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Un cuento de Angela Carter que nos trae a una chica que se interna en el bosque, la cual termina teniendo un extraño, ferico y turbulento romance con el enigmático elfo rey del bosque.
Un cuento de Angela Carter que nos trae a una chica que se interna en el bosque, la cual termina teniendo un extraño, ferico y turbulento romance con el enigmático elfo rey del bosque.
Un cuento de Angela Carter que nos trae a una chica que se interna en el bosque, la cual termina teniendo un extraño, ferico y turbulento romance con el enigmático elfo rey del bosque.
La lucidez, la claridad de la luz de aquella tarde se bastaba a s misma. La transparencia perfecta
debe ser impenetrable, haces verticales de una amarillenta, metlica destilacin de luz, haces que descienden desde los intersticios amarillos, azufrados, de un cielo henchido de nubes grises, todava preadas de lluvia. Con dedos sucios de nicotina, la luz hiende el bosque, el follaje centellea. Un da fro de final de octubre, cuando, como espectros de ellas mismas, las bayas penden mustias de los descoloridos zarzales. Crujir de cscaras y cortezas de hayuco y de bellotas bajo los pies, en el limo bermejo de los helechos muertos, all donde las lluvias equinocciales han anegado a tal punto la tierra que el fro, el lancinante fro del ya cercano invierno, ese fro que te atenacea y estruja el estmago, rezuma a travs de la suela de tus zapatos. Los sacos desnudos tienen un aire anorxico; en el bosque otoal no son muchas las cosas que puedan hacerte sonrer, y sin embargo no es sta, todava no, la estacin ms triste del ao. Hay, s, una acuciante sensacin de tregua, de la inminente suspensin de la vida; el ao, al girar, se repliega sobre s mismo. Atmsfera introspectiva, un contenido silencio de hospital. El bosque encierra. Traspones los primeros rboles y ya no ests al aire libre; la espesura te engulle. No hay senderos a travs de la fronda, este bosque ha retornado a su soledad primigenia. Una vez dentro, all habrs de quedarte, hasta que l te permita volver a salir, pues no hallars hito alguno que pueda orientarte hacia un camino seguro; la maleza ha invadido aos ha los senderos, y zorros y conejos corretean ahora a travs del intrincado laberinto por sus propias sendas, y ya nadie puede entrar. Los rboles se mecen con un rumor semejante al de las faldas de tafetn de las mujeres que se han extraviado en la espesura y merodean desesperanzadas en busca de una salida. Las cornejas volatineras juegan al escondite entre las ramas de los olmos en que han arracimado sus nidos y de tanto en tanto graznan roncamente. Un arroyuelo, con las mrgenes de blando limo, corre a travs de la floresta, pero a la par del ao tambin l se ha vuelto taciturno; el agua negruzca y silenciosa ha cuajado en hielo. Todo cae en una pausa de quietud, todo se aletarga. Una muchacha se internar en el bosque tan confiada como Caperucita Roja camino de la casa de su abuela, pero esta luz no admite ambigedades y aqu ella quedar atrapada en su propia ilusin, porque todo en el bosque es exactamente lo que parece. El bosque encierra y vuelve a encerrar, como un juego de cajas chinas que se abren unas dentro de otras; las secretas perspectivas del bosque cambian sin cesar en torno de la intrusa, la viajera imaginaria avanzando hacia una distancia inventada que perpetuamente se alejaba de m. Es fcil extraviarse en estos bosques. Las dos notas del canto de un ave se elevaron en el aire quieto como si mi deliciosa, mi nbil soledad se hubiese trocado en sonido. Haba una bruma ligera enmaraada entre los matorrales remedando los mechones de las babas del diablo que, en las ramas ms bajas de los rboles y arbustos, entretejan capullos sedosos; pesados racimos de bayas rojas, maduras y deliciosas como frutos fericos o encantados, pendan de los zarzales, pero las hierbas viejas se agostan, se repliegan. Uno por uno los helechos han desenroscado sus cien ojos y han vuelto a enroscarse en la tierra. Los rboles, con sus ramas casi desnudas, entretejan una cunita, un cendal por encima de mi cabeza, de modo que yo tena la impresin de hallarme dentro de una cabaa hecha de tules. Y aunque