de los reunidos— comenzó a redactar para la posteridad los apuntes que nos aproximan de primera mano a las razones que los indujeron a tan funesto acuerdo. Después de más de 120 años, durante los cuales el documento permaneció inédito, ve la luz junto con otros pasajes de la guerra. Relata sucesos vitales, como el fraguado de la guerra y describe tipos de la manigua. Lo recogido en sus escritos le da un valor singular.
IdiomaEspañol
EditorialRUTH
Fecha de lanzamiento8 jul 2024
ISBN9789590625701
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    Bajo la piel de la manigua. "Rasgos de la guerra de Cuba" de Fernando Fornaris - Rolando Rodríguez García

    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

    Primera edición, 1996

    Segunda edición, 2015

    Edición: Ricardo Barnet Freixas

    Diseño de cubierta: Carlos Javier Solis Méndez

    Diseño de interior y composición digital: Madeline Martí del Sol

    Conversión a ebook: Grupo Creativo Ruth Casa Editorial

    © Rolando Rodríguez García, 1996

    © Sobre la presente edición:

    Editorial de Ciencias Sociales, 2024

    ISBN 9789590625701

    Estimado lector, le estaremos muy agradecidos si nos hace llegar su opinión, por escrito, acerca de este libro y de nuestras ediciones.

    INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO

    Editorial de Ciencias Sociales

    Calle 14 no. 4104, entre 41 y 43, Playa, La Habana, Cuba

    [email protected]

    www.nuevomilenio.cult.cu

    QR_RUTH

    Índice de contenido

    Introducción

    Capítulo I

    El estallido

    El llamado de la libertad

    La guerra es la guerra

    La seducción del barracón

    La hora de los gorriones

    La pugna de las concepciones

    Capítulo II

    Tiempos difíciles

    El estómago del águila

    Gorriones con dientes de acero

    El arte militar de las bijiritas

    ¿Marte o Licurgo?

    Capítulo III

    El amargo camino hacia Bijagual

    El nada discreto encanto de los hacendados

    El punto final mambí a la institución maldita

    La conexión reformista

    Un año terrible y promisorio

    Ocho tumbas

    Un enemigo más poderoso que el ejército español: la división

    El despunte hacia la victoria

    Bijagual: una decisión catastrófica

    Algunas consideraciones sobre la guerra de la independencia de Cuba escritas en el campo de la contienda

    Rasgos de la guerra de Cuba

    Capítulo primo.

    Capitulo II

    Capítulo III

    Capitulo IIII

    Capítulo V

    Capt. VI

    Capitulo VII

    El ranchero

    Capítulo VIII

    Capt1o. IX

    Capitulo X

    Anexos

    Dos cartas de Fernando Fornaris y Céspedes a Donato del Mármol

    Datos del autor

    A Minerva, por su aliento; a José Antonio González, que amó nuestra historia.

    Introducción

    La noche del 27 de octubre de 1873, un patriota bayamés, de aquellos que habían conspirado contra España desde tiempo antes del Grito de La Demajagua para darle a Cuba la independencia, tomó la pluma y a la luz miserable de una vela rudimentaria comenzó a bosquejar la historia de los hechos cruciales acontecidos ese día en Bijagual, el campamento mambí donde se hallaba. Mediaba la guerra emprendida y quizás Fernando Fornaris y Céspedes, exsecretario de Relaciones Exteriores del gobierno revolucionario establecido en Bayamo y diputado a la Cámara de Representantes creada el 10 de abril de 1869, en Guáimaro, necesitaba dejar para la posteridad la huella de esas horas tensas, porque en su espíritu, a pesar de que trazaría con rasgos irrevocables las razones que habían llevado al cuerpo legislador al que pertenecía a destituir al presidente de la República en Armas, Carlos Manuel de Céspedes, se abría la incógnita del curso que tomaría ahora la causa por la que había aceptado los sacrificios inmensos que la lucha le había impuesto y que ya más de una vez le habían destrozado el corazón.

