Siddhartha
Por Hermann Hesse
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A medida que Siddhartha explora los reinos, tanto físicos como metafísicos, irá entendiendo que la iluminación no es una cuestión de enseñanzas externas, sino de exploración interna. A través de esta historia, Hermann Hesse les ofrece a los lectores una oportunidad para pensar y reflexionar sobre la condición humana y la eterna búsqueda para hallar la satisfacción espiritual.
Hermann Hesse
Hermann Hesse (1877-1962) is counted among the leading novelists and thinkers of the twentieth century. He was awarded the Nobel Prize in 1946 for a body of literature renowned for its humanist, philosophical and spiritual insight. His most famous works include Siddhartha, Journey to the East, Demian, Steppenwolf, and Narcissus and Goldmund.
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Siddhartha - Hermann Hesse
PARTE I
Dedicada a Romain Rolland,
mi querido amigo.
EL HIJO DEL BRAHMÁN
A la sombra de la casa, al sol de la orilla del río cerca de los botes, a la sombra del bosque Salwood, a la sombra del árbol de higo, allí fue donde creció Siddhartha, el apuesto hijo del brahmán, el joven halcón, junto con su amigo Govinda, hijo de un brahmán. El sol le quemó los pálidos hombros a la orilla del río en el que se bañaba mientras hacía las abluciones sagradas, las ofrendas sagradas. En la plantación de mangos, la sombra se derramaba sobre sus ojos negros cuando jugaba de niño, cuando su madre cantaba, cuando se hacían las ofrendas sagradas, cuando el erudito de su padre lo educaba, cuando los sabios hablaban. Durante mucho tiempo, Siddhartha había estado participando en las discusiones con los sabios, practicando el arte del debate y de la reflexión con Govinda, el servicio de la meditación.
Él ya sabía cómo pronunciar el Om en silencio, la palabra de palabras, cómo pronunciarlo en silencio para él mismo mientras inhalaba, cómo pronunciarlo en silencio hacia afuera mientras exhalaba, con toda la concentración de su alma y la frente rodeada por el resplandor del espíritu del pensamiento claro y reflexivo. Ya sabía cómo sentir el Atman en lo profundo de su ser, indestructible, siendo uno con el universo.
El corazón de su padre se llenaba de alegría, pues su hijo aprendía rápido y estaba sediento de conocimiento. Lo vio crecer para convertirse en un gran sabio y sacerdote, un príncipe entre los brahmanes.
La felicidad le llenaba el pecho a su madre cuando lo veía, cuando lo veía caminando, cuando lo veía sentarse y levantarse. Siddhartha, fuerte, apuesto, quien caminaba con piernas delgadas, saludándola con un respeto perfecto.
El amor tocaba los corazones de las jóvenes hijas de los brahmanes cuando Siddhartha caminaba por los callejones de la ciudad con la frente luminosa, con los ojos de un rey, con sus caderas esbeltas.
Pero, mucho más que los demás, lo amaba Govinda, su amigo, hijo de un brahmán. Amaba los ojos y la dulce voz de Siddhartha, amaba su caminar y la decencia perfecta de sus movimientos, amaba todo lo que Siddhartha hacía y decía y lo que más amaba más era su espíritu, sus pensamientos trascendentes y vehementes, su voluntad ardiente, su alto sentido del deber. Govinda sabía que él no se convertiría en un brahmán común, ni en un oficial perezoso a cargo de las ofrendas, ni en un mercader avaro con hechizos mágicos, ni tampoco en un hablador vano y vacío, ni en un sacerdote mezquino y engañoso, ni tampoco en una oveja decente y estúpida del rebaño. No.
Y él, Govinda, tampoco quería convertirse en uno de esos ni en las decenas de miles de brahmanes. Quería seguir a Siddhartha, el amado, el espléndido. Y en los días venideros, cuando Siddhartha se convirtiera en un dios, cuando se uniera a los gloriosos, Govinda lo seguiría como su amigo, su compañero, su sirviente, su portador de lanza, su sombra.
Así pues, a Siddhartha todos lo amaban. Era una fuente de felicidad para todo el mundo, un deleite para todos.
