Las brujas de San Nicolás
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De aceptar el reto, el lector debe saber que esta historia es como un laberinto, en donde las salidas, si existen, serán pocas. Guiado por la intuición de sus sonidos nocturnos, este pueblo rural y casi enterrado se sabe poseído y, muy probablemente, ansioso, por encontrar algún tipo de, por decirle de algún modo, libertad. Yo no sé cuáles habían sido sus culpas. La muerte es harto rara, como un lugar sin nombre en donde te agarra el patatús y te quedas bien tieso, como fierro pandeado, pues. Estaban bien flaquitos, chupados por dentro y colgados de esas jaulas como animales. De seguro el diablo los había chucheado y así acabaron. Por peleoneros. Llevaban los ojos cerrados, desguanzados, como si les hubiera agarrado la tiricia (...) Así comienza esta novela que estremece de principio a fin, una obra excepcional de una de las voces más potentes de la nueva narrativa mexicana.
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Las brujas de San Nicolás - Guillermo Fajardo
Advertencia
Esta historia la escuché de niño. Es real. Los nombres que aquí aparecen mentados no han sido modificados para conservar su verosimilitud narrativa. San Nicolás del Valle no existe, o tal vez sí, pero esto es apenas una minucia histórica.
PRIMERa parte
Estas guerras subterráneas
Presente
I
Yo no sé cuáles habían sido sus culpas. La muerte es harto rara, como un lugar sin nombre en donde te agarra el patatús y te quedas bien tieso, como fierro pandeado, pues. Estaban bien flaquitos, chupados por dentro y colgados de esas jaulas como animales. De seguro el diablo los había chucheado y así acabaron. Por peleoneros. Llevaban los ojos cerrados, desguanzados, como si les hubiera agarrado la tiricia o la bola los hubiera ajusticiado.
Algunos tenían un rectángulo de sangre en el pecho, otros no tenían ojos, solo los puros hoyos, creo que ninguno quería vivir. Bien feo. Quise basquear, pero la aguanté. Sentí calambres y un miedo canijo. Agarré bien recio a mi muñequito. Salí de la cueva (harto adentro en el monte) y después jalé pa mi casa. Ahí me escondí en un rincón hasta que se me pasó la pesadilla. Estoy casi seguro de que todo eso fue un sueño. Aquí en el pueblo no pasan esas cosas, ¿o sí? Yo ni vela tenía en el entierro y ya me andaban poniendo tumba. Diosito.
¿Se lo digo a la tía Amparo? De seguro ya sabe. Esa vieja lo sabe todo. Ya me imagino su cantaleta… para qué vas ahí, malora, se te ha dicho que no vayas a ese lado del cerro, todo lo demás es tuyo para ver, pero esa parte no. Hay algunas cosas que en este pueblo empalagoso y macheteado no puedes ver. Después se le pasaría la muina, contenta de que no me haya pasado nada. Además, esos niños berracos de segurito se portaban mal, algo han de haber hecho para que los tuvieran colgados como chivos pelones. ¿A poco no? Han de ser como esos chamacos a los que los Reyes Magos no les traen nada por puercos y nejos y porque se la pasan en el borlote y el despapaye. Eso sí, apenas entré, y que se alborota el griterío. Todavía tengo esos chillidos pegados en la cabezota. No me dejan dormir. Los siento en el espinazo. Bien feo. Son como los mosquitos que en la oscurana se te acercan al oído y ahí están baile y baile. O como los grillos que hacen la escandalera en el monte cuando andan jariosos (palabra de mi tía Amparo). Igualito que los chaneques, que se dicen cosas entre ellos y luego van y se las dicen al diablo. Tal vez como los borricos que, con todo y juste, se las arreglan. También como las zihuatayotas, esas mujeres canijas que andan vestidas de blanco y que espantan por el otro lado del río.
César, alguien grita, César. Es ella. Mejor quedarse callado. Muchacho, ¿qué haces ahí agachado? Ya se hace tarde, dice, y me agarra de la mano. ¿A dónde vamos?, pregunto medio rejego, aunque ya sé la respuesta, porque ya se puso la tumbaga. Pues adónde más, mi niño, al mercado, a cobrar tantito, y agarra su bolsita de cuero. Abrimos la puerta de nuestra casa, la luz entra recio, me pongo la mano en la cara y empezamos a caminar. El cielo está aborregado, con mucho azúcar. Me pongo mis huarachitos, que me quedan al pelo. Así ando bien catrín.