    Después de la pérdida de Bayamo, su amada Elvira y sus hijos, al igual que la familia de esta y la suya, habían buscado refugio en la manigua y con cientos de otras se habían convertido en errabundo gentío que se ocultaba en el monte o seguía a las tropas insurrectas. Pero eran tantos los avatares a que Fornaris veía sometidos a sus seres más entrañables, tan intenso el dolor que le supuso la muerte de una hijita y la certidumbre de que los demás niños perecerían irremediablemente si no salían del teatro de la guerra, que había tenido que impulsar a su esposa a que pasara por la experiencia amarga y humillante de presentarse en las filas españolas con la esperanza de salvarlos. Esperaba también que, en todo caso, se limitarían a expatriarlos. Esto no libró de la muerte a otros dos de sus hijos, que también sucumbieron a un destino aciago cuando ya se disponían a salir al exterior. No eran las únicas brechas que la muerte había abierto entre sus deudos. De una u otra forma en el torrente de mártires se inscribían los nombres de su padre y hermanos, y ahora la mayoría de sus seres allegados sobrevivientes estaban dispersos por el mundo y, como Elvira, luchaban con la miseria, una enemiga tan perversa como las balas o las enfermedades que los habían acechado en los bosques.

    En cuanto a sus amigos más cercanos, estos también habían perecido gallardamente en la lucha, víctimas de la campaña, y sus huesos reposaban en un palmo de tierra en algún oscuro paraje. Tampoco lo acompañaba en su insondable soledad su tío, al parecer por partida doble, y a la vez suegro, Ramón de Céspedes y Fornaris, uno de los concejales del Bayamo revolucionario, quien había salido en misión al extranjero.

    Lejos, muy lejos de Femando Fornaris, envueltas primero por las llamas de Bayamo y ahora convertidas en cenizas estaban las comodidades de la residencia de rico y los carruajes del propietario de esclavos de otrora, y los demás bienes, si no habían sido destruidos en el fragor de la contienda, estaban incautados por decisión del mismo Consejo de Guerra que lo había juzgado por rebeldía, junto a Carlos Manuel de Céspedes, Francisco Vicente Aguilera, Ignacio Agramonte, Salvador Cisneros Betancourt y 50 insurrectos más, y los había condenado a todos a garrote vil.¹ Esa inclusión en tal nómina evidenciaba que se le tenía por uno de los cabecillas de la insurrección.

    Nada le quedaba prácticamente por sacrificar a Fornaris, excepto la vida, y esa estaba dispuesto desde hacía mucho a entregarla. Incluso, si la fe de que un día sobrevendría la victoria de la causa por la que luchaba era inconmovible y no lo abandonaba nunca, no tenía mucha ilusión de que sería uno de quienes contemplarían libre a Cuba. Pero algo más que su dolor podía entregar todavía: unos apuntes fluidos en los que al correr de la pluma dejaría recogidos algunos de los pasajes de la lucha emprendida, la gestación de la conspiración fraguada en las cercanías del río Cauto, el heroísmo con que los cubanos habían resuelto luchar por la independencia, ciertos tipos característicos de la contienda, las vicisitudes enfrentadas con una abnegación sin tasa por familias enteras que se habían echado al monte para seguir una causa que llamaban santa, el coraje de los niños héroes de nombre ignorado que se batían como leones frente a las columnas enemigas y el desgarrante drama del vapor Virginius.

    Las páginas que escribiría, dedicadas a su esposa Elvira, y que en el tiempo solo parecen llegar a fines de ese año de 1873, fueron en efecto cortadas por la muerte de Fornaris. Según se dice, cayó finalmente prisionero y fue pasado por las armas; mas, a pesar de todos los esfuerzos hechos para conocer este detalle, no hemos podido comprobarlo. Al respecto solo hemos encontrado una carta que, desde Costa Rica, su suegro, Ramón de Céspedes, le escribió en mayo de 1875 a Hilario Cisneros. En la misiva le decía: El pésame que V. se digna darme por la muerte de mi yerno y sobrino Fernando Fornaris, lo agradezco á medida del sentimiento que me ha causado la perdida, así por sus prendas domésticas y sociales, como por los servicios que hizo y pudo hacer á la causa cubana, á la que sacrificó hasta los afectos de padre y esposo.²

