Bloch, Raymond - Los Prodigios en La Antigüedad Clásica PDF
Bloch, Raymond - Los Prodigios en La Antigüedad Clásica PDF
LOS PRODIGIOS EN LA
ANTIGÜEDAD CLASICA
A la vez que breve y com pleto, este lib ro es o rig in a l por su enfoque y por
sus aportes concretos (como, por ejem plo, . las interpretaciones referentes ai
espejo de Bolsena y a las urnas funerarias).
El lector puede consultar las siguientes obras conexas del fondo Paidós:
P A ID O S — Buiercs A ires
RAYMOND BLOCH
LOS PRODIGIOS
EN LA ANTIGÜEDAD
CLASICA
Biblioteca de Cultura
Clásica, Editorial Paidós
Buenos Aires, Argentina
Versión castellana
de
Eduardo J. Prieto
Ex profesor de la Universidad de Buenos Aires
y de la Universidad del Litoral
Indice
Introducción 9
Notas 16
Primera Parte
Segunda Parte
7
II Caracteres generales de los “ Responso” de los
arúspices acerca de los prodigios 66
Notas 72
III Los arúspices y las exégesis de los
prodigios 73
Notas 86
IV Las expiaciones de los prodigios 89
Notas 95
Tercera Parte
El prodigio romano
Bibliografía 184
8
Introducción
9
entonces, distinguir las actitudes y creencias de
éstas. Cuando las clases cultivadas se apartan
de los ritos de la religión tradicional, algunos de
sus miembros sienten una fuerte tentación de acre
centar su autoridad y su poder explotando políti
camente la creencia enraizada de las muchedum
bres en los prodigios y en el valor significativo de
éstos. Habría, pues, por escribir toda una historia
política del prodigio. El cuadro restringido de
esta obra impide, por supuesto, presentar un estudio
exhaustivo de estos diferentes puntos de vista. Pero
es imposible dejar de lado ninguno de ellos.
Encararemos sucesivamente los dominios griego,
etrusco y romano. En cada caso, el estudio nos
hará penetrar en la esfera de la mántica, ese arte
que se difundió, pero en medida diversa, entre
todos los pueblos y que consiste en deducir indi
caciones concernientes al pasado, el presente o el
futuro, a partir de signos divinos, presagios o pro
digios. Y el valor adivinatorio del prodigio varía,
por cierto, según los pueblos: en un caso el pro
digio es un presagio de importancia que devela
todo un sector del porvenir; en otro, por lo con
trario, sólo es el signo de la cólera divina que
ordena al hombre una reverencia más atenta res
pecto de los dioses y la realización de nuevos sa
crificios. En la mayor parte de los casos, sin em
bargo, se sitúa en el mundo de la adivinación.1
Un prodigio es siempre la irrupción de lo sagrado
en lo profano, testimonio de tal o cual modifica
ción que se produce en las relaciones entre los
hombres y los dioses: y los primeros pueden dedu
cir de él importantes conclusiones para su propia
vida. Signo privilegiado ofrecido a la observa
ción humana, el prodigio entra de pleno en el
mundo de la adivinación, actividad religiosa pri
vilegiada de los antiguos, que tantos documentos
10
diversos de la literatura, la epigrafía y la arqueo
logía contribuyen a hacernos conocer. La actitud
de los griegos, de los etruscos y de los romanos
acerca del prodigio dependerá, pues, en un plano
más general, de su propia posición respecto de la
adivinación. Convendrá evocar entonces aquí la
actitud de éstos y los dones adivinatorios que res
pectivamente manifestaron.
La obra monumental de Bouché-Leclercq,2 aun
que ya tiene casi un siglo, todavía no ha sido
reemplazada. La idea que él se hace de la mántica
y las definiciones que da de ella reflejan sin em
bargo demasiado las tendencias de su época, que
se complacía en generalizaciones de un racionalis
mo demasiado simplista. Así, se lee en la segunda
página de su introducción “ sobre el valor moral
de la adivinación” : “ Esta vena de sentimiento, que
vivificaba al politeísmo grecorromano, es la creencia
en una revelación permanente otorgada por los
dioses a los hombres, en una especie de socorro
intelectual ofrecido espontáneamente y obtenido con
facilidad, gracias al cual la sociedad y los indi
viduos podían reglar sus actos con una prudencia
sobrehumana...” Un poco más lejos (pág. 7),
nos describe así el origen y el fundamento de la
mántica: “ La adivinación es el producto de una
idea religiosa que la conciencia humana ha po
seído en todas las épocas, la fe en la Providencia.
Sólo presupone las dos condiciones o postulados
cuya reunión constituye el fondo de toda doctrina
religiosa, a saber, la existencia de una divinidad
inteligente y la posibilidad de relaciones recípro
cas entre el hombre y la divinidad; y es una con
secuencia racional, si no necesaria, de ella, ya que
se considera que esta ciencia puede contribuir a
la felicidad del hombre o a su perfeccionamiento.”
11
No son éstas, en verdad, reflexiones desdeña
bles: en realidad, corresponden a las ideas que los
pensadores antiguos mismos se hacían acerca de
la adivinación. ¿Y quién no evoca en su recuerdo,
al releer estas líneas escritas por un excelente his
toriador de las religiones, las descripciones filosó
ficas que se suceden en los dos libros ciceronianos
De diuinatione?
Pero un enfoque tal sólo es valedero para las
épocas en las cuales la religión había ya tomado
un aspecto civilizado y se habían olvidado sus
lejanos orígenes. El estudio comparativo de las
creencias adivinatorias entre los diferentes pueblos
lleva hoy a buscar su explicación no en la fe en
una Providencia caritativa, en dioses de rostro hu
mano, sino en la creencia —universalmente difun
dida en la aurora de las civilizaciones—, en que
existe una interpenetración constante de lo sagrado
y lo profano, y además hay relaciones íntimas y
secretas, armonías, correspondencias entre los di
versos elementos del mundo y relaciones simbó
licas y estrechas entre el objeto, el microcosmos,
y el mundo, el macrocosmos. Una exposición cien
tífica realizada en el museo Guimet en 1953, y
cuyo catálogo metódico, redactado por varios espe
cialistas, se agotó lamentablemente poco después de
su publicación,3 trató del simbolismo cósmico y
de los monumentos religiosos en diferentes épocas
y diversas civilizaciones. Esta exposición puso bien
de manifiesto con qué frecuencia los templos, las
tumbas, los palacios y aun las ciudades represen
taron, aquí o allá, la imagen misma del cosmos.
Y, tal como se lo ha señalado con razón,4 no
habría que creer con ligereza que el motivo cós
mico se haya desvanecido en la época moderna.
En efecto, el simbolismo cósmico se manifiesta
tanto en las civilizaciones más evolucionadas como
12
en las más humildes. Este valor cósmico de los
edificios religiosos, y a veces civiles, es sólo nn
aspecto privilegiado de una creencia muy frecuen
te, según la cual hay interpenetración entre los
diferentes elementos constitutivos del mundo. Con
el desarrollo del pensamiento y de los sistemas
filosóficos, la especulación sobre el cosmos con
cluirá frecuentemente en la interdependencia entre
sus diversas partes, en todo un conjunto complejo
de íntimas correspondencias, sacras o no. Es en
estas perspectivas donde se sitúa la actitud del
hombre respecto de la adivinación.
Me parece que la fórmula siguiente define bas
tante bien la actitud psicológica que se halla en el
origen de la mantica:5 “ La adivinación aparece
como el modo de conocimiento apropiado para un
universo constituido por objetos que tienen, en
escalas diversas, una estructura análoga y están
unidos entre sí por sistemas de relaciones.” Y el
estudio de J. Vernant, del cual hemos tomado esta
definición, termina justamente con la siguiente ob
servación: “Todo pensamiento religioso, en la me
dida misma en que supone equivalencias y susti
tutos en el espacio y en el tiempo, autoriza y
justifica la adivinación.” Esta tendencia de la na
turaleza humana a buscar relaciones entre cosas
parecidas sobrepasó ampliamente sus aspiraciones
iniciales; en la época científica, es también ella la
que llegará a la búsqueda y al establecimiento de
leyes. Maestra de errores, se transforma luego en
fuente de verdad. Pese a la expansión vertiginosa
de los límites mismos del cosmos, la ciencia se
dirige siempre al descubrimiento de relaciones ín
timas entre sus más lejanos elementos.
Sea como fuere, produce asombro la importancia
que revistieron, en la época precientífica, y la
importancia que revisten aún entre ciertos pueblos
13
o en ciertas capas sociales, una cantidad de prác
ticas adivinatorias que pretenden desgarrar el velo
del porvenir mediante el análisis de fenómenos
perfectamente naturales. La explicación reside en
una especie de necesidad profunda y constante que
siente la naturaleza humana (aunque esta necesi
dad esté destinada al fracaso), de sobrepasar sus
propios límites y llegar a saber más de lo que le
está concedido acerca de su propio destino. Se
trata en este caso de una aspiración sentimental,
y la creencia en la adivinación fue siempre extra
ordinariamente estimulada por las crisis, los te
mores y los terrores. Las pruebas recientes por
las que pasó el mundo lo mostraron muy bien: el
desorden y la confusión desarrollan siempre en los
pueblos la boga de los oráculos y el favor, jamás
desmentido, de la cartomancia. Hasta tal punto
desea el hombre que sufre o tiene miedo, adivinar
por todos los medios un porvenir que puede ser
para él una liberación.
Así, el tema de estudios que presentamos aquí
se inserta en el mundo de la adivinación antigua.
£1 prodigio no es, sin embargo, según hemos visto,
un simple signo entre otros signos, simbólicos y
sagrados. Su carácter excepcional le confiere un
valor sin igual. Pero, como parece interrumpir por
un tiempo el curso de las leyes naturales, un pue
blo inclinado al racionalismo, como lo es el pueblo
griego, no lo admite de muy buena gana. Inversa
mente los etruscos, que sienten constantemente por
encima de sí el peso de las fuerzas misteriosas del
destino, le consagran toda su atención y su ciencia
de los ritos. Respecto de los romanos, veremos
que fueron bastante supersticiosos como para ver
aparecer constantemente prodigios en torno de sí;
pero también bastante pragmáticos como para or
ganizar sólidamente los ciclos rituales destinados
14
a confirmar las promesas y a apartar las amena·
zas. El prodigio es, quizás, el fenómeno frente al
cual los pueblos antiguos manifestaron de la manera
más clara las características de su religión y de
su genio.
Esta obra no habría podido ser publicada sin
la iniciativa y los consejos de J. Bayet. Es él
quien me propuso este hermoso tema de estudio,
hace ya mucho tiempo, cuando yo era un joven
estudiante en la Escuela Normal Superior. No dejó
luego nunca de interesarse en el curso de mis
investigaciones. Quiero expresarle aquí mi afec
tuosa gratitud. Agradezco igualmente a A. Piga-
niol que, desde la época de la Escuela Normal, me
ayudó siempre en mis investigaciones en un domi
nio que él también exploró. La señora de Romilly
tuvo la amabilidad de releer el capítulo referente
a Grecia y formularme preciosas observaciones; J.
André me prestó la ayuda de su ciencia de filó
logo; les agradezco muy amistosamente. Las in
vestigaciones que presento aquí en una forma rela
tivamente breve habrían debido, según era mi
intención, constituir el tema de una publicación
más vasta; circunstancias imprevistas me lo impi
dieron. El presente estudio y una obra ulterior
reemplazarán este proyecto inicial. Para no dar
excesiva amplitud a las notas de pie de página,
sólo cito en abreviatura las obras y artículos cu
yas referencias completas se encontrarán en la
bibliografía, al final del libro.
15
Notae
16
Primera Parte
19
Es claro que si en el vasto circulo de los héroes
y de los dioses de la Hélade los signos del por
venir y lo maravilloso desempeñan un gran papel,
es porque la imaginación de los pueblos helénicos
pudo proyectar sin dificultad, en una esfera supra-
terrestre, creencias y procedimientos de adivinación
que eran de uso familiar y corriente en la vida
de la religión y de la política. Como nuestro es
tudio se propone examinar una forma de las creen
cias adivinatorias de los antiguos, nos conviene
analizar aquí esencialmente el prodigio, tal como
aparecía en la vida de los hombres para sembrar
en ella por un momento la perturbación o el terror.
Como los prodigios pertenecen al mundo del mito,
sólo podrán servirnos de puntos de referencia, vale
deros, sin embargo, en la medida misma en que son
la imagen de creencias que vivieron, en un mo
mento dado, en el corazón de los hombres. Pa
sando del dominio de los dioses al de los hombres,
el prodigio pierde buena parte de su carácter
mágico y gratuito. Sirve a menudo para dirigir la
vida del individuo y de la sociedad. Pero su
importancia varía según las épocas y resulta de
entrada evidente que la Grecia de la época clásica
no le atribuye gran crédito. Debemos ubicarlo
con exactitud en el interior del amplio mundo de la
adivinación.
Este mundo, bajo formas diferentes, gozó siem
pre en Grecia de un gran favor, sobre todo entre
las clases populares, pero también en las capas más
altas de la sociedad. Adivinos, profetas, sibilas y
sobre todo oráculos ocupan un lugar importante
en la vida religiosa helénica. Pensemos, por ejem
plo, en el papel desempeñado por los oráculos en
las relaciones entre ciudades griegas, en la cele
bridad de que gozó el oráculo délfico de Apolo
en el mundo antiguo. De ahí proviene el interés
20
justificado que acuerda la erudición moderna a
este aspecto de la vida religiosa de los griegos.
Tres de los cuatro tomos de la obra citada más
arriba, de Bouché-Leclercq, analizan las formas de
la adivinación en Grecia, la actitud de los filósofos
respecto de ella, la naturaleza de los sacerdocios,
individuales o colectivos, que eran los depositarios
de la complicada ciencia de la adivinación. La
verdadera naturaleza de estos métodos adivinato
rios, utilizados sistemáticamente en diversos lugares,
constituye hoy todavía el objeto de penetrantes
estudios, a veces contradictorios. La mántica de
la Pitia délfica, lejos de ser de carácter profético
e inspirado, reposaría, según una tesis nueva, en
procedimientos clerománticos y en las respuestas
dadas por las “ suertes” .2 Pero la mayor parte de
los eruditos se atienen, a justo título según parece,
al punto de vista tradicional desde la antigüedad,
que afirma el delirio de la Pitia, y las profecías que
en su éxtasis le inspiraba Apolo difícilmente pue
dan ser relegadas al dominio de la leyenda.3
Si se pasa de la vida religiosa de Grecia a la
especulación filosófica que le concierne, la impre
sión no cambia. La importancia de la mántica se
refleja claramente en las discusiones de las escue
las filosóficas que oscilaron, a su respecto, entre
dos polos opuestos. Según unos, los diversos pro
cedimientos de la adivinación, valedera en su prin
cipio esencial, permitían descubrir efectivamente el
porvenir, mientras que otros veían en ella, por lo
contrario, creencias estimadas por el vulgo pero des
provistas de todo fundamento real. Recordemos
solamente aquí las creencias fundamentales de las
grandes corrientes filosóficas. La filosofía plató
nica creía en el éxtasis profético, en tanto que Aris
tóteles, con su espíritu científico, se mostraba muy
desconfiado respecto de los diversos procedimien
21
tos de la mántica. Luego los estoicos y los epicú
reos desarrollaron tesis contradictorias: para los
primeros existía, sin duda, una adivinación y los
dioses eran demasiado buenos como para rehusar
un bien tan precioso al hombre. En cambio Epicuro
suprimió radicalmente la adivinación de su explica
ción del mundo; para él no había providencia y el
universo estaba organizado según leyes inmutables.
Esta actitud fue también la de la Nueva Academia,
fundada en 280 a. C. por Arcesilao. El reflejo de
estas oposiciones y debates se encontrará en los
discursos filosóficos de Cicerón que, si bien fue
alumno del estoico Posidonio, no dejó de ironizar
acerca de las creencias populares en la mántica.
En el interior de este mundo adivinatorio com
plejo y que ocupa así un lugar importante en la
religión, la vida política y el pensamiento griego,
¿qué situación conviene acordar al prodigio? La
cuestión es delicada y requiere un análisis preciso
de las realidades abarcadas por este término. En
bien de la claridad de la exposición, he aquí el
orden que seguiremos: analizaremos sucesivamente
la noción misma de prodigio, los términos que lo
designan, los diferentes aspectos que reviste en la
Hélade y las consecuencias culturales que acarrea;
por último, intentaremos definir la actitud del pue
blo griego respecto del prodigio y la evolución que
esta actitud ha sufrido.
Se impone una observación fundamental. Tal
como lo reconocieron desde hace mucho tiempo los
especialistas, no existe en Grecia, contrariamente a
lo que ocurrirá luego en Roma, una diferencia esen
cial entre el presagio y el prodigio. Uno y otro son
signos adivinatorios que pueden aclarar al hombre
y a la ciudad la voluntad de los dioses y el porve
nir más o menos cercano. Sin embargo, el presagio
y el prodigio se distinguen uno de otro esenciaimen-
22
te por la importancia superior del prodigio, signo
de peso, cuya advertencia nadie podría descuidar, a
menos que padeciera de ceguera. Se impone al
individuo o a la ciudad a la que concierne. Es
rara la aparición de prodigios que constituyen pu
ros milagros sin valor anunciador, pero los hubo
sin embargo en ciertos santuarios, como en Epi
dauro, según veremos más adelante.4
Gracias al prodigio que se impone al hombre,
éste puede descubrir muy a menudo el porvenir,
favorable o funesto. En efecto, el valor del pro
digio es diferente según los casos, y no es forzoso
que traiga el anuncio de la cólera divina. La situa
ción es diversa en Roma. El dios que lo envía
sobre la tierra y lo presenta a la observación huma
na es generalmente Zeus, el señor del Olimpo, cuya
omnipotencia sabe modificar fácilmente los fenó
menos que se suceden en la superficie de la tierra;
pero también otras divinidades pueden amonestar
con fuerza al pueblo o al hombre que les interesa:
Atena en la litada,5 Deméter y Perséfona,® o tam
bién Poseidón, cuyo tridente provoca la tempestad o
sacude la superficie de la tierra. Sin embargo, a
juzgar por los textos y la impresión que de ellos
se desprende, consideran los helenos como un hecho
muy raro que los dioses intervengan de manera
brutal en el curso de la vida humana. Tan frecuen
tes son sus manifestaciones de toda clase en los
relatos míticos como rara su intervención en la vida
misma de la Hélade. Todo ocurre como si el
espíritu griego, de imaginación fecunda, hubiera
permitido que los héroes y los dioses manifestaran
a gusto su poder en las peripecias de sus aventuras
sobrehumanas, y como si sus tendencias a un racio
nalismo precoz lo hubieran hecho al mismo tiempo
muy poco propenso a ver surgir a menudo, en
23
torno- de él, la brutal manifestación de la voluntad
divina.
La lengua griega misma testimonia alguna va·
cilación en la designación del prodigio.7 Cierto
número de términos designan a la vez el presa
gio y el prodigio, sin que ninguno de ellos esté
reservado al fenómeno milagroso; veremos que la
lengua latina opone a esto un estado de cosas muy
diferente.8 Entre estos términos que resulta impo
sible estudiar aquí en forma detallada —aunque se
ría instructivo— los más importantes son sémeion,
oionós, phasma y teros. Una disertación ya muy
vieja y que sin embargo sigue conservando valor
en algunos puntos, la de K. Steinhauser,9 ha mos
trado claramente cuán difícil es distinguir con pre
cisión estas palabras, que parecen a menudo inter
cambiables. Sin embargo, ya los antiguos habían
hecho tentativas en este sentido. Al comienzo del
preámbulo de su libro De ostentis, el bizantino
Johannes Lido explica que los escritores judíos dis
tinguían dos tipos de prodigio, los sémeia, de or
den atmosférico, meteórico (ta en metéorois sünis-
támena), y los térata,- que aparecerían solamente
sobre la tierra y constituirían hechos contra la na
turaleza, monstruos del dominio animal o humano
(ta epí íes gés hos paró phiisin phainómena). El
valor así atribuido al segundo de estos términos es,
en efecto, muy frecuente. Sin embargo, es impo
sible adjudicar a los diferentes términos griegos
dominios separados: ninguno de ellos abarca una
categoría de hechos determinados con exclusión
de los otros. Según los períodos, y también según
los escritores, tal o cual palabra adquiere una mar
cada preferencia que desaparece a menudo en
época posterior.
Los términos más generales eran sémeion, el sig
no adivinatorio, cualquiera que sea, y oiónós, eti-
24
otológicamente el signo dado por los pájaros. Los
dos sirvieron para designar toda especie de signo
adivinatorio y, por consiguiente, el prodigio mismo.
Jenofonte muestra una cierta predilección por la
palabra oídnos, que aparece muy a menudo en sus
obras. Phasma, que se aplica en un comienzo a
los fenómenos meteorológicos, no se limita de nin
guna manera a este empleo. Teras, en fin, es sin
duda el término cuyo valor se halla más cercano
al de la palabra latina prodigium, a la palabra
francesa prodige (prodigio). Es cierto que teros
puede emplearse a propósito de todo acontecimien
to no habitual que sirve al hombre para prever el
porvenir. Sin embargo, a menudo implica una at
mósfera de terror, como cuando Hesíodo escribe, a
propósito del Tártaro:10 “ Prodigio terrorífico
(deinón teras) aim para los dioses inmortales.”
El término se emplea a menudo para designar
un ser sobrehumano, humano o animal, contrario
a las leyes de la naturaleza por su nacimiento, el
medio en que vive, su aspecto insólito. Aristóteles
utiliza sistemáticamente teras a propósito de un
ser parádoxon, engendrado pará phüsin. Los ejem
plos están reunidos en una vieja disertación de
Marburgo,11 y su número resulta significativo. Re
cordemos solamente los versos de Eurípides que
evocan la aparición del toro marino que va a pro·
vocar la muerte de Hipólito : 12 “ Y con la triple ola
que rompe, el mar vomita un toro, monstruo sal
vaje (agrión teras) .”
En el mundo de la mitología, los cíclopes, el
Minotauro y todos los seres que se alejan de la
común naturaleza del hombre por tal o cual parti
cularidad o por la unión de elementos humanos
y animales son, en verdad, prodigios de la natu
raleza, térata. La simple anomalía del nacimiento
hace que se recurra a este término, aunque el ser
25
surgido de él no tenga ya nada de sorprendente.
La encantadora Helena se califica así, por haber
surgido del huevo de Leda: “ ¿Me engendró mi
madre como objeto de estupor (teras) para los
hombres?” 18
De teras surgió toda una serie de términos va
riados: así, teratoskopos, intérprete de presagios,
de prodigios, palabra vecina de mantis, el verbo
terúizein que designa la actividad del adivino, los
adjetivos terastios, prodigioso o bien autor de pro
digios, teratôdês, monstruoso. Muchas palabras
tomaron un valor desfavorable y se refieren a rela
tos extraordinarios o falaces (teratéuesthai), a
truhanerías (teratourgía). La familia del término
es amplia, como se ve, y muestra la importancia
de la noción que éste abarca.
Por lo tanto, si se desea extraer conclusiones de
esta situación lingüística compleja, serían en mi
opinión las siguientes: muchos términos sirven en
griego para designar toda clase de presagios y por
consiguiente se aplican también a los fenómenos
extremadamente raros y de apariencia prodigiosa.
Uno de ellos, sin embargo, el vocablo teras, suscita
generalmente una impresión de estupor, de terror,
cuando se lo aplica a un ser monstruoso, a un
hecho contrario a la naturaleza. Pero tampoco esta
palabra tiene únicamente tal valor, sino que se la
puede emplear a propósito de los signos adivina
torios más comunes.
26
Notas
27
ces historiques et philologiques, fasc. 303, Paris,
1953.
8. Cf. infra, pág. 105.
9. Citada en la bibliografía, pág. 186.
10. Teogonia, verso 743.
11. La disertación de P. Stein; cf. la bibliogra
fía, pág. 186.
12. Eurípides, Hipólito, verso 1.214 y sigs.
13. Eurípides, Helena, verso 256.
28
II
29
tuadas, en forma más o menos vaga, en las zonas
supraterrestres; tales fenómenos expresaban en
tonces, de manera más clara, la voluntad de éstas.
Estos prodigios celestes, considerados como divinos
por una multitud poco permeable a la explicación
científica, pueden ser de naturaleza diversa: eclipses
de sol o de luna, tempestades excepcionales, rayos
y truenos imprevistos, cometas y meteoros. Los
eclipses solares y lunares no dejaron de atraer la
atención precoz de sabios como Anaximenes o Ana
ximandro, que determinaron su verdadera causa.
El pueblo no abandonó, sin embargo, las antiguas
creencias. El eclipse anunciaba a menudo la ruina
o la muerte de un hombre importante, de un jefe,
de un ejército o bien de una ciudad y volvemos a
encontrar aquí ese juego de parentesco entre los
diversos elementos del cosmos; el juego se funda
aquí, por supuesto, sobre la analogía establecida en
tre lo real y lo figurado, entre la luz de los astros
y el esplendor de un hombre o de una ciudad. La
desaparición de una de esas luces prefigura y
acarrea la pérdida de la otra.
Los textos señalan numerosos eclipses histórica
mente ocurridos, con su interpretación y el efecto
que provocaron sobre las masas, ejércitos o po
blaciones de las respectivas ciudades.1 Su men
ción es de una extrema utilidad para el historiador
moderno, pues los cálculos astronómicos permiten
hoy situarlos muy exactamente en el tiempo.
Una disertación aparecida hace muy poco y que
estudia la acción de los presagios —junto a la de
los sacrificios y las fiestas— sobre la conduc
ción de la guerra entre los griegos en los siglos v
y XV a. C.,2 analiza cuidadosamente ciertos episo
dios en el curso de los cuales un eclipse vino a
interrumpir una acción militar ya emprendida. He
rodoto (IX, 10) cuenta así que después de la
30
batalla de Salamina, el rey de Esparta, Cleombroto,
llegado al istmo de Corinto, debía atacar a los
persas. Previamente, tuvo la precaución de sacrifi
car y de interrogar a los dioses. El cielo entonces
se oscureció, y el rey decidió retirar sus tropas. De
hecho, los cálculos astronómicos indican exactamen
te que en el otoño de 480 a. C. hubo en esta región
eclipse parcial de sol. Así se confirma el relato de
Herodoto. Mucho más célebres son las funestas
consecuencias del eclipse de luna del 27 de agosto
de 413 a. C., que retrasó la retirada de las tropas
atenienses de Siracusa y causó su pérdida.3 Nicias
decidió retrasar la retirada, siguiendo la opinión
de los adivinos, y provocó así el desastre de la
expedición siciliana. Y Tucídides observa, con una
fórmula teñida de una fría ironía: “ Era un poco
demasiado propenso a la observación de los signos
divinos y de las cosas de ese género.” 4 Un epi
sodio interesante nos muestra que en medio del
siglo IV a. C., si ciertos jefes se burlaban de tales
creencias, no ocurría lo mismo con sus tropas.
Para tranquilizarlas era más eficaz la intervención
del adivino que una tentativa de explicación cien
tífica a la cual, por lo demás, se apeló a veces. En
357 a. C., un eclipse de luna impresionó viva
mente, según nos dice Plutarco,5 al ejército que
Dión conducía contra Dionisio de Siracusa. Dión
y su séquito conocían, según Plutarco, las verdade
ras razones del fenómeno, pero el general, para
reconfortar a sus tropas, tuvo que apelar al adivino
Miltas, que dio a los soldados una interpretación
favorable del eclipse. Este anunciaba, naturalmente,
el oscurecimiento de alguna cosa brillante; claro,
se trataba de la tiranía de Dionisio mismo, quien
debía sucumbir en un cercano asalto.
Los truenos y los rayos imprevistos pasan, en
razón de su carácter brutal e instantáneo, por pro
31
digios que interesan a acciones importantes, en
curso de realización. Citemos solamente, entre los
muchos ejemplos literarios, estos dos relatos homé
ricos. En la Ilíada,e Néstor declara: “ Digo que el
Crónida todopoderoso me ha dado una seguridad,
el día en que los Argivos se iban, en sus rápidas
naves, a llevar a los troyanos la masacre y la
muerte: tronó sobre la derecha, ofreciéndonos así
un signo favorable.” Así también, antes de la
masacre de los pretendientes, cuando Ulises prueba
su arco, Zeus le dirige las mismas palabras alen
tadoras: 7 “ Zeus indicó su voluntad con un gran
rayo. El paciente héroe se alegró profundamente
de ello. El divino Ulises había comprendido muy
bien que el hijo de Cronos, de pensamientos tene
brosos, le daba este presagio.”
Y luego habría que citar muchos otros fenóme
nos celestes: el meteoro, lamprón teras de Zeus, que
Homero compara con la llegada fulminante de Pa
las Atena entre los combatientes,8 los cometas, las
luces imprevistas, el fuego que cae del cielo, signo
terrorífico,9 la apertura súbita, de par en par, del
cielo, el khasma.10
En lo que respecta al sector terrestre, la natu
raleza inanimada y el mundo animado tampoco
eran avaros en signos prodigiosos de toda especie.
Entre los primeros, el más impresionante era el
temblor de tierra, expresión de la cólera de Posei
don que requería con ello honores y sacrificios.
No era raro que este prodigio terrorífico detu
viera las expediciones militares e hiciera volver las
tropas a su patria.11 Así ocurrió en la primavera
del año 414 cuando los lacedemonios, que habían
partido en campaña contra Argos, fueron espan
tados por un sismo y se volvieron atrás.12 Sin
embargo, la advertencia fue a veces desviada há
bilmente sobre el enemigo, cuando un jefe, muy
32
deseoso de proseguir su camino, supo extraer de
ella una significación favorable para su ejército.
Tal fue el caso en el año 387 a. C.13 cuando Age
sipolis, que había partido contra Argos, no se dejó
detener por un sismo que sobrevino en la primera
tarde de su expedición. Los soldados, entonando
un peán en honor de Poseidón, pensaban ya en el
retorno. Pero Agesipolis los reconfortó asegurán
doles que ése era para ellos un signo de aliento
dado por la divinidad, ya que había llegado no
en el momento de la partida sino durante la ruta.
Los hizo proseguir por la mañana, no sin sacrificar
antes a Poseidón. Su conducta tiene su mérito,
pues si creemos a Pausanias,14 los lacedemonios
eran los que más se aterrorizaban de entre todos
los griegos por las advertencias divinas.