Las mañanas en el pueblo tienen buena luz. El sol, cuando sale, lo hace por un hoyito chismoso que hay entre dos cerros que se ven desde mi casa. A veces me escapo en la madrugada, para que el sol me dé a mi primero. Los otros parecen totoles de lo pasmados que andan (tarugos). Pa qué me hago guaje, me encanta ir al mercado porque veo remolinos de gente, hartos cuerpos que caminan bien pegaditos, como si fueran palanquetas de cacahuate u hormigas alrededor de un pedazo de pan que algún atolondrado abandonó.
Tenemos que bajar una empinada. A veces nos cuesta trabajo, especialmente a ella, que ya está viejita, pero cada vez más al tiro. Cuando llueve, el terreno se hace todo resbaloso y hay que tener mucho cuidadito, chacho, que esas piedras las puso Dios en nuestro camino, pero también estas piernas bien fuertes para sortearlas, agárrate de mi mano y vámonos yendo.
Mi tía Amparo es menudita, flaquita como un palo y chaparrita como un insecto. No lleva bastón, como sí lo hacen muchas otras, y es bien peleonera y hasta corajuda. Lo digo pa que nadie esté de inocente. Me acuerdo, por ejemplo, de cuando una tarde se peleó con el cielo, pues llovió a cántaros y muchos de nuestros chivitos se murieron. Hasta le lanzó palabrotas al de allá arriba. Ella dice cosas bien raras, como que a este pueblo le cayó una maldición, pero tú no te preocupes, mijito, la tía Amparo está aquí para cuidarte del mal y la mala suerte. Quién sabe a qué se refiera la pobre, porque yo tengo bien buena suerte. Y no lo digo nomás por decir.
Por ejemplo: todos los días cazo chapulines que recojo de unas milpas bien altas que están justo detrás de nuestra casa y nunca me faltan, hay hartos. Si me siento aventurero, voy al cerrito y ahí recojo más entre las copas de oro y los cacalosúchil. No es fácil cazarlos, los condenados tienen unas patitas como resorteras y vuelan bien alto. Después, bajamos al mercado, como hoy, para venderlos. Los días que voy al monte, la tía Amparo me dice hoy necesitas protegerte, muchacho, ahí donde te metes está bien dura la alacranada y, si uno te pica, no sales vivo, ven y ponte la protección. Se refiere a unos pantalones largos de algodón que me cubren hasta los dedos, que además arropo con unos huaraches. Hasta parezco santo. ¿Qué diría el párroco Judas (el de la iglesia)? Desde que mi tía Amparo lo trae corto, el pobre anda bruja, algunas veces hasta me pide dinerito pa comer. Que se lo dé Dios, viejo cholenco, le digo a veces.
Un día, caminando por el cerrito, me di cuenta de que ya no sabía dónde estaba. Me acordé de esos niños del cuento que dejaron pan en el camino, pero que los pajaritos (tragones) se lo comieron y los pobres chamacos se perdieron bien gacho. Mi tía Amparo alguna vez me dijo que, si no encontraba el camino de vuelta, escuchara el ruido de los tucuirichas, esos pájaros que se duermen en los techos de los que ya van a morirse. Pero no había ninguno.
En esas andaba cuando, de pronto, lo escuché. Fue bien fuerte, se sintió más recio que cualquier otra cosa, más que las cuijas que se pegan al techo y lanzan sus gritillos del demonio. Sí, fue peor que todas las cuijas del mundo juntas, y que los gritos de la tía Amparo cuando trae hombres a la casa, y que los gritos de los mecos que andan borrachos pique y pique en la plaza del mercado. Volteé al cielo y lo vi bien negro, como nunca, bien ventoso también, y me acordé de lo que un día me dijo mi tía. Mushasho, no te ampares tanto en el cerro que muchos se han perdido por allá y nunca los encuentran, no te vaya a pasar lo mismo que me muero, las tormentas son canijas y hasta los muertos se esconden bien adentro de sus tumbas.
Me acordé de todo eso porque uno de esos chupiritetes del cielo explotó y luego otro y otro. Nunca había visto al cielo tan enojado, lanzando esos rayos allá arriba que lo iluminaron todo: la tierra seca, mis huarachitos, el pasto crecido. De pronto me cayó una gotita y después otra y otra. Hubiera escuchado a la tía Amparo, que ya había anunciado el tapaquiaque. Además, cuando las arrieras cambian de hormiguero, anuncian lluvia, mi niño, así que no te me tardes. Ya bailé con la más fea, ¿qué diría la tía Amparo si me viera aquí solito en descampado? Me lancé a correr con mi cesto de chapulines bien tapado para que no se me fuera ninguno. No sé cuánto tiempo pasó. Estaba relejos de mi casa y necesitaba algo pa la maldita lluvia, que aparece cuando no la llaman. Y, de repente, (gracias, Diosito) me encuentro con una choza. Me metí muy sin pena y sin tocar (pos oye).
