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Este documento analiza los efectos de la radio, el cine y la televisión en la lectura y la literatura. Sostiene que estos medios han alejado al público de la lectura debido a su facilidad e inmediatez. En particular, señala que la radio ha reemplazado a la literatura como proveedor de noticias breves y que sus programas de radioteatro atrajeron a lectores de folletines. También advierte que el cine está imponiendo una peligrosa subordinación a la literatura al influir en cómo los escritores crean
Este documento analiza los efectos de la radio, el cine y la televisión en la lectura y la literatura. Sostiene que estos medios han alejado al público de la lectura debido a su facilidad e inmediatez. En particular, señala que la radio ha reemplazado a la literatura como proveedor de noticias breves y que sus programas de radioteatro atrajeron a lectores de folletines. También advierte que el cine está imponiendo una peligrosa subordinación a la literatura al influir en cómo los escritores crean
Este documento analiza los efectos de la radio, el cine y la televisión en la lectura y la literatura. Sostiene que estos medios han alejado al público de la lectura debido a su facilidad e inmediatez. En particular, señala que la radio ha reemplazado a la literatura como proveedor de noticias breves y que sus programas de radioteatro atrajeron a lectores de folletines. También advierte que el cine está imponiendo una peligrosa subordinación a la literatura al influir en cómo los escritores crean
ACTUALES DE LA LECTURA: LA RADIO, EL CINE, LA TELEVISIN Una dcada despus que la prensa sensacionalista y las revistas populares ilustradas provocaran sus im- pactos sobre la nueva masa de lectores, la radiotele- fona se agregaba a la empresa de diezmar al pbli- co virtual de la literatura. Los balbuceos de este in- tento revolucionario se produjeron entre 1920 y 1930, y a partir de entonces, con una rapidez prodi- giosa, su uso se extendi por todo el mundo hasta convertirse en el ms ordinario medio de difusin. Un mnimo examen de las ventajas que este inven- to ofreca explica su imposicin fulminante, y al mis- mo tiempo declara la peligrosidad de que vena dota- do para enfrentarse con los antiguos medios de difu- sin. El lector menos avanzado de diarios, el que fre- cuenta en las peores condiciones una hoja impresa, mantiene a travs de sta un cierto contacto con el hecho literario, aunque sea un contacto puramente ma- terial, y por su intermedio fomenta un tipo de relacin 86 que puede, eventualmente, tornarse valioso. La princi- pal ventaja consiste, quiz, en la situacin de depen- dencia que este lector admite respecto de la hoja impre- sa, situacin de la que se desprende un vago prestigio y la presuncin de que el atractivo de la noticia o del relato est ligado a la letra de imprenta como a la palabra escrita. Los millares de lectores que se hallaban, o se hallan todava hoy en el grado extre- mo de impericia en que los abandona el aprendizaje de las escuelas primarias, o frenan el intento de superacin de ese estado o lo dejan definitivamente al encontrarse con un medio de propagacin ms accesible y cmodo que la hoja impresa. La radio- telefona, en apariencia, no ofrece muchos frentes de rivalidad a la literatura, puesto que sus espacios son ocupados principalmente con msica, propagan- da comercial y deportes, pero en dos frentes por lo menos su rivalidad le ha resultado funesta. La noticia breve, transmitida a reducidos interva- los, es el ms eficaz mitigante que pueda imaginar- se para la necesidad de novedades, para el transfondo de curiosidad que se oculta en el corazn del hombre; un mitigante aplicado a cuentagotas que vino a sobre- ponerse, y en muchsimos casos a suplantar al pro- veedor tradicional: la literatura. En este terreno el triunfo de la radio alcanz una extensin y una in- tensidad extraordinarias, y es el responsable, en bue- na medida, de que el sueo del alfabetismo se haya alejado ms y ms del sueo de una literatura para un pblico universal. En una dimensin menor, el segundo frente en que la radio y la literatura se hostilizan, ha significado 87 para la ltima la prdida de un grupo de lectores ms restringido que el anterior, pero tambin ms in- teresante. El pblico que hoy presta su adhesin fer- vorosa a los programas de radioteatro, es un pblico que por temperamento y aficin debiera haber per- tenecido a aquel nutrido grupo de lectores que hace 30 40 aos devoraba las novelas sensibleras y los folletines por entregas semanales. La novela policial y de aventuras, que pareciera a primera vista ocupar el lugar que dej la novela sentimental y el folletn, tiene un pblico distinto; el detective, el cowboy o el aventurero satisfacen el inters del lector indivi- dual; lo que de aqullos diga el libro no trasciende de esa solitaria comunin con su lector, mueren con la pgina que decreta su fin; en cambio, las desven- turas de la herona sentimental eran las desventuras de todos los que lean y comentaban de sobremesa la ltima entrega del folletn. Este tipo de vivencias fomentaba, en una modesta esfera, el prestigio del quehacer literario, y aunque muy alejados de lo que un escritor hubiera deseado como pblico, los lecto- res que experimentaban tales vivencias conformaban un grupo virtual, un grupo del que poda esperarse, sin exagerado optimismo, una integracin en los re- ducidos grupos de lectores reales. La radio traseg to- talmente las posibilidades de ese pblico. La cinematografa, al contrario, no parece haber alejado tanto al pblico de la literatura como lo ha alejado la radio; antes bien, es probable que haya in- fluido favorablemente en la difusin de algunas obras y autores, y con todas las prevenciones que pueda merecer una actividad constreida hasta ahora por in- 88 tereses comerciales ms que artsticos, lo cierto es que ha servido algunas veces eficazmente a la litera- tura y a su repercusin. Pensemos en Vias de ira, la novela de' Steinbeck y su magnfica versin cinemato- grfica; el libro sirvi a la pelcula, pero tambin la pelcula al libro. Sin embargo, la gravitacin del cine como espec- tculo universal por excelencia, est ya imponiendo una subordinacin peligrossima a la literatura; no es tanto que el escritor se habite a esperar de la versin cinematogrfica el xito para su libro, como quien aguarda la gracia por va carismtica, sino que con frecuencia cada vez mayor escribe "pensando" en la versin cinematogrfica, con lo que impone vio- lencia a la naturaleza del fenmeno literario y le im- prime un desplazamiento de su rbita especfica. 1 En lo que respecta al pblico, la influencia del ci- ne ha sido hasta ahora ambivalente. Por una parte, ya lo dijimos, el cine ha contribudo a la difusin de algunas obras en una medida insospechable sin su po- derosa mediacin; pero por otra parte, el tiempo que insume la proyeccin en las salas de espectculos es el nico tiempo disponible de millares de personas. La disposicin de un margen mnimo de ocio, recla- mo y conquista de un siglo de conflictos sociales, no ha significado necesariamente el florecimiento de las ' actividades que por tradicin lo ocupaban, y el gusto 1 No se incluye en esta prevencin el caso del libreto cinemato- grfico, nuevo gnero que slo por extensin puede ser considerado literario. Su valor, cualquiera fuere, estar dado por la obra cine- matogrfica a que sirve de apoyo, y deber ser juzgado de acuerdo con la concepcin y los cnones del arte cinematogrfico. 89 por el arte, la literatura o la tarea de simple ilustra- cin sobre ambos, no ha sido aumentado en la pro- porcin en que aumentaron las personas con mrge- nes de ocio disponible. Los partidarios del cine, los que creen en sus posi- bilidades, los que sealan ya sus frutos sustanciosos y reclaman para la nueva actividad el ttulo de spti- mo arte, pueden argir que el cine, como arte de sn- tesis, tiene capacidad de hacer por la literatura, la pintura y la msica, lo que jams lograran stas por s mismas en cuanto a difusin, en cuanto a posibili- dad de comunicar al mayor nmero la ms variada serie de contenidos artsticos valiosos; pero los de- fensores de la literatura, la pintura o la msica no pueden asentir sino con melancola a la parte de ver- dad que contenga este argumento, pues el triunfo del cine significa su mediatizacin, una prdida eventual del pblico que, al menos en principio, debiera perte- necerles. Tanto el cine como la radio encierran entre los re- pliegues de su mundo mgico, una singular maravi- lla que les gana el mayor nmero de adeptos: la fa- cilidad. La imagen visual y la imagen auditiva co- munican al espectador y al oyente los ms complejos contenidos sin exigirles esfuerzos y dos o ms ho- ras de cine semanales y varias horas cotidianas de radio mientras se hacen otras cosas, son una pode- rossima escuela de facilidad, escuela donde se for- man los principales enemigos del esfuerzo que de- manda la lectura de un libro, la contemplacin de un cuadro, la audicin de una sinfona. Hablemos de un ejemplo extremo: entre la versin cinema- 90 togrfica de La guerra gaucha y la prosa macarr- nica de Lugones, el pblico preferir obligadamen- te la primera; se trata, repetimos, de un ejemplo extremo, pues no todos los escritores se expresan en el estilo de Lugones, pero tal vez no sea ningn extremo considerar que muchsimos discpulos for- mados en estas escuelas de facilidad, eludan sistem- ticamente el enfrentarse con un libro, cualquiera sea su ndole o su estilo. Mientras un gran nmero de escritores ha definido una actitud ante el llamado sptimo arte, ya sea per- mitiendo la adaptacin cinematogrfica de sus obras, ya escribiendo especialmente para el cine, la radio parece haberlos desinteresado desde un comienzo. Sal- vo el caso de Inglaterra, donde el experimento de la British Broadcasting Corporation ha unificado con xito una tendencia a elevar el nivel cultural de las audiciones, la radio no ha contado con el concurso consecuente de los gestores ms inmediatos y respon- sables de la cultura. En nuestro pas, para enderezar estas reflexiones a la preocupacin inicial, la radio ha padecido la orfandad casi absoluta de aquellos hombres que por su capacidad y mrito pudieran sus- citar, en vastos sectores del pueblo, un anhelo de su- peracin cultural. En lo que concierne a los escrito- res, su desercin es tan notoria como fcil de expli- car ; la falta de resonancia de sus nombres, en una ac- tividad donde este tipo de resonancia tanto significa, es, sin duda, la razn de ms peso. Excluido de las emisoras privadas, de aquellas que satisfacen el inte- rs del mayor nmero de oyentes, el escritor ha soli- do refugiarse en las oficiales, que carecen de esa ad- 91 hesin. En los ltimos meses (1955-56) se observan algunos intentos de recuperacin por parte de los es- critores, intentos que revisten innegable inters, no tanto por lo que consiguen cuanto por sus proyeccio- nes futuras. Hasta ahora, los programas que incluyen la participacin de escritores, adolecen de un defecto que resultar fatal a esta experiencia si no se arbi- tran medios para anularlo; la discontinuidad de los programas, la falta de coherencia, la ubicacin en los horarios ms absurdos, son fallas harto suficientes para llevar al fracaso este intento de aproximacin del escritor con su pblico. Qu sentido tiene, por ejemplo, transmitir una audicin a las seis de la tar- de, cuando un inmenso porcentaje de la poblacin activa est imposibilitado de acercarse a un receptor, o qu sentido tiene organizar audiciones sin "continui- dad, en ciclos que concluyen antes de que el pblico se entere de su existencia? La empresa es sumamente ardua para nuestros escritores, pues deben trabajar en un terreno en el que perdieron desde un principio el control de los hechos; pese a ello, las etapas inicia- les permiten albergar cierto optimismo; el sistema de reportajes, de mesas redondas en las que se debaten asuntos de inters general, de tribunas abiertas a la ventilacin de todos los problemas que conciernen a la vida comunitaria, puede ser el comienzo de un acercamiento efectivo entre el escritor y el pblico, acercamiento que slo ocurrir en la medida en que el pblico se convenza de que el escritor no es ese os- curo especialista que pareca, ese extrao ser mar- ginal. En la Argentina, como en todos los pases del mun- 92 do, el libro soporta el asedio de fuertes rivales: el diario y la revista entre sus allegados ms prximos, el cine, la radio y ltimamente la televisin, rivales imprevistos. Entre todos han trabado el desarrollo del pblico literario y han contribuido a la deflacin del prestigio y la influencia de la literatura. Todos ellos, sin embargo, pueden ser sus aliados efectivos; el cine, dijimos anteriormente, lo ha demostrado en ms de una ocasin; la radio (y tambin la televisin) ofre- ce posibilidades apenas tanteadas de sugerir en el p- blico el gusto o la aproximacin a la experiencia li- teraria; el diario y la revista son el ltimo eslabn de contacto por el que millares de individuos inician, aunque sin compromiso previo, esa misma experien- cia. Pero existe otro nivel que asedia a la literatura con igual peligrosidad que los tres mencionados, pero sin sus correctivos y posibilidades reversibles; el for- mato y la disposicin material dan a este rival la apa- riencia del medio comn de la expresin literaria: del libro; slo que las series de relatos policiales, de aventuras o de simple truculencia que ofrece por con- tenido, tiene poco que ver con la literatura, es infra- literatura, mundo sin ventanas abiertas, delimitado y regido por leyes propias. La infraliteratura. Series policiales y de aventuras. El relato truculento Ya ha sido observado que tal vez no sea lcito juz- gar a los lectores de esa infraliteratura con los cno- nes usados para juzgar al lector de la alta literatura; que los primeros encuentran en la literatura de tipo 93 inferior un inters que est en funcin de ellos mis- mos, de su mentalidad, de sus hbitos de vida, de sus aspiraciones inmediatas; y se ha dicho tambin, res- pondiendo a la comn acusacin de que la sublitera- tura representa una manera de evasin, que sta pue- de convertirse fcilmente en denuncia. El artista pue- de volverse "subversivo con slo cantar, con toda ino- cencia, reposando a orillas del Missisipi". 