Las aguas de lluvia, de las fuentes, del mar, se
modificaban extrañamente en el momento en que
iban a ocurrir acontecimientos de importancia;13
los árboles cambiaban de naturaleza o bien se in
cendiaban: así, en el momento del avance de Jer-
jes y de su ejército, un plátano se transformó en
olivo.16 Por supuesto, según se comprueba en todas
las religiones, los lugares y los objetos sagrados
constituyen la sede de los prodigios más frecuentes
y más significativos. El incendio de una estatua
anuncia la muerte de un jefe,17 el sudor que la
recubre presagia graves acontecimientos.18 La es
tatua de culto, que es la sede misma de lo divino,
posee en sí toda la virtud necesaria para dar sig
nos adivinatorios de primordial importancia. El
sudor o la sangre que se difunden sobre ella ex
presan, mediante un simbolismo evidente, la tris
teza y el duelo. Lo mismo ocurrirá en Roma.
Todo lo que concierne a las ceremonias del culto y
se halla en relación directa con lo sagrado resulta
igualmente apropiado para dar presagios y ser esce
33
na de prodigios. Citemos solamente el conocido rela
to de Herodoto,19 referente a la prodigiosa aventura
ocurrida a Hipócrates, padre de Pisistrato, en las
fiestas de Olimpia: había sacrificado las víctimas
habituales, y los calderos, que estaban preparados,
llenos de carne y de agua, comenzaron a hervir y a
desbordar sin que fuera encendido el fuego. Qui-
lón, de Lacedemonia, aconsejó entonces insisten
temente a Hipócrates que no tuviera hijos.
En lo que respecta a la naturaleza animada, Hero
doto, siempre dispuesto a acoger lo maravilloso
dondequiera que se encuentre, menciona en di
versos pasajes casos de nacimientos monstruosos y
de malformaciones de toda índole, observadas en
animales o seres humanos. Hechos semejantes re
fieren también algunos raros escritores, pero, una
vez más, todo esto desempeña un papel bastante
menor en Grecia que en el mundo romano, sin duda
a causa de la menor credulidad de los habitantes de
la Hélade, poco dispuestos a ver constantemente,
en estos crueles juegos de la naturaleza, la mani
festación de la acción de los dioses. El extraño
comportamiento de los animales puede valer tam
bién como prodigio, ya se trate de un enjambre
de abejas que se posan sobre un navio,20 o de
cuervos que se entregan a feroces combates hasta
que algunos de ellos caen muertos.21 Los autores
que más se complacen en relatar este tipo de his
torias, son Herodoto y Plutarco y, respecto de este
último, veremos más adelante el motivo.22 Los dos
refieren también anécdotas concernientes al com
portamiento excepcional de un ser humano, la mo
dificación extraordinaria de su estado; así por
ejemplo cuando pierde brutalmente la vista,23 las
plagas que causan devastaciones en la población de
una ciudad o de un país.24
34
Conviene asignar aquí un lugar aparte a las cu
raciones excepcionales operadas por ciertos dioses,
ante todo por Asclepios en Epidauro y en otros
santuarios. Este dios médico opera, a su manera, cu
raciones lentas o rápidas, y hay fenómenos extra
ordinarios — que se encuentran, en verdad, en
numerosas civilizaciones, bajo aspectos más o me
nos similares— que constituyen un dominio par
ticular en la cuestión que nos ocupa. Contraria
mente a lo que podría creerse, este dominio no nos
hace salir enteramente del mundo de la adivinación.
Pero existe, sin duda, una diferencia considerable:
cuando interviene la mántica, ejerce su función no
después del prodigio, para interpretarlo, sino antes
de él, para permitir su aparición. El prodigio no
es ya un signo adivinatorio sino un fin en sí, aun
que sea la adivinación la que, a menudo, permite
su cumplimiento.
Las curaciones sobrenaturales se producen, en
efecto, sea bajo forma de milagros instantáneos,
sea, a menudo, gracias a la adivinación mediante
los sueños: la iatromántica, que ocupó en Grecia
un lugar considerable, reposa sobre el envío, por
parte del dios, de sueños al paciente que vino a
consultarlo en su santuario, sueños que los sacer
dotes transforman fácilmente, gracias a su simbo
lismo más o menos claro, en prescripciones médi
cas eficaces.25 En el Asklëpieion de Epidauro el
enfermo, preparado para un contacto directo con
la divinidad mediante purificaciones y plegarias,
pasaba toda la noche en un dormitorio, el ábaton,
local interdicto, y mientras dormía recibía un sueño
del dios al que había implorado: éste se le apa
recía y le ordenaba tal o cual acción.26 Si el sueño
requería interpretación, su simbolismo latente era
penetrado por los sacerdotes que formaban parte
del personal del santuario. Estos llegaron a ser
35
poco a poco los herederos de una tradición mé
dica que se formó a la sombra de la religión. Los
archivos sacerdotales acumularon el recuerdo de
las prescripciones ya hechas, de las curaciones ob
tenidas.
La práctica de la incubatio gozó de favor du
rante toda la antigüedad grecorromana, y la cono
cemos bien por muchos textos, en particular por los
escritos de Elio Aristides, sofista que vivió en el
segundo siglo de nuestra era y nos describe en
detalle las frecuentes visitas que hizo a los san
tuarios de Asclepios para obtener del dios remedio
a sus numerosas enfermedades.27 Más privilegiados
fueron los que recibieron curación inmediata y
total en el curso de la noche pasada en el templo.
Los datos epigráficos y literarios que poseemos
permiten entrever con dificultad una evolución en
la acción terapéutica de Asclepios. El milagro puro
y simple (aparición nocturna del dios y curación
inmediata, instantánea, del enfermo) no debía ser
raro en la época clásica, como lo testimonian las
estelas cubiertas de inscripciones que Pausanias
descifró y de las cuales muchas llegaron hasta
nosotros.28 Las inscripciones datan del siglo XVa. C..
y relatan una serie de curaciones milagrosas, abso
lutamente increíbles y que, según lo que allí se
dice, habrían sido instantáneas. Así, una de ellas
cuenta ingenuamente cómo le fue devuelta la vista
a un ciego, Alcetas de Halieis: “ Tuvo una visión
en sueños: le parecía que el dios se acercaba y le
abría los ojos con los dedos y que él comenzaba a
ver los árboles en el santuario. Al nacer el día,
salió curado.” El caso de Heraiéus de Mitiíene
es muy gracioso: “ Este hombre no tenía cabellos,
pero sí muchos pelos en el mentón. Avergonzado
por las burlas de que era objeto, se durmió en el
templo. El dios le frotó la cabeza con un ungüen-
36
to e hizo que los cabellos volvieran a brotar en
ella.” 29 No faltan indicaciones cronológicas para
seguir la evolución de las curas milagrosas de As-
clepios; aunque es probable que en la época hele
nística ocurriera menos la curación súbita que la
revelación, por el dios, del tratamiento a seguir.
Los conocimientos médicos de sus sacerdotes se
fueron desarrollando poco a poco y los pacientes
recibieron de su boca prescripciones de orden tera
péutico que aclaraban o desarrollaban la revelación
debida a la divinidad. En el siglo a de nuestra era,
para Elio Aristides, Asclepios es siempre el gran
hacedor de milagros, pero se le aparece no como el
dios que cura, con una fácil instantaneidad, a cie
gos, paralíticos o estropeados, sino como el dios
médico que viene de noche a traer al devoto la
indicación de un tratamiento que los sacerdotes
tendrán a su vez que analizar y detallar. La ar
queología viene aquí a agregar su testimonio al
de los textos literarios y epigráficos. El hecho es de
notar, pues los documentos figurados permanecen
casi mudos en lo que concierne al mundo del
prodigio y esto se comprende fácilmente. La in
mensa mayoría de los fenómenos considerados
como prodigiosos por los antiguos casi no se pres
taban a una representación efectiva, demasiado di
fícil y compleja. Además, el sentimiento oscuro de
temor sagrado que inspiraban debía apartar a los
artistas y artesanos de su representación plástica.
Sin embargo, la aparición milagrosa y salvadora
de Asclepios o de otras divinidades curadoras, que
se presentaban de noche al enfermo dormido, sirvió
de tema a muchos bajorrelieves votivos. En un
bajorrelieve célebre del museo del Pireo,30 que
data más o menos del año 400 a. C., Asclepios tien
de sus manos sobre el devoto que está acostado. La
imposición de las manos, según una creencia am·
37
pliamente difundida, bastará para realizar la cu
ración deseada. Es ésta una excelente ilustración
de la realidad del sueño que venía a visitar a los
fieles de Asclepios.
Anfiarao, el héroe oracular de Oropo, en Atica,
aparece representado de la misma manera en un
bajorrelieve votivo del museo nacional de Atenas,
que data de comienzos del siglo IV a. C.31 Aplica
su mano derecha sobre el hombro enfermo de un
paciente, representado de pie ante él. Se trata tam
bién en este caso de la ilustración del sueño noc
turno del enfermo, pues éste aparece otra vez a la
derecha del bajorrelieve, en el fondo, extendido
y dormido, y una serpiente viene a lamerle el hom
bro. El desarrollo del prodigio se sitúa sobre dos
planos paralelos pero diversos: el de la realidad
interior, con la aparición en sueños del dios, y el
de la realidad material, con la presencia del animal
que le está consagrado. Un juego similar de co
rrespondencias se vuelve a encontrar a menudo en
los relatos griegos de curaciones milagrosas.
La creencia en las curaciones milagrosas se en
cuentra en todas las civilizaciones de la antigüedad
y el cuadro de su estudio podría extenderse a las
más diversas regiones y épocas. Si nos atenemos
a la antigüedad clásica, creo que se puede definir
así, a grandes rasgos, la posición helénica respecto
de la posición etrusca y de la romana. Aparecen
en todas partes divinidades curadoras, entroniza
das como las únicas capaces de vencer las enfer
medades y sus sufrimientos, ya que la medicina,
aunque estaba comenzando a desarrollarse en el
plano teórico,32 era todavía incapaz de mantener
a raya los males y las epidemias que hacían espan
tosos estragos en las filas de los adultos y, sobre
todo, de los niños. Lo que caracteriza a Grecia es
que la devoción de las multitudes se dirige a gran
38
des divinidades: Apolo, que envía las epidemias,
las pestes, pero también sabe curarlas; su hijo As
clepios, que llegó a ser, según hemos visto, el gran
dios médico de la Hélade; en fin, Serapis, divini
dad egipcia que se helenizó y llegó a constituir una
asociación con Asclepios. Se les atribuyen cura
ciones milagrosas y el renombre del santuario de
Epidauro se mantuvo durante todo el paganismo.
Digamos enseguida, anticipándonos en bien de la
claridad de la exposición a lo que veremos en un
capítulo posterior, que en Etruria, en Roma y en
ciertas provincias occidentales del Imperio romano
como la Calia, la situación parece diferente. Mien
tras los griegos reservaban sobre todo su confianza
a sus grandes divinidades médicas, los etruscos y
los romanos, que sin embargo las habían acogido
y las honraban,33 dirigían frecuentemente sus ple
garias de curación y su fervor a una cantidad de
divinidades locales que eran deidades femeninas
de las fuentes, de las aguas y de la fecundidad; la
gente humilde de la campaña las sentía más cerca
nas y les consagraba esa infinidad de exvotos
médicos que se encuentran hoy en las fauissae, en
las fosas votivas de sus santuarios.34 Vinculada
así con la acción de los grandes dioses o de divini
dades populares, la curación de los males que su
frían los hombres constituía en la antigüedad uno
de los aspectos más conmovedores de la creencia de
las multitudes en la realidad del prodigio.
Hay que citar, por último, para impedir que
esta enumeración y este análisis sean demasiado in
completos, las apariciones de seres divinos, sus
epifanías, y las voces inexplicadas que se elevaban
a menudo en graves circunstancias y cuyo origen
divino parecía evidente. Salvo en el mito y en la
epopeya, los dioses griegos, según hemos dicho, no
alternaban fácilmente con los hombres y los relatos
39
de sus acciones en la tierra se situaban en un
pasado maravilloso y lejano. Se conocen, sin em
bargo, algunos raros ejemplos de tales interven
ciones ocurridas en época histórica, como la apa
rición de Cástor y Pólux, los héroes caballeros, en
ciertos combates, como aquel en que lucharon junto
a las tropas de Locres, en la Magna Grecia. En una
guerra en que se oponían, entre 540 y 530 a. C.,
dos ciudades de la Magna Grecia, Crotona y Lo
cres Epicefiriana, los dos héroes laconios vinieron
en ayuda de los soldados de Locres, que luchaban
en las riberas del río Sagra contra los de Crotona.
Combatieron montados en sus corceles blancos,
vestidos con clámides de púrpura, y los habitantes
de Locres los honraron luego con un culto asiduo.35
La aparición de los Dióscuros puede ser menos
efectiva y, sin embargo, igualmente eficaz: su solo
fantasma junto con el de su hermana Helena bastó
para proteger a Esparta de un ataque enemigo.36
Fuera de estos casos de asistencia milagrosa, las
epifanías de los Dióscuros se reproducían perió
dicamente cuando Cástor y Pólux eran convidados,
con su hermana Helena, a participar en las teoxe-
nias, o sea en los banquetes solemnes que las ciu
dades o los particulares les ofrecían. A estos héroes
eminentemente auxiliadores les correspondía, con
trariamente a los hábitos de los demás habitantes
del Olimpo, presentarse en fechas fijas a los hom
bres ansiosos de recibir su apoyo y su confor
tación. Los imagineros griegos no dejaron de ilus
trar estas creencias 37 y representaron a los héroes
dirigiéndose a través de los aires, generalmente a
caballo, al banquete que les estaba preparado. La
epifanía de los Dióscuros que se reproducía en
fecha fija, en ocasión de las ceremonias del culto,
como una especie de prodigio humanizado o por
lo menos regularizado, pudo servir para ilustrar
40
vasos pintados y bajorrelieves, tal como ocurrió
con tantas otras ceremonias religiosas. Así, sólo
encontraremos en el arte griego —y aun en nú
mero muy limitado— la representación de prodi-
gibs favorables a los hombres y provocados por
dioses o héroes esencialmente bienhechores. Una
especie de tabú más o menos consciente impidió
la representación de prodigios funestos. No ocu
rrirá de otro modo, según veremos, en Roma, pues
los antiguos sólo quisieron grabar sobre la piedra
el recuerdo de la asistencia milagrosa de los dioses,
nunca el de las manifestaciones extraordinarias de
su cólera. Una especie de prodigio antitético de la
epifanía de los Dióscuros, que venían a ayudar
fraternalmente a las tropas en dificultades, es el
terror “pánico” que el dios Pan sabe inspirar de
manera misteriosa a los enemigos del pueblo que
él apoya. Esta creencia estaba tan bien anclada
en el corazón del pueblo en la época clásica, que
Tucídides no desdeña mostrar la causa puramente
humana de estas reacciones de espanto irrazonables
y colectivas,38 como lo hará a su vez Polibio, en
época muy posterior.39
41
Notas
42
15. Sobre las lluvias anunciadoras, como por
ejemplo las lluvias de sangre, enviadas por Zeus,
cf. Arthur Bernard Cook, Zeus, a study in. ancient
religion, vol. Ill, parte I (Zeus, god of the dark
sky, earthquakes, clouds, wind, dew, rain, meteori
tes), pág. 478 y sigs., Cambridge, 1940.
16. Plinio el Viejo, XVII, 241.
17. Pausanias, VIII, 5, 8.
18. Cf. Plutarco, Vida de Alejandro, 14.
19. Herodoto, I, 59.
20. Plutarco, Vida de Dión, 24.
21. Plutarco, Vida de Alejandro, 73.
22. Infra, pág. 52.
23. Pausanias, IV, 13, 1.
24. Herodoto, VI, 27.
25. Cf. H. Bouché-Leclercq, op. cit., I, pág. 320
(adivinación iatromántica), y III, pág. 271 y sigs.
(los oráculos de Asclepios) y la bibliografía, pá
gina 186.
26. Cf. Ch. Kerényi, Le médecin divin. Prome
nades mythologiques aux sanctuaires d’Asklépios,
Basilea, 1948.
27. Cf. A. Boulanger, Aelius Aristide et la so
phistique du IIe siècle de notre ère, en la Bibl. de
las Escuelas francesas de Atenas y de Roma, fase.
126, 1923.
28. Pausanias, II, 27, 4.
29. IV, I,2 121.
30. Cf. Ch. Kerényi, op. cit., fig. 18, pág. 41.
31. Ibid., fig. 19, pág. 42.
32. Cf. en La science antique et médiévale, t. I
de la Histoire générale des Sciences, dirigida por
R. Taton, Presses Universitaires de France, Paris,
1957, los capítulos sobre la medicina griega de
43
L. Bourgey y J. Beaujeu, pág. 276 y sigs. y 384
y sigs.
33. Acerca de las curaciones milagrosas de As
clepios en Roma, cf. la tesis de M. Besnier, citada
en la pág. 189.
34. Cf. Quentin F. Maulé y H. R. W. Smith,
“ Votive religion at Caere: prolegomena” , en las
Publications in classical archaeology, de la Uni
versidad de California, vol. 4, n? 1, Berkeley y
Los Angeles, 1959, sobre todo pág. 90, η1? 4, y mi
reseña de este libro aparecida bajo el título “ Les
dépôts votifs et l’étude de la religion étrusque et
romaine” , en la Revue des Etudes anciennes, t.
LXIII, n08· 1-2, enero-junio de 1961, págs. 96 a 100.
35. Cf. la bibliografía concerniente a este epi
sodio en mi artículo “ L’origine des Dioscures à
Rome” , Revue de Philologie, XXXIV, 11, 1960, pá
gina 182 y sigs.
36. Pausanias, IV, 16, 5.
37. Cf. a este respecto la tesis de F. Chapouthier,
Les Dioscures au service d’une déesse. Etude d’ico-
noghaphie religieuse, en la Biblioteca de las Escue
las francesas de Atenas y de Roma, 1935, sobre
todo la pág. 132 y sigs. Citemos solamente aquí el
bajorrelieve de Larisa que se encuentra en el mu
seo del Louvre, y fue publicado por Heuzey, Mis
sion de Macédoine, lám. XXV, I, pág. 419.
38. Tucídides, IV, 125; VI, 78; VII, 80.
39. Polibio, V, 96, 110; XX, 6, 12.
44
Ill
Los rituales.
Evolución de la actitud helénica
respecto del prodigio
45
e interpretación de todos los signos adivinatorios
a los colegios de sacerdotes o bien a los adivinos,
los montéis, grandes conocedores de las diferentes
técnicas de la adivinación,2 cuya popularidad fue
grande en la Hélade, desde la época arcaica; o por
último, y sobre todo, acudir a los oráculos y a los
sacerdotes asignados a ellos.
Aquí la situación es también clara. En el mundo
de la adivinación no se otorga sistemáticamente
en Grecia ninguna atención preferencial al hecho
propiamente milagroso. Este entra en el dominio
de la adivinación fundada sobre la interpretación
de los signos exteriores al hombre, la adivinación
llamada inductiva, razonada, conjetural, en griego
mantiké éntekhnos, tekhniké, en latín diuinatio ar
tificiosa, mientras que la adivinación llamada na
tural se funda sobre la inspiración divina que hace
hablar directamente al profeta, al vidente: se trata,
en este último caso, de la mantike átekhnos, adi-
daktos de los griegos, de la diuinatio naturalis de
los latinos.
Un cierto número de los hechos que hemos en
carado salen de esta regla general y, sin tener
valor significativo para el porvenir, rompen por un
tiempo el curso normal de las cosas; así ocurre
con las curaciones milagrosas, las epifanías divinas.
Estas acciones, estas intervenciones directas de la
divinidad son acogidas, por supuesto, con alegría
por los hombres o las ciudades que reconocen en
ellas, a justo título, verdaderas gracias acordadas
por los dioses. Sólo exigían de sus beneficiarios
ceremonias de reconocimiento, que éstos decidían
espontáneamente o que les eran indicadas por los
adivinos y los sacerdotes. Así, no había nada de
sistemático en este mundo helénico del prodigio,
sino una gran flexibilidad en su interpretación y
en la indicación de los actos cultuales a ejecutar
46
como consecuencia de él. En Italia encontraremos,
en cambio, una estructura rígida.
La segunda cuestión que nos hemos planteado es
delicada y exigiría, en verdad, un largo estudio,
que sobrepasaría en mucho los límites de la pre
sente obra. Debemos limitarnos aquí a algunas
observaciones esenciales acerca de la evolución del
sentimiento religioso de los griegos en este domi
nio. La actitud de los filósofos en lo que con
cierne al mundo de la adivinación y de los prodi
gios fue, según hemos visto, diversa y matizada.
Las escuelas se oponían unas a otras y las obras
morales de Cicerón nos han conservado el reflejo
de estos debates contradictorios. De allí surgieron
desde muy temprano, por supuesto, posiciones di
versas entre las clases cultivadas. Para la época
arcaica cabe señalar, sin embargo, la importancia
que tuvieron en la vida de la Hélade esos sacer
dotes purificadores y hacedores de milagros, acer
ca de los cuales circulaban los relatos más extraños
y maravillosos. En pleno siglo v a. C., un hombre
como Empédocles aparece como el último de estos
videntes y taumaturgos cuya celebridad recorrió la
Hélade.3 Habrá que esperar a la época helenística
para ver aparecer, bajo la influencia de las reli
giones de Oriente, magos y taumaturgos de toda
especie y de todo origen. Sin embargo, la acción
de la investigación y de los descubrimientos cien
tíficos de los siglos v y iv a. C. no fue pequeña e
influyó ampliamente sobre la posición de los es
critores y de los griegos cultivados, y aun repercutió
sobre la actitud de las clases populares, que fueron
sin embargo las menos tocadas, como es natural,
por el desarrollo de la ciencia de la naturaleza.
La posición de los escritores respecto del pro
digio fue, en verdad, muy matizada desde la época
arcaica. Dada la influencia que ejerció Homero
47
sobre la educación griega, no se podría subestimar
la importancia de la actitud de algunos de sus
héroes respecto de los signos adivinatorios, de los
presagios y de los adivinos. Es cierto que una
cantidad de presagios y de prodigios suscitan, se
gún hemos visto, la atención, el temor o la alegría
de los personajes homéricos que los acogen. Pero
algunos de los héroes de Homero, y no de los
menores, no temen rechazar desdeñosamente su
puestas advertencias del cielo. Recordemos sola
mente la respuesta altanera y magnífica opuesta
por Héctor a Polidamante, en el libro XII de la
¡liada: 4 “ Quieres que obedezca a pájaros que ex
tienden sus alas. No me importa nada si vuelan a
mi derecha, del lado de la aurora o del sol; o a mi
izquierda, hacia las tinieblas inmensas. El mejor de
los presagios es combatir por la patria.”
Príamo y Telémaco tienen reflexiones no menos
desdeñosas para los adivinos y sus predicciones.5
Así, la literatura griega transparenta desde sus
comienzos una cierta tendencia a un racionalismo
precoz. Es verdad que tal racionalismo constituye
ya el punto de llegada de un lejano pasado reli
gioso, el del mundo micénico, que el desciframiento
de la linear B nos permite conocer hoy mejor.®
Sería interesante analizar en seguida la actitud
respecto del prodigio —y, por lo tanto, de la adivi
nación en general— de los grandes escritores y de
los grandes hombres políticos de Grecia. En un
estudio sistemático, tal actitud aparecería distinta
según la época en que vivieron y las tendencias
de cada uno. Luego de un Sófocles, respetuoso de
la tradición religiosa, Eurípides, formado por los
sofistas, no muestra blandura alguna respecto de
las creencias en el prodigio, que serán también
objeto de sarcasmo para Aristófanes. La misma
oposición de actitud se da entre Herodoto y Tucí-
48
dides. La obra del primero está plena de relatos
referentes a prodigios y presagios a los cuales el
escritor acuerda sinceramente crédito. Tucídides
cita los diversos prodigios que conmovieron a la
multitud ateniense en razón de sus repercusiones
históricas. Conoce la verdadera explicación de
ellos e ironiza fríamente acerca de la superstición
popular. Volveremos a encontrar en Polibio el
mismo frío análisis de las supersticiones de la
masa. La actitud de los hombres de Estado y de
los jefes militares no fue muy distinta de la que
observaron los escritores. Algunos, como Nicias,
seguían viendo una advertencia divina en el pro
digio que irrumpía en su camino. Entre aque
llos que se habían ilustrado suficientemente con
conocimientos científicos, algunos, como Pericles,
trataban de devolver la calma al corazón de las mul
titudes inquietas, explicándoles con dulzura la ver
dadera causa de los pretendidos prodigios. Para
ello, nada valía tanto como una explicación con
creta: un día, en ocasión de un eclipse de sol,
Pericles desplegó su manto ante las tropas sobreco
gidas de angustia y les preguntó si tenía realmente
algo de notable la sombra así obtenida.7 Hay que
vincular esta anécdota con la escena que, siempre
según Plutarco, protagonizaron ante Pericles dos
de sus amigos, el filósofo Anaxágoras de Clazó-
menes y el adivino Lampón, que discutían a propó
sito de un prodigio. Según Lampón, la anomalía
monstruosa de un cordero nacido con un solo
cuerno en la finca de Pericles, anunciaba con un
claro simbolismo que al poderío de los dos partidos
de Tucídides y de Pericles sucedería el de un solo
hombre. Pero Anaxágoras cortó la cabeza del cor
dero y explicó la monstruosidad como una caracte
rística anatómica. No dejó de recordarse con ad
miración la exégesis de Lampón cuando Tucídides
49
íue abatido y Pericles tomó en su mano los asuntos
del país.8 Muchos jefes políticos o militares hi
cieron servir estas creencias populares para favore
cer su propia ambición. Los ambiciosos vieron
ante todo en la religión un medio de actuar sobre
las masas y comprendieron que en la creencia en
los prodigios residía una de las palancas más efi
caces de su acción. En Grecia, y luego en Roma,
esta utilización sin escrúpulos de los temores co
lectivos e irracionales no escapó al observador
atento, pero tal toma de conciencia por parte de los
buenos espíritus no atenuó la eficacia de esta arma
de primera clase, que proporcionaba la psicolo
gía de las multitudes. Si hubiera que hacer un
estudio de los temas de propaganda utilizados por
los políticos de Grecia y de Roma, el prodigio
ocuparía, por cierto, un lugar no despreciable.
Esta reflexión nos lleva a encarar un aspecto
importante que el problema presenta en la época he
lenística. Entre los cambios que ocurrieron entonces
en las creencias religiosas, el principal fue, sin duda,
la aparición del culto real, de ese culto del sobe
rano suscitado por la personalidad de Alejandro
y que se desarrolló en torno de la persona de los
soberanos helenísticos. El nacimiento y la historia
de este culto monárquico, que los excesos y los
desórdenes del mundo contemporáneo nos ayudan
sin duda a comprender mejor, atrajeron la aten
ción de los eruditos, y muchos libros excelentes
contribuyen en la actualidad a iluminar con luz
nueva esta religión antigua del jefe.9
Este nuevo carisma monárquico acarrea una es
pecie de desplazamiento o, si se prefiere, de con
centración en el mundo de los prodigios. Toda la
vida de los monarcas helenísticos se encuentra mar
cada, iluminada por presagios y prodigios que
confirman de una manera palpable su predestina
50
ción y su valor divino. Se trata, por supuesto, de
un carácter común a toda monarquía sagrada, cual
quiera que sea la civilización en que aparezca. En
Grecia, los temas legendarios desarrollados en tor
no de la realeza primitiva y de los héroes funda
dores habían conocido brillantes ilustraciones lite
rarias. Pero la época clásica fue profundamente
hostil y extraña a la realeza y al culto del jefe;
hay que esperar hasta el período helenístico para
ver florecer, en torno de la persona de los nuevos
soberanos, queridos por los dioses, toda una serie
de signos carismáticos, entre los cuales ocupan el
primer lugar los prodigios, a causa de su importan
cia y de su fuerza significativa. La influencia de
la ideología de las monarquías orientales se siente
fuertemente, por supuesto, en este dominio. Cuando
nació Alejandro, los magos anunciaron enseguida
el nuevo peligro —peligro mortal— que había apa
recido para Asia. “ La noche misma en que ardió
el templo de Efeso, escribe Cicerón,10 Olimpia dio
a luz a Alejandro y, cuando nació el día, los magos
anunciaron a grandes gritos que la noche precedente
había visto aparecer la ruina y la peste de Asia.”
El episodio capital de la vida de Alejandro, que
fue su peregrinaje al oasis de Siwah, para visitar
el santuario de Ammón, fue saludado con manifes
taciones divinas de la misma importancia. Su estu
dio ha suscitado una inmensa literatura, que trata
de este momento crucial y analiza con cuidado las
fuentes antiguas de las cuales dependemos. A la
manera de los grandes reyes iranios, Alejandro es
señalado por signos milagrosos en el curso de su
viaje. Cuando tempestades de arena obstaculizan el
avance del ejército macedonio, que sufre cruelmen
te de sed, las condiciones atmosféricas mejoran mi
lagrosamente y una tormenta providencial trae la
deseada lluvia. Además, los límites habían desapa-
51
recido y la ruta ya no se veía: dos cuervos o, según
otros relatos, dos serpientes vinieron a indicar el
camino a seguir. Si Alejandro fue a Siwah a bus
car pruebas de su filiación y de su misión divinas,
sin duda que las palabras del gran sacerdote de
Ammón le dieron la respuesta que esperaba; pero
ya los prodigios ocurridos en su camino habían
constituido para él —y luego para el mundo— un
comienzo capital de confirmación.11 Luego de Ale
jandro, los reinos helenísticos desarrollaron y siste
matizaron el culto del soberano y, en cada uno de
ellos, se multiplicaron los prodigios que consagra
ban la persona del rey y señalaban los principales
actos de su vida. El nuevo sistema político-religioso
—monarquía de derecho divino— y las influencias
venidas de un Oriente entonces helenizado, sirvieron
de eje al prodigio sobre la filiación, a menudo so
brenatural, la persona, la vida y la muerte del sobe
rano. La literatura helenística y luego la romana
nos conservan reflejos muy fieles de esta nueva
tendencia y los ambiciosos de Roma, ávidos de
instaurar sobre las ruinas de las guerras civiles un
poder personal, no desaprovecharán esta lección.
Comprendemos ahora por qué un escritor como Plu
tarco, que redactó en la segunda parte del siglo I
de nuestra era las Vidas de hombres ilustres, acor
dó al prodigio un lugar de preferencia en su obra.
Sería interesante tratar de discernir —pero, na
turalmente, es imposible hacerlo aquí—, en el cua
dro inmenso del mundo helenístico, la parte que
corresponde a las creencias y la que debemos asig
nar a la explotación política, en esta presencia y
esta proliferación de los presagios y de los prodi
gios “ reales” . Habría que distinguir con cuidado
los países (ya que la Grecia propiamente dicha se
muestra infinitamente más reticente en este domi
nio que el resto del mundo del Mediterráneo orien
52
tal), las épocas, las clases sociales y el carácter
mismo de los soberanos en torno de los cuales
caían continuamente los signos del favor divino. Los
eruditos, según sus tendencias, insisten más sobre la
creencia religiosa y la creencia sincera, o sobre
las razones de oportunismo político y de interés
bien entendido. Podrá medirse la amplitud de una
investigación tal12 pensando en las discusiones que
suscitó el análisis del verdadero móvil de Alejandro,
en ocasión de su expedición a Siwah.
