Sortilegio - Clive Barker
Sortilegio - Clive Barker
Sortilegio es, sin duda, un triunfo de la narrativa fantástica, una aventura, una
pesadilla y una promesa.
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Clive Barker
Sortilegio
ePUB v1.0
GONZALEZ 17.03.12
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Título original: Weaveworld
Traducción de Roger Vázquez de Parga
© 1987, Clive Barker
Portada adaptada: preferido
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LIBRO PRIMERO
EN EL REINO DEL CUCO
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PRIMERA PARTE
Homero,
La Odisea
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I. VOLVIENDO A CASA
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ciudad. Es un empleo que no le produce el menor placer, pero la posibilidad de
escapar de la ciudad en la que ha vivido durante toda la vida parece más lejana que
nunca desde la muerte de su madre, lo que podría explicar la expresión de cansancio
que se advierte en su bien formado rostro.
Se aproxima a la puerta del palomar, la abre, y en ese momento —por falta de
otro mejor— esta historia adquiere alas.
Cal le había dicho a su padre repetidas veces que la madera de la parte inferior de la
puerta del palomar se estaba echando a perder, solamente era cuestión de tiempo que
los tablones se pudrieran del todo y facilitaran así el acceso hasta las palomas a las
ratas que vivían y engordaban a lo largo del tendido de la vía. Pero Brendan Mooney
había demostrado muy poco o ningún interés en sus aves de carreras desde la muerte
de Eileen. Y esto a pesar de que, o quizá precisamente ésa era la causa, los pájaros
habían sido la pasión permanente de Brendan en vida de ella. ¿Cuántas veces había
oído Cal quejarse a su madre de que Brendan pasaba más tiempo con sus preciosas
palomas que dentro de la casa?
Ahora no habría tenido de qué quejarse; ahora el padre de Cal se pasaba la mayor
parte del día sentado ante la ventana de la parte de atrás, con la vista fija en el jardín y
contemplando cómo la maleza iba acabando inexorablemente con el experto trabajo
de su esposa, como si hallase en aquel espectáculo alguna clave para poder borrar de
modo semejante el dolor que sentía. Había, sin embargo, pocas señales de que su
padre estuviera aprendiendo mucho con aquella vigilancia. Cada día, cuando Cal
regresaba a la casa de la calle Chariot —una casa que había decidido abandonar para
siempre hacía un lustro, pero a la cual se había visto obligado a regresar a causa de la
soledad de su padre—, le daba la impresión de encontrar a Brendan un poquito más
pequeño. No encorvado, sino encogido de algún modo, como si hubiese decidido
ofrecer el menor blanco posible a un mundo que de pronto se había vuelto hostil
hacia él.
Cal murmuró un saludo a las casi cuarenta aves que había en el palomar, y luego
entró; se encontró con una escena llena de agitación. Todas las palomas menos unas
cuantas volaban, al borde de la histeria, de un lado para otro dentro de las jaulas. Cal
se preguntó si habrían encontrado ratas. Inspeccionó el lugar en busca de
desperfectos, pero no había ningún signo visible de nada que hubiese podido producir
aquel furor.
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Nunca las había visto tan excitadas. Durante medio minuto se quedó de pie,
completamente perplejo, contemplando aquella exhibición y aquel aleteo que hacían
que la cabeza le diera vueltas, antes de decidirse a entrar en la jaula más grande y
sacar de aquella mélée, en previsión de que se hicieran daño ellas solas, a ciertas aves
a las que les habían concedido algún premio.
Alzó el pestillo de la jaula, y no había tenido tiempo de abrirla más de dos o tres
centímetros cuando una de las campeonas del año anterior, un macho normalmente
sosegado y que era conocido, como todas las demás palomas, por su número —el 33
—, escapó volando por la abertura. Sorprendido por la rapidez con que se había
aproximado el ave, Cal soltó la puerta, y en los segundos que transcurrieron entre el
momento en que sus dedos soltaron el pestillo y aquel otro en que volvió a cogerlo,
33 ya se había escapado.
—¡Maldito seas! —gritó Cal maldiciéndose a sí mismo tanto como al pájaro, pues
había dejado entreabierta también la puerta del propio palomar; pero sin importarle
en apariencia el daño que podía causarse a sí mismo en aquella tentativa 33 ya se
dirigía hacia el cielo.
En los pocos instantes que tardó Cal en volver a echar el pestillo de la jaula, el
ave pasó por la puerta y se alejó. Cal se lanzó tambaleante en su persecución, pero
cuando consiguió volver a salir al aire libre 33 ya estaba revoloteando por encima del
jardín. Al llegar a la altura del tejado, la paloma trazó tres círculos, cada uno mayor
que el anterior, como orientándose. Luego dio la impresión de que había fijado su
objetivo y se elevó en dirección Nornordeste.
Unos golpecitos llamaron la atención de Cal, y cuando bajó la vista vio a su padre
de pie ante la ventana; le decía algo moviendo exageradamente los labios. En el
rostro desolado de Brendan había más animación de la que Cal había visto en meses;
la escapada del pájaro había tenido al parecer la virtud de sacarle temporalmente de
su abatimiento. Momentos después se encontraba en la puerta trasera, preguntando
qué había sucedido. Cal no tenía tiempo para explicaciones.
—Se ha escapado —le gritó.
Luego, sin quitar los ojos del cielo a medida que avanzaba, bajó por el sendero
que había a un lado de la casa.
Cuando llegó a la fachada el pájaro todavía estaba a la vista. Cal saltó la valla y
cruzó la calle Chariot a la carrera, decidido a darle caza. Era, y lo sabía, una
persecución prácticamente inútil. Con viento de cola una paloma de primera clase
puede alcanzar una velocidad cercana a los ciento veinte kilómetros por hora, y
aunque 33 llevaba casi un año sin tomar parte en ninguna carrera, aún era capaz de
aventajar con facilidad a un corredor humano. Pero también sabía que no podía
volver adonde estaba su padre sin haber hecho algún esfuerzo por perseguir al
fugitivo, aunque fuera en vano.
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Al final de la calle perdió de vista su presa detrás de los tejados, de modo que dio
un rodeo hacia el puente para peatones que cruzaba Woolton Road, cuyos escalones
subió de tres en tres y de cuatro en cuatro. Desde lo alto del puente se divisaba una
hermosa vista de la ciudad. En dirección Norte hacía Woolton Hill, y en el Este y
Sudeste sobre Allerton, hacia Hunt's Cross. Una hilera tras otra de tejados de
viviendas protegidas pasaron reverberando bajo el furioso calor de la tarde mientras
el ritmo de espiga de las apretadas calles cedía paso rápidamente a los baldíos
terrenos industriales de Speke.
Cal consiguió ver también a la paloma, aunque ya no era más que un punto que
disminuía rápidamente de tamaño.
Poco importaba, porque desde aquella elevación el destino de 33 se adivinaba ya
perfectamente. A unos tres kilómetros del puente el aire estaba lleno de aves que
volaban haciendo círculos, atraídas sin duda hasta aquel punto porque en la zona
debía de haber alguna concentración de comida. Todos los años había por lo menos
un día como aquél, en que la población de hormigas o de mosquitos hacía eclosión de
repente y la glotonería de los pájaros de la ciudad hacía que todos ellos se reunieran.
Gaviotas procedentes de las fangosas márgenes del río Mersey volaban al lado de
zorzales, grajillos y estorninos, todos contentos de unirse para aquella juerga mientras
el verano aún les calentaba el lomo.
Aquélla, sin duda, era la llamada que 33 había oído. Aburrido de su dieta
equilibrada a base de maíz y cañamones, cansado del orden jerárquico que se seguía
en el palomar para picotear y de la rutina de cada día, el palomo había deseado salir;
había querido elevarse y alejarse. Un día de buena vida; de comida a la que era
necesario perseguir un poco, y que por ello sabía mucho mejor; un día para disfrutar
de la compañía de las cosas silvestres. Todo esto le pasó vagamente a Cal por la
cabeza mientras observaba cómo las bandadas de pájaros describían círculos.
Era absolutamente imposible, Cal estaba seguro de ello, localizar un pájaro
concreto entre aquellos alborotados miles de aves. Tendría que confiar en que 33 se
contentase con su fiesta y, una vez estuviera saciado, hiciera aquello que estaba
enseñado a hacer y volviera a casa. Sin embargo, el espectáculo de tantos pájaros
juntos ejercía en él una fascinación peculiar, y, tras cruzar el puente, Cal echó a andar
en dirección al epicentro de aquel ciclón emplumado.
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II. LOS PERSEGUIDORES
La mujer que estaba ante la ventana del «Hotel Hannover» descorrió la cortina gris y
miró hacia abajo en dirección a la calle.
—¿Será posible...? —murmuró en dirección a las sombras que reinaban en un
rincón de la habitación. No hubo respuesta alguna a aquella pregunta, ni había
necesidad de que la hubiera. Por improbable que pudiese parecer, el rastro había
conducido sin ningún género de dudas hasta allí, hasta aquella ciudad cansada que
yacía maltrecha y descuidada junto a un río por el que en otro tiempo habían
navegado barcos de esclavos y algodoneros, y que ahora apenas podía llevar su
propio caudal hasta el mar. Hasta Liverpool—. Qué lugar —dijo.
Un pequeño remolino de polvo se formó bruscamente afuera, en la calle,
levantando en el aire basura antediluviana.
—¿Por qué te sorprendes tanto? —le preguntó el hombre, que se hallaba medio
tumbado medio sentado en la cama, con aquella impresionante constitución suya
descansando en las almohadas y las manos entrelazadas detrás de la pesada cabeza.
Tenía la cara ancha y las facciones casi demasiado expresivas, como las de un actor
que se hubiera hecho especialista en efectos baratos. La boca, que conocía mil
variaciones de sonrisa, adoptó una que iba de acuerdo con el pausado estado de
ánimo que tenía entonces y dijo—: Nos han hecho bailar bastante. Pero casi hemos
llegado. ¿No lo presientes? Yo sí.
La mujer le dirigió una fugaz mirada. Aquel hombre se había quitado la chaqueta,
que había sido el regalo más amoroso que ella le había hecho, y la había arrojado
sobre el respaldo de una silla. La camisa que llevaba debajo estaba empapada de
sudor en la zona de las axilas, y la carne de la cara parecía de cera bajo la luz de la
tarde. A pesar de todo lo que sentía por él —y aquello era suficiente para que a ella le
diera miedo hacer el cálculo—, él era sólo humano, y aquel día, después de tanto
calor y de tanto viajar, a aquel hombre se le habían hecho evidentes todos y cada uno
de los cincuenta y dos años que tenía. En el tiempo que llevaban juntos persiguiendo
la Fuga, ella le había prestado toda la fuerza que poseía, del mismo modo que él, a su
vez, le había prestado a ella el ingenio y la pericia necesarios para sobrevivir en aquel
reino. El Reino del Cuco, como las Familias lo habían llamado desde siempre, aquel
miserable mundo humano que ella había tenido que soportar por motivos de
venganza.
Pero muy pronto la persecución tocaría a su fin. Shadwell —el hombre que se
encontraba tumbado en la cama— se beneficiaría de aquello que se hallaban tan cerca
de encontrar, y ella, viendo a la presa que buscaban mancillada y vendida como
esclavo, satisfaría su sed de venganza. Entonces dejaría que el Reino se las arreglara
por sus propios y horribles medios, y lo haría contenta.
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Puso de nuevo su atención en la calle. Shadwell tenía razón. Los habían hecho
bailar. Pero la música se interrumpiría bastante pronto.
Desde donde Shadwell se hallaba tumbado la silueta de Immacolata resaltaba
claramente contra la ventana. No era la primera vez que, de pensamiento, consideraba
el problema de cómo iba a vender a aquella mujer. Era un ejercicio puramente
académico, como era natural, pero un ejercicio que presionaba hasta el límite todas
las técnicas que poseía.
Él era vendedor de profesión; aquél había sido su medio de vida desde que no era
más que un adolescente. Más que un medio de vida, era un don. Se enorgullecía de
que no hubiera nada vivo o muerto para lo que él no pudiera encontrar un comprador.
En tiempos había sido comerciante de azúcar sin refinar, traficante de armas de
pequeño calibre, vendedor de muñecas, de perros, de seguros de vida, de panfletos de
salvación y de aparatos de iluminación. Había traficado con agua de Lourdes y con
hashish, con biombos chinos y con ciertas curas patentadas contra el estreñimiento.
En medio de todo aquel desfile de cosas había habido, por supuesto, algunos fraudes
y engaños, pero nada, nada, que él no hubiera sido capaz de endosarle al público
antes o después, bien fuera por medio de la seducción o de la intimidación.
Pero ella —Immacolata, la no del todo mujer con la que había compartido todos y
cada uno de los momentos de vigilia durante aquellos largos años pasados—, ella, y
eso Shadwell lo sabía muy bien, desafiaría todo aquel talento de vendedor que él
tenía.
Por una parte Immacolata era paradójica, y el público comprador tenía poco gusto
para eso. Querían la mercancía desprovista de ambigüedad: presentada de forma
simple y segura. Y ella no era segura; oh, ciertamente que no; no con aquella terrible
rabia y aquellas todavía más terribles alegrías; ni tampoco era simple. Debajo de la
incandescente belleza que tenía su cara, detrás de unos ojos que ocultaban siglos,
aunque pudieran estar tan cercanos que aspiraran la sangre, debajo de aquella piel
aceitunada y oscura, la piel de los judíos, yacían unos sentimientos capaces de
levantar ampollas en el aire si se les daba rienda suelta.
Immacolata era demasiado para venderla, decidió Shadwell —y no era la primera
vez—, y se dijo a sí mismo que tenía que olvidarse de aquel ejercicio. Era un
ejercicio que no podía confiar en dominar nunca del todo; ¿por qué había de
atormentarse con ello?
Immacolata se volvió de espaldas a la ventana.
—¿Ya has descansado? —le preguntó a Shadwell.
—Eras tú la que quería protegerse del sol —le recordó él—. Yo estoy listo para
empezar en cuanto tú lo estés. Aunque no tengo ni idea de por dónde empezar...
—Eso no es tan difícil —dijo Immacolata—. ¿Recuerdas lo que te profetizó mi
hermana? Los acontecimientos se acercan al punto de crisis.
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Mientras hablaba las sombras del rincón de la habitación comenzaron a
removerse de nuevo, y las dos hermanas muertas de Immacolata mostraron sus
etéreas faldas. Shadwell nunca se había sentido a gusto en presencia de ellas, y ellas,
a su vez, siempre lo habían despreciado. Pero la mayor, la Bruja, poseía el don del
oráculo, de eso no cabía la menor duda. Lo que ella viera en la inmundicia de su
hermana, en la placenta de la Magdalena, había resultado normalmente ser acertado.
—La Fuga no puede permanecer escondida durante mucho tiempo más —
comentó Immacolata—. En cuanto se mueve produce vibraciones. No puede evitarlo.
Tanta vida comprimida en semejante escondrijo.
—¿Y tú sientes alguna de esas... vibraciones? —le preguntó Shadwell al tiempo
que balanceaba las piernas por encima del borde de la cama para ponerse en pie.
Immacolata movió negativamente la cabeza.
—No, todavía no. Pero deberíamos estar preparados.
Shadwell cogió la chaqueta y se la puso. El forro lanzó algunos destellos y
comenzó a despedir filamentos a través de la habitación. A causa de aquella
momentánea brillantez consiguió ver a la Magdalena y a la Bruja. La vieja se cubrió
los ojos para protegerse de aquella irradiación de la chaqueta, temerosa del poder que
aquello pudiera tener. A la Magdalena no le importó aquello; desde hacía mucho
tiempo tenía los párpados cosidos a fin de cerrarle las cuencas de los ojos, ciegos de
nacimiento.
—Cuando empiecen los movimientos puede que tardemos una hora o dos en
localizar con precisión el lugar —dijo Immacolata.
—¿Una hora? —preguntó Shadwell. La persecución que finalmente los había
conducido allí aquel día parecía haber durado toda una vida—. Puedo esperar una
hora.
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III. ¿QUIÉN HA MOVIDO EL SUELO?
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Era una de aquellas calles —calle Rué, decía el letrero— lo que parecía constituir
el punto sobre el cual las bandadas de pájaros se concentraban. Allí los grupos de
aves exhaustas eran más numerosos que en ninguna otra de las calles adyacentes;
lanzaban inquietos sus cantos y se limpiaban las plumas con el pico sobre los aleros,
las cimas de las chimeneas y las antenas de televisión.
Cal escudriñaba por igual cielo y tejados mientras recorría la calle Rué. Y allí —
una oportunidad entre mil— divisó a su pájaro. Una paloma solitaria que dividía en
dos una nube de gorriones. Muchos años de vigilar el cielo esperando palomas que
volvían de las competiciones le habían proporcionado a Cal una vista de águila; era
capaz de reconocer un pájaro determinado por una docena de peculiaridades en su
forma de volar. Había encontrado a 33; no había duda alguna.
Pero mientras lo miraba, el pájaro desapareció detrás de los tejados de la calle
Rué.
Cal emprendió de nuevo la persecución, y en mitad de la calle encontró un
estrecho callejón que se abría paso entre las casas adosadas y conducía a otro callejón
mayor que a su vez recorría la parte trasera de la fila de casas. No estaba bien
cuidado. Se veían por todas partes pilas de desperdicios caseros que se habían ido
amontonando en toda la longitud del callejón; y cubos de basura volcados cuyo
contenido se hallaba desparramado por todas partes.
Pero a veinte metros de donde él se encontraba de pie había gente trabajando. Dos
hombres de una empresa de mudanzas estaban transportando un sillón para sacarlo
del patio trasero de una de las casas, mientras un tercero miraba fijamente los pájaros.
Varios cientos de aves se hallaban reunidas en las tapias del patio, en el alféizar de las
ventanas y en las barandillas. Cal se puso a deambular sin rumbo fijo por el callejón
para ver si distinguía alguna paloma entre aquella gran asamblea de pájaros. Encontró
una docena o más en medio de la multitud, pero no el que él buscaba.
—¿A usted qué le parece?
Había llegado a unos diez metros de distancia de los hombres de las mudanzas, y
uno de ellos, el holgazán que no trabajaba, era quien le dirigía aquella pregunta.
—No lo sé —le respondió Cal honestamente.
—Puede que vayan a emigrar —dijo el más joven de los dos que acarreaban el
sillón al tiempo que dejaba caer la mitad de la carga que llevaba y miraba fijamente
hacia el cielo.
—No seas idiota, Shane —dijo el otro hombre, un antillano. Llevaba el nombre,
Gideon, escrito de modo llamativo en la espalda del mono de trabajo—. ¿Por qué
iban a emigrar en mitad de este jodido verano?
—Demasiado calor —fue la respuesta del holgazán—. Eso es lo que pasa.
Demasiado de este puñetero calor. Se les están cociendo los sesos ahí arriba.
Gideon había dejado ya en el suelo la mitad del sillón que le tocaba levantar y se
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había apoyado en la tapia del patio trasero; aplicaba una llama al cigarrillo a medio
consumir que había pescado del bolsillo superior.
—No estaría mal, ¿verdad? —reflexionó—. Ser un pájaro. Ir de un lado a otro
durante toda la primavera y luego largarse al sur de Francia en cuanto uno sienta el
menor escalofrío en las pelotas.
—No viven mucho tiempo —apuntó Cal.
—¿No? —dijo Gideon aspirando el humo del cigarrillo. Luego se encogió de
hombros—. Breve y agradable —sentenció—. Eso me vendría bien a mí.
Shane se estiró de la media docena de pelos rubios que se suponía eran el bigote.
—Usted entiende de pájaros, ¿verdad? —le dijo a Cal.
—Sólo de palomas.
—¿Los hace participar en competiciones?
—De vez en cuando...
—Mi cuñado cría perros lebreles —dijo el tercer hombre, el holgazán. Miró a Cal
como si aquella coincidencia rayase en lo milagroso y fuera a ser motivo para horas
de debate.
Pero lo único que a Cal se le ocurrió decir fue:
—Perros.
—Eso es —dijo el otro hombre, encantado de estar de acuerdo sobre el tema—.
Tiene cinco. Sólo se murió uno.
—Lástima —dijo Cal.
—No crea. El puñetero estaba ciego de un ojo y con el otro no veía.
El hombre se echó a reír a carcajadas ante tal ocurrencia, que de pronto había
hecho que la conversación se detuviera en seco. Cal dirigió de nuevo su atención a
los pájaros y sonrió al ver —allá en el alféizar de la ventana superior de la casa— a
su pájaro.
—Ya lo veo —dijo.
Gideon siguió la dirección de la mirada de Cal.
—¿Qué es lo que ve?
—Mi paloma. Se me ha escapado. —Cal señaló con el dedo—. Allí, en medio del
alféizar. ¿La ve?
Ahora los tres se pusieron a mirar.
—¿Tiene algún valor? —preguntó el holgazán.
—Siempre estás igual, Bazo —comentó Shane.
—Sólo era una pregunta —repuso Bazo.
—Ha ganado varios premios —dijo Cal con cierto orgullo. Tenía los ojos
clavados en 33, pero el pichón no daba muestras de querer volar; se limitaba a
arreglarse las plumas y de vez en cuando volvía hacia el cielo un ojo parecido a una
gota brillante—. Quédate ahí... —le dijo Cal al pájaro en voz baja— ...no te muevas.
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—Luego se volvió hacia Gideon—. ¿Les importa que entre en la casa? Es para
intentar cogerlo.
—Como guste. A la vieja que tenía la casa se la han llevado al hospital. Y
nosotros nos llevamos los muebles para pagar las facturas que ha dejado.
Cal se metió en el patio, franqueando todos los objetos curiosos que el trío había
amontonado allí, y entró en la casa. Aquel lugar por dentro era un cúmulo de
escombros. Si la inquilina había poseído alguna vez algo valioso se lo habían llevado
hacía mucho tiempo. Los pocos cuadros que aún se hallaban colgados carecían de
valor; los muebles eran viejos, pero no lo suficientemente antiguos como para volver
a estar de moda; las alfombras, cojines y cortinas tenían tantos años que sólo servían
para que las quemasen. Las paredes y techos estaban manchados por el humo,
acumulado durante muchos años, procedentes de las velas que, con estalactitas de
cera amarilla colgando de ellas, descansaban en todos los estantes y repisas.
Se aventuró a través de un laberinto de habitaciones oscuras y estrechas y fue a
dar al pasillo. Allí la escena era igualmente descorazonadora. Linóleo marrón,
arrugado y roto, y por todas partes aquel olor penetrante a cerrado, a polvo y a
podredumbre en avanzado estado. Dondequiera que estuviese, la vieja se encontraría
bien fuera de aquel miserable lugar, pensó Cal; mejor si estaba en el hospital, donde
por lo menos las sábanas estarían secas.
Empezó a subir por las escaleras. Era una sensación curiosa, subir y adentrarse en
las tinieblas del piso de arriba, viendo cada vez menos a medida que ascendía por los
escalones y oyendo el sonido de los pájaros que correteaban por encima del tejado de
pizarra, por encima de la cabeza; y más allá los gritos apagados de algunas gaviotas y
cuervos. Aunque sin duda aquello no eran más que ilusiones suyas, le parecía oír los
chillidos en círculo, como si fuera precisamente aquel lugar el mismísimo centro de
la atención de las aves. Una imagen le vino a la mente, la de una fotografía del
National Geographical. Un estudio de las estrellas, filmado con una cámara lenta, en
donde las luces, de tamaño semejante a una cabeza de alfiler, describían círculos a
medida que se movían, o ésa era la impresión que daban, y cruzaban el cielo con la
Estrella Polar, el Clavo de los Cielos, firme en el centro de todas ellas.
Aquel sonido giratorio y la imagen que evocaba empezaron a marearlo. Se sintió
de pronto débil, incluso asustado.
Aquél no era momento para cierto tipo de fragilidades, se reprendió a sí mismo.
Tenía que recuperar el pájaro antes de que éste echase a volar de nuevo. Reemprendió
la marcha. En lo alto de las escaleras maniobró para pasar junto a varios muebles del
dormitorio y abrió una de las varias puertas que tenía ante sí. La habitación que había
elegido era adyacente a aquélla en cuyo alféizar se encontraba 33. El sol entraba a
raudales por la ventana desprovista de cortinas; el calor rancio hizo que a Cal le
brotara el sudor en la frente. Habían sacado todos los muebles de la habitación; lo
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único que hacía pensar que alguna vez había estado ocupada era un calendario del
año 1961. En él se veía la foto de un león, con la cabeza lanosa y monolítica tendida
sobre las grandes zarpas y la mirada contemplativa, situado bajo un árbol.
Cal salió de nuevo al rellano; eligió otra habitación y esta vez fue a dar con la
habitación adecuada. Allí, detrás del mugriento vidrio, estaba el pichón.
Ahora todo era cuestión de táctica. Tenía que tener cuidado de no espantar a la
paloma. Se aproximó con cautela a la ventana. En el alféizar inundado de sol, 33
ladeó la cabeza y parpadeó, pero no hizo movimiento alguno. Cal contuvo la
respiración y colocó las manos sobre el marco de la ventana para abrirla, pero no
hubo manera de moverla. Un rápido examen le hizo ver por qué. El marco había sido
sellado hacía años con una docena o más de clavos hundidos profundamente en la
madera. Una forma primitiva de prevenir el crimen, pero sin duda tranquilizadora
para una anciana que vivía sola.
Desde el patio, allá abajo, oyó la voz de Gideon. Al asomarse a mirar hacia abajo,
alcanzó justo a ver el trío que arrastraba una gran alfombra enrollada y la sacaba de la
casa. Gideon daba órdenes en un incesante torrente de palabras.
—A la izquierda, Bazo. ¡A la izquierda! ¿No sabes cuál es tu izquierda?
—Estoy yendo hacia la izquierda.
—No a tu izquierda, idiota. A mi izquierda.
El pájaro, que seguía en el alféizar, no se inmutaba con todo aquel alboroto.
Parecía muy feliz en el lugar donde se había posado.
Cal volvió a bajar las escaleras decidiendo mientras lo hacía que la única opción
que le quedaba era trepar por la tapia del patio y ver si desde allí era capaz de
convencer al pichón para que bajase. Se maldijo a sí mismo por no habérsele ocurrido
llevar un puñado de grano en el bolsillo. Tendría que conformarse con hacerle
algunos arrumacos y susurrarle palabras dulces.
Cuando volvió a salir al calor del patio, los hombres de las mudanzas se las
habían arreglado con éxito para maniobrar hasta sacar la alfombra de la casa, y
estaban tomándose un descanso después de tanto esfuerzo.
—¿No ha habido suerte? —le preguntó Shane a Cal al verle salir.
—No hay forma de abrir la ventana. Tendré que intentarlo desde aquí abajo.
Captó una mirada desaprobadora de Bazo.
—Desde aquí nunca logrará usted llegar hasta ese animal —le dijo el hombre al
tiempo que se rascaba la barriga, producto de la cerveza, una franja de la cual brillaba
al aire entre la camiseta y el cinturón.
—Probaré desde la tapia —dijo Cal.
—Tenga cuidado... —le advirtió Gideon.
—Gracias.
—Podría usted romperse la espalda...
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Usando los huecos que había en el desconchado mortero de la pared a modo de
soportes para los pies, Cal se dio impulso y se subió a la tapia de más de dos metros
de altura que separaba el patio del vecino.
El sol le daba calor en el cuello y en lo alto de la cabeza, y volvió a sentir parte
del vértigo que había experimentado al subir las escaleras. Se puso a horcajadas sobre
la tapia, como si fuera un caballo, hasta que consiguió acostumbrarse a la altura.
Aunque el punto de apoyo tenía la anchura de un ladrillo, por lo que ofrecía un
espacio para caminar lo suficientemente amplio, las alturas y Cal nunca habían sido
buenos compañeros.
—Parece como si hubiera sido un bonito trabajo —dijo Gideon desde el patio.
Cal echó una rápida mirada hacia abajo y vio que el antillano se encontraba en
cuclillas junto a la alfombra, a la que había desenrollado lo bastante como para que
quedara a la vista una cenefa laboriosamente tejida.
Bazo se acercó perezosamente hasta el lugar donde Gideon se hallaba agachado, y
se puso a examinar la alfombra. Se estaba quedando calvo, según pudo observar Cal,
aunque llevaba el cabello escrupulosamente colocado con fijador para disimular la
calvicie.
—Lástima que no esté en mejor estado.
—Sujeta los cabos —le dijo Bazo—. Vamos a mirarla mejor.
Cal volvió a poner la atención en el problema de mantener el equilibrio. Por lo
menos la alfombra desviaría la atención de su público durante unos momentos; ojalá
fuera el tiempo suficiente, rogó, para poder ponerse en pie. No corría ni un soplo de
aire que aliviase la furia del sol; podía notar el sudor chorreándole por el torso y
pegándole la ropa interior a las nalgas. Con mucho tiento empezó a ponerse de pie,
levantando una pierna hasta ponerse de rodillas sobre la tapia mientras se agarraba a
los ladrillos como un desesperado.
Desde abajo llegaron murmullos de aprobación al exponerse a la luz una parte
mayor de la alfombra.
—Mirad qué trabajo —dijo Gideon.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —le preguntó Bazo bajando la voz.
—No lo sabré hasta que me lo digas —fue la respuesta de Gideon.
—¿Y si se lo llevamos a Gilchrist? A lo mejor nos da una buena pasta por esto.
—El jefe se dará cuenta de que falta —protestó Shane.
—Hablad más bajo —les dijo Bazo recordándoles quedamente a sus compañeros
la presencia de Cal. En realidad Cal se encontraba demasiado atareado con aquella
inepta actuación suya sobre la cuerda floja como para prestarle atención a aquel robo
de poca monta. Por fin había logrado poner la suela de los zapatos en lo alto de la
tapia, y estaba a punto de intentar ponerse en pie.
En el patio, la conversación continuaba.
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—Cógela por el otro extremo Shane. Vamos a echarle una ojeada a la alfombra
entera...
—¿Crees que será persa?
—No tengo ni puñetera idea.
Muy lentamente, Cal consiguió ponerse en pie del todo; mantenía los brazos
extendidos formando un ángulo de noventa grados respecto al cuerpo. Sintiéndose
todo lo estable que podía llegar a sentirse, aventuró una rápida mirada hacia el
alféizar de la ventana. El pájaro seguía allí.
Desde abajo oyó el sonido que producía la alfombra mientras la desenrollaban
más y los gruñidos de los hombres, salpicados de palabras de admiración.
Procurando lo mejor que pudo ignorar la presencia de éstos, dio un titubeante
primer paso sobre la tapia.
—Eh, oye... —le murmuró al pájaro fugitivo—. ¿Te acuerdas de mí? —33 no se
dio por aludido. Cal aventuró un tembloroso segundo paso, y luego un tercero;
empezaba a sentirse más confiado. Ahora ya le iba cogiendo el truco a eso de
mantener el equilibrio—. Anda, baja —dijo intentando camelárselo, como un
prosaico Romeo. Por fin el pichón pareció reconocer la voz de su dueño, e inclinó la
cabeza en dirección a Cal—. Eh, muchacho, ven aquí... —le dijo Cal levantando las
manos a modo de tanteo hacia la ventana al tiempo que se arriesgaba a dar otro paso.
Y en aquel instante o bien el pie le resbaló o el ladrillo cedió bajo el talón. Cal se
oyó a sí mismo soltar un grito de alarma, que hizo que el pánico cundiera entre los
pájaros que estaban alineados en el alféizar. Levantaron el vuelo y huyeron, aleteando
en un aplauso irónico, mientras él se debatía intentando mantener el equilibrio sobre
la tapia. Dirigió una mirada de pánico primero hacia los pies, luego hacia el patio que
estaba debajo.
No, hacia el patio no; eso había desaparecido. Era la alfombra lo único que veía.
Había sido desenrollada por completo, y ocupaba el patio de tapia a tapia.
Lo que sucedió a continuación sólo duró unos segundos, pero o bien la mente se
le estaba iluminando rápidamente o al parecer los instantes hacían novillos, porque
Cal parecía tener todo el tiempo que le fuese preciso...
Tiempo para apreciar lo asombrosamente intrincado del dibujo extendido bajo él;
una sobrecogedora proliferación de detalles exquisitamente ejecutados. El tiempo le
había quitado viveza a los colores del tejido, suavizando el bermellón hasta
convertirlo en rosa y el cobalto en azul pastel, y aquí la alfombra se veía
deshilachada; pero a pesar de todo desde donde Cal se balanceaba el efecto seguía
siendo abrumador.
Cada centímetro de alfombra estaba trabajada con bellos motivos. Incluso la
cenefa rebosaba de dibujos, cada uno sutilmente diferente de los de alrededor. El
efecto no resultaba recargado; todos los detalles se aparecían con claridad ante los
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complacidos ojos de Cal. En cierto lugar una docena de motivos se congregaban
formando un grupo; en otro permanecían separados, como hermanos rivales. Unos
estaban situados a lo largo de la cenefa; otros se desperdigaban por la zona principal,
como si estuvieran ansiosos por reunirse con el enjambre numerosísimo que
proliferaba por doquier.
En el mismo centro había cintas de colores que formaban arabescos sobre un
fondo de provocativos colores verde y marrón, formas que eran pura abstracción —
brillantes garabatos sacados del diario de algún salvaje— y que se codeaban con una
flora y una fauna estilizadas. Pero esta complejidad palidecía al lado de la parte
central de la alfombra: un enorme medallón de colores tan variados como un jardín
en verano, dentro del cual cien sutiles geometrías habían sido sabiamente entretejidas,
de tal manera que el ojo podía leer cada dibujo como una flor, teorema, orden o
remolino, y hallar cada elección repetida, tal que un eco, en algún otro lugar del
grandioso diseño.
Cal vio todo aquello de un solo y prodigioso vistazo. A la segunda mirada la
visión que se extendía ante él empezó a cambiar.
Por el rabillo del ojo notó que el resto del mundo —el patio y los hombres que lo
ocupaban, las casas, la tapia de la que él se había caído— se estaba apagando y
dejando de existir. De pronto se encontró colgando en el aire; la alfombra se
agrandaba por momentos bajo él y las gloriosas configuraciones de la misma le
llenaban la cabeza.
El dibujo iba cambiando, por lo que pudo ver. Los motivos parecían inquietos,
temblaban como si quisieran escaparse, y los colores se fundían unos con otros, de
modo que de aquel matrimonio de tintes surgían nuevas formas.
Por inverosímil que pareciera, la alfombra estaba cobrando vida.
Un paisaje —o más bien una confusión de paisajes colocados juntos en fabuloso
desorden— empezaba a emerger de la urdimbre y de la trama. ¿No era una montaña
aquello que Cal veía debajo suyo, una montaña cuya cima se abría paso hacia lo alto
a través de una nube de color? ¿Y no era aquello otro un río? ¿Y acaso no se oía el
rumor que producía el agua al caer en blancos torrentes en un barranco
ensombrecido?
Había un mundo bajo él.
Y de pronto Cal era un pájaro, un pájaro sin alas que revoloteó durante un instante
sin aliento sobre un viento balsámico y dulcemente perfumado, único testigo del
milagro que dormía allá abajo.
A cada latido del corazón había algo más que Cal captaba con la mirada.
Un lago con miríadas de islas salpicando las plácidas aguas, como ballenas que se
abrieran paso. Una colcha moteada de campos, con las hierbas y granos barridos por
las mismas oleadas de aire que lo mantenían a él en alto. Bosques de terciopelo que
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trepaban arrastrándose por la lisa ladera de una colina, en cuyo pináculo se erguía una
atalaya con paredes blancas bañadas por el sol y sombra de las nubes.
Había también otras señales de vida, aunque no se veía el menor rastro de gente
propiamente dicha. Un racimo de viviendas que abrazaban el recodo de un río; varias
de ellas semejantes a escarabajos, situadas a lo largo del borde de un precipicio
desafiando la gravedad. Y había también una ciudad, pesadilla de un urbanista, que
yacía con la mitad de las calles formando una serpentina desesperada y la otra mitad a
base de callejones sin salida.
Cal notó que la misma desenfadada indiferencia por la organización se hacía
evidente por doquier. Zonas moderadas y zonas sin ninguna moderación, zonas
fructíferas y zonas áridas se entremezclaban desafiando todas las leyes geológicas y
climáticas, como si aquello fuese obra de un Dios poseído por el espíritu de la
contradicción.
Qué estupendo seria poder caminar por allí, pensó Cal, por toda aquella variedad
comprimida en tan poco espacio, sin saber si a la vuelta de la siguiente esquina
encontraría hielo o fuego. Tal complejidad estaba fuera del alcance del ingenio de un
cartógrafo. Estar allí, en aquel mundo, sería vivir una perfecta aventura. Y en el
centro de aquella región retoñante, quizá la visión más sobrecogedora de todas: una
masa de color pizarra en forma de nube cuyas entrañas estaban en perpetuo
movimiento espiral. Aquella visión le recordó los pájaros que daban vueltas en el aire
por encima de la casa de la calle Rué, como un eco de esta otra rueda más grande.
Al pensar en ellos y en el lugar que había dejado atrás, Cal oyó unas voces, y en
aquel momento el viento que había estado soplando hacia arriba desde el mundo de
abajo, manteniéndolo a él en alto, desfalleció.
Primero sintió el horror en el estómago y luego en las entrañas; iba a caer.
El tumultuoso sonido de los pájaros se hizo más fuerte, cacareando el placer que
les proporcionaba la caída de Cal. Éste, el usurpador del elemento que ellos
ocupaban, el que había robado un vislumbramiento de milagro, ahora iba a
precipitarse hacia la muerte contra el mismo milagro.
Cal comenzó a gritar, pero la velocidad de la caída le robó el grito de la lengua. El
aire le rugía en los oídos y le tiraba del pelo. Trató de extender los brazos para hacer
el descenso más lento, pero el intento sólo sirvió para volverlo boca abajo una y otra
vez, hasta que ya no fue capaz de distinguir la tierra del cielo. Había en esto algo de
misericordia, pensó Cal débilmente. Por lo menos estaría ciego en el momento de la
muerte. Sólo daría vueltas y más vueltas hasta que...
... el mundo desapareciera.
Cal cayó a través de una oscuridad no aliviada siquiera por las estrellas, mientras
los pájaros seguían resonando a gran volumen en sus oídos, hasta que fue a chocar,
con fuerza contra el suelo.
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Dolía, y seguía doliéndole, lo cual le sorprendió, pues lo encontraba extraño. La
inconsciencia, al menos eso había supuesto siempre, debería ser un estado indoloro.
Y también insonoro. Pero había voces.
—Diga algo... —rugió una de las voces—. Aunque sólo sea adiós. —Luego se
oyó una carcajada—. ¿Se ha roto usted algo? —quiso saber el hombre.
Cal abrió los ojos un poco más.
—Diga algo, hombre.
Cal levantó la cabeza unos centímetros y miró a su alrededor. Se encontraba
tumbado en el patio, encima de la alfombra.
—¿Qué ha pasado?
—Se ha caído de la tapia —le informó Shane.
—Debió de perder pie —sugirió Gideon.
—Me he caído —dijo Cal mientras se incorporaba hasta quedar sentado. Sentía
náuseas.
—No creo que se haya hecho mucho daño —le dijo Gideon—. Unos cuantos
raspones, nada más.
Cal se miró, ratificando el comentario de aquel hombre; se había levantado la piel
del brazo derecho desde la muñeca hasta el codo, y tenía muy dolorido el cuerpo en
las zonas con las que había chocado contra el suelo; pero no eran dolores agudos. El
único daño real lo había sufrido su dignidad, y eso rara vez resulta mortal.
Se puso en pie naciendo una mueca de dolor y dirigió los ojos al suelo. El tejido
de la alfombra se estaba haciendo el mudo. No había ningún temblor revelador en las
filas de dibujos, no parecía que ninguna señal de ocultas alturas y profundidades
fuera a darse a conocer. Ni tampoco los otros daban muestras de haber visto nada
milagroso. A todos los efectos y propósitos la alfombra que tenía debajo de los pies
era sencillamente eso: una alfombra.
Se acercó cojeando hacia la tapia del patio al tiempo que dirigía un mudo
agradecimiento a Gideon. Cuando ya salía al callejón, Bazo dijo:
—El pájaro ese se fue volando.
Cal se encogió ligeramente de hombros y luego continuó avanzando.
¿Qué era lo que acababa de experimentar? ¿Una alucinación ocasionada por el
exceso de sol? ¿O por un desayuno demasiado escaso? Si era así, había resultado
asombrosamente real. Miró a lo alto, hacia los pájaros que seguían volando en círculo
por encima de su cabeza. Ellos también presentían que allí había algo funesto; por eso
se habían congregado. O eso, o los pájaros y él estaban compartiendo el mismo
espejismo.
De lo único, en suma, que podía estar seguro era de sus magulladuras. De eso y
del hecho de que, a pesar de que no se encontraba a más de tres kilómetros de la casa
de su padre, y en la ciudad en que había pasado la vida entera, sentía tanta nostalgia
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como un niño perdido.
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IV. CONTACTO
Al cruzar la extensión de acera, almagrada por el calor, que separaba los peldaños de
entrada del hotel y el sombreado interior del «Mercedes» de Shadwell, Immacolata
dejó escapar un grito. Se llevó una mano a la cabeza, y las gafas de sol que siempre
llevaba puestas en público cuando estaba en el Reino se le cayeron de la cara.
Shadwell salió del coche rápidamente y se dispuso a abrirle la portezuela, pero la
pasajera hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Demasiado deslumbrante —murmuró; y después, tambaleándose, volvió a
cruzar las puertas giratorias y entró en el vestíbulo del hotel.
Se encontraba desierto. Shadwell fue corriendo tras ella en una rápida
persecución, y halló a Immacolata de pie y tan lejos de la puerta como habían podido
llevarla las piernas. Las hermanas-fantasmas la estaban esperando —perturbando con
su presencia el aire viciado—, pero él no pudo evitar la tentación de coger al vuelo la
oportunidad, disfrazada de legítima preocupación, y extender la mano hasta tocar a la
mujer. Un contacto como aquél era un verdadero anatema para Immacolata, pero para
Shadwell constituía un gozo muy potente porque ella se lo tenía prohibido. Por lo
tanto se veía obligado a aprovechar cualquier ocasión en que pudiera hacer pasar
aquellos contactos como accidentales.
Las fantasmas le helaron la piel a Shadwell con aquella evidente desaprobación,
pero Immacolata era perfectamente capaz de proteger su inviolabilidad. Se dio la
vuelta, con los ojos llenos de rabia por el atrevimiento del hombre. Éste le quitó
inmediatamente la mano del brazo; los dedos le hormigueaban. Contaría los minutos
hasta que dispusiera de un momento de intimidad para llevárselos a los labios.
—Lo siento —dijo—. Estaba preocupado.
Una voz intervino entonces. El recepcionista había salido de detrás del mostrador
con un ejemplar del Sporting Life en la mano.
—¿Puedo serles de alguna ayuda? —se ofreció.
—No, no... —repuso Shadwell.
Sin embargo, los ojos del recepcionista no estaban puestos en él, sino en
Immacolata.
—Un poco de insolación, ¿no es eso? —quiso saber el empleado.