2 En este sentido, parece evidente que la demanda de libros ro- tulados segn una apreciacin crtica como infralite- rarios, debe tomarse como un ajustado ndice de dis- conformidad con la sociedad en que se vive, y todo lector que se deja llevar de la mano por el detective de prctica, el cowboy o el aventurero interplaneta- rio, alienta una rebelin potencial contra el sistema de vida que est obligado a sobrellevar. Tales obser- vaciones aportan, sin duda, mucha luz a cierto tipo de investigaciones sociolgicas, pero no tocan la divisin tajante entre alta y subliteratura, y entre uno y otro grupo de lectores. Sean cuales fueren los motivos que inducen a los lectores a elegir una u otra literatura, lo cierto es que las esferas de ambas son incomuni- cables y excluyentes; por lo menos, el lector atrapa- do por las argucias del relato policial sin pretensio- nes o por el fcil encanto de la aventura, difcilmen- te escapa y asciende al mundo de la gran literatura, o al menos, a sus decorosos aledaos. Tambin la fa- cilidad debe jugar aqu un importante papel; los ar- gumentos geomtricos del relato detectivesco o la l- nea recta del relato de aventuras, aseguran al lector 2 Mortimer Adler, citado por Wel l ek y Warren en Teora lite- raria, Madri d, Gredos, p. 45. 94 un trnsito agradable en el que nunca aparecern en- cuentros enojosos, ni sugerencias, ni desvos; el atrac- tivo del puro suceder, con la sujecin mnima al es- quema de gneros estereotipados, habita al lector po- co exigente, no acostumbrado a la exigencia o que la descarta al referirla a la ficcin literaria, a atarse de pies y manos con los grillos de esos esquemas hasta el punto de negarle admisin de otros. No podramos ofrecer datos precisos sobre la canti- dad de lectores que en nuestro pas permanecen en el mundo de la subliteratura, entre otras razones por- que no hay control posible para la infinidad de ttu- los editados y porque raramente se declaran tirajes reales, pero basta una simple inspeccin ocular a los escaparates de los kioscos para aceptar la idea de que slo una numerossima congregacin de lectores pue- de sustentar el ostentoso florecimiento de esa rama del negocio editorial. En resumen, diremos que la literatura, aqu, como en el resto del mundo, se encuentra hostilizada por fuertes enemigos dentro y fuera de su campo, y sus lectores eventuales, los que segn todas las presuncio- nes debieran pertenecerles, son arrebatados de ms en ms por aqullos. El fenmeno es universal, pero en la Argentina, descontando la indudable repercusin sobre la literatura verncula y sus lectores, este fen- meno parece incidir fundamentalmente sobre la ges- tacin del instrumento esencial de la literatura: el lenguaje. La facilidad, predicada y aprendida en la panta- lla de los cines, en la radiotelefona, en las historie- tas, en los resmenes ilustrados de las grandes obras, 95 en los relatos lineales y la pura informacin perio- dstica, acta como el ms decisivo antdoto de la conformacin de un lenguaje literario. El espectador, el radioyente, el lector apresurado, no se resignan a la larga gimnasia que demanda el aprendizaje y el uso de la lengua literaria, y habituado a la pasivi- dad, cuando se enfrenta con un texto cualquiera, an el ms llano y accesible, el de menos pretensiones li- terarias, vuela prcticamente sobre la mitad o ms de las palabras que lo componen para detenerse slo en aquellas que conducen al entendimiento del hecho, del asunto, de la noticia principal. Est dems decla- rar que esta acotacin no presupone el olvido de un fenmeno comn en la historia del lenguaje: su des- doblamiento, dentro de las colectividades organiza- das, en lenguaje elevado, literario, y lenguaje del pue- blo. Tal desdoblamiento se da tambin en nuestro pas, pero con una variante singular para la lengua literaria: que decrece y se debilita en la proporcin en que aumentan los lectores. En el prximo captulo insistiremos sobre este hecho, al considerar las posi- bilidades de comunicacin con que cuentan nuestros escritores; baste por ahora el haber sealado la no- table incidencia que sobre el instrumento esencial del escritor han tenido los medios recientes de difusin y expresin: cine, radio y televisin, como asimismo el efecto de los medios ms prximos a la literatura, tal cierto tipo de periodismo, y la accin arrolladora de la infraliteratura, adueada de kioscos y escaparates con sus llamativas cartulas, sus tamaos reducidos y sus precios mnimos. Nombrados ya los competidores ms exitosos, vol- 96 vemos a nuestro punto de partida: la consideracin de un pblico lector en la Argentina en sus relacio- nes con la literatura nacional. A primera vista, bas- tara reconocer la existencia de tan fuertes rivales co- mo los citados con anterioridad, para entender el re- traimiento en que la produccin de los autores argen- tinos se encuentra frente a las posibilidades de su p- blico; considerando, sin embargo, que parte de ese pblico presta su adhesin ms o menos ruidosa a muchas expresiones de literaturas extranjeras, nos ve- mos abocados a una incgnita no muy fcil de reve- lar. Pese a todas las tentaciones y desvos de la lec- tura, existe con toda evidencia un amplio sector de lectores capacitados para el entendimiento y la gus- tacin de una literatura de pretensiones, pero pocos de entre ellos incluyen en sus preferencias las obras de autores argentinos. Ya anticipamos, en una rpida sntesis, algunas de las probables causas de este re- traimiento, basndonos en las opiniones de escritores y del pblico; precisamente sobre las opiniones, o con mayor modestia, sobre algunas opiniones del pblico, nos parece oportuno dar aqu ms amplios funda- mentos. Resultados de una encuesta Antes de comenzar la redaccin de este ensayo nos propusimos, como antecedente necesario, intentar un sondeo del pblico lector. La meta ideal era conse- guir un registro suficientemente amplio de datos co- mo para que los distintos grupos de lectores tuvieran una ubicacin coherente e inteligible no slo dentro del marco de sus preferencias, sino tambin dentro 97 de sus conexiones sociales y culturales; la meta real, en cambio, habida cuenta de la inexperiencia, falta de medios materiales y de un equipo humano compe- tente, era mucho menos ambiciosa, y se redujo, desde un principio, a recoger los datos de escasos centena- res de personas, aunque con la previsin de que ellas fueran lo ms representativas posible del grupo de trabajo, o del estanco social y econmico o del status cultural a que pertenecan. Puestos a averiguar la existencia de intentos ante- riores semejantes, hallamos, felizmente, uno, que ofre- ca a pesar de ciertas diferencias de propsitos y de reduccin del campo a investigar, la garanta inesti- mable de sus realizadores. Fu Gino Germani, quien en el ao 1943, organiz, con la colaboracin de sus alumnos del Instituto de So- ciologa de la Facultad de Filosofa y Letras de Bue- nos Aires, una encuesta tendiente a reconocer algunas actividades culturales y deportivas en la Capital Fede- ral. El mismo Germani resumi ms tarde los resulta- dos de esa encuesta en la monografa que con el ttulo de La clase media en la Argentina con especial refe- rencia a sus sectores urbanos, public Theo. R. Cre- venna para la Unin Panamericana. Vale la pena re- producir algunas de sus conclusiones: Cabe sealar que la lectura y el conocimiento de los "buenos librosrepresenta un elemento de prestigio socialmente prescripto para los miembros de la clase media. En una encuesta realizada en la ciudad de Bue- nos Aires, pudo observarse entre los miembros de esta clase, una tendencia a simular lecturas de alto presti- gio cultural. Pero es muy probable que para la mayo- 98 ra de ellos los hbitos de lecturas reales disten mucho de ese patrn ideal. Teniendo en cuenta los resultados (parciales) de esa encuesta y otras observaciones y datos, puede llegarse de una manera aproximativa y conjetural al siguiente cuadro: A) "Intelectuales": este grupo pertenece tenien- do en cuenta los criterios sociolgicos ya sealados en su gran mayora a la clase media (excepto un pe- queo grupo que pertenece a la alta), pero numrica- mente posee una importancia muy reducida. Constitu- ye el pblico de las obras de alta cultura, cuyas edi- ciones en la Argentina rara vez superan los tres mil ejemplares, y de los cuales las dos terceras partes es- tn destinadas a la Amrica Latina. b) "Pblico culto": se trata tambin de un grupo tpico de la clase media, constituido sobre todo por una parte de los profesionales, tcnicos y (en mucha menor medida) los empleados pblicos y privados, y por l- timo, una muy reducida proporcin de comerciantes e industriales. A ellos est dirigida gran parte de la produccin editorial argentina de obras destinadas so- bre todo a la recreacin (novelas, biografas, ensayos, divulgacin cientfica, etc., y algo tambin de las obras de "alta cultura"). c) Queda un tercer grupo, el ms numeroso de to- dos, para el cual la fuente principal de lectura son los diarios y las revistas y slo en medida mucho ms re- ducida, los libros. Estas personas leen, en general, no menos de dos diarios por da, y no menos de dos re- vistas semanalmente. Todo este grupo de la clase me- dia se diferencia de los obreros sobre todo por la can- 99 tidad de lectura que realiza. En la encuesta menciona- da result que el 70% de los informantes lea dos o ms revistas, y el 50 %, tres o ms. Estos porcentajes aumentan considerablemente para las mujeres. Se tra- ta de revistas de carcter recreativo, cuyo nivel de cul- tura mximo es el que caracteriza para dar un ejem- plo concreto "Selecciones del Reader's Digest" (una de las ms ledas). En cambio las revistas de al- ta cultura slo aparecieron en dicha encuesta con el 1,2 Jo de lectores. Germani utiliz un cuestionario 3 que slo secun- 3 A continuacin reproducimos los tpicos de la encuesta, tal como f u presentada al pblico. Al gunos de estos tpicos se encontraban ya en la encuesta que organiz Germani, valioso antecedente del que damos razn en otro lugar del texto. Edad. Sexo. Nacionalidad. Lugar de residencia (Provincia o Territorio. Local i dad) . Ocupacin, profesin o empleo. Grado de instruccin. Lecturas habituales. Diarios (indicar cul o cul es). Revistas (indicar cul o cul es). Libros (indicar la cantidad de libros ledos durante el ltimo ao) . Libros (indicar, en trminos muy generales, qu clase de libros prefiere: novelas, poesa, cientficos, biografas, etc. ) . Libros ( si acostumbra guardar los libros que compra, indicar la cantidad aproximada que posee de el l os) . Lee libros de autores argentinos? (nicamente literatos). Qu autores en especial? Por qu le interesan o por qu no le interesan los libros de autores Argentinos? (precisar en lo posible las causas del inters o del des- inters). Cules serian, a su juicio, los escritores argentinos vivientes ms importantes? Adems de Buenos Aires, varias ciudades del interior del pas, Bariloche, San Juan, Mendoza, Santiago del Estero, Rosario, y algunos pueblos, sirvieron de base a la encuesta. 100 dariamente contemplaba la relacin con el libro y res- tringi voluntariamente el mbito geogrfico y social de la investigacin; con todo, su divisin tripartita del pblico lector y las respectivas connotaciones po- seen una validez general que alientan a mantener ta- les esquemas y extenderlos a la comprensin de otros sectores de poblacin y a otros mbitos geogrficos. Tal vez slo en el tercero de los grupos reconocidos cabra hacer algunas objeciones, o mejor dicho, mo- dificaciones, pues a casi 15 aos de su formulacin cabe reconocer que las mayores fluctuaciones sociales y econmicas, con sus obvias consecuencias, han te- nido lugar en ese grupo; que ha engrosado sus filas con el aporte de numerossimos nuevos miembros y ha cambiado las estructuras de su mundo en la me- dida en que nuevas condiciones econmicas se lo han permitido, y el cambio ha significado por lo general, una aproximacin a los mdulos de vida que se sien- ten inmediatamente superiores. Ya hicimos mencin de este hecho al hablar de la tendencia al gasto osten- sible en ciertos sectores del proletariado industrial y de la baja clase media y aludimos a su repercusin en el movimiento editorial; empalmadas unas y otras consideraciones deduciremos que en el ltimo de los grupos, segn la clasificacin de Germani, no sola- mente ha habido un aumento considerable de miem- bros, sino que stos, considerados como pblico lec- tor, han dejado de manejarse con diarios y revistas ex- clusivamente, volvindose de ms en ms permeables a la sugestin del libro. Es claro que dado el escaso tiempo transcurrido y la manera generalmente acci- dental con que adquieren muchsimos miembros de 101 este grupo la experiencia libresca, no resulta posible todava delimitar las caractersticas, sealar los gus- tos o las probables inclinaciones literarias de este am- plsimo sector de nuevos lectores. El rasgo que ms resalta a la observacin y el que obstruye desde el principio cualquier intento de registro, est da- do por la separacin que el lector de este grupo esta- blece entre l y la experiencia literaria; no ha toma- do conciencia, o la ha tomado muy confusamente, de que el fenmeno literario posee vida propia, con sus leyes, su historia, sus hroes y traidores, sus proble- mas, su porvenir; en otras palabras, no lo ha perso- nalizado, no le ha otorgado personalidad autnoma como ha hecho, por ejemplo, con el cine y la radio. Mientras nuestro lector puede dar cuenta razonada de las mejores y peores pelculas nacionales y hasta de muchas extranjeras, mientras habla de ellas y dis- cute sus valores, mientras persigue, a travs de las re- vistas que se dicen especializadas, el proceso de ges- tacin de cada pelcula y averigua, de paso, la vida y los milagros de sus actores y directores favoritos; mientras hace otro tanto respecto de los programas radiotelefnicos y de los artistas y tcnicos que en ellos intervienen, nuestro lector se