Jacinta Francisco Marcial

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El 19 de diciembre de 2008 fue sentenciada injustamente en la ciudad de

Querétaro la mujer indígena otomí Jacinta Francisco Marcial. Se le acusa,


junto con Alberta Alcántara y Teresa González, de haber secuestrado a
seis agentes de la Agencia Federal de Investigación (AFI) durante hechos
ocurridos el 26 de marzo de 2006 en la comunidad indígena Santiago
Mexquititlán, del municipio de Amealco, Querétaro. Las pruebas
empleadas para acusarla son insuficientes. Por lo contrario, su inocencia
se encuentra plenamente probada y sustentada.

Hechos

El 26 de marzo de 2006, seis elementos de la AFI, sin identificarse como tales y sin
portar uniforme, llegaron al tianguis de la plaza central de Santiago Mexquititlán.
Despojaron a varios comerciantes de sus mercancías con lujo de violencia,
alegando que se trataba de "piratería". Los tianguistas afectados exigieron a los
agentes su identificación y la exhibición de la orden que avalara su proceder;
estos se negaron. La tensión aumentó y varios comerciantes afectados
comenzaron a protestar.

El jefe regional de la AFI y el agente del Ministerio Público de la Federación en San


Juan del Río, Querétaro, que acudieron al pueblo para dialogar con la gente
afectada ofrecieron pagar en efectivo los daños ocasionados por los elementos
de la AFI. Para esto argumentaron que debían trasladarse a la ciudad de San
Juan del Río para conseguir el pago, por lo que ordenaron a uno de los agentes
que permaneciera en el pueblo, como "garantía" de que regresarían. Éste, según
testimonios, durante el tiempo que se quedó en el pueblo estuvo comunicado y
jamás fue violentado en su integridad física. El incidente terminó cuando, el mismo
día alrededor de las siete de la tarde, todos los elementos de la PGR que habían
participado en los hechos dejaron la comunidad, después de haber acordado
con los comerciantes la entrega de una cantidad correspondiente a los daños
causados.

Fue hasta el 3 de agosto de 2006, cuando la señora Jacinta Francisco Marcial fue
llevada, con engaños, a la ciudad de Querétaro. Allí, al ser presentada ante los
medios de comunicación, se enteró de que la acusaban, con otras dos mujeres,
de haber secuestrado a los agentes de la AFI durante los hechos ocurridos en
marzo del mismo año. A la fecha, dentro del proceso se le condenó a 21 años de
prisión y dos mil días de multa. Tras un minucioso proceso de documentación, el
Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro (Centro Prodh) asume su
defensa integral.

Postura del Centro Prodh

El caso de Jacinta Francisco Marcial muestra una vez más las deficiencias del
sistema de justicia, las cuales tienen efectos que son sufridos con mayor intensidad
por las mujeres indígenas debido a la triple discriminación de que son objeto: por
ser indígenas, por ser mujeres y por ser pobres. Doña Jacinta ha sido víctima de
violaciones a sus derechos humanos debido a que los órganos encargados de
impartir justicia han vulnerado sus garantías procesales. Jacinta Francisco Marcial
nunca tuvo acceso a un intérprete o traductor y se le negó el derecho de
presunción de inocencia. En su caso, salen a relucir también las deficiencias de
un modelo de justicia en el que subsisten elementos inquisitivos, como la
preponderancia de las pruebas desahogadas por el propio Ministerio Público, que
generan desigualdad procesal.

Su caso pone también de relieve la aplicación de tipos penales como el


secuestro para procesar a quienes tienen alguna participación en
manifestaciones en la vía pública. La señora Jacinta no participó en las acciones
de los comerciantes, sin embargo es claro que la respuesta punitiva del Estado
constituye una represalia a la manera en que los tianguistas se defendieron de los
abusos de los agentes de la AFI, como ha sucedido en casos similares de protesta.

