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Islas de calor
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Islas de calor
Libro electrónico124 páginas2 horas

Islas de calor

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La crisis climática se sale de control. El aumento de las temperaturas transforma las sociedades y fuerza a un cambio de vida radical. El agua es un tesoro, la sombra una salvación, la noche el nuevo día y el día un espacio prohibido por el toque de queda militar.
Un fenómeno dentro de este mundo caótico son los puntos donde los edificios y el concreto atrapan el calor e impiden su liberación. Esas “islas de calor”, como los relatos de este libro, contienen el abandono y la incomunicación de quienes sufren, los intentos de la población por refrescarse como sea o el aprovechamiento de los desalmados para sobrevivir. Mientras las piezas de la ciudad se reordenan en este infierno, un incendio espontáneo consume el cerro hasta la altura de la Virgen, desatando algún tipo de superstición.
En este primer libro de cuentos, valiéndose de una escritura ágil y concisa, Malu Furche R. explora un mundo que aún no acaba y que agoniza lentamente como sus habitantes, capaces de adaptarse incluso a una tragedia universal.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jun 2024
ISBN9789566087588
Islas de calor

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    Islas de calor - Malu Furche

    La crisis climática se sale de control. El aumento de las temperaturas transforma las sociedades y fuerza a un cambio de vida radical. El agua es un tesoro, la sombra una salvación, la noche el nuevo día y el día un espacio prohibido por el toque de queda militar.

    Un fenómeno dentro de este mundo caótico son los puntos donde los edificios y el concreto atrapan el calor e impiden su liberación. Esas islas de calor, como los relatos de este libro, contienen el abandono y la incomunicación de quienes sufren, los intentos de la población por refrescarse como sea o el aprovechamiento de los desalmados para sobrevivir. Mientras las piezas de la ciudad se reordenan en este infierno, un incendio espontáneo consume el cerro hasta la altura de la Virgen, desatando algún tipo de superstición.

    En este primer libro de cuentos, valiéndose de una escritura ágil y concisa, Malu Furche R. explora un mundo que aún no acaba y que agoniza lentamente como sus habitantes, capaces de adaptarse incluso a una tragedia universal.

    Malu Furche R.

    Islas de calor

    La Pollera Ediciones

    www.lapollera.cl

    A mi Spullcita

    Some say the world will end in fire,

    Some say in ice.

    From what I’ve tasted of desire

    I hold with those who favor fire.

    – Robert Frost

    Vivir así

    Zumban las moscas, pesa el aire, es fin de año. Mónica abre los ojos y lo primero que ve es la mano de Pastora refregándole una toalla húmeda en la frente. Observa cómo sus dedos van y vienen hacia su rostro. Qué ganas de morderlos, piensa medio dormida. Lástima no tener puestos los dientes postizos. Para darle más trabajo, le rechaza el desayuno, el almuerzo, la cena. Su presencia la agota. Qué molesto es verla instalada en el balcón leyendo los libros de su marido muerto, tomando Coca-Cola normal, si ya está tremenda. No soporta escucharla cantar, murmurar, ni que se queje del bochorno o suspire lastimosa al lado de ese ventilador que solo mueve polvo.

    Para ninguna de las dos ha sido fácil: una semana completa de una ola de calor roja y dura, que no descansa ni cede. Como si de un momento a otro se hubiera posado un radiador en, o sobre, o bajo la ciudad. No había existido un diciembre con 40 grados siete días seguidos. Mónica quiere transpirar, pero el sudor ya no corre por su piel delgada y transparente, y cada vez que pestañea los párpados se pegan más a sus ojos secos. Siente arena en su boca. Se está transformado en un desierto, lo sabe. Pero está decidida: de su empleada no aceptará nada. Es una victoria que se quiere guardar.

    Pastora no se preocupa. La conoce bien: cincuenta y cuatro años y ocho meses juntas, son cincuenta y cuatro años y ocho meses juntas. Lee con seguridad las escenas de su señora. Sin ir más lejos, hoy notó el enojo en sus manos tiesas, mandíbula temblorosa, frente arrugada, mirada minúscula. Podría apostar todo lo que no tiene a que se le pasará apenas le dé un poquito de hambre, pero el hambre no llega, la rabieta no se pasa, y menos mal que Pastora no apostó porque hubiera perdido todo lo que no tiene. Para no sentirse inútil ni mezquina, en ese orden, intenta hidratarla, darle papilla, humectarle el pecho. En cambio, una y cada vez choca contra el muro de concreto que es su señora Monita.

    Empieza la noche y, ¡al fin!, la temperatura cede un poco. En la misma pieza, Pastora se pone su vestido favorito, uno sin mangas, de lino fucsia que desteñido y todo le parece hermoso. Se cambia frente a su jefa, qué más da, se han visto enteras. De un cajón saca rímel y rubor. Se maquilla sobria porque teme que la transpiración le corra el maquillaje. Se hace una cola de caballo bien pegada a la cabeza, a ver si se le estiran un poco las arrugas. Se echa unas gotas de un perfume dulzón alrededor del cuello. Aprovecha el impulso, y unas gotitas más en las axilas amontonadas, porque el desodorante le está fallando. Para terminar presiona los rollitos que se escapan por el costado del escote, y los mete dentro del vestido. Está contenta y apurada: la fiesta en el salón del edificio contiguo ya empezó.