Me basta haber mostrado cómo el prodigio, que
existió a todo lo largo de la historia de la Hélade,
pero aceptado con reserva por las élites del país y
sin entusiasmo excesivo por el pueblo mismo, tomó
a partir de fines del siglo iv a. C., en razón misma
de la evolución de las instituciones y de las ideas,
una importancia y un valor nuevos: al constituir el
anuncio, la confirmación y la consagración del
carisma real, se revistió de un valor ejemplar en los
países del Oriente mediterráneo, valor que luego
los emperadores romanos percibirán plenamente y
utilizarán para sus fines.
53
Notas
54
10. Cicerón, De diuinatione, I, 47.
11. Sobre este episodio, cf. la bibliografía de la
obra de Cerfaux-Tondriau, pág. 30. Acerca de los
presagios y los prodigios que caracterizaron la
vida de Alejandro, cf. la obra de Taeger, t. I,
pág. 87, n? 33; sobre la marcha por el desierto,
cf. el mismo libro, pág. 191 y sigs.
12. Animosamente emprendida en el libro citado
antes, de Fr. Taeger.
55
Segunda Parte
Primera
Los prodigios en Etruria
I
La adivinación etrusca
y los prodigios
59
Frente a esta flexibilidad, a esta evolución, a
esta vinculación indisoluble con la historia misma
del pueblo, la religión etrusca presenta caracteres
muy diferentes. Es una religión revelada, codifi
cada, unitaria, rebelde, según parece, a toda modi
ficación profunda. La razón de esta estructura rígi
da reside en la actitud fundamental de los etruscos
respecto de lo sagrado y de los dioses, actitud total
mente opuesta a las relaciones flexibles que los grie
gos mantenían con los dioses del Olimpo. Pese a
su concepción de la omnipotencia del destino, fuen
te de tantos temas dramáticos, el griego no abdica
nunca de su libertad, salvo en la medida misma
en que sabe tomar clara conciencia de los límites
de su condición. Más aun, se rebeló muy pronto
contra la idea de la omnipotencia de esta fuerza
ciega y terrible. En Etruria las cosas son absolu
tamente distintas, como lo han aclarado muy bien
algunos estudiosos.2 El poder sombrío y oscuro de
las divinidades toscanas crea un sentimiento de
anonadamiento de la persona humana. En Grecia,
y luego en Roma, se establece siempre un diálogo
entre los dioses y los hombres. En Etruria el hom
bre calla y sólo puede escuchar, temeroso, el eterno
monólogo de los dioses. Su tarea consiste sólo en
ejecutar, tan escrupulosamente como le es posible,
las voluntades y decisiones de éstos.3
Las consecuencias de esta posición son muy im
portantes en lo que respecta a nuestro tema. La
vida religiosa etrusca, en efecto, se centró perma
nentemente en torno de las prácticas adivinatorias
más diversas, las únicas capaces de hacer conocer
en la tierra la voluntad de los dioses ocultos. Una
ojeada de conjunto sobre la disciplina etrusca nos
permitirá darnos cuenta de ello.
El destino de Etruria, las reglas de vida y de
muerte de su pueblo, se encontraban enunciadas en
60
libros sagrados que contenían las palabras de per
sonajes divinos, aparecidos milagrosamente, un buen
día, sobre el suelo de la Toscana. El genio Tages,
la ninfa Begoe, tales eran los autores míticos de
esta revelación fundamental. Es cierto que la re
dacción de los libros fue tardía y no parece remon
tarse más allá del siglo II a. C. Pero esta redacción
de conjunto debió agrupar elementos ya escritos,
aunque sin unidad. Y todo eso reproducía, sin
duda, una tradición oral muy antigua y escrupulo
samente transmitida de generación en generación.
Se ha comprobado desde hace mucho tiempo la ex
trema seguridad de memoria de las poblaciones anti
guas, y esta seguridad se manifestaba sobre todo en
el dominio de los ritos y de las reglas de la religión.
No nos queda casi nada de esos libros sagrados
en su lengua original, pues desaparecieron en el
naufragio de la literatura etrusca. Algo subsiste,
sin embargo, de esta colección: fragmentos escasos
y dispersos, que se conservan en las traducciones o
las citas que de ellos hicieron autores griegos y
latinos. Además, como veremos en detalle en el
capítulo siguiente, la disciplina fue ampliamente
utilizada por las autoridades religiosas romanas
durante toda la historia de la urbs. La actividad
de los arúspices en Roma en los diferentes siglos,
nos la describen cuidadosamente algunos escritores
romanos, preocupados por anotar prolijamente sus
costumbres, y esto nos informa con bastante exacti
tud acerca de las prácticas de los sacerdotes tosca-
nos y los principios por los que guiaban su ac
tuación.
Pudo así un excelente erudito de comienzos del
siglo describir, con tanta minuciosidad como se lo
permitía el estado fragmentario de nuestra documen
tación, la estructura y el contenido de estos libri
etrusci. Los tres fascículos de O. Thulin, agrupa
61
dos bajo el título de Etruskische Disziplin, son
todavía utilizables pese a su fecha. En el interior
de esta rígida disciplina de la antigua Toscana,
ocupan su lugar la creencia en los prodigios y los
ritos que les conciernen. Hay que recordar pues,
para comenzar, la organización de los libros reve
lados de los etruscos.
Su división era triple y Cicerón da fe de ello en
su Tratado sobre la adivinación con dos pasajes
explícitos: quod etruscorum declarant et haruspi
cini et fulgurales et rituales Ubri (I, 72) ; sed
quoniam de extis et de fulgoribus satis est disputa
tum, ostenta restant ut tota haruspicina sit pertrac
tata (II, 49), Se nota la ambigüedad del último
término. La disciplina enseñada y aplicada por los
arúspices podía recibir, en su conjunto, el nombre
de aruspicinsr. Pero, en un sentido más estricto y
estrecho, esta palabra sólo se aplicaba a la técnica
adivinatoria, fundada sobre el examen de las entra
ñas y en la cual los arúspices eran maestros incon
testables. Y resulta clara la articulación del con
junto. El primer grupo de libros trataba del examen
y el estudio de las entrañas de las víctimas, técnica
de la cual los arúspices habían tomado su nom
bre.4 El segundo grupo concernía a los rayos,
su origen, su valor y su expiación. El tercero, en
fin, era el más considerable, ya que abarcaba los
preceptos más diversos referentes a la vida de los
individuos y de los Estados: formaban parte de él
los libri acheruntici, libros de los muertos, sin
duda semejantes a los del antiguo Egipto, y los
ostentaría, relativos a los ostenta^ a los prodigios.
La enseñanza propia de éstos constituía entonces
parte integrante de una teoría muy vasta, que daba
respuestas precisas a las cuestiones planteadas por
la vida y la muerte de las ciudades y de los
hombres.
62
Esta rápida referencia muestra un hecho capital
para nuestro estudio: la importancia primordial
que asumía el arte adivinatorio en la vida religiosa
toscana. Las teorías acerca de los rayos y de las
entrañas no tienen otro sentido y otra finalidad
sino deducir la voluntad de los dioses, las ceremo
nias por cumplir en las diversas circunstancias de la
vida, el porvenir cercano o lejano de fenómenos
particularmente cargados de valor sagrado. La
atención que se acordaba a los prodigios responde
a las mismas preocupaciones.
Para el espíritu profundamente religioso de los
etruscos, no hay diferencia esencial entre los diver
sos signos enviados por los dioses. Así, los arús-
pices despliegan una virtuosidad igual al hacer la
exégesis erudita de los exta, de los rayos, o bien
de los prodigios. Interesantes pasajes de Séneca
y de Plinio el Viejo aclaran bien, a propósito de la
doctrina referente a los rayos, los principios fun
damentales a los que obedecía el conjunto del arte
adivinatorio etrusco. Las opiniones que estos auto
res expresan no son sólo sentimientos personales,
sino que reposan sobre el conocimiento de traduc
ciones al latín de libros sagrados etruscos, que
hombres como Cecina pusieron al alcance de los
técnicos de la religión romana.
Veamos cómo Séneca opone la posición cientí
fica de los filósofos y el modo de pensar de los
etruscos en lo que respecta a la interpretación de
los fenómenos de la naturaleza: “ He aquí en qué
no estamos de acuerdo con los toscanos, intérpretes
consumados de los rayos. Según nosotros, el rayo
estalla porque hay un choque de nubes; según
ellos el choque sólo ocurre para que se produzca
la explosión. Como ellos refieren todo a la divini
dad, están persuadidos no de que los rayos anun
cien el porvenir porque se formaron, sino de que
63
se forman porque deben anunciar el porvenir.” 6
Asi, para lós etruscos, la naturaleza obedece a una
finalidad universal, los fenómenos que se presentan
al hombre son provocados por las potencias divi
nas para instruirlo respecto de su porvenir y de
sus deberes. No existe, según se ve, actitud más
alejada de la ciencia, ni que ofrezca a la adivina
ción un campo más extenso. Todo es aquí cuestión
de mantica y la atención especial que se presta a
los exta, a los rayos y a los prodigios proviene
solamente del hecho de que están más cargados 3e
valor sagrado que todos los otros fenómenos de la
naturaleza o del mundo animal y humano. La cien
cia de los prodigios es, pues, totalmente paralela a
la de las entrañas y de los rayos.
Los métodos de enfoque y de estudio son, de
hecho, los mismos en uno y otro caso. Séneca, en
el mismo pasaje de sus Cuestiones naturales,e define
así la adivinación fulgural: “ Volvamos a los rayos
cuya ciencia incluye tres partes, la observación, la
interpretación, la conjuración.” Estas tres partes
fundamentales del arte del arúspice se vuelven a
encontrar en lo referente al prodigio.
64
Notas
65
II
66
vida religiosa de cada ciudad toscana. Aquí el
responsum de los arúspices se limita a indicar rápi
damente, pero con precisión, el fenómeno sobre el
cual se les llama a pronunciarse: “ Visto que en el
ager latiniensis se ha oído bajo tierra un ruido
metálico acompañado por un temblor — ”
Luego está indicado el nombre de los dioses que
manifiestan su cólera: así comienza la sabia exé-
gesis del fenómeno, parte esencial de estas consul
tas, ya que proporciona a la ciudad temerosa la
explicación de un hecho amenazador e incompren-
dido. “ Las reclamaciones vienen de Júpiter, Satur
no, Neptuno, Tellus, de los dioses celestes...”
¿De dónde nació esta cólera? Las razones de
ella son múltiples y se las enumera cuidadosamente.
“ Los juegos se celebraron con demasiada negli
gencia y fueron mancillados. Se han dedicado al
uso profano lugares sagrados y religiosos. Se con
denó a muerte a oradores, despreciando las leyes
divinas y humanas. Se olvidó la palabra dada y
el juramento. Se han realizado con excesiva negli
gencia y se han mancillado sacrificios antiguos y
secretos.”
¿Cuáles son los peligros que se ciernen sobre la
ciudad? La lista es también larga y amenazadora.
Hay que temer “ que por la discordia y el disenti
miento de los optimates, se preparen violencias y
peligros contra los Padres y los jefes, que éstos
no se vean privados de socorro, a raíz de lo cual
las provincias se alinearían bajo una sola autori
dad, el ejército sería expulsado y se produciría un
debilitamiento final. Hay que temer también que
la cosa pública no sea lesionada por manejos secre
tos, que hombres deteriorados y desposeídos no
sean elevados a las dignidades, en fin, que no se
cambie la forma de gobierno” .
67
Después de esta sabia exégesis, se esperaría la
tercera parte de la adivinación aruspicinal, la indi
cación de los medios efectivos para calmar a los
dioses y alejar las amenazas. Esto no aparece aquí,
en contraposición con el uso que vemos constante
mente atestiguado en Roma, donde los arúspices
completan sus análisis adivinatorios mediante pres
cripciones detalladas relativas a las procuraciones,
a las expiaciones a cumplir.
Pese a esta laguna que es fortuita, el texto evo
cado resulta revelador. Muestra concretamente la
sutileza de los adivinos toscanos en el estudio de
los prodigios, da una idea de las luces que ellos
creían proyectar, gracias a su pseudociencia, sobre
el pasado, el presente y el porvenir. En efecto, todo
está reunido en este responsum: las faltas huma
nas de un pasado reciente, que se sitúan en el
mundo de la religión y de los ritos; el estado del
presente, en su aspecto capital, es decir, la actitud
de los dioses respecto de los hombres y, por último,
el anuncio de un cercano porvenir, cargado de ame
nazas en lo que concierne al Estado y a las clases
dirigentes. La ciencia aruspicinal tenía así un carác
ter, en cierto modo, universal y cósmico y un solo
fenómeno le permitia abrazar de una ojeada el
estado del mundo. Las relaciones profundas que
unen las diversas partes del mundo, naturaleza, hu
manidad y dioses, se aclaran mediante tal análisis
y algunas de las correspondencias indicadas pare
cen imponerse a posteriori: ¿un rumor subterráneo
no es la expresión de la cólera de las divinidades
ctónicas?
Volvemos a encontrar este simbolismo cósmico
en el dominio de los rayos y, más aun, en el de los
exta: en el animal consagrado y ofrecido a los
dioses, el hígado, sede y órgano de la vida, es como
el espejo del mundo en el momento del sacrificio.
68
Sobre su superficie el sacerdote distinguía las sedes
de los dioses en compartimientos rigurosamente
orientados y correspondientes, por una ley sutil de
equivalencias, a las ubicaciones de los dioses en
el espacio celeste.2 El hígado de bronce encon
trado en Piacenza, que lleva inscriptos, cada uno
en su casillero, los nombres de los dioses, era una
especie de manual que servía para la instrucción
de los arúspices y se presenta como un verdadero
microcosmos.
En el responsum transmitido por Cicerón, la ac
titud fundamentalmente aristocrática de los arúspi
ces, cuyo reclutamiento se efectuaba entre la clase
noble de Etruria, se manifiesta en el anuncio de
los peligros que amenazan al Estado y a la clase
senatorial. Y, por cierto, sus advertencias contra toda
tentativa tendiente a desquiciar el orden establecido
y a reemplazar la autoridad senatorial por el poder
de uno solo, coinciden admirablemente con el mo
mento en que este responsum fue formulado, pues
la República senatorial estaba entonces en apuros.
Sin embargo, se ha demostrado que no hay dere
cho a considerar esta respuesta como escrita sola
mente para esa circunstancia.3 El autor bizantino
Lido nos conservó, en efecto, en su Tratado de los
prodigios, un calendario brontoscópico de origen
etrusco, dictado por el mítico Tages, traducido al
latín por Nigidio Figulo, y del latín al griego por
Lido mismo. Este calendario indica la significa
ción del trueno para cada día del año. Ahora bien,
son evidentes las analogías que existen entre el
responsum del 56 a. C. y ciertas exegesis del trueno
formuladas en el calendario de Lido, en particular
para la fecha de 25 de septiembre. Hay que atri
buir pues al responsum mismo un valor que sobre
pasa ampliamente su cuadro temporal. Los arús
pices debieron consultar en 56 a. C. un calendario
69
adivinatorio del tipo que nos legó Lido y que
se remonta, pese a posibles retoques tardíos, a la
época de la Etruria independiente. No hay duda
de que en caso de rumores subterráneos ocurridos
en el territorio de sus ciudades, los arúspices de
Veyes, Tarquinia o Volscos formularon siempre,
en el curso de su historia, respuestas de este tipo.
Además, la tendencia conservadora del documen
to no deja de reflejar muy fielmente la posición
constante de los arúspices, atenidos al orden esta
blecido, campeones de la clase oligárquica. Su acti
tud política no se modificó durante la inverosímil
duración de su ministerio, desde los comienzos
de Etruria hasta el fin del Imperio romano.
Conviene, por último, anotar que los peligros
anunciados por sus respuestas, aunque amenazan
tes, no son irremediables, irreversibles. Si los olvi
dos o las faltas de los hombres provocan la cólera
divina y la aparición de peligros, éstos pueden con
jurarse mediante ceremonias apropiadas. El res
ponsum del año 56 a. C., tal como nos fue trans
mitido, no menciona los ritos a cumplir. Pero los
indican en cambio una cantidad de otros textos y,
para tomar el ejemplo más cercano del precedente
en el tiempo, en el año 65 a. C., bajo el consulado
de Cotta y Torcuato, los arúspices a los que se
hizo venir de toda Etruria, para interpretar los
rayos caídos en repetidas oportunidades sobre ob
jetos sagrados del Capitolio, dieron la siguiente res
puesta: “ Dijeron que estaban cercanas masacres e
incendios y la aniquilación de las leyes y la guerra
civil en el seno de la ciudad y la ruina total de
Roma y del Imperio. . . ” , nisi di inmortales Omni
ratione placati suo numine prope fata flexissent,
“ si no se aplacaba, costara lo que costara, a los
dioses inmortales, cuya intercesión quizá doblega
ría las decisiones del destino.” 4
70
Aquí aparece bien claro el proceso mediante el
cual los hombres y las ciudades, instruidos acerca
de sus deberes por los arúspices, podían intervenir
en la marcha del mundo. Sin duda que para el
pensamiento toscano el destino es todopoderoso y
nada puede forzarlo a cambiar su ruta. Pero los
dioses pueden servir de intercesores entre la huma
nidad y el fatum. Para que acepten representar
este papel, hay que calmar por supuesto su cólera,
aplacarlos (omni ratione placari). Entonces, pero
sólo entonces, pueden intentar torcer el curso del
destino, prope fata ipsa flectere. Con ello la adivi
nación aruspicinal encuentra su posibilidad de ac
ción, su eficacia, ya que su tarea esencial consiste
siempre en indicar qué ritos son agradables para
los dioses. Cicerón recuerda los ritos expiatorios
y propiciatorios correspondientes al 65 a. C. Se
organizaron juegos durante diez días. “ Además no
se omitió nada que pudiera aplacar a los dioses.”
Como la estatua de Júpiter había sido herida por el
rayo, “los arúspices prescribieron que se erigiera
una más grande, se la colocara sobre un zócalo
elevado y, contrariamente a lo que se había hecho
hasta entonces, se la volviera con la cara hacia el
oriente. Esperaban, según decían, que si la estatua
que veis aquí mirara hacia el levante y al mismo
tiempo hacia el Foro y la Curia, las maquinaciones
que se tramaran contra el bienestar de la Repú
blica y del Imperio se aclararían con una luz tal
que el Senado y el pueblo romano llegarían a pe
netrarlas” . Resulta aquí evidente el vínculo que
existe entre la interpretación del prodigio y su pro
curación. Los romanos mismos captaron muy bien
tal relación y Cicerón escribe así en su De diuina-
tione: Magna uis. .. monstris interpretandis ac pro
curandis in haruspicum disciplina.6
71
Notas
72
Ill
73
tes a épocas muy antiguas, los preciosos relatos de
Tito Livio y de Dionisio de Halicarnaso que se
refieren a la aruspicina bajo el reino de los Tar
quinos parecen basarse sobre fundamentos autén
ticos, sin duda fuentes etruscas, contemporáneas de
los hechos mismos. Citemos solamente, entre otros,
el siguiente prodigio.1
Antes de hacer construir el templo de Júpiter
Capitolino, que debía ser el mayor de Roma y afir
mar su supremacía sobre el Lacio, Tarquino el
Soberbio debió hacer preparar una vasta superficie
sobre el Capitolio y emprender trabajos considera
bles. Se produjeron entonces varios prodigios, de
los cuales el más famoso fue el siguiente: de los
fundamentos del templo, los obreros extrajeron una
cabeza humana, cuyos rasgos estaban intactos, capul
humanum integra facie aperientibus fundamenta
templi dicitur apparuisse? Según Tito Livio, los
arúspices de Roma y los venidos ex profeso de
Etruria interpretaron que el prodigio anunciaba
que Roma estaría a la cabeza del mundo. El sím
bolo era manifiesto. Por su parte, Dionisio de
Halicarnaso relata en cambio que ocurrió un hecho
extraño: los adivinos existentes en Roma fueron
incapaces de interpretar el fenómeno y una misión
fue a Etruria a consultar allí a un arúspice. Este
quiso engañar a los romanos pero, por una especie
de pacto espontáneo con los enviados de Roma, el
hijo del arúspice les aconsejó evitar responder
a su padre si éste, insidiosamente, les preguntaba
en qué punto del Capitolio había sido encontrada
la cabeza milagrosa, se tratara del este, del oeste,
del norte o del sur. Sólo había que dar la indica
ción siguiente: en el monte Tarpeyo, en Roma. En
caso contrario, el adivino habría intentado trasladar
a su ciudad el presagio de grandeza recibido por
Roma. Así se hizo y el experto toscano debió reco
74
nocer que el lugar donde se había encontrado la
cabeza estaría al frente de Italia.3
El relato es instructivo y muestra que los etrus
cos, como lo harán a su vez los romanos, sabían
utilizar hábilmente los signos divinos cuando se
daba el caso, transformando su valor o transfirién
dolos. El arúspice consultado intenta aquí, valién
dose de la orientación del prodigio, hacer pasar a
su propio Estado el presagio de grandeza y poderío
enviado por los dioses a Roma. La sumisión de
los etruscos a las leyes de los dioses, tan marcada
y constante, no aniquilaba entonces completamente
su libertad respecto de los signos divinos., La cien
cia sutil de los arúspices podía actuar, en ciertos
casos, sobre los presagios y, con ello, determinar
parcialmente el porvenir. Ocurre en esta circuns
tancia una especie de coacción sobre lo sagrado
que se emparenta con la acción del mago. Y el
arúspice podía hacer en realidad cosas aun más
importantes: era capaz de suscitar ciertos prodigios,
de atraer o alejar los rayos.4 Así, pese a su carác
ter coercitivo, la religión etrusca concedía un lugar
a la eficacia de los ritos mágicos. El hecho no es
aislado, pues aun las religiones más dominadoras,
de atmósfera más opresiva, dejan en compensa
ción a sus sacerdotes, conocedores de los ritos y
maestros de su arte, la posibilidad de actuar eficaz
mente sobre lo sagrado.
Nos parecen utilizables, por lo tanto, los mu
chos textos concernientes a las respuestas de los
arúspices en el mundo romano, que se remontan
hasta el lejano tiempo de la realeza etrusca. Ayu
dándonos además con los fragmentos de ostentaría
etruscos, muy escasos por cierto, que nos han con
servado los autores griegos y romanos, podemos
tener una visión de conjunto de los tipoB de exé-
75
gesis y de expiación de los prodigios que se practi
caban en la región toscana.
Los responsa, que ya hemos analizado por su
carácter revelador y que se refieren al prodigio C a
pitolino de fines del siglo vi y al rumor subterrá
neo del año 56 a. C. nos mostraron que los arúspices
trabajaban de modo diverso según los casos. Cuan
do les era posible, extraían su explicación del pro
digio de la sección de los ostentaría que le con
cernía. Tal fue el caso en el año 56. Pero no
estaban citados todos los casos, ni resueltos todos
los problemas en los rituales escritos o bien orales
de que disponían, y los arúspices tenían a veces
que estudiar por sí mismos el hecho que se les
presentaba y buscar en su experiencia y en su suti
leza una explicación coherente y conveniente. Es
lo que hicieron en ocasión del prodigio capitolino
de la cabeza humana. Y no conviene olvidar aquí,
por cierto, que éste se sitúa al final del siglo vi
a. C. y que entonces los libri rituales todavía no
estaban constituidos. Puede ocurrir, sin embargo,
que los arúspices dispusieran ya de reglas escritas,
además de una simple tradición oral; sea como
fuere, los arúspices debieron recurrir entonces a
un estudio personal y aplicar su ingenio a la cir
cunstancia. Así se explica la vacilación de los adi
vinos y las conclusiones del arúspice en el relato
de Dionisio de Halicarnaso. Este doble método de
trabajo no desapareció ni siquiera después de la
redacción definitiva de los libros rituales, y un
importante pasaje de Cicerón enumera juntos los
dos aspectos del trabajo de los adivinos: recurrir
a las explicaciones contenidas en los haruspicini
et fulgurales et rituales libri, y formular una inter
pretación concebida en el momento, subito ex tem
pore coniectura.5 Por otra parte, aunque nos parez
ca legítimo reconstruir el arte de los arúspices
76
según las explicaciones que éstos dieron de los
prodigios sometidos a su sagacidad por las autori
dades romanas, no se puede, sin embargo, concluir
de ello que todos estos prodigios eran reconocidos
como tales por la disciplina toscana, ni que exis
tían en la conciencia religiosa etrusca. Algunos de
ellos sólo nacían, sin duda, de la superstición de los
romanos. No es entonces posible, ateniéndose a
un método estricto, reconstruir el contenido general
de los ostentaría etruscos. Pero no deja de ser muy
instructivo, una vez admitida esta restricción ne
cesaria, agrupar las exégesis y las procuraciones
contenidas en las respuestas que daban los arús
pices a las autoridades de Roma, pues en ellas
aparecen todas las tendencias y todos los procedi
mientos de su arte.
Los ejemplos precedentes ya mostraron con cla
ridad que para los etruscos, como ocurría con los
griegos, el prodigio puede revestir un valor muy
distinto, a veces bueno y favorable y más a me
nudo malo y funesto. En la naturaleza inanimada,
los temblores de tierra, los rumores que los acom
pañan, los ruidos de armas que provienen de regio
nes subterráneas, anuncian graves acontecimientos
para el Estado. Una frase de Cicerón en el De
diuinatione lo recuerda claramente: “ Y yo no podría
persuadirme de que toda la Etruria. . . interpreta
falsamente los prodigios, cuando a menudo temblo
res, rumores, movimientos de la tierra anunciaron,
a nuestro Estado y a otras ciudades, una cantidad
de acontecimientos verdaderos y graves.” e Se trata
entonces de las guerras exteriores e interiores que
amenazan a la ciudad y recordamos el responsum
del año 56. A veces también la escasez, el hambre,
se anuncian por esos fenómenos surgidos de las
profundidades del suelo.7 Y en verdad el carácter
sombrío de estos hechos telúricos se imponía por
77
sí mismo. Aun hoy espantan a los hombres. El
rayo, tan frecuente en Toscana donde las tormen
tas son muy violentas, posee una importancia ex
trema en el arte adivinatorio de los etruscos, pero
no es en sí un prodigio, y tampoco lo será en
Roma. Cobra sin embargo ese carácter cuando
toma un aspecto anormal y va a caer, por ejemplo,
sobre lugares o edificios consagrados a los dioses.8
Fenómenos celestes excepcionales, como la apari
ción de un cometa o el toque de una trompeta que
parece sonar bruscamente en el cielo sereno, están
cargados de amenazas y pueden anunciar el fin
de uno de esos saecula de los cuales, según la
aruspicina, estaba compuesta la historia misma del
pueblo etrusco.9
78
compañía de su mujer Tanaquil, una etrusca de
alto rango. Desde su llegada a Roma, un prodigio
significativo anunció su gran destino: “ He aquí
que cuando llegaron al Janiculo Lucumón y su
mujer, que iba sentada junto a él en el carro, un
águila descendió levemente en vuelo planeado y le
quitó su sombrero. Luego, revoloteando en torno
del carro con grandes chillidos, y como si cum
pliera una misión divina, volvió a colocarlo exac
tamente sobre su cabeza, después de lo cual reanu
dó su vuelo.” 10
Las palabras que Tanaquil pronunció luego cons
tituyen una verdadera exégesis del fenómeno mila
groso y un arúspice no hubiera desaprobado su
lenguaje. Tito Livio mismo subraya su ciencia
de los prodigios: “Tanaquil acogió, según se dice,
este presagio con alegría, pues poseía la ciencia
difundida en Etruria respecto de los prodigios ce
lestes.11 Exhortó a su marido, abrazándolo, a con
cebir grandes y elevadas esperanzas ‘debido a la
llegada del ave, la región del cielo de donde vino
y el dios del cual era mensajera. Su presagio se
refirió a la parte más elevada del cuerpo. Quitó
un ornamento de la cabeza de un hombre y volvió
a colocarlo allí por orden de un dios.’ ” Como
ocurre tan a menudo en la aruspicina etrusca, com
probamos de nuevo en este caso la importancia
que se acuerda a la proveniencia y a la orientación
del signo-presagio y volvemos a encontrar la inte-
rrelación establecida entre elementos puramente ma
teriales y la significación moral de que están car
gados. Todo esto confirma la autenticidad del
relato de Livio.
El futuro sucesor de Tarquino el Antiguo es de
signado a su vez, mediante un signo divino, cuando
sólo es un niño. La tradición conserva el recuerdo,
de un hecho tan milagroso como el precedente y
79
que también correspondió interpretar a Tanaquil.12
“ En esta fecha ocurrió en el palacio real un pro
digio tan asombroso jior su aspecto como por sus
consecuencias. Se dice que mientras dormía un
niño llamado Servio Tulio su cabeza fue rodeada
por llamas a la vista de muchos testigos. Ante los
gritos que todos proferían al ver este asombroso
prodigio, acudió la faiüilia real. Un servidor traía
agua para extinguir ell fuego, pero la reina lo de
tuvo, hizo cesar el ruido, ordenó que no se tocara
al niño y se lo dejara despertar por sí mismo.
Cuando éste se despertó se extinguió la llama.” El
fenómeno resultó tan claro al espíritu de Tanaquil
como lo había sido el prodigio anunciador de la
realeza de su esposo. “ Entonces, llevando aparte
a su marido, Tanaquil le dice: ‘ ¿Ves tú a este niño
que criamos en una condición tan humilde? Sa
brás que un día será 'nuestro rayo de luz en mo
mentos críticos y el sostén de nuestro trono con
movido . . . ” ’ He aquí, pues, que este signo mila
groso señala la persona de un futuro rey y, por
segunda vez, incumbe' a la asombrosa figura de
la reina etrusca Tanaquil el papel de penetrar su
sentido. No hubo en Etruria profetisas inspiradas
semejantes a la Pitia o a las Sibilas helénicas, por
boca de las cuales hacían oír su voz los dioses.
Pero una reina como Tanaquil une a un papel
político que algunas mujeres etruscas desempeña
ron a menudo, una experta sabiduría en el dominio
de los prodigios.
¿Sería ahora demasiado audaz establecer un pa
ralelo entre esta serie de prodigios concernientes
a la cabeza de futuros soberanos y la tendencia
general del arte etrusco, que descuida constante
mente el estudio del cuerpo humano en beneficio
del de la cara, en beneficio del retrato? Una
civilización para la cual el hombre es juguete de
80
potencias sagradas sólo puede mostrar indiferencia
por su forma corporal y coloca todo su interés
en la parte pensante del ser humano, por la cual
éste puede al menos hacer el intento de adivinar
la voluntad de los dioses e interpretar sus decisiones.