abandona solitario, incurioso, intruso, a la experiencia de la lectura. No podr hablar del libro ledo a quienes no lo conocen; no buscar o no encontrar la revista especializada que le informe del proceso gestador de la literatura e ignorar por completo la existencia de los autores; despersonalizado hasta esos extremos el hecho litera- rio, no tiene nada de raro que preguntar sobre libros o escritores ponga a este lector en el mayor descon 102 cierto. Los cuestionarios, luego de muchas reticencias, fueron consultados a medias por los lectores de este grupo, o ms comnmente dejados en blanco; cuando se recurri al arbitrio de simular el cuestionario en- tre los vaivenes de una conversacin, no se consigui un xito mayor; veamos a menudo una docena o ms de libros puestos sobre un estante, pero su poseedor no se atreva a dar razn de ellos. El fracaso, o mejor dicho, cierto tipo de fracaso, era enteramente previsible al iniciar una encuesta se- mejante en la amplsima zona de los suburbios litera- rios, suburbios que por una conexin nada casual coin- ciden con las barriadas extramuros de todas las gran- des ciudades de la Repblica; pese a la previsin la encuesta se intent, sin embargo, y aunque no pudo obtenerse de ella material aprovechable para conclu- siones ms o menos apoyadas en datos, permiti al menos comprobar que el libro ha hecho una irrupcin, lenta y extraordinariamente desordenada, pero irrup- cin al fin, en un mbito que hasta no hace mucho tiempo le era extrao. El "pblico culto", grupo tpico de la clase media segn la designacin de Germani, conformado por una parte de los profesionales y tcnicos, y en pro- porcin menor por los empleados pblicos y priva- dos y cierta participacin de comerciantes e indus- triales, respondi tambin a la encuesta, en la medida en que fu consultado, con algn retraimiento. La primera sorpresa que nos depar la revisin de los cuestionarios fu la del bajo ndice de lecturas, pues si bien una cuarta parte de los consultados declara- ban un promedio de 50 a 60 libros ledos en el tr- 103 mino de un ao, el promedio del resto desciende por debajo de los 15, hasta de los-10 libros anuales, y ms notable an nos pareci la circunstancia de que estos ltimos porcentajes pertenecieran, en buena propor- cin, al grupo de profesionales y estudiantes univer- sitarios. Interrogados muchos de estos profesionales y estudiantes sobre su escaso inters por la cultura literaria, respondieron unos estar absorbidos por el cultivo de su especialidad; otros demostraron extra- eza por la pregunta y confesaron no habrsela plan- teado jams; mdicos y contadores pblicos (y los estudiantes de ambas carreras) mostraron ser los ms propensos a extraarse. A pesar del bajo ndice general de lectura, la can- tidad de personas que en la Argentina engrosan, con mejor o peor ttulo, el llamado pblico culto, permite la agilitacin de un vasto movimiento editorial, mo- vimiento que puede inducir a engao en cuanto a la apreciacin de los ndices de lectura por persona; ste es, repetimos, bajo en su capa ms extensa, y a todas luces inferior al grado de instruccin y res- ponsabilidad social de la mayora de sus compo- nentes. Este pblico es gran lector de diarios y de revistas, registrando entre las ltimas un promedio de 3 4 semanales, cifra en la que rara vez hace bulto la mencin de un ttulo literario o de alta cultura; como lector de libros constituye un pblico tan heterogneo que, en rigor, cabra hablar de diversos pblicos per- fectamente delimitados, slo que tales lmites son demasiado fluctuantes y vigorosos. El lector que hoy pareca inclinarse a un tipo de literatura, definiendo 104 en l cierto gusto, maana lee tres libros seguidos de un autor que le cay en gracia y que practica el tipo de literatura antpoda de la que elogi poco antes. No son muchos los autores que parecen haber conseguido un pblico adicto y estable: Stefan Zweig, Andrs Maurois, Lin Yutang, Vicki Baum, Somerset Mau- gham, Cronin, Axel Munthe, son los nombres que apa- recen con mayor frecuencia en las parcas bibliotecas de los hogares modestos y medianamente acomoda- dos. Un gran sector de este pblico adquiere tambin una cierta homogeneidad a travs de los xitos cine- matogrficos del momento; sus lectores poseen un se- creto sentido de acuerdo para dictaminar cules sean aqullos o lo averiguan por anticipado en las revistas especializadas, y en uno y en otro caso, con rapidez fulminante, agotan sucesivas ediciones de un ttulo. Moulin Rouge y Duelo al sol son dos de los ejemplos ms recientes y notables, pero la lista puede alargar- se multiplicando por dos y por tres los aos que el cine acredita como espectculo universal por anto- nomasia. Fuera de este modo parcial de homogeneidad, el "pblico culto" conforma un cuadro catico en el que resulta poco menos que imposible tender algunas coordenadas orientadoras; sin embargo no parece aventurado reconocer, al menos en los estratos supe- riores de ese pblico, algunos elementos decididamen- te positivos que pueden transformar a dichos estratos en pblico real de la buena literatura. Ya habamos anotado anteriormente que la difusin de ciertas obras y autores ni fciles ni entretenidos, ni apaados por la propaganda ni el atractivo del escndalo, ni del 105 xito cinematogrfico, hacan sospechar que varios miles de lectores disponan de una curiosidad alerta para la cuestin literaria, de cierto juicio discrimina- torio, y fuera de toda sospecha aseguraban la presen- cia de un abultado nmero de lectores para quienes la literatura "es". Este reconocimiento constituye el paso fundamental de ingreso al pblico real, y el que todava no pueda considerarse que esos varios miles de lectores pertenezcan cabalmente al mundo litera- rio debe achacarse a un complejo nmero de circuns- tancias entre las que cabran, tal vez, sealarse como las ms decisivas: 1) El tironeo de las obligaciones materiales de la vida moderna, avalado por la propensin d los mdulos ideales burgueses que se resisten a toda acti- vidad ms o menos desinteresada, frena, en los estra- tos ms avanzados de ese pblico, lo que podra con- siderarse una entrega a una esfera de actividades diversa a la estipulada. 2) Falta de instrumentos de cohesin suficiente- mente eficaces. Descartadas las revistas literarias, ca- si siempre encorsetadas en posiciones estticas exclu- yentes, las revistas y diarios de gran tiraje, pareceran ser los indicados, desde sus pginas y suplementos literarios, a aglutinar la dispersin de esos lectores, interesarlos, informarlos y, en definitiva, envolverlos en esa atmsfera de necesidad recproca que envuelve al lector real con los libros. Diarios y revistas apenas si han conseguido hasta hoy cumplir ese propsito y puede afirmarse, desde luego, que ninguno de nues- tros grandes rganos de difusin consigue influir, no 106 ya en el gusto, que sera mucha presuncin, pero ni siquiera en la eleccin de las novedades que se co- mentan en sus secciones crticas. Pese a estas circunstancias generales y a todas aqu- llas radicadas en la vocacin, temperamento y cultura de cada uno de los lectores incluidos en este grupo, repetimos que los estratos ms elevados del llamado pblico culto muestran muchos elementos positivos que obligan a considerar prxima su integracin con el reducido crculo de lectores reales. Esta especial posicin de aliado futuro, de mundo avecindado, otorga a esos estratos superiores un inte- rs nico para una clase de escritores que apenas si cuentan con pblico conocido. Las preguntas relati- vas a la literatura y a los escritores argentinos, ha- llaron en nuestra encuesta un eco desolador. A la pre- gunta: Por qu le interesan o por qu no le interesan los libros de autores argentinos?, la mitad de los inte- rrogados (pertenecientes a la avanzada del pblico culto), no respondieron; la otra mitad arbitr las res- puestas ms antojadizas, casi todas ellas producto del desconocimiento del tema y por lo general desconec- tadas del mnimo trato con los autores argentinos. Una estudiante universitaria de 24 aos, residente en Buenos Aires, dijo no interesarse por los autores argentinos porque: " a) carecen de originalidad; b) carecen de profundidad; c) en su afn de imitacin, se han alejado por completo del verdadero problema actual argentino". Pero a la pregunta: Cules seran a su juicio, los escritores argentinos vivientes ms importantes?, no supo qu contestar y a la pregunta Lee libros de autores argentinos?, repuso: Borges, 107 Sbato, Rojas, Sarmiento, Lugones, Ca y "Juan Ra- mn Jimnez" (sic). An ms extremado es el caso de una profesora normal de 35 aos de edad: "No me interesan los autores argentinos porque jams me cre el hbito de leerlos, por lo que siempre desecho su lectura reem- plazndolos por autores extranjeros que me satisfa- cen plenamente". Declar anteriormente no leer li- bros de autores argentinos y se abstuvo de abrir juicio sobre los escritores argentinos ms importantes: "Co- mo no los he ledo, no puedo precisarlo". Esta actitud de suficiencia enteramente acrtica por la que se niega a una literatura sin conocerla, encuen- tra su contrapeso en otra actitud, tambin acrtica y suficiente, tambin fundada en la ignorancia de li- bros y de autores. El "espritu nacionalista", el "amor por nuestra tradicin" son tpicos ms o menos sen- timentales para aducir un inters por nuestra litera- tura que no se traduce, en la prctica, ms all del conocimiento de 3 4 de nuestros clsicos y de una triloga que tiene vigencia para todos los estratos del pblico culto: Larreta, Rojas, Glvez. Debe conve- nirse en que tal caracterstica se da particularmente entre las personas mayores de 50 aos, decrece luego y se transforma en las menores de 30 aos en una "bsqueda de la realidad argentina". En stos la tri- loga se forma con los nombres de Borges, Martnez Estrada y Mallea; la lista se engrosa con los clsicos de rigor, pero muestran los jvenes tanto como los viejos su reducidsimo registro de nombres de escrito- res argentinos vivientes. Los nicos escritores men- cionados, fuera de los que constituyen las dos obli- gadas trilogas, son Hugo Wast, Capdevila, Guillermo 108 House, Sbato, Barletta, Mujica Linez, Leonardo Castellani; es probable que una encuesta ms extensa d cabida a otros nombres, naturalmente, pero nos in- clinamos a creer que los nuevos nombres reemplaza- rn a algunos de los anteriores, no se agregarn a ellos, con lo que las listas quedaran de todos modos en la brevedad de la que nosotros recogimos. A este respecto es forzoso recordar que cualquiera sea el m- rito de los escritores favorecidos por el reconocimien- to de ese pblico, ellos no constituyen la literatura argentina contempornea, son una parte de ella, y el lector que se circunscribe voluntariamente a una parte renuncia por anticipado a las ventajas y a las exigencias del conocimiento pleno. Descartado para los dos grupos ms extensos de lectores el contacto autntico con la literatura argen- tina, queda por averiguar cul es la actitud de "los intelectuales" frente a ella, cmo se comporta ese restringido y no por eso menos heterogneo sec- tor de lectores. Convengamos de antemano en que la designacin de "intelectuales" es un tanto equvoca; la puesta de acento sobre las actividades especficas de la inteli- gencia parece descalificar a los que centran su activi- dad en la sensibilidad o el sentimiento, al tiempo que incluye a los que emplean unilateralmente la inteli- gencia en una labor de estrecho especialismo. En su sentido lato, una compacta legin reclamara para s, en nuestro pas, su incorporacin al grupo de intelec- tuales ; en su sentido estricto, emparentado con un tr- mino que da a da se desvirta, humanistas, slo unos pocos merecern su inclusin. 109 Intelectuales (apuntando a una esfera de intereses y actividades ms o menos prxima a la de los hu- manistas del Renacimiento, o al "hombre de gusto" del iluminismo) no abundan aqu como no abundan en ninguna parte del mundo, pero es probable que a su escaso nmero aadan los intelectuales argentinos, como rasgo caracterstico, su absoluta falta de influen- cia en el mbito social, por lo que, a pesar de s mismos, a pesar de desesperados esfuerzos, viven en la torre de marfil que les ha construido la indiferen- cia de todos. Dentro de la torre de marfil hacen algu- nos como si transitaran amplias avenidas y se codea- ran con multitudes, pero es, la ilusin que produce ver siempre las mismas caras y dialogar con los interlo- cutores de siempre. Los ms ambiciosos de ellos y los mejor intencionados sienten un principio de satis- faccin si el libro que escribieron, o la revista que editaron, o la obra que acaba de deslumhrarlos se transmite al inters de 3.000 4.000 personas. Estas personas constituyen el pblico de los libros de alta cultura que menciona Germani, libros curiosamente homologados en el tiraje por las ediciones normales de los autores argentinos vivientes. El que los libros de alta cultura tengan, en buena medida, el mismo pblico que lee a los escritores ar- gentinos tanto buenos como mediocres, es un hecho sugestivo que algunos de los componentes de ese p- blico han intentado explicar en nuestra encuesta. Un profesor universitario, de 32 aos de edad, dijo de los libros de autores argentinos: "En general, no los encuentro en el nivel humano o de preparacin que me ofrecen escritores de otras nacionalidades. Me 110 interesan los ensayistas, indispensables a pesar de sus fallas, para lograr la conciencia de la propia nacio- nalidad". Y un crtico literario, periodista con ins- truccin universitaria, de 46 aos de edad, dijo a su vez: "Los libros me interesan no por la nacionalidad del autor, sino por su valor literario y humano. Leo menos argentinos y ms extranjeros, porque salvo contados casos, los argentinos no crean valores uni- versales. Para documentarme sobre la realidad argen- tina prefiero las obras no literarias, de historia, so- ciologa, poltica, etc. No aprecio ni me interesan los libros literarios cuyo mrito principal es el docu- mental. Creo que todava carecemos de una buena literatura y de grandes escritores". Otro crtico, ms joven (26 aos) y tambin universitario, expres: "Por