    Todavía el último día de la vida de Céspedes, el 27 de febrero de 1874, Fornaris estaba vivo. Ese, también el último en que el hombre del Grito de La Demajagua hizo anotaciones en su diario, escribió algunas líneas peyorativas sobre el diputado, junto a cuyo segundo apellido por cierto escribió entre paréntesis Antúnez, mejor dicho. De todas formas, si los hechos que Céspedes le censura en este y otro pasajes fueran ciertos, no cabe la menor duda de que los pecados del redactor de Rasgos de la guerra de Cuba fueron suficientemente lavados cuando en las páginas que legó a la posteridad puso de manifiesto su voluntad de permanecer hasta el fin junto a la revolución y más todavía cuando murió abrazado a esta. Después de todo, aquellos eran hombres y no dioses. Tenían defectos, pero también virtudes extraordinarias.

    Por razones desconocidas, sus apuntes fueron a dar a manos del entonces teniente coronel del ejército español Manuel Serrano y Ruiz, un joven oficial, primo segundo de Francisco Serrano y Domínguez, duque de la Torre, quien había sido capitán general de la Isla y hasta 1871 regente de España a causa del derrocamiento de Isabel II. Serrano y Ruiz, a pesar de que era la norma, no los entregó para que fueran a reposar en los archivos militares españoles y los conservó con él.

    El oficial español participó en hechos esenciales de la campaña militar de la Guerra de los Diez Años, desde diciembre de 1868. Con su batallón del Castillo del Morro, había estado primero en Camagüey y luego combatió en el río Salado, y el 15 de enero de 1869 entró en Bayamo con las fuerzas de Valmaseda. Estuvo en la contienda hasta fines de mayo de 1874, en que salió a prestar servicios en España. Luego estaría en diversos destinos en la Península y en la campaña de Filipinas. En 1904, ya con el grado de general de división, fue designado gobernador militar de Melilla, cargo que ocupaba al fallecer ese mismo año. A lo largo de su vida guardó como reliquia de guerra el manuscrito, formado por 200 páginas de 15,5 cm de largo y 10,5 cm de ancho y en el que Fornaris solo colocó en la cubierta sus iniciales. Durante alrededor de 90 años, la familia del general Serrano ha conservado celosamente este documento hasta que en fecha reciente, por mediación del señor Juan Carlos Llorente, esposo de la bisnieta de Serrano Ruiz, Paloma, nos fue cedida una fotocopia del original, cuya transcripción aparece en esta obra.

    No pudiera haber sospechado Fernando Fornaris, cuando se dirigió a sus hipotéticos lectores, que solo algo más de 120 años después de haber redactado sus Rasgos de la guerra de Cuba, como tituló sus páginas, estas serían conocidas por sus compatriotas.

    En su texto, escrito durante un período de la vida trashumante de la Cámara de Representantes, se ofrece un testimonio invaluable de las razones que impulsaron a ese cuerpo a tomar la decisión funesta de deponer a Céspedes. Nadie mejor que él, uno de los ocho hombres que votaron la medida, para darnos sus fundamentos y apreciaciones al respecto. Hasta ahora, de entre quienes estuvieron presentes en Bijagual, aunque no era diputado, solo conocemos los criterios del coronel Fernando Figueredo, expuestos en La revolución de Yara, pero sus puntos de vista están dados desde una óptica cespedista. Otros mambises que pudieron conocer de cerca los motivos, como Enrique Collazo, en Desde Yara hasta el Zanjón, también han expuesto criterios sobre las razones que llevaron a una medida que destrozó los cimientos unitarios de las fuerzas revolucionarias y la autoridad del gobierno de la que, en realidad sin comprenderlo, la Cámara resultaba solidaria, pero no participaron en las deliberaciones. Creemos que esta es la primera vez que puede leerse un testimonio directo de uno de los ocho protagonistas de la decisión: Tomás Estrada Palma, Jesús Rodríguez, Juan Bautista Spottorno, Luis Victoriano Betancourt, Ramón Pérez Trujillo, Marcos García, Eduardo Machado y, por supuesto, Fernando Fornaris y Céspedes. Salvador Cisneros Betancourt, aunque era el presidente de la Cámara, se excusó de asistir a la sesión porque, en caso de que se votara la destitución, sería el llamado a reemplazar al Presidente.