Por último, debemos hacer aquí una observa
ción importante. £1 carisma monárquico que está
atestiguado en la Roma etrusca hasta comienzos
del siglo V a. C., y que debía hallarse vivo entonces
en toda la zona de la Toscana, desaparece por
supuesto desde el momento en que en Etruria, como
en todo el centro de Italia, es expulsada la monar
quía y deja su lugar a un régimen de tipo oligár
quico, violentamente hostil a la realeza. Este mo
mento se sitúa en la primera mitad del siglo v
a. C. Desde esta época hasta el final de la Repú
blica, cuando la situación cambiará de nuevo, los
arúspices, tanto en Etruria como en Roma, consi
deran que todo prodigio que anuncia la grandeza
excesiva de un solo hombre es un prodigio malo,
funesto, que debe ser cuidadosamente expiado. Las
abejas, en razón de la estructura misma de su so
ciedad, son en numerosas civilizaciones presagio o
símbolo de realeza.13 En tiempos de la República,
los prodigios proporcionados por enjambres de abe
jas que se posan en lugares públicos consagrados
son siempre funestos a los ojos de los arúspices:
anuncian la ruina de la libertad, el restablecimiento
de la autocracia y la servidumbre para el pueblo.
Cicerón lo recuerda claramente en un pasaje de su
discurso De haruspicum responso.1* Y cuando Eneas
llega a la embocadura del Tiber, con la promesa
del sometimiento del Lacio a la soberanía troyana,
un enjambre de abejas que se posa sobre la cima
de un antiguo y sagrado laurel trae a la corte del
rey Latino el anuncio de esta monarquía fatal para
las ambiciones del latino Turno.15
81
Bajo el Imperio, los arúspices interpretaron siem
pre que los prodigios proporcionados por las abe
jas interesaban a la persona del soberano, eran
generalmente funestos y anunciaban su muerte,16
o a veces, por el contrario, favorables y anunciaban
el alto destino del futuro emperador. Todo, ocurre
como si los arúspices hubieran conservado, de sus
exegesis provenientes de la Etruria republicana y
de la República romana, el recuerdo del carácter
peligroso para la libertad que tenían estos prodi
gios carismáticos. Pero los tiempos habían cam
biado y la influencia del carisma griego de la épo
ca helenística confirió a los prodigios de las abe
jas un valor distinto según los casos, funesto o
favorable, pero relativo siempre a la persona del
príncipe.
t
!
i 82
los etruscos, eran expresión de las potencias infer
nales 19 y sus presagios resultaban temibles. Los
arbores felices eran los que producían frutos co
mestibles o bien aquellos cuya savia era de color
blanco. Λ raíz de su utilización corriente, el laurel
es signo de gloria y de victoria si surge en un
lugar inesperado (así, sobre la popa del navio,
presagia una victoria naval), o si sobrepasa por su
altura a las plantas circundantes.
Son éstas las distinciones que conoció también
la adivinación griega y que pasaron de Etruria a
Roma. Pero en Etruria se estableció, más que en
otros lugares, un paralelismo estrecho entre la vida
de los árboles y la vida de la ciudad, del Estado.
Toda anomalía en los arbores infelices anuncia un
malestar que afectará a los hombres mientras que
los arbores felices regulan por su parte, con su
ritmo de crecimiento, el desarrollo de la ciudad y
la vida de los ciudadanos. El sentimiento de la
unidad cósmica aparece aquí con total claridad y
el destino del Estado se halla unido por lazos mis
teriosos y profundos con los diferentes dominios
de la naturaleza.
Es probable también, aunque de ello no tengamos
prueba escrita, que los animales se repartieran de la
misma manera, en animalia infelicia y felicia, y
ello por razones diversas según las especies ani
males. Las abejas, según hemos visto, traen mal
presagio, ya que son signo de realeza. De mal au
gurio debían ser también el león, el rey de los
animales, los animales salvajes como el lobo, las
aves de presa y las nocturnas. Los animales domés
ticos eran, por lo contrario, fuente de prodigios
favorables, tal como ocurre con el caballo.20 Pero
muchos animales podían dar origen a prodigios de
valor diverso, favorable o funesto, según los casos,
tal como sucede con la serpiente. Vale la pena
83
recordar el pasaje de Macrobio en el cual nos
conserva las líneas de la traducción latina de los
ostentaría, concernientes a la oveja y el carnero:
“ Si el vellón de una oveja o de un carnero está
manchado de púrpura o de oro, es presagio y ga
rantía de felicidad, gloria y poderío para el príncipe,
su orden y su raza.” 21 La atención que Virgilio
prestó a este antiguo dato de la adivinación tos-
cana le otorgó una magnífica ilustración. A! can
tar en su cuarta égloga la proximidad de la edad
de oro que aguarda a la humanidad, el poeta con
fiere al antiguo presagio el esplendor de su genio.
Cuando el nacimiento del niño predestinado haya
cambiado la faz del mundo, “ por sí mismo, en los
prados, el carnero dará a su vellón el color deli
cadamente púrpura del múrice o amarillo del aza
frán. Los corderos se revestirán de escarlata, espon
táneamente, con su alimento habitual” .22 Así, el
color púrpura del vellón del animal crea el presa
gio favorable. El valor mágico de la púrpura está
atestiguado en muchos pueblos y, en Roma mis
ma, las vestiduras de los reyes etruscos y de los
nobles toman de ella su esplendor y su eficacia.23
Se sabe que la púrpura seguirá siendo constante
mente en Roma, y luego en los tiempos modernos,
el símbolo del poder.
Las malformaciones que se presentaban en el
dominio animal y humano eran, para los arúspi
ces, signos particularmente funestos. Como vemos
que a menudo se consulta a éstos en Roma respecto
de tales prodigios, debemos concluir que esos hechos
ocupaban un lugar importante en los ostentaría de
la ciencia aruspicinal. Toda la gama de los seres
monstruosos que nacen por los juegos crueles de la
naturaleza, terneros de dos cabezas o de cinco patas,
niños que presentan alguna anomalía física sorpren
dente, andróginos, son interpretados primero por los
84
arúspices, en tanto constituyen prodigios general
mente graves, y luego expiados con especial cui
dado por ellos. Se comprende que los etruscos, que
prestaban tanta atención al orden cósmico, hayan
considerado toda ofensa al ritmo y a las leyes bio
lógicas como signo de un desarreglo general del
universo, que traducía la cólera divina y las ame
nazas que se cernían sobre el Estado. Claro está
que las interpretaciones de semejantes fenómenos
no eran difíciles para los adivinos toscanos. Todo
monstruo de dos cabezas significaba sedición en
el Estado, corrupción y adulterio en la familia.24
85
Notas
86
tus, saepe motus multa nostrae rei publicae, multa
ceteris duitatibus grauia et uera praedixerint.
7. Obsecuente, 46: fremitus ab inferno ad cae
lum ferri uisus inopiam famemque portendit.
8. Cf., para el año 152 a. C., Obsecuente, 18.
9. El comienzo del décimo y último siglo etrusco
fue marcado por la aparición de un cometa, en el
año 44 a. C. (Serv. Bue., IX, 46).
10. Tito Livio, I, 34, 8-10.
11. Tito Livio, ibid.: perita ut uolgo Etrusci
caelestium prodigiorum mulier.
12. Tito Livio, I, 39, 1-4.
13. Plinio el Viejo, XI, 56: esse utique sine
rege non possunt.
14. Cicerón, De haruspicum responso, 12, 25:
Un enjambre de abejas que se posa sobre la escena
o la cauea de un teatro, en el curso de los juegos,
provoca el llamado a Roma de arúspices etruscos,
“ si examen apium, ludis in scaenam caueamue uenis-
set, haruspices acciendos ex Etruria putaremus” .
Según los libros rituales toscanos, un prodigio tal
hace temer la servidumbre, ibid.: “ atque in apium
fortasse examine nos ex Etruscorum scriptis harus
pices ut a seruitio caueremus monerent” .
15. Eneida, VII, 64 y sigs.: “ Apretadas filas de
abejas, hecho maravilloso, atraviesan el aire lím
pido con un ruido fuerte y estridente y se posan en
la alta cima del árbol. Con las patas entrelazadas
cuelgan súbitamente el enjambre de una rama ver
de. Enseguida el vate exclama: ‘Vemos que llega
un extranjero. Una tropa partida del mismo lugar
que el enjambre, se dirige hacia el mismo lugar que
éste y viene a establecer su dominio sobre la alta
ciudadela.’ ”
16. Dión Casio, 41, 35.
17. Macrobio, Saturnales, III, 7, 2 y III, 20, 3.
Las indicaciones de Macrobio se refieren formal-
87
iacme ai iimaao αβ larquicio jrrisco. inscribe, en
efecto: Tarquitius autem Priscus in ostentario ar
borario ait...
18. Cf. el interesante artículo de J. Bayet: “ Le
rite du fécial et le cornouiller magique” , en los
Mélanges d’archéologie et d’histoire de l’Ecole fran
çaise de Rome, LII, 1935, págs. 29-76.
19. Macrobio, Saturnales, III, 20: arbores quae
inferum deorum auertentiumque in tutela sunt, eas
infelices nominant. Cf. también Plinio el Viejo,
Nat. Hist., 16, 108.
20. Serv. Dan., Aen., Ill, 537: in libris etruscis
inuenitur etiam equos bona auspicia dare.
21. Macrobio, Saturnales, III, 7, 2.
22. Virgilio, Bucólicas, IV, 44-47. Cf. J. Careo-
pino, Virgile et le mystère de la quatrième églogue,
Paris, 1943, pág. 66 y sigs.
23. A. Alfôldi, Der frühromische Reiteradél und
seine Ehrenabzeichen, Baden-Baden, 1952. Cf. mi
comentario del libro 2 de Tito Livio, ed. Belles-
Lettres, pág. 121 y sigs.
24. Cf. Cicerón (que no cita a los arúspices,
pero reproduce seguramente en este pasaje la opi
nión de éstos), De diuinatione, I, 121: Si puella
nata biceps esset, seditionem in populo fore, co
rruptelam et adulterium domi.
88
IV
89
cisamente a eliminar de la superficie de la tierra
la mácula peligrosa que resulta del contacto con
lo sagrado y, con ello, a calmar el sentimiento de
horror, el temblor sagrado que invade el alma del
hombre ante el signo tangible y temible de la in
tervención de las fuerzas divinas, de la cual de
pende su suerte.1
En Italia antigua se consideraba precisamente
que los arúspices conocían el secreto de estas ex
piaciones rituales y necesarias. Como eran gran
des especialistas de la interpretación de los rayos,
sabían también purificar los lugares alcanzados por
estos fuegos del cielo mediante el procedimiento
del entierro literal del rayo. Ocultaban en la tierra
los rastros materiales de su paso y sacrificaban
ovejas, bidentes, a los dioses.2 Roma conservará
este rito y los pozos de rayos se llamarán allí
putealia o bien bidentalia, por el nombre de los
animales sacrificados. El suelo consagrado se vuel
ve religiosus, intocable, y desdichado de quien lo
pisa, pues pierde la razón.3 El hombre herido por
el rayo es enterrado en el mismo lugar y se le
rehúsan los iusta funera.
En realidad, el contacto con cualquier clase de
prodigio hace indispensable la consagración, el ais
lamiento definitivo del lugar infectado. Sin embar
go, esto sólo es posible cuando se trata de un
lugar profano bien delimitado. Vemos, por ejem
plo, que el campo de Casio fue mancillado por un
enjambre de abejas en el año 42 a. C., cuando éste
se preparaba para combatir contra Octavio y Marco
Antonio. Se aisló cuidadosamente el lugar conta
minado mediante un uallumA Pero cuando el sitio
donde surgía el prodigio estaba ya consagrado, se
lo purificaba ritualmente. Se trata entonces de la
ceremonia llamada en Roma lustratio, palabra que
designa a la procesión ritual que conducía a los
90
animales del sacrificio en torno del templo o de la
ciudad, y luego al sacrificio mismo. Así sucede
en Roma, según la opinión de los arúspices, cuan
do un templo es teatro de un prodigio, caída del
rayo, o aparición de animales nefastos. A esta puri
ficación se une un reacondicionamiento de los
lugares, la restauración de los santuarios o de su
decorado esculpido.
Todos los seres afectados por deformidades ra
ras, todos los monstruos de los dominios animal y
humano representaban para la conciencia etrusca
seres peligrosos, máculas vivientes para la ciudad
que corría el riesgo de infectarse con ellos. En
efecto, si la naturaleza olvidaba así sus propias
leyes era porque las potencias divinas se habían
preocupado de marcar por sí mismas a estos seres
anormales. Por lo tanto era necesario expulsarlos
cuanto antes de la sociedad de los hombres, apartar
los de ella de la manera más rápida y radical. En
Etruria y más tarde en Roma, los hermafroditas
eran encerrados vivos en un ataúd y arrojados en
alta mar. Así se evitaba todo contacto de los seres
impuros con los hombres y aun con la tierra.5
Cualquier clase de monstruo podía ser también
arrojado a un río y precipitado vivo a las pro
fundidades del Tiber, cuando era originario de Ro
ma. Pero además era posible recurrir a las llamas
y entonces los únicos rastros que quedaban del ser
infortunado, sus cenizas, eran dispersados a con
tinuación en el Tiber o en el mar. La misma
actitud se observaba respecto de los animales mons
truosos o bien autores de prodigios: pero no se
los sumergía, se los quemaba con maderas de
arbores infelices, según nos informa puntualmente
Macrobio.6 Así se procedía con las avispas que
venían a posarse sobre un templo.7 Dos bueyes,
llegados con maravilla general hasta el techo de
91
una casa, fueron quemados vivos por orden de los
arúspices y sus cenizas arrojadas al Tiber.8 Un
pasaje ya citado de la Farsalia coincide de manera
muy exacta con esta tradición aruspicinal. Cuando
las legiones de César franquearon el Rubicon y los
prodigios más amenazadores aterrorizaban a Roma,
el adivino Arrunte, de Luca, ordenó quemar in
faustis flammis, es decir con madera de arbores
infelices, a los monstruos que la naturaleza había
producido sin simiente alguna.®
Hay que notar, en cambio, que los arúspices pres*
cribían que se conservara preciosamente y se nu
triera a costa del Estado a los animales que habían
hablado y cuyas palabras se habían podido captar
a veces por una suerte extraordinaria, como ocu
rrió en el año 192 a. C., cuando un buey pronunció
estas palabras : Roma, cúidate.10 Animales mila
grosos como éstos eran, pues, considerados en forma
distinta de los otros monstra. Tenían algo de di
vino en su naturaleza y los etruscos, lejos de
mirarlos como máculas vivientes, los rodeaban
de un respeto religioso. Hay que pensar, sin que
los textos nos lo indiquen, que se los mantenía
en corrales especiales, como representantes de lo
sagrado, aislados del mundo profano.
Junto a estas expiaciones purificadoras, los arús
pices indicaban las ceremonias susceptibles de apla
car a los dioses cuya cólera se había traducido por
prodigios amenazadores. Conocemos un gran nú
mero de ellas que éstos hicieron ejecutar en Roma.
Debemos formular aquí una observación. Según
el testimonio de Varrón, los arúspices ordenaban
los sacrificios habituales y, tanto desde el punto de
vista religioso como en el plano político, se pre
sentaban como observantes de la tradición y de los
ritos establecidos.11 Efectivamente, los arúspices se
atienen en Roma a las ceremonias y a los cultos
92
existentes: es muy probable que su actitud no haya
sido distinta en la Etruria independiente y que
hayan sido siempre campeones de los ritos ances
trales. Numerosos textos nos indican las prescrip
ciones que hicieron a la ciudad romana. Estas
resultan diversas según las épocas, pero siempre
familiares a los romanos: sacrificios, ofrendas,
erección de estatuas, juegos, coros de muchachas,
suplicaciones. Veremos un poco más adelante (págs.
148-149), que si estas dos últimas ceremonias son
de origen y de tipo helénico, no fueron introducidas
en Roma por intermedio de los arúspices, sino
por orden de los Libros Sibilinos. Los adivinos
toscanos se limitan, pues, a elegir entre los ritos
en uso los que les parecen más apropiados para
la situación presente.
Su respeto por las costumbres de cada uno los
lleva a no introducir en Roma ceremonias propia
mente toscanas sino con reserva y prudencia. En
verdad, nos es a menudo difícil saber si algunas
ceremonias propiciatorias etruscas, introducidas en
Roma en ocasión de algún prodigio espantoso, lo
fueron por los arúspices o bien por los Libros Si
bilinos. Los textos permanecen con frecuencia
mudos a este respecto. Podemos, sin embargo, pen
sar que los juegos escénicos de tipo etrusco, que
hicieron su aparición en Roma en 384 a. C., a
raíz de una epidemia, fueron prescriptos por los
arúspices, pero esto no es seguro.12 Sea como fuere,
la actitud tradicionalista de los arúspices en materia
de procuración de los prodigios está fuera de duda
y la afirmación varroniana parece enteramente jus
tificada. Esto permitió al arte adivinatorio toscano
aclimatarse progresivamente en Roma, sin que su
carácter específico chocara demasiado a los ro
manos.
93
Tal ha sido la actitud de Etruria respecto de los
ostenta. La antigüedad reconoció siempre el extre
mado genio que mostraban sus adivinos en la exé-
gesis adivinatoria, y los cuidados minuciosos que
ponían en purificar lugares tocados por lo sagrado.
En cuanto a las ceremonias propiciatorias destina
das a obtener el favor divino, las elegían entre los
ritos ancestrales, pues no eran partidarios de inno
vaciones audaces. Por ello, podrán pasar en Roma
misma por guardianes y garantes del ritus patrius.
Notas
95
Lunae androgynus natus praecepto aruspicum in
mare deportatus,
6. Macrobio, Sat., III, 20, 3 : arbores. . . infe
lices quibus portenta prodigiaque mala comburi
iubere oportet.
7. En el año 193 a. C. Cf. Liv. XXXV, 9, 4:
a Capua nuntiatum est examen uesparum ingens in
forum aduolasse et in Martis aede consedisse; eas
colectas cum cura et igni crematas esse.
8. En el año 191 a. C. Cf. Liv. XXXVI, 37, 2:
boues duos domitos in Carinis per scalas peruenisse
in tegulas aedificii proditum memoria est. Eos
uiuos comburi cineremque eorum deiici in Tiberim
haruspices iusserunt.
9. Lucano, Farsalia, I, 589 y sigs.:
(Arruns)
monstra iubet primum quae nullo semine
[discors
Protulerat natura rapi sterilique nefandos
Ex utero fetus infaustis urere flammis.
10. Cf. Liv. XXXV, 21, 5: et, quod maxime ter
rebat, consulis Cn. Domitii bouem locutum : Roma
caue tibi. .. ; Bouem cum cura seruari alique ha
ruspices iusserunt.
11. Varrón, De lingua latina, VII, 88: cum ha
ruspex praecipit ut suo quisque ritu sacrificium
faciat.
12. Tito Livio, VII, 2.
96
Tercera Parte
El prodigio romano
I
99
que se disputaron largamente el predominio en la
conciencia romana. La creencia en los prodigios
constituye un ejemplo privilegiado que ilustra estas
influencias sucesivas. Para reconocer la realidad
de esta creencia es necesario seguir con fidelidad
el curso mismo de los siglos. La dificultad consiste
en que a menudo las creencias nuevas impulsaron
a los autores clásicos a encarar las actitudes más
antiguas según sus propias perspectivas y a desco
nocer con ello las realidades primitivas. Esto hace
que hoy la tarea resulte más difícil, pero no im
posible. Intentaremos pues, por nuestra parte, es
tablecer los estadios sucesivos de la conciencia re
ligiosa romana respecto del prodigio.
Sin embargo, debe plantearse de entrada una
cuestión de orden general. ¿Cuál es, en su origen,
la actitud de los romanos respecto de la adivina
ción? ¿Cuáles son sus resortes psicológicos funda
mentales? Tal actitud presenta, en realidad, los
caracteres que se observan en el conjunto de la
religión romana. El habitante del Lacio, de espí
ritu positivo y concreto, de poca imaginación, pare
ce haber tenido muy poca afición a la exégesis
adivinatoria y muy escasas dotes para ella. Se cuen
tan pocos profetas y videntes entre los latinos y
muy pocos oráculos en los cuales el dios habla por
la voz o la interpretación de su sacerdote. Los
latinos, pueblo dinámico y realizador, se preocu
paron mucho más por la acción inmediata que
por la predicción del futuro.1 Resulta de ello una
posición muy particular respecto de los signos di
vinos, que nos lleva muy lejos de las concepciones
griegas y etruscas.
Para el romano, los dioses envían, sin duda, con
tinuamente al hombre signos de su presencia y de
su voluntad y el mundo es teatro constante de sus
intervenciones. Pero los signos tienen en este caso
100
un valor original. Se reparten en dos grandes gru
pos, emparentados entre sí, según vimos, para los
griegos y los etruscos, pero que aquí e9tán en
cambio separados muy netamente hasta la época de
la invasión del helenismo: los presagios y los pro
digios. Tanto unos como otros son, por supuesto,
signos adivinatorios, pero de un tipo particular,
y de acuerdo con la psicología latina. Conviene
situar con precisión el valor del presagio para com
prender mejor luego el del prodigio.
Los presagios dados por las palabras anuncia
doras, los omina, o proporcionados por el vuelo
de los pájaros, los auspicia, llevan por cierto en sí
el porvenir, pero se trata de un porvenir cercano
o inmediato y son advertencias enviadas por los
dioses a los hombres para confirmarlos en sus
empresas o bien, al contrario, para apartarlos de
ellas. La literatura romana recuerda innumerables
ejemplos de tales signos divinos. Mencionemos so
lamente el célebre ornen dado, inconscientemente
a Craso, que partía en su expedición contra los
partos, por el vendedor de higos que gritaba Cau
neas (sobreentendido ficos), higos de Caunos, ciu
dad de Caria, aunque el llamado tenía un sentido
más oculto y real, pues podía y debía entenderse
Caue ne eas: No vayas.2 Una comparación pro
puesta hace muy poco de la palabra ornen con el
hitita ha- “ tener por verídico, aceptar como verda
dero” ,3 viene a aclarar muy felizmente el sentido
primitivo de la palabra. El tema verbal que la
formación de o-men nos lleva a buscar en o, apa
rece en el hitita hâ-, y la correspondencia fonética
es regular. La palabra latina puede interpretarse
pues, literalmente, como “ declaración de verdad” .
Este sentido original concuerda perfectamente con
la psicología y la técnica adivinatoria romanas. El
papel consciente del individuo resulta así capital.
101
Tiene el poder de dar vida y valor a la palabra
anunciadora diciendo que la acepta, omen accipere.
Pero puede también rehusar religiosamente el pre
sagio funesto con omen exsecrari, abominari, o bien
transformarlo mediante hábiles palabras, que modi
fiquen mágica y eficazmente su sentido. El ro
mano no cree en un determinismo ciego. Sabe
salvaguardar, frente a los dioses, su propia li
bertad.
El dominio de los presagios que se ofrecen no
ya al oído sino a la vista, el de los auspicia, no da
una impresión diferente. Los auspicia son, literal
mente, signos dados por la observación de los
pájaros (de aids y specio), pero lejos de restrin
girse el término se extendió, a la manera de la
palabra griega oionós, a presagios diversos, relám
pagos, rayos, apetito de los pollos sagrados, sig
nos de encuentro fortuito. Apenas el romano sale
de su casa su conducta puede verse modificada por
la aparición de uno de estos signos divinos. Pero
aunque el temperamento latino mostraba esta ten
dencia a la superstición, uno de sus rasgos más
constantes era también, según hemos visto, su prag
matismo, su gusto por la acción. Así, para impe
dir que la lluvia de presagios paralizara su vida
pública y privada, los romanos imaginaron toda
una serie de medios eficaces que garantizaban al
máximo su libertad de acción. Podían rehusar toda
atención a estos signos adivinatorios, literalmente
no verlos, rechazarlos si los habían visto. De tal
suerte, los auspicia anunciaban el porvenir inme
diato a menos que uno no hubiera tomado previ
siones de antemano. La expresión ciceroniana es
inequívoca: nuntiant euentura nisi prouideris*
Pero era necesario que existiera un ritual pre
ciso de los presagios para reglamentar la vida reli-
102
giosa y la vida pública. De ello se ocupó en Roma
un colegio de sacerdotes, los augures, que asistían
a los magistrados durante la toma de los auspicios.
La ciencia augural estaba hecha de ritos y de fór
mulas complicadas que regulaban hasta en sus me
nores detalles las ceremonias necesarias para la
observación y la justa interpretación de los auspi
cios. Toda la religión romana está impregnada de
un ritualismo que, si bien obliga a la aplicación
perfecta de las reglas, elimina al mismo tiempo las
incertidumbres del azar. Y sobre todo los técni
cos de la auspicación conservan gran libertad, pues
pueden elegir el momento, delimitar el “templo” de
observación, rehusar tal o cual presagio. En cier
tos dominios, hasta fuerzan la mano a la divinidad.
No era difícil, en efecto, controlar el apetito de los
pollos sagrados, a los que se mantenía prisioneros
en una jaula.
¿Cómo vienen a insertarse ahora los prodigios en
esta vida adivinatoria romana, tan particular, tan
conforme al temperamento de un pueblo prendado
del procedimiento preciso, hecho para la acción
y celoso de su libertad de iniciativa? La pregunta
es de difícil respuesta, pues las épocas modifican
las perspectivas y nuestro tratamiento deberá, nece
sariamente, adherirse al ritmo mismo de la crono
logía. Pero, para la claridad de la exposición, de
bemos definir el prodigio romano tal como nos
aparece antes de los trastornos provocados en la
religión romana por la segunda guerra púnica.
Para la mentalidad latina el prodigio no es un
signo que prefigura un porvenir cercano o lejano
sino un fenómeno imprevisto, terrible, antinatural
y que expresa sobre la tierra la cólera de los dio
ses. La actitud psicológica es diferente aquí de la
que hemos observado en Grecia y en Etruria. Pre
sagios y prodigios no son signos que prefiguran
103
el porvenir, separados solamente por su diferencia
de intensidad y de fuerza anunciadora, sino que el
presagio advierte al hombre que prosiga o detenga
su empresa, mientras que el prodigio revela, por su
parte, que se ha roto la paz con los dioses y que
los individuos y la ciudad están gravemente ame
nazados por la cólera divina. Debe hacerse, pues,
todo lo necesario para restablecer el antiguo enten
dimiento del pueblo con la divinidad, y el espíritu
minucioso de los romanos se aplica a organizar las
ceremonias expiatorias y propiciatorias, que son
las únicas capaces de detener el surgimiento de los
peligros. Se comprobará más adelante la gran im
portancia que revisten en Roma las procurationes
prodigiorum. El curso de la exposición mostrará
que la influencia del helenismo llegará a modificar,
al final de la República, esta concepción fundamen
tal. Pero basta con leer atentamente el relato de
Tito Livio, que cuenta, año por año, al final de su
primera década y al comienzo de la tercera, los
prodigios de Estado, para comprobar que el valor
del prodigio romano es exactamente el que aca
bamos de indicar.
Son comprensibles las razones psicológicas que
llevaron a los latinos a esta concepción de los fe
nómenos contrarios, según ellos, a las leyes de la
naturaleza. Su visión del universo era concreta,
pragmatista. La ciudad debía buscar ante todo la
pax Deum, la paz con los dioses, garantes de los
éxitos individuales y colectivos. La observación
fiel de los ritos permitía el mantenimiento de este
acuerdo tácito. Pero toda transgresión a los debe
res religiosos irrita a la divinidad, y entonces ocu
rre el prodigio, signo terrorífico de su cólera. Los
peligros sólo desaparecen después del aplacamien
to de los dioses mediante las procuraciones apro
piadas. Así se explica la división del presagio y
104
del prodigio en dos grupos distintos. Uno y otro
guían la conducta de los hombres sin prefigurar un
porvenir que el romano casi no imagina a largo
plazo, y que de todos modos no podría deducir
sutilmente por sí mismo a partir de signos secretos.
Pero, como tiene un espíritu positivo y realista,
sabe distinguir entre la advertencia leve, fugaz,
relativa a la empresa inmediata —el omen o el
auspicium— y el rayo que sacude las conciencias.
Cuando la divinidad viene por un momento a inte
rrumpir la marcha normal del universo, no lo hace
a la ligera y sin graves T a z o n e s . Y estas razones
sólo podían consistir en la cólera provocada por
la negligencia del antiguo pacto.
Pero ateniéndonos al método que consiste en no
descuidar nunca, cuando se estudian nociones reli
giosas, el valor primero de los términos que las
designan, en servirse de ellos en cambio como ele
mentos de control o de prueba, debemos prestar
atención desde ahora a los nombres latinos del
prodigio y ver si se ajustan bien al sentido de las
proposiciones que acabamos de anticipar. Apa
rentemente no ocurre así, y los autores romanos
que escribían a fines de la República o bajo el
Imperio, creían distinguir en tales nombres un
valor de presagio para el porvenir. Estos términos
son numerosos: prodigium, ostentum, portentum,
monstrum, miraculum. Sus empleos son muy veci
nos y a menudo coinciden. Prodigium es sin duda
el término más generalmente utilizado. Ostentum
γ portentum designan de preferencia, pero sólo de
preferencia, un fenómeno extraordinario de la na
turaleza inanimada ; monstrum y miraculum se
aplican a menudo a una particularidad pavorosa de
un ser vivo. Pero sólo hay que ver en ello ten
dencias muy generales. Todos estos nombres, según
Varrón, Cicerón, Festo, sin que se eleve ninguna
105
voz discordante, expresaban el anuncio del futuro.
Quia enim ostendunt, portendunt, monstrant, prae
dicunt, ostenta, portenta, monstra, prodigia dicun
tur,5 escribe Cicerón. Y en verdad, la explicación
parece caer de su peso. Para algunas de estas
palabras, ostentum, portentum, los modernos pa
recen aceptar esta manera de ver. Es que los
verbos ostendere, portendere tomaron efectivamen
te, en latín clásico, el sentido de anunciar, presa
giar. Pero aquí es necesario un análisis preciso.