Pero él, Siddhartha, no era una fuente de alegría para sí mismo, no encontraba deleite en él. Caminando por los senderos pintorescos del jardín de higueras, sentado bajo la sombra azulada del bosque de la contemplación, lavándose los miembros a diario en el baño del arrepentimiento, sacrificando en la penumbra del bosque de mangos, con sus gestos de perfecta decencia, que todos amaban y les daban alegría, él sentía que aún le faltaba experimentar dicha en su corazón. Unos sueños y pensamientos inquietos le llegaban a la mente, fluyendo desde el agua del río, brillando desde las estrellas de la noche, fundiéndose desde los rayos del sol. Esos sueños le llegaban a él, así como una inquietud del alma, emergiendo de los sacrificios, respirando desde los versos del Rigveda, y se infundían, gota a gota, desde las enseñanzas de los antiguos brahmanes.
Siddhartha había comenzado a alimentar el descontento por sí mismo, había empezado a sentir que el amor de su padre y el amor de su madre, y también el amor de su amigo Govinda, no le traerían alegría para siempre, no lo cuidarían, no lo alimentarían, no lo satisfarían. Había empezado a sospechar que su venerado padre, que sus otros maestros y que los sabios brahmanes ya le habían revelado lo máximo y lo mejor de su sabiduría, que ya habían llenado su vaso expectante con su riqueza, pero el vaso no estaba lleno, el espíritu no estaba contento, el alma no estaba tranquila, el corazón no estaba satisfecho. Las abluciones eran buenas, pero eran agua. No lavaban el pecado, no curaban la sed del espíritu, no aliviaban el miedo en su corazón.
Los sacrificios e invocaciones a los dioses eran excelentes, pero ¿era eso todo? ¿Los sacrificios le conferían una fortuna feliz? ¿Y qué hay de los dioses? ¿De verdad fue Prajapati quien creó el mundo? ¿No fue Atman, Él, el único, el inigualable? ¿No fueron los dioses creaciones, creados como tú y como yo, sujetos al tiempo, mortales? Por lo tanto, ¿era bueno, era correcto, era significativo y era la ocupación más digna el hacer ofrendas a los dioses? ¿Para quién más se debían hacer ofrendas, a quién más se debía adorar sino a Él, el único, el Atman? ¿Y en dónde se encontraba el Atman, en dónde residía, en dónde latía su corazón eterno, sino es en uno, en la parte más interna, en la parte indestructible, aquella que todos tienen?
Pero ¿en dónde, en dónde estaba este ser, esta parte más interna, esta parte última? No era carne ni hueso, no era ni pensamiento ni conciencia, así lo enseñaron los más sabios. Entonces, ¿en dónde, en dónde estaba? Para alcanzar este lugar, el ser, yo mismo, el Atman, ¿había otro camino que valiera la pena buscar? ¡Ay, y nadie mostraba este camino! ¡Nadie lo conocía, ni el padre, ni los maestros, ni los sabios, ni los sagrados cantos sacrificiales! Lo sabían todo, los brahmanes y sus libros sagrados. Lo sabían todo, habían cuidado todo y, más que nada, la creación del mundo, el origen del habla, de los alimentos, de inhalar, de exhalar, del arreglo de los sentidos, de los actos de los dioses. Sabían infinitamente mucho, pero ¿era valioso saber todo esto sin saber esa única cosa, lo más importante, lo único importante?
Es cierto que muchos versos de los libros sagrados, en particular en los Upanishads del Samaveda, hablan de eso más íntimo y último. Versos maravillosos. «Tu alma es el mundo entero», estaba escrito allí. Y estaba escrito que el hombre al dormir, en su más profundo sueño, se encontraría con esta parte más íntima y residíría en el Atman. Estos versos contenían una sabiduría maravillosa. Todo el conocimiento de los más sabios había sido recolectado allí con palabras mágicas, tan puras como la miel que recogen las abejas. No, no se debía menospreciar la tremenda cantidad de información ilustre que allí yacía recopilada y preservada por innumerables generaciones de sabios brahmanes.
Pero ¿en dónde estaban los brahmanes? ¿En dónde estaban los sacerdotes? ¿En dónde estaban los sabios o penitentes que habían logrado no solo entender este conocimiento más profundo de todos, sino también vivirlo? ¿En dónde estaba aquel conocedor que tejió su hechizo para sacar su familiaridad con el Atman del sueño y pasarlo a la vigilia, a cada paso del camino, a la palabra y la acción? Siddhartha conocía a muchos venerables brahmanes, principalmente a su padre, el puro, el erudito, el más venerable. Su padre era digno de admiración, tenía modales callados y nobles, llevaba una vida pura y predicaba palabras sabias, manteniendo los pensamientos nobles y delicados en la mente.