    ¿Por qué se produjo tamaño error en medio de la campaña militar mambisa? ¿Este pudo ser evitado? ¿Cuáles fueron sus consecuencias? Quizás ya todo el conflicto estaba presente en los orígenes mismos de la lucha.

    1 De Caballero de Rodas al ministro de Ultramar, 26 de noviembre de 1870. Archivo Histórico Nacional de Madrid. Sección de Ultramar, leg. 4941, expte. 9. En lo adelante este Archivo y su Sección de Ultramar se citarán con las siglas AHN/U. Por otra parte, todas las citas que aparecerán han sido transcritas con la ortografía y puntuación de la época con las cuales aparecen en los originales (N. del A.).

    2 Libería, 30 de mayo de 1875. Biblioteca Nacional de Cuba. Fondo C. M. Ponce, no. 524.

    Capítulo I

    El estallido

    Muchos y diversos eran los agravios que se acumulaban en la Isla contra el régimen colonial. Como describió Enrique Piñeyro, vivíase constantemente como en país ocupado por ejército enemigo: los soldados imperaban y los ciudadanos debían pagar sin murmurar las crecidas contribuciones.¹ En efecto, a la cerril intolerancia política forjada desde tiempos de Miguel Tacón y los abusos de orden policíaco de las autoridades, se añadían las restricciones al libre comercio, las violentas exacciones del fisco, la mezquina porción que le tocaba a Cuba de su propio presupuesto, los envíos de los sobrantes —previstos de antemano— a España y la exigencia de sobornos hasta del último chupatintas ante cualquier gestión oficial. Para colmo, a todo esto se agregaba la discriminación del cubano en los cargos públicos. Según cifras de la época, el 62 % estaba ocupado por peninsulares, pero faltaría apuntar que los destinados a los cubanos eran los de menor jerarquía y, por tanto, peor remunerados.² Por aquella peculiar concepción colonial de cómo atender los intereses de los colonizados, en aquella sociedad había casa de gobierno y cuartel donde no había escuela.

    Mientras los cubanos tenían conciencia de que eran dueños de su tierra, los peninsulares sentían que se trataba de la posesión conquistada por sus ancestros a la cual tenían derecho de extraerle todo el fruto y el jugo posibles, sin que los naturales tuviesen el menor derecho a protestar. El resultado de esta situación era un odio sordo, un aborrecimiento palpable e irremediable, que se entrecruzaba entre cubanos y peninsulares. Se olvidaban los españoles que muchos de esos cubanos a quienes veían ya como diferentes a sí mismos, por el hecho de la sucesión, eran en todo caso los verdaderos descendientes de los colonizadores, y no ellos, apenas unos recién llegados. Incluso, todavía más: por una de esas paradojas que crea la nacionalidad, hijos de padre y madre peninsulares se sentían cubanos y no españoles. Parafraseando lo que diría un político de la época, parecía que lo único que no daba España en Cuba eran españoles. En aquellos momentos era ya Cuba un país de blancos, negros y mestizos que habían creado intereses propios, una cultura diferente y sentimientos que se enraizaban en su isla, y todo se unía para gestar su visión de un aliento distinto que lo distinguía del peninsular.

    A las irritaciones que sentía el cubano se añadía que cualquier ser de mínima sensibilidad y escrúpulos tenía que albergar un sentimiento de culpa y horror ante la visión degradada del esclavo; sin embargo, las autoridades, los traficantes de esclavos y sus voceros no se cansaban de proclamar que la mejor manera de mantener atada a Cuba era mediante el mantenimiento de la institución servil.

    Parecía que la codicia de los peninsulares que vivían de la situación ultrajante de la Isla y sus cómplices entre los propietarios criollos y la burguesía metropolitana que sacaba buenos dividendos de Cuba, estaba condenando a los hijos de los pueblos cubano y español a pagar una alta cuota de víctimas para sostener unos intereses muy poco morales.