Para comenzar, es evidente que prodigium, con su
segunda sílaba breve, no viene de prodicere, y su
etimología es en realidad dudosa ya que el segundo
elemento del compuesto se presta a discusión.®
En cuanto a ostentum y a portentum, me parece
que no se ha prestado suficiente atención al hecho
de que su forma es pasiva. Los dos términos vie
nen, en efecto, de dos compuestos de tendo, obs-
tendo y por-tendo, de sentido idéntico : tender hacia
adelante, presentar, exponer. Ostentum y porten
tum significan pues, estrictamente, cosa presentada,
signo, y el valor de presagio que tomaron a con
tinuación no entra para nada en su sentido pri
mero.7 Monstrum se vincula con moneo y significa
etimológicamente advertencia. Por último miracu
lum, nacido de mirus, sorprendente, maravilloso,
evoca solamente la maravilla del espectador en
presencia del fenómeno raro enviado por los dio
ses. Aplicando un método estricto, no se discierne
entonces nada, en este rico vocabulario del prodigio
romano, que contenga una idea de presagio rela
tivo al porvenir, nada distinto de la idea de ad
vertencia, de signo, de maravilla. Esto está de
acuerdo con el valor primitivo del prodigio en la
mentalidad latina: es el signo terrorífico de la có
lera de los dioses y suscita en el hombre un sen
timiento de horror, un temblor que lo invade ante
106
la intervención tangible de las fuerzas divinas. Pero
no prefigura el porvenir.
En estas condiciones resulta claro que, a dife
rencia de lo que hemos observado en Grecia y en
Etruria, no hubo originariamente, para la concien
cia romana, un prodigio bueno. Tal idea hubiera
sido en sí misma inconcebible.8 Y de hecho, a
partir del momento en que Tito Livio, gracias a
las fuentes de que disponía entonces (cf. infra,
pág. 138) nos relata, año por año, prodigios so
brevenidos en Roma o en el territorio romano, nos
encontramos frente a una lista abundante y monó
tona de fenómenos de todo tipo que, según los
romanos, escapaban a las leyes naturales. A esto
sigue la breve evocación del terror que suscitaban,
y la mención de las ceremonias expiatorias que
provocaban.
Pero, aunque nos ha parecido legítimo tratar de
discernir de entrada lo que parece ser la actitud
específica de los romanos ante la adivinación, con
viene ahora seguir la marcha misma del tiempo e
investigar la evolución de la conciencia romana
ante el prodigio.
107
Notas
108
un artículo de 1905 titulado: Synonyma quaedam
latina (cf. bibliografía), notaba ya justamente (pá
gina 198) a propósito de ostentum y portentum:
ut simili modo ficta, ita ex principio idem signifi
casse uidentur: das Vorgehaliene.
8. Esto lo vio bien L. Wiilker en su monografía
sobre el prodigio romano, citada infra, pág. 190.
II
110
vidad y a su reino parecen remontarse precisa
mente a la época en cuestión. Esta es, por lo
menos, la impresión que se saca confrontando cier
tas tradiciones religiosas relativas a su época con
los datos más recientes de la arqueología.1 Ahora
bien, al describir la organización del culto por
Numa, Tito Livio nos refiere lo siguiente respecto
de los prodigios. El gran sacerdote tuvo, desde su
creación, el control del conjunto de la religión ro
mana. Entre sus numerosas tareas, le correspondía
indicar cuáles prodigios, se tratara de rayos o de
otros fenómenos observados, debían ser retenidos
y expiados: quae prodigia fulminibus alioue quo
missu uisa susciperentur atque curarentur.2 La ex
presión es clara, sin equívoco. Aquí se evoca todo
el sistema ροτ el cual el Estado romano toma a su
cargo los prodigios que interesan a la ciudad y se
ocupa de su procuración. Como se verá más en
detalle en el capítulo siguiente, una de las carac
terísticas de la actitud del romano respecto del
prodigio es la sólida organización ritual destinada
a su expiación.
La rica documentación que poseemos sobre la
vida religiosa de la Roma republicana muestra
muy bien cómo entendía la ciudad que debía cu
rarse el mal cuyo síntoma es el prodigio. Resta
blecía la paz de los dioses mediante todo un con
junto de medidas expiatorias, destinadas a hacer
renacer la calma en el mundo y en los corazones.
Tal es el sentido de la expresión curare, menos
frecuente que el término procurare pero de sen
tido idéntico. Sin embargo, los prodigios apare
cidos sobre la tierra o en el cielo no concernían
todos a la patria romana, pues algunos podían
interesar solamente a tal o cual grupo, o tal o cual
individuo. El primer cuidado de las más altas
autoridades de Roma era, pues, distinguir el pro-
111 »
digio público del privado (asi como también
el prodigio auténtico del prodigio inventado, al cual
era necesario no acordar crédito). El gran pon
tífice debía, pues, indicar y el Senado decidir luego
qué prodigios interesaban a la ciudad en su con
junto, para que ésta los retuviera: es lo que ex
presa el término suscipere. La analística data al
rededor del año 700 a. C. el nacimiento del
procedimiento relativo a la procuración de los pro
digios de Estado. No tenemos, por cierto, ningún
medio de confirmar la datación así propuesta. Pero
a nuestro parecer no tiene nada de inverosímil y
no existen elementos que nos permitan rechazar
este dato de la analística. Desde el momento en
que se lo puede captar y observar, el pueblo latino
aparece dotado de una fuerza de organización poco
común. Conserva tenazmente su lengua con sus ras
gos más arcaicos. Roma no abandonará nunca
los ritos latinos, celebrados desde los orígenes en
el santuario de Júpiter Latiaris, sobre el monte
Cavo, y retomará por su cuenta los antiguos sa
crificios a Vesta y a los Penates, cumplidos anual
mente en la venerable ciudad de Lavinium. Pa
rece, por lo tanto, razonable admitir que la actitud
romana respecto del prodigio, que siempre actuó
con fuerza sobre la sensibilidad popular, se con
cretó y afirmó desde los primeros tiempos de la
vida de la ciudad.
Pero he aquí que a fines del siglo Vil a. C., según
la analística, confirmada por la arqueología, los
etruscos ocupan el Lacio, se apoderan de Roma,
preciosa cabecera de puente entre su propio país
y la Campania que los atrae. Por más de un siglo
Roma toma un aspecto nuevo y se encuentra diri
gida por una aristocracia extranjera, que habla
otra lengua y tiene otra religión. De repente el
aspecto de la vida religiosa de Roma cambia total-
112
mente, y a las orillas del Tiber aparece toda la
Etruria con su gusto tan pronunciado por la adi
vinación. Debemos, pues, remitir aquí al lector al
capítulo en que hemos tratado precisamente, de la
adivinación y del prodigio toscanos. Recordemos
(cf. supra pág. 78) que la llegada misma de
aquel que debía instalar la tiranía etrusca en Roma
fue saludada por un prodigio asombroso, consis
tente en un signo adivinatorio fundado sobre la
interdependencia de los diversos elementos del cos
mos y anunciador del porvenir. He aquí, pues, que
la esfera de la adivinación etrusca se extendió a
las colinas tiberinas y que el prodigio se manifestó
allí con todos los caracteres que poseía en la Etru
ria propiamente dicha. Durante más de un siglo,
los arúspices etruscos podrán ejercer con toda li
bertad su arte asombroso por su casuística sagrada,
en el interior del recinto serviano de Roma.
Pero hay que hacer aquí una reserva importante.
La adivinación etrusca reinó, por cierto, durante
más de un siglo en la corte de los Tarquinos, y la
analística nos ha conservado el fiel y auténtico
Tecuerdo de ello. Pero ¿debemos pensar que las
concepciones nuevas penetraron profundamente en
la población latina, que seguía siendo, pese a todo,
el núcleo mismo de la urbs? No lo creo. El pen
samiento teológico de los toscanos se hallaba de
masiado alejado de la actitud religiosa de los la
tinos como para ejercer sobre ella una acción
profunda y duradera. La dificultad que la lengua
etrusca presentaba a la población local debía con
tribuir a que ésta se mostrara poco accesible a las
lucubraciones de los arúspices. En este caso sólo
se trata de una impresión, pero que se halla corro
borada por el hecho de que en verdad, y pese a las
opiniones en contrario, la herencia que Etruria
transmitió a la religión romana fue bastante pobre.
113
Un siglo es un período muy corto para modificar
una religión, y sobre todo la de un pueblo tenaz
mente aferrado a sus tradiciones, y dirigido por
una aristocracia que habla una lengua extranjera
y difícil para él. El habla y la religión de los
latinos se mostraron poco permeables a la influen
cia tirrenia. Si la analística nos relata, para el
período etrusco de Roma, prodigios de aspecto ab
solutamente toscano, es desde luego porque sólo
conserva el recuerdo de los prodigios “ reales” , que
interesan al príncipe, la corte o los templos de los
dirigentes etruscos, es decir, nos presenta el cuadro
de la vida religiosa en la corte de los Tarquinos.
¿En qué medida la población de estirpe latina par
ticipó en esta vida adivinatoria tan extraña a la
suya, en qué medida la aceptó? En muy escasa
medida, a nuestro parecer, y la mejor prueba de
ello la encontraremos en la continuación de esta
historia del prodigio romano. Luego de la par
tida de los etruscos, los arúspices vuelven a trans
formarse enseguida en extranjeros, a veces en ene
migos de Roma, y el prodigio se reincorpora a
una esfera específicamente latina. El capítulo si
guiente mostrará claramente este hecho.
Pero hay una cuestión delicada que debemos
tratar aquí, la de la aparición y la naturaleza
primera de los Libros Sibilinos. Se trata de un
problema difícil y complejo, pero que debemos
encarar en este punto, pues la colección sibilina se
halla en estrecha relación con la vida romana del
prodigio. Por regla general, esta colección era
abierta y consultada cuando ocurrían prodigios
espantosos, taetra prodigia,3 que parecían amena
zar la existencia misma de Roma. Los sacerdotes
encargados de tal tarea descubrían en ella las ex
piaciones necesarias, los remedia, que eran prenda
de salvación. Su origen y su historia interesan,
114
pues, a nuestro tema y pese a la complejidad de
los términos en que se plantea el problema, con
viene exponerlo aquí lo más claramente posible y
proponer una explicación de él, si es que puede
derivársela de los elementos de hecho de los cuales
disponemos.
He aquí el cuadro que la tradición antigua nos
presenta acerca del nacimiento e historia de los
Libros Sibilinos, muy rápidamente expuesto. La
colección habría aparecido en Roma bajo la realeza
etrusca, durante el reino de Tarquino el Soberbio
según Dionisio de Halicarnaso, de Tarquino el An
tiguo según Lactancio.4 De acuerdo con el relato de
Dionisio, una vieja, extranjera y misteriosa, ha
bría propuesto al Soberbio venderle libros de pro
fecías sibilinas. Como el rey se rehusara reitera
damente a adquirirlos, la vieja quemó en dos
oportunidades tres de ellos, mientras seguía pidien
do siempre el mismo precio por los oráculos res
tantes. Al fin Tarquino, impresionado por esta
insistencia y este misterio, aconsejado además por
los augures, compró los tres últimos libros por la
suma inicialmente pedida, y la mujer desapareció
en seguida para siempre. Según Lactancio, no ha
bría sido otra que la Sibila de Cumas. La preciosa
colección fue conservada en un cofre de piedra que
se colocó en los subterráneos del templo de Júpiter
Capitolino. Fue creada una comisión de dos miem
bros, los duumuíri sacris faciundis, para asegurar
su custodia y consultar los oráculos cuando el Se
nado lo decidiera así, en caso de prodigios parti
cularmente terribles. Su número aumentó a diez
en 367 a. C. y el colegio se abrió entonces a la
plebe. Sila lo llevó por último a quince miembros.
Y los sacerdotes tomaron así sucesivamente el
nombre de decemuiri, luego de quindecemuiri
sacris faciundis. La colección se quemó en el año
115
83 a. C., en ocasión del incendio del Capitolio y en
tonces se enviaron delegados romanos a diferentes
ciudades de Italia, de Grecia y de Asia Menor,
donde existían profecías sibilinas. Estos reunieron
una gran cantidad de oráculos y constituyeron una
nueva colección, que cambió un poco más tarde de
local. Augusto la hizo colocar, en efecto, en el
templo de Apolo ubicado sobre el Palatino.
Tal es la tradición sobre la cual debe trabajar
el erudito. Se ve inmediatamente su complejidad.
A fines del siglo vi a. C., una sacerdotisa griega,
dotada de don profético, una Sibila, viene a una
Roma etrusquizada a traer libros de oráculos. El
rey etrusco sólo los compra luego de oir la opi
nión formal de sacerdotes típicamente romanos,
como lo son los augures. En este relato más o
menos legendario encontramos personajes etruscos,
griegos y romanos y nuestra tarea consiste en de
sentrañar todos estos hilos que entretejen orígenes
e influencias diversas.
Ya se ha reconocido coincidentemente la necesi
dad de realizar un estudio propiamente histórico, de
juzgar la evolución de los Libros Sibilinos según
las prescripciones ordenadas por ellos en el curso
de los siglos. De este modo se pudieron percibir
hechos esenciales. La colección cambia de fisono
mía después de la segunda guerra púnica, cuando
el espanto de las derrotas y la conmoción de las
conciencias desencadenaron en Roma un proceso
psicológico nuevo e hicieron nacer el interés por
una adivinación concebida a la manera de los grie
gos o los etruscos, por una verdadera mantica. Ha
blaremos luego más en detalle acerca de este cam
bio. Hasta ese momento, la colección estaba
constituida por un ritual de procuración de los pro
digios, que no incluía oráculos proféticos seme
116
jantes a los atribuidos por los griegos al éxtasis
inspirado de las Sibilas. Vemos entonces que el
enfoque se hizo aquí, muy justamente, con criterio
cronológico y que se percibieron así las profundas
transformaciones sufridas por la colección sagrada
en el curso de su historia. Yo querría, por mi
parte, insistir sobre cierto número de puntos im
portantes que a mi parecer no fueron bien acla
rados, cuando no se los descuidó completamente.
Esto nos encaminará a la solución del problema
que permanece aún abierto, el del origen de los
Libros Sibilinos. Sobre este punto, muchos eru
ditos se atienen, a veces con reservas, a la opinión
tradicional: los Libros Sibilinos representarían
desde su nacimiento un aporte griego, venido pro
bablemente de la Magna Grecia, y excelentes espe
cialistas acaban de pronunciarse hace poco en este
sentido.5 Veremos que se trata de un punto de
vista demasiado estrecho, inexacto, y que debemos
concebir la llegada a Roma y la naturaleza pri
mera de los Libros Sibilinos en un contexto histó
rico y religioso menos artificialmente simple.
Para comenzar, debemos insistir enfáticamente
en el carácter singular, excepcional, que presenta en
el paganismo grecorromano esta colección sagrada.
Ni Grecia ni Roma fundaban sus creencias y su
religión sobre libros revelados. Sólo Etruria ac
tuaba así. Ahora bien, los libri sibyllini, apareci
dos bajo los Tarquinos y preciosamente conservados
hasta el fin del paganismo sin ser, por supuesto,
el fundamento de la religión romana, no dejaban
de contener los arcana imperii, los secretos gracias
a los cuales podía y debía sobrevivir la potencia
romana. Roma poseía, en verdad, otros garantes
de su fortuna: se trataba de objetos esenciales y
sagrados, de sacra únicos, que se mantenían como
testimonio de los tiempos más antiguos de la vida
117
de Roma, de la época en que se había establecido
la protección de las potencias divinas sobre la
ciudad naciente. Pensemos así en el bastón augu
ral de Rómulo, en su lituus, en los ancilia de los
Salios, piadosamente conservados en la Curia Salio
rum, en los Penates que Eneas había traído con
sigo al huir de Troya. Pero se trataba sea de obje
tos milagrosos y santos, sea de la imagen de dioses
ancestrales: en ambos casos, de reliquias protec
toras y venerables. El caso de los Libros Sibilinos
es diferente. Son escritos, libros, y la garantía que
ofrecen a los destinos de Roma proviene de la
revelación que contienen. Henos aquí de repente
en una esfera que ya no tiene nada de romano, y
nos vemos llevados a dirigir la mirada hacia Gre
cia, donde las colecciones oraculares desempeñaron
cierto papel en la historia de las ciudades, y so
bre todo hacia Etruria, donde los destinos de la
nación, los fata, están contenidos y garantizados en
libros que conservan la palabra de los dioses. Sin
embargo, los libros sagrados de Roma se presentan
como simples rituales relativos a los prodigios. El
destino de la urbs se encuentra garantizado por la
disponibilidad permanente de semejantes rituales.
Parece pues que se nos presenta desde el origen
una costumbre de tipo etrusco, bajo un aspecto,
por así decirlo, romanizado.
Esto hace sospechoso de entrada el punto de vista
según el cual la colección debe atribuirse a una
revelación sibilina. Se conoce, por cierto, la impor
tancia que tuvieron en el mundo griego esas sacer
dotisas independientes y salvajes cuya boca inspi
rada formulaba oráculos proféticos. La Pitia estaba
asignada al santuario de Apolo, las Sibilas tenían
un destino errante y el número de estos seres
medio mitológicos sólo se precisó tardíamente. Se
distinguió entonces un grupo oriental, uno griego
118
y uno itálico y Varrón fijó su número en diez.
Pero hasta la época de Alejandro, los autores an
tiguos sólo hablan de una Sibila, la de Eritrea. En
cuanto a los griegos de Cumas, aunque hayan
podido conocer desde fecha antigua el personaje
misterioso de una Sibila, que luego se transformó
en sacerdotisa de Apolo, no podían mostrar, según
el testimonio de Pausanias,® ningún oráculo sibi
lino, y resulta entonces más que improbable que
una colección oracular haya podido pasar, hacia
fines del siglo vi a. C., de Cumas a Roma. Una
hipótesis tal es insostenible y chocaría, por otra
parte, con el carácter específico de los responsa
dados por los Libros Sibilinos. En realidad, como
ya lo vieron algunos eruditos, la leyenda del origen
sibilino de la colección es tardía y debió consti
tuirse en forma progresiva después de la segunda
guerra púnica. Estaba definitivamente fijada a co
mienzos del siglo i a. C., en el momento de la
reconstitución de la colección incendiada. Al prin
cipio del libro VI de la Eneida, Virgilio dará su
ilustración definitiva a la visión épica de la Sibila
de Cumas, que profetiza en fórmulas sagradas y
ambiguas el alto destino de Roma: “ Así, desde su
santuario, la Sibila de Cumas difunde el horror
sagrado de sus oráculos ambiguos y muge en su
antro donde la verdad se envuelve en sombras.” 7
Eneas promete en reciprocidad a la Sibila conser
var religiosamente sus oráculos: “ Allí depositaré
tus oráculos y los secretos de los destinos, anun
ciados a mi pueblo, y te elegiré sacerdote y te los
consagraré, ¡oh Benefactora!” .
En estas condiciones, debemos plantearnos y T e-
solver dos cuestiones esenciales: ¿qué era exac
tamente la colección aparecida en la corte de los
Tarquinos? ¿Por qué la analística explicó sus orí
genes de la manera que sabemos?
119
No parece, en principio, que haya que dudar de
la fecha tradicional en que aparece en Roma la
primera colección. Los textos concernientes a
la realeza de los Tarquinos contienen una cantidad
de recuerdos auténticos, sobre todo en el dominio
religioso, y nada permite sospechar que haya ocu
rrido aquí una falsificación respecto de la fecha.
Pero si bien la colección data, en sus primeros
elementos, de fines del siglo vi a. C., debemos re
presentarnos con claridad en qué esfera nos encon
tramos. Roma es etrusca, por cierto, por sus diri
gentes, pero latina en lo esencial de su población,
y la influencia griega comienza a penetrarla sea
directamente, sea por intermedio de Etruria. En
este crisol en que se interpenetran influencias múl
tiples hay que concebir, en mi opinión, el naci
miento de los Libros Sibilinos no de una manera
simplista, bajo forma de libros sea etruscos, sea al
contrario griegos, sino de manera más matizada y
conforme a la complejidad de la cultura romana
de la época.
En tiempos de los Tarquinos se colocó una pri
mera colección en el santuario de Júpiter Capito
lino, que era por sí mismo gloria y símbolo de la
dinastía toscana. Debía tratarse entonces de textos
rituales, semejantes a los ostentaría etruscos que
hemos estudiado, pero quizá ya adaptados en parte
al espíritu romano. En todo caso, estas prescrip
ciones se reducían a los problemas planteados por
los prodigios, lo que ya es significativo si se piensa
en la importancia constante que el prodigio tuvo
para la conciencia romana. Se trataba, en cierta
manera, del arte de los arúspices en la medida en
que concernía al prodigio y satisfacía así una de
las grandes preocupaciones de la mentalidad latina.
En su contenido se puede reconocer el pensamiento
toscano. Demos ahora una ojeada a las primeras
120
prescripciones de los Libros Sibilinos, cuyo re
cuerdo ha conservado la analística. Helas aquí. La
primera data del año 439 a. C., la segunda de
461 a. C., es decir, de una época en la cual, con
trariamente a lo que pretende una tradición que
quiso romanizar a toda costa el templo capitolino,
los dirigentes toscanos se encontraban todavía en
la urbs o, en el caso de la segunda fecha, apenas
acababan de dejarla.8
En 496 a. C., antes de la campaña contra los
latinos, el dictador A. Postumio hace consultar los
Libros Sibilinos a raíz de un período de escasez.
Los Libros prescriben que es necesario propiciarse
a Ceres, Líber y Libera. Postumio les promete
contruirles un templo si hacen reinar la prosperi
dad en el curso de su magistratura. Como los
dioses satisfacen la plegaria, se decide la construc
ción del templo y se lo termina en 493 a. C. Ahora
bien, si los dioses así honrados son de vieja cepa
latina, su agrupamiento en una tríada es un hecho
etrusco, como fue etrusca la arquitectura del tem
plo. La helenización posterior del culto no debe
hacer olvidar estos hechos fundamentales. La pri
mera prescripción de los Libros Sibilinos se refiere
a una tríada etrusco-latina. Según nuestro punto
de vista, no hay motivo alguno de asombro.
La segunda prescripción que se nos relata es
más significativa aún. En el año 461 aterrorizan
a la ciudad muchísimos prodigios: incendio en el
cielo, temblor de tierra, la aparición de una vaca
dotada de palabra, una lluvia de carne. “ Los Libros
Sibilinos, consultados por los duunviros que tenían
esa función —dice Tito Livio—,9 anunciaron un
peligro que venía de un grupo de extranjeros,
un ataque contra los lugares elevados de Roma y
121
el derramamiento de sangre. Era necesario, ante
todo, evitar las sediciones” : pericula a conuenlu
alienigenarum praedicta, ne qui in loca summa
Vrbis impetum caedesque inde fierent; inter cetera
monitum ut seditionibus abstineretur. Recordemos
uno de los pasajes de la obra De haruspicum res
ponso que hemos estudiado más arriba (pág. 67).
Se notarán consejos muy análogos y una lengua
parecida. Releamos solamente esta primera reco
mendación de los arúspices, formulada en el año
56 a. C. : ne per optimatium discordiam dissensio-
nemque patribus principibusque caedes periculaque
creentur. . . El parentesco es evidente. La extra-
ñeza que produce esta respuesta sibilina, la segunda
en fecha de las que conocemos, que suena como un
responsum aruspicinal, impide ver en ella una fal
sificación, un anacronismo, querido o involuntario,
que se explicaría mal. Pero nos encontramos al
final de la presencia etrusca en Roma. Los Libros
Sibilinos son todavía en parte fragmentos de osten
taría y la respuesta del año 461 nos restituye este
aspecto. Luego la situación cambiará y ya no en
contraremos respuestas de este tipo. ¿Por qué?
La razón es clara. Después de la partida de los
etruscos, los libros del Capitolio seguirán siendo
una colección sagrada pero, por reacción, van a
perder su carácter parcialmente etrusco. Quizás
algunas de sus prescripciones estaban redactadas
inicialmente en lengua etrusca. En ese caso, la
nueva actitud de hostilidad contra los toscanos y
sobre todo el carácter insólito de su idioma han
debido conducir progresivamente a un cambio de
la lengua de los Libri. Quizá se tradujeron algu
nas partes al latín. Pero para conservar el pres
tigio de las reglas sagradas, siempre beneficiadas
por la oscuridad, valía mejor otra lengua, seme
jante por su alfabeto a la etrusca, o sea el griego.
122
La primera helenización de la colección ¿no pro
vendrá quizá de una transformación lingüística
semejante?
Por supuesto, la hipótesis precedente no es sus
ceptible de verificación. Es igualmente posible que
los Tarquinos hayan elegido el griego para la re
dacción de las prescripciones rituales de la colec
ción capitolina. La cultura etrusco-griega de la
corte de los Tarquinos autoriza tal hipótesis.
Sea como fuere, desde fines del primer cuarto
del siglo Vi a. C., Etruria se había transformado
en el enemigo mortal de Roma y resultaba impo
sible que la colección sagrada de Roma conservara
un aire demasiado toscano. Las prescripciones pro
piamente etruscas debieron desaparecer sin duda
entonces, para dejar lugar a un ritual de espíritu
latino, mientras que la helenización de la colección
sólo debía ocurrir muy lentamente, por el mismo
proceso que siguió el conjunto de la cultura y de
la religión romanas. Este proceso se aclara me
diante el estudio de las prescripciones nuevas de
los Libros. A continuación se encontrarán obser
vaciones sobre tal evolución.10
Debemos notar que Roma iba a tener mayor ne
cesidad de poseer este ritual eficaz en casos de
prodigios espantosos, porque le será muy difícil
recurrir a los arúspices en los siglos V y iv a. C.,
a causa de las guerras incesantes que la enfrentan
con Etruria y de las sospechas que provocan desde
entonces los sacerdotes de la nación enemiga. Ve
remos más lejos que de hecho se recurre entonces
a los Libri en lugar de consultar a los arúspices.
Quedarán algunos vestigios de la presencia origi
nal de reglas etruscas en los Libri, y reaparecerán
curiosamente en el momento de las grandes crisis.
El más característico de tales vestigios será la or
den dada por los Libros en el momento de la
123
segunda guerra púnica, de enterrar vivos en el
Forum, boarium a una pareja de griegos y una
pareja de galos, en una cripta subterránea de mu
ros de piedra. Los episodios son famosos y fueron
objeto de muchos estudios.11 El sacrificio hu
mano, conocido sin duda en la Roma primitiva,
desapareció muy pronto y fue reemplazado por
sacrificios de sustitución. Los etruscos, por lo con
trario, nunca lo abandonaron. Resulta significativa
la elección de griegos y galos como víctimas. Eran
los enemigos de vieja data del Imperio toscano.
En fin, el modo de sacrificio —no cruento, sino
consistente en la eliminación de la víctima de la
superficie de la tierra— no es de ningún modo
extraño a los ritos toscanos. Así, los arúspices pres
cribían no que se matara, sino que se expulsara
del mundo de los vivos a los hombres monstruosos
que constituían máculas para la ciudad.12
Nos quedan nuevos elementos de prueba por agre
gar a este expediente relativo a los primeros tiem
pos de la misteriosa colección capitolina, que pro
vienen del repertorio arqueológico. Se trata de
piezas etruscas de la época helenística, de un espejo
de Bolsena, que se encuentra hoy en el British Mu
seum, y de tres urnas funerarias tardías que repre
sentan, con variantes, la misma escena.13 Un joven
llamado Caco parece cantar profecías, en medio de
un bosque, acompañándose de la lira. Dos merce
narios, los hermanos Vibenna, lo espían y parecen
prestos a atacarlo. Representamos en la página
siguiente la escena del espejo,14 sobre el cual están
grabados los nombres de todos los personajes re
presentados. Un muchacho llamado Artile parece
acompañar los cantos de Caco, o escribir sus pa
labras en un díptico que tiene sobre sus rodillas.
Esta escena de profecía inspirada está particular-
124
mente bien lograda. Ahora bien, aunque se Ia
conoce desde siempre, nadie pensó hasta ahora en
ponerla en relación con la historia legendaria del
nacimiento de los Libros Sibilinos. Sin embargo,
estamos exactamente en la misma época, la de los
Tarquinos, como lo testimonian las figuras de
los hermanos Vibenna, que son aquí los agresores.
La gesta de estos héroes legendarios de Volscos
comprendía la asistencia que prestaron a uno de
los reyes etruscos de Roma, Mastarna, llamado
por los romanos Servio Tulio. La escena que estu
diamos encuentra su confirmación en un texto de
Solino,15 geógrafo del siglo III de nuestra era, que
reproduce una tradición que se remonta, según él
dice expresamente, a Gneo Gelio, analista que vivió
en la segunda mitad del siglo II antes de nuestra
era. Solino cuenta un episodio legendario y com
plejo de la historia de Caco, y hace intervenir
además en él a personajes del mito griego, como
Marsias y Heracles, al cual estamos más habitua
dos a ver en lucha con un gigante temible del
mismo nombre de Caco. Pero el Caco que nos
ocupa y que aparece a la vez sobre los monumentos
etruscos y en el texto de Solino, tiene rasgos más
amables. Según Solino, cuyo texto comienza asi:
Cacus, ut Gellius tradidit, cum a Tarchone Tyrrheno
ad quem legatus uenerat missu Marsyae regis, so
cio Megale Phryge, custodiae foret datus, Caco ha
bría sido enviado en embajada por Marsias, rey
lidio de los Marsos, en compañía de un frigio, Me
gales, ante un tirrenio llamado Tarcón, es decir,
ante un Tarquino, el cual lo habría hecho apri
sionar. Caco llega a escapar de la prisión y se va
a fundar un reino en Campania. Pero fue muerto
en una batalla contra Hércules. Megales recibió
asilo entre los Sabinos, a los cuales enseñó el arte
de los augures. Sin entrar en el análisis de un
126
texto muy complejo y cuyos hilos son difíciles de
desenredar, anotemos solamente los hechos esen
ciales para la cuestión que nos ocupa.
Si unimos, como corresponde, las indicaciones
proporcionadas por el texto de Solino con los do
cumentos arqueológicos, he aquí lo que nos apa
rece. Un adivino, un profeta, llamado Caco, habría
sido hecho prisionero por traición y mantenido en
la corte de uno de los Tarquinos. Este es el tema
folklórico bien conocido de la captura del adivino
al que hay que obligar por la violencia a revelar
secretos que no quiere manifestar. Pero lo que nos
importa aquí es que la leyenda etrusca, ilustrada
por el arte local, está bien localizada en el tiempo
y que conservó el recuerdo de profecías introdu
cidas en la corte de los Tarquinos. Ahora bien,
¿no nos encontramos en este caso ante una especie
de versión toscana del episodio legendario en el
cual la analística romana nos cuenta la aparición,
en la Roma etrusca, de la Sibila de Cumas? ¿No
es importante notar que nos enfrentamos con dos
registros diferentes, pero paralelos, de informacio
nes que se refieren a la aparición de un ser ins
pirado por los dioses en la Roma de los Tarquinos?
Más aun, aunque la atmósfera del relato es diversa
en los dos casos, resulta en ambos igualmente dra
mática. Caco es objeto de un rapto. La Sibila, por
su parte, no llega a convencer a Tarquino sino des
pués de una escena de tenacidad y de violencia.