—Es posible —dijo Shadwell. Immacolata se había movido hasta conseguir
situarse al pie de las escaleras, fuera del alcance de la inquisidora mirada del
recepcionista—. Gracias por el interés...
El recepcionista hizo una mueca y volvió a sentarse en el sillón, Shadwell se
acercó a Immacolata. La mujer había encontrado a las sombras; o las sombras la
habían encontrado a ella.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Shadwell—. ¿Ha sido sólo el sol?
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Ella no lo miró, pero se dignó hablar.
—Sentí la Fuga... —dijo con tanta suavidad que él tuvo que contener la
respiración para poder captar aquellas palabras—. Y luego..., algo más.
Shadwell esperaba más información, pero no hubo nada más. Luego, cuando él
estaba a punto de romper el silencio, Immacolata dijo:
—En la parte de atrás de la garganta... —Tragó saliva, como si quisiera librarse
del recuerdo de cierta amargura—. El Azote...
¿El Azote? ¿Lo había oído bien Shadwell?
O Immacolata notó que el hombre dudaba, o compartía también aquella duda,
porque dijo:
—Estaba allí, Shadwell.
Y cuando habló ni siquiera el extraordinario autocontrol que era habitual en ella
pudo dominar por completo la agitación que se le reflejaba en la voz.
—Seguro que te equivocas.
Ella dio una pequeña sacudida de cabeza en señal de negación.
—Está muerto y ha desaparecido para siempre —insistió el hombre.
La cara de Immacolata habría podido estar esculpida en piedra. Sólo se le movían
los labios, y Shadwell sintió que se moría de deseo por ellos, a pesar de los
pensamientos que expresaban.
—Un poder como ése no muere nunca —le dijo ella—. No puede morir nunca.
Duerme. Espera.
—¿Para qué? ¿Por qué?
—A que despierte la Fuga, quizás —apuntó Immacolata.
Los ojos de la mujer habían perdido el color dorado y se habían vuelto plateados.
Motas de menstruum, que se movían como el polvo en un rayo de sol, se desprendían
de las pestañas y se evaporaban a unos pocos centímetros del rostro. Shadwell nunca
la había visto antes de aquel modo, tan próxima a confiarle sus sentimientos. El
espectáculo de la vulnerabilidad de Immacolata le excitaba hasta más allá de lo que
se puede expresar con palabras. Tenía el pene tan erecto que le dolía. Sin embargo
Immacolata, por lo visto, era notablemente insensible ante la excitación de él; o bien
prefería ignorar el hecho. La Magdalena, la hermana ciega, no se mostraba tan
indiferente. Ella, eso Shadwell lo sabía muy bien, tenía apetitos por aquello que un
hombre puede derramar, y una horrible intención para utilizarlos. Incluso ahora
Shadwell vio la silueta de la hermana tomando forma en un hueco de la pared, la
misma y única hembra desde la cabeza hasta los pies.
—He visto un lugar yermo —dijo Immacolata desviando la atención de Shadwell
de las tentativas de la Magdalena—. Con un sol muy brillante. Un sol terrible. El
lugar más vacío de la tierra.
—¿Y allí es donde está ahora el Azote?
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Ella asintió con la cabeza.
—Está durmiendo. Creo..., se ha olvidado de sí mismo.
—Entonces permanecerá así, ¿no te parece? —inquirió Shadwell—. ¿Quién
demonios va a despertarlo? —Aquellas palabras ni siquiera lograron convencerle a él
mismo—. Mira —dijo—, encontraremos a la Fuga y la venderemos antes de que el
Azote tenga tiempo siquiera de darse la vuelta. No hemos llegado tan lejos para
detenernos ahora.
Immacolata no dijo nada. Todavía tenía los ojos fijos en aquella nada que había
divisado o saboreado —o ambas cosas a la vez— unos instantes antes.
Shadwell a duras penas alcanzaba a comprender qué fuerzas eran las que
actuaban allí. En último término, él era solamente un Cuco —un ser humano—, y
aquello le limitaba el campo de visión; hecho por el que, como sucedía ahora, a veces
se sentía agradecido.
Una cosa sí que comprendía: la Fuga había dado lugar a numerosas leyendas. En
los años de búsqueda que llevaban, él la había oído reflejada de numerosas maneras,
desde canciones de cuna hasta confesiones en el lecho de muerte, y hacía mucho
tiempo que había renunciado a intentar separar lo real de lo ficticio. Lo único que
importaba era que las masas y los poderosos suspiraban por aquel lugar, hablaban de
él en sus plegarias, sin saber —la mayoría de ellos— que era real; o que lo había sido.
Y qué provecho sacaría él cuando tuviera aquel sueño en cartera; nunca había
existido posibilidad de hacer una venta semejante, ni volvería a haberla otra vez.
Ahora no podían abandonar. No por miedo a algo perdido en el tiempo y en el sueño.
—El lo sabe, Shadwell —dijo Immacolata—. Incluso en sueños, lo sabe.
Aunque él hubiera encontrado las palabras necesarias para convencerla de que no
tuviera miedo, Immacolata se habría mostrado despectiva hacia ellas. En lugar de eso,
Shadwell decidió hacerse el pragmático.
—Cuanto antes encontremos la alfombra y nos deshagamos de ella, más felices
seremos todos —le dijo.
La respuesta pareció agitar a la mujer hasta sacarla del yermo desierto en que se
hallaba.
—Puede que dentro de un rato —repuso parpadeando en dirección a Shadwell por
primera vez desde que habían entrado de la calle—. Puede que entonces nos
pongamos a buscar.
Todo rastro se había evaporado de repente. El momento de duda había pasado, y
había vuelto la antigua certidumbre. Immacolata perseguiría a la Fuga hasta el fin, él
lo sabía, tal como habían planeado siempre. Ningún rumor —ni siquiera del Azote—
la desviaría de su malicia.
—Es posible que perdamos el rastro si no nos damos prisa.
—Eso lo dudo —repuso ella—. Esperaremos. Hasta que el calor se atenúe.
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Ah, de modo que aquél era su castigo por el desconsiderado contacto. Era el calor
de un hombre a lo que ella burlonamente se refería, no al de la ciudad, allí fuera. Se
vería obligado a satisfacer el capricho de ella, como había hecho otras muchas veces
antes, y a soportar los azotes del silencio. No únicamente porque sólo Immacolata
pudiera seguirle el rastro a la Fuga a causa del ritmo de la vida tejida de ésta, sino
porque esperar durante otra hora en compañía de la mujer, bañado por el aroma de su
aliento, era una agonía que Shadwell estaba dispuesto a soportar con gusto.
Para él, aquello era un ritual de crimen y castigo que lo mantendría en erección
durante el resto del día.
Para ella, el poder que el deseo de aquel hombre le prestaba seguiría siendo nada
más una curiosidad divertida. Los hornos, al fin y al cabo, se enfrían si no se
alimentan. Incluso las estrellas se apagan después de algunos milenios. Pero la lujuria
de los Cucos, como tantas otras cosas características de esa especie, desafía todas las
reglas. Cuanto menos se alimenta más se enciende.
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V. ANTES DEL OSCURECER
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Liverpool había sido la metrópoli de aquel estado; una ciudad de crepúsculo perpetuo
donde el aire olía a humo frío y a un río aún más frío. Cuando pensaba en ello volvía
a ser una niña, y la asustaban los sueños.
Naturalmente hacía años que le había restado importancia a aquellos temores. Allí
estaba ella, al volante del coche, perfectamente dueña de sí misma y conduciendo por
el carril rápido con el sol dándole en la cara. ¿Qué poder tendrían ahora sobre ella
aquellas ansiedades? Sin embargo, mientras conducía se encontró a sí misma
recurriendo a los recuerdos de su vida presente, como talismanes capaces de
mantener aquella ciudad a raya.
Pensó en el estudio que había dejado en Londres, y en los cacharros de cerámica
que había dispuesto para barnizar y cocer cuando —dentro de muy poco tiempo—
regresara. Recordó a Finnegan, y a la cena de coqueteo que habían tomado juntos
hacía dos noches. Pensó en sus amigos, una docena de personas enérgicas, versátiles,
a cualquiera de los cuales confiaría la vida y la cordura. Utilizando esta claridad
como arma, lo más probable es que pudiera volver a recorrer los senderos de su
infancia y permanecer inmaculada. Ahora viajaba por una autopista más ancha y
brillante.
Pero los recuerdos seguían siendo potentes.
Algunos, como la imagen que tenía de Mimi y de la casa, eran recuerdos que ya
la habían asaltado antes. Uno en particular, no obstante, emergió de algún oculto
nicho en el interior de su cabeza, uno que no la había vuelto a visitar desde el día en
que ella lo confinara allí.
El episodio no acudió, como hacían otros muchos, pieza a pieza. Resplandeció
ante ella todo de una vez, con una claridad pasmosa...
Suzanna tenía seis años. Ella y su madre estaban en casa de Mimi, y era
noviembre —¿no lo era siempre?—, un noviembre monótono y frío. Había ido a
hacer una de las raras visitas a la abuelita, una obligación de la que su padre siempre
había estado exento.
Ahora vio a Mimi sentada en un sillón cerca de un fuego que apenas calentaba el
hollín de la chimenea. Tenía el rostro —agriado y triste hasta rayar la tragedia— muy
pálido a causa de los polvos, las cejas meticulosamente depiladas y los ojos brillantes
incluso a la austera luz que penetraba a través de las cortinas de encaje.
Habló; y aquellas suaves sílabas ahogaron el estruendo de la autopista.
«Suzanna... —Se puso a escuchar aquella voz que se dirigía a ella desde el pasado
—. Tengo una cosa para ti.»
El corazón de la niña se cayó de su lugar y le retumbó en el estómago.
«Da las gracias, Suzie», le reprendió su madre.
La niña obedeció.
«Está arriba —dijo Mimi—, en mi habitación. Puedes ir a buscarlo tú sola,
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¿verdad? Está envuelto, al fondo del armario.»
«Ve, Suzie. —Sintió en el brazo la mano de su madre, que la empujaba hacia la
puerta—. Anda, date prisa.»
Suzanna le echó una rápida mirada a su madre, y luego otra a Mimi. No obtendría
misericordia de ninguna de las dos; entre ambas la harían subir por aquellas escaleras,
y ningún tipo de protesta conseguiría ablandarlas. Salió de la habitación y se dirigió
hacia las escaleras. Desde abajo aparecían ante ella como una montaña; y la
oscuridad en que se hallaba la cima le daba un terror que ella se esforzó por no tomar
en consideración. En cualquier otra casa no se habría sentido tan temerosa. Pero
aquélla era la casa de Mimi.
Comenzó a subir sujetándose a la barandilla con una mano, convencida de que
algo terrible le aguardaba en cada peldaño. Pero llegó hasta arriba sin ser devorada, y
cruzo el rellano hacia el dormitorio de su abuela.
Los cortinajes estaban apenas abiertos; la escasa luz que entraba a su través tenía
el mismo color que la piedra vieja. Se oía el tic-tac del reloj que había sobre la repisa
dé la chimenea, cuatro veces más lento que el pulso de Suzanna. En la pared, por
encima del reloj y contemplando desde arriba toda la longitud de aquella cama de alto
cabezal, se hallaba colgado el retrato oval de un hombre que llevaba un traje
abotonado hasta el cuello. Y a la izquierda de la repisa de la chimenea, al otro lado de
la alfombra que amortiguaba el sonido de los pasos de Suzanna, estaba el armario que
era dos veces más alto que ella, incluso más.
Se acercó rápidamente al mueble, decidida —ahora que ya se encontraba en la
habitación— a llevar a cabo aquella hazaña y a marcharse de allí antes de que el tic-
tac del reloj se saliera con la suya y le obligase a disminuir la velocidad del corazón
hasta conseguir que se le detuviera.
Empinándose un poco, hizo girar el helado picaporte. La puerta se abrió unos
centímetros. De dentro emanaba un olor a bolas de naftalina, a cuero de zapatos y a
agua de lavanda. Haciendo caso omiso de los vestidos que colgaban en las sombras,
Suzanna metió la mano entre las cajas y el papel de tela del fondo del alto armario
con la esperanza de tropezarse con el regalo.
Con las prisas abrió la puerta de par en par, y algo que tenía unos ojos salvajes
salió tambaleándose de la oscuridad hacia ella. Suzanna gritó. Aquella cosa se burló
de ella, devolviéndole el grito en la cara. Luego Suzanna echó a correr hacia la
puerta, tropezándose con la alfombra en la escapada antes de lanzarse violentamente
escaleras abajo. Su madre estaba en el pasillo.
—¿Qué pasa, Suzie?
No había palabras para contarlo. En lugar de eso se arrojó en los brazos de su
madre —aunque, como siempre, hubo un momento en que éstos parecieron titubear
antes de decidirse a abrazarla—, y sumida en llanto le dijo que se quería ir a casa. No
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hubo manera de calmarla, ni siquiera después de que Mimi subiera al piso de arriba y
regresara diciendo algo acerca del espejo de la puerta del armario.
Habían salido de la casa poco después, y, por lo que podía recordar ahora,
Suzanna nunca había vuelto a entrar en la habitación de Mimi. Y en cuanto al regalo,
nunca se había vuelto a mencionar.
Aquello no era más que el esqueleto del recuerdo, pero había mucho más:
perfumes, sonidos, ciertos matices de luz... que recubrían de carne aquel esqueleto. El
incidente, una vez exhumado, tenía más autoridad que otros sucesos tanto más
recientes como ostensiblemente más significativos. Ella no podía conjurar ahora —ni
lo haría nunca, sospechaba— el rostro del muchacho al que había entregado su
virginidad, pero podía recordar el olor del armario de Mimi como si aún lo tuviera en
los pulmones.
La memoria es algo muy extraño.
Y aún más extraña era la carta a causa de la cual estaba haciendo aquel viaje.
Era la primera misiva que había recibido de su abuela en más de una década. Un
hecho como ése habría sido suficiente para hacerla dejar el estudio abandonado y
acudir. Pero el mensaje en sí, unos garabatos largos y delgados en una cuartilla de
papel de correo aéreo, le había hecho apresurarse más. Había salido de Londres en
cuanto le llegó el aviso, como si hubiera conocido y querido a la mujer que lo había
escrito durante medio centenar de años.
«Suzanna», comenzaba la carta. Ni «Querida» ni «Queridísima». Simplemente:
Suzanna:
Perdona mi mala letra. En estos momentos me encuentro enferma. Me siento muy
débil unos ratos, aunque otros no tanto. ¿Quién sabe cómo me sentiré mañana?
Por eso te escribo ahora, Suzanna, porque temo lo que pueda ocurrir.
¿Quieres venir a verme, a casa? Creo que tenemos mucho de que hablar. Cosas
que yo no deseaba decir, pero que ahora tengo que decir.
Nada de esto tendrá mucho sentido para ti, ya lo sé, pero no puedo mostrarme
clara, al menos por carta. Hay buenas razones para ello.
Haz el favor de venir. Las cosas son muy diferentes de como yo creía que serían.
Podemos hablar del modo en que tendríamos que haber hablado hace muchos años.
Recibe mi amor, Suzanna,
Mimi
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indicio alguno de cuan amarga sería la mortalidad?
La carta le había llegado con retraso, más de una semana, a causa de las
anomalías del servicio de Correos. Cuando, al recibirla, Suzanna había decidido
llamar a casa de Mimi, sólo había obtenido la señal de que aquel número estaba
desconectado. Dejando a medias los cacharros que estaba fabricando, había hecho
apresuradamente la maleta y se había puesto a conducir hacia el Norte.
Se fue derecha a la calle Rué, pero el número dieciocho estaba vacío. El dieciséis
también se encontraba abandonado, pero en la casa siguiente una mujer de tez rojiza
llamada Violet Pumphrey fue capaz de ofrecerle alguna explicación. Mimi había
caído enferma unos días antes, y ahora se hallaba en el «Sefton General Hospital», a
las puertas de la muerte. Los acreedores, entre los que se contaban las compañías de
gas, de electricidad y el Ayuntamiento, además de una docena de tenderos de
alimentos y bebidas, habían dado inmediatamente los pasos oportunos para reclamar
alguna compensación.
—Se han comportado igual que buitres —dijo la señora Pumphrey—, y eso que
ni siquiera está muerta. Es una vergüenza. Ahí estaban, llevándose todo aquello sobre
lo que podían poner las manos. Fíjese, su abuela era una mujer difícil. Espero que no
le importe que le hable con claridad, ¿verdad, querida? Pero lo era. Se pasaba la
mayor parte del tiempo escondida en la casa. Era como una puñetera fortaleza. Ése es
el motivo por el que esperaron a que ella estuviera estirando la pata, ¿sabe? Si
hubieran intentado entrar estando ella dentro, aún lo estarían sintiendo.
Suzanna se preguntó distraídamente si se habrían llevado el armario. Tras darle
las gracias a la señora Pumphrey por su ayuda, volvió sobre sus pasos para echarle
otro vistazo al número dieciocho —tenía el techo tan cubierto de excrementos de
pájaros que parecía como si hubiera padecido su propia ventisca particular—, y luego
se marchó al hospital.
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—No, que yo sepa. No es que eso tenga realmente mucha importancia. Pero ha
sufrido un ataque de mucha gravedad, señorita.
—Parrish. Suzanna Parrish.
—Me temo que su abuela esté inconsciente la mayor parte del tiempo.
—Comprendo.
—De modo que, por favor, no albergue usted demasiadas esperanzas.
La enfermera la condujo por un corto pasillo hasta una habitación tan silenciosa
que Suzanna hubiera podido oír la caída de un pétalo. Pero no había flores. No le
resultaban poco familiares aquellas habitaciones de muerte; su madre y su padre
habían muerto hacía tres años con una diferencia de seis meses entre uno y otro.
Reconoció el aroma y el silencio en cuanto puso el pie dentro.
—Hoy no se ha despertado —le dijo la enfermera; y luego se apartó para permitir
que la visitante de Mimi se acercase a la cama.
La primera impresión de Suzanna fue que se había cometido un error colosal.
Aquélla no podía ser Mimi. Aquella pobre mujer era demasiado frágil, demasiado
blanca. Tenía ya la objeción en la punta de la lengua, cuando se percató de que el
error era suyo. Aunque el cabello de la mujer que yacía en la cama era tan escaso que
a través de él se veía brillar el cuero cabelludo y la piel de la cara le colgaba
flojamente sobre los huesos como si fuera muselina húmeda, no obstante aquélla era
Mimi. Despojada de toda energía, reducida por algún mal funcionamiento de nervios
y músculos a aquella desagradable pasividad; pero seguía siendo Mimi.
A Suzanna le brotaron las lágrimas al ver a su abuela arropada como una niña;
sólo que aquella mujer no dormía preparándose para un nuevo día, sino para una
noche interminable. Había sido tan fiera, aquella mujer, y tan resuelta... Ahora toda la
fuerza había desaparecido. Y para siempre.
—¿Quiere que la deje sola un rato? —le preguntó la enfermera y, sin esperar
respuesta, se retiró. Suzanna se llevó una mano a la frente para sofocar las lágrimas.
Cuando volvió a mirar, la anciana estaba parpadeando e intentando abrir los ojos
surcados de venas azules.
Durante un momento dio la impresión de que había enfocado con la mirada un
lugar situado más allá de Suzanna. Después la mirada se agudizó, y los ojos que
encontraron a Suzanna eran tan exigentes como ella los recordaba.
Mimi abrió la boca. Tenía los labios resecos a causa de la fiebre. Se pasó la
lengua por ellos con pocos resultados. Completamente acobardada, Suzanna se
acercó hasta el borde de la cama.
—Hola —le dijo en voz baja—. Soy yo, Suzanna. —La anciana clavó los ojos en
los de Suzanna. «Ya sé quién eres», decía aquella mirada—. ¿Quieres un poco de
agua? —Un diminuto frunce melló la frente de Mimi—. ¿Agua? —repitió Suzanna; y
de nuevo el más diminuto de los frunces fue la respuesta que obtuvo. Se comprendían
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la una a la otra.
Suzanna cogió la jarra de plástico que había en la mesilla, sirvió un dedo de agua
en un vaso también de plástico y lo acercó a los labios de Mimi. Al hacerlo, la
anciana levantó casi imperceptiblemente la mano de la crujiente sábana y le rozó el
brazo a Suzanna. El contacto fue tan breve como el de una pluma, pero a Suzanna le
produjo tal sobresalto que faltó poco para que dejase caer el vaso.
La respiración de Mimi se había tornado de pronto irregular, y alrededor de los
ojos y de la boca le habían aparecido varios tics y tirones causados por los esfuerzos
que hacía para dar forma a alguna palabra. Los ojos le ardían a causa de la
frustración, pero lo más que consiguió emitir fue un gruñido gutural.
—No pasa nada —le dijo Suzanna.
La mirada de aquel rostro apergaminado rechazó semejantes tópicos. No, decía
con los ojos, no es cierto que no pase nada, todo se halla muy lejos de la normalidad.
La muerte está esperando ahí, a la puerta, y yo ni siquiera puedo expresar con
palabras los sentimientos que tengo.
—¿Qué ocurre? —susurró Suzanna inclinándose más hacia la almohada. Todavía
notaba los dedos de la anciana temblándole sobre el brazo. La piel le hormigueaba a
causa del contacto y el estómago se le revolvía—. ¿Cómo puedo ayudarte? —le
preguntó. Era la más vaga de las preguntas, pero Suzanna estaba disparando a ciegas.
Los ojos de Mimi parpadearon y se cerraron durante un instante; el frunce se hizo
más profundo. Por lo visto había renunciado a intentar pronunciar alguna palabra.
Quizá ya había renunciado a todo.
Y entonces, con una brusquedad que hizo que Suzanna lanzara un grito, los dedos
que descansaban en su brazo se fueron deslizando en torno a la muñeca. El apretón se
hizo cada vez más fuerte hasta que empezó a dolerle. Hubiera podido liberarse, pero
no le dio tiempo. Un sutil matrimonio de perfume estaba llenándole la cabeza; polvo,
papel de tela y lavanda. El armario, naturalmente; era el perfume del armario. Y al
reconocerlo comprendió también otra cosa: que Mimi de algún modo, estaba
llegándole hasta el interior de la cabeza y poniendo allí el perfume.
Hubo un instante de pánico; el animal que había en ella reaccionaba ante la
derrota que aquello suponía para la autonomía de su mente. Luego el pánico se
rompió ante una visión.
De qué, no estaba segura. Un dibujo de alguna clase, un diseño que se fundía y
volvía a tomar forma una y otra vez. Quizás el dibujo tuviera color, pero era tan sutil
que no podía estar segura de ello; sutiles eran también las formas que evolucionaban
en el caleidoscopio.
Aquello, igual que el perfume, era obra de Mimi. Aunque la razón lanzaba sus
protestas, Suzanna no podía poner en duda la verdad de aquello. De algún modo
aquella imagen era de una importancia vital para la anciana. Por eso estaba usando
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los últimos vestigios de los recursos de su voluntad para hacer que Suzanna
compartiera la visión del ojo de su mente.
Pero no tuvo oportunidad de investigar la visión.
Detrás de ella la enfermera dijo:
—Oh, Dios mío.
La voz rompió el hechizo de Mimi, y los dibujos estallaron en una tormenta de
pétalos, desapareciendo. Suzanna se quedó mirando fijamente la cara de Mimi, ambas
miradas enganchadas momentáneamente, antes de que la anciana perdiera todo
control sobre aquel arruinado cuerpo. La mano se cayó de la muñeca de Suzanna y
los ojos empezaron a vagar adelante y atrás de un modo grotesco; una saliva oscura le
caía por un lado de la boca.
—Será mejor que espere usted fuera —dijo la enfermera cruzando la habitación
para apretar el timbre que había junto a la cama.
Suzanna se encaminó de espaldas hacia la puerta, angustiada por los sonidos
ahogados que su abuela emitía. Una segunda enfermera había aparecido.
—Llame al doctor Chai —dijo la primera de ellas. Y luego, dirigiéndose a
Suzanna—: Por favor, ¿querría usted esperar fuera?
Suzanna obedeció; no había nada que pudiera hacer allí más que estorbar a los
expertos. El pasillo se encontraba muy concurrido; tuvo que caminar veinte metros
desde la puerta de la habitación de Mimi antes de encontrar un sitio en donde poder
serenarse.
Sus pensamientos eran como corredores ciegos; se precipitaban adelante y atrás
frenéticamente, pero no iban a ninguna parte. Una y otra vez se encontró con que el
recuerdo la transportaba al dormitorio de Mimi en la calle Rué, y allí el armario se
alzaba amenazador sobre ella como un fantasma lleno de reproches. ¿Qué había
querido decirle la abuela con el aroma de lavanda? ¿Y cómo había logrado la proeza
de comunicar pensamientos entre ellas? ¿Era algo de lo que siempre había sido
capaz? Si era así, ¿qué otros poderes poseía?
—¿Es usted Suzanna Parrish?
He ahí por lo menos una pregunta que Suzanna era capaz de responder.
—Sí.
—Yo soy el doctor Chai.
El rostro que tenía delante era redondo como una galleta, e igual de blanco.
—Su abuela, la señora Laschenski...
—¿Sí?
—Su estado ha sufrido un grave deterioro. ¿Es usted su único pariente?
—El único que tiene en este país. Mi padre y mi madre están muertos. Tiene un
hijo. Vive en Canadá.
—¿Tiene usted algún medio de ponerse en contacto con él?
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—No tengo aquí su número de teléfono..., pero podría conseguirlo.
—Creo que debería informársele —dijo Chai.
—Sí, naturalmente —convino Suzanna—. ¿Qué tengo que...? Es decir, ¿puede
usted decirme cuánto tiempo le queda de vida?
El doctor suspiró.
—Es algo bastante difícil de calcular —dijo—. Cuando ingresó no creí que
pudiera aguantar aquella noche. Pero lo hizo. Y la siguiente. Y la siguiente. Se ha
aferrado a la vida. Tiene una tenacidad realmente extraordinaria. —Hizo una pausa y
miró directamente a Suzanna—. Estoy convencido de que la esperaba a usted.
—¿A mí?
—Eso creo. El nombre de usted es la única palabra coherente que ha pronunciado
en el tiempo que lleva aquí. No creo que estuviese dispuesta a dejarse ir antes de que
usted llegase.
—Comprendo —dijo Suzanna.
—Debe de ser usted muy importante para ella —continuó el médico—. Es bueno
que la haya visto usted. Hay tantos ancianos que mueren aquí sin que parezca
importarle a nadie... ¿Dónde se aloja usted?
—No lo había pensado. En un hotel, supongo.
—Quizá quiera usted darnos un número de teléfono donde poder avisarla en caso
de que se presente la necesidad.
—Desde luego.
Tras decir aquello, el médico le hizo una inclinación de cabeza y la dejó con sus
pensamientos. No estuvieron menos ciegos durante la conversación.
Mimi Laschenski no la quería, como había dado por sentado el médico; ¿cómo
podía quererla? No sabía absolutamente nada de cómo había crecido su nieta; eran
como libros cerrados la una para la otra, y sin embargo algo de lo que Chai había
dicho sonaba a verdad. Quizá hubiera estado esperándola, llevando a cabo una gran
pelea hasta que la hija de su hija acudiese a la cabecera de su cama.
¿Y por qué? ¿Para cogerle la mano y gastar su última gota de energía en darle a
Suzanna un fragmento de cierto tapiz? Era un bonito regalo, pero significaba
demasiado o demasiado poco. Fuera lo que fuese, Suzanna no lo comprendía.
Volvió a la habitación Cinco. La enfermera estaba atendiendo a la anciana, que
permanecía inmóvil como una piedra sobre la almohada. Con los ojos cerrados y las
manos tendidas a los lados, Suzanna se quedó mirándole fijamente la cara, que de
nuevo volvía a estar floja. No le decía nada.
Le cogió la mano a Mimi y la sostuvo durante unos momentos, con fuerza; luego
se marchó. Volvería a la calle Rue, decidió, y vería si el hecho de estar en la casa le
refrescaba un par de recuerdos.
Había pasado mucho tiempo olvidando su infancia, situándola en un lugar donde
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no pudiera poner en riesgo una madurez conseguida a base de mucho esfuerzo. Y
ahora, con las cajas cerradas herméticamente, ¿qué encontraba? Un misterio que
desafiaba su yo adulto y la engatusaba para hacerla volver al pasado en busca de una
solución.
Recordó el rostro del espejo del armario, aquel que le había hecho bajar llorando
las escaleras.
¿Seguiría esperando allí? ¿Y seguiría siendo suyo?
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VI. MOONEY EL LOCO
Cal estaba asustado como nunca lo había estado antes en su vida. Se encontraba en su
habitación, cuya puerta estaba cerrada con llave, y temblaba.
El temblor había comenzado pocos minutos después de los acontecimientos de la
calle Rué, hacía ya cosa de veinticuatro horas, y no daba excesivas muestras de ir a
cesar. A veces hacía que le temblasen tanto las manos que apenas podía sostener el
vaso de whisky que había acunado entre ellas durante toda la noche, pasada casi sin
dormir; otras veces le hacía castañetear los dientes. Pero la mayor parte del temblor
no salía al exterior, se quedaba dentro. Era como si, de alguna manera, las palomas se
le hubieran metido en el vientre y estuvieran batiendo las alas contra sus entrañas.
Y todo porque había visto algo maravilloso y notaba en los huesos que su vida
nunca más volvería a ser la misma. ¿Cómo podía serlo? Había trepado al cielo y
desde arriba había tenido ocasión de contemplar el lugar secreto que había estado
esperando hallar desde la infancia.
Siempre había sido un niño solitario, tanto por elección propia como movido por
las circunstancias; los momentos de mayor felicidad que había tenido eran aquellos
en los que podía dar rienda suelta a la imaginación y dejarla vagar libremente.
Costaba poco emprender ese tipo de viajes. Al mirar atrás, le daba la impresión de
que se hubiera pasado la mitad de sus días escolares mirando por la ventana,
transportado por un verso cuyo significado no era capaz de descubrir por completo, o
por el sonido de alguien que cantaba en un aula distante, hacia un mundo más mordaz
y remoto que el que él conocía. Un mundo cuyos aromas eran transportados hasta su
nariz por vientos misteriosamente cálidos en un helado mes de diciembre; un mundo
cuyas criaturas le rendían homenaje ciertas noches a los pies de la cama, y con cuyos
pueblos él conspiraba en sueños.
Pero a pesar de lo familiar que resultaba aquel lugar y del consuelo que sentía allí,
la precisa naturaleza de aquello y su localización seguían mostrándose evasivas, y
aunque Cal leía cuantos libros encontraba que prometían tratar algún tema extraño,
siempre acababa decepcionado. Eran demasiado perfectos, aquellos reinos de la
infancia; todo miel y verano.
El verdadero País de las Maravillas no era así, él lo sabía. Había tantas sombras
como luz del sol, y los misterios sólo podían desvelarse cuando el ingenio de uno
estaba casi agotado y la mente a punto de estallar.
Ése era el motivo por el que Cal temblaba ahora, porque así era como se sentía.
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Como un hombre cuya cabeza está a punto de abrirse en dos.
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La cuestión era contarlo o no contarlo. Hablar de lo que había visto, y soportar las
risas y las miradas malintencionadas, o mantenerlo oculto. Una parte de él rabiaba de
ganas de hablar, de contárselo todo a alguien (aunque fuera Brendan) y ver qué
decían los demás. Pero otra parte le decía: «Calla, ten cuidado. El País de las
Maravillas no llega hasta los que andan por ahí parloteando sobre él, sólo les llega a
los que guardan silencio y esperan.»
De manera que eso fue lo que hizo. Se sentó, se puso a temblar y esperó.
El País de las Maravillas no hizo acto de presencia, pero la que sí lo hizo fue
Geraldine, y no estaba de humor para lunáticos. Cal oyó la voz de la muchacha abajo,
en el recibidor; oyó a Brendan decirle que Cal estaba enfermo y que no quería que le
molestasen, y también la oyó a ella decir que tenía intención de ver a Cal estuviera
enfermo o no; y acto seguido Geraldine se encontraba ante la puerta.
—¿Cal?
Trató de abrir moviendo el pomo, pero se encontró con que la puerta estaba
cerrada con llave y dio unos golpecitos enérgicos en ella.
—¿Cal? Soy yo. Despierta.
Cal fingió estar amodorrado, para lo cual le resultó de mucha utilidad el hecho de
tener ya la lengua bien empapada de whisky.
—¿Quién es? —preguntó.
—¿Por qué tienes la puerta cerrada con llave? Soy yo, Geraldine.
—No me encuentro demasiado bien.
—Déjame entrar, Cal.
Éste sabía que era mejor no discutir con ella cuando se encontraba de aquel
humor. Se acercó arrastrando los pies hacia la puerta y le dio la vuelta a la llave.
—Tienes un aspecto realmente horrible —le dijo Geraldine suavizando el tono de
voz en cuanto le puso los ojos encima—. ¿Qué te pasa?
—Estoy bien —protestó él—. De verdad. Es que me caí.
—¿Por qué no me llamaste? Te estuve esperando anoche para el ensayo de la
boda. ¿Se te había olvidado?
El sábado siguiente Teresa, la hermana mayor de Geraldine, iba a casarse con el
gran amor de su vida, un muchacho católico y bueno cuya fertilidad difícilmente
podía ponerse en duda: su amada estaba embarazada de cuatro meses. Sin embargo
no iban a permitir que aquel abultado vientre ensombreciera los procedimientos
habituales: la boda iba a ser algo grande. Cal, que llevaba dos años cortejando a
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Geraldine, era un invitado apreciado, dadas las esperanzas generales de que acabaría
siendo el siguiente en intercambiar votos con una de las cuatro hijas de Norman
Kellaway. Sin duda la ausencia de Cal en el ensayo había sido considerada como una
herejía de poca importancia.
—Te lo había recordado, Cal —le dijo Geraldine—. Ya sabes lo importante que es
para mí.
—Es que tuve un pequeño problema —le explicó él—. Me caí de una tapia.
Geraldine se mostró incrédula.
—¿Y qué hacías tú subido a una tapia? —le preguntó como si a su edad Cal
debiera estar ya por encima de semejantes indignidades.
Cal le contó brevemente la escapada de 33 y le explicó la persecución que él
había tenido que llevar a cabo hasta la calle Rue. Fue un relato muy parcial,
naturalmente. En él no se mencionaba para nada la alfombra ni lo que Cal había visto
en ella.
—¿Encontraste al pájaro? —preguntó Geraldine cuando Cal hubo terminado de
relatar la persecución.
—En cierto modo —le contestó él. En realidad cuando volvió a casa, a la calle
Chariot. Brendan le había informado de que 33 había regresado volando hasta el
palomar a última hora de la tarde, y que ya se encontraba otra vez junto a su moteada
esposa. Cal le contó esto a Geraldine.
—¿De modo que no fuiste al ensayo para buscar a una paloma que de todas
maneras acabó volviendo sola a casa? —dijo Geraldine.
Cal asintió.
—Pero ya sabes lo mucho que papá quiere a sus pájaros —indicó.
La mención de Brendan suavizó aún más a Geraldine; ella y el padre de Cal se
habían hecho amigos rápidamente desde que Cal los presentara.
—Esta chica reluce —le había dicho Cal a su padre—. Consérvala bien, porque si
no lo haces tú, lo hará otro.
Eileen nunca se había sentido tan segura de ello. Siempre se había mostrado
bastante distante con Geraldine, hecho que sólo había servido para aumentar los
elogios de Brendan hacia la chica.
La sonrisa que Geraldine le ofrecía ahora a Cal era suavemente indulgente.
Aunque Cal había estado poco dispuesto a dejarla entrar en la habitación para que le
echara a perder el ensueño en que se hallaba, de pronto agradecía la compañía de la
muchacha. Incluso advirtió que el temblor le había disminuido un poco.
—Esto está muy cargado —dijo ella—. Necesitas aire fresco. ¿Por qué no abres la
ventana?
Cal aceptó la sugerencia. Cuando se dio la vuelta Geraldine se había sentado en la
cama con las piernas cruzadas, de espaldas al collage de fotografías que él había
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colgado allí en su juventud y que sus padres nunca se habían decidido a quitar. El
Muro de las Lamentaciones, la llamaba Geraldine, a la que siempre había molestado
aquel desfile de estrellas de cine y nubes de champiñones, políticos y cerdos.
—El vestido es precioso —dijo ella.
Cal se quedó un poco perplejo ante aquel comentario, pues tenía los reflejos
lentos.
—El vestido de Teresa —le recordó Geraldine.
—Ah.
—Siéntate a mi lado, Cal.
Él se quedó remoloneando junto a la ventana. El aire era fragante y limpio. Le
recordaba...
—¿Qué te pasa? —le preguntó ella.
Cal tenía las palabras en la punta de la lengua. «He visto el País de las
Maravillas», quería decirle. Eso era, en suma. El resto —las circunstancias, la
descripción—, los demás detalles no eran más que sutilezas. Las palabras esenciales
eran bastante fáciles, ¿verdad? «He visto el País de las Maravillas.» Y si había
alguien en su vida a quien debiera decírselo, era a aquella mujer.
—Dime, Cal —le preguntó ella—. ¿Estás enfermo?
Él meneó la cabeza.
—He visto... —empezó.
Geraldine lo miró con absoluta perplejidad.
—¿Qué? —le urgió ella—. ¿Qué has visto?
—He visto... —volvió a empezar Cal, pero de nuevo se interrumpió. La lengua se
negaba a obedecer las instrucciones que le daba; sencillamente las palabras no
acudían. Desvió la mirada de la cara de Geraldine y la puso en el Muro de las
Lamentaciones—. Esas fotografías... —dijo por fin—, son una monstruosidad.
Una extraña euforia lo invadió por haber estado tan cerca de decirlo y haberse
vuelto atrás. La parte de él que deseaba que lo que había visto permaneciera en
secreto había ganado la batalla en aquel momento, y quizá incluso la guerra. Cal no
podía decírselo. Ni ahora ni nunca. Era un gran alivio haberse decidido.
«Soy Mooney el Loco», pensó para sus adentros. No era tan mala idea, después
de todo.
—Parece que ya te encuentras mejor —le dijo ella—. Debe de ser por el aire
fresco.
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¿Qué lección podía aprender él del poeta loco, ahora que eran espíritus compañeros?
¿Qué haría Mooney el Loco si estuviera en el pellejo de Cal?
Jugaría a cualquier cosa que fuera necesario, fue la respuesta que le vino a la
cabeza, y luego, cuando el mundo no estuviera mirándolo, buscaría, buscaría hasta
que encontrase el lugar que había visto, y no importaba que al hacerlo estuviera
invitando al delirio. Encontraría su sueño, se aferraría a él y nunca lo soltaría.
Estuvieron hablando un poco más, hasta que Geraldine anunció que tenía que
marcharse. Todavía quedaban muchos preparativos de boda que hacer aquella tarde.
—Nada de volver a perseguir palomas —le advirtió a Cal—. Quiero tenerte allí el
sábado. —Le puso los brazos alrededor del cuello—. Estás demasiado delgado —dijo
—. Voy a tener que alimentarte.
«Ahora espera que la beses —le susurró el poeta loco al oído—. Complace a la
dama. No nos conviene que piense que has perdido interés por copular sólo porque
has estado a mitad de camino hacia el cielo y has regresado. Bésala y dile algunas
palabras amables.»
Cal pudo darle el beso, aunque tenía miedo de que se notase que aquella pasión
no era espontánea. Sus temores eran infundados. La muchacha correspondió al
fingido fervor de Cal con material auténtico, apretando fuertemente contra él aquel
cuerpo tan cálido.
«Eso es —dijo el poeta—; ahora busca algo seductor que decirle y que se vaya a
casa contenta.»
Pero ahí la confianza de Cal falló. No era muy diestro en lo referente a decir cosas
dulces, nunca lo había sido.
—Hasta el sábado —fue todo lo que se le ocurrió. Ella pareció contentarse con
eso. Volvió a besarlo y acto seguido se marchó.
Cal la miró desde la ventana, contando sus pasos hasta que dobló la esquina.
Luego, cuando su amor se perdió de vista, fue en busca del deseo de su corazón.
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SEGUNDA PARTE
NACIMIENTOS, MUERTES Y
MATRIMONIOS
La lengua de hierro de la medianoche ha dicho doce; amantes, a la
cama; es casi la hora de las hadas.
Shakespeare,
El sueño de una noche de verano
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I. EL TRAJE DE LUCES
Cal salió a un día húmedo y viciado. No tardaría mucho el verano en permitir que el
otoño empezase a dejarse sentir. Incluso la brisa parecía cansada, condición que
resultaba contagiosa. Cuando Cal llegó a las proximidades de la calle Rue notaba los
pies hinchados dentro de los zapatos y el cerebro igualmente hinchado dentro del
cráneo.
Y encima, para añadirle más sal a la herida, no era capaz de encontrar aquella
maldita calle. El día anterior había hecho todo el trayecto hasta la casa con los ojos
puestos en los pájaros más que en el camino que estaba recorriendo, así que sólo tenía
una vaga noción, llena de imprecisiones, del lugar donde se hallaba la misma.
Comprendiendo que podría pasarse varias horas deambulando por la zona sin
encontrar la calle, preguntó el camino a un grupo de quinceañeros que se encontraban
muy ocupados jugando a la guerra en una esquina. Le hicieron cambiar de dirección
haciendo gala de una gran seguridad. No obstante, bien fuera por ignorancia o por
malicia, las indicaciones resultaron ser del todo incorrectas, y Cal se encontró
vagando por allí en círculos, cada vez más desesperado, mientras la frustración le iba
en aumento.
Cualquier sexto sentido que hubiera podido esperar —algún instinto que le guiara
infaliblemente a la región de sus sueños— brillaba por su ausencia.
Así, pues, fue solamente la suerte, la perra suerte, lo que finalmente lo llevó a la
esquina de la calle Rue y a la casa que en otro tiempo había pertenecido a Mimi
Laschenski.
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Cuando, ya alrededor de la una, logró establecer comunicación con su tío Charlie, el
único hijo de Mimi escuchó la noticia sin mostrar la menor traza de sorpresa. Ni
siquiera se ofreció a dejar el trabajo para salir corriendo hacia la cabecera de su
madre; sólo le pidió con toda educación a Suzanna que lo volviera a llamar cuando
tuviese «más noticias», dando a entender con ello posiblemente que no esperaba que
lo llamase de nuevo hasta que hubiera llegado el momento de mandarle a su madre
una corona de flores. Hasta ese punto llegaba su devoción filial.
Cuando acabó con esta llamada, Suzanna telefoneó al hospital. No había habido
ningún cambio en el estado de la paciente. «Está estabilizada», fue la profesional
expresión de la enfermera. Ello le evocó una extraña imagen de Mimi ataviada de
montañera y colgando de la pared de un precipicio. Aprovechó la oportunidad para
preguntar por los efectos personales de su abuela, y le comunicaron que había llegado
al hospital sin tan siquiera un camisón. Lo más probable era que los buitres de los que
había hablado la señora Pumphrey se hubieran llevado ya de la casa todo lo que
valiera la pena —armario incluido—, pero decidió acercarse por la casa de todos
modos para ver si aún podía rescatar cualquier cosa que le hiciera un poco más
llevadera a Mimi sus últimas horas. Encontró un pequeño restaurante italiano en las
cercanías del hotel, comió allí y luego se fue en coche hasta la calle Rue.