    De todas maneras, aunque tuviese motivos para la connivencia con el régimen colonial, la clase de los hacendados y terratenientes cubanos³ tenía motivos más que sobrados que echar en la balanza para sentir fobia contra un sistema que se la pasaba urgándole la bolsa. Ellos, casi sin interrupción, desde los tiempos de la subida de Juan Álvarez Mendizábal al poder en Madrid, en 1835, y acentuadamente a partir de ¡a superintendencia del conde de Villanueva, Claudio Martínez de Pinillos, se habían visto atenazados por cuantas medidas económicas le había sido dable a España imponer para extraerles hasta el último céntimo posible. Los ahogaban los aranceles aduanales de exportación, los de importación respondidos por las naciones extranjeras, sobre todo los Estados Unidos, con la guerra de tarifas, los impuestos en cascada y cuanto arbitrio era posible. Solo entre 1864 y 1867 los tributos habían crecido de 30 millones de pesos a unos 40 millones.⁴ Además, la cúpula de la clase comercial peninsular les había venido arrebatando en la Isla su propio campo de acción. Para eso servían ahora las hipotecas, que gravaban prácticamente todas las propiedades azucareras, y la cancelación de la ley que hacía inembargables los ingenios se convertían ahora en un cuchillo en la garganta del hacendado. Ya le podían ejecutar no solo la producción sino la propiedad misma. A los comerciantes prestamistas les convenía la medida y a un número de los grandes hacendados también, porque se liberaban así de una traba feudal que limitaba la libre circulación de capitales, permitía aplastar la pequeña competencia y les abría el camino de la concentración y centralización de capitales; pero para los medianos y pequeños propietarios de ingenios, la inmensa mayoría, resultaba una causa más de malestar. Al unísono, todas estas eran razones acumulativas para un estallido que hasta entonces el peso de la esclavitud y los temores a la insuficiencia de la Isla para mantenerse independiente ante la codicia de las potencias de la época, había hecho frenar.

    A pesar de todo, lastimosamente, parecía que todavía la cuerda de los hacendados y terratenientes duraba para continuar resistiendo y no desear ninguna aventura que pudiera significar pelea. Pudiera advenir la destrucción de su riqueza y la desaparición violenta de la esclavitud. Dado el significado de las dotaciones como capital invertido, estaban dispuestos a mantener el fardo de la institución, aunque le deparara la decadencia a causa del lastre que representaba para la modernización de la producción. Ahora, para más, la subordinación que desde mediados de la década del 50 se venía produciendo de manera creciente en relación con el mercado de los Estados Unidos, les creaba nuevos condicionamientos. Pero esta postura resignada de un sector de los propietarios, ya no era el único punto de vista que podía abrirse en la sociedad. El retardo que causaba la institución esclavista les permitía a unos pocos prever otros desarrollos más progresivos en el proceso de las relaciones de producción. Además, otra visión del mismo problema daba por resultado que la economía basada sobre la servidumbre, al no crear un mercado, ya que el esclavo no consumía y tampoco lo hacía el campesino sitiero, que tenía una economía de autoconsumo, mientras el asalariado sí podría convertirse en cliente de muchos cultivos comerciales o la ganadería, posibilitaba que algunos percibieran más o menos conscientemente la necesidad del paso a una economía mercantil más desarrollada; es decir, capitalista. Esto alumbraba a las claras la necesidad de la emancipación y creaba el marco conveniente para el surgimiento de una conciencia ética diferente.

    Los hacendados y terratenientes, que en medio de un cuadro de razones políticas y finalmente económicas, con una visión más avanzada y un asco en el alma por lo inmoral de la institución esclavista, llegaron a plantearse la salida independentista al problema cubano, aunque, como todos sus congéneres, podían tener en algún sentido simultáneamente rasgos burgueses y semifeudales, si bien no eran burgueses ni tenían la menor aspiración a salir de la órbita de la metrópoli para convertirse en grandes feudatarios en el sentido del régimen de producción. Vivían inmersos en una sociedad en que el escenario era dominantemente esclavista en medio de una producción manufacturera, y con vistas al desarrollo de la producción estas relaciones no podían sustituirse, en la situación internacional competitiva de la época, por otras que no fuesen las capitalistas, basadas sobre el trabajo asalariado. Tanto era así que en su conjunto la clase, con el fin de poder darles curso a sus intereses e incluso defender desde la trinchera de la propiedad sus dotaciones, habían necesitado echar mano de las ideas burguesas para imponer la ruptura de las trabas del cascarón semifeudal implantado por la colonia. Por eso, en la clase de los hacendados y terratenientes habían brotado las ideas liberales (que topaban paradójicamente siempre con la puerta del barracón). Mas esa misma situación podía dar por resultado que en algunos de sus integrantes estas avanzaran y no adoptaran formas retrogradantes, como las semifeudales. Incluso, en el caso de grupos muy determinados podía darse condiciones para la aparición de ideas democrático-liberales. Recuérdese que Céspedes afirmó, una vez comenzada la guerra:

    A mí, que en política pertenezco a la escuela avanzada del progreso, que estoy por todas las reformas que la filosofía y la experiencia recomiendan, que detesto los sistemas rutinarios y envejecidos que a despecho del siglo practican algunas repúblicas, que adoro el ideal posible de un gobierno demócrata radical, que en las instituciones liberales veo el principio salvador, a mí no me pueden espantar ideas de Bruto ni de Dantón aplicadas a nuestra naciente República...

    Orillar las condiciones peculiares que estaban dándose en Cuba, transmutar mecánicamente en uno u otro sentido clases y objetivos, establecer patrones que no corresponden a esa realidad, olvidar que se está hablando de una sociedad en que el peso de las relaciones de producción esclavista lo dominaba todo e imponía su sello, pero también que esta institución había entrado en estado de disolución, ignorar que las relaciones capitalistas eran externas a la forma en que se producía, pero que a la vez devenía la única posibilidad hacia la cual avanzar, impedirá siempre una explicación pulcra de lo sucedido y llevará a alardes injustificados y extremos: bien a una interpretación economicista o a una visión abstracta de los hechos. En medio de aquella sociedad podían surgir, por tanto, ideas que condujeran a plantearse la liquidación de la esclavitud. Solo que estas tenían que ir anexas al problema esencial que dominaba los pensamientos progresistas cubanos: terminar ante todo con la camisa de fuerza del régimen colonial, la subordinación a una metrópoli opresora en lo político y esquilmadora en lo económico que no permitía expresar los reclamos de cualquier índole que fuesen y aún menos era capaz de escucharlos. En realidad, Cuba estaba sofocada por la relación metrópoli-colonia y esta vinculación había rebasado su época. Se había vuelto arcaica. En esas condiciones, la esclavitud representaba, en no poca medida, un rasgo más de las imposiciones a liquidar, porque España la había usado como uno de sus pivotes para mantener la dependencia.

    Curiosamente, en la época se presentarían dos casos de regímenes de producción esclavista en gran escala, inmersos en un mundo de relaciones capitalistas, que terminarían en guerra y mediante esta resolverían el conflicto. Uno ya lo había hecho, el de los Estados Unidos. Faltaba Cuba. Lo único que si entre ambos es válido ese paralelo, también había un desencuentro. Allá, los barones algodoneros esclavistas tuvieron que ser derrotados en una guerra por los capitalistas del Norte, para acabar con el régimen de servidumbre, homogeneizar la forma de producción, ampliar un mercado y consolidar definitivamente la nación. En esta contienda los esclavistas habían marchado de forma compacta en la defensa de sus intereses. En Cuba, también la guerra que se desatara tendría que ir necesariamente contra la esclavitud, pero de manera curiosa la promovería un exiguo número de hacendados y terratenientes, colocados en determinadas circunstancias, que tendrían que actuar contra la propiedad de sus congéneres para acabar con la institución esclavista y abrir paso a una forma más progresista de producción, a la vez que al eliminar sometimientos y mediaciones daban paso a una nación cuyos rasgos esenciales ya estaban presentes. Más, esta diferencia estaría signada, sobre todo, por un hecho genético: al estallar la guerra civil los Estados Unidos ya habían ganado su independencia mientras que Cuba tenía primero que conquistarla. Despedazar el régimen esclavista sería parte de la lucha por la independencia, porque sus cadenas eran circunstancias de los mecanismos de sujeción que la colonia utilizaba para mantener atada la Isla. Por tanto, la independencia era el eslabón fundamental del problema.