Por último, la atmósfera resulta en uno y otro caso
igualmente compleja. Los documentos arqueológicos
utilizados agrupan elementos propiamente etrus-
cos (los hermanos Vibenna), un elemento itálico
(el personaje mismo de Caco), y elementos griegos
(la actitud apolínea del profeta). Lo mismo ocurre
con el texto de Solino. Ahora bien, de manera
análoga, la leyenda romana hace intervenir al
127
mismo tiempo a un rey toscano, sacerdotes romanos
y a la profetisa helénica.
Nos falta por último, siguiendo un método que
hemos aplicado en otros casos,16 dar cuenta, ei es
posible, del relato de la analística. En efecto, cada
vez que en un momento importante de la historia
primitiva de Roma aparece en este relato una in
exactitud, una transformación más o menos cons
ciente, es importante investigar la razón psicológica
que pudo constituir el origen del hecho observado,
se trate de orgullo gentilicio o de una exigencia
de la conciencia nacional. ¿Por qué aparece enton
ces esta Sibila cumana en la corte de los Tarqui
nes, esta figura misteriosa que plantea tantos pro
blemas a los eruditos deseosos de conservar su
presencia? La explicación no parece tan difícil. En
la época de los Tarquinos se constituyó en Roma
una colección de prescripciones rituales. A los ti
ranos etruscos correspondían, pues, el honor y la
gloria de haber acogido esta prenda de la grandeza
de Roma y de haberla depositado en su creación
arquitectural mayor, en el templo capitolino. Pero
Roma iba a desembarazarse pronto de la presen
cia etrusca y, después del año 475 más o menos,
volvía a ser una ciudad latina, muy hostil a sus
antiguos ocupantes que, sin embargo, habían desa
rrollado su poderío. El recuerdo del origen pri
mero de la colección capitolina no podía ser abo
lido, pero se trataba de amortiguar al máximo el
papel de los toscanos en el asunto. Todo esto
siguió siendo, sin duda, más o menos consciente
hasta el momento en que los primeros analistas,
a partir del siglo IV a. C., se pusieron a escribir
la historia de Roma. A partir de esta época se
constituyó poco a poco la vulgata relativa a los
reinos de los Tarquinos. La conquista de las prin
cipales ciudades de la Magna Grecia, las relaciones
128
acrecentadas con el mundo griego, la apertura de
la colección capitolina a oráculos de diversos orí
genes, a menudo griegos, a partir de la segunda
guerra púnica, todo eso desempeñó un papel.
Por otro lado, las figuras de las Sibilas que se
multiplicaron en la época helenística comenzaban a
volverse familiares para los romanos y llegaban
a constituir el tipo mismo de la sacerdotisa inspi
rada. La analística encontró en estos sorprenden
tes personajes un principio de explicación cómodo
para el origen de los Libros, garantes de la for
tuna romana. El carácter sobrenatural de la pro
fetisa y el misterio de su existencia conferían a
la colección sagrada el valor que le convenía. So
bre todo, puesto que el recuerdo de los tiranos
etruscos continuaba siendo detestado, ya que las
guerras contra Etruria apenas habían terminado y
los Tarquinos simbolizaban una tiranía extranjera,
se les quitaba así todo mérito en la génesis de los
Libros. Creo que es de este modo como se explica
la anécdota dramática de la entrevista entre Tar-
quino y la Sibila. Tarquino sólo cede vencido por
la indómita insistencia de la sacerdotisa y por la
opinión formal que le dan los augures, represen
tantes del sacerdocio romano. Estos reconocen el
origen divino de los oráculos y consideran como
una gran pérdida la desaparición de algunos de
ellos.17 Así, a Tarquino se le resta todo mérito;
antes bien, su ceguera fue funesta ya que sólo la
voluntad expresa de los dioses lo obligó a aceptar,
de mal grado, lo que habría de ser sin embargo
la garantía suprema de los destinos de Roma.
Esta oposición edificante entre el tirano etrusco
y el augurado romano, que termina con el triunfo
de este último, aparece también ilustrada en forma
excelente en el relato de la analística que se refiere
al desafío lanzado por Tarquino el Soberbio contra
129
el célebre augur Ato Navio.18 Se trata de una anéc
dota conocida. Tarquino había querido crear nue
vas centurias de caballeros a los cuales habría
dejado su nombre. Ato Navio objeta que toda
reforma de este género debía ser autorizada por
auspicios previos. El rey se irrita y le dice que
pregunte a los pájaros si lo que él pensaba era
realizable. El augur interroga a los dioses y res
ponde afirmativamente. Tarquino, presentándole
entonces una navaja y una piedra, lo exhorta iró
nicamente a cortar la piedra. El adivino cumple in
mediatamente el prodigio. Se elevó una estatua
del taumaturgo en el Comitium y a su lado se puso
la piedra, miraculi eius monumentum. Se trata
del tema legendario del prodigio que viene a con
firmar el origen divino de una institución funda
mental de Roma. Pero lo que nos interesa sobre
todo aquí es notar que, como en el relato de la
compra de los Libros Sibilinos, la obstinación
ciega de Tarquino se estrella contra la inspiración
sagrada de los augures romanos.
Por último, hay que establecer un paralelo entre
estas escenas y el relato instructivo que nos hace
la analística de la dedicatoria del templo de Júpiter
Capitolino. La dedicatoria de este santuario, debido
al genio político y religioso de los Tarquinos, les
escapa como por milagro. Tal dedicatoria cons
tituía uno de los raros puntos sólidos de esta cro
nología incierta y se encontraba fijada en el 13 de
septiembre de 509 a. C. Los analistas disponían
de un solo medio para romanizar el santuario y
hacerlo dedicar por un romano, que consistía en
hacer partir a los etruscos de Roma en una fecha
anterior, aunque tal partida haya sido, en realidad,
posterior a este acontecimiento en un tercio de
siglo. Pese a las dificultades que esto acarreó para
130
la continuidad de su relato, fijaron la retirada al
gunos meses antes de la dedicatoria y ésta pudo
así corresponder a un romano auténtico, M. Hora
tius Pulvillus, quien ofreció el templo a los dioses
en circunstancias que destacaron el heroísmo cívico
de un corazón verdaderamente romano.
Tal es, en mi opinión, la explicación del relato
legendario concerniente al origen de los Libros Si
bilinos. Su fecha es exacta, su desarrollo imagi
nado por reacción de la analística contra los T e -
cuerdos de la dominación etrusca en Roma. Se
preguntará, sin embargo, hasta qué punto los ro
manos dieron prueba de espíritu nacional con e l
hecho de pasar de Etruria a Grecia. Sin duda que
recurrir a un personaje mítico latino hubiera ser
vido mejor aun la causa de Roma. Pero esto era
imposible, pues la adivinación inspirada latina, y
aun la itálica, fueron siempre muy pobres. El
adivino Caco no era apto, en verdad, para servir de
fundamento a una leyenda que buscaba el esplen
dor y lo maravilloso. En cambio, a partir de fines
del siglo ni, la adivinación oracular griega se im
ponía con una fuerza creciente a la imaginación
romana. ¿Pudo contribuir la constitución de la
leyenda a transformar la colección sagrada, que se
volvió progresivamente sibilina? Sabemos que se lle
nó de predicciones oscuras, escritas, en verdad, en
versos griegos de forma sabia y ampulosa, tales
como los oráculos que nos conservó Flegón de
Traies, liberto de Adriano, y que ordenaban reali
zar las procuraciones necesarias ante un caso de
hermafroditismo, comprobado en el año 125 a. C.ie
¿O bien la apertura de la colección a las profecías
helenísticas constituyó el origen de la leyenda?
Hubo sin duda interacción entre estos dos hechos
concomitantes: la evolución de la colección y la
131
formación de la leyenda. De hecho, el carácter
griego de las ceremonias ordenadas y ejecutadas
por los Xuiri [decenviros] y luego los XVuiri
[quindecenviros], se acentuará constantemente y
Varrón podrá escribir; Et nos dicimus XVuiros
graeco ritu, non romano sacra facere.20 Pero en
rigor nada puede deducirse de este juicio en lo
que respecta al origen primero de la colección.
132
Notas
133
escribe (XXII, 9, 1) : peruicit ut, quod non ferme
decernitur nisi cum taetra prodigia nuntiata sunt,
duumuiri Libros Sibyllinos adire iuberentur.
4. Cf. Dionisio de Halicarnaso, IV, 62; Lactan
do, Diu. Instit., I, 6. La obra de Varrón acerca de
la religión romana fue la fuente de los relatos ulte
riores, que divergen en los detalles. Cf. sobre esto
la disertación de W. Hoffmann acerca de los Libros
Sibilinos, citada infra, pág. 189.
5. Así opinaba muy recientemente K. Latte, en
su nuevo manual de historia de la religión romana,
citado infra, pág. 188. Según K. Latte, pág. 160,
la llegada de los Libros Sibilinos a Roma se ex
plicaría por una reacción contra Etruria que llevó
a apelar a la religión de las colonias griegas del
sur de Italia. Un punto de vista tal parece abso
lutamente inexacto, como resultará de las páginas
siguientes. También es imposible simplificar la
cuestión como lo hace Martin P. Nilsson en su
Religion populaire de la Grèce ancienne, Paris,
Pion, 1954, donde escribe (pág. 222) : “ Para exa
minar el tan discutido problema de los Libros Si
bilinos importa comprender que sólo eran una de
las muchas colecciones de oráculos que circu
laban en Grecia a fines del siglo VI a. C. Coleccio
nes de este género se difundieron también, natu
ralmente, en las colonias griegas.” Ya W. Hoff
mann, en su disertación citada, y yo mismo en mi
artículo de los Mélanges Ernout, citado infra, pá
gina 189, habíamos formulado serias reservas
acerca de tal tradición.
6. Pausanias, X, 12, 8.
7. Eneida, VI, 72 y sigs.
8. Cf. mi artículo: “Rome de 509 à 475 en
viron avant J. C.” , en la Revue des Etudes latines,
XXXVII, 1959, pág. 118 y sigs., y el que ya he
citado, de la Revue de l’Histoire des Religions.
134
9. Tito Livio, III, 10, 7.
10. Cf. la disertación ya citada de W. Hoffmann,
y la tesis de J. Gagé sobre el Apollon romain.
11. Cf. los textos de Plutarco, Marcelo, III, 4,
y sobre todo de Tito Livio, XXII, 57, 2. Recorde
mos sólo el famoso texto de Tito Livio, que re
cuerda que después de la batalla de Cannas los
Libros Sibilinos prescribieron algunos sacrificios
no habituales (sacrificia extraordinaria) : inter quae
Gallus et Galla, Graecus et Graeca in foro boario
sub terra uiui demissi sunt in locum saxo consaep
tum, iam ante hostiis humanis, minime romano sa
cro, imbutum. El pasaje fue especialmente estu
diado por P. Fabre, en su artículo “ ‘Minime ro
mano sacro’, note sur un passage de Tite Live et
les sacrifices humains dans la religion romaine”,
publicado en los Mélanges Radet, Revue des Etudes
anciennes, XLII, 1940, pág. 418 y sigs. Fabre
piensa que la expresión de Livio minime romano
sacro se aplica a los sacrificios humanos cruentos,
en razón del valor propio del término latino im
butum, que significa propiamente “embebido por” .
Según Plinio, Hist, nat., XXVIII, 12 y Plutarco,
pasaje citado, en su época se celebraban todavía ce
remonias semejantes.
12. Asi es inexacto escribir, como lo hace C.
Bémont en su artículo: “ Les enterrés vivants du
Forum Boarium, essai d’interprétation” , en los Mé
langes <TArchéologie et Histoire de FEcole fran
çaise de Rome, LXII, 1960, pág. 139, que “ los
únicos términos de comparación que poseemos ac
tualmente (en el sector etrusco) son representa
ciones de sacrificios humanos quizá, pero cruen
tos” . Es curioso cómo se omiten aquí una cantidad
de prescripciones aruspicinales.
13. El espejo está reproducido y descripto en
el tomo V de Etruskische Spiegel, de E. Gerhard,
135
tomo debido a Klugmann y Kórte, V, 12-7. Para
las urnas, cf. E. Brunn y G. Kórte, I rilievi deile
urne etrusche, II, lám. CXIX, 1. Se trata de docu
mentos bien conocidos y reproducidos a menudo,
por ejemplo hace muy poco en J. Heurgon, La vie
quotidienne chez les Etrusques, Paris, 1961, pagi
nas 63, 264, donde se dice que el espejo es de Pre-
neste pero proviene de Bolsena. El complejo per
sonaje de Caco lo estudia J. Bayet, Les origines de
l’Hercule romain, Paris, 1926, pág. 149 y sigs.
14. El dibujo que figura en la página 125 lo
debo a mi ex alumna Brenda Bettinson, que tuvo
la amabilidad de realizarlo observando y estudiando
directamente el espejo en el British Museum. Le
agradezco profundamente su gentileza.
15. Solino, I, 18-9.
16. Cf. mi artículo ya citado de la Revue d’His-
toire des Religions, 1961.
17. Cf. el texto citado de Dionisio de Halicar
naso.
18. Cf. Tito Livio, I, 36.
19. Cf. el libro citado infra, pág. 189, de H.
Diels.
20. Varrón, De lingua latina, VII, 88.
136
Ill
137
sobre los muros de la Regia la Tabula Pontificis,
que contenía indicación de los principales acon
tecimientos del año. En efecto, era una especie
de diario anual del cual disponía luego la histo
riografía. Ahora bien, esta Tabula mencionaba
los prodigios ocurridos, según lo testimonia explí
citamente Catón.2 De esta crónica pontifical y
de otros documentos sacerdotales, comentarios es
critos, archivos, surgió en el año 130 a. C. un vasto
trabajo histórico, los Annales Maximi, cuya redac
ción fue decidida por el gran pontífice P. Mucio
Escévola. Al mismo tiempo desapareció la cos
tumbre de fijar la Tabula Pontificis. ¿A qué fecha
se remontaba exactamente este uso? Estudios muy
prolijos permitieron establecer que databa del año
296 a. C. La lex Ogulnia reorganizó entonces el
colegio de los pontífices y lo abrió a la plebe. Esta
importante reforma, de espíritu democrático, fue
acompañada por una innovación importante de la
misma tendencia: la fijación mural de una crónica
que salía del secreto sacerdotal y pasaba a estar a
disposición de todos.3 Ahora bien, el análisis de los
pasajes de Tito Livio concernientes a los prodigios
muestra, efectivamente, que a partir del año 296
las informaciones que aporta se hacen infinita
mente más detalladas, concretas y precisas.4 Ello
ocurre porque su fuente era entonces esta publi
cación anual que los analistas, utilizados por Tito
Livio, pudieron consultar a su gusto. Encontramos
aquí entonces la confirmación de una hipótesis con
cebida a partir de otras series de hechos. Así,
cuando Tito Livio, al comienzo de cada uno de los
años cuyas peripecias nos cuenta, evoca los pro
digios que habían venido a perturbar la conciencia
romana, nos da una lista exacta y fiel de ellos,
y nos es dado igualmente seguir, en su exposición
respetuosa de las antiguas costumbres de Roma, los
138
diferentes actos de procedimiento sagrado que el
Estado romano aplicaba a raíz de las advertencias
de lo alto.
Dos hechos nos sorprenden en esta aceptación
de los prodigios y la respuesta que se les da: pri
mero, la gran credulidad de Roma respecto de los
fenómenos considerados como sobrenaturales; lue
go, la sólida estructura de la procuración que pu
rifica las máculas y trata de apartar los peligros.
El romano de los siglos TV y ni a. C. se nos aparece
como un espíritu supersticioso pero sin gusto ni
dotes para la exegesis adivinatoria, aunque muy
experto en derecho civil y sagrado, y volvemos a
encontrar aquí algunas de las características fun
damentales de la mentalidad religiosa latina.
i Cuántos fenómenos naturales tenían para los
romanos carácter de prodigios! ¡Y cuán distinta
es esta actitud supersticiosa de la notable reserva
de los griegos a este respecto! Pero estamos igual
mente lejos de la casuística compleja de los etrus-
cos, tan aptos para desgarrar el velo del porvenir
gracias a la sabia interpretación de los signos di
vinos. El romano observa la lluvia de aconteci
mientos divinos que llegan de todas partes, los dis
tingue, los clasifica y, pleno de reverencia piadosa,
expía los que le conciernen. Pocos pueblos darán
muestras de semejante ritualismo, de semejante
piedad, escrupulosa por cierto pero desprovista de
imaginación adivinatoria. Cuando aparece el pro
digio se rompe la paz con los dioses y hay que
restablecerla, hay que salvar a la ciudad. Para eso
el romano utiliza todos los medios, apela a los
sacerdotes nacionales o extranjeros. Hasta el fin
del Imperio, su mayor preocupación consistirá en
conservar el apoyo divino para rechazar los peli
gros. Es una actitud de hombre piadoso, sin duda,
pero en el cual la piedad asume ante todo un valor
139
cívico. Esto no es sorprendente, ya que también
la grandeza de Roma reposó, en última instancia,
sobre las virtudes cívicas de sus habitantes.
Disponemos ya de un catálogo cuidadosamente
realizado 5 de los fenómenos considerados en Roma
como prodigios. Recordemos solamente sus rasgos
esenciales. Los prodigios de la naturaleza inani
mada son, por supuesto, muchos y diversos: los
eclipses de sol y de luna provocan naturalmente
la impresión más profunda, el temor más vivo.
Pero basta que el sol parezca más rojo o más pe
queño que de costumbre para que estas ilusiones
ópticas se transformen en un milagro. Lo mismo
ocurre cuando, a raíz de fenómenos de retracción
llamados parhelios y paraselenes, se ven aparecer
en torno del disco solar o lunar arcos o círculos
con una o más imágenes del astro que resulta así
multiplicado.6 Aparecen en numerosas oportunida
des en los textos romanos el cometa, fax ardens in
caelo, los meteoros, el incendio del cielo, caelum
ardere uisum, el cielo que parece abrirse y dejar
pasar una intensa luz, las nubes que toman extra
ñas formas y parecen animarse. El rayo sólo se
considera prodigio de Estado cuando provoca la
muerte de animales o de hombres, sobre todo cuan
do cae sobre lugares públicos o consagrados. El
rayo diurno y el rayo nocturno son enterrados con
cuidado y encontramos muchas inscripciones que
dicen: Fulgur dium o fulgur summanum condi
tum. El trueno sólo está clasificado entre los pro
digios cuando estalla en un cielo sereno, la tem
pestad cuando sobrepasa por su violencia toda
medida y provoca estragos en templos o lugares con
sagrados.7
Los romanos se sintieron a menudo perturbados
por lluvias de materias insólitas, como las lluvias
de piedras que eran expiadas con un nouemdiale sa
lto
crum, las lluvias de tierra, de tiza, de sangre, y
con frecuencia se repite en los textos la expresión
sanguine pluisse nuntiabatur. Un sabio americano
hizo loables esfuerzos por encontrar la explicación
científica de estos fenómenos extraños, y muy a
menudo lo logró.8 La mayor parte de las ilusiones
precedentes provienen de fenómenos volcánicos, de
chorros de piedras o cenizas que se mezclan con el
agua de lluvia. Las lluvias de sangre se explican
por la presencia en las gotitas de agua de partículas
ínfimas, vegetales o animales, que les dan un color
rojizo. Las lluvias de leche, bastante frecuentes,
nos dejan más perplejos. ¿Proviene esta ilusión del
hecho de que después de las lluvias muy violentas
el agua que chorrea se cubre de una espuma blan
quecina, color de leche? La incertidumbre subsiste,
tal como nos ocurre con el único ejemplo de lluvia
de carne: 9 ¿se encuentra el origen de la fábula
en la salida masiva de gusanos desalojados por una
lluvia torrencial? Admiramos el ingenio desplegado
en la explicación, pero permanecemos escépticos.
Si se pasa del cielo a la tierra el número de
hechos clasificados como prodigios no disminuye.
Algunos de ellos recuerdan mucho las lluvias mi
lagrosas de las que acabamos de hablar. Así, el
agua de lagos, de fuentes o de ríos aparece teñida
de sangre, y armas, estatuas o altares parecen
cubrirse de un sudor a veces sanguinolento. Cice
rón daba ya una explicación satisfactoria de algu
nos de estos fenómenos: decoloratio quaedam ex
aliqua contagione terrena maxume potest sanguinis
similis esse.10 Las estatuas de los dioses son natu
ralmente sede de los prodigios más amenazadores,
y uno se acuerda de los versos de J. M. de Heredia,
que evocan el sudor que las cubre cuando se apro
xima el ejército púnico.11 También derraman a
menudo lágrimas y esta ilusión, que no fue el pue
141
blo romano el único en sufrir en la historia, pro
viene de la condensación de un aire húmedo y
caliente sobre el mármol o el bronce frío de las
estatuas.
Tal como ocurre en todas las civilizaciones an
tiguas, el temblor de tierra es un grave prodigio
en Roma. Es la causa, evidentemente, de otros pro
digios: rumores subterráneos, movimiento espon
táneo de objetos sagrados, como las lanzas de Marte
o los ancilia de los Salios, apertura de las puertas
de los templos. Se debe expiar también la apa
rición de fuegos imprevistos, de llamas espontáneas,
a veces de origen volcánico, y otras semejantes a
lo que nosotros llamamos el fuego de San Telmo.12
El mundo de las plantas y de los animales pre
senta otros tantos fenómenos inexplicables, antina
turales. La aparición de animales insólitos en las
ciudades, y sobre todo en lugares consagrados, era
motivo de particular temor, ya se tratara de un
buitre que penetraba en el templo de Júpiter en
Caere,13 de un cuervo que se posaba en el templo
de Juno en Lanuvium,14 o de ratas que venían a
roer los alimentos del banquete ofrecido a los dio
ses.15 Las malformaciones de los animales eran
percibidas con una especie de horror sagrado, y
los escritos romanos abundan en relatos referentes
al nacimiento de animales de cinco patas, de dos
cabezas, o aun de animales compuestos de partes
correspondientes a especies distintas. Podemos me
dir la credulidad de la masa cuando leemos en
Tito Livio que en el año 200 nació un cordero
con una cabeza de cerdo y un cerdo con una cabeza
humana. Estos errores de la naturaleza, reales los
primeros, imaginarios los otros, son vistos con te
mor y repulsión, como lo expresa esta reveladora
frase de Livio: Foeda omnia et deformia errantis-
que in alienos fetus naturae uisa.16 A veces los
142
animales hablan 17 y, en casos raros y privilegia
dos, sus frases son recogidas y transmitidas a la
posteridad. Tal como en Etruria, el hígado de las
víctimas puede presentar graves anomalías y cons
tituye entonces un espantoso prodigio.
Queda por tratar, en fin, la multitud de prodigios
que interesan a los hombres, los individuos o la
comunidad. Las malformaciones de los seres hu
manos resultan temibles, ya se trate de casos de
hermafroditismo o de niños monstruosos. También
en este caso parece que la naturaleza sólo trans
grede las leyes biológicas para expresar las más
graves amenazas divinas. Hambrunas, epidemias,
pestes, todos estos males tan calamitosos y temidos
por los antiguos, eran considerados plagas divinas
y tratados como tales.
Aunque la enumeración precedente ha sido deli
beradamente rápida, bastará sin embargo para mos
trar la extensión de este mundo del prodigio ro
mano, inversamente proporcional, nos atreveríamos
a decir, a la cultura científica de la masa. Pero
según hemos dicho, el romano se preocupa primor
dialmente por salvaguardar su libertad de acción,
garantía del éxito de sus empresas. La prolifera
ción de prodigios tiene como consecuencia nece
saria la aplicación de remedios religiosos, únicos
susceptibles de liberar al hombre de la opresión del
temor divino. La sólida organización de la procu
ración de los prodigios aparece, de hecho, como
uno de los rasgos característicos de la vida de
la Roma republicana. La importancia de este pro
cedimiento sagrado es considerable. Constituye una
de las preocupaciones mayores del romano y es la
fuente de las modificaciones progresivas del culto.
Con el tiempo, los remedia que se aplican a los
prodigios pierden, en efecto, una parte de su efi
cacia a los ojos de la masa, pues por una especie
143
de ley natural van embotándose poco a poco. Con
viene pues renovarlos, y esta renovación consti
tuye un factor esencial en la evolución de la
religión romana en su conjunto. En efecto, Roma
conocerá así nuevas ceremonias, nuevos ritos, nue
vos cultos. La apertura de la conciencia religiosa
de los romanos favorecerá estas innovaciones y
estos aportes, debidos sin embargo muy a menudo,
en último análisis, a la necesidad profundamente
sentida de disponer de medios cada vez más efi
caces para restablecer una paz divina, cuya ruptura
indica el prodigio.
El procedimiento de la procurado prodigiorum
aparece claramente a través de muchísimos tex
tos que aluden a él. He aquí sus rasgos esen
ciales. La observación del prodigio la realizan,
según los casos, simples ciudadanos, magistrados o
sacerdotes. Estos testigos anuncian o hacen anun
ciar a los cónsules los prodigios observados, lo que
contituye el acto inicial de la nuntiatio, por el
cual llega la noticia al conocimiento de las más
altas autoridades de Roma. El mecanismo es reve
lador, pues la observación es deber de cada uno,
pero su resultado debe ser comunicado inmediata
mente a los representantes de la ciudad. Uno de los
cónsules, a comienzos del año, hace un informe al
Senado sobre los prodigios anunciados. Esto debe
cumplirse antes de que los cónsules partan a po
nerse al frente de los ejércitos, y a veces retarda
esa partida.18 El cónsul lee un informe (relatio)
presenta los testigos cuando esto es posible19 y
consulta al Senado sobre la situación: consulere
senatum de prodigiis. El Senado escucha, delibera
y vota un decreto por el cual declara encargarse,
en nombre del Estado, de los prodigios en cuestión
(suscipere prodigia). Puede rehusarse a ello si es
tima que el prodigio no interesa a la ciudad entera
144
y que basta una procuratio priuata, realizada por
* el ciudadano o el grupo afectado por el prodigio.20
Puede también negarse a reconocer la autenti
cidad del prodigio, si no ha habido más que un
solo testigo de él o si los testigos no le parecen
dignos de fe.21 Muy a menudo, el Senado reconoce
la importancia del prodigio anunciado, lo toma ofi
cialmente a su cargo y organiza los actos nece
sarios para su expiación.
El procedimiento varía según los casos. Cuando
se trata de prodigios bien conocidos, frecuentes y
de mediana importancia, el Senado puede ordenar
inmediatamente las ceremonias que le parezcan im
prescindibles y confiar su ejecución a los cónsules
o bien a los pontífices. A veces, en ocasión de
prodigios graves, se toma esta misma decisión, pero
se la complementa recurriendo a los especialistas
en procuraciones.22 Muy frecuentemente se remite
a éstos el asunto y no se decide ninguna ceremonia
sin que ellos den su opinión. El Senado podía diri
girse a los pontífices, a los Libros Sibilinos o a los
arúspices. Razones diversas sobre las cuales vol
veremos motivaban su elección en las distintas épo
cas. No era raro que dos de estas autoridades com
petentes fueran consultadas al mismo tiempo.23 Una
vez que se le proporcionaba la opinión requerida,
el Senado celebraba una segunda sesión, que a me
nudo los relatos de los historiadores, por afán de
concisión, distinguen mal de la primera, y ordena
ba, después de realizar un control, el cumplimiento
de los ritos que se le habían encomendado. Los
cónsules estaban encargados de velar por su buen
desarrollo.
Sorprende la solidez de un procedimiento sagra
do de esta naturaleza. No hemos encontrado nada
semejante en Grecia. En Etruria, el prodigio en
tra en un mundo adivinatorio infinitamente más
145
complejo. En Roma, la esfera de la adivinación
está reducida al mínimo, pero los medios a que
se apela para procurar el prodigio son jurídica
mente sólidos y religiosamente eficaces. El signo
de la cólera divina era así encerrado, ni bien apa
recía, en una red minuciosamente tejida: control
de su observación, rapidez y objetividad de su
anuncio, intervención del Senado que lo toma a
su cargo, consulta de las autoridades competentes,
en fin, ejecución minuciosa y controlada de las
medidas prescriptas. Todos estos momentos se su
ceden sin interrupción, todo este procedimiento,
de una gran claridad, se desarrolla en forma expe
ditiva. Así, la vida politica y militar de la ciudad
puede retomar lo más rápidamente posible su rit
mo normal: desaparecerán las máculas, los dioses
se calmarán, cesarán los temores. ¿Cómo imaginar
una intervención más eficaz del Estado en el do
minio de lo sagrado?
La repartición de las competencias en materia
de procurado entre los pontífices, los Libros Sibi
linos y los arúspices responde a los caracteres de
estos diferentes organismos, pero las condiciones
propias de cada período y también el cambio de las
preocupaciones según los siglos determinaron, ade
más, que se recurriera a uno u otro de ellos. Tam
bién en este caso el único enfoque posible es el
histórico. Antes de la ocupación etrusca sólo los
pontífices debían naturalmente encargarse de esta
procuración. Se los siguió consultando, después de
la monarquía, en muchos casos, y ellos respon
dían a esta consulta con un decreto. En verdad,
los textos no citan muy a menudo este decretum
pontificum, que no aparece nunca antes del año
203 a. C., ni después del año 176 a. C. Pero es
que la tradición considera que recurrir a las
autoridades supremas de la religión romana cons-
146
tituye un hecho absolutamente normal, corriente y
que por lo tanto no vale la pena mencionarlo.
Fieles a las viejas tradiciones del culto nacional,
los pontífices procuraban los prodigios mediante
ceremonias bien conocidas, relativamente poco cos
tosas, sacrificios de hostiae maiores o minores a
los dioses que las reclamaban.24 Su ciencia parecía
siempre de buena ley, pero cuando el terror reli
gioso exigía remedios nuevos, su tradicionalismo
les hacía preferir otros recursos. Estaban encarga
dos de la expiación de los rayos de la cual se
ocupaban también los arúspices. Enterraban las
huellas de éstos en putealia y ofrecían un sacrificio
arcaico hecho de cebollas, cabellos y sardinas que
los antiguos, sin duda con razón, consideraban co
mo una ceremonia sustitutiva que había reempla
zado a los antiguos sacrificios humanos. En su
discusión con Júpiter Elicius, que reclamaba vidas
humanas, el rey legislador Numa supo soslayar
estas terribles exigencias mediante hábiles palabras
que le permitieron transformar la orden divina.25
La procuración de los prodigios ocurridos en la
Regia o en la curia Saliorum pertenecía propia
mente a los pontífices; tal era el caso cuando se
producía en esos lugares movimiento espontáneo
de las lanzas de Marte o de los ancilia.