ese viento fro que siempre anuncia tu presencia (ah, si yo entonces lo hubiera sabido) soplaba suavemente alrededor de m, crea estar sola, sola en todo el bosque. El Elfo rey te causar un dao irreparable. Taladrante, ahora, se oy otra vez el canto del ave, tan desolado como si brotara de la garganta del ltimo pjaro que quedara con vida. Aquel llamado, con toda la melancola del ao moribundo, me lleg directamente al corazn. Camin y camin a travs del bosque hasta que todas sus perspectivas convergieron en un claro crepuscular; apenas los vi supe que todos sus ocupantes haban estado esperndome, desde el momento mismo en que entr en el bosque, con la infinita paciencia de las criaturas salvajes que disponen de todo el tiempo del mundo. Me hallaba en un jardn en el que todas las flores eran aves y bestias, palomas de suave plumaje ceniciento, ratonas diminutas, zorzales moteados, petirrojos de babero escarlata, enormes cuervos acorazados y relucientes como charol, un mirlo con el pico amarillo, ratones de agua, musaraas, tordellas, pequeos gazapos pardos con las orejas extendidas como cucharas a lo largo del lomo, todos acurrucados a los pies de l. Una liebre rojiza, alta y enjuta, erguida sobre sus grandes patas, frunciendo y desfrunciendo el morro. El zorro de color herrumbre, el hocico afilado, puntiagudo, tena la cabeza apoyada en sus rodillas. Asida al tronco de un serbal escarlata, lo observaba una ardilla; desde la rama de un espino, un faisn tenda delicadamente su cuello irisado y lo espiaba; una cabra de una blancura inverosmil, resplandeciente como si fuera de nieve, volvi hacia m sus ojos mansos y bal suavemente para que l supiera que yo haba llegado. l sonre. Deja a un lado el flautn de saco que toca para atraer a los pjaros. Posa en m su mano irrevocable. De tanto mirar el bosque, sus ojos son verdes, de un verde absoluto. Hay ojos que pueden devorarte. El Elfo rey vive solitario en el corazn del bosque, en una cabaa de una sola habitacin. A esa cabaa de ramas y piedras le ha crecido un pellejo de lquenes amarillos. En el tejado mohoso crecen hierbas y hierbajos. El hacha las ramas cadas de los rboles para hacer el fuego y trae agua del arroyo en un cubo de estao. De qu se alimenta? De qu, sino de los dones y frutos del bosque! Ortigas estofadas; sabrosos guisos de pamplinas aderezados con nuez moscada; cuece como si fueran coles las hojas del zurrn de pastor. Sabe cules de los hongos festoneados, moteados, podridos, son comestibles. l les conoce sus costumbres misteriosas, sabe cmo brotan de la noche a la maana en los sitios oscuros y prosperan sobre las substancias muertas. Hasta los vulgares nzcalos que se preparan como los callos, con leche y cebollas, y la cantarela de color yema de huevo con su sombrerete abovedado en abanico y su ligera fragancia a albaricoque, todos crecen de la noche a la maana como burbujas de tierra, no son frutos de la naturaleza, nacen de la nada. Y eso mismo podra yo pensar de l, que ha nacido del deseo de los bosques. Por las maanas, l sale a recolectar sus raros tesoros, los manipula con la misma delicadeza con que recoge los huevos de las palomas, los deposita en una de esas cestas de mimbre que l mismo teje, prepara ensaladas de diente de len l le da nombres groseros: hierba meona, culo de vieja y las alia con algunas hojas de fresa silvestre, pero jams toca las zarzas, dice que el diablo escupe sobre ellas el da de San Miguel. Su cabra nodriza, blanca como el suero, le proporciona leche en abundancia y l prepara con ella quesos tiernos con un sabor extrao, rancio, amnitico. A veces caza un conejo en una trampa de cuerdas y prepara una sopa o un estofado que condimenta con ajo silvestre. Del bosque y de las criaturas que lo habitan, todo lo sabe. Me ha contado que las culebras, las ms viejas, abren grande la boca cuando huelen peligro y las pequeitas desaparecen en las gargantas de las ms viejas hasta que el miedo pasa y vuelven a salir para corretear como siempre por el suelo. Me ha contado que ese sapo sabio que se sienta en cuclillas entre los rannculos a la orilla del arroyo en el verano tiene una piedra preciossima en la cabeza. Me ha dicho que la lechuza era la