exigencias de mi profesin; porque me siento espectador y actor en ese proceso literario; porque busco en ellos (y en algunos he encontrado) explica- ciones coherentes sobre nuestras vidas como pueblo y como individuos; porque me siento algo responsable de todo lo que pasa entre nosotros". Estas tres respuestas sintetizan muy ajustadamente las diversas motivaciones que inducen a nuestros in- telectuales a acercarse a la literatura argentina: ins- trumentos para lograr la conciencia de la propia na- cionalidad; focos de una curiosidad displicente, casi de obligacin profesional o de cofrada; sentido de responsabilidad comunitaria. Los tres motivos eluden o soslayan el enunciado del motivo que justificara por s solo el inters por una literatura: el reconoci- miento de su valor. Este modo oblicuo de aproximarse a una literatura 111 es tal vez la mayor paradoja que pueda soportar el escritor argentino actual; ignorado por las grandes agrupaciones de lectores, y ledo con segundas inten- ciones por el grupo ms reducido. (Evitamos aqu, con todo propsito, dilucidar qu razones tienen los lectores de juicio crtico ms afinado para negarse a reconocer explcitamente la existencia de una litera- tura argentina valiosa; aventar ese problema sera in- currir en la tentacin de la que quisimos escapar desde un comienzo: preguntarnos si existe una literatura argentina, acceder al interrogante de los mil anzue- los. Nos limitamos a averiguar la composicin y la actitud de los distintos pblicos.) Sea cual fuere el camino que los intelectuales eli- jan para llegar a los autores argentinos, lo cierto es que ellos son sus ms asiduos cuando no sus ni- cos lectores, y que tal aproximacin rara vez per- manece en el contacto mecnico, antes al contrario, trasciende al plano vital de las simpatas y repulsas declaradas, de la poltica literaria y hasta del chisme, que no deja de ser, al fin y al cabo, una manifestacin de reconocimiento. Estos lectores tienen noticia ms o menos directa de casi todos aquellos que escriben, aunque su informacin, preciso es recordarlo, no va ms all de los lmites geogrficos de Buenos Aires, ni se provee fuera de los crculos que habitualmente dan su visto bueno a los autores, por lo que podra asegurarse, sin temor de incurrir en un juego de pa- labras, que conocen a todos los que escriben, pero que escriben solamente los que ellos conocen, es decir que el elenco de escritores vigente para el pas es el consagrado y reconocido por el inters del pblico de intelectuales. 112 No vacilaramos en negar toda eficiencia a este intento de clarificacin del pblico lector en la Ar- gentina, si l estuviera nicamente apoyado en las conclusiones de una encuesta maleada por la inexpe- riencia de quienes la acometieron y por la escasez de medios con que contaron; y an la negaramos pese al antecedente valioso de las conclusiones de Germa- ni, si no fuera que muchos datos ajenos al cuestiona- rio ayudan a corroborar los lincamientos generales. El tiraje de libros y revistas por ejemplo, 4 es un pre- cioso auxiliar de investigacin y tambin lo es un tipo de conocimiento que si bien no puede documen- tarse constituye prueba de fe en este caso: el conoci- miento ms o menos prximo del ambiente literario, de las venturas y desventuras editoriales de muchos escritores. Todos sabemos de la difcil coyuntura que afronta el escritor argentino cada vez que busca imprenta para sus originales, de las mil y una peripecias que se esconden en esa bsqueda, de la tristeza de tanta edicin satisfecha de sobra con los ejemplares del primer tiraje, del complejo de inferioridad que pa- 4 La revista literaria y de alta cultura no puede ser tomada en cuenta, al menos exageradamente, para sondear la receptividad del pblico lector. Sabido es que uno de los fenmenos ms curiosos de los ltimos aos, es la cada vertical del inters por este tipo de publicaciones, fenmeno universal del que no escapa ninguno de los grandes centros culturales del mundo. Paralelamente, debe aceptarse la gradual decadencia de los suplementos literarios de los ms impor- tantes peridicos. Ya Schcking anot que en Alemania, apenas si los diarios polticamente conservadores mantenan su afecto por tales suplementos, mientras que los diarios de izquierda tendan a redu- cirlos o a suprimirlos sin ms. Uno u otro fenmeno parecen conse- cuencia del desplazamiento de intereses de que hablbamos en otro lugar. 113 rece presidir el nimo del librero nunca dispuesto a recomendar el ttulo argentino. Si este tipo de conocimiento, unido a los datos y presunciones que por uno u otro camino hemos apor- tado a este intento de clarificacin, no nos inducen a un grosero error, diremos en resumen, desde el punto de vista exclusivo de la literatura argentina, que su pblico sugiere la imagen biolgica opuesta a la que sugiere la efectiva conformacin del pas: la imagen de un cuerpo gigantesco, hipottico y fantasmal, co- nectado a una cabeza microscpica. 114 CAPITULO IV LA COMUNICACIN. POSIBILIDADES Y LIMITACIONES. EL LENGUAJE: LENGUA ORAL Y LENGUA ESCRITA. Las discusiones sobre los orgenes del lenguaje y las finalidades que a ste se le asignan en las diversas etapas de su evolucin, como asimismo sobre las fi- nalidades que pueda otorgarle cada individuo en el instante en que lo usa, no niegan validez al concierto de opiniones que atribuyen al lenguaje el carcter de vehculo de comunicacin social por excelencia. Ya Malinowski dedujo de sus experiencias entre los in- dgenas de las islas Trobriand que las palabras cons- tituyen el principal auxiliar para satisfacer la nece- sidad de comunicacin que aqueja a los hombres, y observ que para el salvaje no existe nada ms in- quietante que el silencio de otro hombre. En las so- ciedades organizadas ese aspecto bsico, primario del lenguaje, se enriquece con la venia tcita que un gru- po de hombres determinado le concede para obrar como nexo de la vida comunitaria. 115 En tales sociedades, la aparicin de un nuevo in- dividuo significa el inicio de un pequeo o un gran drama lingstico, de un- enfrentamiento de escasas o enormes consecuencias para el nexo aglutinante de la colectividad. Cada individuo aprende del medio am- biente el conjunto de signos necesarios para el enten- dimiento y la comunicacin con sus semejantes, cada individuo se encuentra, al nacer, con un repertorio de signos de una validez convenida y aceptada de ante- mano, pero una vez conocido ese repertorio, y an ms, durante el mismo aprendizaje, el nuevo miem- bro del grupo social se constituye en gestor activo de la misma lengua que habla, influye sobre ella, la modifica de acuerdo con su carcter y temperamento, de su sistema de apetencias y reflejos, de sus ocupa- ciones, de sus viajes, de sus amistades, de su cultura; la enriquece o la debilita; provoca en ella una revo- lucin o se convierte en su agente regresivo. Este enfrentamiento (que apenas si oculta con su resonancia blica la clsica dicotoma de Saussure: langue, lengua, parole, habla) es. entonces, decisivo para la vida del lenguaje, pero no lo es menor para la vida de la comunidad en cuyo seno se desarrolla, porque en ese enfrentamiento se perfilan los ms hon- dos valores colectivos o sus ms hondas ausencias. No vale la pena insistir en estos enunciados gene- rales: baste su simple mencin para que el lector que nos sigue se ubique fcilmente en el tema que ahora planteamos y para que le conceda la importancia que tiene. Cul es la situacin de la lengua en nuestro pas?; cul la de los hablantes?; cmo se realiza la interaccin entre stos y aqulla?; cules son las 116 posibilidades de comunicacin que posee hoy el len- guaje cotidiano y el lenguaje literario, y cul la trans- parencia u opacidad de uno y otro? De todos los pases que pertenecen al rea lings- tica del espaol, el nuestro es el que presenta una mayor tendencia a la diferenciacin. Esta tendencia ha sido ocasin de pintorescas y, a veces, enconadas controversias en las que el rigor filolgico cedi fre- cuentemente lugar a los puntos de vista del naciona- lismo, hispanofilia o hispanofobia de los contendores. Desde creer con ufana que estaba prxima la hora de un idioma argentino lo suficientemente diferenciado como para ser ininteligible a los espaoles, hasta ape- sadumbrarse de muerte por ese previsible destino, se extiende una ancha zona graduable desde uno y otro extremo del pndulo. Los gramticos, por lo general, y los preceptores, son los que de vez en cuando dan curso a una lastimera alarma y sealan los estragos que visiblemente deterioran la lengua materna; fuera de ellos, el proceso se realiza casi sin testigos, pues desaparecen de la escena, da a da, los augures del futuro idioma de los argentinos. Amrico Castro, en un libro 1 que engloba aciertos y errores por igual, dijo que en la Argentina las cues- tiones acerca del lenguaje consistan habitualmente en crticas de incorrecciones gramaticales y de vocabula- rio; suponemos que esta propensin de los entendi- dos y de los interesados en los problemas lingsticos, nace de la ausencia de estudios verdaderamente es- clarecedores sobre nuestro lenguaje. Abundan, s, las 1 Amri co Castro, La peculiaridad lingistica del habla rioplatense y su sentido histrico, Buenos Aires, Losada, 1941. 117 buenas observaciones parciales, los enfoques agudos que permiten, ensamblados unos y otros, trazar una sntesis coherente de la situacin del idioma en la Ar- gentina. El espaol que se habla y se escribe hoy en nuestro pas es el producto de un injerto, o mejor dicho, de varios injertos practicados en el lenguaje de los con- quistadores. Debe tenerse muy presente el complejo de circunstancias econmicas, polticas y geogrficas que incidi sobre las tierras del Virreinato del Ro de la Plata convirtindolo en el ms pobre y desam- parado miembro de la corona espaola. Pocos espa- oles fueron tentados por las comarcas del extremo sur del Continente, y su escaso nmero, y la distan- cia hicieron de las aldeas rioplatenses clulas desga- jadas del nervio vital materno. No tard en emplear- se en estas regiones un espaol arcaico y sin vigor, maleado naturalmente por los contactos con las len- guas indgenas locales, pervertido por el aislamiento, afectado por el tono general de displicencia con que desarrollaban sus mdulos de vida conquistadores y conquistados. Al nacer el pas a la vida independiente se produjo, a lo que parece, un curioso fenmeno lin- gstico: la sociedad culta comenz a plegarse con xito en la restitucin del t familiar, en reemplazo del arcaico vos que desde haca ya ms de un siglo haba sido arrinconado en todos los centros impor- tantes de habla espaola; tras de la sociedad culta, el pueblo comenz la trasmutacin de pronombres, pero el proceso fu interrumpido bruscamente por la apa- ricin de Rosas y la exaltacin de los elementos po- pulares. Castro comenta: "Lo que parece haber acon- 118 tecido durante la primera mitad del siglo xix fu que la ciudad se dej absorber por los de abajo; el tema, el hilo efectivo de la historia argentina, fu entonces la autntica vitalidad de los de abajo, y sobre ella se apoyaron tanto Rosas como sus enemigos polticos (Ascasubi), sin que nadie estableciera un orden po- ltico moral, sostenido por frenos y jerarquas". "La posteridad se encarg de cohonestar y justificar la gauchofilia,' buscando una perspectiva en lo que en realidad significaba una inversin de aqulla. Se cre as un falso espritu nacional y patritico, favoreci- do por la tendencia hispnica al ilusionismo fcil, al enajenamiento colectivo, cuando ste mece y adorme- ce el afn de mayor esfuerzo". Sin visin retrospectiva, Amado Alonso puntualiza un estado de cosas actual al decir que lo caractersti- co de Buenos Aires "es la profusin y la impunidad social de tales faltas. Aqu todo el mundo tiene mano libre para hablar como le salga, con tal que se le en- tienda ms o menos adonde se dirige. Parece como si todo el mundo contara con previo indulto mutuo". Habla tambin del "relajamiento social de la norma". A un espaol debilitado y sofrenado por las causas antepuestas, se agreg, en una serie de yuxtaposicio- nes monstruosas, el corrosivo efecto de las lenguas y los dialectos de los inmigrantes, los cuales, en idio- ma, como en todo orden de cosas, hallaron en el pas de destino completa franquicia y libertad de accin. En un momento dado, en la poca de las grandes inmigraciones, es probable que esta inoportuna inva- sin lingstica, haya creado en unos el temor de una nueva Babel, y en otros la esperanza de una prematu- 119 ra lengua nacional; pesimistas y optimistas buscaban argumentos en las mismas fuentes y se equivocaban igualmente en la eleccin: ni el tango ni el sanete eran representantes legtimos de un idioma nuevo. En su mayora, las voces y expresiones que se oan en boca del cantor de tangos y la de los actores del gnero chico, eran inventadas por escritores profesio- nales sin ms nimo que aadir a sus obras el pinto- resquismo al uso; algunas eran tomadas del argot, y unas pocas, las menos, provenan de un autntico acto de creacin popular. Pesimistas y optimistas se equi- vocaban por igual en sus presunciones y no advertan en cambio, dos hechos importantes. Uno de ellos ata- e a la disposicin mental de la masa de hablantes, masa que, como dijimos, no inventaba los giros y ex- presiones del sainete y del tango, pero que los acoga como suyos con una rapidez sorprendente; a comien- zos del siglo, el tango estaba, en apariencia, proscrip- to de ciertos sectores sociales, mas bastaron poqusi- mos aos para que irrumpiera en ellos triunfante, y sus voces, hasta las ms peregrinas, adquirieran car- ta de ciudadana. El otro hecho generalmente inad- vertido fu el de las fuerzas unificadoras que actua- ban en el seno de la comunidad. La accin de la escuela, del periodismo, de la propaganda mural y, un poco ms tarde, de la radiotelefona y del cine- matgrafo, han sido esenciales elementos de estabi- lizacin, de cohesin del lenguaje, elementos fiscali- zadores que se han ejercitado y se ejercitan no slo en las zonas ms propensas a la diferenciacin idio- mtica como consecuencia del caudal de extranjeros que albergan, sino tambin sobre