En el actual contexto de temor e inseguridad, dominado por las voces que exigen
endurecer las sanciones para disminuir la delincuencia, el caso de doña Jacinta
muestra la proclividad del sistema de justicia a imputar a personas inocentes,
cuya situación es agravada por su condición étnica o de género, delitos que
despiertan el mayor repudio social.

Frente a la vulneración de los derechos humanos de Jacinta Francisco Marcial, el


Centro Prodh considera que el magistrado que resolverá sobre la apelación
presentada el 22 de diciembre de 2008 tiene en sus manos la posibilidad de
revertir las irregularidades existentes en el proceso y ordenar la inmediata
excarcelación de Jacinta Francisco Marcial. En este sentido, demandamos una
actuación guiada por el más estricto respeto a los derechos humanos que
restituya a doña Jacinta su libertad y reconozca su inocencia.

24.feb.09
POR Ricardo Rocha
Publicado en El Universal el 5 de marzo de 2009

Y ella es una mujer indígena, otomí, de 42 años. Acaba de ser sentenciada a 21


años de cárcel. Aunque usted no lo crea, por el secuestro de seis agentes
armados de la AFI. Sí, leyó usted bien. Fue acusada con otras dos mujeres. Un juez
la halló culpable porque, para él, la prueba presentada por la PGR fue
contundente: una fotografía de un diario local donde aparece Jacinta
asomándose al borlote de lo que pasó en su pueblo hace tres años ya.

El 26 de marzo de 2006 seis AFI llegaron amenazantes y sin uniforme a Santiago


Mexquititlán, en Querétaro. Ahí, en el tianguis, Jacinta y sus compañeras vendían
aguas frescas. Llegaron los agentes y comenzaron con destrozos, despojos y
exigencias de tributo con lujo de violencia quesque por hallar mercancía pirata.
Fuenteovejunescamente, los pobladores cercaron a los intrusos para exigirles
identificación y la orden que justificara su proceder.

Éstos se negaron, pero también se rajaron. La tensión crecía y comenzaron los


gritos de protesta y justicia de la gente por tanto abuso. A llamado de los intrusos
se apersonaron un agente del MP y el jefe regional de la AFI. Prometieron reparar
los daños con mercancía decomisada -más bien robada- de otros tianguis, de
otros pueblos. Ante la negativa popular se comprometieron a compensarlos con
dinero.

Se fueron y dejaron “en garantía” a un agente que no fue molestado. Regresaron


a las siete y pagaron lo pactado. Pero se la guardaron al pueblo. Y se desquitaron
con Jacinta, a la que el 3 de agosto llevaron con engaños a la ciudad de
Querétaro. Ahí la acusaron falsamente; ahí la juzgaron de inmediato en español,
cuando sólo hablaba otomí; ahí presumieron su culpabilidad antes que su
inocencia; ahí la tienen presa; ahí la sentenciaron a 21 años de prisión; ahí le
destrozaron la vida y a su familia.

Así, Jacinta es una víctima más de la intolerancia rabiosa que caracteriza a los
gobiernos panistas como el que ahí encabeza Francisco Garrido Patrón, que no
ha movido un dedo en defensa de una de sus gobernadas. ¿Cómo si es una india
de pueblo?

Así se repite la historia de la furia discriminatoria y racista de los poderosos en este


país. Como cuando se les inventaron delitos a Rodolfo Montiel y Teodoro Cabrera,
indígenas ecologistas de Guerrero que lucharon contra los caciques talamontes.
Una vez más el menosprecio inhumano que nos avergüenza en la memoria de
doña Ernestina Ascencio, abusada y asesinada por militares y muerta por
diagnóstico presidencial de gastritis crónica.

Nomás acordémonos de Aguas Blancas y Acteal. De Atenco, condenados a más


de un siglo de cárcel por defender sus tierras. Otra vez la más brutal represión de
estos gobiernos contra los que se atreven a alzar la voz ante las injusticias.