hija de un panadero; despus me ha sonredo. Me ha enseado a trenzar esteras con los juncos y a tejer cestas con tallos de mimbre, y esas jaulas pequeitas en las que encierra a sus pjaros cantores. Su cocina trepida y tiembla con los trinos y gorjeos de jaula a jaula de sus pjaros, alondras y jilgueros, esas jaulas que l apila una sobre otra contra la pared, toda una pared de pjaros cautivos. Qu crueldad, encerrar en jaulas avecillas silvestres. Pero l se re de m cuando le digo eso; se re y muestra sus dientes blancos, puntiagudos, brillantes de saliva. Es un ama de casa excelente. Su rstico hogar reluce como un espejo. Encima del fogn, la marmita y la sartn brillan lado a lado como un par de zapatos recin lustrado. Por encima del fogn cuelgan ristras de setas, esas setas finas, espiraladas, llamadas orejas de judo que crecen en el tronco de los sacos desde que Judas se ahorc colgndose de uno de ellos. Esa clase de consejas suele narrarme para poner a prueba mi credulidad. Tambin cuelga a secar ramas de hierbas: tomillo y mejorana, salvia, verbena, brtano, milenrama. La estancia es musical y aromtica y siempre hay un fuego de lea que crepita en la parrilla, un humo acre y dulzn, una llama alegre, centelleante. Pero de la vieja viola que cuelga de la pared del lado de los pjaros no es posible arrancar una sola meloda porque todas sus cuerdas estn rotas. Ahora, cuando salgo a caminar, algunas veces por la maana, a esa hora en que la escarcha ha puesto ya su brillante huella digital sobre los matorrales, y otras, menos frecuentes pero ms tentadoras, cuando anochece y empieza a descender la fra oscuridad, voy siempre a la cabaa del Elfo rey y l me derrumba en su susurrante jergn de paja, y all yazgo yo, a merced de sus manazas. l es el tierno carnicero que me ha enseado que el precio de la carne es el amor; desuella la coneja, dice. Y yo me quito toda mi ropa. Cuando se peina la larga cabellera del color de las hojas muertas, hojas muertas se desprenden de ella. Caen al suelo con un susurro, como si l fuera un rbol, y l puede estar erecto e inmvil como un Cuando se peina la larga cabellera del color de las hojas muertas, hojas muertas se desprenden de ella. Caen al suelo con un susurro, como si l fuera un rbol, y l puede estar erecto e inmvil como un rbol cuando desea que las palomas revoloteen arrullando suavemente para ir a posarse en sus hombros, esas gordas bobaliconas y confiadas con los bonitos anillos de boda alrededor del cuello. El hace sus caramillos con ramas de saco y es ste el instrumento que usa para atraer a los pjaros desde el aire; todos acuden a su llamada; y a los de cantar ms dulce los encierra en sus jaulas. El viento agita la fronda oscura y silba a travs de los rboles. Un poco del cierzo fro que sopla sobre los cementerios siempre lo acompaa; los cabellos de la nuca se me erizan, pero no le tengo miedo; slo al vrtigo le tengo miedo, a ese vrtigo con que l me coge. Miedo de caer. De caer como podra caer a travs del aire un pajarillo si l, el Elfo rey, atara las puntas de su pauelo para encerrar en l a todos los vientos. Entonces, ya las corrientes no lo sostendran y todos los pjaros caeran al imperativo de la gravedad, como caigo yo para l, y s que si no caigo todava ms es tan slo porque l es tierno conmigo. La tierra, con su suave velln de hojas muertas y hierbas del ltimo verano, slo me sostiene por complicidad con l, porque su carne es de la misma substancia que esas hojas que lentamente vuelven a transformarse en tierra. l podra arrojarme a la sementera de la generacin del prximo ao y yo tendra que esperar para volver de mi oscuridad hasta que l me llamara con su caramillo. Sin embargo, cuando l arranca de su instrumento esas dos notas claras, yo acudo, acudo igual que cualquiera de esas otras criaturas confiadas que se posan en el hueco de su mueca. He encontrado al Elfo rey sentado en un tronco cubierto de hiedra hilando hacia l, en una rueca de sonidos diatnicos una nota ascendente, una nota descendente, a todas las avecillas del bosque; un llamado tan dulce, tan irresistible que los haca acudir en una confusa, gorjeante muchedumbre. El claro estaba tapizado de hojas muertas, algunas del