aqullas del interior 120 del pas que haban adquirido merced a los factores tiempo y distancia, algn matiz de diferenciacin to- nal y lexicogrfica. Este proceso de unificacin parece descalificar, por ahora, toda hiptesis de una lengua nacional basada en cualquiera de los supuestos que se haban sea- lado, desde el lunfardo al gauchesco, pero debe re- conocerse que el xito de ese proceso se ha pagado a buen precio. La lengua oral, cotidiana, ofrece a medida que avanza el proceso unificador, una tendencia hacia la conformacin de un instrumento expresivo standard en el que se destacan tanto la prdida progresiva de las diferencias tonales de regin, cuanto el comn sacrificio de representaciones mentales caractersti- cas. Por efecto de esta ltima tendencia, la lengua oral se empobrece da a da; no se engrosa con el aporte de los distintos componentes de la masa de hablantes, sino que se disminuye para volverse transi- table en el entendimiento de todos ellos. El conjunto de representaciones mentales que configura su voca- bulario habitual es de una conmovedora pobreza, y a juzgarlo por l, el pueblo que lo usa vive de espal- das al mundo en que habita o con la cabeza incrustada en los hombros; si nombrar la compleja realidad es tener conciencia de ella, quienes no van ms all de nuestra lengua cotidiana permanecen en la inmediata epidermis de la realidad. Es tan desprovisto el cau- dal de representaciones de este lenguaje standardi- zado que se asombrara uno de pensar a sus usufruc- tuarios enfrentados con las engorrosas exigencias de la vida moderna, si no fuera que se tiene a mano la 121 explicacin necesaria: los usufructuarios poseen el secreto de una media docena de trminos fabulosa- mente dotados para suplir todas las indigencias. Cosa, macana, tipo, asunto, el verbo hacer, y alguno que otro vocablo ms, alcanzan para cubrir los claros de una conversacin corriente, cualquiera sea su tema o su ndole. Un escritor, tan poco dado a las invectivas como Borges, aguz una para la palabra macana-. "El ju- rista Segovia en su atropellado Diccionario de argen- tinismos, escribe de ella: Macana-Disparate, des- propsito, tontera. Eso, que ya es demasiado, no es todo. Macana se le dice a las paradojas, macana a las locuras, macana a los contratiempos, macana a las perogrulladas, macana a las hiprboles, macana a las incongruencias, macana a las simploneras y bo- beras, macana a lo no usual. Es palabra de haragana generalizacin y por eso su xito. Es palabra limtro- fe, que sirve para desentenderse de lo que no se entiende y de lo que no se quiere entender. Muerta seas, macana, palabra de nuestra sueera y de nues- tro c aos! " 2 Cosa, supera en el nmero de acepciones que se le atribuyen al vocablo anterior y pretende expresar una grandsima parte de las representaciones que ha- llaron ya un molde definido en el lenguaje histrico; reemplaza, trasegndolos, a multitud de trminos; es la palabra de la no invencin, de la indigencia men- tal. Tipo y asunto no le van en zaga, y en cuanto al verbo hacer, sabido es que sirve para todo: se hace 2 Jorge Luis Borges, El idioma de los argentinos, Buenos Aires, Pea del Gidice, 1952. 122 una carta, una silla, un lo, una confesin, una casa, un delito, un entierro, una siesta, y, por supuesto, se hacen universales cosas y macanas. Esta lengua standard admite, ciertamente, el ade- rezo de algunas palabras y giros que le dan un poco de sabor y le acreditan la aptitud de reconocer gra- duacin de matices, pero su caracterstica fundamen- tal es por lo contrario, la escasa amplitud de regis- tro y la ausencia de carnosidad y sabor. Quien utiliza esta lengua, ofrece la imagen del caminante nocturno que esgrime, para ayudarse, el haz de luz de una linterna. Las apariencias que descubre el crculo de enfoque son planas, globales e interrumpidas por bruscas soluciones de continuidad. Una conversacin en esta lengua cotidiana (que no presenta diferencias excesivas para los distintos sectores de la poblacin, salvo las avanzadas del llamado pblico culto y los intelectuales), es un desfile de apariencias planas, globales e interrumpidas. La comunicacin, en estas condiciones, no se cumple entonces sino con la restric- cin que le impone el instrumento verbal; el hablante se somete y sacrifica a la lengua aceptada por la comunidad, y la lengua se somete y sacrifica a la par- ticipacin de todos los hablantes. No existen dificul- tades de comunicacin dentro del rea reconocida a la lengua cotidiana standard, pero resulta difcil co- municar con ella la multitud de contenidos que exce- den sus lmites; en un sentido, es un ancho puente transitable para todos los miembros de la comuni- dad; en otro, es un lazo de horca que los estrecha a todos en los confines de la muerte espiritual. No escapar al entendimiento de nadie que en estas 123 consideraciones sobre la lengua cotidiana, se ha ex- cluido cualquier mencin a los fines que no sean los de la comunicacin; la lengua cotidiana busca, por lo general, conseguir resultados, influir sobre los de- ms, pero tambin pertenecen a ella manifestaciones desinteresadas de esa finalidad, como las frmulas convencionales de saludo o las comerciales, entre otras; el haberlas excluido no tiene ms propsito que poder comparar mejor la lengua cotidiana con la literaria en sus posibilidades de comunicacin. Ser fcil decir qu se entiende por lengua lite- raria? Por lo pronto resultar oportuno despojar al interrogante de su ambiciosa pretensin, y preguntar simplemente qu se entiende por lengua literaria en una poca y en un pas determinados. Entre nosotros, por los aos que corren, por lengua literaria parece entenderse la lengua que usan los escritores y poetas cultos en sus libros, los periodis- tas, los locutores de ciertas audiciones radiales, los oradores y conferenciantes; esta lengua se diferencia del espaol castizo notablemente menos que la len- gua cotidiana y se aproxima mucho a esa especie de espaol universal de las traducciones fechadas tanto en Buenos Aires como Madrid o Mjico. Esta proxi- midad, a la que contribuye un proceso unificador en algo semejante al que confecciona nuestra lengua co- tidiana standard, no es sino el ms decidido sntoma de que nuestra lengua literaria realiza en escala ms amplia, un camino paralelo al de aqulla. Existen apreciables diferencias entre un espaol culto que habla, un venezolano y un argentino, pero son dife- rencias meldicas y de pronunciacin; la versin es- 124 crita de sus discursos difiere apenas en la valoracin de tal o cual palabra, en el uso de tal o cual giro. Si bien en esta lengua literaria no pueden descubrirse inclinaciones voluntarias hacia un modo de expresin elevado o noble, en oposicin a los modos expresivos populares, es evidente que el distingo existe, aunque no es aventurado decir que la lnea divisoria tradi- cional reviste en este caso caracteres novedosos, pues mientras el lenguaje de las lites tendi siempre a diferenciarse del popular hasta tornrsele inalcanza- ble, entre nosotros acontece que son los miembros menos cultos de la masa de hablantes los que se nie- gan o se desinteresan voluntariamente de llegar a la lengua de la cultura. El relajamiento social de la norma, de que habla Amado Alonso, se transforma en una puntillosa reglamentacin, a la que resulta difcil escapar, cuando se trata de usar uno u otro lenguaje; habr impunidad para emplear cualquier palabra dentro de la lengua cotidiana siempre que no recaiga sobre ella la sospecha de que proviene de la lengua literaria; la impunidad se vuelve sancin, y el "hablar en difcil" es condena que no todos se atre- ven a afrontar. Sean cuales fueren las causas que determinan esta disposicin mental colectiva, lo cierto es que la len- gua literaria, en inmejorables condiciones de exten- der sus dominios gracias a los actuales medios de difusin, permanece poco menos que enquistada en los crculos en que debe darse por descontada su existencia. El lector de diarios, y an buena parte del lector de libros, el oyente habitual de los progra- mas radiales, el lector de los ttulos sobreimpresos de 125 muchas pelculas extranjeras, tiene sobrada ocasin de apropiarse un conocimiento, por ms que sea su- mario, de la lengua literaria, pero se resiste general- mente a correr la experiencia. La propensin a la facilidad, de la que no debemos olvidarnos en ningn momento, la inhibicin surgida del secreto consenti- miento condenatorio del habla culta, un probable or- gullo de no ir hacia en ningn aspecto de la vida, po- dran ser algunas de las causas determinantes de ese estado mental colectivo. La lengua literaria, desbor- dada en toneladas de hojas impresas, y en infinitud de espacios radiales, enseada en la escuela y repeti- da en las salas de proyeccin, resbala de la memoria y del entendimiento de la mayor parte de sus destina- tarios. Si es lcito citar experiencias personales, da- remos a conocer una que resume algunos aos de experiencia pedaggica, y que puede ser avalada por quienes hayan intentado o intenten experiencias se- mejantes. En un curso de tercer ao de bachillerato nocturno, compuesto por alumnos de una edad pro- medio de 20 aos, empleados pblicos y oficinistas con aspiraciones (representantes tpicos de familias de la pequea burguesa en ascenso), despus de una serie infructuosa de ejercicios de vocabulario y re- daccin, se realiz la siguiente prueba. A sabiendas de que la totalidad de los alumnos eran fervorosos adictos del ftbol, y discutidores incansables de los fallos acordados por los comentaristas deportivos de los diarios, se llev al aula la edicin del lunes de un vespertino ("Noticias Grficas", 23 de agosto de 1954), se ley la pgina final del mismo con la pre- caucin de advertir a los alumnos que estuvieran 126 atentos al sentido justo de lo que se lea; concluida la lectura no se manifest duda ni objecin alguna; entonces, se escribieron en la pizarra una serie de palabras extradas de la pgina que acababa de leer- se: cauteloso, rplica, expedito, seorear, implacable, inslito, desmn, espordico, exasperacin, estratgi- co, inoperante, fugacidad, aserto, asedio, estricto, pro- verbial, codicia, tregua, raudal, entraar, propiciar, incisivo, diluir, obcecado. Una cuarta parte de los alumnos di razn ms o menos cabal de cinco de estas palabras; las dems no decan absolutamente nada a nadie. Esta experiencia particular, a la que no asignara- mos ningn valor si no hubiera sido repetida, con algunas variantes, pero con iguales resultados, en otros cursos y en muchos ambientes extraescolares, de- muestra, por lo pronto, que un buen porcentaje de lectores de la lengua literaria la falsifican al transi- tarla a saltos, escollando los trminos desconocidos, aplanando los vocablos ms grvidos de significacin, encadenando rigurosamente las palabras en la frase y las frases en los perodos, de modo que del conjunto resalte nada ms que la noticia buscada, el dato, la informacin. En la leccin de historia no se leer otra cosa que las fechas, el nmero de batallas y el nom- bre de los personajes; en la noticia deportiva se leer el resultado final del cotejo, y, a lo sumo, un grueso esquema de su desarrollo; en la novela se volar hacia el desenlace; en el ensayo se perseguir una aproximacin a las ideas centrales. La misma expe- riencia sugiere la conclusin de que ese porcentaje de lectores no podr jams tentar el proceso contra- 127 rio, es decir, escribir (o hablar) la lengua literaria, puesto que no la posee o la posee deficientemente. No cabe la menor duda de que este fenmeno no es exclusivo de nuestro pas; bastar con recordar la antigua y agorera observacin de que toda acti- vidad de cultura se desvirta a medida que se aleja de los centros reducidos que la producen y conservan; lo que tal vez nos pertenezca es esa actitud mental que denunciamos anteriormente, esa resistencia, o re- nunciamiento, o temor de entregarse al conocimiento, la frecuentacin y el uso de la lengua literaria. Mien- tras persevera esa actitud mental, la lengua literaria ocupa una curiosa posicin que debe dar y da lugar a muchos malos entendidos. Manejada por po- cos, se le atribuye el poder de comunicar a casi todos lo que esos pocos piensan, saben y sienten, y en esa atribucin descansan en paz las conciencias de algu- nos escritores y las de una buena parte de sus lec- tores. Afianzada en un proceso de unificacin segn la pauta de un espaol universal, nuestra lengua litera- ria no plantea, a primera vista, otros problemas que los comunes a toda lengua viviente, a la crisis en que constantemente se debate todo lo que alienta vida: incorporacin o cesanta de voces y giros, usos du- dosos, incorrecciones, etc. En este sentido, nuestra lengua literaria se ofrece como un magnfico instru- mento a sus usufructuarios, pues pone a su disposi- cin el caudal de su ascendiente histrico al mismo tiempo que una gran ductilidad nacida del despre- juicio por las normas demasiado rgidas; sus posi- bilidades de comunicacin son entonces, excelentes, 128 aunque no puede omitirse la advertencia de que tales posibilidades se han conseguido, hasta hoy, merced a ciertas caractersticas generales de neutralidad, ca- ractersticas que demuestran palmariamente que es- critores y lectores no son todava cmplices en una empresa comn. Quien, como Vossler 3 quisiera des- cubrir los rastros de una complicidad entre la comu- nidad de lectores, la lengua literaria y el escritor argentinos, no ira tan lejos en su intento como el crtico alemn fu al sealar la relacin entre la len- gua literaria de los Siglos de Oro y el pblico espaol. De esta situacin de la lengua literaria (desconta- da su molesta neutralidad), se benefician principal- mente los ensayistas y los poetas; para ellos es el lujo de la estabilidad y de la universalidad del idio- ma que usan. En cambio, los escritores que incursio- nan por la novela y el cuento, y los autores teatrales, sufren las fricciones de una incmoda zona de con- tactos lingsticos; ellos deben trabajar con la lengua literaria y la cotidiana a la vez, y, en ocasiones, elegir una sobre otra; no pueden atribuir dilogos literarios a la mayor parte de sus personajes sin violentarlos, y no pueden valerse slo de la lengua cotidiana sin pe- ligro de ahogarse en su angostura. En el gnero dra- mtico esta disyuntiva se presenta de manera tajante, insoslayable, mientras que en la novela y el cuento existe la posibilidad, por la que se opta con frecuen- cia, del sistema mixto o de transaccin: narracin del autor en lengua literaria y dilogos en lengua coti- diana. De esta zona de friccin lingstica, el mayor 3 Karl Vossler, Introduccin a la literatura espaola del siglo de oro, Buenos Aires, Austral. 