Los hombres del camión de mudanzas habían dejado cerrada la puerta de la verja del
patio trasero, pero no habían echado el cerrojo. Cal la abrió y entró en el patio. Si
había albergado esperanzas de encontrarse con alguna revelación, la decepción fue
grande. Allí no había nada extraordinario. Sólo algunas flores silvestres secas que
brotaban entre las losas y un revoltijo de enseres que el trío de las mudanzas había
desechado como cosas sin valor. Incluso las sombras, que hubieran podido ocultar
alguna gloria, resultaban plácidas y nada misteriosas.
De pie en mitad del patio —donde todos los misterios que habían trastocado su
cordura se le habían desvelado—, dudó por primera vez, dudó verdaderamente de
que realmente el día antes hubiera sucedido algo.
Quizá encontrara algo dentro de la casa, se dijo; algún resto del naufragio al que
agarrarse y mantenerse a flote en aquel mar de dudas.
Cruzó el suelo sobre el que había estado extendida la alfombra, hacia la puerta de
atrás. O bien los hombres de la mudanza la habían dejado sin cerrar con llave, o bien
algunos vándalos la habían forzado. De cualquier modo, estaba entreabierta. Entró.
Por lo menos las sombras eran más densas en el interior; había allí lugar para lo
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fabuloso. Esperó a que los ojos se le acostumbrasen a las tinieblas. «¿Realmente sólo
habían pasado veinticuatro horas desde que estuviera allí?», pensó al tiempo que,
aguzando la mirada, escudriñaba el tétrico interior. ¿Sólo era el día anterior cuando él
había entrado en aquella casa con la única idea en la cabeza de atrapar a un pájaro
perdido? Esta vez tenía mucho más que encontrar.
Recorrió sin rumbo la distancia que lo separaba del pasillo, buscando en todas
partes algún eco de lo que había experimentado el día anterior. Sus esperanzas
decaían más a cada paso que daba. Sombras había, pero estaban desiertas. El lugar se
encontraba por completo desprovisto de milagros. Éstos habían desaparecido junto
con la alfombra.
Empezó a subir las escaleras, pero se detuvo a medio camino. ¿Qué necesidad
había de seguir adelante? Estaba claro que había perdido la oportunidad. Si deseaba
volver a descubrir la visión que había vislumbrado y perdido el día anterior, tendría
que ponerse a registrar en otra parte. Fue la pura tenacidad, por tanto —uno de los
atributos de Eileen—, lo que le obligó a seguir subiendo.
En lo alto de las escaleras el aire era tan plomizo que hacía que incluso respirar
resultase un trabajo pesado. Aquello, junto con el hecho de que aquel día él se sentía
como un intruso —no muy bien recibido en aquella tumba—, lo puso ansioso por
confirmar su creencia de que el lugar no tenía ninguna magia que mostrarle, y luego
marcharse.
Al encaminarse hacia la puerta del dormitorio delantero algo se movió detrás de
él. Se volvió. Los obreros habían apilado varios muebles en lo alto de las escaleras, y
al parecer luego habían decidido que no valía la pena seguir sudando para
transportarlos. Una cómoda y varias sillas y mesas. El ruido había venido de detrás de
aquellos muebles. Y ahora volvía a oírlo.
En un primer momento se imaginó que serían ratas. El sonido sugería varios
juegos de patas de animal correteando. «Vive y deja vivir», pensó; no tenía más
derecho que ellas a estar allí. Menos, quizá. Las ratas probablemente habían ocupado
la casa durante generaciones.
Volvió a la tarea que tenía entre manos; abrió la puerta de un empujón y entró en
la habitación delantera. Las ventanas estaban mugrientas, y además los manchados
visillos de encaje impedían aún más el paso de la luz. Había una silla volcada sobre
las tablas desnudas del suelo y alguien había colocado con cierto ingenio tres
extraños zapatos sobre la repisa de la chimenea. Por lo demás, la habitación estaba
vacía.
Permaneció de pie unos momentos y luego, al oír risas en la calle y necesitar la
tranquilidad que la risa pudiera proporcionarle, cruzó hacia la ventana y apartó el
vítulo a un lado. Pero antes de descubrir la procedencia de aquella risa abandonó la
investigación. Notó en el vientre, antes de que los sentidos pudieran confirmarlo, que
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alguien había entrado en la habitación detrás de él. Dejó caer el visillo y se dio la
vuelta. Un hombre ancho ya entrado en años, vestido demasiado bien para aquel lugar
abandonado, se había unido a él en aquella media luz. Los hilos de la chaqueta gris
que llevaba el hombre eran casi iridiscentes. Pero más llamativa resultaba aún su
sonrisa. Una sonrisa ensayada, propia de un actor o de un predicador. Fuera lo que
fuese, era la expresión de un hombre que buscaba conversación.
—¿Puedo ayudarle en algo? —le preguntó. Tenía la voz resonante y cálida, pero
el modo repentino en que había aparecido había dejado helado a Cal.
—¿A mí? —inquirió a su vez, por decir algo.
—¿Le interesa quizá adquirir alguna propiedad? —inquirió el otro hombre.
—¿Adquirir? No... yo... sólo estaba... verá usted... echando un vistazo.
—Es una casa estupenda —dijo el desconocido esbozando una sonrisa tan firme
como el apretón de manos de un cirujano, e igual de antiséptica—. ¿Entiende usted
mucho de casas?
Pronunció aquella frase como las anteriores, sin ironía ni malicia. Al ver que Cal
no respondía, el hombre continuó hablando.
—Soy vendedor. Me llamo Shadwell. —Se quitó con cuidado el guante de piel de
cabritilla de una mano de dedos gruesos—. ¿Y usted?
—Cal Mooney. Es decir, Calhoun.
El hombre le tendió la mano desnuda. Cal dio dos pasos hacia el hombre —que
medía sus buenos diez centímetros más que el metro setenta y cinco de Cal— y le
estrechó la mano. La fresca palma del hombre hizo a Cal percatarse de que él estaba
sudando como un cerdo.
Una vez que terminaron de saludarse, el amigo Shadwell se desabrochó la
chaqueta, la abrió y sacó un bolígrafo del bolsillo interior. Aquel gesto de desenfado
dejó al descubierto brevemente el forro de la prenda, y por algún efecto de la luz dio
la impresión de que brillaba, como si la tela estuviera tejida con hilos de espejo.
Shadwell captó la expresión del rostro de Cal. La voz le sonó ligera como una
pluma al decir:
—¿Ve usted algo que le guste?
Cal no se fiaba de aquel hombre. ¿Era la sonrisa o los guantes de piel de cabritilla
lo que lo hacían parecer sospechoso? Sea lo que fuere, Cal deseaba permanecer el
menor tiempo posible en compañía de aquel hombre.
Pero había algo en la chaqueta. Algo que atrapaba la luz y hacía que a Cal el
corazón le latiera un poco más deprisa.
—Por favor... —le animó Shadwell—. Eche una mirada. —Se llevó de nuevo la
mano a la chaqueta y la abrió—. Dígame... —ronroneó— si ve usted aquí algo que se
le antoje.
Esta vez se abrió la chaqueta del todo, dejando el forro bien a la vista. Y sí, la
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primera impresión de Cal había sido acertada. Brillaba de verdad.
—Como acabo de decirle, soy vendedor —le estaba explicando Shadwell—. Para
mí, es una Norma de Oro llevar siempre conmigo algunas muestras de mi mercancía.
Mercancía. Cal pronunció aquella palabra en el interior de la cabeza, con la
mirada todavía fija en el forro de la chaqueta. Qué palabra más extraña: mercancía. Y
allí, en el forro de la chaqueta, casi podía ver la palabra solidificada. ¿Eran joyas,
aquello que relucía allí? Gemas artificiales con un brillo que cegaba como sólo lo
falso podía cegar. Miró entornando los ojos al interior de aquel hechizo en un intento
de encontrarle sentido a lo que veía, mientras la voz del Vendedor continuaba
queriendo persuadirle.
—Dígame qué es lo que le gusta y es suyo. No puedo jugar más limpio, ¿no le
parece? Un joven como usted debería ser capaz de decidirse a escoger. Para usted el
mundo es como una ostra. Eso está claro para mí. Se abre delante de usted. Coja lo
que guste. Libre, gratis y sin recargo. Usted dígame lo que ve ahí dentro, y al instante
lo tendrá en las manos...
«Aparta la vista», le decía una voz interior a Cal; no hay nada gratis. Siempre hay
que pagar un precio.
Pero Cal tenía la vista tan hechizada a causa de los misterios ocultos en los
pliegues de la chaqueta que en aquel momento no habría podido desviar los ojos
aunque su vida hubiera dependido de ello.
—Dígame... lo que ve —le decía el Vendedor.
Ah, he ahí el dilema.
—...y es suyo.
Cal vio tesoros olvidados, cosas en las que en otro tiempo había puesto todo el
corazón, hasta había llegado a pensar que si las poseía nunca más querría nada.
Chucherías sin valor, la mayoría de ellas; pero cosas que tenían la virtud de
despertarle antiguos anhelos. Un par de anteojos de rayos X que había visto
anunciados en la contraportada de un tebeo (¡Vea a través de las paredes! ¡Impresione
a sus amigos!), pero nunca había podido comprar. Y allí estaban ahora con las lentes
de plástico resplandecientes. Al verlas Cal recordó las largas noches de octubre en
que permanecía tumbado en la cama, despierto, preguntándose cómo funcionarían.
¿Y qué era eso que había junto a los anteojos? Otro fetiche de su infancia. La
fotografía de una mujer vestida únicamente con unos zapatos de tacón de aguja y un
taparrabos de lentejuelas; la estampa le presentaba los pechos, exageradamente
grandes, al espectador. El poseedor de aquella fotografía era el chico que vivía dos
puertas más abajo de Cal; según decía, se la había robado de la cartera a su tío. Cal
había deseado tanto tenerla que creyó que moriría de ganas. Ahora la fotografía
colgaba, como un manoseado recuerdo, en el resplandeciente flujo de la chaqueta de
Shadwell, y sería suya sólo con pedirlo.
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Pero no bien había hecho su aparición cuando ya se desvaneció, y en su lugar
aparecieron nuevos premios para tentarlo.
—¿Qué es lo que ve, amigo mío?
Las llaves de un automóvil que Cal había anhelado poseer. Una paloma
campeona, ganadora de innumerables concursos, de la que había sentido tanta envidia
que la hubiese raptado con gusto...
—Sólo tiene que decirme lo que ve. Pídamelo, y será suyo...
Había tantas cosas... Todos los objetos que le habían parecido —durante una
hora, durante un día— el eje sobre el que giraba el mundo se encontraban ahora
colgados en el maravilloso almacén que era la chaqueta del Vendedor.
Pero todos ellos eran fugaces. Sólo hacían acto de presencia para volver a
evaporarse de inmediato. Había algo más allí, algo que impedía que aquellas
trivialidades le llamasen la atención durante más de unos breves instantes. Qué era,
todavía no podía verlo.
Tuvo conciencia débilmente de que Shadwell le dirigía de nuevo la palabra y de
que el tono de voz del Vendedor se había alterado un tanto. Flotaba en él cierta
perplejidad teñida de exasperación.
—Hable usted, amigo mío... ¿Por qué no me dice lo que quiere?
—No logro... verlo... bien.
—Entonces inténtelo con más empeño. Concéntrese.
Cal lo intentó. Las imágenes iban y venían, aunque no eran más que cosas
insignificantes. El filón original seguía escabulléndose.
—No lo está intentando con todas sus fuerzas —le reprendió el Vendedor—. Si
un hombre desea algo firmemente tiene que concentrar en ello toda su atención. Tiene
que asegurarse de que lo tiene bien claro en la cabeza.
Cal comprendía muy bien la enorme sabiduría que encerraba aquello, y por eso
redobló los esfuerzos. Traspasar con la mirada los oropeles y conseguir ver el
verdadero tesoro que yacía más allá se había convertido en un reto para él. Una
curiosa sensación acompañaba esta concentración; sentía cierto desasosiego en el
pecho y en la garganta, como si alguna parte de su persona se estuviera disponiendo a
ausentarse, a salir de él y a recorrer la misma trayectoria que seguía su mirada. Como
si alguna parte de él estuviera dispuesta a desaparecer en el interior de la chaqueta.
En el fondo de la cabeza de Cal, allí donde el cráneo se une a la columna
vertebral, las voces de advertencia seguían murmurando. Pero él estaba demasiado
empeñado para resistirse. Fuera lo que fuese aquello que contenía el forro, lo estaba
haciendo padecer al no mostrársele del todo. Cal miraba y miraba, desafiando al
decoro, hasta que el sudor empezó a correrle por las sienes.
Aquel embaucador monólogo de Shadwell había adquirido ahora una nueva
confianza. La cobertura de azúcar se había resquebrajado hasta acabar por caerse. La
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nuez que había debajo era amarga y oscura.
—Adelante... —le dijo el Vendedor—. No sea tan condenadamente débil. Aquí
hay algo que usted quiere, ¿no es así? Lo desea con locura. Adelante. Dígamelo.
Escúpalo. De nada sirve esperar. Mientras uno no se decide se corre el riesgo de que
la oportunidad se escape.
Finalmente, la imagen empezó a hacerse más clara...
—No tiene más que decírmelo y es suyo.
Cal notó que el viento le daba en la cara, y de pronto se encontró otra vez
volando; el país de las maravillas se extendía ante él. Todas aquellas profundidades y
alturas, los ríos, las torres..., todo se hacía visible allí, en el forro de la chaqueta del
Vendedor.
Jadeó ante aquella visión. Shadwell reaccionó veloz como el rayo.
—¿Qué es?
Cal seguía mirando fijamente, sin habla.
—¿Qué es lo que ve?
Cal se vio asaltado por una gran confusión. Se sentía regocijado al ver la tierra,
aunque también un poco temeroso de lo que estaba seguro se le iba a pedir que diera
(quizá, sin saberlo bien, estuviera ya dándolo) a cambio de aquellas vistas
sicalípticas. Shadwell llevaba el daño dentro de él, con todas aquellas sonrisas y
promesas.
—Dígame... —le exigió el Vendedor.
Cal trató de impedir que le acudiera una respuesta a los labios. No quería
traicionar su secreto.
—¿Qué es lo que ve?
Aquella voz era muy difícil de resistir.
Cal quería guardar silencio, pero la respuesta surgió de él sin pretenderlo.
—Yo... —(«No lo digas», le advertía el poeta)—, veo... («Resiste. Aquí hay algo
malo»)—. Yo... veo...
—Ve la Fuga.
La voz que había terminado la frase era la de una mujer.
—¿Estás segura? —le preguntó Shadwell.
—Nunca estuve más segura. Mírale a los ojos.
Cal se sintió tonto y vulnerable, tan hipnotizado por aquellas vistas extendidas en
el forro de la chaqueta que era incapaz de dirigir los ojos en dirección a los que ahora
lo estaban tasando.
—Él lo sabe —dijo la mujer. En la voz no había ni rastro de calor. Ni siquiera,
quizá, de humanidad.
—Entonces tenías razón —le concedió Shadwell—. La Fuga ha estado aquí.
—Desde luego.
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—Muy bien —dijo Shadwell; y cerró de golpe la chaqueta.
El efecto que ello provocó en Cal fue similar al de un cataclismo. Con el mundo
—la Fuga, como lo había llamado aquella mujer— tan bruscamente arrebatado de
delante se sentía débil como una criatura. Hizo todo lo que pudo por permanecer en
pie. Con bastantes escrúpulos, volvió los ojos en dirección a la mujer.
Era hermosa: aquello fue lo primero que Cal pensó. Iba vestida de colores rojo y
púrpura, pero tan oscuros que resultaban casi negros; el tejido se le envolvía
alrededor de la parte superior del cuerpo, ciñéndoselo de tal forma que la hacía
parecer casta al mismo tiempo. La madurez de aquella mujer estaba envuelta y
sellada, y, por el hecho de estar sellada, resultaba erótica. La misma paradoja
impregnaba todas sus facciones. Se había afeitado la raíz del cabello por lo menos un
par de centímetros hacia atrás, y tenía las cejas totalmente depiladas, lo cual le
proporcionaba una expresión misteriosamente inocente. Pero la carne le brillaba
como si la llevase llena de aceite, y aunque el afeitado y la ausencia de cualquier
trazo de maquillaje que resaltase las facciones parecían actos en contra de su belleza,
no podía negarse la sensualidad que había en aquel rostro. La boca estaba demasiado
bien esculpida y los ojos —de color ocre oscuro un instante, dorados al siguiente—
resultaban demasiado elocuentes para disfrazar los sentimientos que albergaban. Qué
clase de sentimientos eran aquéllos, Cal sólo consiguió descifrarlo de una manera
muy vaga. Sentimientos de impaciencia, ciertamente, como si el hecho de estar allí la
pusiera enferma y agitase alguna furia que Cal no sentía el menor deseo de ver
desencadenada. De desprecio —hacia él, lo más probable—, aunque, sin embargo,
los ojos permanecían enfocados sobre él, como si aquella mujer estuviera
traspasándolo con la mirada hasta los tuétanos y se dispusiera a congelarlo con el
pensamiento.
No obstante, no había tales contradicciones en la voz. Era acero y acero.
—¿Cuánto tiempo hace? —le exigió la mujer—. ¿Cuánto tiempo hace que usted
vio la Fuga?
Cal no pudo sostenerle la mirada más que un momento. Luego apartó la mirada
en dirección a la repisa de la chimenea y hacia los pies del trípode.
—No sé de qué está usted hablando —le dijo.
—Usted la ha visto. Y la ha vuelto a ver en la chaqueta. Es inútil que lo niegue.
—Es mejor que conteste —le aconsejó Shadwell.
Cal desvió la mirada desde la repisa de la chimenea a la puerta. La habían dejado
abierta.
—Pueden irse los dos al infierno —les hizo saber tranquilamente.
¿Se echó a reír Shadwell? Cal no estaba seguro.
—Queremos la alfombra —le indicó la mujer.
—Nos pertenece, ¿comprende? —le dijo Shadwell—. Tenemos legítimo derecho
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a reclamarla.
—Así que, si fuera usted tan amable... —continuó la mujer mientras los labios se
le curvaban ante aquella cortesía—, dígame dónde ha ido a parar la alfombra y luego
daremos este punto por terminado.
—Así de fáciles son las condiciones —le explicó el Vendedor a Cal—. Díganoslo,
y nos iremos.
Alegar ignorancia no le serviría de defensa, pensó Cal; sabían que él estaba al
corriente y no se dejarían convencer de otra cosa. Se sentía atrapado. A pesar de que
las cosas se habían vuelto peligrosas, Cal se sentía regocijado en su interior. Aquellos
seres que lo atormentaban le habían confirmado la existencia del mundo que había
vislumbrado; la Fuga. La urgencia de apartarse de ellos lo más rápidamente posible
se apaciguaba con el deseo de seguirles el juego y la esperanza de que le dijeran algo
lilas acerca de la visión que había presenciado.
—Puede ser que la haya visto —dijo.
—Nada de puede ser —replicó la mujer.
—Es todo tan confuso... —continuó Cal—. Recuerdo algo, pero no estoy muy
seguro de qué era.
—¿No sabe usted lo que es la Fuga? —le preguntó Shadwell.
—¿Por qué iba a saberlo? —repuso la mujer—. Se topó con ella por pura
casualidad.
—Pero la vio —dijo Shadwell.
—Muchos Cucos tienen algo de visión, pero ello no quiere decir que
comprendan. Este hombre se siente perdido, como todos ellos.
A Cal le ofendió el aire de superioridad de la mujer, aunque en lo esencial tuviera
razón. Perdido lo estaba.
—Lo que usted tuvo ocasión de ver no es asunto suyo —continuó diciendo la
mujer—. Sólo indíquenos dónde ha puesto la alfombra y luego olvídese hasta de que
alguna vez le puso los ojos encima.
—Yo no tengo la alfombra —dijo Cal.
El rostro entero de la mujer pareció oscurecerse; las pupilas de aquellos ojos
parecían luces que eclipsasen apenas cierta luz apocalíptica.
Procedentes del rellano, Cal volvió a oír los ruidos de carreras precipitadas que
antes había tomado por ratas. Ahora ya no estaba tan seguro.
—No me mostraré amable con usted durante mucho tiempo más —le dijo ella—.
Es usted un ladrón.
—No... —protestó Cal.
—Sí. Vino usted aquí para saquear la casa de una anciana y casualmente
vislumbró algo que no debía.
—No tendríamos que perder el tiempo de esta manera —apuntó Shadwell.
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Cal había empezado a lamentar ya la decisión que había tomado de seguirle el
juego a aquella pareja. Debía haber escapado mientras aún disfrutaba de alguna
oportunidad. El ruido procedente del otro lado de la puerta se iba haciendo más
fuerte.
—¿Oye eso? —le preguntó la mujer—. Son algunos de los bastardos de mi
hermana. Sus hijos ilegítimos.
—Son asquerosos —dijo Shadwell.
Podía creérselo.
—Una vez más —le dijo ella—. La alfombra.
Y una vez más Cal le dio la misma respuesta.
—No la tengo.
En esta ocasión sus palabras fueron más de súplica que de defensa.
—Entonces tendremos que obligarlo a usted a decírnoslo —le indicó la mujer.
—Ten cuidado, Immacolata —le advirtió Shadwell.
Si la mujer lo oyó, no se inmutó lo más mínimo por aquella advertencia.
Suavemente, comenzó a frotarse los dedos corazón y anular de la mano derecha
contra la palma de la izquierda, y ante aquella casi silenciosa llamada los hijos de su
hermana acudieron corriendo.
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II. LA PIEL DE LOS DIENTES
Suzanna llegó a la calle Rue poco antes de las tres, y lo primero que hizo fue ir a
decirle a la señora Pumphrey el estado en que se encontraba su abuela. La señora
Pumphrey la invitó a entrar en la casa con tanta insistencia que Suzanna no pudo
negarse. Estuvieron bebiendo té y charlando durante diez minutos más o menos:
principalmente de Mimi. Violet Pumphrey habló de la anciana sin malicia, pero el
retrato que de ella dibujó estaba lejos de ser halagador.
—Le cortaron el gas y la electricidad de la casa hace años —le dijo a Suzanna—.
No había pagado las facturas. Vivía en la miseria, y no porque yo no me preocupara
de ella como una buena vecina. Pero se ponía muy antipática si una le preguntaba por
la salud, ¿sabe usted?—. Bajó un poco el tono de voz—. Ya sé que no debería decirlo,
pero... me temo que su abuela no estaba del todo en sus cabales.
Suzanna murmuró algo como respuesta, algo que estaba segura quedaría sin ser
oído.
—Todo lo que tenía eran velas para iluminarse. Ni televisión, ni nevera. Sólo
Dios sabe lo que comía.
—¿Sabe usted si alguien tiene la llave de la casa?
—Oh, no, ella no habría hecho eso. Tenía más cerraduras en aquella casa que
cenas calientes haya usted tomado en su vida. No se fiaba de nadie, ¿sabe usted? De
nadie.
—Yo sólo quería echar un vistazo.
—Pues desde que ella se fue la gente no ha hecho más que entrar y salir de la
casa; probablemente la encontrará abierta de par en par. Hasta yo misma pensé en ir a
echar un vistazo, pero luego se me quitaron las ganas. Algunas casas..., no son del
todo naturales. ¿Sabe lo que quiero decir?
Suzanna lo sabía. Cuando por fin estuvo de pie ante la puerta del número
dieciocho, se confesó a sí misma que en realidad se alegraba de haber tenido que
llevar a cabo las distintas gestiones que habían retrasado aquella visita. El episodio
del hospital había hecho que una buena parte del recelo de la familia con respecto a
Mimi cobrara validez. Ella era diferente. Podía regalar sus sueños sólo con un simple
contacto, y fueran cuales fuesen los poderes que la anciana poseía, o por los que
estaba poseída, ¿acaso no encantarían también la casa en la que ella había pasado
tantos años?
Suzanna sintió que el abrazo del pasado la atenazaba y la oprimía: sólo que ya no
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era tan simple. Ella no se encontraba allí, titubeando en el umbral de la casa, sólo
porque temiera enfrentarse a los fantasmas de la niñez. Era que allí —en una etapa de
su vida en la que ya creía haber salido por completo de todo aquello— presentía
débilmente que algunos dramas aguardaban para ser representados, y que Mimi de
algún modo le había asignado a ella un papel central.
Puso la mano en la puerta. A pesar de lo que había dicho Violet, se encontraba
cerrada con llave. Se asomó por la ventana delantera y vislumbró el interior de una
habitación llena de escombros y polvo. Aquella desolación le resultó extrañamente
reconfortante. Quizá sus ansiedades, a pesar de todo, resultasen infundadas. Dio la
vuelta hasta la parte de atrás de la casa. Allí tuvo más suerte. La puerta del patio
estaba abierta y también la puerta trasera de la casa.
Entró en ella. El estado de la habitación delantera se repetía en aquella parte:
prácticamente se había eliminado cualquier rastro de la presencia de Mimi
Laschenski, con la excepción de algunas velas y chatarra sin valor. Experimentó una
desgraciada mezcla de reacciones. Por una parte la certeza de que ningún objeto de
valor había sobrevivido a aquella limpieza, y de que tendría que volver junto a Mimi
con las manos vacías; por otra, un innegable alivio de que así fuera: de que el
escenario estuviera desierto. Aunque colgó en las paredes, con la imaginación, los
cuadros ausentes, y volvió a poner en su lugar los muebles. Allí no había nada que
pudiera echar a perder el buen orden y tranquilidad de la vida que ella llevaba.
Avanzó desde el salón hasta el pasillo, echando una rápida mirada hacia el
interior del pequeño cuarto de estar antes de doblar la esquina hacia las escaleras. No
eran tan inclinadas ni tan oscuras. Pero antes de que empezara a subirlas, oyó
movimientos en el piso de arriba.
—¿Quién anda ahí? —preguntó...
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pero la criatura herida fue la más rápida de todas en perseguirle, caminando sobre las
manos igual que un cangrejo y escupiendo al mismo tiempo que se le acercaba. Una
rociada de saliva alcanzó la pared junto a la Cabeza de Cal, y en el papel se formaron
algunas ampollas. La repugnancia puso alas a los pies de Cal. En un instante alcanzó
la puerta.
Shadwell intentó interceptarlo, pero una de las bestias se le metió debajo de los
pies como un perro errante, y antes de que pudiera recuperar el equilibrio Cal estaba
ya en el rellano, fuera de la habitación.
La mujer que había gritado se encontraba al pie de las escaleras con el rostro
vuelto hacia arriba. Estaba allí como un día brillante tras una noche en la que él había
estado a punto de sucumbir en la habitación que ahora por fin dejaba atrás. Tenía
grandes ojos de color gris-azulado, rizos de cabello castaño rojizo, muy oscuro, le
enmarcaban la pálida cara, de la boca pugnaba por salirle una pregunta que la
frenética aparición de él había silenciado.
—¡Salga de aquí! —le gritó Cal al tiempo que se arrojaba escaleras abajo.
Ella permaneció de pie, jadeante.
—¡La puerta! —insistió Cal—. Por el amor de Dios, abra la puerta.
No miró para ver si aquellos monstruos le perseguían, pero oyó gritar a Shadwell
desde lo alto de las escaleras:
—¡Alto! ¡Al ladrón!
Los ojos de la mujer miraron en la dirección en que se hallaba el Vendedor,
después se volvieron de nuevo hacia Cal, y luego a la puerta.
—¡Ábrala! —le gritó Cal; y esta vez Suzanna se movió para hacerlo. O bien
Shadwell le inspiró desconfianza sólo con verlo, o sentía pasión por los ladrones.
Fuera lo que fuese, abrió la puerta de par en par. La luz del sol entró en la casa
mientras el polvo danzaba en sus rayos. Cal oyó un grito de protesta detrás de él, pero
la chica no hizo el menor movimiento para detener su huida.
—¡Salga de aquí! —le dijo Cal mientras traspasaba el umbral de la puerta y salía
a la calle.
Se alejó media docena de pasos y luego dio media vuelta para ver si la mujer de
los ojos grises lo seguía; pero ella seguía de pie en el pasillo.
—¿Quiere hacer el favor de venir? —le gritó.
Suzanna abrió la boca para decirle algo, pero Shadwell ya había llegado al final
de las escaleras y la empujó para apartarla de su camino. Cal no tenía tiempo que
perder; sólo lo separaban unos pasos del Vendedor.
El hombre del pelo estirado hacia atrás con fijador no hizo en realidad el menor
intento de persecución una vez que su presa estuvo al aire libre. El joven era enjuto
como un perro lebrel y el doble de rápido; el otro era un oso vestido con un traje
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«Savile Row». A Suzanna le desagradó desde el momento en que le puso los ojos
encima. Ahora Shadwell se volvió hacia ella y le dijo:
—¿Por qué ha hecho eso, mujer?
Suzanna no se dignó contestar a la pregunta. Por una parte, todavía estaba
intentando encontrarle sentido a lo que acababa de ver; por otra, ya no tenía puesta la
atención en aquel oso, sino en su compañera —o guardiana—, la mujer que lo había
seguido escaleras abajo. Tenía las facciones tan inexpresivas como las de un niño
muerto, pero Suzanna no había visto nunca una cara que ejerciera mayor fascinación.
—Apártate de mi camino —le dijo la mujer al llegar al final de las escaleras. Los
pies de Suzanna ya habían empezado a moverse cuando cambió de idea y decidió no
obedecer; en lugar de ello se interpuso directamente en el camino de la mujer,
bloqueándole la trayectoria hacia la puerta. Al hacerlo una oleada de adrenalina le
hirvió en todo el organismo, como si se hubiera puesto delante de un monstruo
destructor de hombres lanzado a toda velocidad.
Pero la mujer detuvo la carrera, y el gancho que era su mirada atrapó a Suzanna y
le levantó el rostro para someterlo a un detenido escrutinio. Al encontrarse con la
mirada de aquella mujer, Suzanna se dio cuenta de que la oleada de adrenalina había
sido muy oportuna: acababa de esquivar la muerte. Aquella mirada ya había matado,
Suzanna lo habría jurado; y volvería a matar. Pero no ahora; ahora la mujer estudiaba
a Suzanna llena de curiosidad.
—¿Era amigo suyo? —le preguntó al fin.
Suzanna oyó cómo pronunciaba las palabras, pero no habría podido jurar que los
labios de la mujer se hubieran movido para expresarlas. En la puerta, tras ella, el oso
dijo:
—Condenado ladrón.
Luego empujó a Suzanna por un hombro, con fuerza.
—¿No me oyó cuando se lo dije a usted? —inquirió.
Suzanna deseó volverse hacia el hombre y decirle que le quitase las manos de
encima, pero la mujer no había acabado todavía de estudiarla y la tenía sujeta con la
mirada.
—Sí que te oyó —dijo la mujer. Esta vez sí que movió los labios; y Suzanna notó
que la sujeción que ejercía sobre ella se aflojaba poco a poco. Pero la mera
proximidad de aquella mujer hacía que le temblase todo el cuerpo. Sentía como si
diminutos espinos le pinchasen la ingle y los pechos.
—¿Quién eres tú? —exigió la mujer.
—Déjalo estar —dijo el oso.
—Quiero saber quién es. Y por qué está aquí.
La mirada de la mujer, que se había trasladado brevemente hacia Shadwell, se
posó de nuevo en Suzanna, y la curiosidad tenía ahora una sombra de asesinato.
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—Aquí no hay nada que nosotros necesitemos... —estaba diciendo el hombre.
La mujer lo ignoró.
—Vámonos ya..., déjalo estar.
Había algo en el tono de voz de Shadwell semejante a cuando alguien intenta
camelarse a una persona histérica para evitar que se hunda presa de un ataque, y
Suzanna se alegró de aquella intervención.
—Hay demasiado público... —insistió— ...especialmente aquí...
Tras contener el aliento durante unos instantes eternos, la mujer hizo una levísima
inclinación de cabeza en señal de asentimiento, reconociendo que aquello era lo más
acertado. De pronto pareció perder cualquier tipo de interés por Suzanna y se dio la
vuelta de nuevo hacia las escaleras. En lo alto del tramo, donde Suzanna en otro
tiempo había imaginado que la aguardaban grandes terrores, la oscuridad no se
hallaba del todo en reposo. Había varias formas confusas moviéndose allá arriba,
formas tan insustanciales que ella no podía saber con certeza si las veía o solamente
intuía su presencia. Habían empezado a derramarse escaleras abajo como si fueran
humo venenoso, perdiendo cualquier asomo de solidez, que hubieran podido poseer a
medida que se aproximaban a la puerta abierta, hasta que al llegar a la altura de la
mujer, que las aguardaba al final de las escaleras, sus vapores se hicieron casi
invisibles.
La mujer se apartó de las escaleras y pasó al lado de Suzanna en dirección a la
puerta, llevándose consigo una nube de aire frío y corrompido, como si los fantasmas
que habían acudido a ella estuvieran ahora entrelazados alrededor de su cuello y
aferrados a los pliegues de su vestido. Transportados invisibles a la luz del sol del
mundo humano hasta que pudieran solidificarse de nuevo. El hombre se encontraba
ya fuera, en la acera, pero antes de salir a reunirse con él, su compañera se volvió
hacia Suzanna. No dijo nada, ni moviendo los labios ni sin moverlos. Aquellos ojos
eran de sobra expresivos: todas sus promesas carecían del menor asomo de alegría.
Suzanna apartó la mirada. Oyó los tacones de la mujer sobre el umbral de la
puerta. Cuando levantó la mirada de nuevo, la pareja ya se había ido. Lanzó un
profundo suspiro y se dirigió hacia la puerta. Aunque la tarde iba avanzando, el sol
era aún cálido y brillante.
No tenía nada de sorprendente que la mujer y el oso hubieran cruzado la calle
para irse caminando por la acera en la que daba la sombra.
Veinticuatro años es la tercera parte de una vida de buena duración; tiempo suficiente
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para formarse algunas opiniones acerca de cómo funciona el mundo. Hasta hacía sólo
unas horas, Suzanna habría jurado que ella, desde luego, tenía formadas dichas
opiniones. Ciertamente había considerables lagunas, cosas que no alcanzaba a
comprender: misterios, tanto fuera como dentro de su cabeza, que permanecían sin
desvelar. Pero eso en realidad había servido para que estuviese tanto más decidida a
no sucumbir a ningún sentimiento de autoengaño que pudiese conferir a aquellos
misterios cualquier tipo de poder sobre ella, un entusiasmo que atañía tanto a su vida
privada como a la profesional. En los asuntos amorosos siempre había moderado la
pasión con cierto sencido práctico, evitando la extravagancia emocional que tantas
veces había visto convertirse en crueldad y amargura. En las amistades que tenía
siempre había perseguido un equilibrio parecido: ni demasiado empalagosa ni
demasiado despegada. Y no digamos en lo referente a su artesanía. El auténtico
atractivo de hacer cuencos y botes era su pragmatismo; los caprichos del arte
sometido a disciplina por la necesidad de crear un objeto funcional.
La pregunta que solía formularse al contemplar la jarra más exquisita de la tierra
era: «¿Escancia bien?» Y ésta era, en cierto modo, una cualidad que buscaba en todas
y cada una de las facetas de su vida.
Pero he aquí un problema que desafiaba distinciones tan sensibles, que le hacía
perder el equilibrio, que la dejaba enferma y desconcertada.
Primero los recuerdos. Luego Mimi, más muerta que viva, pero transmitiendo
sueños a través del aire.
Y ahora este encuentro con una mujer cuya mirada estaba llena de muerte, y que
sin embargo, la había dejado sintiéndose más viva de lo que quizá se hubiera sentido
nunca.
Fue aquella paradoja lo que la hizo abandonar la casa sin finalizar la búsqueda
que la había llevado allí; cerro violentamente la puerta ante cualquier drama que
pudiese aguardarla dentro de la casa. Se encaminó instintivamente hacia el río. Allí,
después de estar sentada un rato al sol, podría sacarle algún sentido a todo aquel
problema.
No había barcos en el Mercey, pero el aire era tan transparente que podía ver la
sombra de los muelles moviéndose sobre las colinas de Clwyd. En el interior de
Suzanna no había, sin embargo, ninguna transparencia. Sólo un caos de sentimientos,
todos ellos inquietante mente familiares, como si hubiesen permanecido dentro
durante años aguardando el momento propicio tras la pantalla de pragmatismo que
ella misma había establecido para mantenerlos fuera de la vista. Como ecos
esperando el grito en la ladera de una montaña, para contestar al cual habían nacido.
Suzanna había tenido ocasión hoy de oír aquel grito. O, mejor dicho, se lo había
encontrado, cara a cara, precisamente en el mismo punto del estrecho pasillo donde a
los seis años se había puesto a temblar de miedo a causa de la oscuridad. Y aquellas
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dos confrontaciones se hallaban relacionadas de un modo inextricable, aunque ella no
sabía cómo. Lo mismo que comprendía que de pronto había cobrado vida hacia un
espacio en el interior de ella misma donde la prisa y los hábitos de su vida adulta no
ejercían ningún dominio.
Sentía las pasiones que flotaban en aquel espacio sólo de una manera vaga, igual
que la punta de los dedos puede sentir la niebla. Pero con el tiempo llegaría a conocer
mejor aquellas pasiones y los actos que engendrarían: estaba tan segura de eso como
hacía días que no estaba segura de nada. Las conocía y —Dios la ayudase— las
amaría como propias.
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III. VENDIENDO CIELO
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—¿Está seguro de que no hay nada que usted quiera? —le preguntó el Vendedor
—. ¿Absolutamente seguro?
El «Love Duet» había llegado a un pasaje distinto, en el que las voces de
Butterfly y Pinkerton se urgían la una a la otra sobre nuevas confesiones de dolor.
Brendan las oía aún, pero cada vez centraba más la atención en aquella chaqueta. Y
sí, había algo que él quería.
Shadwell observó los ojos del hombre y vio la llama del deseo encendida. Nunca
fallaba.
—Usted realmente está viendo algo, señor Mooney.
—Sí —admitió suavemente Brendan. Veía algo, y el gozo que experimentaba ante
lo que veía le volvía más ligero el apesadumbrado corazón.
Eileen le había dicho una vez (cuando eran jóvenes y la mortalidad era solamente
un modo de expresar la devoción que sentían el uno por el otro): «Si yo muero antes
que tú, Brendan, encontraré algún modo de decirte cómo es el cielo. Te juro que lo
haré.» Entonces Brendan la había hecho callar a base de besos, y le había dicho que si
ella moría, él también se moriría de pena.
Pero Brendan no había muerto, ¿no era cierto? Había vivido tres largos y vacíos
meses, y más de una vez durante ese tiempo había recordado aquella frivola promesa
de su esposa. Y ahora, justo cuando sentía que la desesperación lo iba a deshacer por
completo, allí, en el umbral de su casa, se encontraba a aquel mensajero celestial.
Una rara elección, quizá, la de aparecer bajo la forma de un vendedor, pero sin duda
el Serafín tendría sus motivos.
—¿Quiere usted lo que ve, Brendan? —le preguntó el visitante.
—¿Quién es usted? —dijo Brendan jadeando, presa de un temor reverencial.
—Me llamo Shadwell.
—¿Y ha traído esto para mí?
—Naturalmente. Pero si usted decide aceptarlo, Brendan, debe usted comprender
que se le cobrará un pequeño precio por los servicios.
—Lo que usted diga —repuso Brendan.
—Puede que solicitemos su ayuda, por ejemplo, y usted estará obligado a
proporcionárnosla.
—¿Necesitan ayuda los ángeles?
—De vez en cuando.
—Entonces cuente con ella —repuso Brendan—. Me sentiré muy honrado de
hacerlo.
—Muy bien. —El Vendedor sonrió—. En ese caso, por favor —se abrió más la
chaqueta—, sírvase usted mismo.
Brendan sabía cómo olería la carta de Eileen, así como el tacto que tendría, antes
de tenerla en las manos. No le decepcionó. Era cálida, como esperaba, y un perfume
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de flores persistía en ella, envolviéndola. La había escrito en un jardín, sin duda; en el
jardín del Edén.
—Bueno, señor Mooney. Tenemos un trato, ¿de acuerdo?
El «Love Duet» había terminado, y la casa, detrás de Brendan, se hallaba
silenciosa. Apretó la carta contra el pecho, temeroso aún de que todo aquello fuera un
sueño y despertarse de él con las manos vacías.
—Lo que usted quiera —dijo, desesperado ante la idea de que le arrebataran
aquella salvación.
—Dulzura y luz —fue la sonriente respuesta de Shadwell—. Eso es todo lo que
desea un hombre prudente, ¿no es así? Dulzura y luz.
Brendan lo escuchaba sólo a medias. Recorrió con los dedos la carta de un
extremo al otro. En la parte delantera el sobre llevaba puesto su nombre, que estaba
escrito con la cauta letra de Eileen.
—Así que, señor Mooney... —dijo el Serafín—, hábleme de Cal.
—¿De Cal?
—¿Puede decirme dónde encontrarlo?
—Está en una boda.
—Una boda. Ya. ¿Podría usted, quizá, proporcionarme la dirección?
—Sí. Desde luego.
—Tenemos también un regalito para Cal. Es un hombre con suerte.
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IV. NUPCIAS
Geraldine se había pasado muchas y largas horas dándole a Cal un detallado informe
de su propio árbol genealógico para que, llegado el momento de la boda de Teresa, él
supiera exactamente quién era quién. Aquello resultó ser un asunto bastante difícil.
La familia Kellaway era fecunda hasta el heroísmo, y además Cal tenía muy mala
memoria para los nombres, de modo que no resultaba nada sorprendente que gran
parte de los ciento treinta invitados que abarrotaban el salón de recepciones aquella
agradable noche de sábado le resultasen del todo desconocidos. Cosa que no le
preocupaba mucho. Se sentía a salvo entre aquella multitud, aunque no supiera
quiénes eran sus componentes; y la bebida, que había corrido libremente desde las
cuatro de la tarde, había contribuido a aliviar sus inquietudes. Ni siquiera puso
objeciones cuando Geraldine lo presentó ante un desfile de admirados tíos y tías, cada
uno de los cuales le preguntó cuándo la iba a convertir en una mujer honrada. Cal les
siguió el juego; sonrió; se mostró encantador; hizo todo lo que pudo para parecer
cuerdo.
Tampoco es que una pequeña chaladura se hubiese notado mucho en un ambiente
tan mareante como aquél. La ambición de Norman Kellaway para el día de la boda de
su hija parecía haber aumentado un grado por cada Centímetro que la cintura de la
muchacha se había ido agrandando. La ceremonia había resultado grandiosa, pero por
fuerza también decorosa; el banquete, sin embargo, era un triunfo del exceso sobre el
buen gusto. El salón se había decorado desde el suelo hasta el techo con serpentinas y
farolillos de papel; numerosas cuerdas de luces de colores colgaban de las paredes y
de los árboles que había en el exterior, en la parte de atrás del salón. El bar estaba
bien provisto de cerveza, de bebidas alcohólicas y de licores, lo suficiente para
intoxicar a un modesto ejército; se abastecía innecesariamente de comida, que se
llevaba a las mesas de aquellos que se contentaban con sentarse y atracarse atendidos
por doce atareadas camareras. A pesar de que todas las puertas y ventanas estaban
abiertas, el salón se puso en seguida tan caluroso como el mismo infierno; el calor se
generaba en parte por todos los invitados que habían decidido echar en el olvido las
inhibiciones y bailaban al compás de una ensordecedora mezcla de country and
western y rock and roll. Este último ocasionaba cómicas exhibiciones por parte de los
invitados de más edad, a los que se aplaudía ferozmente desde todas partes.