    La disparidad de las condiciones socioeconómicas y políticas entre las zonas del país, la Occidental y la Oriental, acentuada cada vez más desde mediados del siglo xix, e incluso en su interior nada homogéneas, tenía amplio reflejo en las ideas de una parte pequeña y radicalizada de la clase de los hacendados y terratenientes del oriente de la Isla. Estas eran parte de sus circunstancias características. Anclados como patriarcas en cantones de la zona, ayunos de poder político, bajo irritantes condiciones de exacción del sistema, que pagaban por la refacción de la zafra intereses más altos que sus iguales de Occidente, allí donde la esclavitud era menos densa y que para todos se mostraba como un arma colonial, un freno al progreso y se hacía odiosa desde un punto de vista moral, en que la autoridad peninsular tenía menos alcance por la ruindad de caminos que enlazaban regiones agrestes y extensas y la ausencia de peninsulares, raza encerrada esencialmente en las poblaciones de Occidente, con ideas liberales y democráticas, esos hombres estaban determinados a lanzarse a la lucha. Circundados por intelectuales jóvenes que les eran próximos y, por igual, por medianos y pequeños propietarios rurales, y una nata de sitieros, aparceros, precaristas y arrieros, que vivían a su sombra, la cólera contra el sistema colonial español encontraba campo propicio para el resentimiento. Enlazados unos y otros por vínculos familiares o de subordinación patriarcal, descreídos de que España pudiera hacer algo sensato en la Isla, concluyeron que después del fracaso de la Junta de Información ya no quedaba más que echar de Cuba su régimen. Y por qué no podrían lograrlo si los dominicanos lo habían hecho poco antes. A España no se le convence, se le vence, proclamaron altivamente.

    Los negros y mulatos libres, una fuerza vigorosa hecha en el trabajo rudo que el blanco despreciaba, también sabían que ninguna equidad podían encontrar bajo el pendón de Castilla, y los esclavos, para nada una masa inerte, aguardaban exasperados la oportunidad para marcharse a un gran apalencamiento, el más formidable de todos, que les diera la oportunidad de disfrutar de la libertad. Hasta los culíes chinos, sometidos a la más violenta sobreexplotación, conscientes del abuso que sobre ellos se ejercía, temidos por sus amos, estaban preparados —aunque no lo supieran— para lanzarse contra el poder que sostenía sus cadenas. Tanta era la bestialidad que se ejercía sobre estos, que según un escritor de la época que visitó Cuba, el 75 % de ellos moría antes de haber cancelado su contrato de ocho años.

    Todas estas fuerzas heterogéneas formaban la comunidad dispuesta con su enorme potencial a plantarle cara a la metrópoli. Si los hacendados que decidieron lanzarse a la lucha podían guiar ese conjunto, era porque a partir de intereses e ideas que podían ser, en ciertos aspectos dispares y hasta contradictorios, hacían una propuesta factible de congregar a todos: independencia, abolición y libertad.

    Indiscutiblemente, la diferencia en la población esclava, desde el Camagüey hasta el extremo oriental de la Isla, permitía que el peso de las dotaciones no obnubilase en tan gran medida la conciencia de la clase de los hacendados y terratenientes de la zona oriental del país, como a los de sus iguales de Occidente, sobre todo de jurisdicciones específicas, para disponerlos a continuar cargando con el peso del régimen colonial. Por eso, podían mirar con mayor limpieza la situación.

    Veamos, en una imagen particularizada, cómo se comportaba la situación. Hacia la fecha, mientras los esclavos del territorio al Este del río Jobabo eran aproximadamente 52 mil y los del Camagüey algo menos de 15 mil, los de Occidente sumaban más de 300 mil.⁷ También resultaba cierto que sus ingenios eran más pequeños, al punto de que mientras en Occidente se producía más de 450 mil toneladas de azúcar (la región central de la Isla aportaba unas 143 mil) en los del Este solo se acumulaban alrededor de 46 mil,⁸ muchos de estos estaban cargados de deudas, se habían atrasado tecnológicamente y sus propietarios no podían modernizarlos y ampliarlos. Un dato lo ilustra. Mientras en Occidente 829 ingenios utilizaban como fuente energética la máquina de vapor, en la zona oriental solo contaban con esta 120 y en cuanto a los trenes de fabricación de azúcar, en tanto Occidente contaba con 50 modernos (únicamente seis de estos en la región central), en

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