129 escollo, el que trasciende la cuestin idiomtica para convertirse en piedra de toque de encontradas posi- ciones mentales, est centrado en el uso del vos. Repudio y eficacia del voseo Decamos en un prrafo precedente, que nuestra lengua literaria, a primera vista, no presenta proble- mas fuera de los habituales que suscita su misma vi- talidad y del tono neutro que le acredita la ausencia de colaboracin colectiva. Si solamente se dictasen conferencias en esa lengua, o se escribieran edito- riales periodsticos, ensayos o relatos en tercera per- sona, mantendramos esa presuncin como certeza ase- gurada; pero la lectura de nuestras novelas y cuentos, la audicin de algunos programas radiales, la repre- sentacin de obras cuyos personajes son extrados de nuestro medio, la proyeccin de pelculas nacionales y, por supuesto, el trato social mismo, nos advierten, a pesar de nuestra primera presuncin, de que existe un punto neurlgico que afecta por igual a las esferas literaria y cotidiana de la lengua. Sabemos del desencuentro histrico del vos como forma de trato en los tiempos del Virreinato, su per- duracin, por simple inercia primero y por abierta voluntad despus; estamos informados de los fracasos iniciales en la reimplantacin del tuteo con el triunfo del rosismo y conocemos los sucesivos fracasos de una y otra campaa educativa por desplazar ese tenaz ar- casmo. Quienquiera jure por la gramtica de la Aca- demia Espaola, renegar del uso del vos como del diablo, pero renegar en vano; la escuela, que consi- 130 gui un notable xito en Chile y en Colombia, en la Argentina predic en el desierto; el maestro, que trata de t a los alumnos en el aula, los trata de vos en el recreo, y fuera de algunos vnculos familiares donde fructifican esos tmidos ensayos, el t sigue proscrip- to del habla de todas las clases sociales. En la perduracin de este arcasmo vulgar, un ob- servador extranjero, como Amrico Castro, ha credo ver un enquistamiento agresivo del alma colectiva, la exaltacin plebeya de una singularidad; pero el signo negativo que marca este juicio, puede volverse positi- vo con slo decir que tal exaltacin (aunque su em- puje provenga desde abajo, o tal vez, precisamente, por eso), es el sntoma del vigor promisorio de los pueblos jvenes, semejante al vigor de aquellos pue- blos que en alguna ocasin prefirieron su corrupto latn al latn correcto de los magistrados. Ninguna expresin del habla defiende el argentino como su vos, y ninguna, ciertamente, lo distingue tan- to de los dems integrantes del rea lingstica espa- ola. Para el hombre del pueblo, el uso del vos no promueve el menor problema o suspicacia; lo emplea en su conversacin y lo escribe en sus cartas, lo vive sin dobleces; el uso del vos comienza a tornasolarse, a volverse ambiguo y hasta vergonzante, a medida que se avanza en la escala de cultura de los diversos grupos sociales. Tal vez el pblico culto para con- tinuar con la designacin convenida sea el que so- porte con mayor molestia la dicotona de ese pro- nombre; algunos usan el vos en la conversacin, pero usan el t en la redaccin de sus cartas y lo exigen en toda expresin literaria; los ms deambulan, desorien- 131 tados, entre tales usos y exigencias, rechazando a ve- ces, por inautenticidad, una pieza literaria donde per- sonajes que representan ser prjimos suyos emplean el t, y decidindose por el t en el trance epistolar; tomando a burla el uso del t en la conversacin y admitindolo de buen grado en boca de aquellos per- sonajes de radioteatro que simulan vivir un destino semejante a los suyos. En el pblico de intelectuales la disyuntiva no parece dar pie a tan encontradas po- siciones; de entre ellos, los que todava consideran una mcula esttica el vos y sus correspondientes in- flexiones verbales: ven vos, par ate vos, limitan ge- neralmente su repudio a una sistemtica negativa a emplearlo en sus escritos, cualquiera sea su ndole y, con menos rigor, a emplearlo en la vida de relacin, pero suelen aceptarlo como una necesidad orgnica en toda obra literaria donde aparezca. El vos en una pgina literaria es bandera de divi- sin inconciliable entre sus lectores; unos efectan a travs de l el viaje de ida y vuelta de la ficcin a la realidad; otros sienten hacerse trizas la experiencia es- ttica al enfrentarlo en la lectura. La operacin exacta- mente contraria acontece con el uso del t. El escritor tiene conciencia de este desacuerdo de su pblico, y duda; sabe que cualquiera sea su eleccin, una parte de sus lectores lo abandonar sin remedio, y como, por regla general, ignora cul es el verdadero desti- natario de sus escritos, la duda se vuelve, con frecuen- cia, obsesiva. Novelistas hay que dan complicadsimos rodeos para evitar las formas del trato que requieran una u otra versin del pronombre, y algunos que su- primen o poco menos los dilogos para eludir decisio- 132 nes embarazosas. El misterioso mutismo que atribuye a sus personajes uno que otro novelista nuestro, pue- de derivar de esta circunstancia. El vos (con sus inflexiones verbales correspondien- tes y la secuela de voces cotidianas que supone, sus resonancias, su clima) es el punto neurlgico en que se tocan las lenguas literaria y cotidiana y sus respec- tivos mundos, y es, con toda evidencia, al escritor a quien est reservada principalmente la manera y el xito con que tales contactos se realicen. Si el uso del vos es hoy una inconmovible realidad lingstica, co- mo infinidad de datos y experiencias parecen indi- carlo, la actitud ms inteligente aconsejar, tal vez, al escritor que se sirva de esa realidad y que la sirva al mismo tiempo incluyndola en el plano de la crea- cin esttica. Si nuestros escritores, cada vez que sea necesario, se deciden por el uso del vos, sin agresivi- dad, pero tampoco con vergenza, sirvindose de l como honestamente se sirve de todas las palabras co- mnmente aceptadas, el vos dejar de ser un punto neurlgico de contacto, una incmoda zona de fric- ciones, para constituirse en la confluencia normal don- de la lengua literaria y la cotidiana confunden sus cauces. Para que se lleve a buen trmino una empresa semejante, se requiere, sobre todas las cosas, tiempo, y la consagracin que el tiempo concede como una gracia; ningn escritor crea una lengua, ni siquiera la modifica, pero un escritor de genio o algunos de talento bastan para acuarla, destacando sus posibi- lidades, mostrando sus recursos, ampliando en la caja de resonancia de sus logros, el mbito peculiar de su voz. Antes de que ello ocurra, las fricciones entre la 133 lengua literaria, escrita, y la cotidiana, oral, seguirn provocando malestar y rupturas entre algunos escrito- res y un sector incgnito del pblico; pero estas di- ficultades actuales no parecen ser mayores que las que enfrentan escritores y pblicos de otros pases, y en definitiva, afectan slo a algunos modos de expresin del quehacer literario. El novelista y el dramaturgo son los principales interesados en este problema y sus ms visibles ges- tores, pues aunque no resulte abusivo decir que bue- na parte de la labor decisiva fermenta subterrnea- mente en el alma de cada uno de los hablantes del pueblo, lo cierto' es que de ellos depende plasmar y valorizar esas tendencias profundas. Esta desventaja aparente del novelista y del dramaturgo argentino, se compensa no slo por los atractivos del inmenso cam- po de experimentacin que se les ofrece, sino tambin por la llave de recursos que han puesto en sus manos las actuales tendencias de la novelstica y de la dra- maturgia. Un lenguaje vulgar, pobre, de estrecho re- gionalismo, un lenguaje de onomatopeyas y, hasta en casos extremos, un lenguaje fundado en balbuceos de primitivos que poseen un centenar de signos o en el arbitrio de enfermos mentales, basta para crear po- derosas obras de ficcin, indiscutidos logros artsticos en que el lenguaje literario no cuenta en absoluto. Tal compensacin no existe, en cambio, para el en- sayista y el poeta, quienes deben trabajar con una lengua literaria sin graves problemas aparentes, dc- til y rica, pero una lengua que slo posee, real- mente, un sector reducido de iniciados. Para los poe- tas, que despus de la eclosin modernista han des- 134 contado, con escasas excepciones, la adhesin de un pblico ajeno a las cofradas literarias, este hecho no implica la menor novedad, y hasta es probable que el hbito de la desvinculacin con los pblicos numero- sos, haya contribuido a aligerar los escrpulos con que aqullos sutilizan y distorsionan su instrumento expresivo. Para los ensayistas, cualquiera sea el mo- do de comunicacin que elijan, la situacin es pre- miosa; disponen todos de la lengua literaria como de su nico instrumento de trabajo, pero muy pocos han adquirido la costumbre de resignarse al sector de iniciados que entienden esa lengua, de limitar a algu- nos miles de lectores lo que ha estado pensado y dirigido para varios millones. La participacin. Qu decir al pblico lector? Ni siquiera despus de liquidado un perodo hist- rico, cuando se lo observa a una distancia ventajosa, es posible sealar categricamente los mviles que indujeron a sus hombres a actuar de se y no de otro modo, a preferir se y no otro programa de vida; apenas resulta factible el descubrimiento de gruesas lneas de conducta, de ciertas tendencias hacia ciertos objetivos, de alguna generalizada inclinacin. La tra- ma histrica se teje con demasiados hilos, y la innata proclividad a la sntesis, a la simplificacin, esque- matiza el estudio del ms prolijo investigador. Lo que en la visin retrospectiva acontece al estudioso de la historia por exceso de distancia, sucede por su ausen- cia al que vive y acta en el proceso histrico: sus demasiados hilos ocultan la visin del conjunto y 135 hasta la visin de la ms inmediata vecindad. Des- pus de eruditas discusiones, tal vez, podamos con- venir en cules fueran los ideales que conformaban la vida del hombre en el siglo xvm europeo y, subsi- diariamente, los ideales que conformaban su arte, su sentido de la justicia o sus planes pedaggicos; pero la discusin dar lugar a posiciones infranqueables si trasladamos su planteo a la poca en que nos toca vivir. Nos ser posible convenir en las ideas centra- les que presiden nuestro tiempo y, en consecuencia, convenir en las tendencias y proyecciones de su arte, su sentido de la justicia o sus planes pedaggicos?; y en la medida que resultara esto posible, nos sera lci- to entonces sealar en cada caso: hay que hacer esto y no aquello, debe seguirse ste y no otro camino, por aqu se realiza nuestra verdad? Para no continuar en torno a una resabida temti- ca, reduciremos la cuestin al punto que nos concier- ne de inmediato. No podemos ver con claridad ni anunciar categricamente el rumbo de nuestra poca; no podemos asignarle un contenido excluyente a su arte; somos ciegos para maana y apenas si entreve- mos la luz que nos permite dar el paso de hoy. Adap- tada la posicin de un extremo relativismo, todo pare- ce inducirnos a creer en la existencia de una fbula absurda en la que nosotros, sus personajes, podemos hacer una u otra cosa, morir de una u otra manera, rer o llorar, sin que vare t en absoluto su trama; pero reducida la perspectiva al foco de cada concien- cia individual, 'la fbula adquiere el sentido de una historia real y lcida, donde los hechos se suceden es- trictamente de acuerdo con el plan determinado por 136 cada uno de sus actores. Si nosotros, y nuestros veci- nos ms prximos, y los hombres ms alejados por tierras y por mares, nos convenciramos honesta y conscientemente (que es la nica forma de conviccin) de que el uso de las armas atmicas es una aberracin y una locura, las armas atmicas seran desterradas del mundo al menos mientras viviramos los poseedo- dores de esa conviccin; el que no se cumpla este acto universal de creencia se debe, por una parte, a fallas inherentes a la condicin humana; por otra, a la accin de los interesados en explotar esas fallas, pero en escala no menor se debe a la ineficacia de aqullos que por capacidad y destino elegido estn obligados a profundizar esas convicciones y participarlas. El orden de cosas a que apunta este ejemplo, pue- de ser ampliado de modo que registre todas las posi- bilidades del hombre y las de su convivencia, y en cualquiera de los ejemplos que sealramos de ese infinito registro, hallaramos que las convicciones fundamentales, que en un momento dado otorgan sen- tido y dignidad a la vida, sufren menoscabo por parte de los picaros que las tergiversan, de los inocentes que las ignoran y de los custodios que las guardan para s mismos o las ocultan bajo siete stanos. Exis- te, o debe existir en los pueblos civilizados, un re- pertorio mnimo de convicciones sobre la justicia, la verdad, la belleza, y un repertorio tambin mnimo de aspiraciones puestas sobre la lnea del horizonte; hay pocas felices en que esas convicciones resplan- decen por s solas, y pueblos que en una hora deter- minada aspiran a concretar, lcidamente, objetivos comunes; en esas raras circunstancias nadie es custo- 137 dio de verdades esotricas, ni anunciador de progra- mas que todos comparten de antemano; en ocasiones menos extraas, es una parte de la comunidad la que seala, sobre otra, la vigencia de sus propias normas, creando una violenta tensin y apurando al mximo los recursos de los sectores escindidos; por ltimo, pueblos y pocas ms desventurados, faltos de objeti- vos ntidos, incapaces de sentar acuerdo sobre tareas comunes, de asignar los mismos contenidos a las pa- labras esenciales, indefensos para superar el egosmo cavernario de la lucha por la