Al borde de la multitud, remoloneando junto a la puerta que daba a la parte de
atrás del salón, el hermano más pequeño del novio, acompañado de dos muchachos
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jóvenes que en algún momento le habían hecho la corte a Teresa y de otro
jovenzuelo, un cuarto cuya presencia los demás toleraban únicamente porque tenía
cigarrillos, se encontraba de pie en medio de una confusión de latas de cerveza
mientras estudiaban los talentos que había disponibles. Quedaba poco donde elegir;
las escasas chicas que se encontraban en edad de que alguien se las llevara a la cama
o bien estaban reservadas o se las consideraba tan poco atractivas que cualquier
intento de acercamiento hubiese sido prueba de desesperación.
Sólo Elroy, el penúltimo novio de Teresa, parecía tener alguna posibilidad de
éxito aquella noche. Desde la ceremonia no había quitado los ojos de una de las
damas de honor cuyo nombre aún no había averiguado, pero que casualmente había
estado en el bar al mismo tiempo que él; un dato estadístico muy significativo. Ahora
Elroy estaba apoyado en la puerta y observaba el objeto de su lujuria, que se hallaba
al otro lado de la habitación llena de humo.
Se habían atenuado las luces en el interior del salón, y el cariz del baile había
cambiado de las cabriolas a los abrazos lentos y amorosos.
Aquél era el momento oportuno, a juicio de Elroy, para hacer la tentativa.
Invitaría a la mujer a bailar en la pista y luego, después de una o dos canciones, la
sacaría a tomar un poco de aire fresco. Varias parejas se habían retirado ya a la
intimidad que proporcionaban los arbustos a fin de hacer allí aquello para cuya
celebración están hechas las bodas. Dejando aparte las bonitas promesas y las flores,
las bodas estaban hechas para joder, y malditas las ganas que él tenía de quedarse
fuera de todo aquello.
Un rato antes había visto a Cal charlando con la chica; pensó que resultaría de lo
más sencillo conseguir que se la presentase. Se abrió paso a través de la densa
muchedumbre de bailarines y se dirigió hacia el lugar donde Cal se encontraba de pie.
—¿Cómo te va, colega?
Cal miró a Elroy con ojos somnolientos. El rostro que tenía ante él estaba
sofocado a causa del alcohol.
—De primera.
—No me gustó mucho la ceremonia —le confió Elroy—. Soy alérgico a las
iglesias. Haznos un favor, ¿vale?
—¿De qué se trata?
—Estoy salido.
—¿A causa de quién?
—De una de las damas de honor. Estaba por allí, cerca del bar. Tiene el pelo largo
y rubio.
—¿Te refieres a Loretta? —inquirió Cal—. Es prima, de Geraldine.
Resultaba extraño, pero cuanto más borracho estaba, más parecía acordarse de las
lecciones recibidas acerca de la familia Kellaway.
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—Esa tía es un plan cojonudo. Y se ha estado timando conmigo toda la noche.
—¿De veras?
—Y yo me pregunto... ¿y si nos presentaras?
Cal miró los palpitantes ojos de Elroy.
—Creo que llegas demasiado tarde —le dijo.
—¿Por qué?
—Ha salido...
Antes de que Elroy pudiera manifestarle en voz alta la irritación que sentía ante la
noticia, Cal notó que una mano le tocaba el hombro. Se dio la vuelta. Era Norman, el
padre de la novia.
—¿Puedo hablar contigo, Cal, muchacho? —le preguntó al tiempo que le dirigía
una fugaz mirada a Elroy.
—Ya te buscaré más tarde —se excusó éste retirándose antes de que Norman le
echara el guante a él también.
—¿Te lo estás pasando bien?
—Sí, señor Kellaway.
—Deja ya esa tontería de llamarme señor Kellaway, Cal. Llámame Norman. —
Vertió en la jarra de cerveza de Cal una generosa dosis de whisky de la botella con la
que iba armado; luego le dio una buena chupada al puro—. De modo que dime —
continuó—, ¿cuánto tiempo más voy a tener que esperar para entregar a mi otra
hijita? No pienses que estoy tratando de empujarte, hijo. Nada de eso. Pero con una
novia preñada ya tengo bastante.
Cal se puso a remover el whisky en el fondo del vaso, esperando que el poeta le
apuntase alguna respuesta Pero no fue así.
—Tengo un empleo para ti en la fábrica —continuo Norman sin molestarse por el
silencio de Cal—. Quiero ver a mi nena viviendo con cierta elegancia. Tú eres un
buen muchacho, Cal. A su madre le caes muy bien, y yo siempre confío en el criterio
de mi esposa. Así que piénsatelo...
Se cambió la botella a la mano derecha, en la que empuñaba el puro y se metió la
otra en la chaqueta.
Aquel gesto, inocente como era, le produjo a Cal un escalofrío, pues le resultó
conocido. Durante un instante volvió a la calle Rue y contempló encantada la calidad
de la chaqueta de Shadwell. Pero los regalos que Kellaway tenía que darle eran más
sencillos.
—Toma un puro —le dijo; y se marchó a cumplir con sus deberes de anfitrión.
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Elroy se consiguió otra lata de cerveza en el bar y luego se encaminó hacia el jardín
en busca de Loretta. La temperatura era allí fuera considerablemente más fresca que
en el salón, y en cuanto le dio un poco el aire se sintió tan mareado como una pulga
en el suspensorio de un leproso. Tiró la lata de cerveza y se encaminó hacia el fondo
del jardín, donde podría vomitar sin que nadie lo viera.
Las luces de colores se acababan a unos cuantos metros del salón donde se
terminaba el cable. Más allá reinaba una acogedora oscuridad en la que Elroy se
zambulló. Estaba acostumbrado a vomitar; rara vez transcurría una semana entera sin
que su estómago se rebelase movido por un exceso u otro. Vació eficientemente el
contenido del estómago sobre un matorral de rododendro, y luego dirigió otra vez sus
pensamientos a la encantadora Loretta.
Un poco más allá del lugar donde se hallaba, la sombra de las hojas, o algo que
había oculto allí, se movió. Elroy escudriñó el lugar con más atención tratando de
interpretar lo que veía, pero no había luz suficiente para encontrar respuesta. Sin
embargo sí que pudo oír un suspiro: un suspiro de mujer.
Decidió que debía de ser una pareja oculta entre las Sombras del árbol haciendo
aquello para lo cual había sido creada la oscuridad. Quizá se tratase de Loretta, con la
falda subida y las bragas bajadas. Cosa que a él podría romperle el corazón, pero
tenía que verlo.
Sigilosamente avanzó un par de pasos.
Cuando daba el segundo paso algo le rozó la cara. Se asustó y le costó trabajo
sofocar un grito; al levantar la mano se encontró hebras de materia que flotaban en el
aire alrededor de su cabeza. Por alguna extraña razón le recordaron la flema —
húmedos y fríos hilos de flema—, sólo que estos hilos se movían alrededor de la
carne de Elroy como si formasen parte de algo más grande.
Un instante más tarde aquella sensación se confirmó cuando la materia, que ahora
se le adhería con fuerza a las piernas y al cuerpo, lo alzó del suelo. Elroy hubiera
soltado un grito, pero aquella asquerosa sustancia ya había conseguido sellarle los
labios. Y luego, como si esto no fuera lo bastante absurdo, sintió un escalofrío
alrededor del bajo vientre. Le estaban quitando los pantalones. Se puso a luchar
hecho una furia, pero toda resistencia resultó infructuosa. Notaba un peso que le
presionaba el abdomen y las caderas, y sintió que le tomaban el miembro viril y lo
introducían en un conducto que hubiera podido ser de carne, pero que estaba tan frío
como un cadáver.
Lágrimas de pánico le nublaban la visión, pero aún podía distinguir que aquella
cosa que se hallaba a horcajadas sobre él tenía forma humana. No podía distinguir
rostro alguno, pero los pechos eran muy abundantes, como a él le gustaban, y aunque
aquello distaba mucho de la escena que poco antes había imaginado con Loretta, se le
encendió la lujuria; su pequeña longitud empezó a responder a las heladas atenciones
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del cuerpo que lo contenía.
Levantó ligeramente la cabeza con la esperanza de obtener una mejor perspectiva
de aquellos suntuosos pechos, pero al hacerlo distinguió otra figura detrás de la
primera. Ésta era la antítesis de la brillante mujer madura que cabalgaba sobre él: una
cosa horrible y llena de manchas, con unos agujeros muy abiertos en la parte del
cuerpo donde debía haber estado la vagina, y la boca y el ombligo; los agujeros eran
tan grandes que se veían las estrellas a su través.
Empezó a luchar otra vez, pero los golpes que daba no sirvieron en absoluto para
amainar el ritmo de su amante. A pesar del pánico que le embargaba notó el familiar
temblor en los testículos.
En la cabeza se le apelotonaron media docena de imágenes que se convirtieron en
algo de una belleza monstruosa: la mujer harapienta, con un collar de luces de colores
colgando entre los pechos de la hermana, se levantó las faldas, y la boca que tenía
entre las piernas resultó ser la boca de Loretta, que sacaba provocadoramente la
lengua. Elroy no pudo resistir aquella imagen pornográfica: su miembro escupió la
carga. Elroy aulló contra el sello que le atenazaba la boca. El placer fue breve, y el
dolor que le siguió agonizante.
—¿Qué cojones te pasa? —le preguntó alguien en la oscuridad. A Elroy le llevó
unos instantes darse cuenta de que el grito que había dado pidiendo ayuda había sido
oído. Abrió los ojos. Las siluetas de los árboles se alzaban sobre él, pero eso no era
todo.
Comenzó a gritar de nuevo, sin importarle en absoluto el hecho de encontrarse
tumbado en medio de aquella inmundicia con los pantalones bajados hasta los
tobillos. Lo hizo solamente porque necesitaba saber que seguía estando en la tierra de
los vivos.
El primer atisbo de problemas que tuvo Cal fue a través del fondo del vaso, cuando lo
levantó para terminarse lo que quedaba del whisky de malta que le había dado
Norman. Junto a la puerta dos de los impresores de la fábrica de Kellaway, que
actuaban de matones aquella noche, se hallaban enfrascados en una amistosa
conversación con un hombre que llevaba un traje de muy buen corte. Riendo, aquel
hombre echó una rápida ojeada al interior del salón. Era Shadwell.
Llevaba la chaqueta cerrada y abotonada. No había necesidad, al parecer, de
utilizar ningún tipo de seducción sobrenatural; el Vendedor estaba consiguiendo
entrar con la única ayuda de su encanto. Incluso, mientras Cal lo estaba mirado, le dio
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unas palmaditas en la espalda y uno de los dos hombres, como si hubieran sido
amigos inseparables desde la niñez. Después entró en el salón.
Cal no sabía si era mejor permanecer inmóvil y confiar en que la multitud lo
ocultase, o hacer un intento por escapar de allí, y arriesgarse de ese modo a llamar la
atención del enemigo. Pero tal como se desarrollaron las cosas, no le quedó elección
en aquel asunto. Una mano se posó sobre una de las suyas; a su lado se encontraba de
pie una de las tías que Geraldine le había presentado.
—Dime —le preguntó ella sin venir a cuento—. ¿Has estado en América?
—No —repuso Cal apartando los ojos del empolvado rostro de aquella mujer
para mirar al Vendedor. Éste estaba entrando en el salón con una seguridad intachable
al tiempo que repartía sonrisas aquí y allá. El aspecto que tenía atraía miradas de
admiración desde todas partes. Alguien le tendió una mano para que se la estrechase;
otro le preguntó que qué quería beber. El Vendedor manejó aquella multitud con gran
naturalidad, sonriendo, con una palabra para cada cual, mientras escudriñaba con los
ojos de un lado a otro en busca de su presa.
Al disminuir la distancia que los separaba, Cal comprendió que ya no podría
evitar que el Vendedor lo viera. Retiró la mano que la tía de Geraldine le mantenía
sujeta y se adentró en lo más espeso de la multitud. Una gran aglomeración en el
extremo más apartado del salón le llamó la atención; vio que transportaban a alguien
—parecía Elroy— desde el jardín hasta el interior, alguien que tenía la ropa hecha un
asqueroso revoltijo y la mandíbula floja. Nadie parecía estar muy alterado por el
estado en que se hallaba: en todas las reuniones hay su porción de borrachos
profesionales. Se oyeron risas y hubo algunas miradas de desaprobación, pero
enseguida todo el mundo volvió al bullicio.
Cal echó una rápida ojeada hacia atrás por encima del hombro. ¿Dónde estaba
Shadwell? ¿Seguiría junto a la puerta, dando apretones de mano como un político en
elecciones? No; se había movido. Cal examinó con la mirada toda la habitación, lleno
de nerviosismo. El ruido y el baile continuaban igual que antes, pero ahora las sudo
rosas caras parecían una pizca demasiado hambrientas de felicidad; los bailarines sólo
bailaban porque ello conseguía alejarlos del mundo durante un rato. Había cierta
desesperación en aquella juerga, y Shadwell sabía muy bien cómo sacar partido de
ello, con aquella rancia afabilidad suya y aquel fingido aire de quien se ha codeado
con los grandes y los mejores.
Cal rabiaba por subirse encima de una mesa y decirles a todos aquellos
juerguistas que dejasen de hacer piruetas; para que pudieran ver por sí mismos cuan
estúpidas parecían sus diversiones, y cuan peligroso era el tiburón que habían acogido
entre ellos.
Pero, ¿qué harían cuando él hubiera gritado hasta quedarse ronco? ¿Reírse
tapándose la boca con las manos y recordarse unos a otros en voz baja que Cal
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llevaba en las venas la sangre de un loco?
Allí no encontraría aliados. Aquél era el territorio de Shadwell. Lo más seguro era
mantener la cabeza baja e intentar abrirse paso hacia la puerta. Y luego marcharse lo
más lejos y lo más rápidamente posible.
Puso en práctica el plan de inmediato. Dándole gracias a Dios por la escasez de
luz, empezó a escabullirse entre los que bailaban, manteniendo los ojos bien abiertos
por si veía al hombre de la chaqueta multicolor.
Se oyó un grito detrás de él. Se dio la vuelta rápidamente para mirar y, a través de
las figuras que giraban al son de la música, divisó a Elroy, que estaba dando golpes
como si fuera epiléptico mientras gritaba como un condenado. Alguien pedía un
médico.
Cal se volvió de nuevo hacia la puerta, y de pronto el tiburón se encontraba ya a
su lado.
—Calhoun —le dijo Shadwell en voz baja y suave—. Su padre me dijo que lo
encontraría aquí.
Cal no respondió a las palabras de Shadwell; sencillamente fingió que no lo había
oído. El Vendedor no se atrevería a hacer nada violento en medio de tanta gente, eso
seguro, y él estaba a salvo de la chaqueta de aquel hombre mientras mantuviera los
ojos apartados del forro.
—¿Adonde va? —le preguntó Shadwell al ver que Cal seguía avanzando—.
Quiero tener una charla con usted.
Cal continuó andando.
—Podemos ayudarnos mutuamente.
Alguien llamó a Cal y le preguntó si sabía qué le pasaba a Elroy. Él hizo un
movimiento negativo con la cabeza y siguió abriéndose camino hacia la puerta a
través de la multitud. El plan que tenía era muy sencillo. Decirles a los matones que
buscasen al padre de Geraldine, y hacer que echasen a Shadwell de allí.
—Dígame dónde está la alfombra —le estaba diciendo el Vendedor—, y yo me
encargaré de que las hermanas de ella no le pongan nunca la mano encima. —Los
modales que utilizaba eran apaciguadores—. Yo no tengo nada contra usted —dijo—.
Sólo quiero cierta información.
—Ya se lo he dicho —le indicó Cal; ya mientras hablaba sabía que cualquier tipo
de súplica era una causa perdida—. No sé dónde ha ido a parar la alfombra.
Ahora se encontraban a menos de una docena de metros del vestíbulo, y a cada
paso que avanzaban la cortesía de Shadwell disminuía un poco más.
—Le dejarán a usted seco —le advirtió a Cal—. Las hermanas esas que ella tiene.
Y yo no seré capaz de impedirlo, no una vez que le hayan puesto a usted las manos
encima. Están muertas, y los muertos no aceptan la disciplina.
—¿Muertas?
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—Oh, sí. Las mató ella misma, mientras las tres estaban aún en el útero materno.
Las estranguló con los mismos cordones umbilicales.
Cierto o no, aquella idea daba náuseas. Y aún resultaba más nauseabundo pensar
en el contacto de las hermanas. Cal intentó apartar las dos imágenes de la cabeza
mientras seguía avanzando, con Shadwell aún a su lado. Toda simulación de acuerdo
se había evaporado; ahora sólo quedaban amenazas.
—Es usted hombre muerto, Mooney, si no confiesa. Y yo no levantaré un dedo
para ayudarle...
Cal se encontraba a una distancia de los hombres desde donde podía llamar su
atención.
Les gritó. Ellos dejaron de beber y se volvieron en dirección a él.
—¿Cuál es el problema?
—Este hombre... —empezó a decir Cal volviéndose hacia Shadwell.
Pero el Vendedor ya no estaba. En el breve espacio de unos segundos se había
alejado de Cal y se había mezclado con la multitud, una salida tan hábil al menos
como lo había sido la entrada.
—¿Tiene algún problema? —quiso saber el más corpulento de los dos hombres.
Cal le echó una rápida mirada al hombre, buscando algunas palabras que decir.
Finalmente decidió que era inútil tratar de explicarlo.
—No... —dijo—. Estoy bien. Sólo necesitaba un poco de aire.
—¿Quizá ha bebido demasiado? —aventuró el otro hombre al tiempo que se
apartaba a un lado para permitirle a Cal salir a la calle.
Hacía mucho frío en contraste con el calor sofocante del salón, pero para Cal
aquello resultaba estupendo. Respiró profundamente, tratando de despejarse la
cabeza. Luego oyó una voz familiar.
—¿Quieres irte a casa?
Era Geraldine. Estaba en pie a poca distancia de la puerta con un abrigo echado
por los hombros.
—Estoy bien —contestó Cal—. ¿Dónde está tu padre?
—No lo sé. ¿Para qué lo quieres?
—Ahí dentro hay alguien que no debería estar —le dijo Cal mientras avanzaba en
dirección a la muchacha. Ante la mirada de borracho de Cal, parecía ahora más
encantadora de lo que él la hubiera visto nunca; y los ojos le brillaban como gemas
oscuras.
—¿Por qué no paseamos juntos un poco? —le pidió Geraldine.
—Tengo que hablar con tu padre —insistió Cal; pero la muchacha ya se estaba
apartando de él, sin dejar de reír alegremente. Y antes de que Cal pudiera hacer valer
protesta alguna, ella había desaparecido a la vuelta de la esquina. La siguió. Había
unas cuantas farolas que no funcionaban a lo largo de la calle, y la silueta que Cal
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seguía resultaba caprichosa. Pero continuaba dejando la risa como rastro, y él iba
detrás de la risa.
—¿Adonde vas? —quiso saber Cal.
Geraldine se limitó a reír de nuevo.
Por encima de ellos las nubes se movían de prisa; las estrellas resplandecían entre
ellas, aunque con un fuego demasiado débil para iluminar allá abajo. Cal se quedo
mirándolas durante un momento, y cuando volvió a mirar a Geraldine ella se le
acercaba emitiendo un sonido que no era un suspiro ni una palabra.
Las sombras que la abrazaban eran densas, pero se desenrollaron mientras Cal las
miraba, y lo que revela ron hizo que las tripas le dieran un salto mortal. El rostro de
Geraldine se había aflojado de algún modo, las facciones empezaban a corrérsele
como cera caliente. Y ahora, al desaparecer la fachada, Cal vio a la mujer que había
debajo. La vio y comprendió: la cara sin cejas, la boca sin alegría. ¿Quién si no
Immacolata?
Hubiera echado a correr entonces, de no ser porque sintió el morro frío de una
pistola contra la sien y la voz del Vendedor que le decía:
—Si haces un solo ruido, va a dolerte.
Cal se mantuvo en silencio.
Shadwell hizo seña hacia el «Mercedes» negro que es taba aparcado en el
siguiente cruce.
—Muévete —le dijo.
Cal no tenía dónde elegir; apenas podía creer, incluso mientras caminaba, que
aquella escena estuviera teniendo lugar en una calle cuyas grietas del pavimento él
había contado repetidas veces desde que fue lo bastante mayor como para distinguir
el uno del dos.
Lo hicieron entrar en el asiento posterior del coche donde Cal quedó separado de
sus captores por una pantalla de vidrio grueso. Todos supondrían, sencillamente, que
se había cansado de la fiesta y había decidido marcharse a casa. Se encontraba en
manos del enemigo, y además indefenso para hacer nada al respecto.
Se preguntó qué haría ahora Mooney el Loco.
La pregunta lo afligió sólo durante un momento antes de conocer la respuesta.
Sacó el puro que Norman le había dado para celebrar la ocasión, se recostó en el
asiento de cuero, y lo encendió.
«Bien —dijo el poeta—; obtén todo el placer que puedas, mientras haya aún
placer que disfrutar. Y aliento para acompañarlo.»
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V. EN LOS BRAZOS DE MAMÁ PUS
En medio de la neblina que produce el miedo y el humo del puro, Cal perdió pronto
la orientación y no supo qué dirección llevaban. Cuando finalmente se detuvieron. La
única pista para saber dónde se encontraban era que el aire tenía un fuerte olor a río.
O más bien a los terrenos llenos de ese barro negro que queda al descubierto cuando
la marea baja; extensiones de inmundicia que le habían inspirado temor cuando era
niño. Hasta que no cumplió los diez años no había sido capaz de caminar por
Otterspool Promenade sin que hubiera un adulto situado entre él y la barandilla.
El Vendedor le ordenó salir del coche. Cal se bajó, obediente. Resultaba difícil no
ser obediente con una pistola apuntándole a la cara. Shadwell le arrebató
inmediatamente el puro de la boca y lo aplastó en el suelo con el tacón del zapato;
luego hizo pasar a Cal a través de Una puerta hasta el interior de un recinto vallado.
Sólo ahora, al poner los ojos en los montones de desperdicios domésticos que se
hallaban más adelante, Cal comprendió verdaderamente adonde lo habían llevado: al
basurero municipal. Durante los años anteriores se habían ido construyendo áreas de
terreno de parque sobre los detritus de la ciudad, pero ahora ya no había el dinero
necesario para transformar la basura en césped. Y basura seguía siendo. El hedor —
esa peste agridulce de materia vegetal en descomposición sobrepasaba incluso el olor
del río.
—Alto —dijo Shadwell cuando llegaron a un lugar que, a simple vista, no tenía
nada de particular.
Cal se dio la vuelta y miró en dirección a la voz. No consiguió ver mucho, pero le
pareció que Shadwell se había guardado la pistola en la funda. Aprovechando la
ocasión echó a correr sin elegir ninguna dirección en particular, pues lo único que
pretendía era escapar. Había dado ya quizá cuatro pasos cuando algo se le enredó
entre las piernas y le hizo caer a plomo, sin aliento. Antes de tener la menor
oportunidad de ponerse en pie unas formas empezaron a converger sobre él desde
todas partes formando una incoherente masa de miembros y gruñidos, aquello no
podía ser nada más que los hijos de la hermana-fantasma. Se alegró de la oscuridad
que reinaba allí; así al menos no podía verles las deformidades. Pero notó aquellos
miembros sobre él; oyó el ruido de los dientes intentando apresarle el cuello.
Sin embargo no intentaban devorarle. Obedeciendo a alguna señal que Cal no vio
ni oyó, la violencia disminuyó hasta convertirse en un mero cautiverio. Lo sujetaron
con fuerza, anudándole el cuerpo de tal modo que las coyunturas le crujieron,
mientras un terrible espectáculo se desplegaba a unos cuantos metros delante de él.
Se trataba de una de las hermanas de Immacolata, no le cabía la menor duda de
ello; una mujer desnuda cuya sustancia latía, destellaba y humeaba como si tuviera la
médula ardiendo; sólo que lo que estaba ardiendo no podía ser la médula, porque lo
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más seguro era que aquel ser no tuviera huesos. El cuerpo era una columna de gas
gris entrelazada con tiras de un tejido sangriento, y de entre aquel flujo emergían
fragmentos de anatomía acabada; un pecho rezumante, un vientre hinchado como si
fuera un embarazo que hubiese salido de cuentas hacía ya varios meses, un rostro
tiznado en el cual los ojos no eran más que hendeduras cosidas. Todo eso explicaba,
sin duda, el modo vacilante de avanzar y la manera en que extendía los humeantes
miembros separándolos del cuerpo para tantear el terreno que tenía delante: el
fantasma era ciego.
A la luz que aquella atroz madre desprendía, Cal consiguió distinguir con más
claridad a los hijos. Ninguna perversión anatómica los había pasado por alto: cuerpos
vueltos del revés para mostrar las entrañas y el estómago; órganos cuya función
parecía consistir simplemente en rezumar y jadear surcaban el vientre de uno de ellos
como si fueran tetas y montaban como una cresta de gallo sobre la cabeza de otro.
Pero a pesar de tales corrupciones, todos tenían la cabeza vuelta en actitud de
adoración hacia Mamá Pus, sin parpadear siquiera para no dejar de disfrutar ni un
momento de la presencia de ella. Era su madre, y ellos sus amorosos hijos.
De súbito, ella empezó a chillar. Cal se dio la vuelta y la miró de nuevo. La
hermana de Immacolata había adoptado una nueva postura, agachándose con las
piernas abiertas y la cabeza echada hacia atrás al tiempo que expresaba de viva voz el
agonizante sufrimiento que padecía.
Detrás de ella se encontraba ahora un segundo fantasma, tan desnudo como el
primero. O quizá incluso más, porque de éste apenas podía decirse que tuviera carne.
Estaba obscenamente marchito, con las ubres colgando como bolsas vacías y el rostro
derrumbado sobre sí mismo en un revoltijo de fragmentos de dientes y cabello. Se
había agarrado a su hermana, la que estaba agachada y cuyo chillido había alcanzado
ahora un tono tan agudo que era capaz de destrozar los nervios. Cuando aquel
hinchado vientre parecía a punto de estallar, surgió lentamente de entre las piernas de
la madre un flujo de materia ardiente. La visión de aquello fue acogida con un coro
de bienvenida por parte de los hijos. Estaban extasiados. Y el horrorizado Cal, a su
manera, también lo estaba.
Mamá Pus estaba dando a luz.
Cuando la nueva criatura emprendió el viaje hacia el mundo de los vivos, aquel
chillido agudo se fue convirtiendo poco a poco en una serie de gritos rítmicos. Más
que parido, aquel ser fue cagado. No bien la criatura hubo tocado el suelo que la
marchita comadrona se puso manos a la obra, interponiéndose entre la madre y los
espectadores para retirar los velos de sustancia superflua del cuerpo del nuevo ser. La
madre, finalizadas las fatigas del parto, se puso en pie; la llama de su cuerpo se
extinguió, y ella dejó a la criatura al cuidado de su propia hermana.
Ahora Shadwell se dejó ver de nuevo. Miró a Cal.
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—¿Ve —le dijo con una voz tan baja que era casi un susurro— la clase de
horrores que son éstos? Yo ya se lo advertí. Dígame dónde está la alfombra y trataré
de conseguir que esa criatura no le toque.
—No lo sé. Le juró que no lo sé.
La comadrona se había retirado; Shadwell, con una fingida piedad en el rostro,
hizo lo mismo.
En medio de la inmundicia, a unos pocos metros de Cal, la criatura ya se estaba
levantando. Era del mismo tamaño que un chimpancé, y compartía con sus hermanos
aquel aspecto de estar traumáticamente herido. Numerosas porciones de entrañas le
salían por entre la piel, dejando que el torso se derrumbase sobre sí mismo en algunos
lugares y que en otros luciera ridículos colgajos de intestino. Líneas generales de
miembros enanos pendían del vientre, y entre las piernas le colgaba un escroto de
considerable tamaño, humeante como un incensario, pero que no iba acompañado de
órgano alguno por donde descargar aquello que hervía dentro.
La criatura conocía bien cuál era su cometido desde el primer aliento: aterrorizar.
Aunque todavía tenía el rostro rodeado de secundinas, aquellos ojos gomosos
encontraron a Cal y empezó a acercarse a él arrastrando los pies.
—Oh, Jesús...
Cal empezó a buscar al Vendedor, pero el hombre había desaparecido.
—Ya se lo he dicho —grito dirigiéndose a la oscuridad—. No sé dónde está esa
puñetera alfombra.
Shadwell no respondió. Cal volvió a gritar. El bastardo de Mamá Pus ya estaba
casi sobre él.
—Jesús, Shadwell, escúcheme, ¿quiere?
Entonces el hijo ilegítimo habló.
—Cal...
En el mismo momento en que pronunciaba el nombre, el ser se retiró la porquería
que le envolvía la cabeza. El rostro que apareció debajo carecía de cráneo completo,
pero se podía reconocer como el mismo de su padre: Elroy. Ver aquellas facciones
conocidas en medio de semejante deformidad, fue el colmo de los horrores. Cuando
el hijo de Elroy alargó una mano para tocar a Cal, éste se puso a gritar otra vez
dándose apenas cuenta de lo que decía, intentando sólo suplicarle a Shadwell que
impidiera que aquella cosa lo tocase.
La única respuesta que obtuvo fue la de su propia voz resonando de un lado a otro
hasta apagarse. Los brazos de la criatura se extendieron entre espasmos hacia delante
y cerró los largos dedos sobre el rostro de Cal. Este trató de luchar para apartarlo de
sí, pero la criatura se acercó más a él, abrazándolo con aquel pegajoso cuerpo suyo.
Cuanto más se debatía Cal, más atrapado se encontraba.
El resto de los hijos ilegítimos aflojaron ahora el abrazo alrededor de Cal,
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dejándoselo al nuevo hijo. Éste sólo tenía unos minutos de vida, pero poseía una
fuerza fenomenal; las rudimentarias manos que le salían del vientre le arañaban la
piel a Cal y lo estrechaban con tanta fuerza que éste apenas lograba que los pulmones
se le llenaran de aire.
Con el rostro a unos cuantos centímetros del de Cal, la criatura volvió a hablar,
pero en esta ocasión la voz que salió de aquella arruinada boca no fue la de su padre,
sino la de Immacolata.
—Confiesa —le exigió—. Confiesa lo que sabes.
—Sólo vi un lugar... —dijo Cal tratando de esquivar el reguero de baba que
estaba a punto de caer de la barbilla de la bestia. No lo consiguió. Le dio de lleno en
la mejilla, y quemaba como manteca caliente.
—¿Sabes qué lugar era el que viste? —le exigió ahora la Hechicera.
—No... —repuso él—. No, no lo sé...
—Pero tú has soñado con ese lugar, ¿no es cierto? Has llorado por él...
La respuesta era sí; claro que había soñado con él. ¿Quién no ha soñado alguna
vez con el paraíso?
En tan sólo un instante los pensamientos de Cal saltaron desde el terror del
presente al gozo del pasado. A cuando flotaba sobre la Fuga. La repentina visión de
aquel País de las Maravillas tuvo la virtud de encender en él una súbita voluntad de
resistir. Las glorias que veía con los ojos de la muerte tenían que ser preservadas de
toda aquella suciedad que lo estaba abrazando, así como de sus creadores y amos; y
en una lucha tan denodada como era la suya, a Cal no se le hacía tan duro perder la
vida por una causa así. Aunque no sabía nada en absoluto del actual paradero de la
alfombra, estaba dispuesto a perecer antes que arriesgarse a dejar escapar cualquier
indicio que pudiera serle de utilidad a Shadwell. Y mientras le quedara algo de
aliento, haría todo lo que estuviera en su mano para despistarlos.
El hijo de Elroy pareció adivinar aquella recién encontrada decisión. Apretó más
los brazos alrededor de Cal.
—¡Confesaré! —le gritó éste en la cara—. Te diré todo lo que quieras saber.
E inmediatamente empezó a hablar.
El tema de su confesión no fue, sin embargo, lo que los otros querían oír. En lugar
de eso empezó a recitarles el horario de los trenes que pasaban por la calle Lime, que
se sabía de memoria. Había empezado a aprendérselos a la edad de once años,
después de ver a un Hombre de la Memoria en televisión, el cual había demostrado su
habilidad recordando detalles de partidos de fútbol elegidos al azar —equipos,
tanteos, goleadores— hasta los años treinta. Era un esfuerzo perfectamente inútil,
pero aquella lista heroica había tenido la virtud de impresionar poderosamente a Cal,
de modo que se había pasado las siguientes semanas guardando en la memoria todas
y cada una de las informaciones que podía encontrar, hasta que se le ocurrió que su
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magnum opus pasaba de un lado a otro allá, al fondo del jardín: los trenes. Había
empezado aquel mismo día con los trayectos de cercanías, y la ambición de Cal
aumentaba cada vez que recordaba con éxito el horario de un día sin equivocación
alguna. Había mantenido al corriente aquella información durante años a medida que
se cancelaban algunos servicios o se cerraban estaciones. Y la mente de Cal, que tenía
dificultades pura relacionar las caras con los nombres, todavía era capaz de vomitar
aquella información perfectamente superflua si era necesario.
Y aquello fue lo que les dijo ahora. Los servicios de trenes a Manchester, Crewe,
Stafford, Wolverhampton, Birmingham, Coventry, Cheltenham Spa, Reading, Bristol,
Exeter, Salisbury, Londres, Colchester; todas las horas de llegadas y salidas y notas
adicionales acerca de qué servicios funcionaban solamente los sábados y cuáles no
funcionaban nunca los días que los Bancos hacían fiesta.
«Soy Mooney el Loco», pensó mientras recitaba aquella obstruccionista lista de
servicios con voz brillante y clara, como si se lo estuviera explicando a un imbécil. El
truco confundió por completo al monstruo. Miraba fijamente a Cal mientras éste
hablaba, incapaz de comprender por qué el prisionero había perdido el temor.
Immacolata lo maldijo por boca de su sobrino y le amenazó de nuevo, pero Cal
apenas si la oyó. Los horarios tenían su propio ritmo. Y pronto se dejó llevar por él.
El abrazo de la bestia se hizo más apretado; no pasaría mucho tiempo sin que los
huesos de Cal empezasen a romperse. Pero él se limitó a seguir hablando tomando
aire antes de empezar un día nuevo y dejando que su lengua hiciera el resto.
«Es poesía, hijo mío», decía Mooney el Loco. Nunca había oído nada parecido.
Pura poesía.
Y quizá lo fuese. Estrofas de días y versos de horas, transformados en asunto
poético porque todo ello era escupido al rostro de la muerte.
Lo matarían por aquel desafío, Cal estaba seguro de ello, cuando por fin se dieran
cuenta de que nunca estaría dispuesto a intercambiar con ellos ninguna palabra más
que estuviera dotada de significado. Pero el País de las Maravillas tendría una entrada
para los fantasmas.
Acababa de empezar con los servicios escoceses —a Edimburgo, Glasgow, Perth,
Inverness, Aberdeen y Dundee— cuando captó a Shadwell por el rabillo del ojo. El
Vendedor estaba moviendo la cabeza de un lado a otro e intercambiaba algunas
palabras con Immacolata, algo acerca de que tendrían que preguntarle a la vieja.
Luego se dio la vuelta y se adentró en la oscuridad. Se daban por vencidos con el
prisionero. El coup de grace sólo era cuestión de segundos.
Cal notó que el abrazo que lo sujetaba se iba aflojando. Dejó de recitar durante
unos instantes, esperando el golpe final. Pero éste no llegó. En cambio la criatura
retiró los brazos que le tenía puestos alrededor y se fue detrás de Shadwell dejando a
Cal tumbado en el suelo. Aunque libre, Cal casi no era capaz de moverse; tenía los
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miembros magullados y rígidos a causa de los calambres tras haber permanecido
durante tanto rato fuertemente sujetos.
Y ahora se percató de que los problemas que tenía no habían tocado a su fin
todavía. Notó que el sudor que le perlaba el rostro se le volvía repentinamente frío al
ver que la madre del terrible niño de Elroy se dirigía en persona hacia el. Nunca
conseguiría escapar de ella. La hermana de Immacolata se montó a horcajadas sobre
el cuerpo de Cal, luego alargó una mano y le atrajo el rostro hacia sus pechos. Los
músculos de Cal se quejaron ante aquella contorsión, pero se olvidó del dolor un
instante después, cuando ella le puso un pezón entre los labios. Un instinto largo
tiempo abandonado obligó a Cal a aceptarlo. El pecho lanzó un chorro de fluido
amargo dentro de la garganta de Cal. Éste quiso escupirlo, pero su cuerpo carecía de
la fuerza necesaria para echarlo fuera. En lugar de ello, notó que la consciencia se le
escapaba a causa de esta última depravación. Un sueño eclipsó su horror.
Yacía a oscuras encima de una cama perfumada mientras una voz de mujer le
cantaba una nana sin palabras cuyo ritmo de cuna era compartido por unas caricias,
tan ligeras como una pluma, que le recorrían el cuerpo. Unos dedos jugueteaban por
el abdomen y la ingle de Cal. Estaban fríos, pero conocían más trucos que una puta.
En un abrir y cerrar de ojos Cal sintió que comenzaba a excitarse; en dos, ya estaba
jadeante. Nunca antes había experimentado unas caricias como aquéllas, nunca lo
habían mimado tan poco a poco, de aquella forma agonizante, hasta un punto donde
no se regresa. Los jadeos de Cal se convirtieron en gritos, pero la nana los amortiguó,
burlándose de su virilidad con aquella canción de parvulario. Él no era más que un
niño pequeño e indefenso, a pesar de la erección que tenía; o quizás a causa de ella.
La caricia se hizo más exigente, y los gritos de Cal más urgentes.
Durante un instante las arremetidas lo sacaron del ensueño, y abrió los ojos,
parpadeando, el tiempo suficiente para ver que se encontraba todavía en aquel abrazo
sepulcral de la hermana de Immacolata. Luego el sopor sofocante lo reclamó de
nuevo, y Cal se descargó en un vacío tan profundo que devoró no solamente su
simiente, sino también la nana y la cantante; y finalmente devoró el sueño mismo.
Se despertó solo y llorando. Con todos los ligamentos doloridos, deshizo el nudo
que había hecho de sí mismo y se levantó.
El reloj de pulsera de Cal marcaba las dos y nueve minutos. El último tren de la
noche había salido de la calle Lime hacía mucho; y el primero del domingo por la
mañana no pasaría hasta muchas horas después.
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VI. ALMAS ENFERMAS
Mimi estaba a ratos despierta, a ratos dormida. Pero en aquellos momentos una cosa
era muy parecida a la otra: el sueño alterado por la angustia y el malestar, la vigilia
llena de pensamientos inconclusos que se desvanecían en retazos de disparates, como
sueños. En un momento dado tenía la certeza de que había un niño pequeño llorando
en un rincón de la habitación, hasta que la enfermera de noche entraba y le limpiaba
las lágrimas a la paciente. Al momento siguiente podía ver, como a través de una
ventana sucia, algún lugar que ella conocía pero que había perdido, y sus viejos
huesos le dolían tanto como deseaba estar allí.
Pero luego tuvo otra visión, y en esta ocasión Mimi tenía todas las esperanzas
puestas en que se tratase de un sueño. Pero no lo era.
—¿Mimi? —dijo la oscura mujer.
El ataque que había dejado paralizada a Mimi le había disminuido bastante la
vista, pero aún le quedaba la suficiente como para reconocer a la figura que se hallaba
de pie a los pies de la cama. Tras años de estar sola con su secreto, alguien de la Fuga
la había encontrado por fin.
Pero no habría encuentros lacrimosos esta noche, no con aquella visitante ni con
sus hermanas muertas.
La Hechicera Immacolata había venido a cumplir una promesa que hiciera antes
de que hubiesen ocultado la Fuga: que si no podía gobernar sobre la especie de los
Videntes, la destruiría. Ella era descendiente de Lilith, siempre había estado orgullosa
de ello: la última que quedaba de puro linaje del primer estado de la magia. La
autoridad que ejercía sobre ellos era por tanto incuestionable. Pero se habían reído de
aquella presunción. Tenían una naturaleza que se resistía a dejarse gobernar, y
tampoco le concedían demasiada importancia a la genealogía. Immacolata se había
sentido humillada, hecho que una mujer como ella —en posesión, eso había que
admitirlo, de unos poderes que eran más puros que los de la mayoría— no podría
olvidar fácilmente. Ahora había hallado a la última Custodia de la alfombra, y
lograría la sangre que buscaba si podía conseguirla. Hacía una eternidad el Consejo le
había legado a Mimi algunas de las técnicas de la Antigua Ciencia para que no se
encontrara inerme en una situación como la de ahora. Eran hechizos sin importancia,
nada más; meras artimañas para distraer un poco al enemigo. Pero nada que resultara
fatal. Aprender aquellas cosas llevaba más tiempo del que disponían. Sin embargo
Mimi se lo había agradecido en su momento: le habían prestado cierto consuelo
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cuando se enfrentó a la vida en el Reino sin su amado Romo. Pero después habían ido
transcurriendo los años y nadie había venido, fuera para decirle que la espera había
terminado por fin y que el Tejido podía difundir sus secretos, fuera para intentar
llevarse la Fuga por la fuerza. La excitación de los primeros años, cuando Mimi sabía
que se encontraba entre la magia y la destrucción de ésta, fue disminuyendo
paulatinamente hasta llegar a convertirse en una aburrida vigilancia. Se volvió
perezosa y bastante olvidadiza; todos se volvieron así.
Solamente hacia el final, cuando se encontraba sola por completo y empezó a
darse cuenta de lo frágil que se estaba volviendo, logró sacudirse de encima el
estupor que le había producido el hecho de vivir entre los Cucos; e intentó centrar sus
asediados poderes mentales en el problema del secreto que había estado protegiendo
durante tanto tiempo. Pero para entonces la mente ya le había comenzado a divagar,
eran los primeros síntomas del ataque que la incapacitaría por completo. Le costó un
día y medio redactar la breve carta que le había escrito a Suzanna, una carta en la cual
se había arriesgado a decir más de lo que quería, pues el tiempo se estaba acortando y
ella presentía el peligro inminente.
Y había acertado; allí estaba. Lo más probable era que Immacolata hubiese
percibido la señal que Mimi había enviado en el último momento: un llamamiento
dirigido a cualquier Vidente destinado en el Reino que se encontrara en condiciones
de venir en su auxilio. Aquél, mirándolo desde la perspectiva de los momentos de
consciencia que había tenido, había sido probablemente su mayor error. A una
hechicera de la fuerza de Immacolata no le habrían pasado inadvertidas alarmas como
aquéllas.