Ya hemos subrayado la importancia que tenían
los Libros Sibilinos en la procuración de los pro
digios. Se apelaba a la colección sagrada en el
caso de fenómenos particularmente temibles, pestes,
temblores de tierra, nacimiento o descubrimiento
de un andrógino. En un pasaje precedente hemos
evocado su origen parcialmente etrusco, a la luz
de las primeras procuraciones ordenadas por ellos
o de los sacrificios humanos ofrecidos después de
la batalla de Cannas. Pero se deslizaron en estos
libros prescripciones de origen diverso, en épocas
147
diferentes, y sin que nos sea siempre posible seguir
el detalle de esta evolución. Los libros recomen
daban una cantidad de ceremonias latinas: la ins
tauratio, es decir, la repetición de las ceremonias
fallidas: así, en el año 217 a. C., la instauratio de
un voto a Marte non rite factum; 28 el nouemdiale
sacrum, fiesta de nueve días, destinada, entre otras
razones, a procurar una lluvia de piedras; 27 la lus
tratio urbis, ceremonia purificadora típicamente itá
lica cuyo rito está ampliamente atestiguado en Igu
vium, en el texto umbrio de las Tablas eugubinas,
y que Roma conoce de antigua data. La tradición
atribuye su institución a Servio Tulio,28 y la pone
en relación con el cierre del censo. Se trata de
una procesión purificadora (su nombre proviene
sin duda del verbo lauo), que rodea con un círculo
mágico el espacio que convenía limpiar de toda
mácula y se acompaña con el sacrificio de diversos
tipos de víctimas animales. £1 suouetaurile está en
vinculación estrecha con el ritual. La lustratio pue
de aplicarse a una ciudad entera o a una de sus
partes, y también a un grupo de hombres, especial
mente al ejército. Es significativo ver que los Li
bros Sibilinos prescriben esta antigua ceremonia
romana.29
El elemento griego, que se volverá predominante
en los Libros Sibilinos a fines de la República y
contribuirá a determinar la leyenda de sus oríge
nes, aparece desde el final del siglo v a. C., en las
prescripciones de los duunviros. Ya en el año
437 a. C. se procura mediante una o b secra tio,si
guiendo la opinión de los Libros, una epidemia y
temblores de tierra que aterrorizan, entre otros
prodigios, a la población romana. Se trata de supli
caciones públicas (obsecratio y supplicatio son sinó
nimos) que nos hacen volver al dominio del graecus
ritus. Este puede definirse, frente a las costumbres
148
romanas, por la participación de todo el pueblo en
ceremonias, compuestas de plegarias, de acciones de
gracias y de sacrificios. Hombres y mujeres coro
nados de laurel, con una rama de laurel en la mano,
van a suplicar a los dioses en sus diferentes templos
y les ofrecen vino e incienso. El culto latino era
más coactivo y formalista; los cultos privados y las
liturgias públicas estaban sometidos en él a reglas
más estrictas. En este caso, como era habitual en
Grecia, la multitud entera participa libremente en
una espontánea expresión de plegarias y de ofren
das. Son muchos los ejemplos de estas suppli
cationes, ordenadas por la colección sagrada del
Capitolio. Una inspiración helénica semejante se
descubre en los cantos y las danzas, ejecutados por
un grupo de veintisiete muchachas que formaban a
la vez un coro y un ballet. Esta ceremonia forma
ba parte de las procuraciones del prodigio del
andrógino y parece haber sido celebrada por pri
mera vez en el año 207 a. C., por orden de los
Libros Sibilinos. Tito Livio nos da, en esta oca
sión, una descripción detallada de la ceremonia,31 y
los oráculos, escritos en exámetros griegos, que nos
conservó Flegón de Traies, confirman estos datos
del historiador, y detallan además, por su parte, las
procuraciones que se prescribieron en el año 125
a. C. para expiar el nacimiento de un andrógino.32
Por último, los Libros recomendarán la introduc
ción en Roma de divinidades helénicas, como As-
clepios, llamado de Epidauro en el año 296 a. C. en
ocasión de una violenta epidemia de peste; 33 con
tribuyeron de este modo a helenizar el Panteón ro
mano. Una obra reciente ha estudiado detenidamen
te el proceso por el cual se estableció un lazo, que
se volverá indisoluble a partir del final de la Repú
blica, entre los Libros atribuidos a la revelación
sibilina, y Apolo, maestro de la adivinación inspira
149
da.84 Los decenviros llegan así a aparecer como los
sacerdotes del culto apolíneo.85 Pero este vínculo
sólo se estableció muy progresivamente, a partir del
momento en que la colección misma se transformó
en un sentido “ sibilino” .
Era a los arúspices, en fin, a quienes se dirigía el
Senado de la República en caso de graves prodigios.
Hemos estudiado más arriba en detalle su arte de
expiar los signos más diversos de la intervención
divina y vimos cómo este arte se había transferido
a la Roma etrusca en el siglo vi a. C. No es nece
sario entonces volver sobre los principios de su mé
todo. Pero debemos aclarar cuál fue su papel en
Roma después de la partida de los toscanos. Al
convertirse Etruria en enemiga de Roma, los arúspi
ces ya no están presentes en la urbs, o bien se los
tiene allí por sospechosos. Dos frases de Tito Livio
ilustran admirablemente este cambio completo de
situación. Cuín ad publica prodigia Etrusci tantum,
uates adhiberentur..., escribe en un pasaje que se
refiere al fin del reinado de Tarquino el Antiguo; 36
los únicos encargados de expiar los prodigios pú
blicos parecen ser entonces los arúspices. Inversa
mente, en el año 398 a. C. se descuidan muchos
prodigios porque son inciertos y, agrega el historia
dor, quia, hostibus Etruscis, per quos ea procurarent
haruspices non erant,37 porque el estado de guerra
con los etruscos no permitía conjurar estos prodi
gios por falta de arúspices. Es cierto que las guerras
con los etruscos no fueron incesantes hasta la caída,
en el año 265 a. C., de su último bastión, Volsinios.
Sin embargo, persistía entre los combates una hos
tilidad latente. Y, de hecho, no hallamos rastros en
los textos de respuestas de arúspices durante el siglo
V a. C. Luego se señalan solamente tres hasta la
segunda guerra púnica.38 Podemos decir, en cierto
modo, que los Libros Sibilinos habían reemplazado
150
a estos sacerdotes ausentes y les habían servido de
sucesores en el dominio de la procuración de los
prodigios.
En verdad, cuando los pontífices retomaron bajo
su control la religión romana y aplicaron la con
cepción propiamente latina del prodigio, que reinó
en Roma en el curso de los primeros siglos de la
República, las complicadas exegesis de los adivinos
etruscos ya no eran necesarias. Los romanos sólo
deseaban disponer de sus recetas eficaces de expia
ción y de propiciación. Así, cuando se les formulan
repetidas consultas en el momento de la segunda
guerra púnica, sus respuestas se limitan a estas pres
cripciones rituales. Indican entonces los piacula ne
cesarios, apropiados para calmar la cólera de los
dioses. Respetuosos de la tradición, temían que in
novaciones de su parte fueran mal interpretadas por
sus enemigos de la víspera. Por lo tanto, debieron
cuidarse de formular prescripciones que pudieran
parecer extrañas a los ojos de los romanos. Por
otra parte, la tradición no conservó ningún recuerdo
de ellas.
151
Notas
152
8. F. Brunell Krauss, en su disertación citada
infra, pág. 189.
9. Tito Livio, III, 10, 1.
10. Cicerón, De diuinatione, II, 57.
11. J. M. de Heredia, Les tropees: Après Cannes.
12. Tito Livio, XXI, 1, 15; los soldados ven que
se encienden las puntas de sus venablos.
13. Tito Livio, XXVII, 11, 4.
14. Tito Livio, XXI, 62, 4.
15. Tito Livio, XL, 39, 8.
16. Tito Livio, XXXI, 12.
17. Tito Livio, III, 10, 6.
18. Tito Livio, XXXII, 9: consulem
tium. . . properantem in prouinciam prodigia nun
tiata atque eorum procuratio Romae tenuerunt.
19. Tito Livio, XXII, 1, 14: His sicut erant nun
tiata expositis auctoribusque in curiam introductis,
consul de religione patres consuluit.
20. Tal ocurre cuando ciertos prodigios, sobre
venidos en un terreno privado o en el extranjero, no
parecen concernir a la comunidad romana. Cf. Tito
Livio, XLIII, 13, 6: dúo non suscepta prodigia sunt,
alterum quod in priuato loco factum esse, . . . alte
rum quod in loco peregrino. Pero no hay que ver
en esto una regia absoluta.
21. Tito Livio, V, 15, 1: Prodigia interim multa
nuntiari; quorum plerique et quia singuli auctores
erant, parum credita spretaque, et quia, hostibus
Etruscis, per quos ea procurarent haruspices non
erant.
22. Cf. asi Tito Livio, XL, 19, 4: his prodigiis
cladibusque anxii patres decreuerunt ut et consules
quibus diis uideretur hostiis maioribus sacrificarent
et decemuiri libros adirent.
23. Cf. L. Wülker, op. cit., pág. 38.
153
24. Tito Livio, XXX, 2, 13: ea prodigia maiori
bus hostiis procurata: editi a collegio pontificum di
quibus sacrificaretur.
25. Ovidio, Fastos, III, 285; Plutarco, Numa,
15, 4.
26. Tito Livio, XXII, 9.
27. Tito Livio, XXV, 9, 5; XXXVI, 37, 5;
XXXVIII, 36, 4.
28. Tito Livio, I, 44.
29. Para el año 218 a. C., cf. Tito Livio, XXI,
62, 7 ; para el año 172 a. C., cf. Tito Livio, XLII,
20, 2.
30. Tito Livio, IV, 21, 5. Sobre el rito de la
supplicatio, cf. el libro de L. Halkin, La supplication
<faction de grâces chez les Romains, Lieja, 1953.
31. Tito Livio; XXVII, 37, 11.
32. Se los encontrará reproducidos en la obra ci
tada de H. Diels.
33. Tito Livio, X, 47, 3.
34. Es la tesis ya citada de J. Gagé sobre el
Apollon romain.
35. Tito Livio, X, 8, 2: decemuiros sacris faciun-
dis, carminum Sibyllae ac fatorum populi huius in
terpretes, antistites Apollinaris sacri caerimoniarum-
que aliarum —
36. Tito Livio, 1, 56, 5.
37. Tito Livio, V, 15,1.
38. Cf. L. Wiilker, op.cit., pág. 37.
154
IV
Cambios y crisis
El prodigio a fines de la República
y bajo el Imperio
155
calmará quizá los terrores del presente. Las pro
fecías y los oráculos, los anunciadores de la buena
ventura y los adivinos no gozan nunca de tanto
favor como en ocasión de los grandes temores. Nues
tra tormentosa época proporciona experiencia di
recta de ello. Los romanos, que tenían por natura
leza poca tendencia hacia el arte de develar el
futuro, veían entonces a los iluminados recorrer sus
calles y comenzaban a oir las predicciones más o
menos coherentes que éstos formulaban.
A raíz de ello se verá modificado el mundo del
prodigio, como por una especie de efecto reactivo.
El proceso es claro. Los signos de la cólera de los
dioses se multiplican en exceso. Ya no son sufi
cientes los piacula ordinarios y hay que encontrar
otros. Al mismo tiempo se comienza a buscar en el
signo mismo venido de lo alto una prefiguración,
todavía muy vaga sin duda, del porvenir. El espí
ritu romano comienza a abrirse a un mundo adivi
natorio, que se emparenta con las creencias etrusco-
griegas. El movimiento sólo está esbozado, pero ya
no se detendrá. Por el momento sólo estamos al
comienzo de este movimiento evolutivo. En efecto,
el Senado vela, y todo, en medio de este desborde
de pasión, de estas iniciativas individuales, le choca
y le parece infinitamente peligroso. La religión ro
mana debe seguir siendo un conjunto coherente,
controlado. El Senado recurrirá a todos los medios
para contener la marejada. Si damos crédito a la
tradición, dos siglos antes había tomado enérgicas
medidas contra un peligro análogo. En el año 438
a. C. una epidemia diezmó a Roma. Los adivinos
introducían entre los particulares, sensibilizados por
el momento crítico, nuevos ritos de sacrificio.3 Se
veían en todas las calles, en todas las capillas, sacri
ficios extraños e inusitados.4 Los ediles recibieron
el encargo de no tolerar ningún rito nuevo.5 Es
156
difícil decidir acerca de la autenticidad del episodio.
Pero el relato se halla, en todo caso, absolutamente
de acuerdo con la línea permanente de la política
senatorial.
En 212 a. C., en el momento álgido de la crisis
religiosa que sacudía a Roma, el Senado actuó de la
misma manera. Pero debió hacer entonces algunas
concesiones al empuje creciente de las necesidades
oraculares. Sin embargo, la medida que tomó al
principio fue rigurosa. Encargó al pretor Marco
Emilio que ordenara por un edicto que se le entre
garan todos los libros de profecías, todas las fórmu
las de plegarias o las recetas de sacrificios que cir
culaban entonces, y prohibió que se sacrificara se
gún ritos nuevos y extranjeros.® Así se expresa el
temor ancestral de Roma ante toda manifestación
religiosa individual e incontrolada, ante toda inicia
tiva profética u oracular. Pero en la primavera del
año 212, la atención se vio atraída por dos orácu
los, caídos en manos del pretor como resultado de
la confiscación general efectuada y que se debían
a un adivino llamado Marcio o a dos hermanos
Marcios.7 Estaban escritos en latín ampuloso y
oscuro y se encontraban sin duda grabados sobre
cortezas de árbol. Uno anunciaba el desastre de
Cannas a los romanos, el otro recomendaba insti
tuir juegos en honor de Apolo. Se celebraron, en
efecto, en el año 212, por orden del Senado, los
ludí apellinares a cargo de los decenviros, y los
carmina marciana fueron introducidos en la colec
ción sibilina o, por lo menos, conservados con ella
como lo confirma el testimonio de Servio.8
He aquí pues que la colección sagrada de Roma
toma una forma nueva, se introducen en ella orácu
los de tipo helénico y, una vez dado el ejemplo,
otros lo seguirán. Observemos que los carmina
marciana se deben a un adivino itálico y están
157
redactados en latin. Se recomienda en latin a los
decenviros que sacrifiquen según el rito griego
(decemuiri graeco ritu hostiis sacra faciant), en
un latín enfático se llama Troiugena al romano,
y la llanura del Aufido se designa con el nombre
de campus Diomedis. El conjunto del texto es
profético y violento: “ Huye, romano, hijo de Ilion,
del río Canna, por miedo de que extranjeros no te
obliguen a combatir en la planicie de Diomedes.
Pero tú no me creerás hasta que la planicie esté
inundada con tu sangre, hasta que el río lleve hacia
el vasto mar, desde la tierra fértil, millares de cadá
veres de los tuyos y que tu carne se vuelva presa
de los peces, de los pájaros y de los animales que
habitan la tierra. Pues esto es lo que Júpiter me
ha revelado.” 9 Es interesante observar el carácter
híbrido del oráculo; la helenización total de la co
lección sólo ocurrirá más tarde, y las profecías
marcianas no pueden dejar de evocar, en los oríge
nes de la colección, el episodio del profeta itálico
Caco, estudiado más arriba.
Desde fines del siglo III a. C., algunas prescrip
ciones de la colección sibilina prueban que las mo
dificaciones que se le introdujeron son sensibles.
Cuando en el año 205 a. C. frecuentes lluvias de
piedras inquietaron a Roma, los Libros recomenda
ron introducir en la ciudad a la Gran Madre del
Ida, de Pesinunte. La prescripción es importante,
pues abre la puerta a un culto oriental que llegará
a ser uno de los mayores cultos de Roma. Tito
Livio reproduce brevemente el carmen que se pare
ce mucho, por su espíritu y estilo, a los carmina
marciana. “Se encontró en los Libros Sibilinos
—escribe el historiador—, un oráculo que dice que
‘si el enemigo originario del extranjero viniera a
guerrear a la tierra de Italia, se lo podría vencer
y arrojar de allí trayendo a la Madre del Ida de
158
Pesinunte a Roma’.” 10 Ahora bien, el oráculo mar
ciano concerniente a la batalla de Cannas contenía
también el término poético y raro de alienigena,
y el que prescribía la institución de los ludi apolli-
nares comenzaba así: “ Romanos, si queréis arrojar
al enemigo. . . ” Esto hace pensar que las modifica
ciones de la colección capitolina eran ya importan
tes, más de lo que los autores antiguos permiten
suponer. Debían haber penetrado en ella muchos
textos oraculares escritos en latín, pero de aspecto
griego, y sin duda algunos escritos en griego.
Mientras que este ritual expiatorio de los prodi
gios cambiaba así de carácter, las medidas que el
Senado tomaba para calmar a los dioses eran igual
mente nuevas. Se continuaba organizando sin duda
la expiación de los prodigios según el procedimien
to tradicional, consulta de los pontífices, de los
Libros Sibilinos y de los arúspices, pero las medi
das recomendadas y adoptadas implican importan
tes innovaciones, como convenía en tal circunstan
cia, puesto que la situación no tenia precedentes. El
movimiento de helenización de la religión romana
se va ampliando, como lo testimonian la consulta
del oráculo de Delfos por Fabio Píctor, la institu
ción de los juegos en honor de Apolo, de los cultos
de Venus Ericina y de Cibeles. Sin embargo, la
resistencia del Senado es todavía firme y los cultos
introducidos desempeñan un papel importante en
la tradición romana concerniente a los orígenes de
la urbs. El templo de Venus Ericina pasaba por
ser obra de Eneas; Cibeles fue identificada con Rea
Silvia, madre de Rómulo y Remo.
¿En qué se transformará el prodigio romano en
el curso de los dos últimos siglos de la República?
Las nuevas necesidades adivinatorias que se abren
paso en el alma romana van a apresurar la modi
ficación de su naturaleza. En ese momento el pro-
159
digio se acerca al presagio y se va a requerir, cada
vez más, su exégesis. La helenización de la vida y
del culto favorece esta tendencia. Sin embargo, esto
no ocurrirá sólo en beneficio de los Libros Sibili
nos, cuyas predicciones son muy vagas y a menudo
continuarán siéndolo. La nueva cuestión, quid
portendat prodigium, qué anuncia el prodigio, se
resolverá sobre todo por obra de los expertos en téc
nicas adivinatorias, los arúspices. Etruria fue con
quistada después de mediados del siglo III a. C., y
se romanizó poco a poco. Se mantuvo fiel a Roma
durante la segunda guerra púnica. Aunque per
sista una desconfianza secreta respecto de los arús
pices, que continuarán reclutándose entre los tos-
canos de alcurnia, ya no se los ve como repre
sentantes de un pueblo enemigo. Así, se los consulta
reiteradamente y proporcionan respuestas a las
cuestiones que los romanos se plantean en ese mo
mento, pero que no saben resolver bien ni los pontí
fices ni los Libros Sibilinos. De este modo se ex
plica que en muchas oportunidades se consulte a los
arúspices al mismo tiempo que a los Libros Sibili
nos. Bastará un ejemplo para esclarecer esta com
petencia nueva.
En el año 172 a. C., la columna rostral que ha
bía sido erigida en el curso de la segunda guerra
púnica sobre el Capitolio, fue abatida por el rayo.
Para expiar el prodigio, el Senado decidió dirigirse
a la vez a los arúspices y a los decenviros: patres
ad haruspices referre et decemuiros adire libros ius-
serunt.11 Los decemuiri ordenan toda una serie de
ceremonias expiatorias, lustratio, supplicatio, sacri
ficios y juegos. No dan ninguna explicación del
prodigio. Todos los ritos fueron cumplidos con
cuidado: ea omnia cum cura facta. Los arúspices
explican a su manera el prodigio y, lejos de consi
derarlo como un signo funesto, según el hábito
160
romano, ven en él un feliz presagio: “ Respondieron
que este prodigio resultaría bien y que anunciaba
una extensión de las fronteras y la aniquilación de
los enemigos. En efecto, los rostros abatidos por
la tempestad provenían de despojos arrebatados a
los enemigos.” Volvemos a estar aquí, de golpe,
en plena mantica etrusca y reconocemos el tipo de
exégesis familiar a los arúspices. Se notará que su
interpretación favorable del prodigio —que contra
riamente a las concepciones romanas puede, como
en este caso, transformarse en un signo feliz— pa
rece oponerse a la respuesta de la colección capi-
tolina. En efecto, la importancia y el número de
ceremonias prescriptas por los decenviros indican
que, desde su punto de vista, el prodigio por pro
curar era grave y amenazador.
El crédito de la adivinación aruspicinal ya no se
desmentirá. Tal es su prestigio, en ese momento,
que en el año 152 a. C., un prodigio en realidad
bastante parecido al que acabamos de referir, pero
interpretado de modo totalmente distinto esta vez
por los adivinos toscanos, acarreó consecuencias
inauditas en la ciudad. Una columna que sostenía
una estatua dorada fue abatida por la tempestad
ante el templo de Júpiter. Esto anunciaba, según
los arúspices, la próxima muerte de magistrados y
sacerdotes de Roma. Los magistrados renunciaron
inmediatamente a sus funciones, si creemos el relato
de Obsecuente.12
A medida que transcurre el siglo i i a. C., la es
tructura misma de la religión romana se modifica
y desmenuza. El ritualismo preciso que correspon
día a la antigua mentalidad latina pierde su pres
tigio a causa de factores nuevos que actúan en otro
sentido. Los progresos del helenismo, la difusión
de la filosofía griega con sus posiciones diversas
que llevan finalmente al escepticismo al romano
161
cultivado, el carácter superficial de la integración
de los mitos helénicos, todo esto contribuye a arrui
nar las antiguas estructuras sin reemplazarlas por
otras nuevas. Y además, las coyunturas históricas
y el contacto con las religiones de Oriente desarro
llan en el individuo necesidades, exigencias desco
nocidas hasta entonces, provenientes de la sensibi
lidad y del corazón. Pero pese a la llamarada
precoz de las Bacanales, pronto reprimidas por el
Senado, no llegó aún la hora en que religiones de
salvación vendrán a responder a ansiedades que
se hacen cada vez más acuciosas.
En este ambiente religioso nuevo e inestable vie
ne a insertarse el prodigio en un mundo adivinato
rio que otorga gran importancia, en ese momento,
a las tradiciones etruscas y griegas. Pero al mis
mo tiempo, el escepticismo creciente de las clases
cultivadas va a hacer de él un instrumento en ma
nos de los ambiciosos, y un instrumento tanto más
precioso cuanto que, transformado a los ojos de la
masa en un signo prefigurativo de un porvenir más
o- menos cercano, podía servir para legitimar por
anticipado, o por lo contrario para arruinar, las
empresas, el otorgamiento de mandos, los poderes.
Pronto se dará un paso más. En una ciudad en la
cual antiguamente los individuos sólo valían en
razón de los servicios que prestaban a la ciudad,
se van desarrollando las ambiciones, se aproximan
y desencadenan las guerras civiles, en las cuales se
enfrentan jefes ávidos de poder. Esto va acompa
ñado por un fenómeno religioso que hemos compro
bado en el mundo helenístico, por el cual· se pone
por encima de las normas, se sobrehumaniza a
hombres excepcionales. En este nuevo carisma que
aureola la figura de los imperatores del siglo I
a. C., el prodigio va a desempeñar naturalmente un
papel, y esto acarreará un desplazamiento de su
162
valor, análogo al que había tenido lugar en las
monarquías helenísticas. Conviene ejemplificar su
cesivamente estos dos puntos.
La entrada del prodigio en la esfera de las riva
lidades políticas puede ilustrarse mediante ejemplos
famosos que datan de la época de los Gracos. En
121 a. C., en el momento culminante del com
bate entablado por Cayo Graco contra los optimates,
éstos difunden entre la multitud romana el rumor
de prodigios que condenan, según ellos, la obra de
su enemigo.13 Cayo Papirio Carbón, triunviro en
el año 121, amigo hasta entonces de Cayo Graco,
dirige la colonización de la nueva Cartago. Pero
traicionando a Cayo y aliado secretamente con el
partido de los optimates, hace llegar a Roma la
noticia de prodigios que habrían ocurrido el año
precedente, cuando Cayo mismo se hallaba en Afri
ca, provocados por su usurpación impía de un
territorio consagrado y prohibido. Afirmaba Car
bón que Cayo vio cómo una violenta borrasca
arrancaba la bandera que estaba haciendo fijar en
tierra sobre el emplazamiento de su fundación. Lue
go, cuando quiso ofrecer el sacrificio ritual, una
nueva tempestad dispersó las entrañas de las víc
timas. Por último, los cipos que servían de. límite
a la nueva colonia fueron arrancados por lobos.
La emoción de la muchedumbre romana es hábil
mente suscitada de esta manera. La explotación
política del terror religioso no se hace esperar.
Se leen ante el Senado las cartas de Carbón y
Cayo se ve así públicamente cargado con la mal
dición divina. Estallan disturbios en la calle, el
senatus consultum ultimum pone a la ciudad en
estado de sitio y Cayo y sus partidarios encuen
tran la muerte combatiendo.
El ejemplo es demasiado bueno como para des
aprovecharlo. Se lo aprovecha, efectivamente, y en
163
el siglo i a. C., el prodigio sirve de arma preferida
en las luchas políticas. No se trata solamente de
rumores hábilmente difundidos entre la multitud.
Los sacerdotes consultados regularmente acerca de
los prodigios observados entran abiertamente en la
liza y sus responsa prescriben o prohíben tal o
cual decisión política. Por supuesto, como la auto
ridad del momento tiene acción directa sobre estos
sacerdotes, ellos favorecen muy naturalmente con
sus respuestas a los que poseen el poder, sea el
Senado, sean los precursores del principado, como
Sila. Nada les costaba a los arúspices, sostenedores
tradicionales del orden establecido, favorecer con
sus predicciones la autoridad del momento; es per
ceptible casi siempre cómo apuntan sus tendencias
antidemocráticas. Constituyen legión los ejemplos
de sus intervenciones desvergonzadas. Recordemos
solamente la siguiente. J. Obsecuente refiere que
en el año 99 a. C.,14 el tribuno de la plebe Sexto
Ticio intentaba hacer votar una ley agraria, pero
encontraba oposición por parte de sus colegas.
Sobrevino un prodigio: dos cuervos se trabaron en
lucha encarnizada en pleno vuelo, sobre la Asam
blea, y se desgarraron mutuamente con sus picos y
sus uñas. Los arúspices interpretaron así el prodi
gio: había que hacer un sacrificio propiciatorio a
Apolo y abandonar el proyecto de ley propuesto.
Ya hemos visto antes (pág. 67) la exégesis
política que los arúspices dieron en el año 56 a. C.,
en ocasión del rumor subterráneo que se perci
bió en el ager latiniensis.
Los guardianes de los Libros Sibilinos no dejan
tampoco de entrar en los conflictos y los oráculos
que ellos encuentran o pretenden encontrar en la
colección sagrada tienen por finalidad evidente ser
vir la causa del Senado o de un hombre. Su nueva
tarea se vio facilitada por la desaparición accidental
164
de la colección sibilina, que se incendió bajo la
dictadura de Sila, el 6 de julio del año 83 a. C., y
fue reconstruida algunos años más tarde, en 76 a. C.
Esta desaparición, en el fondo, resultaba muy opor
tuna. Se había constituido la leyenda sibilina y
Sila mismo, devoto de Apolo, quería pasar por el
hombre de la Sibila. Era pues el momento de que
una nueva colección diera cabida a los vaticinios
de las Sibilas, apropiados para satisfacer los nuevos
gustos por la mantica, adecuados también para dar
a los aspirantes al poder personal el apoyo de las
palabras sagradas puestas por Apolo en la boca de
sus errantes sacerdotisas.
De hecho, la colección se reconstruyó en el año
76 a. C. gracias a una misión enviada a Asia Menor,
a Grecia y a Italia, a la búsqueda de oráculos de
Sibilas. En la época de Sila, el número de sus
guardianes ascendió a quince. Los quindecenviros,
a la manera de los arúspices, van a intervenir am
pliamente en la acción del momento. La poesía
ambigua de las Sibilas no debía hacer difíciles las
transformaciones, las supercherías. Los ejemplos
de la intervención de los quindecenviros en las
luchas políticas son numerosos y célebres. Ocurre
que la aparición de un prodigio amenazador es
causa, como era antes la regla, de la consulta de
los Libros. Pero ni aim esto es necesario y los
guardianes de la colección toman a menudo sobre
sí la misión de revelar el tenor de tal o cual orácu
lo. Dos oráculos célebres y, en cierta medida, de
valor opuesto ilustran la nueva libertad con la cual
se utilizan los Libros. En el año 57 a. C. la co
lumna de Júpiter erigida sobre el monte Albano
es herida por el rayo. Pompeyo soñaba entonces
con ir a reemplazar a Ptolomeo Auleta en el trono
de Egipto. Los enemigos de Pompeyo hacen con
sultar los Libros y éstos revelan que el rey de
165
Egipto no debe ser repuesto sobre su trono por
la fuerza. Inversamente,15 en los idus de marzo,
el quindecenviro Lucio Aurelio Cotta debía anun
ciar él mismo que, según los Libros del destino,
los partos sólo podían ser vencidos por un rey y
que era necesario dar ese título a César.16
Pero el prodigio no va a servir solamente para
secundar o quebrar una empresa, y su explotación
sobrepasa en mucho el interés del momento. Hay
personajes ambiciosos que se proponen alcanzar el
poder personal que sólo se establecerá definitiva
mente con el principado de Augusto. Aunque no
siempre nos es posible discernir en qué medida ac
túan con convicción o por impostura, es evidente
no obstante que se ingenian en desarrollar en la
multitud la creencia en su cárisma, en sus cualida
des misteriosas y sagradas, que los hacen prote
gidos de los dioses y fundamentan su derecho al
poder. Y por supuesto el prodigio, signo brutal y
concreto de la intervención divina, sirve de prueba
evidente de tal carisma. Encontramos aquí en
la Roma del siglo i a. C. y del Imperio, un proceso
análogo al que hemos comprobado en el mundo
griego, a partir de Alejandro. Hay que notar, sin
embargo, que existen diferencias apreciables entre
el mundo helénico y el romano: el carisma del
imperator del siglo i a. C., luego el del emperador
protegido por los dioses pero no dios él mismo,
por lo menos mientras vive, no es el del soberano
helenístico en el cual la multitud creía ver al dios
viviente.17 El carisma romano reposa sobre cierto
número de tradiciones antiguas, propias de Roma,
sobre la concepción y el culto del genius indi
vidual, sobre el poder sagrado del general vic
torioso, provisto del imperium y saludado ritual
mente por sus tropas, sobre el aura sagrada que
rodea a los sacerdocios más venerables de Roma,
166
el augurado y el pontificado, cuyos símbolos con
cretos adornan a porfía las monedas de los candi
datos al poder, desde Sila hasta Octavio. De este
conjunto de nociones sabiamente utilizadas y reuni
das, nace la virtud de felicitas, suerte que sobrepasa
la medida humana y tiene caracteres divinos.