vida, sobrellevan una terrible confusin. Segn todas las apariencias, los pueblos que integran el bloque de Occidente, viven hoy la confusin producida por el reajuste o la trans- formacin de los valores que lograron su formidable unidad de cultura, confusin cuyo diagnstico deber trazarse desde la historia y la realidad social de cada uno de los pueblos integrantes. El captulo aparte que en esa unidad de cultura conforman los pases de Hispanoamrica, con sus par- ticulares problemas tnicos, y los diversos caminos seguidos para su ensamblamiento con el cauce euro- peo, no es ms que el prembulo para el apartado especial que exige la existencia de un pas como el nuestro. Vstago desvalido de un imperio al que un cmulo de circunstancias volvieron culturalmente arcaizante, el Virreinato del Ro de la Plata, pobre, deslucido, vivi ms de dos siglos como un ente marginal, pres- cindible, sin arte ni parte en la funcin de los centros motores espirituales de Occidente; conectado por sus propios hijos al tronco europeo, el novsimo pas des- 138 cubri que junto a los tmidos ideales que proclama- ban los hombres de las aldeas, la campaa haba desarrollado una concepcin vital sauda y tosca, vuel- ta sobre s misma, vigorosa y soberbia. Cincuenta aos cost el triunfo de la aldea sobre la campaa, pero no ms de veinte el triunfo del inmigrante sobre una y otra. La aldea triunfante, convertida en ciudad sobre su misma sorpresa, pag caro la supresin de uno de los trminos del proceso, caro la prisa por un cmodo ajuste ortopdico; fu invadida por extran- jeros antes de que sus rganos de recepcin estuvieran en condiciones de absorberlos, antes de que sus here- deros naturales pudieran acendrar su conciencia en el culto y en el fervor de objetivos comunes; y el in- migrante de los primeros tiempos, desgajado de las presiones que una cultura clasista haba consentido otorgarles, concert as el acuerdo tcito entre la penuria espiritual que traa y la que encontraba. En un parntesis de ese alud invasor, cuando dos y tres generaciones de hijos de inmigrantes provean de sus reservas los cargos directivos del pas, pareci que se aproximaba la hora de la cristalizacin; se habla mu- cho entonces de Argentinidad, y ms vagamente, de Amrica, se enuncian mdulos de vida, se perfilan prototipos y se promueve un cierto inters generaliza- do hacia las cosas que conciernen al pas y a sus hombres; con este brote promisorio, irrumpe la eclo- sin de los primeros conflictos sociales, pero ambos fenmenos apenas si tuvieron conexin entre s, antes al contrario, se desarrollaron con independencia y en- tre la mutua ignorancia; el movimiento obrero fu aplastado por la polica y por la Ley de Residencia; 139 la pequea burguesa sufri el colapso del partido poltico que la representaba en el poder. Sin convic- ciones valederas, fuera de las dictadas por el instinto de conservacin o el de rapia, el alma colectiva se amold, como las aguas de algunos ros de llanura, a un lecho de riesgosa superficialidad: ser maestro sin ingenuidad pedaggica, poltico sin fe en el pueblo, artista, sin fervor, juez sin pasin por la justicia, ser esto o aquello indistintamente, elegir este oficio o el otro, esta carrera o la otra, casarse o no por la Igle- sia, bautizar o no los hijos, jurar o no por los Evan- gelios, la bandera o la propia conciencia. Una coyun- tura feliz, aspiraciones postergadas, cansancio, desi- dia, y la presencia de un poltico astuto y audaz, de- cidieron una brusca prdida de equilibrio, una frac- tura en el organismo social que no pudo ya dejar a nadie indiferente. La tensin de los diez ltimos aos, el primero de sus desenlaces sangrientos y la inquietante perspecti- va abierta al futuro, inducen a sospechar, y aun a afirmar, que el clima de indiferencia colectiva mues- tra sntomas de haberse transformado en un clima de preocupacin colectiva. Si los motivos de esta preocupacin estuvieran ra- dicados nada ms que en la esfera de lo poltico, es evidente que a los polticos correspondera satisfacer- la; si el malestar afincara slo en cuestiones econ- micas, todos esperaran todo de los expertos en eco- noma, pero si no acertamos a diagnosticar con pre- cisin las causas de esa inquietud, o nos resignamos a aceptar la equvoca palabra "social" para acoplar- la a la no menos vagorosa de "inquietud", entonces. 140 ya no sabremos a quin acudir para que la satis- faga. En rigor, las causas de la preocupacin colectiva subyacen, fraccionadas, en la situacin y en la con- ciencia de cada uno de los integrantes del pueblo, tan- to, por lo menos, como en la compleja trama de fen- menos que anteceden y acompaan desde afuera la actuacin de los individuos, pero no a todos los indi- viduos les es dado elevarse sobre s mismos y pensar- se en conexin con las otras conciencias y con la en- maraada trama de hechos exteriores; a pocos hom- bres de una comunidad es dado asumir este papel, poseer el don de autopensarse en relacin con todos los condicionamientos, y de stos pocos, a menor n- mero todava es dado comunicar a los dems expe- riencias semejantes. El lector habr advertido ya que este largo rodeo llega a su fin; queramos acometer de frente el tema de la participacin, de los contenidos que la actual literatura argentina puede ofrecer a su pblico, mas acometer de frente signific en la prctica pulsar pre- viamente los flancos: es que se hacan necesarias al- gunas precauciones. Y tal vez an se requieran otras. Ni a todos los que escriben les interesa asumir el papel de clarificadores de conciencias, ni ste est s- lo reservado a los que escriben, como parece insinuar- lo la proposicin anterior. Exacto. Descartemos, sin embargo, el caso de aquellos que, sin ser escritores pueden proponerse similares destinos; tales casos ex- ceden nuestra jurisdiccin. En cuanto a aquellos que, siendo escritores, eligen para s caminos de realiza- cin distintos o los sealados, aquellos que por tem- 141 peramento o conviccin artstica prefieren ocuparse del hombre universal y eterno, sen lectores universa- les y eternos los que los juzguen. Este pblico lector (no el pblico lector de la Fran- cia de Luis XIV ni el de la Rusia de Catalina la Grande), este pblico lector argentino, el real y el virtual, que ignora y, a veces, desprecia la literatura argentina, vive en el instante psicolgico ms propi- cio para constituirse en su ms fervoroso aliado; al mismo tiempo, al escritor argentino se le ofrece su mejor oportunidad y, por supuesto, su responsabili- dad mayor. Quin podr medir las consecuencias de un nuevo enfriamiento colectivo, de una recada en la indiferencia, en la sensacin generalizada de fraude y de impotencia? Presupone esto atar al escritor argentino a una funcin determinada, circunscribirle su campo de cul- tivo? No parece que tengan xito ya determinaciones de ese tipo; el Sartre categrico de 1947 no se deci- da a embanderar entonces al escritor francs en las consignas excluyentes del Partido Comunista, y en 1955, el intrpido terico de la literatura comprome- tida, publica generosamente en la revista que dirige, las ficciones borgeanas. Todo lo que puede sealarse es que el escritor argentino tiene una magnfica opor- tunidad de conquistar un pblico, y que para con- quistarlo, el camino ms digno consiste quiz en vol- ver transparente sus estados de conciencia, en apresu- rar cualquiera sea el recurso expresivo que se em- plee la cristalizacin de esa alma colectiva amor- fa, expectante, incgnita. Nadie podr imponer como dogma el que la literatura deba llenar tal o cual fun- 142 cin determinada, pero el modesto sentido comn, si interpreta adecuadamente las circunstancias, puede prevenir que tal funcin sea inoperante y que tal otra se avenga con aqullas, puede prevenir cules recur- sos sean oportunos y cules no. Alguien puede du- dar de la ineficacia, tanto esttica como social, de un poema como el que se public en nuestro ms presti- gioso suplemento literario, poco despus de la revolu- cin de septiembre? Con el smbolo de la red (enri- quecido con eruditas digresiones histricas) se alude al inocente sector del pueblo que se dej embaucar por el demagogo. Moraleja: Ciudadanos y pueblos inocentes! Aprenderis alguna vez, nescientes, A calar las ocultas intenciones De rgulos, tiranos y mandones Y a ver las farsas que su dolo fragua Con la red bajo el agua? 4 Una metfora ofensiva, plagada de latinismos, a qu pblico se dirige? No a los que se libraron de caer en la red, por supuesto, pero tampoco a los que cayeron en ella, porque no podran entenderla jams, y en el caso eventual de que la entendieran, sera for- zoso que se sintieran humillados antes que alecciona- dos por la alusin. Se trata, claro est, de un caso extremo, de una distraccin del modesto sentido comn, pero no se exagerar demasiado al decir que casi todos nuestros 4 A. Melin Lafinur, en "La Naci n" , noviembre 12 de 1956. 143 escritores de cierto renombre, han aportado una pare- cida inoperancia al tratar ese proceso de nuestra his- toria, tan grave y decisivo; la superficialidad aparen- temente obligatoria del 90 por ciento de los ensayos, los lugares comunes de los poemas, y la demora en sacar a luz una supuesta literatura clandestina (pen- semos en Francia en los meses siguientes a la Libe- racin), hacen sospechar que el mayor nmero de nuestros escritores no ha visto, ni sentido, ni pensado nada que contribuya a ver, sentir o pensar un episo- dio en el que toda la comunidad fu, de una u otra manera, partcipe. El peligro inmediato que puede seguir a esta com- probacin de abandono por parte de los miembros ms responsables de la comunidad, aun antes de conside- rar las perspectivas de desaliento y fracaso que men- cionamos anteriormente, consiste en una deflacin to- dava ms aguda del oficio de escritor, en una ms acentuada prdida de su prestigio social y de las po- sibilidades de repercusin y alcance que tal prestigio presupone. Para un escritor a quien le afecte la repercusin y alcance de sus escritos, un prestigio semejante, que incumba al gremio y a la profesin de escritor, es la garanta indispensable de que su obra superar el crculo vicioso de los colegas y a la lectura azarosa y desconectada del lector casual. No es difcil connotar, de esta manera, lo que no debe hacer el escritor argentino actual para ganarse un pblico lector coherente, proporcionado a la po- blacin del pas y a sus posibilidades; menos fcil resulta, en cambio, sealar lo que debe hacer, ya sea 144 por la arbitrariedad que puede suponer un programa, como por el temor de que, entre tantas precauciones, se olvide la premisa esencial de cualquier literatura: su mnimo de calidad y decoro. Sin legislacin posi- ble para aquello que pertenece al fuero de la inspi- racin y la capacidad personal, ningn derecho habra para interferir en la produccin literaria como no fuera una interferencia provocada por la calidad de la misma, slo que en la relacin literatura-pblico, el pblico tambin impone sus reglas de juego y se acomoda a ellas; el pblico lector de la literatura ar- gentina actual, si no erramos la apreciacin, no ha impuesto an sus condiciones, no las ha formulado, porque apenas si existe como pblico; quedan las re- pulsas, y tanteos de los lectores aislados, los nicos elementos de juicio que pueden orientar al escritor, con toda la iniciativa en sus manos, en las oscuras preferencias de su pblico destinatario virtual. Con tan escasos elementos de opinin, el escritor no dedu- cir fcilmente ni canon ni tema literario adecuado a un pblico casi inexistente; su salvacin estar en volverse a la masa annima de presuntos lectores, in- terrogarla, conocerla, interpretarla, asumir por ella el deber de tomar conciencia de las situaciones, mo- dificarla en cualquiera de sus dimensiones, descu- brirle las tensiones y conflictos que la escinden, ha- blarle con cordialidad desprejuiciada, impugnarla, cuantas veces sea necesario, con retratos despiadados, entrenarla en el ejercicio de la honestidad y la salud. Si nuestros escritores acompaan este viaje de ida a su pblico virtual con el mnimo de calidad y decoro que descontbamos anteriormente, tal vez los lectores 145 reales no tardarn en engrosar un pblico coherente, en conformar una amplia caja de resonancia para la literatura argentina. Consideracin final Las perspectivas, aun para aquellos escritores que elijan idntica bsqueda del pblico lector, no son ciertamente las mismas: el lenguaje y sus posibilida- des de comunicacin, condicionan tambin la eficacia del intento. Los poetas, por lo pronto, habituados de ms en ms a adoptar una actitud frente al lenguaje distinta a la que adopta comnmente el prosista, diezman sus crculos de lectores, y parecen decididos a influir so- bre stos de modo diferente al que se propone el es- critor en prosa. Quienes as se deciden, confirman la observacin de Sartre, segn la cual los poetas se nie- gan verdaderamente a utilizar el lenguaje, tendiendo a considerar las palabras como cosas, no como signos reveladores del mundo. Tal observacin puede acep- tarse sin violencia con la condicin de no hacerla ex- tensiva a todos los que se expresan en la manera po- tica, porque podr asentirse sobre un concepto de poesa y de lenguaje potico, pero no puede ignorar- se la eventualidad de que algn poeta intente y de hecho lo intenta a menudo utilizar las palabras co- mo signos. La ausencia, en nuestro panorama litera- rio, de un poeta del aliento de Neruda o Vallejo, de- be inducirnos a reconocer simplemente un golpe ad- verso de la fortuna, que nos ha privado hasta ahora de capacidades semejantes, y no alguna falla consus- 146 tancial al lenguaje potico; lo que s, tal vez, podra suponerse, es que la aparicin sbita de un gran poe- ta dispuesto a influir expresamente sobre las concien- cias de un vasto sector de lectores, encontrara difi- cultades de contacto con ese pblico, dificultades in- sospechables hace 30 40 aos, antes que las auda- cias lugonianas culto de la metfora y de las rimas trabajosas, comenzaran a zanjar el actual distancia- miento de poetas y lectores. Unidos adversidad de for- tuna y evolucin peculiar del tipo de poesa para ce- nculos, dan por resultado