    —Aquí hay agüita para cuando le dé sed —Pastora deja un vaso en el velador con cuidado—. Y en la cómoda están sus revistas, si se aburre se para a buscar una. Le va a hacer bien caminar, que no está de más mover el cuerpo, ¿sabe? ¡¿Cómo me va a empezar el año así?! —grita ahora, segura de que la otra está sorda y, antes de cerrar la puerta por fuera, agrega:— ¡Feliz año, señora Monita! Este que viene será nuestro.

    —Vieja pilla —susurra la otra, pensando que su empleada pudo esforzarse y meterle la comida a la fuerza por más que ella se negara—. Me quieres muerta, canalla —se para con toda su fuerza y siente que su cuerpo no aguanta y cae en seco a los pies de la cama.

    A las cinco de la mañana Pastora vuelve risueña y despeinada. La fiesta le hinchó el cuerpo, parece vestida a presión. Tiene líneas de sudor marcadas en la ropa, justo donde se le acumula la grasa. En cuanto ve a Mónica tirada en el suelo, se le escapa un grito que casi raja el lino del vestido. La vieja tiene el rostro encogido y bilis a un costado. No, no, no, no. NO, repite Pastora como si ayudara en algo. Se agacha despacio, los huesos de sus rodillas se mueven como una máquina mal aceitada. Acerca su oreja a la nariz de su patrona. Se alivia cuando siente la respiración. La recoge como puede y la deja sobre la cama. Corre al único teléfono de la casa, a tres piezas de la pieza de Mónica, y llama a una ambulancia que no llega. Trata otra vez y nada. Y otra más. Parece que el mundo se ha olvidado de ellas.

    A la mañana siguiente Pastora prueba suerte con los doctores de la familia. Ninguno está disponible. Busca en la guía algún médico y tampoco pueden atenderla. Con la ola de calor la demanda ha crecido ridículamente, más vale no enfermarse de nada. ¿Cómo la voy a llevar al hospital yo sola? Si la muevo la quiebro, piensa angustiada. Sin muchas ganas intenta hablar con Lucía o Inés, las hijas de su jefa, pero no contestan. Está a punto de llorar, y entonces tiene una idea. Se comunica con la secretaria del nuero de Mónica y santo remedio: en un par de horas tocan el timbre, revisan a la anciana, le inyectan suero y dan remedios para la presión y el corazón. Que cuánto es, pregunta Pastora con la cartera de Mónica en la mano. Que no se preocupe que está todo pagado, le responden.

    Cuando se quedan solas otra vez Pastora se para en el balcón de la pieza que da justo a la calle. El horizonte vibra a lo lejos, es blanco y saturado. Aunque el aire está caliente, respira profundo y deja que le entibie la nariz. Ahora que volvió la calma, tiene tiempo de escribir las resoluciones de año nuevo, hay que conservar los ritos. En su cuaderno de hojas cuadriculadas anota con letra de niña y caligrafía impecable: comer mejor, recuperar a los niños, que no se me muera la patrona.

    Pastora arrastra su colchón a la habitación de Mónica. Sábanas no lleva, porque en estos días nadie se tapa. Cojines sí, ya que no hay mejor sacrificio que el que se hace cómoda. Queda exhausta. Se mete unos hielos en el escote para enfriar el cuerpo y el agua entre los pechos le hace cosquillas. Luego lleva su radiocasete a pilas, porque la vieja no habla y ella le teme al silencio. Además, así podrá mantenerse informada del fenómeno climático y escuchar tranquila a su Camilo Sesto. Como le gusta dejar lo mejor para el final, al terminar descuelga el abanico más caro de la colección de Mónica. Se siente como nueva con él en la mano. Lo usa para ventilar los transpirados pliegues de su cuerpo hasta llenar el vacío de sus días.

    2

    El día en que Mónica se casó con Pedro, su primo insípido y bonachón, decidió que se llevaría a Pastora con ellos. Se conocían de niñas, la muchacha trabajaba en el fundo de su familia, era afanosa y perfeccionista; ideal para mantener el palacete en el centro de Santiago, recién heredado como regalo de matrimonio. Incluso tenían cosas en común: odiaban las matemáticas, la leche caliente y la varilla con que su papá les pegaba cada vez que algo le parecía incorrecto. Después de todo, Pastora era lo más parecido a una amiga que tenía.

    Pastora se entusiasmó con salir del campo. Tenía dieciséis años y planes claros: estar un rato con el matrimonio, ahorrar lo suficiente y renunciar para estudiar pedagogía.

    Pero en Santiago solo le sucedió Pedro.

    Resultó que el primo de Mónica no era tan bonachón como parecía: al joven le interesó de inmediato su empleada de cuerpo carnoso, ojos dormilones, sonrisa de dientes chuecos y manos rápidas. De tanto observarla, descubrió cómo le brillaba la mirada con las historias que él le contaba, mejor si tenían muchos personajes. Para acercarse un poco más, comenzó a prestarle todos los libros de literatura rusa que compraba en sus viajes de trabajo. Pastora agradecía la consideración de su patrón, y su cuerpo disfrutaba las miradas que él le clavaba cuando ella fingía no enterarse. Para avivar el fuego, si tenía oportunidad, lo rozaba fuerte o despacio, rápido o lento, sin querer o con querer, hasta sentir que su piel se crispaba.

    Para Mónica, en cambio, la minucia cotidiana con Pedro resultaba indiferente. Lo miraba poco, escuchaba lo necesario y solo se dejaba besar o tomar del brazo en ocasiones especiales, como un bautizo o una comida familiar. Por decisión de ella, tampoco compartían pieza: el problema aparecía cuando él tocaba su puerta y se acostaba en su cama. Mónica se ponía tiesa como palo ante cualquier caricia que pudiese terminar en sexo. Aun así, se obstinó

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