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ADIOS, MADRE MÍA

Arrojamos pétalos de rosa para despedirte


en la tarde calurosa y azul,
pétalos que volaron suavemente
hacia donde en realidad ya no estabas.

Detrás de las lágrimas caerían la tierra y su oscuridad,


y comenzaría el combate desigual contra el olvido.

Ahora se inicia el trabajo torpe de nuestra memoria,


sensible a la evaporación, como el alcohol.

Lejanos quedan tu inglés melodioso y la voz trémula


de los días en que recitabas el poema de James Elroy Flecker
"A un poeta dentro de mil años".
En lugar de un milenio de trascendencia puedo ofrecerte
los años que duremos mis recuerdos y yo.

Los besos y las caricias no eran tu fuerte.


Tu fuerte era ser fuerte.
Nunca subiste a una silla para escaparle a nada:
te quitabas la sandalia sin dudar
y arañas y cucarachas pasaban a mejor vida.

Te llevé pocas veces los merengues


que tanto te gustaban;
yo, que acepté la generosidad que brindabas
tan discretamente, con la boca cerrada.

¿Para qué enumerar tus defectos?


Fuiste gallarda y gentil. Compartiste con naturalidad
la pobreza y la abundancia.
Ojalá los ángeles en los que tanto creías
formen una doble hilera, con tambores y trompetas,
para recibirte.

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