Y allí estaba ahora; había venido a visitar a Mimi como si fuese un hijo pródigo,
deseosa de enderezar las cosas en el lecho de muerte y de encontrarse así en situación
de reclamar la herencia. Era ésta una analogía que no estaba perdida en la criatura.
—Le he dicho a la enfermera que yo era tu hija —le indicó Immacolata— y que
necesitaba estar unos momentos contigo. A solas. —De haber tenido las fuerzas o la
saliva necesarias, Mimi habría escupido de asco—. Sé que vas a morir, de manera
que he venido a despedirme, después de todos estos años. Me han dicho que has
perdido la facultad de hablar; así que no espero que balbucees ninguna confesión.
Hay otras maneras de hacerlo. Nosotras sabemos cómo dejar al desnudo la mente sin
necesidad de palabras, ¿no es cierto?
Se acercó un poco más a la cama.
Mimi se daba cuenta de que lo que decía la Hechicera era verdad; había medios
para hacer que un cuerpo —incluso uno tan maltrecho y tan cercano a la muerte como
el suyo— renunciase a cualquier secreto si el interrogador conocía los métodos
adecuados. E Immacolata los conocía. Ella, la matarife de sus propias hermanas: ella,
la eterna virgen, cuyo celibato le daba acceso a poderes que les eran negados a los
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amantes; Immacolata tenía medios, Mimi tendría que recurrir a algún truco final, o
todo estaría perdido.
Por el rabillo del ojo Mimi vio a la Bruja, la hermana marchita, acurrucada junto a
la pared, con aquella enorme boca desdentada y abierta de par en par. La Magdalena,
la segunda hermana de Immacolata, ocupaba la silla de las visitas, con las piernas
colocadas muy abiertas. Ambas estaban esperando que empezara la diversión.
Mimi abrió la boca como si fuese a hablar.
—¿Tienes algo que decir? —le preguntó Immacolata.
Al mismo tiempo que la Hechicera hablaba, Mimi utilizó las escasas fuerzas que
le quedaban en girar la mano izquierda de modo que la palma quedara hacia arriba.
Allí, situado entre el dibujo que formaban las líneas del amor y de la muerte,
había un símbolo dibujado con alheña y repasado con tanta frecuencia que la piel ya
había quedado irremisiblemente tatuada; un símbolo que le había enseñado un Babu
del Consejo horas antes de la gran tejedura. Hacía ya mucho tiempo que Mimi había
olvidado lo que el dibujo significaba o qué poderes tenía —si es que se lo habían
dicho alguna vez—, pero era una de las pocas defensas que le habían proporcionado y
que aún estaba en relativas condiciones de usar.
Los encantamientos del Lo eran físicos, y Mimi tenía ahora el cuerpo demasiado
paralizado para poder ponerlos en práctica; los encantamientos del Aia eran
musicales, y estando como estaba ella falta de sentido musical, habían sido los
primeros en caer en el olvido. Y los Ye-me, los Videntes cuyo genio consistía en tejer,
no le habían enseñado ningún encantamiento. Durante aquellos últimos y frenéticos
días habían estado demasiado atareados con el asunto de su magnum opus: la
alfombra que poco tiempo después habría de contener la Fuga para ocultarla durante
una era.
Desde luego, la mayor parte de lo que le había enseñado Babu quedaba fuera de
las posibilidades que estaba en condiciones de usar ahora; los encantamientos del
mundo no tenían ningún valor si no podían pronunciarse con los labios. Aquel oscuro
signo —poco más que una mancha de polvo en la mano paralítica— era la única cosa
de que disponía para mantener a raya a la Hechicera.
Pero nada sucedió. No hubo emanaciones de ningún tipo de poder; ni siquiera un
leve soplo. Trató de recordar si Babu le había dado alguna instrucción específica para
activar el encantamiento, pero todo lo que fue capaz de recordar era el rostro de él y
la sonrisa que le había dedicado; y los árboles que, detrás de la cabeza de Babu,
tamizaban la luz del sol entre las ramas. Qué días aquellos; y qué joven era ella; todo
fue una aventura.
Pero ya no había nada de aventura. Sólo muerte en una cama desvencijada.
De pronto oyó un rugido. Y de la palma de su mano —emitido quizá, por el
recuerdo— brotó el encantamiento.
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Una bola de energía le saltó de la mano. Immacolata retrocedió cuando una red de
luz descendió zumbando alrededor de la cama y mantuvo alejado el mal.
La Hechicera reaccionó con rapidez. El menstruum, el torrente de brillante
oscuridad que era la sangre de aquel sutil cuerpo suyo, comenzó a fluirle por la nariz.
Era éste un poder que Mimi había visto manifestarse sólo en una docena de
ocasiones, y siempre producido únicamente por mujeres: consistía en una solución de
éter en la cual, se decía, el que la poseía podía disolver toda experiencia y volver a
darle forma de nuevo de acuerdo con sus deseos. Mientras que la Antigua Ciencia en
una democracia de magia al alcance de todos —independientemente de sexo, edad o
posición moral—, el menstruum parecía escoger a aquellos a quienes favorecía. El
menstruum, con sus exigencias y visiones, había empujado un número considerable
de aquellos elegidos al suicidio; pero quedaba fuera de toda duda que era un poder —
quizá incluso una condición de la carne— que no conocía límites.
Sólo hicieron falta unas cuantas gotitas, cuyas esferas se volvieron incisivas en el
aire con el fin de lacerar la red que el encantamiento de Babu había producido, para
lograr dejar a Mimi completamente vulnerable.
Immacolata se quedó mirando fijamente a la anciana, temerosa de lo que vendría
después. Sin duda el Consejo había dejado a la Custodia algún encantamiento que
ella, in extremis, estaba dispuesta a desencadenar, ése era el motivo por el que le
había aconsejado a Shadwell que intentaran primero otros caminos de investigación:
para evitar aquella confrontación, letal en potencia. Pero aquellos caminos habían
resultado ser todos cul-de-sacs. La casa de la calle Rue había sido despojada de su
tesoro. Y el único testigo, Mooney, había pendido el juicio. A Immacolata no le había
quedado más remedio que ir allí y enfrentarse a la Custodia; no temía a la propia
Mimi, sino más bien a la gama de defensas que sin duda le habría entregado el
Consejo.
—Adelante... —dijo—. Haz todo lo que puedas.
La anciana permaneció inmóvil allí tumbada, con los ojos llenos de inquietud.
—No disponemos de toda la eternidad —le dijo Immacolata—. Si tienes algún
encantamiento, muéstralo.
Y ella continuó igual, con la arrogancia de quien tenía poder en provisión de
sobra.
Immacolata no pudo soportar la espera más tiempo. Dio un paso hacia la cama,
con la esperanza de obligar a aquella lagarta a que le mostrase sus poderes; fueran los
que fuesen. Pero seguía sin haber ninguna reacción. ¿Sería posible que ella hubiera
malinterpretado los signos? ¿Acaso no sería la arrogancia lo que hacía que la mujer
se estuviera tan quieta, sino la desesperación? ¿Se atrevería a esperar que la Custodia
se hallase, de algún modo, milagrosamente indefensa?
Le tocó a Mimi la palma abierta, rozando la gastada caligrafía que había en ella.
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El poder que quedaba allí estaba muerto; y ninguna otra cosa procedente de la mujer
que yacía en la cama le salió al encuentro.
Si Immacolata conoció el placer, lo conoció entonces. Por improbable que
pareciese, la Custodia se encontraba desarmada. No poseía ningún encantamiento
final y devastador. En el caso de que alguna vez hubiera tenido tal autoridad, la edad
la había hecho decaer.
—Es hora ya de que abandones tu carga —le dijo; y dejó que un goteo de
tormento trepase por el aire por encima de la temblorosa cabeza de Mimi.
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—¡Abra la puerta! ¡Por favor, abra la puerta!
El tiempo se estaba agotando. Haciendo caso omiso de las llamadas de la
enfermera, Immacolata cerró los ojos y se puso a excavar en el pasado buscando una
conjunción de formas que esperaba lograran perturbar la razón de la anciana el
tiempo suficiente para que las agujas hicieran su trabajo. Una parte de la unión fue
evocada con bastante facilidad: una imagen de muerte arrancada del único refugio en
el Reino, el Sepulcro de las Mortalidades. La otra parte resultó más problemática,
porque ella sólo había visto una o dos veces al hombre que Mimi había dejado en la
Fuga. Pero el menstruum tenía su propia forma de sacar a flote los recuerdos, y, ¿qué
mejor prueba de la potencia del espejismo que la expresión que ahora asomaba al
rostro de la anciana al ver que su amor perdido se le aparecía a los pies de la cama
levantando aquellos brazos en descomposición? Aprovechando la Ocasión,
Immacolata apretó los puntos del interrogatorio en el interior de la corteza de la
Custodia, pero antes de tener oportunidad de encontrar la alfombra en aquel lugar.
Mimi —con un último y colosal esfuerzo— agarró la sábana con la mano que aún
tenía buena y la echó sobre el fantasma, como una petición en forma de juego de
palabras ante el farol de la Hechicera. Luego cayó de la cama por un lado, muriendo
antes de llegar al suelo. Immacolata chilló para expresar la furia que sentía; y
mientras lo hacía la enfermera abrió la puerta.
Lo que la mujer vio en la habitación Seis nunca se atrevería a contarlo, jamás en
el resto de su larga vida. En parte porque temería las mofas de sus congéneres; y en
parte porque, si sus ojos no la habían engañado y en el mundo de los vivos existían
terrores semejantes a los que vislumbrara en la habitación de Mimi Laschenski, cabía
dentro de lo posible que el hecho de hablar de ellos les sirviera de invitación para que
se acercasen; y ella, que era una mujer de su tiempo, no disponía de las suficientes
oraciones ni del suficiente talento para mantener a raya tal oscuridad.
Además, se desvanecieron en cuanto ella les puso los ojos encima —la mujer
desnuda y el hombre muerto a los pies de la cama—, desaparecieron como si no
hubieran existido nunca. Y allí dentro solamente estaba la hija diciendo:
—No... no...
Y la madre muerta en el suelo.
—Iré a buscar al médico —dijo la enfermera—. Por favor, quédese aquí.
Pero cuando volvió a la habitación, la afligida mujer había dicho su adiós final y
se había marchado.
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—¿Qué ha pasado? —preguntó Shadwell mientras se alejaban del hospital en el
coche.
—Está muerta —repuso Immacolata; y no dijo nada más hasta que se hubieron
alejado por lo menos tres kilómetros de las puertas del hospital.
Shadwell sabía que era mejor no presionarla. Immacolata diría lo que tuviera que
decir en el momento que considerase oportuno.
Lo que sucedió cuando dijo:
—No tenía defensa alguna, Shadwell, salvo algún que otro truco sifilítico que yo
aprendí en la cuna.
—¿Cómo es posible?
—A lo mejor es que sencillamente se hizo vieja —fue la respuesta de Immacolata
—. Se le pudrió la mente.
—¿Y los otros Custodios?
—¿Quién sabe? Muertos, tal vez. Se adentraron sin darse cuenta en el Reino. Ella
estaba sola, al final. —La Hechicera sonrió; una expresión con la que su rostro no
estaba familiarizado—. Y allí estaba yo, cautelosa y calculadora, temiendo que ella
dispusiera de algún encantamiento capaz de deshacerme; y no tenía nada. Nada. Sólo
una mujer vieja agonizando en una cama.
—Si ella es la última, no hay nada que nos pueda detener, ¿no es así? No queda
nadie que pueda mantenernos alejados de la Fuga.
—Eso parece —repuso Immacolata; luego se quedó callada de nuevo,
contentándose con mirar al Reino dormido que parecía deslizarse por la ventanilla del
coche.
Todavía la asombraba aquel lugar triste. No por los particulares aspectos físicos
que tenía, sino por lo impredecible que era.
Aquí se hacían viejos los Guardianes del Tejido. Ellos —que habían amado la
Fuga lo bastante como para dar sus vidas intentando que ésta no sufriera daño—
habían acabado por descuidar la vigilancia y se habían marchitado convirtiéndose en
seres desmemoriados. Pero el odio recuerda, no obstante; el odio continúa recordando
mucho después de que el amor haya olvidado. El que ella viviera era prueba de ello.
Su objetivo —encontrar la Fuga y romperle el brillante corazón— seguía tan vivo
como siempre después de una búsqueda que la había llevado tanto tiempo como dura
toda una vida humana.
Y esa búsqueda pronto habría terminado. Encontrarían a la Fuga y la pondrían a
subasta, convertirían sus territorios en terrenos de juego para los Cucos y a sus
pueblos —las cuatro grandes familias— los venderían como esclavos o los
abandonarían condenados a vagar en este lugar sin esperanza. Immacolata miró hacia
la ciudad. Una luz nerviosa bañaba los ladrillos y el hormigón, espantando cualquier
pequeño hechizo que la noche hubiera podido prestarles.
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La magia de los Videntes no podía sobrevivir mucho tiempo en un mundo como
aquél. Y, despojados de sus encantamientos, ¿qué eran? Un pueblo perdido, con
visiones detrás de los ojos y sin poder para hacer que tales visiones se convirtieran en
realidad.
Ellos y aquella ciudad abandonada a su suerte tendrían mucho de que hablar.
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VII. EL ARMARIO
Ocho horas antes de que Mimi muriera en el hospital, Suzanna había regresado a la
calle Rue. La tarde caía, y el edificio, atravesado de un lado a otro por saetas de luz
ámbar, se encontraba casi redimido de su monotonía. Pero aquella gloria no duró
mucho, y cuando el sol desapareció en dirección al otro hemisferio, la muchacha se
vio obligada a encender las velas, muchas de las cuales seguían aún en el alféizar de
las ventanas y en los estantes, bien instaladas en las tumbas de sus predecesoras. La
iluminación que las velas proporcionaba era más fuerte de lo que se hubiese
imaginado, y resultaba muy atractiva. Suzanna anduvo de habitación en habitación
acompañada a todas partes por el aroma de cera derretida; y ahora casi era capaz de
imaginar que Mimi hubiera podido ser feliz allí, en aquel capullo.
Del dibujo que su abuela le había mostrado no pudo hallar el menor rastro. No
estaba ni en los relieves de las tablas del suelo, ni en el dibujo del papel de la pared.
Fuera lo que fuese, ya no se hallaba allí. No le resultaba agradable la melancólica
tarea de hacerle llegar la noticia a la anciana.
Lo que sí encontró, sin embargo, casi oculto detrás de un montón de muebles
apilados en lo alto de las escaleras, fue el armario. Le costó un poco quitar las cosas
que había apiladas delante de él, pero, cuando por fin depositó la vela en el suelo al
lado del armario y abrió las puertas, halló que la estaba esperando una revelación.
Los buitres que se habían encargado de «limpiar» la casa a fondo habían olvidado
rebuscar entre el contenido del armario. La ropa de Mimi seguía allí, colgada en las
barras: los abrigos, las pieles y los vestidos de baile; todos ellos, era lo más probable,
sin usar desde la última vez que Suzanna había abierto aquel tesoro. Pensamiento éste
que le trajo a la memoria lo que ella había estado buscando en tal ocasión. Se agachó,
diciéndose que era una locura pensar que su regalo pudiera encontrarse allí todavía, y
sabiendo sin embargo de forma incuestionable que estaba allí.
No se desilusionó. Allí, entre los zapatos y el papel de tela, encontró un
envoltorio de papel marrón corriente marcado con su nombre. El regalo había sido
relegado pero no se había perdido.
Las manos le habían empezado a temblar. El nudo del lazo descolorido la desafió
durante medio minuto, y luego cedió. Suzanna quitó el papel.
Dentro había un libro. No muy nuevo, a juzgar por las esquinas, bastante rozadas,
pero todavía bien encuadernado en cuero. Suzanna lo abrió. Sorprendida, encontró
que estaba en alemán. Geschichten der Geheimen Orte, decía el título que Suzanna,
titubeante, tradujo como Historias de los lugares secretos. Pero aunque ella no
hubiese tenido la menor noción de aquel idioma, las ilustraciones le hubieran
revelado el tema: era un libro de cuentos de hadas.
Se sentó en lo alto de las escaleras, con la vela al lado, y se puso a estudiar el
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volumen con más detenimiento.
Las historias que había en él le resultaban familiares, desde luego: ya se las había
encontrado antes, de una forma o de otra, un centenar de veces. Las había visto
adaptadas como dibujos animados por Hollywood como fábulas eróticas, como tema
de tesis aprendidas y críticas feministas. Pero el embrujo de aquellas historias
permanecía puro a pesar de todo el comercio y el academicismo. Y, allí sentada, la
niña que había aún en su interior quería volver a oír la narración de aquellas historias,
a pesar de que se las sabía con pelos y señales y tenía presente en la mente el final de
cada una de ellas antes de tener tiempo siquiera de pronunciar la primera línea. Eso
no importa ba, desde luego. Naturalmente, la inevitabilidad de aquello formaba parte
del gran poder que poseían. Algunas de las historias nunca llegan a cansar por mucho
que se oigan.
La experiencia le había enseñado muchas cosas a Suzanna: y la mayor parte de
ellas eran malas. Pero aquellas historias enseñaban otras lecciones diferentes. Que el
sueño se parece a la muerte por ejemplo, no era ninguna revelación; pero que la
muerte puede curarse con besos y convertirse en un mero sueño... eso era un tipo de
conocimiento que pertenecía a una categoría diferente. Simple realización de los
deseos, se reprendió a sí misma. La vida real nunca tiene milagros que ofrecer. La
bestia devoradora, si se le abre el vientre, no devuelve a las víctimas sanas y salvas.
Los campesinos no se convierten en príncipes de la noche a la mañana, ni la unión de
corazones sinceros consigue jamás vencer el mal. Aquélla era la clase de ilusiones
que el pragmatismo que Suzanna se había esforzado por adquirir había mantenido a
raya.
Sin embargo, aquellas historias la conmovían. No podía negarlo. Y la conmovían
de un modo en que sólo las cosas verdaderas pueden conmover. No fue el
sentimentalismo lo que hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. Las historias no
eran sentimentales. Eran duras, casi crueles. No, la hicieron llorar porque le
recordaban cierta vida interior con la que tan familiarizada había estado de niña; una
vida que era a la vez un escape y una venganza de las penas y frustraciones de la
infancia; una vida que no era ni sensiblera ni inconsciente; una vida de lugares
mentales —obsesionados, encumbrados— que ella había optado por olvidar una vez
que llegó a adquirir la condición adulta.
Más aún; en aquel reencuentro con los cuentos que le habían proporcionado una
mitología, halló imágenes que podrían ayudarla a desentrañar el estado de confusión
en que actualmente se hallaba.
Lo extravagante de aquella historia en que se había embarcado al regresar a
Liverpool, había echado al traste todos los principios que se había formado. Pero allí,
en las páginas del libro, encontró otro estado diferente en el que nada era fijo; un
estado donde reinaba la magia, que acarreaba consigo transformaciones y milagros.
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Suzanna había entrado allí una vez y, lejos de sentirse perdida, habría podido pasar
por uno de los habitantes de aquel mundo. Si pudiera volver a recuperar aquella
insolente indiferencia hacia la razón y dejar que la guiase hacia adelante a través de
aquel laberinto, quizá lograse comprender las fuerzas que ella estaba segura
aguardaban para desencadenarse a su alrededor.
Sería muy doloroso, no obstante, renunciar al pragmatismo, pues muchas veces
éste le había impedido que se hundiera. Cuando se había tenido que enfrentar al vacío
y al dolor, Suzanna había sido capaz de aguantar gracias a la posibilidad de
permanecer con la mente fría, racional. Hasta cuando murieron sus padres, separados
por alguna traición sin palabras que impidió incluso que en el último momento se
sirvieran de mutuo consuelo, Suzanna se las había sabido arreglar bastante bien;
sencillamente se sumergió en un mundo de cosas prácticas hasta que hubo pasado lo
peor.
Ahora el libro le hacía señas, con sus quimeras y hechizos; todo ambigüedad;
todo flujo; y el habitual pragmatismo de Suzanna de nada iba a valerle. No
importaba. A pesar de todas las cosas que los años le habían enseñado acerca de la
pérdida, el compromiso y la derrota, allí se la invitaba de nuevo a entrar en unos
bosques en los que las doncellas amansaban dragones; y una de aquellas doncellas
seguía teniendo el rostro de Suzanna. Después de echarle un vistazo a tres o cuatro
cuentos, volvió al principio del libro en busca de la dedicatoria. Era bastante breve.
Decía:
«Para Suzanna. Con cariño, M. L.» Y compartía la página con un viejo epigrama:
«Das, was man sich vorstellt, braucht man nie zu verhein.»
Suzanna se esforzó por descifrar aquellas palabras, sospechando que su oxidado
alemán quizá no alcanzase para comprender las frases ocurrentes. Lo más que pudo
averiguar, aproximadamente, fue:
«Aquello que se imagina no hay que pedirlo nunca.» Con aquella oblicua
sabiduría en la mente, volvió a las historias. Se entretuvo un rato mirando las
ilustraciones, que poseían la misma severidad que los grabados en madera; pero al
observarlas con más detenimiento se descubría que ocultaban toda clase de sutilezas.
Peces con rostros humanos la contemplaban desde debajo de la prístina superficie de
un estanque; dos desconocidos en un banquete intercambiaban unos susurros que
habían tomado forma sólida en el aire, por encima de sus cabezas; en el corazón de
un bosque silvestre unas figuras casi escondidas entre los árboles mostraban sus
rostros expectantes y pálidos.
Las horas fueron transcurriendo y cuando, después de recorrer el libro de
principio a fin, cerró brevemente los ojos para que le descansaran, el sueño la venció.
Cuando despertó se encontró que el reloj de pulsera se le había parado poco
después de las dos. La mecha que tenía al lado parpadeaba en medio de un charco de
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cera, a punto de ahogarse. Suzanna se puso en pie, y fue cojeando por el rellano hasta
que los alfileres y las agujas que parecía tener en los pies le desaparecieron, y luego
entró en la habitación de atrás para buscar una vela nueva.
Había una en la repisa de la ventana. Al cogerla su mirada captó un movimiento
abajo, en el patio. El corazón le dio un vuelco; pero decidió permanecer
absolutamente inmóvil para no llamar la atención y se quedó observando. La figura
estaba entre las sombras, y hasta que no abandonó el rincón Suzanna no vio, a la luz
de las estrellas, al joven que había visto allí mismo el día anterior.
Empezó a bajar las escaleras, cogiendo una vela nueva por el camino. Quería
hablar con aquel hombre; quería preguntarle acerca de las razones que le habían
impúlsalo a huir y de la identidad de sus perseguidores.
Al salir al patio él abandonó el escondite y echó a correr hacia la puerta de la
verja de atrás.
—¡Espera! —lo llamó ella—. Soy Suzanna.
El nombre poco podía decirle a aquel hombre, pero sin embargo se detuvo.
—¿Quién? —preguntó.
—Ayer te vi. Ibas corriendo...
La chica del vestíbulo, Cal cayó ahora en la cuenta. La que se había interpuesto
entre él y el Vendedor.
—¿Qué te ha sucedido? —inquinó Suzanna.
El hombre tenía un aspecto terrible. Llevaba la ropa desgarrada y la cara sucia; y
aunque no podía estar segura, le pareció que también ensangrentada.
—No lo sé —repuso él con una voz rasposa como la grava—. Ya no sé nada.
—¿Por qué no entras?
El no se movió del sitio.
—¿Cuánto tiempo hace que estás esperando aquí? —le preguntó Cal finalmente.
—Varias horas.
—¿Y la casa está vacía?
—No hay nadie más que yo.
Con aquella certidumbre, la siguió a través de la puerta trasera. Suzanna encendió
varias velas más. La luz confirmó las sospechas que tuviera unos instantes antes. El
hombre estaba manchado de sangre; olía a cloaca.
—¿Hay agua corriente aquí? —quiso saber él.
—No lo sé, podemos probar.
Tuvieron suerte; la compañía del agua aún no había cortado el abastecimiento. El
grifo de la cocina emitió un traqueteo y las tuberías se pusieron a rugir, pero
finalmente empezó a salir un torrente de agua helada. Cal se quitó la chaqueta y se
lavó la cara y los brazos.
—Veré si puedo encontrar una toalla —le dijo Suzanna—. Por cierto, ¿cómo te
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llamas?
—Cal.
Suzanna lo dejó con sus abluciones. Cuando se marchó, Cal se quitó la camisa y
se echó agua helada por el pecho, el cuello y la espalda. Suzanna regresó con una
funda de almohada antes de que él hubiese terminado.
—Es lo más parecido a una toalla que he encontrado —le dijo.
Había colocado dos sillas en la habitación delantera del piso de abajo y había
dejado encendidas allí varias velas. Se sentaron juntos y estuvieron hablando.
—¿Por qué has vuelto? —quiso saber ella—. Después de lo de ayer.
—Vi algo aquí —repuso Cal con cautela—. ¿Y tú? ¿Por qué estás aquí?
—Ésta es la casa de mi abuela. Ella se encuentra ahora ingresada en el hospital.
Se está muriendo. He venido para echar un vistazo.
—Esos dos tipos que vi ayer... —comentó Cal—, ¿eran amigos de tu abuela?
—Lo dudo. ¿Qué querían de ti?
En ese punto Cal no se había dado cuenta de que se estaba metiendo en un terreno
peligroso. ¿Cómo podía contarle a aquella muchacha los gozos y los temores que los
últimos días le habían ocasionado?
—Es difícil... —empezó a decir—. Quiero decir que no estoy seguro de que nada
de lo que me ha pasado últimamente tenga mucho sentido.
—Pues ya somos dos —repuso la muchacha.
Cal se estaba mirando las manos como un quiromántico en busca del futuro.
Suzanna lo observó; tenía el rostro cubierto de arañazos, como si hubiera estado
luchando cuerpo a cuerpo con varios lobos.
Cuando él abrió los ojos de color azul pálido, bordeados de negras pestañas, se
dio cuenta del escrutinio a que Suzanna lo estaba sometiendo. Se sonrojó
ligeramente.
—Dices que viste algo aquí —continuó Suzanna—. ¿Puedes decirme qué fue?
Era una pregunta simple, y Cal no veía razón para no responder. Si la muchacha
no le creía era problema suyo, no de él. Pero no fue así. En realidad, en cuanto
empezó a describirle la alfombra, Suzanna abrió mucho los ojos con una expresión
salvaje.
—Claro —dijo ella—. Una alfombra. Claro.
—¿Sabes algo de ella?
Suzanna le contó lo ocurrido en el hospital; el dibujo que Mimi había tratado de
mostrarle. Ahora a Cal se le disipó cualquier duda que aún le pudiese quedar sobre si
contarle o no toda la historia a la muchacha. Le refirió la aventura desde el mismo día
en que el pájaro se le había escapado. Le contó que había visto la Fuga; y lo de
Shadwell y su chaqueta; lo de Immacolata; lo de los hijos ilegítimos; lo de la madre
de éstos y la comadrona; le explicó los acontecimientos de la boda y los que habían
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tenido lugar después. Suzanna salpicó el relato aquí y allá con sus propias
apreciaciones acerca de la vida de Mimi allí, en aquella casa, con las puertas cerradas
con cerrojo y las ventanas fijadas con clavos, viviendo siempre encerrada en una
fortaleza como si esperase un asedio.
—Debía de saber que, tarde o temprano, alguien vendría a buscar la alfombra.
—No a buscar la alfombra precisamente —dijo Cal—. A buscar la Fuga.
Suzanna se dio cuenta de que los ojos de él adquirían una expresión soñadora al
pronunciar aquella palabra, y envidió la breve visión que Cal había tenido del lugar:
las colinas, los lagos, los bosques silvestres. ¿Y había doncellas entre aquellos
árboles, quería preguntarle, que amansaban dragones con una canción? Eso era algo
que Suzanna tendría que descubrir por sí misma.
—De manera que la alfombra es una puerta, ¿no es eso? —le preguntó ella.
—No sé —repuso Cal.
—Ojalá todavía pudiéramos preguntárselo a Mimi. Quizá ella...
Antes de que hubiera terminado la frase, Cal ya se había puesto en pie.
—Oh, Dios mío.
Sólo ahora recordó las palabras de Shadwell en el vertedero de basura acerca de ir
a hablar con la vieja.
Se había tenido que referir a Mimi por fuerza. ¿A quién si no? Mientras se ponía
la camisa le contó a Suzanna lo que había oído.
—Tenemos que ir junto a ella —la apremió Cal—. ¡Cristo! ¿Cómo no se me ha
ocurrido antes?
La agitación que sentía era contagiosa. Suzanna apagó las velas de un soplo y
alcanzó la puerta principal antes de que Cal tuviera tiempo de hacerlo.
—Seguro que Mimi estará a salvo en el hospital —dijo Suzanna.
—Nadie está a salvo en ningún lugar —repuso él; y Suzanna comprendió que
aquello era cierto.
En el umbral de la puerta la muchacha se dio la vuelta y desapareció de nueve en
el interior de la casa. Regreso al cabo de unos segundos con un maltrecho libro entre
las manos.
—¿Un Diario? —le preguntó.
—Un mapa —repuso Suzanna.
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VIII. SIGUIENDO EL HILO
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aquella historia se difundiera, sino también porque le agradaba la intimidad que
proporciona el hecho de compartir un secreto con alguien. Aquella Suzanna no se
parecía a ninguna mujer de las que él había conocido con anterioridad. No había
fachada, ni disimulos. Se habían convertido, de repente, en una sola noche —y
también en aquella triste mañana— de confesiones, en compañeros involucrados en
un misterio que, a pesar de que a él lo había llevado más cerca de la muerte que había
estado en toda su vida, se hallaba dispuesto a soportar contento si ello significaba
estar en compañía de aquella muchacha.
—Nadie derramará lágrimas por Mimi —decía. Suzanna—. Nunca la quisieron.
—¿Ni siquiera tú?
—Yo nunca tuve ocasión de conocerla —continuó ella; y acto seguido le trazó a
Cal una breve sinopsis de la vida y los tiempos de Mimi—. Era una extraña —
concluyó Suzanna—. Y ahora sabemos por qué.
—Lo que nos conduce de nuevo a la alfombra. Tenemos que seguir el rastro de
los que vaciaron la casa.
—Primero tienes que dormir un poco.
—No. Ahora ya he recobrado el aliento. Pero lo que si quiero es ir a casa. Tengo
que darles de comer a las palomas.
—¿No pueden pasarse siquiera unas cuantas horas sin ti?
—Si no fuera por ellas —le indicó Cal—, yo no me encontraría aquí.
—Perdona. ¿Te importa que vaya contigo?
—Me gustaría mucho. Quizá puedas proporcionarle a mi padre una razón para
sonreír.
Por lo visto a Brendan le sobraban sonrisas aquel día; Cal no había visto a su padre
tan feliz desde antes de que Eileen se pusiera enferma. El cambio resultaba bastante
misterioso. Les dio a ambos la bienvenida a la casa en medio de un torrente de
bromas.
—¿Alguien quiere café? —les ofreció; y a continuación entró en la cocina—. Por
cierto, Cal, ha estado aquí Geraldine.
—¿Qué quería?
—Ha traído unos libros que tú le habías regalado; me ha dicho que no los quería.
—Apartó la mirada del café que estaba preparando y la clavó en Cal—. Dice que
últimamente te has estado comportando de un modo bastante extraño.
—Debo de llevarlo en la sangre —dijo Cal; y su padre sonrió ante aquella ironía
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—. Voy a ver a los pájaros.
—Hoy ya les he dado de comer. Y les he limpiado el palomar.
—Bueno, eso quiere decir que realmente te encuentras mucho mejor.
—¿Por qué no? —inquirió Brendan—. Tengo gente que se preocupa por mí.
Cal asintió con la cabeza sin acabar de comprender. Luego se volvió hacia
Suzanna.
—¿Quieres ver los campeones? —le preguntó.
Y los dos salieron. El día era ya fragante.
—Hay algo en papá que no acaba de encajarme —dijo Cal mientras le mostraba
el camino, un sendero que llevaba al palomar—. Hace dos días estaba prácticamente
al borde del suicidio.
—A lo mejor sucede sencillamente que los malos tiempos han seguido su curso
—dijo ella.
—A lo mejor —aceptó Cal al tiempo que abría la puerta del palomar. Mientras lo
hacía un tren pasó cerca en medio de un gran estruendo, haciendo temblar la tierra.
—El de las nueve y veinticinco en dirección a Penzance —dijo Cal al tiempo que
hacía entrar a Suzanna.
—¿No molesta eso a los pájaros? —le preguntó ella—. Me refiero al hecho de
estar tan cerca de las vías.
—Se acostumbraron a ello desde que estaban en el cascarón —repuso él; y entró
a su vez a saludar a los pichones.
Suzanna lo estuvo observando mientras él hablaba con los pájaros y pasaba los
dedos a través de la tela metálica. Cal era un tipo bastante extraño, de eso no cabía la
menor duda; pero probablemente no era más extraño que ella misma. Lo que más le
sorprendía era el modo desenfadado con que estaban manejando los imponderables
que de repente habían entrado en sus vidas. Se encontraban de pie, intuía Suzanna,
apenas asomándose al umbral; en el reino que había más allá, un poco de rareza quizá
fuera una necesidad.
De repente Cal se apartó de la jaula.
—Gilchrist —dijo al tiempo que hacía una fiera mueca—. Acabo de acordarme
ahora mismo. Estuvieron hablando de un tipo llamado Gilchrist.
—¿Quiénes?
—Cuando yo estaba subido en la tapia. Los hombres de las mudanzas. ¡Dios mío,
sí! Al mirar ahora a los pájaros me ha venido todo a la memoria de nuevo. Yo estaba
subido en la tapia y ellos hablaban de venderle la alfombra a alguien llamado
Gilchrist.
—Entonces ése es nuestro hombre.
En cuestión de unos momentos Cal ya estaba de vuelta en casa.
—No tengo bizcocho... —empezó a decir Brendan mientras su hijo se dirigía al
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teléfono del pasillo—. ¿Qué es ese pánico repentino?
—Nada importante —repuso Suzanna.
Brendan le sirvió una taza de café mientras Cal saquedaba el listín telefónico.
—Tú no eres de aquí, ¿verdad? —le preguntó Brendan a Suzanna.
—Vivo en Londres.
—Nunca me ha gustado Londres —comentó él—. Es un lugar desalmado.
—Tengo un estudio en Muswell Hill. Estoy segura de que a usted le gustaría. —
Al ver que Brendan parecía perplejo ante aquello, añadió—: Me dedico a hacer
cerámicas.
—Lo he encontrado —dijo Cal con el listín en la mano—. K. W. Gilchrist —leyó
—, compraventa de objetos.
—¿Qué es todo esto? —quiso saber Brendan.
—Voy a llamarlo —dijo Cal.
—Es domingo —le indicó Suzanna.
—Muchos de estos sitios están abiertos los domingos por la mañana —repuso
Cal; y regresó al pasillo.
—¿Vais a comprar algo? —dijo Brendan.
—Digámoslo así —repuso Suzanna.
Cal marcó el número. Alguien levantó el auricular con prontitud al otro lado de la
línea. Una mujer dijo:
—Gilchrist.
—Hola —comenzó Cal—. Desearía hablar con el señor Gilchrist, por favor.
Hubo un silencio momentáneo al otro lado de la línea; luego la mujer dijo:
—El señor Gilchrist está muerto.
«Jesús, Shadwell es rápido», pensó Cal.
Pero la telefonista no se había desanimado.
—Hace ocho años que murió —continuó. Tenía una voz más descolorida aún que
la que da la hora por teléfono—. ¿Respecto a qué deseaba usted hablar con él?
—Se trata de una alfombra.
—¿Quiere usted comprar una alfombra?
—No exactamente. Creo que han llevado una alfombra a la tienda de ustedes por
error...
—¿Por error?
—Eso es. Y tengo que recuperarla urgentemente.
—Me temo que tendrá usted que hablar de eso con el señor Wilde.
—¿Podría usted ponerme con el señor Wilde entonces, por favor?
—Está en la Isla de Wight.
—¿Cuándo volverá?
—El jueves por la mañana. Tendrá usted que volver a llamar entonces.
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—Seguramente eso debe ser...
Cal guardó silencio al darse cuenta de que ya no había línea.
—¡Maldición! —exclamó. Luego levantó la vista y vio a Suzanna de pie junto a
la puerta de la cocina—. No hay nadie allí con quien hablar. —Suspiró—. Bien. ¿En
qué situación nos coloca eso?
—Igual que ladrones en medio de la noche —repuso ella suavemente.
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Brendan se metió la mano en el bolsillo. La carta todavía estaba caliente. No
había mal alguno en hacer tratos con los ángeles, ¿verdad? ¿Qué otra cosa se podía
hacer con mayor seguridad?
Le dio el nombre del almacén.
—Sólo fueron a buscar una alfombra —le explicó Brendan.
El auricular produjo un chasquido.
—¿Está usted ahí? —preguntó Brendan.
Pero el mensajero divino probablemente ya había levantado el vuelo.
El interior del edificio era una especie de purgatorio en el que miles de objetos
domésticos —sillones, armarios, lámparas grandes y pequeñas, cortinas, alfombras—
esperaban el Juicio apiladas unas encima de otras formando una polvorienta
desgracia. El lugar apestaba a todos aquellos objetos que contenía; a objetos
reclamados por la carcoma, la podredumbre o deteriorados por el puro uso; a cosas
que un día habían sido de buena calidad y que ahora estaban tan gastadas a causa del
tiempo que ni siquiera los fabricantes les habrían dado cabida en sus propias casas.
Y bajo aquel olor de decrepitud se percibía algo más amargo y más humano. El
olor a sudor, quizá, absorbido por los tablones del lecho de un enfermo, o el de la
pantalla de una lámpara que hubiese estado encendida toda la noche por alguien que
no había llegado a ver la mañana. No era aquél un lugar para entretenerse.
Volvieron a separarse, por mor de la rapidez.
—Si ves algo que te parezca prometedor —le dijo Cal—, dame un grito.
Ahora Cal se encontraba eclipsado entre varios montones de muebles.
El silbido que Suzanna tenía en el interior del cráneo no cesó una vez que se quitó
del sol; al contrario, empeoró. Puede que fuera la enormidad de la tarea que tenía
delante lo que hacía que la cabeza le diera vueltas, como si aquello fuese una
búsqueda imposible procedente de algún cuento de hadas, como si buscase una
partícula de magia en medio de la desolación y la decadencia.
Aquel mismo pensamiento, aunque formulado de forma diferente, estaba
pasándole a Cal por la cabeza en el mismo instante. Cuanto más buscaba, más dudaba
de su memoria. A lo mejor no había sido el almacén de Gilchrist el que los tipos de
La primera cosa que Suzanna vio fue una sombra en el suelo. Alzó la mirada.
Un rostro apareció entre dos armarios, pero sólo para desaparecer de nuevo antes
de que ella pudiera llamarlo por su nombre.
¡Mimi! Era Mimi.
Suzanna se acercó a los armarios. No había ni rastro de nadie. ¿Estaría
empezando a perder la cordura? Primero había sentido aquel estruendo dentro de la
cabeza y ahora tenía alucinaciones.
Y sin embargo, ¿por qué estaban allí si no creían en los milagros? La duda de
Suzanna se ahogó en una súbita oleada de esperanza; la esperanza de que los muertos
de algún modo pudieran romper el sello que cerraba el mundo invisible y volver entre
los vivos.
Pronunció en voz baja el nombre de su abuela. Y se le concedió una respuesta. No
con palabras, sino en forma de aroma de agua de lavanda. A cierta distancia a su
izquierda, por un pasillo formado por cajas de té amontonadas, una bola de pelusa
—Eso es de mi propiedad, según creo —dijo la voz a espaldas de Cal. Éste se volvió.
Shadwell estaba de pie a un par de metros. Llevaba la chaqueta desabrochada—. A lo
mejor sería usted tan amable de apartarse, Mooney, y permitir que me lleve lo que es
mío.
Cal deseó haber tenido la presencia de ánimo suficiente para ir armado a aquel
lugar. No habría vacilado en apuñalar ahora a Shadwell en el ojo resplandeciente y
proclamarse a sí mismo un héroe por haber sido capaz de hacerlo. Pero el hecho era
que no disponía más que de sus manos desnudas. Tendría que arreglarse con ellas.
Dio un paso hacia Shadwell, pero al hacerlo el hombre se apartó. Había alguien
de pie detrás de él. Una de las hermanas, sin duda; o sus bastardos.
Cal no aguardó para verlo, sino que se dio la vuelta y cogió una de las sillas que
había amontonadas sobre la alfombra. Aquella acción provocó una pequeña
avalancha de sillas que se esparcieron entre él y su enemigo. Arrojó la que él tenía en
la mano hacia la indefinida forma que había tomado el lugar de Shadwell. Luego
levantó del suelo una segunda silla y la arrojó hacia el mismo lugar que la primera;
pero ahora el blanco había desaparecido entre aquel laberinto de muebles. Lo mismo
había sucedido con el Vendedor.
Cal se volvió, con los músculos en tensión, y apoyó la espalda contra la cómoda
con intención de moverla. Tuvo éxito; la cómoda se volcó hacia atrás, haciendo caer
con ella varias otras piezas. Cal se alegró del estruendo que produjo; quizá atrajera la
atención de Suzanna. Alargó los brazos para tomar posesión de la alfombra, pero al
hacerlo notó que algo le sujetaba por detrás. Se vio pesadamente arrastrado lejos de
su premio; una pequeña porción de alfombra se desgarró y se le quedó en la mano.
Luego fue lanzado por los suelos.
Fue a parar contra una pila de cuadros y fotografías cuyos marcos estaban llenos
de ornamentos; varios de los cuadros se volcaron y aplastaron. Cal quedó tumbado en
medio de numerosos fragmentos de vidrio durante un momento, mientras recuperaba
el aliento, pero lo que vio a continuación volvió a dejarle sin aliento. El hijo ilegítimo
venía hacia él procedente de las tinieblas.
—¡Levántate! —le ordenó a Cal.
Éste no obedeció el mandato, pues tenía toda la atención puesta en el rostro que
Suzanna comprendió, un instante antes de poner los pies en lo que en otro tiempo
había sido el vestíbulo del cine, que aquello era un error. Incluso entonces hubiera
podido retroceder, pero oyó que la voz de Mimi pronunciaba su nombre y la obligaba
a pasar por la puerta antes de que ningún argumento pudiera frenarle las piernas.
El vestíbulo se encontraba todavía más oscuro que el almacén principal, pero
Suzanna pudo distinguir la difusa figura de su abuela que estaba de pie junto a la
taquilla tapiada con tablones.
—¿Mimi? —la llamó con la mente borrosa a causa de las impresiones
contradictorias.
—Aquí estoy —repuso la anciana; y abrió los brazos para acoger a Suzanna.
Aquel ofrecimiento de abrazo fue un error, pero por parte del enemigo. Las
manifestaciones físicas de afecto no habían sido el fuerte de Mimi en vida, y Suzanna
no veía razón alguna para suponer que su abuela hubiera cambiado de costumbres al
expirar.
—Tú no eres Mimi —dijo.
—Ya sé que es una gran sorpresa verme —repuso el presunto fantasma. Tenía la
voz tan suave como la caída de una pluma—. Pero no hay nada que temer.