Olía bien rico, a tierra húmeda. El lugar era pequeñito, no había casi luz, excepto la del cielo, que nomás no paraba de berrear. Vi varias cosas. Primero, una lumbre que ardía con unas ramitas (crac crac), una mesita rascuacha de madera, un cuchillo molanco, un güergüero de gallina que todavía tenía sangre, el cuerpo de un pípilo, y esa ropa que usan las mujeres debajo de la otra ropa para que sus pechos no se les vayan al suelo. Pos que me espanto. Cómo no. Cualquiera hubiera salido hecho la mocha. Le comencé a rezar a San Pablo.
El cielo volvió a estornudar y creí que la cabeza de gallina estaba viva. Entre tanto ruidero, escuché unas voces. Me asomé por un hoyito que había y vi a mi tía Amparo y a todas las viejas. Ah, caray. La lluvia no les pegaba en sus cuerpos, como si algo las cuidara del aguacero (cosas del diablo). Respiré pa’dentro y pa’fuera (recomendación del párroco Judas) y me calmé. Ora sí que las vi bien a todas: estaban mi tía Amparo, doña Micaela, doña Jose, mi tía la Güera, doña Celia y doña Ama, la mera jefa de todas y la que más le sabe a la cocina. Se avienta unas tlayudas que ni mandadas a hacer, pozole blanco que le cambia la cara hasta a los santos y una carne con harto chile y comino que levanta muertos y reputaciones, del puro gozo de compartir aquello. El huacaxtoro que cocina es el mejor de todos. Las viejas estaban bailando alrededor de un fuego bien alto y recio que nomás no se apagaba. De seguro el párroco Judas se espantaría (viejo mugroso) de todo lo que yo estaba viendo. En medio de todas, un cuerpecito (como de esos chamacos desriendados de las jaulas que les conté al principio). Lo tenían agarrado de los hombros y lo estaban cortando. Ay. Qué feo. Mejor no ver. Desde esa vez, ya no salgo cuando llueve.
Cosas bien raras pasan en el pueblo, pero el párroco Judas (bruto) me dice que es solamente el ñaco jugando con nosotros. No hay nada de qué preocuparse, niño César, si la voluntad de Dios es que venga el mal y las plagas, pues que vengan, nosotros confiamos ciegamente en su voluntad y poder omnipresente. Un tiempito después de lo de la choza, yo ya estaba juntando otra vez mis chapulines (como si nada). Hice una chapuza (yo chitón). Llené la cesta con unas lombrices de tierra así de gordas y jugosas que les dieron buen sabor (pero nada como el sazón de doña Ama). Por eso la gente me compra harto. Nadie sabe mi secreto. Las señoras gordas que se apersonan en el mercado se sorprenden de que hay indios y mestizos que han venido de El Molote, La Vainilla y San Francisco del Tibor para comprarme. Escucho que soy la envidia de todos, pero cuídate, niño César, dice el párroco Judas cuando se está comiendo (gratis) mis chapulines, que cosas raras pasan por estos lares (argüe dero), y lo raro, ya te lo he dicho, es primo de lo feo.
II
Así se hacen: capturo chapulines y lombrices, los dejo remojar en agua hirviendo (pobrecitos, se mueven bien agobiados), los muelo en una chirmolera de barro negro que mi tía Amparo trajo de Mitla (dizque para darle más sabor al insecto), los seco (lo más difícil de todo) y después los pongo en una cazuelita con chile, sal y limón. Si la tía Amparo anda merodeando por la casa, no puedo ponerles mis lombrices (y los indios se ponen tristes cuando prueban los chapulines así sin chiste). Si ella salió (se fue a la iglesia) o está en el cuarto con los hombres diablo (palabras del párroco Judas), entonces sí puedo sacarlas, hervirlas y molerlas con limoncito. Se las pongo a los chapulines y así agarran ese sabor, color y olor bien raro, pero bien bueno.
Los otros que venden me tienen harta envidia y me dicen que seguro tengo pacto con alguien (dicen que la tía Amparo me los prepara con una receta especial). Si supieran los guajes. Ya hasta saqué a uno de ellos de circulación y ahora el mugroso vende calcetines en una esquina.