color de la miel, otras rojas como ascuas, otras como la tierra pardas. Y l pareca a tal punto ser el alma del lugar que not sin sorpresa que el zorro apoyaba, confiado, la cabeza en sus rodillas. La luz sepia del final de la tarde penetraba en la tierra hmeda, espesa; todo silencio, todo calma y el fro olor de la noche que se acercaba. En el bosque, ni un solo refugio a no ser su cabaa. As fue como penetr en la soledad poblada de pjaros del Elfo rey, el que guarda a sus criaturas plumosas en las pequeas jaulas que l mismo ha tejido con ramitas de mimbre, esas jaulas en las que ellas se posan y cantan para l. Leche de cabra para beber de un abollado cuenco de estao; comeremos los bollos de avena que l ha horneado en la solera del fogn. Repiquetear de la lluvia sobre el tejado. La aldaba golpea contra la puerta. Estamos los dos encerrados en la estancia en penumbra, en el aire seco con el aroma de los troncos que arden y crepitan en llamas diminutas, y yo yazgo en el crujiente jergn de paja del Elfo rey. Su piel tiene el color y la textura de la nata agria, sus tetillas se yerguen rojizas, maduras como bayas. Es como un rbol que diera frutos y flores en la misma estacin y en la misma rama, qu delicia, qu placer. Y de pronto ay siento tus dientes filosos en las profundidades subacuticas de tus besos. Los vientos equinocciales han aprisionado a los olmos desnudos y los hacen zumbar y girar como derviches. T hincas tus dientes en mi garganta y me haces gritar. Desde lo alto del claro la luna blanca ilumina framente nuestros abrazos. Cun dichosa vagabundeaba yo, o sola ms bien vagabundear; en aquel entonces yo era la perfecta hija del esto, pero el ao gir, la luz se decant y vi de pronto, alto como un rbol con las ramas cuajadas de pjaros, al cenceo Elfo rey quien con su mgico lazo de msica inhumana me arrastraba hacia l. Si yo encordara en tus cabellos la vieja viola, t y yo podramos valsar juntos al sonde la msica a la hora en que la exhausta luz del da se diluye entre los rboles; tendramos una msica ms bella que los estridentes cantos nupciales que entonan las alondras y los jilgueros apilados en sus bonitas jaulas mientras el techo se cimbra y cruje bajo el peso de las aves que t has embrujado cuando nosotros nos entregamos bajo las hojas a tus misterios profanos. l me desviste hasta mi ltima piel, hasta esa desnudez de satn malva, nacarado, como quien desuella una coneja; despus vuelve a vestirme en un abrazo tan difano e infinito que bien podra ser una tnica de agua. Y esparce sobre m hojas muertas como si las arrojara al torrente en que yo me he transformado. De vez en cuando, al azar, los pjaros, cantando todos a la vez, pulsan un acorde. Su piel me cubre por completo; somos como las dos mitades de una semilla encerradas en el mismo tegumento. Me gustara volverme inmensamente pequea, para que t puedas tragarme, como esas reinas de los cuentos de hadas que quedan encinta cuando tragan un grano de maz o una semilla de ssamo. As yo podra habitar tu cuerpo y t me pariras. La vela flucta, se apaga. Su contacto me consuela y me devasta a la vez; siento mi corazn que pulsa, que se agosta, desnuda como una piedra sobre el jergn crujiente, mientras la hermosa noche lunada se desliza por la ventana para motear los flancos de este inocente que construye jaulas para sus dulces pjaros cantores. Cmeme, bbeme; sedienta, consumida, hechizada, vuelvo a l una y otra vez a que sus dedos me desnuden de esta piel andrajosa y me vistan con su traje de agua, esa tnica que me envuelve y me empapa, su olor resbaladizo, su voluntad de ahogar. Ahora los grajos gotean invierno de sus alas, invocan con su graznido la estacin ms inclemente. Ha empezado a hacer fro. Ya no quedan casi hojas en los rboles y los pjaros acuden a l ms numerosos porque con este clima despiadado la comida no abunda. Los mirlos y los zorzales tendrn que desenterrar caracoles de bajo los setos y romper los cascarones contra las piedras. Pero l, el Elfo rey, les da maz, y cuando sopla su caramillo pronto no puedes verlo pues ellos lo han cubierto como una lluviecita de aguanieve plumosa. Para m, l despliega un ferico festn de frutas, qu suculencia tentadora; yo estoy