—¿Quién eres?
—Ya sabes quién soy —fue la respuesta.
Suzanna no se entretuvo esperando oír algunas otras palabras seductoras como
aquéllas, sino que se dio la vuelta con la intención de volver sobre sus propios pasos.
La separaban quizá tres metros de la salida, pero ahora le daba la impresión de que
fueran kilómetros. Trató de dar un paso por aquella larga carretera, pero el estruendo
que tenía dentro de la cabeza alcanzó de pronto proporciones ensordecedoras.
La presencia aquella que se encontraba detrás de Suzanna no tenía intención de
dejarla escapar. Buscaba un enfrentamiento, y desafiarla era desperdiciar esfuerzos.
De modo que la muchacha se dio la vuelta y la miró.
La máscara se estaba derritiendo, aunque había hielo, y no fuego, en los ojos que
emergían por detrás. Suzanna conocía aquella cara, y aunque no se consideraba
preparada todavía para encararse valientemente con aquella furia, sintió un extraño
regocijo ante semejante visión. Los últimos retazos de Mimi acabaron de
desvanecerse, y en su lugar apareció allí Immacolata, de pie.
—Mi hermana... —comenzó a decir con el aire danzando a su alrededor al
compás de sus palabras—, mi hermana la Bruja me hizo representar el papel. Le
pareció ver a Mimi en tu cara. Y tenía razón, ¿verdad? Tú eres su hija.
—Su nieta —murmuró Suzanna.
—Su hija —fue la réplica firme.
LOS EXILIOS
Vagando entre dos mundos, el uno muerto, y el otro incapaz de nacer.
Matthew Arnold,
The Grande Chartreuse
La derrota que habían sufrido era completa. El Vendedor le había arrebatado a Cal el
Tejido de las mismísimas manos. Pero, a pesar de que no tenían motivo alguno para
estar jubilosos, al menos habían conseguido sobrevivir al encuentro. ¿Sería
simplemente ese hecho lo que hizo que se les levantara el ánimo en cuanto salieron
del almacén y se sumergieron en el aire templado?
Olía a río Mersey; a aluvión y a sal. Y allí, al río, es adonde se dirigieron, por
indicación de Suzanna. Caminaron sin cruzar ni una palabra; bajaron por al calle
Jamaica hasta Dock Road y luego siguieron la alta tapia negra que bordeaba los
muelles hasta que encontraron una entrada que les permitió el acceso a los mismos.
Aquella zona estaba desierta. Hacía muchos años que el último gran buque de carga
había atracado allí para descargar sus mercancías. Estuvieron deambulando por una
ciudad fantasma formada por almacenes vacíos hasta llegar al mismo río; Cal volvía
la mirada una y otra vez hacia el rostro de la mujer que llevaba al lado. Había en ella
algún cambio, Cal se daba cuenta de ello; alguna carga de sentimiento oculto que no
lograba desentrañar.
El poeta tenía algo que decir al respecto.
«¿No encuentras las palabras, muchacho? —le preguntó inesperadamente a Cal
en el interior de la cabeza—. Es una mujer rara, ¿no es cierto?»
Aquello era verdad, ciertamente. Desde la primera vez que la viera al pie de las
escaleras le había dado la impresión de que estaba en cierta manera hechizada. Eso
era lo que tenían en común. También compartían la misma determinación, alimentada
quizá por un tácito temor a perder de vista el misterio con el que habían estado
soñando durante tanto tiempo. ¿O acaso se estaría él encañando a sí mismo y lo que
hacía era leer líneas de su propia, historia en el rostro de la muchacha. ¿Sería sólo la
ansiedad que sentía por encontrar un aliado lo que le hacía ver ciertas similitudes
entre ellos dos?
Suzanna estaba mirando fijamente el río; serpientes de luz solar que el agua
reflejaba le jugueteaban por la cara. Cal conocía a la muchacha desde hacía
solamente una noche y un día, pero despertaba en él las mismas contradicciones —
una satisfacción inquieta y profunda; una sensación de que ella le resultaba a la vez
familiar y desconocida— que le había suscitado el primer atisbo que había captado de
la Fuga.
Quería decirle todo esto a ella, y más cosas, pero no conseguía encontrar las
palabras para hacerlo.
Fue Suzanna quien habló primero.
—He visto a Immacolata —le dijo— mientras tú te estaba enfrentando a
Shadwell...
Volvieron —en medio de un crepúsculo que contenía otoño en todos sus intersticios
— a la calle Chariot. Una vez allí registraron la cocina en busca de algo con que
aplacar sus ruidosos estómagos, comieron un poco y luego se retiraron a la habitación
de Cal en compañía de una botella de whisky que habían comprado en el camino. El
debate que tenían planeado realizar acerca de lo que harían a continuación tocó
pronto a su fin: una mezcla de cansancio y de intranquilidad ocasionada por las
escenas que habían vivido en el río hizo que la conversación se desarrollara de forma
más bien titubeante. Estuvieron describiendo círculos sobre el mismo terreno una y
otra vez, pero no se produjo ninguna repentina inspiración acerca de cómo debían
proceder.
El único vestigio que tenían de las aventuras que les habían acontecido hasta la
fecha era el fragmento de alfombra, y éste ofrecía bastantes pocas pistas.
La conversación fue decayendo; finalmente se convirtió en algunas frases a medio
terminar salpicadas por silencios cada vez más largos.
Hacia las once, Brendan llegó a casa. Llamó a Cal desde abajo y luego se retiró a
dormir. Su llegada llenó de agitación a Suzanna.
—Debería irme —dijo—. Ya es tarde.
La idea de quedarse en aquella habitación sin la muchacha hizo que a Cal se le
rompiera el corazón.
—¿Por qué no te quedas? —le preguntó.
—La cama es pequeña —repuso ella.
—Pero cómoda.
Suzanna acercó las manos a la cara de Cal y le rozó la magulladura que tenía
alrededor de la boca.
—No estamos hechos para ser amantes —dijo en voz baja—. Somos demasiado
parecidos.
Lo dijo de manera directa y llana, y, aunque resultaba doloroso oírselo decir, en el
mismo momento en que se convenció de que cualquier tipo de aspiración sexual se
había venido abajo, Cal vio confirmada otro tipo de esperanza diferente, y en el fondo
más profunda que la otra. Que los dos estaban juntos en aquella empresa; ella, la hija
de la Fuga; él, el inocente intruso. Contra el breve placer de hacer el amor con ella,
Cal oponía la aventura, más grandiosa, y sabía —a pesar de la nota discordante
procedentes de su pene— que él tenía la mejor parte del trato.
—Entonces nos pondremos a dormir —le dijo—. Si es que quieres quedarte.
Suzanna sonrió.
—Quiero quedarme —indicó.
Se despojaron de la ropa sucia y se deslizaron bajo las mantas y sábanas. El sueño
No fue un mero dormir vacío, ni mucho menos. Hubo sueños. O más bien, un
sueño particular que ocupó por completo la cabeza de ambos.
Soñaron con un ruido. Un planeta de abejas, todas zumbando dispuestas a
reventar sus corazones de miel; un creciente mar de fondo que era la música del
verano.
Soñaron con olores. Una gran confusión de aromas; el de las calles después de la
lluvia, el de colonia evaporada, y el del viento de un país cálido.
Pero sobre todo, soñaron con visiones.
El sueño empezaba con un dibujo: una trama entrelazada y tejida de incontables
hilos teñidos de cien colores diferentes que transportaban una carga de energía tan
fuerte que consiguió deslumbrar a los durmientes, quines se vieron obligados a
protegerse los ojos de la mente.
Y luego, como si el dibujo estuviera empezando a hacerse demasiado ambicioso
para contentarse con guardar el orden actual, los nudos empezaron a deslizarse y a
resbalar unos sobre otros. Los colores de cada intersección se desangraron en el aire
hasta que la visión se oscureció en una especie de sopa de pigmentos a través de los
cuales los hilos que se habían soltado manifestaban su libertad en cada renglón, en
cada coma y en cada punto, como los trazos del pincel de algún maestro calígrafo. Al
principio aquellas marcas parecían ser del todo arbitrarias, pero medida que aquellos
trazos atraían color hacía sí y otro rasgo se les añadía, y luego otro más después del
segundo, se fue haciendo evidente que del caos que constituían estaban emergiendo
con gran firmeza algunas formas.
Allí donde unos momentos antes, en el sueño, solo había existido urdidumbre y
trama, se distinguían ahora cinco formas humanas que aparecían por entre el flujo, y
el invisible artista iba añadiendo detalles a aquellos retratos con insolente facilidad.
Y la voz de las abejas se alzaba, cantando el nombre de aquellos desconocidos
hacia el interior de la cabeza de los durmientes.
La primera del quinteto en ser llamada fue una joven ataviada con un vestido
largo de color oscuro; tenía el rostro pequeño y pálido y unos ojos cerrados que
estaban bordeados de pestañas pelirrojas. «Ésta —dijeron las abejas— es Lilia
Pellicia.»
Como si despertase al oír su propio nombre, Lilia abrió los ojos.
Al hacerlo, un individuo gordo y barbudo de cincuenta y tantos años que iba
ataviado con una capa echada sobre los hombros y un sombrero de ala en la cabeza,
se adelantó. «Frederick Cammell», dijeron las abejas; los ojos que había tras las
lentes de sus anteojos, del mismo tamaño que monedas, se abrieron de golpe. El
individuo se llevó inmediatamente la mano al sombrero y se lo quitó, dejando al
Shadwell se despertó de un sueño de Imperio; una fantasía muy familiar en la que era
propietario de una enorme tienda, tan enorme que verdaderamente resultaba
imposible ver la pared más lejana. Y en ella estaba vendiendo; llevando a cabo
negocios capaces de hacer llorar de gozo a un contable. Mercancías de diferente clase
se amontonaban hasta gran altura por todas partes —jarrones «Ming», monos de
juguete—, y los clientes golpeaban las puertas, desesperados por unirse al gentío que
ya clamaban por comprar.
No era, por raro que resulte, un sueño de ansias de riquezas. El dinero se había
convertido para él en algo irrelevante desde que se tropezara con Immacolata, la cual
podía obtener de la nada, mediante conjuros, todo lo que necesitaban. No, aquél era
un sueño de ansias de poder, él, el dueño de las mercancías que la gente era capaz de
hacerse sangre por comprar, se encontraba de pie, a cierta distancia de la multitud, y
esbozaba aquella carismática sonrisa suya.
Pero de pronto se despertó; el clamor de los clientes se estaba desvaneciendo.
Oyó el sonido de alguien respirando en la oscurecida habitación.
Se incorporó en la cama, con el sudor del entusiasmo helándole en la frente.
—¿Immacolata?
Ella estaba allí, de pie contra la pared más alejada de la cama, buscando con las
palmas de las manos algo donde agarrarse en el enlucido de la pared. Tenía los ojos
muy abiertos, pero no veía nada. Por lo menos nada cuya visión Shadwell pudiera
compartir. Ya había tenido ocasión de verla así otras veces... la más reciente hacía dos
o tres días, en el vestíbulo de aquel mismo hotel.
Salió de la cama y se puso la bata. Al sentir la presencia de él, Immacolata
murmuró el nombre de Shadwell.
—Estoy aquí —repuso él.
—Otra vez —dijo la mujer—. He vuelto a notarlo.
—¿El Azote? —preguntó él con voz gris.
—Claro. Tenemos que vender la alfombra y acabar con esto de una vez.
—Lo haremos. Lo haremos —dijo Shadwell mientras se acercaba lentamente a
ella—. Los preparativos ya están en marcha, y tú lo sabes. —Habló con voz tranquila,
para calmarla. Immacolata era peligrosa hasta en los mejores momentos; pero
aquellos malos humores aumentaban el peligro más que el resto—. Han estado
esperando esto mucho tiempo. Vendrán, nosotros haremos nuestra venta y después
Todavía no había señal del nuevo día cuando, horas más tarde —al menos eso le
pareció—, la puerta se abrió.
Más allá de la misma sólo había oscuridad. Y desde esta oscuridad, Immacolata
dijo:
—Ven a ver.
Shadwell se puso en pie sintiendo los miembros rígidos y avanzó cojeando hacia
la puerta.
Una ola de calor le salió a! encuentro en el umbral. Era como entrar en un horno
en el que se hubieran estado cociendo pasteles de inmundicia y sangre humanas.
Consiguió distinguir débilmente a Immacolata, de pie —quizá flotando— a poca
distancia de él. El aire le oprimió la garganta; deseaba con todas sus fuerzas
retroceder. Pero ella le hacía señas para atraerle.
—Mira —le indicó mirando fijamente hacia la oscuridad—. Nuestro asesino ha
venido. Éste es el Rastrillo.
Shadwell no pudo ver nada al principio. Después un jirón de energía furtiva se
deslizó rápidamente pared arriba y al entrar en contacto con el techo despidió hacia
abajo un baño de luz corrompida.
Bajo aquella luz Shadwell vio la cosa que ella llamaba Rastrillo.
¿Habría aquello sido un hombre alguna vez? Resultaba difícil de creer. Los
Cirujanos de los que había hablado Immacolata habían reinventado toda la anatomía.
Colgaba en el aire como un abrigo roto que hubieran dejado en una percha, con el
cuerpo de algún modo estirado hasta alcanzar una altura sobrehumana. Luego, como
si una ráfaga de brisa se hubiera levantado de la tierra, aquel cuerpo se movió,
hinchándose y elevándose. Los miembros superiores —pedazos de lo que alguna vez
quizá hubiesen sido tejido humano sujetos en una incómoda alianza por hilos de
cartílago vivo— se levantaron, como si el cuerpo estuviera a punto de ser crucificado.
Aquel gesto desenvolvió la materia que le ocultaba la cabeza. Al quedar al
El alba empezó a caer sobre Liverpool cautelosamente, como temerosa de lo que iba
a encontrarse. Cal observó cómo la luz iba descubriendo la ciudad, que le dio la
impresión de ser gris desde las cloacas hasta las chimeneas.
Había vivido allí toda la vida; aquél había sido su mundo. La televisión y algunas
revistas lustrosas le habían mostrado de vez en cuando vistas diferentes, pero de
algún modo Cal no se las había creído nunca. Eran tan diferentes de las experiencias
que tenía o de lo que esperaba conocer en sus setenta años de vida como las estrellas
que parpadeaban encendiéndose y apagándose por encima de su cabeza.
Pero la Fuga había sido diferente. Le había parecido, durante un breve y dulce
tiempo, un lugar al cual él podía verdaderamente pertenecer. Había sido demasiado
optimista. Puede que la tierra lo quisiera, pero no lo querían sus habitantes. En lo que
a ellos concernía, Cal era despreciablemente humano.
Anduvo vagando por las calles durante una hora o así. Viendo cómo se iniciaba
otra mañana de lunes en Liverpool.
¿Eran tan malos aquellos Cucos de cuya tribu él formaba parte? Sonreían al darle
la bienvenida a los gatos que volvían a casa después de una noche de jarana;
abrazaban a sus hijos que se marchaban para pasar todo el día fuera; en las radios de
las casas sonaban canciones de amor mientras la familia se reunía en la mesa para
desayunar. Al contemplarlos Cal se puso fieramente a la defensiva. Maldición,
volvería y les diría a los Vivientes lo intolerantes que eran.
Al aproximarse a su casa Cal observó que la puerta principal se encontraba
abierta de par en par y que una mujer, a la que reconoció como una vecina pero cuyo
nombre ignoraba, se encontraba de pie al final del sendero mirando fijamente hacia el
interior de la casa. Solamente cuando ya se encontraba a un par de pasos de la puerta
de la tapia, Cal divisó a Nimrod. Éste se hallaba de pie sobre el felpudo de la entrada;
llevaba puestas unas gafas de sol que había cogido de la mesilla de noche de Cal y
una toga hecha con una camisa que, igualmente, pertenecía a Cal.
—¿Ese niño es suyo? —le preguntó la mujer a Cal cuando éste abrió la puerta de
la verja.
—En cierto modo.
—Comenzó a dar golpes en la ventana cuando yo pasaba. ¿No hay nadie que lo
cuide?
—Ahora ya lo hay —dijo Cal.
Miró hacia el niño y recordó lo que Freddy había dicho de que Nimrod sólo
parecía un niño al que hay que llevar en brazos. Después de apartarse las gafas de sol
hasta ponérselas sobre la frente, Nimrod le estaba dirigiendo a su visitante una mirada
que confirmaba plenamente la descripción hecha por Cammell, Cal, sin embargo,
Una vez que el polvo hubo empezado a asentarse, fue posible calcular el alcance de la
devastación. El jardín había quedado vuelto del revés, naturalmente, igual que todos
los demás jardines de la misma acera; faltaban docenas de tejas de pizarra del tejado
y la chimenea parecía bastante menos segura que antes. Aquel viento había resultado
igualmente letal en la parte delantera de la casa. A lo largo de toda la calle había
causado estragos: farolas derribadas, tapias que habían volado en el viento.
Afortunadamente no parecía que hubiera heridos graves; sólo cortes, magulladuras y
sustos. Lilia —de quien no quedaba ni señal— era la única víctima mortal.
—Ésa era la criatura de Immacolata —le dijo Nimrod—. La mataré por esto. Juro
que lo haré.
La amenaza sonó doblemente irónica al proceder de aquel cuerpo diminuto.
—¿Para qué? —le preguntó Cal con tono pesimista. Estaba mirando por la
ventana delantera cómo los habitantes de la calle Chariot deambulaban de una parte a
otra sumidos en un estado de aturdimiento, unos mirando fijamente las ruinas, otros
mirando de reojo al cielo como si esperasen que allí hubiera escrita alguna clase de
explicación.
—Hemos ganado una victoria sustancial esta tarde, señor Mooney —le dijo
Frederick—. ¿No lo comprende? Y todo ha sido obra de usted.
—Pues vaya victoria —comentó Cal con amargura—. Mi padre ahí sentado sin
pronunciar una palabra; Lilia muerta, media calle destrozada...
—Volveremos a luchar —dijo Freddy— hasta que la Fuga se encuentre a salvo.
—¿Que vamos a luchar? —inquirió Nimrod—. ¿Y dónde estabas tú cuando la
mierda esa estaba volando?
Cammell estuvo a punto de contestar, pero luego lo pensó y permitió que el
silencio confesase su cobardía.
Dos ambulancias y varios coches de Policía habían llegado al final de la calle
Chariot. Al oír las sirenas, Nimrod se reunió con Cal ante la ventana.
—Uniformes —masculló—. Los uniformes siempre significan problemas.
Mientras Nimrod hablaba, el coche del jefe de Policía se abrió, y un hombre
vestido con un sobrio traje salió de él alisándose el escaso pelo que tenía con la palma
de la mano. A Cal le resultaba conocida la cara de aquel individuo —los ojos
rodeados por unas ojeras tan pronunciadas que parecía que no hubiera dormido desde
hacía años—, pero, como le sucedía siempre, no consiguió dar con su nombre.
El trío salió por la puerta de atrás, saltaron la valla y se dirigieron al puente peatonal
que había al final de la calle Chariot, tras atravesar el terraplén. Desde allí pudieron
ver la magnitud de la multitud que se había congregado desde calles vecinas, ansiosos
por ver el espectáculo.
Una parte de Cal rabiaba por bajar y contarles lo que había visto. Por decirles: «El
mundo no es sólo la taza de té y la tetera. Yo lo sé, porque yo lo he visto.» Pero se
guardó las palabras, sabiendo el modo como lo mirarían si se atreviese a hacerlo.
Quizá llegaría un tiempo en que pudiera no enorgullecerse, en que pudiera
contarles a los de su tribu los terrones y milagros que ellos compartían con el mundo.
Pero por ahora aquél no era el momento.
El hombre del traje oscuro que Cal había visto bajar del coche de Policía se llamaba
Hobart, inspector Hobart. Llevaba en el cuerpo dieciocho de sus cuarenta y seis años,
pero hacía muy poco —desde los disturbios que habían surgido en la ciudad a finales
de la primavera y durante el verano del año anterior— que su estrella había entrado
en fase ascendente.
Los orígenes de aquellos disturbios continuaban siendo objeto tanto de
investigaciones públicas como de conversaciones privadas, pero Hobart no tenía
tiempo para ninguna de las dos cosas. Lo que lo obsesionaba era la Ley y cómo
mantenerla, y en aquel año de inestabilidad civil su obsesión lo había convertido en el
hombre del momento.
Las sutilezas del sociólogo o del planificador cívico no estaban hechas para él. La
sagrada tarea que se le había encomendado era conservar la paz, y los métodos que
utilizaba —que sus defensores definían como intransigentes— contaban con la
simpatía de sus superiores en la ciudad. Subió en el escalafón en cosa de semanas y, a
puerta cerrada, se le concedió carte blanche para manejar la anarquía que ya le había
costado millones a la ciudad.
No estaba ciego del todo a la política que encerraba aquella maniobra. Sin duda
los escalones más altos, para quienes él albergaba un total aunque tácito desprecio,
temían un contragolpe si manejaban el látigo demasiado fuerte. Y sin duda también,
él sería el primero en ser sacrificado a la ferocidad de la imaginación pública en el
caso de que las técnicas que traía fallasen.
Pero no fallaron. La élite que personalmente se ocupó de formar —hombres
elegidos entre los distintos Departamentos por la simpatía que profesaban hacia los
métodos de Hobart— obtuvo un rápido éxito. Mientras las fuerzas convencionales
mantenían intacta la línea azul de las calles, las Fuerzas Especiales de Hobart,
conocidas —pata aquellos que tenían algún conocimiento de la existencia de tales
fuerzas— como la Brigada de Fuego, actuaban detrás del escenario aterrorizando a
cualquier sospechoso de fomentar la agitación, bien fuera con palabras o con hechos.
En sólo unas semanas los disturbios amainaron, y James Hobart se vio de pronto
convertido en una fuerza con la que había que contar.
Habían seguido vanos meses de inactividad, y por ello la Brigada iba
languideciendo. No le había pasado por alto a Hobart que el hecho de ser su hombre
del momento tenía pocas consecuencias una vez que aquel momento había pasado;
durante la primavera y los comienzos del verano de aquél, el año siguiente, parecía
ser ese el caso.
Hasta ahora. Porque aquel día Hobart se atrevía a suponer que aún tenía una lucha
en las manos. Había habido caos, y allí, delante de él, estaba la gratificante evidencia.
—Tanto deseo —le comentó Apolline a Suzanna mientras caminaban por las calles de
Liverpool.
No habían encontrado nada en el almacén de Gilchrist más que miradas recelosas,
de modo que se habían apresurado a salir de allí antes de que empezaran a hacerles
demasiadas preguntas. Una vez fuera, Apolline le había pedido que fueran a dar una
vuelta por la ciudad y había seguido la dirección que le indicaba su nariz hasta la vía
pública más concurrida que pudo hallar, una cuyas aceras estaban atestadas de
compradores, de niños y de vagabundos.
—¿Deseo? —inquirió Suzanna. No era aquél un motivo que acudiera
instantáneamente a la cabeza en medio de una calle sucia.
—Por todas partes —dijo Apolline—. ¿No lo ves?
La mujer señaló con el dedo hacia el otro lado de la calle, hacia un letrero que
anunciaba ropa de cama y que representaba a dos amantes languideciendo inmersos
en la fatiga del poscoito; al lado de aquel anuncio, otro de un coche ostentaba el
Cuerpo Perfecto, y lo resaltaba tanto en lo que era de carne como de acero.
—Y allí —continuó Apolline indicándole a Suzanna un escaparate lleno de
desodorantes en el cual la serpiente tentaba a una pareja, Adán y Eva, atractivamente
desnudos con la promesa de sentirse confiados en medio de las multitudes—. Este
lugar es una casa de putas —concluyó en tono claramente aprobatorio.
Sólo entonces se percató Suzanna de que habían perdido a Jerichau. Este había
estado deambulando a unos cuantos pasos de distancia de las mujeres, muy ocupado
estudiando con ojos ansiosos aquel desfile de seres humanos. Ahora había
desaparecido.
Volvieron sobre sus pasos entre el enjambre de peatones y encontraron a Jerichau
de pie ante una tienda de alquiler de vídeos, hechizado al ver los montones de
monitores unos sobre otros.
—¿Son prisioneros? —preguntó mirando aquellas cabezas parlantes.
—No —le dijo Suzanna—. Es un espectáculo. Como un teatro. —Dio un tirón de
la enorme chaqueta que él llevaba—. Vamos —le conminó.
Jerichau se dio la vuelta y la miró. Tenía los ojos llorosos, estaba a punto de
estallar. La idea de que el ver una docena de pantallas de televisión le hubiera
conmovido hasta producirle lágrimas, hizo que Suzanna temiera por aquel tierno
corazón.
—No pasa nada —le consoló convenciéndolo para alejarlo del escaparate—. Son
completamente felices.
Lo cogió del brazo. Un destello de placer cruzó por el rostro de Jerichau, y juntos
avanzaron por entre la multitud. Al sentir aquel cuerpo temblando contra el suyo, a
—No debimos abandonarlos —comentó Cal cuando, tras haber dado una vuelta
completa a la manzana, volvieron por la calle Lord y se la encontraron llena como un
hormiguero de oficiales de Policía, aunque no había ni rastro de Jerichau ni de
Suzanna—. Seguro que los han arrestado. Maldita sea, no debimos...
—Sé práctico —dijo Nimrod—. No teníamos dónde elegir.
—Por poco nos asesinan —indicó Apolline. Todavía jadeaba como un caballo.
—En este momento nuestra única prioridad es el Tejido —dijo Nimrod—. Creo
que en eso estamos todos de acuerdo.
—Lilia vio la alfombra —le explicó Freddy a Apolline—. Desde la casa de
Laschenski.
—¿Está ella allí ahora? —inquirió Apolline.
Nadie respondió a aquella pregunta durante varios segundos. Finalmente habló
Nimrod.
—Está muerta —dijo llanamente.
—¿Muerta? —preguntó Apolline—. ¿Cómo? ¿No habrá sido uno de los Cucos?
—No —dijo Freddy—. Fue algo que suscitó Immacolata. Mooney, aquí presente,
consiguió destruirlo antes de que nos matase a todos los que estábamos allí.
—Entonces Immacolata sabe que estamos despiertos.
Cal vio reflejada a Apolline en el espejo retrovisor. Los ojos se le habían
convertido en dos guijarros negros en medio de la abultada masa de la cara.
—Nada ha cambiado, ¿verdad? —quiso saber—. La Humanidad por un lado, y
los malos encantamientos por otro.
—El Azote era peor que cualquier encantamiento —le informó Freddy.
—No es prudente todavía despertar a los demás —insistió Apolline—. Los Cucos
son más peligrosos que nunca.
—Y si no los despertamos, ¿qué va a ser de nosotros? —dijo Nimrod.
—Nos convertiremos en Custodios —le respondió Apolline—. Vigilaremos la
alfombra hasta que los tiempos mejoren.
—Si es que llegan a mejorar alguna vez.
Aquel comentario puso punto final a la conversación durante un buen rato.
Los halos se habían desvanecido ya cuando los oficiales de Policía abrieron la puerta
trasera del coche celular y ordenaron a Suzanna y a Jerichau que salieran al patio del
cuartel general de Hobart. Todo lo que quedaba de la visión que Suzanna había
compartido con Jerichau y Apolline era una vaga náusea y un terrible dolor de
cabeza.
Los hicieron entrar en el inhóspito edificio de hormigón y una vez allí los
separaron y los despojaron de todos sus objetos personales. Suzanna no tenía nada
que apreciase demasiado, excepto el libro de Mimi, que había guardado todo el
tiempo, bien en la mano, bien en el bolsillo, desde el momento en que lo encontrase.
A pesar de sus protestas al ver que se lo iban a confiscar, también se lo quitaron.
Los oficiales que los habían arrestado intercambiaron impresiones para decidir
dónde había que alojarla, y luego la escoltaron escaleras abajo hasta una desnuda
celda de interrogatorios situada en algún lugar de las entrañas de aquel edificio. Allí
un oficial rellenó un impreso con los datos personales de Suzanna. Ésta respondió lo
mejor que pudo a las preguntas que le formulaban, pero su pensamiento no dejaba de
vagar hacia otra parte: hacia Cal, Jerichau y la alfombra. Si las cosas no tenían buen
cariz al alba, ahora parecían haber empeorado mucho más. Se recomendó a sí misma
resolver los problemas a medida que fueran surgiendo y no apurarse por cosas acerca
de las cuales no podía hacer nada. Como primera medida tenía que conseguir que los
soltasen a ella y a Jerichau. Había visto el miedo y la desesperación de aquél cuando
los separaron. Jerichau sería una presa bastante fácil si les daba por ponerse duros con
él.
Sus pensamientos se interrumpieron cuando vio que abrían la puerta. Un hombre
pálido que iba vestido con un traje gris carbón le estaba mirando fijamente. Tenía
aspecto de llevar mucho tiempo sin dormir.
—Gracias, Stillman —dijo el hombre. El oficial que le había tomado los datos a
Suzanna dejó vacante la silla que había frente a ella—. Espera afuera, ¿quieres?
El hombre se retiró. La puerta dio un golpe al cerrarse.
—Me llamo Hobart —anunció el recién llegado—. Inspector Hobart. Tenemos
que charlar un rato.
Proverbio romano
Aquélla era la lección más importante que Shadwell había aprendido como vendedor.
Si lo que uno posee otra persona lo desea con el suficiente ardor, entonces es lo
mismo que poseer también a esa persona.
Incluso a los príncipes se les puede poseer. Y allí estaban ellos ahora, o su
equivalente en los tiempos modernos, todos reunidos ante su llamada: el dinero viejo
y el nuevo, la aristocracia y los arribistas mirándose los unos a los otros con recelo, y
ansiosos como niños por ponerle los ojos encima, aunque fuera sólo durante un
instante, al tesoro por el que habían venido a luchar.
Paul van Niekerk, de quien se decía que poseía la mejor colección de objetos
eróticos del mundo fuera de los muros del Vaticano; Marguerite Pierce, que al morir
sus padres había heredado a la tierna edad de diecinueve años una de las mayores
fortunas personales de Europa; Beauclerc, el Rey de la Hamburguesa, cuya empresa
poseía pequeños estados; el multimillonario del petróleo Alexander A., quien se
encontraba a las puertas de la muerte en un hospital de Washington, pero que había
enviado a su fiel compañera de muchos años, una mujer que respondía sólo al nombre
de señora A.; Michael Rahimzadeh, cuya fortuna tenía unos orígenes imposibles de
rastrear, ya que los dueños anteriores de la misma habían fallecido todos reciente y
súbitamente; Léon Deveraux, que había acudido a toda prisa desde Johannesburgo
con los bolsillos forrados de polvo de oro; y, por último, un individuo sin nombre con
cuyas facciones había jugueteado un gran número de cirujanos, los cuales no habían
conseguido quitarle de los ojos aquella mirada propia de un hombre con una historia
horrible.
Aquéllos eran los siete.
La habitación donde habían metido a Suzanna era bastante fría y desangelada, pero
todavía era peor el hombre que se encontraba sentado frente a ella. La trató con una
irónica cortesía que no por ello ocultaba del todo la cabeza de martillo que se hallaba
detrás. Ni una sola vez durante la hora que duró la entrevista levantó aquel hombre la
voz por encima del tono normal de conversación, ni mostró la menor impaciencia al
repetir las mismas preguntas.
—¿Cómo se llama la organización de la cual usted forma parte?
—No formo parte de ninguna organización —le repitió Suzanna por centésima
vez.
—Se encuentra usted en un grave aprieto —le dijo él—. ¿Lo comprende?
—Exijo ver a un abogado.
—No va a venir ningún abogado.
—Tengo derecho —protestó ella.
—Usted perdió todos los derechos en la calle Lord —le indicó Hobart—. Vamos.
Déme los nombres de sus cómplices.
—¡No tengo ningún cómplice, maldita sea!
Suzanna se dijo a sí misma que tenía que conservar la calma, pero el corazón no
dejaba de bombearle adrenalina. El inspector también lo sabía. No le quitaba de
encima aquellos ojos de lagartija ni un solo instante. Se limitaba a mirarla fijamente y
a repetirle las mismas preguntas una y otra vez, dándole vueltas al tornillo hasta
conseguir que la muchacha estuviera a punto de chillar.
—Y el negro... —le preguntó Hobart—, ¿pertenece a la misma organización?
—No, no. Él no sabe nada.
—Así que admite usted que la organización existe.
—Yo no he dicho eso.
—Acaba de confesarlo.
—Está usted poniéndome en la boca palabras que no he dicho.
De nuevo, la hosca amabilidad.
—Entonces, haga el favor de hablar por usted misma.
—No tengo nada que decir.
—Hemos encontrado testigos que declararán que usted y el negro...
—Deje de llamarlo así.
—Que usted y el negro se encontraban en el mismo centro de los disturbios.
¿Quién les proporciona las armas químicas?
—No sea ridículo —le dijo Suzanna—. Eso es lo que es usted. Ridículo.
Suzanna notó que se ruborizaba y que estaba a punto de echarse a llorar.
¡Maldición! No le daría a aquel hombre la satisfacción de verla llorar.
Los ecos de los que había hablado Cammell resonaban aún de forma fuerte y clara en
la calle Rue cuando, ya avanzada la tarde, Cal y sus acompañantes llegaron allí. A
Apolline se le encomendó la tarea de computar la actual localización de la alfombra,
y para ello decidieron utilizar algunas páginas que habían arrancado de la guía urbana
extendiéndolas como naipes sobre los tablones desnudos del suelo de la habitación
del piso superior. A los ojos profanos de Cal, daba la impresión de que la mujer
llevaba a cabo aquello de un modo muy parecido a como hacía en vida su madre para
elegir los caballos en la agitada visita anual que hacía al Derby, con los ojos cerrados
y usando un alfiler. Sólo cabía esperar que el método de Apolline fuera más de fiar;
Eileen Mooney nunca había elegido un caballo ganador en toda su vida.
Se produjo un estallido de controversia a mitad del proceso cuando Apolline —
que parecía haber entrado en alguna clase de trance— escupió una granizada de
pepitas en el suelo. Freddy hizo cierto comentario mordaz al ver aquello, y a Apolline
se le abrieron los ojos bruscamente.
—¿No puedes estarte callado, puñetas? —le dijo ella—. Este trabajo de mierda es
muy difícil.
—No es prudente usar los Giddis —le indicó Freddy—. No son de fiar.
—¿Quieres encargarte tú de hacerlo? —le preguntó Apolline en tono desafiante.
—Sabes que no poseo esa habilidad.
—Entonces muérdete la lengua —le dijo con brusquedad—. Y déjame a mí con
esto, ¿quieres? ¡Venga! —Se puso en pie y comenzó a empujarlo hacia la puerta—.
Venga. Lárgate de aquí. Largaos todos.
Salieron al rellano, donde Freddy siguió quejándose.
—Esa mujer es una perezosa —dijo—. Lilia no necesitaba la fruta.
—Lilia era algo especial —comentó Nimrod mientras se sentaba en las escaleras;
todavía iba envuelto en la mal trecha camisa—. Déjala que lo haga a su modo,
¿quieres? Apolline no es ninguna estúpida.
Freddy buscó consuelo en Cal.
—Yo no soy como estas personas —protestó—. Es todo un terrible error. Yo no
soy un ladrón.
—¿Y entonces cuál es tu profesión?
—Soy barbero. ¿Y tú?
—Yo trabajo en una compañía de seguros.
El rastro de los ecos los condujo al otro lado de! río Mersey; después cruzaron
Brikenhead y pasaron por Irby Hill hasta llegar a las cercanías del Campo Comunal
de Thurstaston. Cal no conocía en absoluto aquella zona, y le sorprendió encontrar un
territorio tan rural como aquél apenas a un triple salto de la ciudad.
Circunvalaron la zona. Apolline viajaba en el asiento de al lado del conductor con
los ojos cerrados todo el rato; de repente anunció:
—Aquí es. Para.
Cal frenó. La casa ante cuya fachada habían llegada se encontraba a oscuras,
aunque había algunos impresionantes vehículos aparcados en el paseo de entrada.
Abandonaron el coche, treparon por la tapia y se acercaron.
—Aquí es —reiteró Apolline—. Prácticamente se puede decir que huelo el
Tejido.
Cal y Freddy dieron dos vueltas completas alrededor del edificio buscando una
entrada que no estuviera cerrada con llave, y a la segunda vuelta encontraron una
ventana que, aunque resultaba demasiado pequeña para un adulto, ofrecía fácil acceso
a Nimrod.
—Suavemente, con suavidad —le aconsejó Cal al tiempo que lo alzaba para que
pasara por la ventana—. Te esperamos en la puerta principal.
—¿Qué táctica vamos a emplear? —inquirió Cammell.
—Entramos. Cogemos la alfombra. Y volvemos a salir —le dijo Cal.
Se oyó un golpe apagado cuando Nimrod saltó o se cayó del alféizar hacia el otro
lado. Esperaron un momento. No se oyó ningún sonido más, de modo que regresaron
a la parte delantera de la casa y allí aguardaron en la oscuridad. Pasó un minuto, y
otro, y otro más. Por fin la puerta se abrió y Nimrod apareció tras ella, sonriente.
—Me he perdido —les susurró.
Luego todos se deslizaron dentro de la casa. Tanto el piso inferior como el
Era la voz de Jerichau lo que oía, a Suzanna no le cabía la menor duda, y el tono se
elevaba en protestas sin palabras. El grito la sobresaltó y sirvió para sacarla del foso
de tinieblas en el que se hallaba sumida desde que Hobart se fuera. En cuestión de
segundos la muchacha llegó hasta la puerta y se puso a aporrearla.
—¿Qué sucede? —exigió.
No recibió respuesta del guardián que había al otro lado; sólo otro grito, uno que
partía el corazón, emitido por Jerichau. ¿Qué le estarían haciendo?
Suzanna había vivido toda su vida en Inglaterra y, puesto que no había tenido
nunca más de un conocimiento superficial de la Ley, había supuesto que ésta era un
animal bastante saludable. Pero ahora se encontraba en las entrañas de ese animal, y
se dio cuenta de que estaba enfermo; muy enfermo.
De nuevo se puso a repiquetear en la puerta, y de nuevo se quedó sin respuesta.
Lágrimas de impotencia comenzaron a escapársele, haciendo que le escocieran los
senos nasales y los ojos. Se apoyó de espaldas contra la puerta y trató de sofocar
aquellos sollozos con la mano, pero no había manera de controlarlos.
Al darse cuenta de que el oficial que estaba en el pasillo podría oír sus lamentos,
Suzanna se dirigió hacia el otro extremo de la celda. Pero algo hizo que se detuviera
en seco. Con la vista todavía nublada por las lágrimas vio que las que se había secado
con el dorso de la mano ya no parecían en absoluto lágrimas. Eran de un color casi
plateado; y estallaron, mientras ella las observaba, convirtiéndose en diminutas
esferas luminosas. Aquello era como uno de los cuentos del libro de Mimi: una mujer
que derramaba lágrimas vivientes. Sólo que aquello no era ningún cuento de hadas.
La visión era, en cierto modo, más real que las paredes de hormigón que la
aprisionaban; más real incluso que el dolor que la había hecho derramar aquellas
lágrimas.
Era el menstruum lo que estaba derramando en forma de lágrimas. No lo había
sentido moverse en su interior desde que se arrodillara junto a Cal en el almacén, y
los acontecimientos se habían sucedido tan aprisa desde entonces que no había tenido
tiempo para detenerse demasiado a pensar en ello. Pero ahora notaba de nuevo aquel
torrente, y una oleada de regocijo la recorrió de arriba abajo.
Pasillo abajo volvió a oír gritar a Jerichau; y, como respuesta, el menstruum,
brillante hasta llegar a ser cegador, se desbordó en el sutil cuerpo de Suzanna.
Sin poder contenerse, ésta lanzó un grito, y el torrente de brillos se convirtió en
Boyce había observado que la expresión del rostro del sospechoso cambiaba justo
unos segundos antes de que la puerta de la celda se abriera de golpe, y casi se le
rompió el corazón al comprobar que una amplia sonrisa aparecía en aquellas
facciones que a él le había costado tantos sudores tratar de aterrorizar. Estaba a punto
de ponerse a apalear aquella sonrisa hasta el día del Juicio Final, cuando oyó decir a
Laverick, que había hecho un descanso y se estaba fumando un cigarrillo en el rincón
más apartado:
—Jesucristo.
Y un instante después...
¿Qué había ocurrido un instante después?
Primero la puerta se había puesto a traquetear como si un terremoto aguardase al
otro lado; luego Laverick había dejado caer el cigarrillo y se había puesto
rápidamente en pie. Boyce, sintiéndose enfermo como un perro, había extendido la
mano con intención de interponer al sospechoso que tenían como rehén ante lo que
quiera que fuese aquello que estaba golpeando la puerta. Pero no le dio tiempo a
hacerlo. La puerta se abrió de par en par dando un fuerte golpe —un extraño brillo
inundó entonces la celda—, y Boyce notó que el cuerpo se le debilitaba hasta el punto
de que estuvo en un tris de desmoronarse. Instantes después algo se apoderó de él y lo
obligó a dar vueltas y más vueltas sobre los talones. Boyce se encontraba del todo
indefenso contra aquel abrazo. Lo único que consiguió hacer fue ponerse a gritar
mientras aquella fuerza fría le penetraba a chorros por todos los orificios del cuerpo.
Después, tan súbitamente como se había apoderado de él, aquello lo soltó. Boyce fue
a parar contra el suelo de la celda al mismo tiempo que una mujer, que le pareció a la
vez desnuda y vestida, entraba por la puerta. Laverick también la había visto, y estaba
A medio camino entre la cocina y el pie de las escaleras, Cal recordó que iba
desarmado. Rápidamente volvió sobre sus pasos y se puso a rebuscar en los cajones
de la cocina hasta que encontró un gran cuchillo. Aunque dudaba que los etéreos
cuerpos de las hermanas fueran vulnerables a la simple hoja de un cuchillo, sentir el
peso del mismo en la mano le servía de algún consuelo.
El talón le resbaló en una mancha de sangre al empezar a subir las escaleras; fue
una pura chiripa que al lanzar la mano hacia afuera tropezase con la barandilla y
pudiera evitar así caer escaleras abajo. Maldijo en silencio su torpeza y continuó
subiendo más despacio. Aunque no llegaba ni señal de la luminiscencia de las
hermanas desde el piso de arriba, sabía que tenían que estar cerca. Pero incluso
asustado como estaba, una firme convicción le asistía a cada paso que daba: fueran
cuales fuesen los horrores que le esperasen, encontraría el modo de matar a Shadwell.
Aunque tuviera que abrirle la garganta con las manos a aquel hijo de puta, lo haría. El
Vendedor le había destrozado el corazón a su padre, y aquello era una ofensa que
merecía la horca.
En la parte superior de las escaleras se oía un ruido; o más bien varios: eran voces
humanas discutiendo. Escuchó con más atención. No se trataba de una discusión.
Estaban haciendo ofertas y la voz de Shadwell, que se distinguía con claridad, recogía
las pujas.