Hay ahora un movimiento encabezado por el Centro de Derechos Humanos


Miguel Agustín Pro Juárez, al que me sumo gustoso, para exigir juicio justo y
liberación de quien sólo ha cometido tres grandes pecados en este país: ser
mujer, ser indígena y ser pobre. Por cierto, se llama Jacinta Francisco Marcial. Y yo
soy ella.

PD. ¿Esto también es falso, señor Medina Mora?

POR Ricardo Rocha


Publicado en El Universal el 11 de marzo de 2009

Para llegar a ella hay que rebasar la ciudad de Querétaro y luego tomar una
carretera secundaria. Al poco rato se aparece la doble mole de los penales: de
un lado del camino los hombres y del otro lado las mujeres. Luego recorre uno a
pie una larga, solitaria y estrecha calle que busca al fondo la puerta negra de
hierro. De un lado el altísimo muro de hormigón y del otro la alambrada coronada
de púas.
Es una cárcel. Aunque los eufemismos le llamen Centro de Readaptación Social,
es una prisión, eso lo recuerdan los trámites y registros de rigor y el predominio de
las rejas y las puertas giratorias de pesado metal. Salvo los guardias hombres de la
entrada voy contando una veintena de custodios mujeres que nos van
conduciendo por los laberínticos pasillos interiores. Y no puedes evitarlo, a cada
paso hacia adentro vas perdiendo más y más lo que se queda allá afuera. Es una
cárcel.

Y ahí están sus habitantes: en el patio y al sol hay unas 10 de las 141 reclusas; una
de ellas fortísima, de rostro decidido y mirada fulminante que impondría todavía
más temor de no ser porque vive y reina desde un trono insólito de una silla de
ruedas: perdió ambas piernas… ni siquiera me atrevo a preguntar por su historia;
sin embargo, me cuentan inevitablemente la de una muchacha muy bella con
un niño en brazos a la que agarraron con su marido por venta de drogas. En
cambio, al hablar de Jacinta, Martha Yáñez Carbajo, la directora del penal,
como que se apena. Recuerda que desde que llegó supo que era inocente, que
se trató desde el principio de una acusación infundada, de una historia más que
increíble, inadmisible; a ver, quién se puede creer que una mujer indígena otomí
—ahora de 46 años— haya secuestrado a seis agentes armados de la PGR-AFI; es
no sólo un insulto a la justicia sino a la más elemental inteligencia. Pero nuestra
opinión no cuenta —me dice— nosotros nada podemos hacer que no sea tratar
de la mejor manera posible a Jacinta y a las otras internas.

En esas estábamos cuando no sé por qué la presiento, la advierto y me la


encuentro en un pasillo. Me sorprende con un abrazo tímido pero sincero, como si
nos conociéramos desde antes. Luego casi sin preguntarle, me va platicando su
historia, igual en su celda que frente a la máquina en el taller de costura donde
hace estuches de tela acolchonados. ¿Para qué son? Para las mujeres que
guardan pintura. ¿Cómo se llaman? Sí, de pinturas que mandan hacer. ¿A usted
no le gustan? ¿Yo? ¡No! ¡Yo nunca me he pintado! estalla en una carcajada.
Luego vendrían los silencios y, apenas asomadas, las lágrimas.

La han condenado a 21 años de prisión, ¿qué significa para usted? Yo ni sé,


como que no puedo, pues no puedo creer… no sé que es. ¿Qué han sido estos
dos años y medio, casi tres años de prisión? No entiendo, no sé contestar eso, no
sé cómo digo. Usted ya está hablando español ahora, pero hace tres años sólo
hablaba ñhä-ñhú otomí. Casi siempre habla otomí, pero hay palabras que no
entiende bien.
RR — A ver, ¿qué piensa cuando está aquí a solas?, ¿puede creer lo que le
ocurrió, usted entiende por qué la metieron a la cárcel?

JFM — Como que no puedo creer, no puedo creer que cómo qué fue, pos como
que no es realidad, como que es este, como que nada más un sueño, como que
estoy aquí nada más por un sueño… nada más, porque no puedo creer… ahora
me dicen de que sentencia, de que delito, mis compañeras y mi maestra.