Pese a estos rasgos propios que era necesario
recordar, y que explican algunos aspectos del cul
to imperial, el prodigio sirve de modo admirable en
Roma, exactamente igual que en el mundo helenís
tico, para justificar las pretensiones de aquellos
que se proponen lograr una dominación universal, o
de quienes la lograron. Detrás de los relatos difun
didos por los interesados o por su séquito, detrás
de las exégesis de los adivinos etruscos, se encuen
tran frecuentemente modelos helenísticos. ¿Dónde
estaba la sinceridad, dónde la impostura? Hay que
discernir según los hombres, según los casos, y son
necesarios estudios de detalle para intentar una
decisión. Ya Escipión el Africano, que gustaba de
encerrarse solitario en el templo capitolino, se com
placía en hacer creer que su madre, como Olimpia,
madre de Alejandro, lo había concebido de Júpiter,
metamorfoseado en serpiente.18 Luego de él, no des
apareció el tema del nacimiento milagroso; Cayo
Graco sugiere que el suyo no fue distinto.19 En
cuanto a Sila, el aura de felicitas, de suerte sobre
humana en que se envuelve, encuentra uno de sus
fundamentos en los prodigios que lo rodean y exal
tan su persona. Ya en el año 90 a. C., en el curso
de una de sus campañas militares en Italia, una
llama se elevó de la tierra entreabierta y los arús
pices que lo acompañaban encontraron una clara
explicación del fenómeno: un hombre de cabellos
claros (Sila era rubio) se elevaría, como el fuego
milagroso, hasta el cielo.20 Más tarde, apareció
una corona de laurel, símbolo de su victoria, sobre
167
el hígado de una víctima que él sacrificaba.21 Así,
podía presentarse sin temor como el favorito de los
dioses y los signos que éstos le habían enviado
presagiaban y garantizaban sus victorias.
Este valor sagrado de la persona del jefe se im
pone con una fuerza acrecentada, primero con la
dictadura de César y luego con el Imperio. Los
presagios y prodigios —que iban entonces a la
par y no se distinguían ya sino por su fuerza sig
nificativa— contribuyeron notablemente a conso
lidar la creencia de la multitud en el carisma de su
jefe. César se vio naturalmente rodeado por los
signos del favor celeste. Sin embargo, ningún pro
digio de tipo oriental (concepción por obra de un
Dios, nacimiento saludado por prodigios asombro
sos) señala su concepción, su nacimiento, y luego
su ascención al poder. Pero tenía un caballo ex
traordinario, cuenta Suetonio, cuyos pies se pare
cían a los de un hombre. Este caballo había nacido
en su casa y los arúspices interpretaron que tal
hecho anunciaba para él el Imperio del mundo.
César fue el único en montarlo e hizo erigir su
estatua ante el templo de Venus Génitrix.22 Se tra
ta, por supuesto, de la reaparición de la leyenda
de Bucéfalo. En circunstancias cruciales de su vida,
aparecen en el momento preciso deorum ostenta,
destinados a guiar su conducta, por ejemplo cuando
duda en atravesar el Rubicón. En esa oportuni
dad surgió un hombre de talla y belleza extraordi
narias, tomó una trompeta y, tocando al ataque,
atravesó el río. César escuchó la advertencia divina
y su famoso iacta alea est hizo olvidar la exclama
ción que precedía y que legitimaba la acción por el
prodigio aparecido: “Vamos — dijo César— adonde
nos llaman los prodigios de los dioses y la injusti
cia de los hombres.” 23
168
La utilización política del prodigio contribuyó
no poco a apartar a los pensadores de la creencia
en el valor sagrado de la adivinación. La influen
cia de la escuela estoica, que admite la realidad de
la mantica, no detuvo este movimiento de desapego.
Pese a su propia amistad por Posidonio, represen
tante del Pórtico Medio, Cicerón en su obra De
diuinatione muestra un total escepticismo respecto
de los diversos procedimientos adivinatorios. Y si
su hermano Quinto se encarga de representar en el
diálogo el punto de vista tradicional, Cicerón, por
su parte, no ve en la adivinación nada que esté
realmente fundamentado. Su severidad, que se apo
ya sobre un racionalismo justificado, no se mitiga
ante la contemplación de los abusos que ocasionaba
el tratamiento de los presagios y de los prodigios.
Por otra parte, había desaparecido desde mucho
tiempo atrás el sistema anual de la procuración de
los prodigios, y este sistema de derecho sagrado,
tan característico de la mentalidad religiosa roma
na, se había dislocado sin duda a fines del si
glo Il a. C. Esta dislocación no se explica solamente
por la incredulidad creciente, como cree Tito Livio,
que en una frase célebre y magnífica comprueba,
no sin cierta añoranza de las cosas pasadas, que
en su época se ha perdido el hábito de anun
ciar públicamente los prodigios y de consignarlos
en los anales.24 La desaparición de la Tabula Pon
tificis contribuyó a este desafecto. Pero sobre todo
—y esto Tito Livio no podía comprenderlo bien, y
los autores modernos, a su vez, no se dieron cuenta
de ello— , ya no era viable un sólido procedimien
to de expiación de los prodigios, pues éstos ha
bían tomado un aspecto helenístico y, lejos de
ser el signo constante de la cólera de los dioses,
podían resultar tanto favorables como funestos, al
anunciar a la ciudad su porvenir o consagrar el
169
carisma de su jefe. Por lo tanto, ni siquiera los
emperadores más apegados a la tradición, como
Augusto o Claudio, intentaron hacer revivir siste
máticamente una costumbre que sólo se entendía
en una esfera adivinatoria diferente, que en ese
momento se hallaba abolida.
A principios del Imperio se ubican algunas refor
mas que interesan al dominio que nos ocupa. Augus
to, que se presenta en sus Res Gestae comn el res
taurador de la religión nacional, no se propuso
resucitar la procuratio de los prodigios de antaño,
pero seguía siendo sensible a las diversas adverten
cias formuladas por los dioses, auspicios, presagios
y prodigios. Basta releer a Suetonio para compro
bar en qué medida “ los presagios, sea antes del
nacimiento [de Augusto], sea el día mismo en que
nació, sea luego, hicieron prever y revelaron su
grandeza futura y su felicidad constante” .25 Esta
mos, como se ve, en plena esfera carismática. Pero
los vínculos de Augusto con el pasado de Roma
se manifiestan en su actitud respecto de los Libros
Sibilinos. Estos vínculos no le impidieron, según he
mos dicho, cambiar de lugar la colección capitolina.
Augusto, que era devoto de Apolo, dios que le había
asegurado la victoria en Accio, le hizo construir un
templo sobre el Palatino, cerca de su propia casa,
y le confió la custodia de los Libros Sibilinos, aun
que éstos se habían conservado desde hacía cinco
siglos en el santuario del Capitolio. De este modo,
el emperador manifiesta de manera patente el carác
ter apolíneo que tenía entonces la colección, funda
mentalmente transformada desde sus lejanos orí
genes. Pero muestra también una desconfianza bien
romana respecto de las profecías incontroladas. Se
gún Suetonio, cuando llegó a ser gran potíñce hizo
reunir todo lo que podía circular en materia de
libros proféticos, griegos o latinos, en total más de
170
dos mil volúmenes (cifra que es enorme), y los hizo
quemar, conservando sólo los labros Sibilinos, y
esto después de haber hecho una selección entre
ellos. Luego los encerró en dos compartimientos
situados bajo la estatua de Apolo Palatino. El
hecho es significativo. El sibilismo greco-oriental,
anunciador de la realeza, favorece al nuevo régimen,
pero el princeps no parece acordarle una confianza
sin límites y sólo lo admite después de un estricto
control.
Tiberio actúa de la misma manera y desconfía de
los oráculos que se ornaban con el nombre prestí·
gioso de la Sibila y que estaban difundidos entre
la multitud.26 La colección permanecerá inmutable
hasta el fin del paganismo y escapará a las llamas
que aniquilarán el santuario de Apolo en el año
363 de nuestra era. La importancia que tuvo bajo
el Imperio, desde el reinado de Augusto, la señala
un oráculo conservado por Zósimo,27 curiosamente
impregnado de creencias milenaristas etruscas, que
prescribió la celebración de juegos seculares en el
año 17 a. C. La presencia benéfica de la colección,
que los romanos seguían sintiendo, sólo se mani·
fiesta esporádicamente bajo el Imperio. Hay que
notar que el último prodigio de Estado que nos
señalan los textos, y que ocurrió en el año 262 a. C.,
bajo el reinado de Galieno, fue procurado gracias
a una prescripción de los Libros Sibilinos.28 No
se había olvidado completamente entonces, pese al
transcurrir de los siglos, el destino primero y esen
cial de la colección.
En cuanto al prestigio de los arúspices, no dismi
nuye bajo el Imperio sino todo lo contrario. Los
emperadores los necesitan constantemente, sea para
expiar prodigios amenazadores, para hacer la exé-
gesis de omina o de prodigia relativos a su destino,
171
o, en fin y sobre todo, para continuar averiguando
la voluntad del dios mediante el examen de las entra
ñas de las víctimas. Claudio, que continuó la polí
tica religiosa de Augusto y de Tiberio y supo reor
ganizar ciertos cultos oponiéndose a las novedades
que juzgaba temibles, organizó el orden de los arús
pices en el año 47 de nuestra era. En un célebre
discurso pronunciado ante el Senado y que conoce
mos por una página de Tácito y, fragmentariamen
te, por la famosa inscripción llamada Tabla de
Lyon, hizo el elogio de estos sacerdotes de la aris
tocracia etrusca que habían salvado a menudo, se
gún él, a Italia, y de los cuales el Estado romano
tenía la más grande necesidad.29 La historia de los
arúspices bajo el Imperio es interesante y compleja,
ya que los emperadores tuvieron arúspices agrega
dos a sus personas, pero desconfiaban de sus
consultaciones privadas y de sus predicciones. Ale
jandro Severo instituyó en Roma cátedras de arus-
picina. Lo que nos interesa es ver que aun en la
época del Alto Imperio, están encargados de expiar
graves prodigios, tales como el rayo que había caído
sobre un templo o temblores de tierra.30 Según
los escritores de la Historia Augusta, siguieron sien
do los grandes expertos de la exégesis de los pre
sagios y de los prodigios carismáticos. Así se nos
presentan, en el suelo italiano, como los técnicos
del prodigio, durante una duración increíblemente
larga, desde la Roma de los Tarquinos hasta el fin
del paganismo. Tuvieron que responder en Roma
a preocupaciones y cuestiones diversas según las
épocas, pero su autoridad sólo sufrió un eclipse
cuando las guerras con Etruria hicieron de ellos
enemigos de la urbs. Lo más asombroso, sin duda,
es ver cómo en el año 408 de nuestra era se com
prometen a atraer mágicamente el rayo para pro
teger a Roma contra Alarico.31 Aparece de nuevo
172
aquí el haruspex fulgurator, hacedor de prodigios
en la antigua Etruria.82 Este aspecto del arte arus-
picinal atrajo naturalmente el interés y el favor
de todos aquellos que, bajo el Imperio, se entre
gaban a la magia, la alquimia, la teúrgia, a todas
esas formas de una pseudociencia que creía poder
realizar lo imposible mediante coerción ejercida
sobre los dioses. Sería un interesante tema de es
tudio seguir el desarrollo, bajo el Imperio, de esa
creencia en la producción del prodigio por obra
de hombres privilegiados. Tal creencia obtuvo una
parte de su fuerza de cultos orientales como el
egipcio, en el cual el ritual ceremonial y la ma
gia no se distinguían. Ya en el siglo I de nues
tra era, Apolonio de Tiana, que vivía en la época
de los Flavios, pasaba por ser un extraordinario
hacedor de prodigios.
Pese al papel eminente que desempeña el prodigio
en la religión romana, el arte de Roma sólo le
asignó un papel moderado en sus representaciones.33
Sin embargo, aparecen en los documentos figurados
dos tipos de prodigios, naturalmente favorables: los
carismáticos, que consisten esencialmente en la apo
teosis de emperadores arrebatados, luego de su
muerte, por águilas que se los llevan al cielo y a la
morada de los dioses, y los sobrevenidos en el curso
de guerras que las legiones libraban contra los bár
baros. El prodigio figurado sirve así para ensalzar
al emperador mismo o a sus tropas, y esto está
muy de acuerdo con el genio mismo de Roma. El
tema de la apoteosis del emperador divinizado se
halla ampliamente ilustrado31 en el arte romano.
La escena más célebre es la que adorna la base de
la columna elevada a la memoria de Antonino Pío
por sus hijos Marco Aurelio y Lucio Vero, base
que se encuentra en uno de los patios del museo
del Vaticano. Se ve en ella la imagen de Antonino y
173
eu esposa Faustina, que suben al cielo arrebatados
por un genio alado y por dos águilas.88
Por otra parte, dos de los monumentos más céle
bres y hermosos de la antigua Roma, la columna
trajana y la aureliana, conservan sobre su mármol
el recuerdo de tres prodigios que vinieron en ayuda
del ejército romano que luchaba fuera de sus fron
teras contra los bárbaros. En la columna trajana,
está representado Júpiter mismo que lanza el rayo
sobre una tropa de dacios que combaten contra los
soldados romanos.36 La columna aureliana com
prende dos episodios del mismo género. Sobre un
primer bajorrelieve, el rayo viene a dar sobre una
máquina de guerra erigida contra un campamento
romano. Según los textos, este rayo benéfico fue
atraído por las plegarias de Marco Aurelio que,
sobre el friso esculpido, asiste a la escena.37 Un
poco más lejos, sobre el mismo friso esculpido, se
encuentra el famoso episodio de la lluvia milagrosa.
Una figura alegórica de viejo, con barba y cabe
llera chorreantes, deja caer una lluvia providencial
sobre las legiones, abrumadas entonces por la se
quía y la sed; pero la misma lluvia, torrencial,
arrastra entremezclada entre sus ondas a la tropa
enemiga de los cuados, bárbaros de Moravia con
tra los cuales se hallaban en campaña los romanos.
Los dos prodigios de la columna aureliana se sitúan
en el año 172, más de medio siglo después de la
intervención de Júpiter fulgurante en apoyo de las
legiones de Trajano.88
Estas tres representaciones, independientemente de
la importancia que revisten por la composición
de las escenas y por su valor estético, tienen un vivo
interés desde el punto de vista que nos ocupa. El
arte antiguo fue siempre muy reservado en la ilus
tración de ese fenómeno sagrado por excelencia
que es el prodigio. Pero el arte romano, acorde con
174
el temperamento mismo de este pueblo, se hizo his
tórico y los frisos esculpidos que corren en espiral
en torno del fuste de las columnas trajana y aure-
liana, y cuentan en detalle las grandes expediciones
de Trajano en Dacia y de Marco Aurelio en Ger
mania, no podían por supuesto dejar de otorgar un
lugar a estos episodios ilustres, en el curso de los
cuales los dioses mismos habían aportado un apoyo
eficaz a los ejércitos de Roma. Y además este tipo
de prodigio favorable no podía suscitar espanto ni
terror en el alma del espectador, como hubiera ocu
rrido en el caso de prodigios funestos, completamen
te ausentes en el arte antiguo.
En segundo lugar, debemos observar que dos de
estos tres prodigios son provocados: el rayo de la
columna aureliana es atraído por las plegarias del
emperador mismo, que toma así un aspecto de tau
maturgo; 39 la lluvia milagrosa se produce por
obra de un sacerdote egipcio, Harnuphis, que sus
citó la intervención del gran dios egipcio Thot,
asimilado en Occidente a Hermes-Mercurio. Henos
aquí de golpe en esta esfera teúrgica que caracteri
za tantos ambientes religiosos del Imperio. Es con
cebible la importancia que podía tener para la popu
laridad, sea del emperador, sea de una religión
oriental como la egipcia, la presentación perma
nente a la masa romana de prodigios de este género.
El milagro obtenido mágicamente se transformaba
en la prueba flagrante del carisma imperial y de
la elevada verdad de un dogma y de un culto.
Sería apasionante, por último, examinar en deta
lle la posición de los escritores romanos respecto
de los prodigios. Hemos evocado la actitud de Tito
Livio y de Cicerón. Bajo el Imperio, las posiciones
son diversas y van desde la gran reserva de un Tá
cito a la credulidad de un Suetonio. Puede juzgarse
acerca de la amplitud del campo de esta investiga
175
ción, si se piensa que en diez años dos extensas
disertaciones alemanas tomaron como único tema
Tácito y los prodigios.40 Para terminar este libro
basta recordar que la literatura latina, tal como la
griega, extrajo efectos grandiosos de la descripción
de prodigios que afectaban a la ciudad y trastor
naban el universo. Para los poetas, esta interven
ción de lo sagrado en la vida profana tenía algo
de grande, de terrorífico, de épico, y el sentido cós
mico de los grandes visionarios no podía dejar de
impresionarse por este desarreglo brutal del cosmos,
suscitado por los dioses a los que indignaba la im
piedad del hombre, la presencia sobre la tierra de
una mácula no lavada o la desaparición de un héroe.
Permítaseme pues citar en traducción los admira
bles versos del Edipo rey, en los cuales el sacer
dote de Zeus describe a Edipo el prodigio terro
rífico que se ha abatido sobre Tebas, la peste, que
no cesará antes que la ciudad sea liberada de su
mácula, todavía desconocida para todos; y el pasaje
épico de las Geórgicas que describe al universo en
estado de duelo después de la muerte de César:
“ Tebas, en efecto, como tú mismo lo ves, se halla
rudamente sacudida hoy y no puede levantar la
cabeza del abismo, sumergida en un oleaje cruento;
y perece en los gérmenes fecundos de la tierra, pere
ce en los ganados que pastorean, en los abortos esté
riles de las mujeres. El dios que trae los fuegos de
la fiebre se ha desencadenado y devasta la ciudad.
Es la peste temible que despuebla la morada de
Cadmo y el sombrío Hades se enriquece con nues
tros gemidos y con nuestros llantos.” 41
“ ¿Quién se atrevería jamás a llamar impostor al
sol? Sí, es él quien nos advierte a menudo que per
turbaciones ocultas nos amenazan y que fermentan
en secreto la traición y las guerras. Sí, es él quien se
compadeció de Roma cuando César se extinguió,
176
cubriendo su cabeza brillante con una capa de
sombría herrumbre, y haciendo temer una noche
eterna a una generación impía. Además, en esa épo
ca, también la tierra y las llanuras del mar, así
como las perras de mal augurio y los pájaros sinies
tros, dieron presagios. Cuántas veces vimos el Etna
cubierto por un remolino de fuego que se difundía
hirviendo por sobre las tierras de los Cíclopes,
después de haber quebrado sus hornos, y hacía ro
dar globos de fuego y rocas licuadas. A través de
la Germania se oyó un ruido de armas por toda la
extensión del cielo; los Alpes temblaron con sacudi
das desconocidas. Se oyó por todas partes una voz
en el silencio de los bosques sagrados, una gran
voz. Aparecieron fantasmas de una palidez asom
brosa al acercarse las tinieblas nocturnas, y habla
ron animales, indecible prodigio. Se detuvieron los
cursos de agua y las tierras se entreabrieron, el
marfil afligido llora en los templos y el bronce se
cubre de sudor.. . ” 42
Así como el prodigio desempeñó un gran papel
en la vida religiosa de las ciudades antiguas, sobre
todo en Etruria y en Roma, fue también fuente de
visiones poéticas de una emoción y un poder dramá
tico inigualados. Y yo creo que nada puede hacer
comprender mejor que los cuadros épicos de un
Sófocles o de un Virgilio, la resonancia que el
prodigio tuvo en el alma de los antiguos.
177
INotas
178
10. Tito Livio, XXIX, 10, 4: duitatem eo tem
pore repens religio inuaserat inuento carmine in
libris sibyttinis propter crebrius eo anno de caelo
lapidatum inspectis “ quandoque hostis alienigena
terrae Italiae bellum intulisset, eum pelli Italia uin-
cique posse, si Mater Idaea a Pessinunte Romam
aduecta foret” .
11. Tito Livio, XLII, 20, 2.
12. Obsecuente, 18.
13. Cf. Plutarco, Caius Gracchus, XI, y J. Car-
copino, Autour des Gracques, Paris, 1928.
14. Obsecuente, 46.
15. Dión Casio, XXXIX, 3.
16. Suetonio, Diuus Julius, 79.
17. Cf. sobre esta importante cuestión, los libros
ya citados de F. Taeger y Cerfaux-Tondriau.
18. Tito Livio, XXVI, 10.
19. Cf. J. Carcopino, Autour des Gracques, Pa
rís, 1928, pág. 67 y sigs.
20. Plutarco, Sila, VI, 9.
21. Ibid., XXVII, 16.
22. Suetonio, Diuus Iulius, LXI.
23. Suetonio, ibid., XXXII: Eatur, inquit,-quo
deorum ostenta et inimicorum iniquitas uocat. lacta
alea est.
24. Tito Livio, XLIII, 15, 1: non sum nescius
ab eadem neglegentia qua nihil deos portendere
uolgo nunc credant neque nuntiari admodum nulla
prodigia in publicum neque in annales referri.
25. Suetonio, Diuus Augustus, XXXI. Según una
nueva interpretación, los bajorrelieves del famoso
vaso de vidrio de Portland que se encuentra en
el British Museum desde 1945, representarían la
unión durante el sueño, en presencia de diversos
179
Dioses, de Atia, madre de Augusto, con Apolo,
metamoríoseado en serpiente. El vaso, que data de
la época claudiana, ilustraría entonces la filiación
divina del fundador del Imperio. Cf. Erika Simon,
Die Portland Vase, Mainz, 1957.
26. Tácito, Annales, VI, 12.
27. Zósimo, II, 1, 4. Cf. H. Diels, pág. 127 y
siguientes.
28. Hist. Aug., Calieno, V, 2-3, 5.
29. Tácito, Annales, XI, 15. Cf. el artículo de
J. Heurgon sobre el orden de los arúspices, en
Latomus, 1953.
30. Tácito, Armales, XIII, 24.
31. Cf. Zósimo, V, 41.
32. Fulgurator tiene un sentido doble. Significa
intérprete de rayos, fulgurum interpres, o el que
los lanza. En el primer sentido, aparece en el De
diuinatione, II, 109, donde la enumeración et
haruspices et fulguratores et interpretes ostento
rum. .. recuerda la tripartición de la adivinación
toscana y su arte de interpretar las entrañas de las
víctimas, los rayos y los prodigios. Cf. supra, pá
gina 62. Cf. también, para el mismo uso de fulgu
rator, Nonio, 63, 19 y Servio, Ad Aen., 3, 359. El
segundo sentido, “ que lanza el relámpago, el rayo” ,
corresponde muy bien al valor del sufijo. La pala
bra se aplica a Júpiter, señor de los rayos. Cf. Apu-
leyo, De mundo, 37, Iupiter dicitur et fulgurator et
tonitrualis et fulminator, etiam imbricitor et item
serenator, “ el que hace el relámpago, el trueno, el
rayo, la lluvia y el buen tiempo” . Fulgurator y ful
minator tienen un sentido muy parecido: el primer
término se aplica propiamente al relámpago y el
segundo al rayo, y ambos son deverbativos, uno
de fulgurare y el otro de fulminare. Para fulgurator
180
hay dos glosas explicitas, CGL. 3, 290, 13 y 3,
509, 23: astrapeus fulgurator.
Según lo dicho, el arúspice-mago que desde co
mienzos de la historia de Etruria hasta fines del
Imperio Romano se encargaba de atraer el rayo,
sólo podía llamarse fulgurator. Esta observación
tiene notable importancia para la interpretación
de la famosa inscripción bilingüe, etrusco-latina,
de Pésaro (reproducida en M. Pallottino, Testimo
nia linguae etruscae, Florencia, 1954, en el n9 697).
Aunque la interpretación y aun la lectura del texto
etrusco son materia de discusión (cf. la bibliografía
en L. Deroy, “ A propos du nom étrusque de l’ha
ruspice” , Latomus, XV, 1956, fase. 2, pág. 206 y
siguientes; en el reciente Congreso del Instituto de
Estudios Etruscos e Itálicos, en Orvietto, en mayo
de 1962, M. Lejeune presentó una interesante comu
nicación acerca de la redacción del texto etrusco),
no ocurre lo mismo con el texto latino [L(ucius)
Ca]fatius L(ucii) f(ilius) Stfellatina tribu) ha-
ruápe[%] fulguriator. Todos los exégetas entendie
ron haruspex fulguriator como “ arúspice intérprete
de rayos” . Así M. Pallottino, en su Etruscologia3,
1955, pág. 216, escribe: “ fulguriator, cioé inter
prete dei fulmini” . Pero fulguriator, deverbativo de
fulgurire y sinónimo exacto de fulgurator, puede
también significar “ que atrae el rayo” , y esta inter
pretación me parece, a decir verdad, en el caso de
la inscripción de Pésaro más satisfactoria que la
precedente, pues si la inscripción pone de relieve
la cualidad de fulguriator de L. Cafatius, y el tér
mino está grabado, solo, en el centro de la segunda
línea del texto, es sin duda porque se trata de un
poder raro y muy adecuado para impresionar los
espíritus, y no de una simple aptitud para el arte
de la adivinación. Esta interpretación puede llevar
181
Bibliografía
Primera parte
El prodigio en el mundo helénico
184
Disertaciones concernientes al prodigio
Stein, P.: Τέρας, Dies. Marburgo, 1909.
Steinhauser, Κ.: Der Prodigienglau.be und das Prodigien-
wesen der Griechen, Dies. Tübingen, 1911.
Segunda parte
El prodigio en el mundo etrusco
185
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en Historia, vol. VI, enero 1957, cusd. I, pág. 123 y sigs.
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Pallottino, M.: “La religione degli Etruschi”, en Reli
gioni del Mondo, colección dirigida por N. Turcbi,
2’ ed., 1950, pág. 313 y siga.
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1889.
Thulin, C. 0 .: Die etruskische Disciplin. I: Die Blitzlehre,
Goteborg, 1906; II: Die Haruspicin, Goteborg, 1909;
III:. Die Ritualbücher. Zur Gesckichte and Organisa
tion der Haruspices, Gôteborg, 1909.
Estudios particulares
186
Piganiol, A.: “ Sur le calendrier brontoscopique de Nigidius
Figulus”, en Studies in Roman economic and social
History in honour of Allan Chester Johnson, Princeton,
1951, pág. 79 y siga.
— “Les Etrusques, peuple d’Orient”, en Cahiers <fHistoire
mondiale, voL I, n9 2, octubre 1953, pág. 328 y rige.
Weinstock, Stefan: “C. Fonteius Capito and the libri
Tagetici” , en Papers of the British School at Rome,
vol. XVIII (nueva serie, voL IV ), 1950, pág. 44 y sigs.
— “ Libri fulgurales”, en Papers of the British School at
Rome, voL XIX (nueva serie, voL V I), 1951, pág. 122
y «g*·
Tercera parte ,,
El prodigio en el mando romano'
187
Monografías y estudias particulares
El prodigio romano
Articulo “ Prodigium” en Real-Encyclopedie de Pauly-
Wissowa-Kroll, XXIII, 2, de Paul Handel, coi. 2283 a
2296, artículo de fecha reciente (1959) pero de biblio-
grafía insuficiente y carente de originalidad.
Sobre el prodigio romano y el culto del soberano cf. las
obras citadas arriba, de Fr. Taeger y de L Cerfaux y
J. Tondriau.
Aumüller: Das Prodigium bei Tacitus, Diss. Frankfort,
1948.
Besnier, M.: L’île tibérine dans ΓAntiquité, Bibl. des Eco
les françaises d’Athènes et de Rome, 87, 1902.
Bloch, R.: “Les prodiges romains et la “ procuratio prodi
giorum” , en Mélanges de Visscher, te. 2-3 (1949) de la
Revue internationale des Droits de l’Antiquité, pági
nas 120-131.
Kroger, H.: Die Prodigien bei Tacitus, Diss. Munster, 1940.
Luterbacher, Fr.: "Der Prodigienglaube und Prodigienstil
der Rômer”, en Beilage zum Jahresbericht liber dos
Gymnasium in Burgdorf, Burgdorf, 1880.
Thulin, C O.: “ Synonima quaedam latina (prodigium, por
tentum, ostentum, monstrum)” en Commentationes phi-
lologicae in honorem Iohannis Paulson, Goteborg, 1905.
Wiilker, L.: Die geschichtliche Entmcklung des Prodigien·
toesens bei den Rômern; Studien zur Geschichte und
Überlieferung der Staatsprodigien, Dise. Leipzig, 1903.
188
Normas seguidas para la transliteración
de palabras en griego
Observaciones
189
2 El signo — colocado sobre una vocal, sola o
en diptongo, indica que su duración era “ larga” .
Lo empleamos, salvo razón especial, sólo en las
vocales de timbre e y o “largas” , que en el alfa·
beto griego tienen un signo (η,ω) distinto de la
e y o “breves” (ε,ο).
' 3 Los grupos Ξι, ei, oi representan loe diptongos
griegos con primera vocal larga, que en la mayoría
de las ediciones modernas se escriben ?,η,φ.
4 En los textos griegos se emplean tres signos
de “ acentuación” , que marcan los distintos tonos
o acentos de altura, pero en la pronunciación con
vencional se articula un solo acento, de intensidad,
cualquiera que sea el signo de tono. Por esta ra
zón, hemos optado por emplear solamente el acento
castellano ('). Lo escribimos o no siguiendo las re-
’ . glas del acento gráfico español. Ejemplos: pólemos
(πόλεμος), philo (φιλώ), demos (δήμος).
5 En los textos griegos el signo de acento se es
cribe sobre la segunda vocal del diptongo de dos
vocales breves (πολλοί), pero el tono recaía sobre
la primera vocal. Así lo indicamos en nuestra
transliteración (pollói).
6 El signo o colocado sobre una vocal inicial no
correspondía a ningún fonema (como la h espa
ñola) . Por ello no lo transcribimos. En cambio el
signo c representa una laringal fricativa sorda
(Aall en inglés) y lo representamos con h.
7 Utilizamos los mismos signos de puntuación que
en español.
190
Caracteres Caracteres
en la Articulación ( cuando
griego· transliteración difiere de la española)
a a
t b
T g siempre oclusiva sonora, como
en guerra, guiso
B d
c e
■t ζ grupo d z (oclusiva dental y
sibilante sonoras)
η e
Θ th semioclusiva
1 1
K k
λ 1 dos l no representan una ü es
pañola sino la misma conso
nante en sílabas distintas (ita
liano <U4ora)
μ m
y n
ξ X grupo k s (oclusiva palatal y
sibilante sordas)
0 0
X P
e
PjP r
σ,ς 8
τ t
υ ü u francesa o ü alemana
9 ph semioclusiva
Ζ kh semioclusiva
R. A. E. J. P.
Este libro es versión castellana de Les prodiges
dans Fantiquité classique, publicado en el año
1963 por Presses Universitaires de France, Pa
ris. Esta edición ha estado a cargo de Eduar
do J. Prieto. Diseño gráfico: Norberto Cóppola.