Al amparo de aquel ruido Cal cruzó el rellano, deslizándose hasta la primera de
las muchas puertas que tenía ante sí. Con mucha cautela, la abrió y entró. La pequeña
habitación se encontraba vacía, pero había una puerta de comunicación entreabierta y
una luz brillaba más allá. Dejando abierta la puerta que daba al rellano por si tenía
que batirse rápidamente en retirada, avanzó sin hacer ruido hacia la segunda puerta y
se asomó por ella.
En el suelo yacían Freddy y Apolline; no había ni señal de Nimrod. Examinó las
JOLGORIO
Huye hacia alguna noche olvidada y sé durante toda la noche mi
compañía brillante como la luna; más allá del rumor incluso del
Paraíso, ven. Allí lejos de todo recuerdo, construye nuestro hogar.
Walter de la Mare,
La cita
Estaba sobre una colina. No muy alta, pero sí lo bastante como para ofrecer una
posición ventajosa.
Se puso en pie y contempló aquella tierra recién descubierta.
Los nudos de la alfombra aún no habían terminado de deshacerse, ni mucho
menos; los encantamientos del Telar eran demasiado complejos para que pudieran
deshacerse tan fácilmente. Pero lo que era el suelo ya estaba tendido: colina, campos,
bosque, y muchas cosas más.
La última vez que Cal había puesto los ojos en aquel lugar había sido a vista de
pájaro, y el paisaje le había parecido bastante vanado. Pero desde una perspectiva
humana la profusión que había allí rayaba en lo desentrenado.
Era como si una maleta de gran capacidad, llenada a toda prisa, se hubiera vuelto
boca abajo y su contenido se hubiese esparcido en un desorden sin remedio. No
parecía que existiera sistema alguno en aquella geografía, sólo un fortuito
agrupamiento de lugares que los Videntes habían amado lo bastante como para
arrebatárselo— a la destrucción. Bosquecillos de mariposas y plácidas segas; cubiles
y santuarios amurallados; torres de castillos medievales, ríos y piedras verticales.
Pocos de aquellos lugares se hallaban completos: la mayoría no eran más que
lascas y retazos, fragmentos del Reino cedidos a la Fuga a espaldas de la Humanidad.
Los rincones embrujados de las casas familiares que nadie echaría de menos y por los
que nadie lloraría, donde los niños quizás hubieran visto fantasmas o santos; donde el
fugitivo podría encontrar consuelo sin saber por qué, y el suicida hallar motivos para
seguir respirando.
Entre aquel desorden abundaban las yuxtaposiciones más curiosas. Aquí un
puente, separado del abismo que antes cruzase, descansaba en medio de un campo,
Había habido un momento, allá en la Casa de las Subastas, en que Suzanna había
creído que su vida tocaba a su fin. Estaba ayudando a Apolline a bajar las escaleras
cuando las paredes empezaron a resquebrajarse y dio la impresión de que la casa iba a
venirse abajo alrededor de ellas. Incluso ahora, que se encontraba de pie
contemplando el lago, no estaba muy segura de cómo habían conseguido escapar con
vida. Presumiblemente el menstruum había intervenido en nombre de Suzanna,
aunque ella no le había dado ninguna orden de manera consciente. Tenía mucho que
aprender acerca de aquel poder que había heredado. Y de todo lo que tenía que
aprender no era lo menos importante averiguar hasta qué punto ese poder le
pertenecía a ella y hasta qué punto ella le pertenecía a él. Cuando encontrase a
Apolline, a quien había perdido en medio de aquel furor, averiguaría todo lo que
aquella mujer supiera.
Mientras tanto tenía las islas, cuyas partes traseras se hallaban coronadas de
cipreses, para recrearse, y el balbuceo de las olas sobre las rocas para tranquilizarse.
—Deberíamos irnos.
Jerichau la sacó del ensimismamiento en que se hallaba con la mayor suavidad
que pudo: le rozó la nuca con la mano. Suzanna lo había dejado en la casa que se
alzaba en la orilla del lago charlando con unos amigos a los que él no había visto
desde hacía tanto tiempo como dura una vida humana. Poseían una serie de recuerdos
que intercambiar en los que ella no tenía cabida, y además, Suzanna lo presentía, los
otros no deseaban compartirlos. Debía de tratarse de una conversación entre
criminales, era la poco caritativa conclusión a la que ella había llegado cuando los
dejó hablando de sus asuntos. Al fin y al cabo Jerichau era un ladrón.
—¿Por qué hemos venido aquí? —le preguntó Suzanna.
—Yo nací aquí. Conozco cada una de estas piedras por su propio nombre. —La
mano de Jerichau seguía descansando en el hombro de ella—. O por lo menos antes
así era. Me pareció que éste era un buen lugar para enseñártelo. —Suzanna desvió la
mirada del lago y la dirigió hacia Jerichau, que tenía el ceño fruncido—. Pero no
podemos quedarnos aquí —continuó diciendo Jerichau.
—¿Por qué no?
—Querrán verte en la Casa de Capra.
—¿A mí?
—Tú has deshecho el Tejido.
—¿Alguna novedad?
—No hay nada, señor —repuso Richardson—. Sólo ruido.
—Entonces olvídate de ello —le dijo Hobart—. Limítate a conducir. Les
seguiremos la pista aunque tardemos toda la puñetera noche.
Mientras viajaban, los pensamientos de Hobart regresaron a la escena que había
Hacía ochenta años, media década arriba o abajo, que las tres hermanas no habían
puesto el pie en la tierra de la Fuga. Ochenta años de exilio en el Reino del Cuco,
unas veces veneradas y otras vilipendiadas, a punto siempre de perder la cordura ante
los adamitas, pero obligadas a soportar mortificaciones incontrolables a causa de su
afán por tener el Tejido entre sus vengadoras manos.
Ahora las tres se encontraban suspendidas en el aire, flotando por encima de
aquella tierra fantástica —tierra cuyo contacto era tan antitético que caminar sobre
ella se convertía en una verdadera prueba—, y se pusieron a examinar la Fuga de
cabo a rabo.
—Huele demasiado a vida —dijo la Magdalena alzando al viento la cabeza.
—Danos tiempo —le pidió Immacolata.
—¿Y Shadwell? —quiso saber la Bruja—. ¿Sabéis dónde está Shadwell?
—Probablemente allá fuera, buscando a sus clientes —repuso la Hechicera—.
Tendríamos que encontrarlo. No me gusta la idea de que ande vagando por aquí sin
compañía. Es un hombre impredecible.
—Entonces, ¿qué?
—Dejaremos que ocurra lo inevitable —dijo Immacolata al tiempo que se daba
suavemente la vuelta para poder apreciar hasta el último sagrado rincón de aquel
lugar—. Dejaremos que los Cucos hagan pedazos la Fuga.
—¿Y la Venta?
—No habrá Venta. Ya es demasiado tarde.
—Entonces Shadwell se dará cuenta de que lo has estado utilizando.
—No más de lo que me ha utilizado él a mí. O de lo que le habría gustado
hacerlo.
Un temblor recorrió toda la incierta sustancia de la Magdalena.
—¿No te gustaría entregarte a él aunque sólo fuera una vez? —inquirió con
suavidad—. Sólo una vez.
—No. Jamás.
—Entonces déjamelo a mí. A mí me sirve. Imagínate cómo serían sus hijos.
Immacolata extendió la mano y agarró a su hermana por el frágil cuello.
—Nunca le pondrás una mano encima —le dijo—. Ni tan sólo un dedo.
La cara de la hermana fantasma se alargó absurdamente en un gesto que era una
parodia de remordimiento.
Treparon por una larga pendiente. A Cal le dio la impresión de que una oleada de
grillos fuera saltando delante de sus pies; la tierra parecía viva.
En la cima de la pendiente miraron a lo lejos a través de un campo. Al otro lado
del mismo había un huerto.
—Ya casi hemos llegado —indicó Ganza; y emprendieron la marcha hacia aquel
lugar.
El huerto era el rasgo singular más grande que Cal había podido ver en la Fuga
hasta el momento; una parcela ocupada aproximadamente por treinta o cuarenta
árboles plantados en hileras y podados esmeradamente de manera que las ramas de
unos y otros casi se rozaban. Bajo el dosel que formaban había pasillos de hierba
Ocho versos y todo había pasado; todo había tocado a su fin y él, Cal, estaba de
pie con aquellos versos zumbándole todavía dentro de la cabeza, a la vez alegre por
haber sido capaz de recitar toda la poesía sin hacerse un lío y deseoso de haber
podido continuar un poco más. Miró al público. Ya no sonreían, sino que lo
Perdona mi Arte.
De rodillas confieso:
busco complacer.
A su modo, la Casa de Capra constituyó una sorpresa tan grande como todo lo que
Suzanna había visto en la Fuga. Era un edificio bajo en un considerable estado de
abandono; el blanco grisáceo del yeso que recubría las paredes se hallaba
desconchado y dejaba al descubierto grandes ladrillos rojos hechos a mano. Las
baldosas del porche estaban muy deterioradas a causa de las inclemencias del tiempo,
y la puerta misma apenas si se tenía sobre las bisagras. Alrededor crecían mirtos,
árboles de cuyas ramas colgaban las miríadas de campanas que habían oído desde
lejos, respondiendo al más leve soplo de viento. No obstante aquel sonido quedaba
casi apagado por las fuertes voces que se oían procedentes del interior de la casa.
Parecía más un tumulto que un debate civilizado.
En el umbral de la puerta había un vigilante, en cuclillas, que construía un zigurat
de piedras delante de él. Al ver que se acercaban se puso en pie. Tenía una estatura
superior a los dos metros.
—¿Qué os trae por aquí? —le exigió a Jerichau. Tenemos que ver al Consejo...
Desde dentro, clara y fuerte, llegó hasta Suzanna la voz de una mujer.
—¡No me echaré a dormir! —decía. Al comentario le siguió un rugido de
aprobación de parte de sus seguidores.
—Es de vital importancia que hablemos con el Consejo —dijo Jerichau.
—Imposible —le comunicó el vigilante.
—Ésta es Suzanna Parrish —le indicó Jerichau—. Ella...
No tuvo necesidad de continuar.
—Ya sé quién es —dijo el guarda.
—Si sabes quién soy, entonces sabrás también que fui yo quien despertó el Tejido
—le dijo Suzanna—. Y tengo algunas opiniones que el Consejo debería oír.
—Sí —convino el vigilante. Ya lo comprendo.
Echó una rápida mirada detrás de él. El estruendo, si acaso, había aumentado.
—Ahí dentro la confusión es total —le advirtió a Suzanna—. Tendrá suerte si
logra hacerse oír.
—Yo puedo gritar como el que más —le aseguró Suzanna.
El guarda asintió.
—No lo dudo —dijo—. Sigan adelante, todo recto.
Se hizo a un lado y señaló pasillo abajo en dirección a una puerta medio cerrada.
Suzanna respiró profundamente, se volvió para mirar a Jerichau y comprobó que
Y pasearon.
Jerichau absorto en su silencio; Suzanna, en el suyo. Tantos sentimientos que
probar y comprender. Los pensamientos de la muchacha volvieron a Mimi y al
sacrificio que ésta había hecho sabiendo que Romo, su apuesto domador de leones,
estaba durmiendo en un lugar donde ella tenía vedada la entrada. Suzanna se
preguntaba si Mimi habría acariciado los nudos de la alfombra donde él estaba
oculto. ¿Se habría arrodillado y le habría susurrado al Tejido el amor que sentía por
Romo? No podía soportar aquella idea. No era de extrañar que su abuela hubiese sido
tan severa, tan estoica. Había estado montando guardia a las puertas del paraíso ella
sola, incapaz de dejar escapar una sola palabra de todo lo que sabía; temiendo la
La ricksha les estaba aguardando al otro lado del puente. Chloe embutió a Cal en el
asiento y echó fuera del vehículo los cojines con borlas a fin de aligerar la carga.
—Ve a toda velocidad —le indicó a Floris. No bien había terminado de decirlo
cuando se pusieron en marcha.
Aquél fue un viaje como para poner los pelos de punta. Una gran urgencia se
había apoderado de todo y de todos mientras la Fuga se disponía a perder su sustancia
y a convertirse de nuevo en dibujo. En lo alto, el cielo nocturno era un laberinto de
A pesar de las palabras de Chloe, el espectáculo que se ofrecía ante los ojos de Cal no
resultaba consolador. La línea devoradora se aproximaba a una velocidad
considerable y no dejaba nada intacto a su paso. El instinto le decía a Cal que echara
a correr delante de ella, pero sabía que tal maniobra sería en vano. Aquella misma
marea transfiguradora avanzaría desde cualquier punto a la redonda: antes o después
no quedaría ningún lugar hacia el cual correr.
En lugar de quedarse quieto donde estaba y dejar que la línea viniera a buscarlo,
decidió caminar hacia ella y afrontar el contacto.
El aire empezó a hormiguear a su alrededor cuando dio los primeros y titubeantes
pasos. El suelo se revolvió y tembló bajo sus pies. Unos cuantos metros más y la zona
por la que él caminaba empezó a cambiar. Los guijarros sueltos eran transportados de
allí por el flujo; y arrancadas las hojas de árboles y arbustos.
«Esto va a dolerme», pensó.
La línea divisoria se encontraba ya a poco más de diez metros del lugar donde él
estaba, y Cal pudo ver con pasmosa claridad todo el proceso de funcionamiento: los
encantamientos del Telar servían para dividir la materia de la Fuga en hebras, luego
las levantaban en el aire y las entrelazaban con nudos, y éstos a su vez llenaban el
aire como innumerables insectos hasta que el encantamiento final se encargaba de
asentarlos formando una alfombra.
Se quedó maravillado ante aquella visión durante unos segundos antes de que el
prodigio y él se encontrasen; las hebras empezaron a saltar alrededor de Cal como
fuentes del arco iris. No hubo tiempo para despedidas: la Fuga sencillamente se
perdió de vista dejándolo sumergido en el trabajo del Telar. Los hilos, al levantarse, le
produjeron a Cal la sensación de que se estaba cayendo, como si los nudos se
dirigieran hacia el cielo y él fuera un alma condenada. Pero había cielo por encima de
Cal: había dibujo. Un caleidoscopio capaz de derrotar a los ojos y a la mente, y cuyos
motivos se configuraban y se volvían a configurar a medida que encontraban lugar
entre los compañeros. Ahora Cal tenía la certeza de que él también se iba a
metamorfosear de la misma forma; la carne y los huesos se le transformarían en
símbolos y él quedaría tejido dentro del gran diseño.
Pero la plegaria de Chloe, si es que aquello había sido una plegaria, sirvió para
proporcionarle protección a Cal. El Telar rechazó la sustancia de Cuco de la que
estaba formado Cal y lo pasó por alto. Tan pronto Cal se hallaba en medio del Tejido
Pero no era el único que se encontraba allí. Varias docenas de Videntes habían optado
por salir al Reino. Algunos lo único que hacían era mirar su hogar, consumido por el
Tejido; otros formaban pequeños grupos y discutían febrilmente, y otros se iban
adentrando ya en la oscuridad antes de que los adamitas vinieran a buscarlos.
Y entre todos ellos, e iluminados por el resplandor del Tejido, Cal reconoció un
rostro: el de Apolline Dubois. Se dirigió hacia ella. Apolline lo vio venir, pero no le
ofreció una bienvenida.
—¿Has visto a Suzanna? —le preguntó él.
Apolline movió negativamente la cabeza.
—He estado incinerando a Frederick y arreglando mis asuntos —respondió.
No dijo nada más. Un elegante individuo con las mejillas pintadas con colorete
apareció ahora a su lado. Parecía un chulo de pies a cabeza.
—Deberíamos irnos, Moth —dijo él—. Antes de que las bestias caigan sobre
nosotros.
—Ya lo sé —convino Apolline. Y luego, dirigiéndose a Cal—: Vamos a hacer una
gran fortuna. Enseñándoos a vosotros, los Cucos, lo que significa el deseo. —Su
compañero ofreció entonces una sonrisa poco saludable. Más de la mitad de los
dientes eran de oro—. Nos esperan tiempos muy buenos —continuó diciendo
Apolline mientras le daba a Cal unas palmaditas en la mejilla—. Así que ven a verme
un día de éstos. Te trataremos bien. —Cogió al chulo del brazo—. Bonne chance
—dijo a modo de despedida.
Y la pareja se alejó apresuradamente.
La línea del Tejido estaba ya a una buena distancia del lugar donde se encontraba
Cal, y el número de Videntes que habían salido ya de aquél había alcanzado
holgadamente los tres dígitos. Se dirigió hacia ellos buscando a Suzanna. Los otros
ignoraron por completo su presencia; aquella gente, que había sido depositada en
medio del siglo XX con la magia como única arma para defenderse, tenía otras
preocupaciones más apremiantes. Cal no los envidiaba.
Entre los refugiados divisó a tres de los compradores; estaban de pie, atontados y
polvorientos, y tenían el rostro inexpresivo. Cal se preguntó qué sacarían ellos en
limpio de todas las experiencias de aquella noche. ¿Pensarían contarles a sus amigos
toda la historia? ¿Soportarían la incredulidad y el desprecio sobre sus cabezas? ¿O
dejarían que el cuento se olvidase sin llegar nunca a contarlo? Cal se inclinaba por
El alba estaba próxima. Las estrellas más débiles habían desaparecido ya, e
incluso las más brillantes no parecían estar ahora tan seguras de sí mismas.
—Se acabó... —oyó murmurar a alguien.
Se volvió y miró hacia el Tejido; el brillo de su fabricación casi se había acabado
por completo.
Pero, súbitamente, se oyó un grito en la noche, y un instante después Cal vio tres
luces —miembros del Amadou— que se elevaban entre los rescoldos del Tejido a una
velocidad enorme. Se acercaban entre sí al tiempo que se elevaban, hasta que
finalmente, muy por encima de las calles y los campos, colisionaron.
El resplandor surgido de aquel encuentro iluminó el paisaje en todo el radio que
el ojo alcanzaba a ver. Bajo aquella luz Cal vislumbró Videntes que corrían en todas
direcciones, evitando mirar aquel brillo.
Luego la luz se apagó y la penumbra procedentes del alba que surgió parecía tan
impenetrable a causa del contraste que Cal estuvo absolutamente ciego durante un
minuto o más. Y a medida que, poco a poco, el mundo se iba restableciendo alrededor
suyo, se dio cuenta de que aquellos fuegos artificiales, y el efecto que habían
producido, no habían tenido lugar de modo arbitrario.
Los Videntes habían desaparecido. Allí donde, hacía noventa segundos, había
habido figuras en desbandada en torno a él, ahora no había más que vacío. Bajo la
tapadera de la luz, habían llevado a cabo la huida.
Hobart también había visto el resplandor del Amadou, aunque se encontraba aún a
cuatro kilómetros de aquel lugar. La noche no había hecho más que acarrear desastre
tras desastre. Richardson, todavía muy inquieto tras los acontecimientos del Cuartel
General, había hecho que el coche chocara dos veces contra la parte trasera de
algunos vehículos estacionados y había seguido un camino que, llevándolos por todo
el Wirral, había consistido en una serie de callejones sin salida.
Pero por fin, allí lo tenían: una señal inequívoca de que estaban cerca de su presa.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Richardson—. Parece como si algo hubiera
hecho explosión.
—Sabe Dios —dijo Hobart—. A mí no me extrañaría nada de esa gente.
Especialmente de la mujer.
—¿Quiere que pidamos refuerzos, señor? No sabemos cuántos son.
—Aunque pudiéramos... —dijo Hobart apagando la radio cuya estática les había
hecho perder el contacto con Downey hacía horas—. Quiero mantener esto en
silencio hasta que sepamos qué es lo que ocurre. Apaga los faros.
El conductor así lo hizo, y siguieron avanzando entre la oscuridad que precede al
amanecer. A Hobart le pareció ver figuras que se movían entre la bruma, más allá del
follaje verde que bordeaba la carretera. Pero no había tiempo para hacer
investigaciones: tendría que confiar en su instinto, que le decía que aquella mujer se
encontraba en algún lugar situado más adelante.
De pronto apareció alguien en la carretera, delante de ellos. Soltando una
maldición, Richardson giró el volante, pero dio la impresión de que la figura saltaba y
pasaba por encima del coche.
El vehículo se subió a la acera y recorrió unos cuantos metros antes de que
Richardson pudiera recuperar de nuevo el control.
—Mierda. ¿Ha visto usted eso?
Hobart lo había visto, y por ello sintió el mismo dolor incómodo que había
sentido antes en el cuartel general. Aquella gente disponía de unas armas que hacían
que un hombre perdiera el sentido de lo real, y él amaba la realidad más que a sus
propias pelotas.
—¿Lo ha visto? —repitió Richardson—. El muy puñetero ha salido volando.
—No —dijo con firmeza Hobart—. Nada de vuelos. ¿Me comprende?
—Sí, señor.
La luz que cegase a Cal había cegado también a Shadwell. Se cayó de las espaldas de
aquel caballo humano que tenía y se estuvo revolviendo en el suelo hasta que el
mundo empezó a enfocarse de nuevo. Cuando lo hizo dos visiones le salieron al
encuentro. Una era de Norris, tumbado en el suelo y llorando como un bebé. La otra
era de Suzanna, que, acompañada de dos miembros de la Especie, emergía de entre
los escombros de la casa de Shearman.
No iban con las manos vacías. Transportaban la alfombra. ¿Dios, la alfombra!
Shadwell miró a su alrededor buscando a la Hechicera, pero no había nadie cerca que
pudiera serle de ayuda excepto el caballo, que estaba lejos de encontrarse en
condiciones de ayudar a nadie.
«Conserva la calma —se dijo a sí mismo—, todavía te queda la chaqueta.» Se
cepilló por encima la tierra que se le había pegado. Luego se colocó el nudo de la
corbata y echó a andar para interceptar a los ladrones.
—Muchísimas gracias —les dijo al acercarse a ellos— por guardarme lo que me
pertenece.
Suzanna le dirigió una única mirada; luego dijo a los que transportaban la
alfombra:
—No le hagáis caso.
Y dicho esto, los condujo hasta la carretera.
Shadwell se apresuró a ir tras ellos. Cogió con fuerza a la mujer por el brazo.
Estaba decidido a conservar las buenas maneras el mayor tiempo posible; eso siempre
desconcierta al enemigo.
—¿Tenemos algún problema? —preguntó.
—Ninguno —dijo Suzanna.
—La alfombra me pertenece, señorita Parrish. Insisto en que permanezca aquí.
Suzanna miró a su alrededor buscando a Jerichau. Se habían separado en los
últimos minutos de la reunión que ella había tenido con los ocupantes de la Casa de
Capra, cuando Messimeris se la había llevado aparte para ofrecerle algunas palabras
de consejo. Éste seguía hablando por los codos cuando el Tejido llegó al umbral de la
Casa de Capra; Suzanna no había llegado a oír los últimos consejos.
—Por favor... —dijo Shadwell sonriendo—. Seguramente podamos llegar a un
acuerdo. Si usted lo desea, le compraré el artículo. ¿Cuánto diría usted que vale? —
Se abrió la chaqueta, no dirigiendo ya el discurso a Suzanna, sino a los otros dos que
Aunque Cal se agarraba a Shadwell con la tenacidad de un terrier, el peso superior del
Vendedor consiguió rápidamente ventaja. Cal se vio arrojado contra los ladrillos, y
Shadwell fue tras él. No le concedió cuartel. Empezó a darle patadas, no una o dos
veces, sino una docena.
—¡Jodido hijo de puta! —le gritaba. Las patadas no cesaban de caer sobre Cal
con la intención de impedir que se levantase—. Voy a romperte todos los huesos de
ese jodido cuerpo tuyo —le prometió Shadwell—. Voy a matarte, puñetero.
Y vaya si podría haberlo hecho. Pero alguien habló.
—Usted...
El asalto de Shadwell se interrumpió momentáneamente, y Cal miró por entre las
piernas del Vendedor y vio que un hombre de gafas oscuras se aproximaba. Era el
mismo policía de la calle Chariot.
Shadwell se volvió contra el hombre.
—¿Quién demonios es usted? —quiso saber.
—El inspector Hobart —fue la respuesta.
Cal se imaginó la oleada de inocencia que ahora se estaría abriendo paso en el
rostro de Shadwell. Pudo percibirlo en la voz del hombre.
—Inspector. Claro. Claro.
—¿Y usted? —le preguntó a su vez Hobart—. ¿Quién es usted?
Cal no oyó el resto de la conversación. Estaba muy atareado en arrastrar el
magullado cuerpo por entre los escombros, con la esperanza de que la misma buena
suerte que le había permitido a él escapar con vida le hubiese conferido a Suzanna
velocidad en su marcha.
S. T. Coleridge,
Anima Poetae
A media mañana se oyeron unos golpes en la puerta. Era la señora Vallance, cuya
casa quedaba justo enfrente de la de Mooney.
—Pasaba por aquí —dijo, hecho que se contradecía con las zapatillas que llevaba
puestas—, y pensé en entrar un momento para ver cómo iba tu padre. Se comportó de
un modo muy extraño con la Policía, según he oído decir: ¿Qué te ha pasado en la
cara?
No fue aquélla la última visita del día; varias personas se acercaron a la casa para ver
si todo iba bien. Estaba claro que en la calle circulaban muchas habladurías acerca de
los Mooney. Quizás algún listillo hubiese caído en la cuenta de que precisamente la
casa de los Mooney había sido el centro del drama del día anterior.
Cada vez que alguien llamaba a la puerta, Cal esperaba ver a Shadwell en el
umbral. Pero por lo visto el Vendedor tenía otras preocupaciones más urgentes que
terminar el trabajo que había empezado ante las ruinas de la casa de Shearman. O
quizá sencillamente, lo que sucedía es que esperaba a que los astros le fueran
propicios.
Luego, justo después del mediodía, mientras Cal se encontraba afuera, en el
palomar, dando de comer a las aves, sonó el teléfono.
Entró a todo correr y descolgó precipitadamente. Incluso antes de que ella tuviese
tiempo de hablar, Cal ya sabía que se trataba de Suzanna.
—¿Dónde estás?
La muchacha estaba sin aliento, muy agitada.
—Tenemos que salir de la ciudad, Cal Van tras nosotros.
—¿Shadwell?
—No sólo Shadwell. También la Policía.
—¿Tienes la alfombra?
—Sí.
—Pues dime dónde estás. Iré y...
—No puedo. No por teléfono.
—No está pinchado, por el amor de Dios.
Fueron transcurriendo los minutos. La pregunta fue formulada una y otra vez, como
en un tiovivo. Por la forma en que Hobart llevaba el interrogatorio, daba la impresión
de que había estado hablando largo y tendido con Shadwell, así que las rotundas
negativas de Cal no dieron ningún fruto. Se vio obligado a decir la verdad, aunque
contó lo menos que pudo. Sí, conocía a una mujer llamada Suzanna Parrish. No, no
sabía nada de la vida de ella, ni le había hablado nunca de qué afiliaciones políticas
tenía. Sí, la había visto en las últimas veinticuatro horas. No, no sabía dónde se
encontraba ahora.
Mientras contestaba aquellas preguntas trató de no pensar en Suzanna, que lo
Después de dos horas y tres cuartos de aquel tiovivo, Hobart acabó por aburrirse de
montar en él y le anunció a Cal que de momento había terminado. No se presentarían
cargos contra él, por lo menos no de inmediato, pero Cal podía considerarse como
sospechoso.
—Hoy se ha ganado dos enemigos, Mooney —le dijo Hobart—. La Ley y yo.
Vivirá para lamentarlo.
Luego las ratas se marcharon.
Cal se quedó sentado en la habitación de atrás durante unos minutos tratando de
Brendan, por su parte, continuaba como siempre. A medida que fueron pasando las
semanas, Geraldine se las arregló para convencerle de que se reuniera con ellos en el
piso de abajo; pero a Brendan le interesaban pocas cosas aparte del té y la televisión,
y su conversación ahora se reducía prácticamente a dejar oír algún gruñido que otro.
A veces Cal observaba el rostro de su padre cuando éste se desplomaba delante del
televisor —sin que le cambiase en absoluto la expresión ya hubiera en la pantalla
sabios o comediantes, y se preguntaba qué habría sido del hombre que había
conocido en otro tiempo. ¿Se escondería el antiguo Brendan en alguna parte, detrás
de aquellos ojos hueros? ¿O habría sido sólo una ilusión todo el tiempo, el sueño de
un hijo que desea la permanencia de su padre y que, como la carta de Eileen,
sencillamente se había evaporado? «Quizá aquello fuera para bien —pensaba Cal—,
quizá así era como Brendan se protegía de su dolor»; pero luego trataba de quitarse
de encima aquellos pensamientos. ¿No era eso lo que se decía cuando pasaba un
ataúd, que era lo mejor que podía pasarle? Brendan no estaba muerto todavía.
Con el transcurso del tiempo la presencia de Geraldine se hizo tan reconfortante
para Cal como para el viejo. La sonrisa de la muchacha era lo más alegre que
Algunas noches tenía sueños de los que se despertaba con el rostro lleno de lágrimas.
Geraldine intentaba consolarlo lo mejor que podía, dado que Cal afirmaba
siempre no recordar bien aquellos sueños cuando despertaba. Lo cual, en cierto
sentido, era verdad. No recordaba nada que pudiera expresar con palabras: solamente
sentía una dolorosa tristeza. Entonces ella se tumbaba a su lado, comenzaba a
acariciarle el pelo y le decía que, aunque aquélla fuera una mala época, las cosas
podrían estar aún peor. Y, desde luego, tenía razón. Poco a poco los sueños fueron
haciéndose menos frecuentes hasta que terminaron por cesar del todo.
En la última semana de enero, con las facturas de las Navidades aún delante y
demasiado poco dinero para pagarlas, se decidió a vender los palomos. Todos menos
33 y su pareja. A éstos los conservó, aunque cada vez le costaba más recordar por qué
lo hacía; y a finales del mes siguiente el motivo que fuese se le había olvidado por
completo.
El transcurso del invierno resultó ciertamente pesado para Cal, pero para Suzanna
albergó peligros muchos peores que el aburrimiento y las pesadillas.
Aquellos peligros habían comenzado el día siguiente de la noche que pasó en la
Fuga, cuando Shadwell estuvo a punto de capturarla a ella y a los hermanos Peverelli.
Su vida y la de Jerichau, con quien ella se había reunido en la calle que pasaba por
detrás de la propiedad de Shearman, apenas habían dejado de estar en peligro desde
entonces.
Ya le habían advertido de esto en la Casa de Capra, y también de muchas otras
cosas. Pero de todo lo que había aprendido allí, el tema que más profunda impresión
le había causado era el Azote. Los consejeros se habían puesto pálidos al hablar de
cuan cerca del exterminio se habían visto las familias. Y aunque los enemigos que
ahora iban pisándoles los talones —Shadwell y Hobarteran de una índole muy
diferente, ella no podía evitar creer que estos y el Azote brotaban de la misma tierra
venenosa. Todos eran, cada cual a su manera, enemigos de la vida.
Y eran igualmente implacables. Permanecer un paso por delante del Vendedor y
de su nuevo aliado resultaba agotador. Suzanna y Jerichau habían dispuesto de unas
pocas horas de gracia el primer día, cuando una falsa pista dejada por los hermanos
había alcanzado el éxito al confundir a los sabuesos, pero hacia el mediodía Hobart
había recuperado de nuevo el rastro. La muchacha no había tenido más remedio que
abandonar la ciudad aquella misma tarde en un coche de segunda mano comprado
para sustituir al vehículo de la Policía que habían robado. Usar su propio coche,
Suzanna lo comprendía, habría sido como enviar al aire señales de humo.
Un hecho la sorprendía: no había rastro alguno, ni el día en que se había vuelto a
tejer la alfombra ni en lo sucesivo, de Immacolata. ¿Sería posible que la Hechicera y
sus hermanas hubieran decidido quedarse en la alfombra? ¿O incluso que hubiesen
quedado atrapadas en ella en contra de su voluntad? Quizá aquello fuera esperar
demasiado. Sin embargo, el menstruum —al que Suzanna cada día estaba más
capacitada para controlar y utilizar— nunca le mostraba el menor indicio de la
presencia de Immacolata.
Jerichau se mantuvo a una respetuosa distancia en aquellas primeras semanas;
incómodo, quizá, por la preocupación de Suzanna con el menstruum. Él no podía
serle útil en el proceso de aprendizaje; la fuerza que la muchacha poseía era un
misterio para él; su virilidad la temía. Pero poco a poco Suzanna lo fue convenciendo
Menos de treinta minutos más tarde, Hobart empujaba la puerta de la suite del hotel y
la abría. Aún se notaba en la habitación el calor de la respiración de la mujer. Pero
ella y aquel negro suyo ya se habían marchado.
Y en algún lugar, detrás de ella, Hobart también se sentía solo, incluso rodeado de sus
hombres o en compañia de Shadwell; solo. Soñando con Suzanna, con el perfume que
la muchacha había dejado para burlarse de él, y con las brutalidades a las que la
sometería.
En aquellos sueños le ardían las manos, como le había sucedido ya en una ocasión
con anterioridad, y cuando Suzanna luchaba contra él las llamas lamían las paredes
de la habitación y trepaban hasta el techo hasta que la habitación se convertía en un
horno. Y entonces Hobart se despertaba con las manos delante de la cara, chorreando
sudor en lugar de fuego, contento de que la ley le impidiese ser presa del pánico y
contento también de estar del lado de los ángeles.
Y aquel día tuvo el decorado que mejor encajaba con el curso de aquellos
pensamientos: una pequeña iglesia dedicada a santa Philomena y san Callixtus,
semioculta entre el yermo hormigón y la City de Londres. Shadwell no había acudido
a aquel lugar por el bien de su alma; lo había invitado a ir el sacerdote que en
aquellos momentos decía la misa de mediodía para un pequeño grupo de oficinistas.
Un hombre al que él no había visto nunca antes, pero que le había escrito diciendo
que tenía noticias importantes; noticias que podían ser muy provechosas para
Shadwell. Y el Vendedor había acudido allí sin la menor vacilación.
Shadwell había sido educado en el catolicismo; y aunque hacía tiempo que tenía
descuidada la fe, no había olvidado los rituales que aprendiera de niño. Escuchó el
Sanctus y movió los labios al ritmo de las palabras, aunque hacía veinte años desde la
última vez que había asistido a un acto como aquél. Después la Oración Eucarística
—algo breve y dulce, para que los contables no se alejaran demasiado de sus cálculos
—, y más adelante la Consagración.
«Tomad y comed todos de él. Este es mi cuerpo que será entregado por
vosotros...»
Viejas palabras; viejos ritos. Pero aún estaban llenos de un profundo sentido
comercial.
Hablar de Poder y Fuerza siempre atraería público. Los Señores nunca pasaban de
moda.
Absorto en estos pensamientos, Shadwell ni siquiera se dio cuenta de que la misa
había terminado hasta que el sacerdote apareció a su lado.
—¿El señor Shadwell? —El Vendedor alzó la vista que tenía puesta en los
guantes de cabritilla. La iglesia se encontraba ya vacía por completo, excepción
hecha de ellos dos—. Hemos estado esperándolo —le dijo el sacerdote sin esperar la
confirmación de que se estaba dirigiendo al hombre acertado—. Sea usted muy
bienvenido.
Shadwell se puso en pie.
—¿De qué se trata?
—¿Tendría la bondad de acompañarme? —fue todo lo que obtuvo como
respuesta.
La mañana del día dos de febrero, Cal halló a Brendan muerto en la cama. Había
fallecido, le informó el médico, una hora antes del amanecer; sencillamente se había
dado por vencido y se había ido mientras dormía.
Los procesos mentales habían empezado a deteriorarse con gran rapidez
aproximadamente una semana antes de Navidad. Algunos días a Brendan le daba por
llamar a Geraldine con el nombre de su esposa, y tomaba a Cal por su hermano. Los
presagios no eran demasiado buenos, pero nadie se esperaba aquel repentino
desenlace. No hubo oportunidad para explicaciones ni despedidas cariñosas. Un día
Brendan estaba allí; al día siguiente sólo quedaba llorar por él.
Aunque Cal había querido mucho a Brendan, el dolor se le hizo difícil de
expresar. Fue Geraldine quien lloró; fue Geraldine quien manifestó los sentimientos
apropiados cuando los vecinos vinieron a expresar sus condolencias. Cal sólo
consiguió representar el papel de hijo afligido, pero sin sentirlo. Lo único que se
sentía era a disgusto.
Tal sensación fue en aumento a medida que se aproximaba la cremación. Cal fue
despegándose cada vez más de sí mismo, considerando con mirada incrédula aquella
ausencia de emoción. De pronto parecía que hubiese dos Cal. Uno, el que se mostraba
afligido en público, enfrentándose a la tarea que la corrección exigía; el otro era un
fulgurante crítico del primero, preocupado por coger infraganti cada cliché y cada
gesto vacío. Era la voz de Mooney el Loco, este segundo; el azote de mentirosos e
hipócritas.
«Tú no eres nada real —le susurraba el poeta—. ¡Mírate! ¡Eres una vergüenza!»
Esta confusión comportó algunos efectos secundarios; lo más significativo, los
sueños que ahora le volvieron a Cal. Soñaba que flotaba en un aire tan claro como los
ojos del amor; soñaba con animales que hablaban como las personas, y con personas
que rugían. También soñaba con palomos, incluso varias veces en una misma noche,
y en más de una ocasión se despertó con la certeza de que 33 y su pareja le habían
estado hablando, a su manera de pájaros, aunque no logró encontrarle sentido al
consejo que le daban.
La idea continuaba con él a lo largo del día, y —aunque Cal sabía que aquello era
risible— se encontró a sí mismo interrogando a los pájaros cuando les daba el pan
diario, pidiéndoles, medio en broma, que soltasen lo que sabían. Pero las aves se
limitaban a parpadear y engordar.
—Deberíamos irnos de vacaciones —le sugirió Geraldine una semana después del
funeral—. Últimamente parece que no duermes bien.
Cal estaba sentado ante la ventana del comedor, mirando el jardín.
—Necesitamos hacer algunas reformas en la casa —dijo—. Me deprime.
—Siempre podemos venderla —repuso ella.
Era una sencilla solución, que a Cal no le había acudido a la mente entorpecida
que tenía ahora.
—Es una idea puñeteramente buena —comentó—. Encontrar un lugar que no
tenga la vía del tren al final del jardín.
Empezaron a buscar otra casa inmediatamente, antes de que el buen tiempo
hiciese subir los precios. Geraldine se encontraba en su elemento guiando a Cal por
distintas propiedades con una incontenible efusión de observaciones e ideas.
Encontraron una modesta casa adosada en Wavertree que les gustó a ambos, y la
oferta que hicieron por ella fue aceptada. Pero la casa de la calle Chariot resultó
bastante más difícil de vender. Los compradores estuvieron a punto de firmar varias
veces el contrato, pero finalmente se echaron atrás. E incluso el enorme brío de
Geraldine fue perdiendo optimismo a medida que pasaban las semanas.
Perdieron la casa de Wavertee a primeros de marzo, y se vieron obligados a
comenzar de nuevo la búsqueda. Pero ya se les había ido gran parte del entusiasmo y
no encontraron nada que les gustase.
Y todavía, en sueños, los pájaros seguían hablando. Y Cal continuaba sin lograr
interpretar correctamente la sabiduría de aquellas aves.
Cal guardó la tarjeta, más como un recuerdo de aquel encuentro que porque tuviera
esperanzas de utilizarla alguna vez. Le había resultado agradable la compañía de
aquel hombre, en cierto modo excéntrica; pero seguramente aquélla fuera una
representación que sólo tendría oportunidad de presenciar una sola vez. Dos veces
podrían hacer que aquel excéntrico encanto se pusiera rancio.
Cuando Geraldine volvió, Cal empezó a contarle la visita que había recibido, pero
luego lo pensó mejor y desvió la conversación hacia otros temas completamente
diferentes. Estaba seguro de que la muchacha se reiría de él por haberle concedido a
aquel hombre aunque fuera tan sólo un minuto de atención, y, por muy estrafalarios
que resultaran Gluck y aquellas teorías suyas, Cal no tenía ningún interés en oír cómo
se burlaban de aquel hombre, aunque fuera solapadamente.
EL DEMAGOGO
Toda subida a un lugar importante se lleva a cabo por una escalera de
caracol.
La primavera llegó con retraso aquel año, los días de marzo fueron oscuros y las
noches gélidas. A veces daba la impresión de que nunca fuera a acabar el invierno;
que el mundo continuaría así, gris sobre gris, hasta que el caos viniera a reclamar por
entero la poca vida que quedaba.
Las semanas trajeron malos ratos para Suzanna y Jerichau. Y no fue Hobart el
causante: de hecho la muchacha hasta llegó a pensar que cualquier cosa que les
recordase que estaban en peligro quizá les fuera útil para sacarlos de aquel estado de
satisfacción consigo mismos.
Pero mientras Suzanna sufría a causa del letargo y del aburrimiento, la reacción
de Jerichau durante aquellas semanas resultó ser, a su manera, mucho más alarmante.
El placer que hallaba en la inconsecuencia del Reino, y que antes había constituido
una fuente de diversión para ambos, ahora empezó a convertirse en una obsesión.
Jerichau perdió por completo toda capacidad de silencio, capacidad que inicialmente
había sido lo que había atraído a Suzanna hacia él. Ahora Jerichau estaba lleno de
falsas energías, y no hacía más que recitar las frases reclamo que aprendía de los
anuncios y cualquier otro tipo de chascarrillo que embebía —como buen Babu que
era— igual que una esponja; imitaba al hablar el aire frívolo de los detectives de
televisión y de los presentadores de los concursos. A menudo discutían, y en
ocasiones amargamente; la mayoría de las veces Jerichau se iba a la calle en medio de
aquellas discusiones, como si no valiera la pena acalorarse a causa del enfado, y
luego volvía con algún botín —generalmente algo de bebida— del que daba cuenta
en hosca soledad cuando no podía convencer a Suzanna para que lo acompañase.
Suzanna trataba de satisfacer aquella intranquilidad de Jerichau manteniéndose en
continuo movimiento, pero ello sólo servía para exacerbar la enfermedad.
En privado la muchacha empezó a desesperarse al imaginar que la historia se
repetía, en dos generaciones, y que ella asumía el papel de Mimi en el reparto.
Y entonces, ni un momento demasiado pronto, el tiempo empezó a mejorar, y esto
sirvió para que a Suzanna se le fuera levantando el ánimo. Hasta se atrevió a acariciar
la esperanza de que la persecución realmente hubiera tocado a su fin; de que sus
perseguidores se hubieran dado por vencidos y se hubiesen marchado a casa. Quizá
dentro de un mes o dos podrían ir con cierta confianza en busca de un refugio para
empezar de nuevo a deshacer el Tejido.
Pero entonces llegaron las noticias alegres.
—Qué difícil ha sido encontraros —les dijo Nimrod cuando volvieron al encierro de
la pensión tras detenerse unos momentos para que Jerichau pudiera robar una botella
de champán a fin de celebrar la ocasión—. Estuve a punto de alcanzaros en Hull, pero
luego perdí vuestro rastro. Sin embargo había alguien en el hotel que se acordaba de
vosotros. Dijo que tú te emborrachabas, Jerichau, ¿es eso cierto? Y que habían tenido
que ayudarte a meterte en la cama.