una situacin muy poco alentadora, situacin de la que en rigor no cabe aguar- dar ninguna iniciativa que tienda a ganar para la literatura argentina, en los aos inmediatos, un p- blico algo ms numeroso del que hasta ahora acre- dita, atomizado rabiosamente en cien escuelas, ismos y maneras poticas. La adversidad, que juega un importante papel en el panorama de la poesa argentina contempornea, al vaciar prcticamente de valores uno de sus modos de expresin, se ha ensaado en el campo de la li- teratura dramtica. Habamos dicho ya que en el teatro deban librarse los ms molestos encuentros entre la lengua literaria y la cotidiana, y que nues- tros autores deban padecer, ciertamente, las limita- ciones de la segunda y el tab que prescribe a la pri- mera de los usos sociales; un dramaturgo o comedi- grafo argentino que decida apoyarse en temas y per- sonajes de su sociedad y su tiempo, tiene que sentirse un tanto apretado por una clase de limitacin que in- cide esencialmente sobre su utensilio de trabajo, y sus escrpulos deben recorrer la variada gama que 147 separa la urgencia de autenticidad, del gusto por el esplendor literario. Parece difcil empresa apoyar una ficcin sobre la base fundamental del dilogo, cuando los personajes que en ella intervienen, pertenecen a una comunidad de parcas dotes comunicativas, carente del don y el gusto por la palabra, y enquistada orgullosamente en esa condicin, pero no hay razones para suponer que se trate de una dificultad insuperable. Cualquier manual de historia literaria nos recuerda que los nicos lo- gros importantes en este gnero, se consiguieron jus- tamente en la poca principios de siglo en que nuestra lengua se hallaba ms alejada del proceso unificador actual, ms prxima a los embrollos ex- tranjerizantes y al prurito de las diferenciaciones lo- calistas; numerosas experiencias han desplazado con xito el apoyo del dilogo, cuando ste es dificultoso o poco dctil, a la explotacin de las situaciones pu- ramente teatrales; de este concierto de recuerdos y experiencias, es fcil deducir una conclusin, no por obligada menos inquietante, porque ser cmodo asig- nar a la ausencia de autores valiosos el descalabro de nuestra literatura dramtica, pero es incmodo reconocer que esta defeccin se haya producido en el nico campo donde existe un pblico real, numeroso y entusiasta. No creemos, con el juicio de valor im- plcito en este enunciado, incurrir en la tentacin que evitamos desde el punto de partida, porque no se trata aqu de discutir si existe o no una literatura dramtica argentina, sino simplemente de comprobar la proporcin entre la enorme expectativa con que un pblico ganado preferentemente por el teatro voca- 148 cional en los ltimos diez aosaguarda y estimula la aparicin de obras argentinas, y el nmero y arraigo de stas en cartelera. El nuevo pblico teatral de Buenos Aires y de algunas ciudades del interior del pas, marca uno de los fenmenos culturales ms inte- resantes de los ltimos aos. Causas difciles de pre- cisar gravitan en su conformacin; entre ellas tal vez pueda sealarse una que surge al confrontarse el des- tino anterior de los teatros vocacionales (salas desco- nocidas, bordereaux nfimos), y la recientsima data de su pblico actual; esta circunstancia cronolgica vuelve tolerable la hiptesis de que no fu ajena a la gestacin de ese pblico la ansiedad con que algunos sectores de la poblacin buscaron, en un momento dado, una vlvula de escape al clima de opresin es- piritual reinante. Sitios subterrneos, con sugestivas reminiscencias de catacumbas, reconocimiento ritual de los iniciados, obras sin sospecha de xitos escan- dalosos, desinters, fervor: contrarrplica del mundo oficial exterior, tumultuoso, indiscriminado, espeso. Esta circunstancia, u otras, cualesquiera sean, favo- recieron la aparicin de un pblico coherente, visible, al que se sabe dnde encontrar, un pblico predis- puesto a la participacin de cuanto contenido ms o menos valioso se le ofrezca: es la gracia y el lujo de los gestores de nuestra literatura dramtica; ellos son los nicos escritores para quienes est concedida esa ventaja previa. No es el extenso pblico, la co- lectividad plena que algunos desearan como elemento esencial del dilogo dramtico, pero es un pblico al fin con fisonoma definida, al que se puede enfrentar sin temor de escamoteos fantasmales. 149 Los ensayistas, sea que elijan el libro, el folleto o la pgina periodstica como medio de difusin, des- conocen el malestar provocado por la disyuntiva de lengua literaria y cotidiana, al haber optado umver- salmente por la primera. Tal opcin les otorga la ven- taja aparente de trabajar con un instrumento de re- gistro amplio y de fcil manejo, pero suele inducirlo a prestar fe a un verdadero espejismo. La ilusin pti- ca del manejo de la lengua de cultura enseada en la escuela, difundida por la prensa, el libro, los do- cumentos oficiales y de trmite burocrtico con- siste en suponer que el inmenso pblico por el que transita la accin de la escuela, de la prensa, del libro, del papelero oficial, est verdaderamente adies- trado en el uso y la posesin de la lengua de cul- tura. Infinidad de palabras que el ms adocenado periodista manipulea n crnicas y relatos sensacio- nalistas, devoradas como el pan de cada da por un pblico vido e irreflexivo, quedan flotando para siempre en el limbo de las letras de molde, sin peso ni sustancia, sin destino. Buena parte de las acep- ciones que habitualmente se manejan en el lenguaje literario de menores pretensiones, sufren esa suerte, y la sufren ante la ignorancia de los mismos que las emplean, ajenos al dispendio y a la inutilidad de tales sacrificios. Es forzoso citar aqu el tradicional distingo entre pblico minoritario y mayoritario; sa- bido es, pqse a las enojosas resonancias de tales dis- tingos, que ellos, tarde o temprano, tienden a esta- blecerse en todos los tipos de relaciones y de activi- dades humanas y que, con frecuencia, se han esta- blecido con escrupuloso rigor; literatura de crculos 150 restringidos y literatura popular no son antinomias in- ventadas por ninguna poca especial, ni son patrimonio de determinadas sociedades; entre nosotros, sin embar- go, no parece prosperar esa profunda intencin de di- cotoma en el campo literario, como no parece prospe- rar en el de ninguna otra actividad o relacin social. Fuera del poderoso experimento de Jos Hernndez, apenas pueden contarse experiencias serias destinadas a la creacin de una gran literatura popular. Sig- nifica este hecho que los sectores ms extensos de po- blacin han sido absorbidos en el radio de accin de los pequeos crculos gestores de la alta cultura lite- raria? Slo el ms exagerado optimismo de los pro- pulsores de la enseanza comn obligatoria poda confiar en un resultado semejante. La simple ense- anza de la lengua de cultura, la nivelacin social por el nico conducto de la difusin de la lengua li- teraria, la integracin de la lengua y los hbitos men- tales de los desposedos en la lengua, y los hbitos mentales de los poseedores, no poda jams realizarse sin la correlativa integracin en las fuentes del poder y la riqueza; agrguese a esta falla de origen, el juego de los oscuros resortes colectivos a que aludimos al reflexionar sobre el xito del voseo, y tendremos la sospecha de que nuestra lengua literaria, habilitada ingenuamente para todo, exige una revisin de sus al- cances y sus lmites, una requisitoria de sus usurpa- ciones. No es difcil profetizar que, cualquiera sea el resultado de una revisin semejante, no variar mucho la situacin del escritor argentino actual, atado a su nico instrumento expresivo posible. Si es honesto, si es de los que se juegan en cada una de las palabras, 151 correr el riesgo de que un grupo de lectores asuman la magnitud de su juego, la chance de que un grupo mayor desvirte el sentido de sus escritos, la certeza de que una abrumadora proporcin de lectores no lo entender en absoluto. Nada perder con esta situa- cin, el escritor que elija como destinatario, el mi- nsculo sector de intelectuales, con ser un pblico frac- turado y poco homogneo; pero si elige, si necesita perentoriamente comunicarse con los ms amplios grupos de lectores, entonces probar sus limitaciones, probar el espejismo de su poder universal de co- municacin. Ejemplos extremos, como el de un Mar- tnez Estrada conmovedoramente vuelto hacia un in- tento de comunicacin con el pueblo, a travs de epstolas bblicas, plurales mayestticos y pronom- bres engolados, son ndices,' exagerados sin duda, de la real penuria, del disentimiento, de la incomuni- cabilidad a que lo ha arrojado la situacin de la lengua literaria, su nico instrumento expresivo. De los escritores ensayistas, los ms capacitados, en apa- riencia, para convertir la lengua literaria en un puen- te efectivo de comunicacin con los sectores populares, seran los periodistas. Los recursos del oficio les han enseado los giros y las frmulas ms apropiados para herir el inters de millares de lectores annimos, las maas para que el lenguaje de cultura no se cons- tituya en obstculo para la noticia y el dato. El pe- riodista ha aprendido a supeditar la lengua literaria a los fines de la informacin, pero no parece haberse interesado en invertir el proceso, por lo que, en sus manos, las palabras tienen el sentido que les determina la noticia principal, no el que dimana de s mismas. A 152 pesar de su decidida (aunque muchas veces involun- taria) colaboracin en este proceso, el periodista sigue siendo el ms indicado para intentar un acercamiento real al lector annimo; la punta de lanza inevitable. Slo un escollo puede encontrar, fuera de los que pudiera ofrecerle algn conato de deformacin pro- fesional, y es la opinin difundida y aceptada tci- tamente por millares de esos lectores annimos de que cualquier cosa que se diga en los diarios no merece demasiada fe. Mucho tardar en reponerse ese lector, del asombro y del desconcierto que le produjeron los ruidosos cambios de tendencia, las increbles conver- siones, las delirantes proclamas con que buena parte de la prensa argentina, usando los mismos ttulos, la misma tipografa, pas del elogio de un rgimen al elogio de la Revolucin que lo derroc. Mucha salud deber rebosar la prensa argentina para que absorba la desconfianza mortal con que la frecuenta una bue- na parte de sus lectores. En la novela y el cuento parecen confluir las me- jores posibilidades de comunicacin. El empleo con- junto de la lengua literaria y la oral, o su empleo por separado, asignan a la ficcin en prosa las ventajas de ambas y le permiten neutralizar sus respectivas limitaciones; pblicos restringidos o amplios pueden ser invocados en la casi infinita longitud de onda que abre un inacabable repertorio temtico y un medio expresivo adaptable a la realizacin artstica adecuada y a la comprensin del pblico destinatario. Para el novelista prcticamente todo es posible lo cual signi- fica que al novelista corresponda, tal vez, la ms no- table responsabilidad en esta empresa de configurar 153 los grandes esquemas de nuestro pblico lector. El novelista puede asumir los tonos de voz, interpretar los residuos irracionales, penetrar, objetivar, convertirse en conciencia viva de cada uno de los lectores a quien se dirija: y puede dirigirse a todos. Este rpido examen de las posibilidades con que nuestros escritores cuentan para transformar el inmen- so pblico virtual en un pblico de lectores reales, no podra concluir sin una referencia al equvoco en que sustentan sus esperanzas la mayor parte de esos es- critores. La literatura es, entre tantos, uno de los me- dios de realizar un destino individual, y puede ser, entre otros, uno de los medios para intervenir en el destino de los dems hombres; quienes se realizan, quienes centran su vida en los trminos de la expre- sin literaria, deben sentir, y sienten, la dignidad del oficio y la misin elegidos, pero no deben exagerar los alcances de ese sentimiento transformando la dig- nidad del oficio en su vanidosa ostentacin, ni supo- ner que la misin asumida les confiere el papel de poderosos demiurgos. Si en comunidades de arraigada tradicin literaria, se confirma ya la tendencia de una deflacin de la literatura, de su desplazamiento je- rrquico de los cuadros valorativos, pinsese cul ser el lugar efectivo que la expresin literaria ocupar en el juego de valores y de intereses en que se debate nuestro ser colectivo. El olvido de las infinitas circuns- tancias que exceden la intervencin de destinos indi- viduales, induce con frecuencia a sobrevalorar la im- portancia de esos mismos destinos. El escritor argen- tino se equivocar penosamente si da en la mana de creerse un ser providencial, como se equivoca en 154 sus aoranzas de la vida literaria parisiense y su glo- rificacin de las rencillas, las rivalidades, las intri- gas, la institucin del "vedettismo" y la obsesionante defensa de los prestigios. En un pas donde la literatu- ra aprende sus primeros pasos, el escritor violentar la dignidad y la misin que le asigna el oficio elegido, con cualquier determinacin que no sea la de realizar honestamente su obra. Los lmites imprecisos de un p- blico fantasmal, hipottico, abierto como una incg- nita gigante, marcan los lmites de su propia respon- sabilidad. 155 S U M A R I O CAPTULO I PG. Pblico, espectculo y cultura. Literatura y pblico El lector condicionado. El horizonte de valores. Intento de anlisis. Perspectivas. Crnica contempornea . . 7 CAPTULO I I Historia de la literatura argentina. El pblico de nues- tros mejores libros. Del xito y del fracaso. Omisio- nes y sugerencias 47 CAPTULO I I I El libro asediado. Sucedneos actuales de la lectura: la radio, el cine, la televisin. La infraliteratura. Series policiales y de aventuras; el relato truculento. Resultados de una encuesta 86 CAPTULO I V La comunicacin. Posibilidades y limitaciones. El len- guaje: lengua oral y lengua escrita. Repudio y efica- cia del voseo. La participacin. Qu decir al p- blico lector? Consideracin final 115 ESTE LIBRO SE TERMINO DE IMPRIMIR EL 11 DE SETIEMBRE DE 1956, EN MACLAND S. R. L Crdoba 3965, Bs. As., ARGENTINA