Pero incluso él, que sabía tanto, ¿acaso vivía en la dicha y tenía paz o también era solo un hombre en búsqueda, un hombre sediento? ¿No debía él, una y otra vez, como un hombre sediento, beber de fuentes sagradas, de las ofrendas, de los libros, de las disputas de los brahmanes? ¿Por qué él, el irreprochable, tenía que lavarse los pecados todos los días, esforzarse por limpiarse todos los días, una y otra vez todos los días? ¿No estaba el Atman en él, no brotaba esa fuente prístina de su corazón? La fuente prístina debía encontrarse en uno, ¡debía poseerse! Todo lo demás era buscar, era desviarse, era perderse.
Estos eran los pensamientos de Siddhartha, su sed, su sufrimiento.
A menudo se repetía estas palabras de un Upanishad Chandogya: «el verdadero nombre del brahmán es satyam, verdadero. Quien conoce esto, entrará al mundo celestial todos los días». Frecuentemente, parecía que el mundo celestial estuviera cerca, pero nunca lo había alcanzado por completo, nunca había saciado esta sed proverbial. Y entre todos los hombres sabios y más sabios que conocía y cuyas instrucciones había recibido, entre todos ellos no había nadie que hubiera alcanzado por completo el mundo celestial, que hubiera saciado por completo la sed eterna.
—Govinda —le dijo Siddhartha a su amigo—, Govinda, querido, ven conmigo bajo el baniano y practiquemos la meditación.
Fueron al árbol de baniano, se sentaron y Govinda se ubicó a veinte pasos de distancia de Siddhartha. Mientras se sentaba, listo para pronunciar el Om, Siddhartha repitió, murmurando, el verso:
Om es el arco, el alma es la flecha, el Brahman es el blanco de la flecha, aquel que debería acertar incesantemente.
Después de que había pasado el tiempo usual del ejercicio de la meditación, Govinda se puso de pie. La noche había llegado. Era hora de llevar a cabo la ablución de la noche. Llamó a Siddhartha. Siddhartha no respondió. Siddhartha se quedó sentado, perdido en sus pensamientos, con los ojos enfocados en un objetivo lejano, la punta de la lengua sobresaliéndole un poco entre los dientes. Parecía que no estuviera respirando. Así estaba sentado él, absorto en la contemplación, pensando en Om, con el alma persiguiendo al brahmán como una flecha.
Una vez, unos śramaṇas habían pasado por el pueblo de Siddhartha: ascetas en peregrinación, tres hombres flacos y marchitos, ni viejos ni jóvenes, con hombros polvorientos y ensangrentados, casi desnudos, quemados por el sol, rodeados de soledad, extraños y enemigos del mundo, chacales diferentes y flacos en el reino de los humanos. Detrás de ellos soplaba un aroma caliente de emoción tranquila, de servicio destructivo, de abnegación sin piedad.
Por la noche, después de la hora de contemplación, Siddhartha le dijo a Govinda:
—Temprano, mañana por la mañana, amigo mío, Siddhartha irá a ver a los śramaṇas. Se convertirá en un śramaṇa.
Govinda se puso pálido cuando escuchó estas palabras y leyó la determinación de su amigo en su rostro inexpresivo, imparable como la flecha que sale del arco. Pronto, y con esta primera mirada, Govinda se dio cuenta de que ahora estaba comenzando, que ahora Siddhartha estaba tomando su propio camino, que ahora su destino estaba empezando a brotar. Y, con el suyo, el de él. Y palideció como una cáscara de banano seca.
—Oh, Siddhartha —exclamó—, ¿tú padre te permitirá hacer eso?
Siddhartha lo miró como si se estuviera despertando. Rápido como una flecha, leyó en el alma de Govinda el miedo, la sumisión.
—Oh, Govinda —habló suavemente—, no desperdiciemos las palabras. Mañana, al amanecer, comenzaré a vivir la vida de los śramaṇas. No hablemos más de eso.
Siddhartha entró en la habitación, donde su padre estaba sentado en un tapete de cáñamo, y se puso detrás de él, permaneciendo allí hasta que su padre sintió que