El otro día hice amigas en el mercado. Los hombres mecos que están duro y dale con la botella les pusieron apodos. Una se llama Silvia (siempre anda enfermiza la pobre y le apodan el Estornudo), otra Ernestina (esa se duerme donde sea, hasta en mi puestito, y le dicen la Anestesiada) y la otra se llama Domitila (le llaman la Dispuesta, dizque porque siempre quiere). Eso me dijeron unos hombres que estaban risa y risa y que luego las camaronearon como si nada. A las tres les dijeron que van a acabar en el burro por güinzas. Son buenas, aunque ya estén viejas, tienen quince o dieciséis años y me sacan una o dos cabezas. Nos conocimos cuando salieron de la tienda del curandero que recoge las sombras y cura los espantos, que ya se hizo harto conocido por eso de los niños que han desaparecido quién sabe cómo ni por qué. Si supieran los wilos.
Cuando las vio, mi tía Amparo me dijo esas muchachas ya están viejas, mijito, ya les va llegando la hora, pobrecillas, no saben, pero este pueblo no protege a sus hembras. Se pone de rodillas y me agarra de los hombros. Endenantes, si te acuerdas bien, tu tía Amparo llegó de chilpayate a este pueblo y lo sacó adelante con estas manos que ves, junto con las otras mujeres hicimos todo esto. Y eso que en ese tiempo nomás éramos nosotras y los jediondos de nuestros maridos, que se la pasaban con las winsas (mujeres alegres) y nos madreaban hasta casi matarnos. Pero se las cobramos, mi niño, los dejamos bien desguanzados y a la intemperie.
Por eso les pasó lo que les pasó a esos cabrones (el párroco Judas dice que las groserías son del diablo), hijos de la chingada, culeros, creyeron que podían salirse con la suya, ay, Dios, qué se creían, por eso les pasó lo que les pasó, shasho, por andar de zaragates. Mucho cuidado con el pecado, César, y la tía Amparo me agarra más recio y me mira bien hondo, no andes viéndoles aquello a las muchachas ni tocando en lugares donde no, que por el tacto se mete el diablo y por la vista se cuela la tentación. Y en este pueblo el pecado no se perdona. Fueron ellos los que nos obligaron a hacer esto, César, dice la tía Amparo, recuérdalo para cuando llegue la guerra y se nos alborote la gleba, que ni siquiera el corral es suficiente para los ariscos.
Una vez, don Fabricio, un vejete que vende mangos y que ni ata ni desata, me dijo algo bien chistoso después de escuchar el sermón del padre Judas. No somos muchos, pero somos machos. Yo le repetí esa frase a la tía Amparo, la cual se la repitió a doña Jose, la cual vino un día a la casa y me hizo decirla. ¿Y quién te contó eso, César?, dijo muy bronca, tirando pleito, y yo le contesté, pues un señor por ahí (perdón, don Fabricio, me obligaron a hablar).
Y que la mentada doña Jose saca unas tijeras y me las acerca a la lengua. Si no hablas, te la corto, mshasho, y mi tía Amparo llore y llore y yo bien boquinche con la menguada doña Jose. Fue don Fabricio, vieja tacaña (lo pensé), él me dijo eso. Y pues a la semana siguiente el pobre viejo zurundo ya no estaba. Quién sabe adónde lo mandaron. Unos niños de mi edad me dijeron que se fue adonde las almas penan. Yo les pregunté que cuál era ese lugar, pero me respondieron que sus mamás les habían dicho que ellos chitones si no querían irse pal mismo lado. Así que me quedé con la duda. La verdad es que no nos dejan hablar mucho entre nosotros.
Algunas personas están mudas aquí, en San Nicolás del Valle. A los indios, por ejemplo, yo les doy los buenos días, pero ellos no contestan, les digo hola, y no me dicen hola, les hago señas con las manos para que abran la boca, pero no la abren. Parecen sombras silenciosas, con la piel de cocodrilo oscuro. Algunos son puchuncos, con el pelo poleco y casi todos parecen venir de otro tiempo. Casi no se ven en la capital, prefieren el monte o estos pueblos. Muchos tienen los ojos amarillos, la boca cosida, sus huaraches ya rotos de tanta pisada. Los míos, en cambio, son de buen cuero y siempre nuevos, los trae mi tía de la capital.
Me gusta que ella se vaya para allá porque me deja la