RR — ¿Secuestró usted a seis agentes armados de la AFI, de la PGR?

JFM — Pues ellos la que me dicen… ellos la que me están poniendo ese delito,
porque yo nunca la hice eso… y ni lo sé que es secuestro ni lo que me estaba
acusando… yo no entendí nada.

RR — ¿Qué paso entonces aquel 26 de marzo de 2006?

JFM — Ese pues fue un día domingos… yo en mi trabajo me dedicaba, yo vendía


mis aguas frescas en el tiangui… y ese día pues ya cada ocho yo… este, como
toca tres veces la campana y ya la última cuando entro yo adentro a la iglesia…
entré a misa, cuando salí pues escuché decía la gente que habían llegado unos
señores a llevar los discos… entonces yo ni le hice caso, agarré y me senté en mi
puesto… entonces ya, otro ratito, estaba yo esperando a mi esposo y no llegaba,
llegó una de mis hijas y le dije compáñame a la farmacia porque a mí me da
pena que me inyecten… así le dije y me compañó una de mis hijas, cuando ya
veníamos de regreso venía un señor, que venía ahí con unas personas… y es que
la que escuché que estaban hablando de los discos.

RR — ¿Los discos pirata?

JFM — Sí, sí, yo de eso estaba escuchando, pero yo ni… luego salí en el periódico.

RR — ¿Luego se la llevaron a Querétaro unas semanas después?

JFM — No, lo del tiangui fue en marzo, lo de que me fueron a traer fue hasta
agosto… pero yo no sabía quién eran, no más que muchos con armas por todos
lados.

RR — ¿Le dijeron por qué la detenían?

JFM — Que porque iba a declarar por un árbol tumbado… luego ya en el juzgado
me dijo que no’más iba a declarar… y ahí pues estaban hablando y todo… y
hacían papeles… y me daban muchos papeles a firmar y yo firmé muchos
papeles y ni sabía qué era porque no entendía… luego, ya en la noche, me
trajeron a la cárcel y así estoy aquí.

RR — ¿Cómo han sido estos casi tres años?

JFM — Se me hizo bien largo, bien largo… ya de por sí estos años son muchos, ya
he perdido tiempo, mucho tiempo para mis hijos, para mi familia, para mi casa.

Santiago Mexquititlán es un pueblo sosegado donde el sol sale tarde y la noche


se acuesta temprano. Apenas tres mil habitantes y seis barrios ñhä-ñhú a dos
horas eternas de la cárcel de Querétaro. Ahí están la paletería y heladería de la
familia que encabeza Guillermo Francisco y la casa común donde en torno al
cuadrado de un patio limpio y terroso se ha ido acomodando la familia con hijos
y nietos. Luego en la plaza y a la sombra de la cruz de la pequeña iglesia,
familiares y testigos me juran y perjuran que todo ocurrió como me lo ha dicho
ella: llegaron los seis muy armados y sin uniforme a destruir y a robar; se
acobardaron cuando el pueblo empezó a rodearlos; pidieron ayuda; sus jefes se
comprometieron a reparar el daño con dinero; dejaron a uno en garantía;
regresaron y pagaron. Pero se desquitaron cinco meses después con Jacinta, con
Teresa y con Alberta, con quienes también hablé en la cárcel.

Al salir de Santiago me traigo a México muchas voces adentro del pellejo. Pero
me desgarra el llanto de Estela, la hija, cuando me enseña los estandartes de las
procesiones religiosas a que convocaba Jacinta que siempre andaba visitando
enfermos y moribundos. Y cuando me muestra el jardín reseco porque me
asegura que las plantas extrañan a su madre. Así que prefiero quedarme con la
esperanza de Jacinta cuando me dice que sí, que cree en que Dios y la gente la
ayuden para recuperar su libertad.

RR — ¿Me va a invitar algo ahora que salga?

JFM — Claro que sí, unos nopales bien sabrosos y, si alcanza, hasta pollo.

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