tendida encima de l y veo la lumbre de la hoguera sorbida por la negra vorgine de sus ojos, esa ausencia de luz all, en el centro que tan tremenda presin ejerce sobre m, que me atrae hacia el fondo. Ojos verdes como manzanas. Verdes como muertos frutos de mar. Un viento se levanta; hace un ruido extrao, grave, salvaje, torrentoso. Qu ojos tan grandes tienes. Ojos de una luminosidad incomparable, la numinosa fosforescencia de los ojos de los licntropos. El verde glido de tus ojos fija la imagen refleja de mi rostro. Es un almbar, una ambrosa verde que me atrapa. Tengo miedo de quedar prisionera en ella para siempre, como las pobres moscas y hormiguitas cuando pisaron la resina antes de que el mar cubriera el Bltico. l me enrosca en el crculo de sus ojos alrededor de un huso de trinos de pjaros. Hay un agujero negro en el centro de cada uno de tus ojos; es su centro inmvil. Mirarme en l me da vrtigo, como si fuera a precipitarme en ese abismo. Tu ojo verde es una cmara reductora. Si miro el tiempo suficiente me volver tan pequea como mi propio reflejo, me reducir a un punto, y desaparecer. Ser arrastrada hacia ese torbellino negro y consumida por ti. Me volver tan pequea que t podrs encerrarme en una de tus jaulas de mimbre y burlarte luego de mi libertad perdida. He visto la jaula que ests tejiendo para m; es muy bonita, y en adelante all estar, en mi jaula, entre tus otros pjaros cantores, pero yo... yo permanecer muda, por despecho. Cuando comprend lo que el Elfo rey quera hacerme, un miedo cerval se apoder de m, y no supe qu hacer, porque lo amaba con todo mi corazn y no tena sin embargo deseo alguno de unirme a la canturreante congregacin que l guardaba en sus jaulas, pese a que cuidaba de ellos con inmensa ternura, les daba agua fresca cada da y los alimentaba bien. Sus abrazos eran sus seuelos y a la vez, oh, s, eran las ramas con que estaba tejida la trampa misma. Y sin embargo l, en toda su inocencia, no saba que poda ser la muerte para m, pero yo supe desde el momento mismo en que lo vi qu dao irreparable poda causarme l, el Elfo rey. Aunque el arco est colgado en la pared junto a la vieja viola, todas las cuerdas estn rotas y no puedes tocar. Yo no s qu melodas podras tocar en ella, si fuera encordada otra vez: nanas para vrgenes locas, quiz, y yo ahora s que tus pjaros no cantan, que lo que hacen es llorar porque no saben cmo salir del bosque, porque cuando se zambulleron en los corrosivos estanques de su mirada perdieron la carne y ahora deben vivir enjaulados. A veces l apoya su cabeza en mi regazo y deja que yo peine sus preciosos cabellos; los cabellos que le arranco al peinarlo son hijos de cada uno de los rboles del bosque y ruedan a mis pies con un susurro crepitante. Su cabellera cae sobre mis rodillas. Silencio como en un sueo frente al fuego que chisporrotea mientras l yace tendido a mis pies y yo desprendo de su lnguida cabellera las hojas muertas. Este ao el petirrojo ha vuelto a construir su nido en el techo de paja; posado en un leo, se limpia el piso, se esponja el plumaje. Hay en su canto una dulzura quejumbrosa, un no s qu de melancola por el ao que ha terminado... El petirrojo, el amigo del hombre pese a la herida en su pecho de la que l, el Elfo rey, le ha extrado el corazn. Apoya tu cabeza en mis rodillas para que yo no pueda ver nunca ms esos soles verdes de tus ojos que se vuelven hacia adentro. Las manos me tiemblan. Ahora, mientras l yace as, soando a medias, a medias despertando, tomar dos grandes manojos de sus cabellos susurrantes y los enroscar en sogas, muy suavemente, para que no se despierte, y suavemente, con manos tan suaves como la lluvia, lo estrangular con ellas. Despus, ella abrir todas las jaulas y dejar en libertad a todos los pjaros; y ellos se transformarn en muchachas, cada uno de ellos, cada una con la impronta carmes de su mordedura de amor en la garganta. Con la cuchilla que l usa para desollar los conejos, ella tronchar su gran melena; encordar el viejo violn con cinco cuerdas de pelo castao ceniciento. Entonces, sin que nadie lo pulse, tocar una msica discordante. El arco danzar sobre las nuevas cuerdas, y ellas gritarn: Madre, madre, me has asesinado.