—Puede ser —dijo Jerichau.
—De todos modos, aquí estoy, y con buenas noticias.
—¿Qué noticias? —quiso saber Suzanna.
—Volvemos a casa. Y muy pronto.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo dice Capra.
—¿Capra? —inquirió Jerichau. Aquello fue suficiente para hacer que se olvidase
de la copa—. ¿Cómo puede ser?
—Estaba empezando a olvidar, señora —le dio Jerichau aquel día—. Pero tú
conservabas muy claro en la mente lo que estabas haciendo. En cambio yo lo estaba
dejando escapar. El Reino es muy fuerte. Puede apoderarse de la mente de uno.
—Tú no habías olvidado —le corrigió Suzanna. Él le acarició la cara y le recorrió
el borde de una oreja con la punta del dedo—. Tú no.
Luego Jerichau dijo:
—Ojalá pudieras venir conmigo a ver al Profeta.
—Ojalá, pero no es prudente.
—Ya lo sé.
—Estaré aquí, Jerichau.
—Eso me hará darme prisa.
Nimrod estaba esperándolo en el lugar que dos días antes habían acordado para la
cita. A Jerichau le dio la impresión de que el fervor de Nimrod había aumentado en
aquellos dos días de intervalo.
—Va a ser la reunión más grande hasta ahora... —le dijo—. Nuestro número crece
sin cesar. El día se acerca, Jerichau. Nuestra gente está lista y esperando.
—Lo creeré cuando lo vea.
Y lo vio.
Al caer la tarde Nimrod lo llevó por un enrevesado camino hasta un amplio
edificio en ruinas, lejos de cualquier lugar habitado por los humanos. En su mejor
época aquel lugar había sido una fundición, pero su escala heroica lo había
condenado a muerte cuando los tiempos se hicieron más difíciles. Ahora se suponía
que aquellas paredes iban a ver el ardor de otro tipo de calor muy distinto.
A medida que se fueron acercando se hizo evidente que había luces en el interior,
pero no se oía ruido alguno ni se notaban señales de la inmensa congregación que
Nimrod había prometido. Unas cuantas figuras solitarias acechaban entre los
escombros de las construcciones de servicios, pero por lo demás el lugar parecía
desierto.
Sin embargo, una vez traspasada la puerta, Jerichau tendría que enfrentarse al
primer sobresalto de una noche que iba a comportar muchos más; el inmenso edificio
estaba lleno a rebosar de cientos de Videntes. Vio a miembros de cada una de las
Raíces, Babu y Ye-me, Lo y Aia; vio ancianos y ancianas, e incluso niños pequeños
en brazos. De algunos sabía a ciencia cierta que habían estado en el Tejido en un
principio, y al parecer habían elegido el verano anterior para probar suerte en el
Reino; de otros supuso que serían descendientes de aquellos que habían rehusado el
Tejido la primera vez; éstos tenían cierto aire que los señalaba como extraños para su
propia patria. Muchos de ellos se hallaban bastante distanciados de sus colegas
devotos, como si temieran que les rechazaran.
Resultaba desorientador ver fisonomías, que llevaban la sutil firmeza de sus
colegas Videntes, acicaladas y pintadas a la mode; Videntes vestidos con pantalones
tejanos y cazadoras de cuero, o con vestidos estampados y zapatos de tacón alto. A
juzgar por su aspecto, muchos de ellos habían conseguido sobrevivir bastante bien en
el Reino; puede que hasta hubieran prosperado. Sin embargo allí estaban. Un susurro
de liberación los había hallado en sus escondites entre los Cucos, y se habían
apresurado a venir trayendo consigo a sus hijos y plegarias. Videntes que sólo podían
conocer la existencia de la Fuga por rumores, de oídas, se habían sentido atraídos por
—¿Cal?
Hubo un largo silencio al otro extremo de la línea telefónica, lo que le hizo pensar
que se había interrumpido la comunicación.
—Cal, ¿estás ahí?
Entonces él dijo:
—¿Suzanna?
—Sí. Soy yo.
A los siete minutos Cal ya estaba allí, vestido con un traje de trabajo color gris
carbón cuyo cuello llevaba subido para protegerse de la llovizna; parecía uno más
entre los cien muchachos parecidos —contables y ejecutivos jóvenes— que Suzanna
había visto pasar mientras esperaba bajo la imperiosa mirada de Victoria.
Cal no la abrazó, ni siquiera la tocó. Sencillamente se detuvo a un par de metros
de donde la muchacha se encontraba y se quedó mirándola con una mezcla de placer
y desconcierto; luego dijo:
—Hola.
—Hola.
La lluvia se iba haciendo más densa por momentos.
—¿Quieres que hablemos en el coche? —le preguntó ella—. No me gusta dejar
sola la alfombra.
Ante la mención de la alfombra, el desconcierto se acentuó en el rostro de Cal,
pero éste no dijo nada.
Conservaba en la cabeza una vaga imagen de sí mismo revolviendo en un
almacén sucio en busca de una alfombra, seguramente la alfombra a la que la
muchacha se refería, pero el seguir el hilo de toda aquella historia le resultaba
bastante difícil.
El coche se hallaba aparcado en la calle Water, a un tiro de piedra del
monumento. La lluvia golpeaba el techo del vehículo cuando se sentaron uno al lado
del otro.
La preciosa carga de Suzanna, la carga que ella tanto detestaba dejar abandonada,
se encontraba guardada en la parte trasera del coche, enrollada y cubierta toscamente
con una sábana. Por más que se esforzaba, Cal no conseguía poner en claro por qué
aquella alfombra era tan importante para ella; ni tampoco por qué aquella mujer —
con la que sólo recordaba haber pasado unas cuantas horas— resultaba tan importante
para él. ¿Por qué el mero sonido de su voz por teléfono lo había hecho acudir
corriendo a su lado? ¿Por qué el estómago había empezado a darle vueltas al verla?
Torcieron por la calle James cuando la lluvia ya había empezado a caer con una furia
monzónica. No lograron llegar muy lejos. Al cabo de unos cuantos metros el tráfico
se encontraba detenido.
Cal bajó el cristal de la ventanilla y sacó la cabeza para ver cuál era el problema.
Resultaba difícil estar seguro de nada con aquella cortina de lluvia, pero por lo visto
había habido una colisión, y ésa era la causa de que el tráfico se estuviera retrasando.
Unos cuantos conductores de la cola, los más impacientes, intentaban abrirse paso
por el carril del autobús asomando el morro del coche, pero no lo conseguían y su
esfuerzo sólo servía para aumentar la confusión. Empezaron a sonar las bocinas; uno
o dos conductores bajaron de los coches, poniéndose las chaquetas a modo de
improvisados paraguas, para ver qué ocurría.
Cal se echó a reír en silencio.
—¿Qué es lo que te hace gracia? —le preguntó Suzanna.
—Hace una hora me encontraba tan tranquilo sentado en el Departamento de
Reclamaciones metido en papeles hasta los codos...
—Y ahora tienes por compañía a una fugitiva.
—A mí ya me parece bien el cambio —comentó Cal con una sonrisa.
—¿Por qué demonios no podemos avanzar?
—Voy a ver qué sucede —dijo Cal. Y antes de que Suzanna pudiera impedírselo
ya había bajado del coche y se estaba abriendo paso entre aquel laberinto de
vehículos, tirándose de la chaqueta hacia arriba en un vano intento por protegerse de
la lluvia.
Suzanna lo miró mientras él se alejaba; comenzó a tamborilear con los dedos
sobre el volante. No le gustaba aquella situación. Resultaba demasiado visible; y
visible significaba vulnerable.
Cuando Cal llegaba ya al lado opuesto de la calle, un destello de luces azules en
el espejo retrovisor lateral atrajo la atención de Suzanna. Se dio la vuelta para mirar y
vio a varias motocicletas de la Policía que avanzaban siguiendo la hilera de vehículos
hacia el lugar del accidente. El corazón le dio un vuelco.
Miró hacia Cal con la esperanza de que ya estuviese de regreso, pero él
continuaba observando el tráfico. «Sal de ahí, de en medio de la lluvia, maldito seas
—lo conminó mentalmente—; te necesito aquí.»
Había otros agentes, éstos a pie, que se abrían paso calle arriba, e iban hablando
con los ocupantes de todos los coches. Sin duda les aconsejaban que se desviasen;
algo por completo inocente. Lo único que ella tenía que hacer era conservar la
sonrisa.
Cal tardó al menos diez segundos en dilucidar lo que había sucedido y otros dos en
maldecir su propia pereza. Hubo un momento de confusión en el cual ninguno de los
agentes parecía estar seguro de si esperar instrucciones o emprender la persecución,
pero durante ese tiempo Suzanna había dado ya la vuelta a la esquina.
El agente que había estado hablando con ella por la ventanilla se dirigió al
instante hacia Cal, aumentando la velocidad a cada paso que daba.
Cal fingió que no lo había visto, y echó a andar con rapidez otra vez en dirección
al monumento. Oyó al policía llamarle a gritos, y luego el ruido de la persecución.
Echó a correr sin mirar hacia atrás. El perseguidor iba pesadamente vestido para
protegerse contra la lluvia; Cal tenía los pies mucho más ligeros. Torció a la izquierda
por la parte baja de la calle Castle, y después otra vez para coger la calle Brunswick;
luego volvió a girar y se adentró en Drury Lane. Las sirenas ya habían empezado a
sonar; los motoristas se habían lanzado en persecución de Suzanna.
En la calle Water, Cal se aventuró a echar una mirada hacia atrás. Su perseguidor
no estaba a la vista. Sin embargo él no aminoró el paso hasta que hubo interpuesto
casi un kilómetro entre él y el policía. Luego detuvo un taxi y se dirigió a su casa, con
la cabeza llena de preguntas y sin poder quitarse de la memoria la cara de Suzanna.
La muchacha había venido y se había ido con demasiada rapidez; y Cal ya estaba
lamentando su ausencia.
Para conservar mejor el recuerdo de Suzanna, rebuscó en la mente los nombres
que ella había pronunciado; pero, maldita sea, ya no los recordaba.
Aquella cegadora lluvia resultó un aliado para Suzanna; y lo mismo, quizá, ocurrió
con el desconocimiento que tenía de la ciudad. Torció por todas las esquinas que
pudo, evitando solamente los callejones sin salida, y aquella falta de toda
racionalidad en su camino de huida tuvo la virtud de desconcertar a sus
perseguidores. La dirección que había tomado la llevó a la parte alta de la calle
Parliament; en aquel punto pudo aumentar algo la velocidad. Las sirenas iban
sonando cada vez más apagadas tras ella.
Pero no sería por mucho tiempo. Suzanna lo sabía. El nudo se iba tensando una
vez más.
Cal se detuvo ante la puerta de la cocina. Geraldine —que estaba pelando una cebolla
— levantó la mirada y le preguntó:
—¿Se te ha olvidado el paraguas?
Y entonces Cal pensó: «Ella no sabe quién soy ni lo que soy, ¿cómo iba a
saberlo? Porque, vive Dios, yo tampoco lo sé. Ni siquiera yo mismo me acuerdo. Oh,
Jesús, ¿por qué no logro recordarlo?»
—¿Te encuentras bien? —le estaba preguntado Geraldine, que había dejado la
cebolla y el cuchillo y se dirigía, cruzando la cocina, hacia él—. Mírate. Estás
empapado.
—Me encuentro en un lío —le dijo Cal llanamente.
La muchacha se detuvo en seco.
—¿Qué pasa, Cal?
Tras media hora en la autopista los efectos de una noche sin dormir, y todo lo que
había traído consigo el día siguiente, empezaron a hacer sentir su efecto en Suzanna.
La carretera que tenía delante se le fue haciendo borrosa. Sabía que sólo era cuestión
de tiempo que se quedase dormida encima del volante. Salió de la autopista en la
primera área de servicio, aparcó el coche y se fue en busca de una dosis de cafeína.
La cafetería y las demás instalaciones de descanso y entretenimiento estaban
atestadas de clientes, lo cual Suzanna agradeció. Entre toda aquella gente ella era
insignificante. Ansiosa por no dejar abandonado el Tejido un momento más de lo
estrictamente necesario, decidió sacar café de la máquina en lugar de esperar en la
cola; luego compró chocolate y galletas en la tienda y volvió al coche.
Encendió la radio y se instaló para dar cuenta de aquel sucedáneo de comida.
Mientras desenvolvía el chocolate sus pensamientos volaron de nuevo hacia Jerichau,
el ladrón-mago que se sacaba cosas robadas de todos los bolsillos. ¿Dónde estaría
ahora? Brindó por él con el café y le deseó que se encontrase a salvo.
A las ocho dieron las noticias por la radio. Esperaba que dijeran algo referente a
ella, pero no fue así. Después del boletín comenzaron a emitir música; Suzanna dejó
que sonase. Una vez hubo terminado el café, el chocolate y las galletas, se echó hacia
atrás en el asiento y cerró los ojos dejándose arrullar por la música de jazz.
Se despertó pocos segundos después a causa de unos golpes en la ventanilla. Tras
unos instantes de confusión tratando de averiguar dónde estaba, se despertó del todo
y miró con el corazón hundido al uniforme que había al otro lado del cristal surcado
de lluvia.
—Por favor, abra la puerta —le ordenó el policía.
Parecía que estaba solo. ¿Y si encendía el motor y sencillamente se marchaba de
allí?, pensó Suzanna. Pero antes de que le diera tiempo a tomar una decisión, la
puerta se abrió con brusquedad desde fuera.
—Salga —le dijo el hombre.
Suzanna obedeció. Al tiempo que salía del coche oyó el ruido de suelas sobre la
grava por todas partes.
Contra el resplandor de neón, resaltaba la silueta de un hombre de pie.
—Sí —fue lo único que el hombre dijo; y de pronto otros tres hombres se
El río Mersey estaba alto aquella noche, y corría rápido; sus aguas ofrecían un
asqueroso color marrón con espuma gris. Cal se apoyó en la barandilla del paseo y se
quedó mirando al otro lado del revuelto río, hacia los abandonados astilleros de la
orilla opuesta. En otro tiempo aquella vía fluvial había albergado abundante tráfico de
barcos, que llegaban semihundidos bajo el peso de la carga y cabalgaban alto cuando
zarpaban hacia la lejanía. Pero ahora se encontraba vacío. Las dársenas estaban
obstruidas con sedimentos, y los muelles y almacenes ociosos. La ciudad fantasma;
apropiada sólo para espíritus.
Él mismo se sentía como un fantasma. Como un errante sin sustancia. Y además
tenía frío, como deben tenerlo los muertos. Se metió las manos en los bolsillos de la
cazadora para calentárselas, y allí sus dedos se encontraron con media docena de
cosas blandas, que Cal sacó y se puso a examinar bajo la luz de una farola cercana.
Parecían ciruelas secas, sólo que la piel era mucho más tosca, como cuero de
zapato viejo. Resultaba evidente que era una fruta, pero ninguna variedad cuyo
nombre conociera. ¿De dónde las había sacado, y cómo? Olisqueó una de ellas. Olía
un poco a fermentación, como un vino fuerte. Y resultaba apetitoso, incluso tentador.
El aroma le recordó que no había probado nada desde la hora de comer.
Se llevó la fruta a los labios, y pudo desgarrar aquella piel arrugada con los
dientes sin dificultad. El aroma no le había engañado; la carne que había dentro
realmente tenía un sabor alcohólico; el jugo le quemó la garganta como el coñac.
Masticó y se llevó la fruta a los labios para dar otro bocado antes de haber tragado
el primero, y se la terminó, semillas y todo, con un apetito feroz.
Inmediatamente empezó a devorar otra. De pronto se sentía hambriento. Se quedó
debajo de la farola, azotada por el viento, en medio de un charco de luz que danzaba,
y se alimentó como si no hubiera comido en una semana.
Estaba mordiendo la penúltima de aquellas frutas cuando se le ocurrió que la
oscilación de la farola no era la única causa del movimiento de la luz que estaba
alrededor de él. Miró la fruta que tenía en la mano, pero no consiguió enfocarla con
claridad. ¡Dios bendito! ¿Se habría envenenado? La fruta que le quedaba se le cayó
de la mano, y ya estaba a punto de meterse los dedos por la garganta para vomitar las
demás cuando le sobrevino la más extraordinaria de las sensaciones.
Cal se elevó; o por lo menos una parte de él.
Seguía teniendo los pies sobre el asfalto, lo sentía sólido bajo la suela de los
zapatos, pero aun así flotaba. Ahora la farola brillaba debajo de él, el paseo se
extendía a su derecha e izquierda, y el río golpeaba contra las márgenes, salvaje y
oscuro.
El loco racional que había en él le dijo: «Estás ebrio; esas frutas te han
Suzanna se removió y salió muy lentamente de aquel sueño producido por alguna
droga. Al principio el esfuerzo de mantener los párpados abiertos durante más de
unos cuantos segundos resultaba excesivo para ella, y su consciencia se debatía en la
oscuridad. Pero poco a poco el cuerpo se le fue purificando él solo de lo que quiera
que fuese aquello que Hobart le había metido en las venas. Sólo tenía que darle
tiempo al cuerpo para hacer la tarea.
Se encontraba en la parte de atrás del coche de Hobart; eso estaba claro. Su
enemigo iba en el asiento delantero, al lado del conductor. En un momento dado
Hobart se dio la vuelta y vio que ella se estaba despertando, pero no dijo nada. Sólo
se quedó mirándola fijamente durante unos breves instantes, y luego devolvió la
atención a la carretera. Había algo inquietamente perezoso en la mirada del policía,
como si ahora estuviera seguro de lo que el futuro iba a depararle y no tuviera
necesidad de apresurarse para ir a su encuentro.
En el estado de sopor en que se encontraba Suzanna resultaba difícil calcular el
tiempo, pero seguramente llevaban varias horas viajando. Una vez que abrió los ojos
vio que pasaban por una ciudad dormida —no sabía cuál—; luego los residuos de la
droga la vencieron de nuevo, y cuando Suzanna volvió a despertar se encontraban
viajando por una tortuosa carretera rural a cuyos lados se alzaban colinas sin luz. Sólo
entonces se percató la muchacha de que el coche de Hobart iba a la cabeza de un
convoy; a través de la ventanilla trasera vio los faros encendidos de los vehículos que
iban detrás. Consiguió reunir las fuerzas suficientes para darse la vuelta. Los seguía
un coche celular y detrás varios vehículos más.
De nuevo el sopor venció a Suzanna durante un rato indefinido.
Fue el aire frío lo que la despertó otra vez. El conductor había abierto la
ventanilla y el aire le había puesto a Suzanna la piel de gallina en los brazos. Se
incorporó y respiró profundamente, dejando que aquel aire acabase de despertarla. La
región por la que viajaban era montañosa. Probablemente los Highlands escoceses,
supuso; ¿dónde más podía haber picos nevados en plena primavera? Ahora tomaron
un camino que los desvió de la carretera y se adentraron por un sendero rocoso, lo
cual hizo que tuvieran que aminorar considerablemente la velocidad. El sendero iba
subiendo, tortuoso. El motor de la furgoneta que iba detrás funcionaba con dificultad;
pero la carretera se hizo más dura y más inclinada antes de conducirlos hasta la cima
de la colina.
—Ahí —le dijo Hobart al conductor—. Lo hemos encontrado. ¡Ahí!
Suzanna miró por la ventanilla. No había luna ni estrellas que iluminasen la
escena, pero se podía distinguir la masa de montañas todo alrededor, y allá abajo, a lo
lejos, unas luces ardiendo.
El rostro estaba mutilado hasta el punto de haberse hecho irreconocible, pero la voz,
más helada que el frío gélido que desprendía el cuerpo, era sin lugar a dudas la de
Immacolata. Tampoco se encontraba sola; sus hermanas estaban con ella, más oscuras
que la misma oscuridad.
—¿Por qué corres? —le preguntó Immacolata—. No hay adonde escapar.
Suzanna se detuvo. No había modo de pasar entre las tres hermanas.
—Date la vuelta —le dijo Immacolata al tiempo que otro esplendor procedente
del Tejido le iluminaba despiadadamente la herida del rostro—. ¿Ves allí, donde está
de pie Shadwell? Eso será la Fuga dentro de unos momentos.
—¿Shadwell? —inquirió Suzanna.
—Su bien amado Profeta —fue la respuesta—. Debajo de ese espectáculo de
santidad que yo le he conferido, late el corazón de un Vendedor.
De modo que Shadwell era el Profeta. Qué perfecta ironía, que el vendedor de
enciclopedias fuera quien acabase vendiendo esperanzas de puerta en puerta.
—Fue idea suya, de Shadwell —le explicó la Hechicera—, proporcionarles un
Mesías. Ahora tienen una cruzada justa, como la denomina Hobart. Van a reclamar la
tierra prometida. Y a destruirla en el proceso.
—No caerán en eso.
—Ya han caído, hermana. Las guerras santas son mucho más fáciles de comenzar
que los rumores, tanto entre los miembros de tu especie como entre los de la mía. Se
creen todas y cada una de las sagradas palabras que se les dice, como si sus vidas
dependieran de ello. Lo cual es cierto en un sentido. Se ha estado conspirando contra
ellos y se les ha engañado... y ahora están dispuestos a romper la Fuga en pedazos
con tal de lograr ponerles las manos encima a los culpables. ¿No es algo perfecto? La
Fuga morirá a manos precisamente de los mismos que han venido a salvarla.
—¿Y eso es lo que Shadwell quiere?
—Shadwell es un hombre, y quiere adoración. —Miró por encima del hombro de
Suzanna hacia la alfombra, que se estaba destejiendo, y hacia el Vendedor, que
continuaba en el centro—. Y eso es lo que tiene ahora. Así que está feliz.
—Es digno de lástima —comentó Suzanna—. Eso lo sabes tú tan bien como yo.
Y sin embargo le diste poder. Tu poder. Nuestro poder.
—Para lograr mis propios fines, hermana.
—Le diste la chaqueta.
Suzanna corrió sin parar, creyendo sentir una y otra vez el frío helado de la Virgen en
el cuello. Pero por lo visto aquella persecución sólo eran imaginaciones suyas, pues
estuvo corriendo sin estorbo alguno durante dos kilómetros o más por la pendiente
No se sentía más seguro ahora de lo que aquello quería decir de lo que lo había
estado cuando era niño, pero los versos le acudieron a los labios como recién
acuñados, seguro del ritmo y de la rima.
Algunos tenían un aguijón amargo:
La pestilencia de familias
no es una enfermedad congénita
sino unos pies que siguen allá donde el pie
que las ha precedido fue puesto.
Éstos debían de ser los versos finales de algo, suponía Cal, pero no conseguía
recordar de qué.
Había montones de fragmentos más. Estuvo recitando los versos una y otra vez
mientras conducía, puliendo la manera de decirlos, poniéndoles un nuevo énfasis
aquí, un nuevo ritmo allá.
No tenía ningún apuntador en el fondo de la cabeza; el poeta se había callado por
completo. ¿O sería que él y Mooney el Loco por fin hablaban con una sola voz?
Cruzó el límite con Escocia hacia las dos y media de la madrugada, y continuó
conduciendo hacia el Norte mientras el paisaje se iba haciendo más montañoso y
menos poblado a medida que avanzaba. Le estaba entrando hambre, y los músculos
empezaban a dolerle después de tantas horas de conducir sin descanso, pero nada
fuera de Armagedón le hubiera obligado a aminorar la marcha o a detenerse. A cada
kilómetro se acercaba más al País de las Maravillas, en el cual una vida demasiado
tiempo aplazada esperaba ser vivida.
EL REGRESO
Estabas a punto de decirme algo, criatura, pero te interrumpiste antes de
empezar.
William Congreve,
El viejo solterón
Y así fue como, poco rato después, el desechado caballo de Shadwell fue conducido
hasta la Casa de Capra, que era a aquella hora el centro de un considerable alboroto.
El Profeta había llegado a la casa media hora antes, al final de su marcha triunfal,
pero los Consejeros se habían negado a darle acceso al terreno sagrado hasta que
hubieran debatido si tal cosa era ética.
El Profeta se declaró dispuesto a acceder a aquella cautela metafísica (al fin y al
cabo, ¿no hablaba Capra por boca suya? Comprendía perfectamente la delicadeza de
aquella cuestión), de manera que decidió quedarse esperando tras las ventanas negras
de su automóvil hasta que los Consejeros hubieran resuelto el asunto.
Se había congregado una gran multitud, ansiosa por ver al Profeta en carne y
hueso, que quedó fascinada por los coches. Flotaba un aire de inocente excitación.
Los recaderos transportaban mensajes arriba y abajo entre los ocupantes de la Casa y
el jefe del convoy que esperaba afuera, hasta que por fin se anunció que, en efecto, al
Profeta se le concedía el acceso a la Casa de Capra en el buen entendimiento de que
entrase en ella descalzo y solo. A esto, aparentemente, accedió el Profeta, porque sólo
unos minutos después de aquel anuncio la puerta del coche se abría y el gran hombre
salió, con los pies desnudos, y se aproximó al umbral. El enjambre de gente empujaba
hacia delante para ver mejor... a aquel Salvador que los había llevado a lugar seguro.
Norris, que se encontraba en la parte trasera de aquella multitud, sólo consiguió
vislumbrar la figura, pero no distinguió ningún rasgo de la cara de aquel hombre.
Pero sí vio lo suficientemente bien la chaqueta, y la reconoció al instante. Era la
misma prenda con la cual el Vendedor había conseguido engañarle. ¿Cómo podría
olvidarse de aquella tela iridiscente? Era la chaqueta de Shadwell. Por lo tanto el que
la llevaba puesta era Shadwell.
La vista de la chaqueta le trajo otra vez el eco de las humillaciones a que había
estado sometido a manos de Shadwell. Recordó los puntapiés y las injurias; recordó
el desprecio. Lleno de justa furia, se zafó del hombre que lo tenía sujeto y se abrió
paso entre los apretados espectadores hacia la puerta de la Casa de Capra.
En la parte delantera de la multitud vislumbró la chaqueta y al hombre que la
Cal y Suzanna caminaban con toda la velocidad que les permitía la curiosidad. Pero,
a pesar de la urgencia de su misión, había muchas cosas que les retrasaban la marcha.
Había tal fecundidad en el mundo que les rodeaba, y un ingenio tan agudo como una
navaja de afeitar en la forma, que se vieron haciendo comentarios sobre lo
extraordinario con tanta frecuencia que finalmente tuvieron que dejarlo correr y
limitarse a mirar. Entre el gran espectáculo de flora y fauna que los rodeaba no vieron
ninguna especie que no tuviese algún precedente en el Reino de los Cucos, pero
tampoco había nada allí —desde un guijarro hasta un pájaro, ni nada de lo que el ojo
pudiera admirar entremedias— que no estuviera tocado por algún tipo de magia
transformadora.
En su camino se cruzaban criaturas que pertenecían remotamente a la familia del
zorro, a la de la liebre, a la del gato y a la de la serpiente, pero sólo remotamente. Y
entre los cambios efectuados en ellos destacaba una total carencia de timidez.
Ninguno huía ante la presencia de los recién llegados; sólo miraban fugazmente en
dirección a Cal y Suzanna en un desenfadado apercibimiento de su presencia, y luego
seguían a lo suyo.
Hubiera podido ser el Edén —o un sueño sobre el mismo provocado por el opio
—, hasta que el sonido de una radio a la que alguien estaba sintonizando de manera
inepta rompió aquella ilusión. Fragmentos de música y voces intercalados por
penetrantes chirridos y electricidad estática, y todo ello salpicado por alaridos de
placer, les llegaron desde el otro lado de un pequeño montículo de abedules
plateados. Sin embargo los alaridos fueron rápidamente sustituidos por gritos y
amenazas, que aumentaron cuando Cal y Suzanna comenzaron a abrirse camino entre
los árboles.
Al otro lado del montículo había un campo de hierba seca y muy alta. En él se
encontraban tres jóvenes. Uno de ellos se hallaba en equilibrio sobre una cuerda floja
sujeta a dos postes, mirando cómo los otros dos se peleaban. El origen de la disputa
resultaba evidente; la radio. El joven más bajo de los dos, que tenía el pelo tan rubio
que era casi blanco, estaba defendiendo con poco éxito su posición ante el oponente,
bastante más corpulento.
El agresor le arrebató la radio de las manos al joven y la arrojó al otro lado del
campo. La radio fue a dar contra una de las varias estatuas, erosionadas por las
inclemencias del tiempo, que se alzaban semiocultas entre la hierba, y la canción que
De Bono resultó ser un compañero de viaje muy instructivo. No había tema sobre el
cual no estuviera dispuesto a entrar en especulaciones, y su entusiasmo al hablar
contribuyó a sacar a Suzanna de la melancolía que la había invadido tras la muerte de
Jerichau. Cal los dejó que hablasen a sus anchas, él tenía las manos muy ocupadas
tratando de andar y arreglar la radio al mismo tiempo. Sin embargo, se las arregló
para repetir la misma pregunta de antes referente a de dónde había sacado De Bono
aquel artículo.
—De uno de los hombres del Profeta —le explicó De Bono—. Me la dio esta
mañana. Tenía varias cajas llenas.
—Lo creo —dijo Cal.
—Es un soborno —comentó Suzanna.
—¿Creéis que no lo sé? —dijo De Bono—. Ya sé que nadie consigue nada gratis.
Pero no creo que todo lo que me dé un Cuco sea corrupción. Eso es lo que dice
Starbrook. Ya hemos vivido con los Cucos antes, y hemos sobrevivido... —Se
interrumpió y dirigió su atención a Cal—. ¿Hay suerte?
—Todavía no. No se me dan muy bien los cables.
—A lo mejor encuentro a alguien en Nadaparecido —dijo De Bono— que me la
pueda arreglar. Ahora estamos a un tiro de piedra.
—Nosotros vamos a la Casa de Capra —le dijo Suzanna.
—Yo iré con vosotros. Sólo que pasando antes por el pueblo.
Suzanna se puso a discutir.
—Un hombre tiene que comer —continuó De Bono—. Mi estómago cree que me
han cortado la garganta.
—Nada de rodeos —le exigió Suzanna.
—No es un rodeo —replicó De Bono con una sonrisa radiante—. Nos cae de
paso. —La miró de reojo—. No seas tan desconfiada —le dijo—. Eres peor que
Galin. No voy a hacer que os perdáis. Confiad en mí.
—No nos queda tiempo para hacer turismo. Tenemos asuntos urgentes.
—¿Con el Profeta?
—Sí...
—He ahí un buen pedazo de mierda de Cuco —comentó Cal.
—¿Quien? ¿El Profeta? —preguntó De Bono—. ¿Es un Cuco?
—Eso me temo —le dijo Suzanna.
—Ya ves, Galin no estaba equivocado del todo —le hizo saber Cal—. La radio es
un pedacito de corrupción.
—Yo estoy a salvo —les aseguró De Bono—. A mí no puede alcanzarme.
Al adentrarse en las calles, De Bono les advirtió que el poblado había sido construido
con una prisa considerable y que no debían esperarse un paradigma de planificación
civil. Pero la advertencia de poco sirvió a fin de prepararlos para la experiencia que
tenían por delante. Al parecer no había el menor rastro de orden en aquel lugar. Las
casas habían sido encajadas unas entre otras en desventurada confusión, separadas
por túneles —el término calles les hubiese resultado halagador— tan estrechos y tan
atestados de ciudadanos que dondequiera que uno ponía el ojo se encontraba con
caras y fachadas que iban de lo primitivo a lo barroco.
Pero no estaba oscuro, sin embargo. Había cierta luminiscencia reverberante en la
piedra y en el pavimento que iluminaba los pasajes y convertía la pared más humilde
en una accidental obra maestra de mortero brillante y ladrillo aún más brillante.
Pero cualquier tipo de esplendor que la ciudad pudiera poseer era más que
igualado por sus habitantes. La ropa que vestían poseía aquella misma amalgama
constituida por lo severo y lo deslumbrante que los visitantes ya reconocían como la
quintaesencia de los Videntes; pero allí, en lo más parecido que había en la Fuga a un
entorno urbano, aquel estilo se había llevado hasta extremos inusitados. Por todas
partes se veían prendas y equipos extraordinarios. Un chaleco formal que sonaba con
las incontables y diminutas campanillas que colgaban de él. Una mujer cuya ropa,
aunque abrochada hasta la garganta, era tan similar al color de su piel que a pesar de
ir vestida daba la misma impresión que si estuviese desnuda. En el alféizar de una
ventana se encontraba sentada una joven con las piernas cruzadas que tenía alrededor
del rostro cintas de todos los colores, las cuales flotaban en el aire a pesar de que no
se notaba ninguna brisa apreciable. Más abajo, en el mismo callejón, un hombre,
cuyo sombrero de fieltro parecía haber sido tejido con su propio pelo, estaba
hablando con sus hijas, mientras en una puerta adyacente otro hombre que llevaba un
traje hecho de cuerda le cantaba a su perro. Y aquel estilo, naturalmente, producía el
estilo opuesto, como el de la negra y la mujer blanca que pasaron silbando desnudas
por completo excepto por unos pantalones sujetos con un cordón.
Aunque todos hallaban placer en su apariencia, aquello no constituía un objetivo
en sí mismo. Tenían otras cosas en qué ocuparse aquella nueva mañana; no había
tiempo para adoptar posturas.
Lo único que al parecer llamaba algo la atención eran unos cuantos curiosos
artículos de finales del siglo XX con los que jugaban algunos ciudadanos. Más
Suzanna volvió sobre sus pasos hacia el poblado con urgencia, incluso con un
entusiasmo, que no lograba comprender del todo. ¿Era solamente porque deseaba que
el enfrentamiento acabase de una vez por todas? ¿O acaso podría ser que realmente
estuviese ansiosa de ver otra vez a Hobart, que éste se hubiera convertido en una
especie de espejo en el cual pudiera conocerse mejor a sí misma?
Al volver a adentrarse por las calles —que los dudada nos, habiéndose retirado
detrás de las puertas, habían ahora dejado más o menos desiertas—. Suzanna
confiaba en que Hobart supiese que ella andaba cerca. Esperaba que el corazón de
aquel hombre latiera un poco más de prisa al aproximarse ella, y que le sudasen las
palmas de las manos.
Si no era así; ya le enseñaría ella lo que era bueno.
Aunque Shadwell había puesto sus miras en ocupar el Firmamento —el único
edificio de la Fuga digno de alguien que se encuentre al borde de la Divinidad—, una
vez que se hubo instalado allí se encontró con que era una residencia inquietante.
Cada uno de los monarcas y matriarcas que habían ocupado aquel lugar en el
transcurso de los siglos había conferido una visión peculiar a los salones y
antecámaras con el único propósito de superar los misterios del ocupante anterior. El
resultado era en parte un laberinto, en parte un místico viaje en un tren fantasma.
No era él el primer Cuco que exploraba los milagrosos pasillos del Firmamento.
Varios otros miembros de la Humanidad habían logrado penetrar en aquel palacio
años atrás para deambular por allí sin que los que habían construido el palacio les
pusiesen ningún obstáculo, ya que no tenían deseo alguno de enturbiar la tranquilidad
allí reinante con palabras fuertes. Perdidos en las profundidades del palacio, aquellos
pocos Cucos habían tenido oportunidad de contemplar cosas que se llevarían consigo
a la tumba. Una cámara en donde las baldosas de las paredes tenían tantas caras como
un dado y daban vueltas eternamente; cada una de las caras encajaba en un fresco que
nunca tenía un reposo lo bastante prolongado como para que la vista llegase a
abarcarlo en su totalidad. Había también una habitación en la que la lluvia caía sin
cesar, una cálida lluvia nocturna de primavera, y del suelo emanaba el típico olor de
las aceras al refrescarse; y otra que a primera vista parecía completamente normal,
pero que estaba construida con unas geometrías capaces de seducir los sentidos de tal
manera que un hombre tan pronto podía creer que la cabeza se le hinchaba hasta
llenar la habitación como que se le encogía hasta alcanzar el tamaño de un
escarabajo.
Y al cabo de una hora, o de un día, de intrusión entre aquellas maravillas, algún
guía invisible los conducía hasta la puerta, y emergían de allí como de un sueño.
Luego tratarían de explicar lo que habían visto, pero algún fallo de la memoria y de la
lengua entraba en funcionamiento para dejar reducidos sus intentos a un mero
balbuceo. Desesperados, muchos de ellos volvían en busca de aquel delirio. Pero el
Firmamento era una fiesta movible, y siempre se había escapado.
Shadwell era el primer Cuco, por lo tanto, que recoma aquellos pasillos
hechiceros y los llamaba propios. No obstante, aquello no le proporcionaba placer
alguno. Quizá fuera ésa la más elegante venganza del palacio sobre aquel no deseado
ocupante.
Estaba muy oscuro en el estado en que habían entrado; oscuro y lleno de rumores.
Suzanna no podía ver nada delante, ni siquiera alcanzaba a verse la punta de los
dedos, pero oía suaves susurros que un viento cálido y lleno de aroma de pinos
transportaba hasta ella. Y ambos le acariciaban la cara, los susurros y el viento;
ambos la excitaban. La gente que habitaba en los cuentos del libro de Mimi sabía que
ella se encontraba allí: porque era allí, en el libro, donde ella y Hobart existían ahora.
De alguna extraña manera mientras tenía lugar el forcejeo ambos se habían
transformado, o por lo menos se habían transformado sus pensamientos. Y habían
entrado en la vida común de las palabras.
De pie en la oscuridad y escuchando los susurros que había a su alrededor,
Suzanna no encontraba que aquella noción fuese tan difícil de comprender. Al fin y al
cabo, ¿no había convertido el autor de aquel libro sus pensamientos en palabras, en el
acto de escribirlo, sabedor de que sus lectores las descifrarían al leerlas, volviendo así
a convertirlas en pensamientos? Aún más, había creado una vida imaginada. Así que
allí estaba ella ahora, viviendo aquella vida. Perdida en Geschichten der Geheimen
Orte; o hallada.
Había atisbos de luz moviéndose arcada uno de los lados de ella misma, según se
percató Suzanna en aquel momento. ¿O era ella quien se movía, corriendo acaso, o
quizá volando? Cualquier cosa era posible allí: aquél era el país de las hadas. Se
concentró para tratar de comprender mejor lo que aquellos destellos de luz y
oscuridad significaban, y de pronto se dio cuenta de que iba viajando velozmente por
avenidas de árboles, enormes y primitivos árboles, y de que la luz entre ellos se iba
haciendo más brillante.
En algún lugar más adelante, Hobart la estaba esperando, a ella o a aquello en lo
que ella se había convertido al volar entre las páginas.
Porque en aquel lugar ella ya no era Suzanna; o mejor dicho, ya no era
simplemente Suzanna. No podía ser ella misma allí, del mismo modo que el policía
no podía ser simplemente Hobart. Ambos se habían convertido ahora en seres míticos
en aquel bosque absoluto. Habían atraído hacia ellos los sueños que aquel estado
celebraba: los deseos y fes que llenaban los cuentos de parvulario y que después
conformaban todos los siguientes sueños y fes.
Había innumerables personajes entre los que elegir vagando por los Bosques
Salvajes; antes o después todos los cuentos tenían una escena que ocurría allí. Aquél
era el lugar donde se abandonaba a los niños huérfanos para que encontrasen la
muerte o su destino; donde las vírgenes caminaban temerosas de los lobos, y los
amantes temerosos de sus corazones. Allí los pájaros hablaban y las ranas aspiraban
al trono, y todas las arboledas tenían una puerta que daba al Mundo Inferior.
Tendría que haber sido lo bastante listo como para no fiarse de De Bono; a pesar de
todo su heroísmo, aquel tipo no era en absoluto digno de confianza, y ahora habían
perdido un tiempo precioso.
Cal echó una rápida ojeada hacia atrás, para ver si conseguía distinguir el camino
por el que habían llegado hasta allí, pero no pudo: la luna se había ocultado tras el
banco de nubes durante unos instantes, y por ello la ladera de la montaña se
encontraba completamente a oscuras. Cuando Cal volvió a mirar hacia adelante, De
Bono se había evaporado. Al oír unas risas que sonaban un trecho más adelante, Cal
llamó al guía en voz alta. Volvió a oír las risas. Sonaban demasiado ligeras para ser
de De Bono, pero no estaba muy seguro.
—¿Dónde estás? —preguntó; pero no obtuvo respuesta, de modo que decidió
echar a andar en dirección al lugar de donde procedía la risa.
Al avanzar se adentró en un pasadizo de aire cálido. Sobresaltado, retrocedió en
seguida, pero aquel calor tropical lo acompañó en su retirada; el aroma de madreselva
llegó con más fuerza ahora hasta su nariz. Le hizo sentirse un poco embriagado; las
piernas, doloridas como las tenía, amenazaban con doblarse bajo su peso por el puro
placer de desmayarse.
Un poco más arriba, en la misma pendiente, vio otra figura, seguramente la de De
Bono, que se movía en las tinieblas. Volvió a llamarlo por su nombre, y esta vez se le
otorgó una respuesta. De Bono se volvió y le dijo:
—No te apures, Cuco.
La voz había adquirido una cualidad soñadora.
—No tenemos tiempo... —protestó Cal.
—No podemos..., no podemos hacer nada —le contesto la voz de De Bono
alejándose y acercándose, como si se tratara de una débil señal de radio—. Esta
noche no podemos hacer nada..., excepto el amor...
La última palabra se apagó, igual que De Bono, derritiéndose en la oscuridad.
Cal se dio la vuelta. Tenía la seguridad de que De Bono le había hablado desde un
punto de la montaña situado más arriba, lo que significaba que si se volvía de
espaldas a aquel punto y echaba a andar, volvería por el mismo camino por el que
habían venido.
Del sueño que había tenido, una parte al menos era verdad. Se había desprendido de
dos pieles, igual que una serpiente. Una de las pieles, la ropa, se encontraba esparcida
en la hierba a su alrededor. La otra, la mugre acumulada a lo largo de sus aventuras,
había sido lavada durante la noche, bien por el rocío o bien un chaparrón de lluvia.
Fuera lo que fuese, Cal ahora estaba seco del todo; el calor de la tierra sobre la que
yacía (aquella parte tampoco había sido un sueño) lo había secado y le había
proporcionado un olor dulce. Se sentía también alimentado y fuerte.
Se sentó. El bálsamo que era De Bono ya estaba de pie, rascándose las pelotas y
mirando fijamente hacia el cielo: una dichosa combinación. La hierba le había dejado
huellas en la espalda y en las nalgas.
—¿Te han complacido? —le preguntó a Cal al tiempo que le guiñaba un ojo.
—¿Complacido?
—Las Presencias. ¿Te han proporcionado dulces sueños?
—Sí.
De Bono sonrió obscenamente.
—¿Quieres contármelo? —inquirió.
—No sé cómo...
—Oh, no seas modesto.
—No, es que yo... he soñado que era... la luna.
—¿Qué has soñado qué?
—He soñado...
—¿Te traigo al lugar más parecido que tenemos a una casa de putas, y tú sueñas
que eres la luna? Eres un hombre muy raro, Calhoun.
Recogió el chaleco y se lo puso, moviendo la cabeza ante aquella rareza de Cal.
—¿Y tú qué has soñado? —inquirió Cal.
—Te lo diré un día de éstos —respondió De Bono—. Cuando seas lo bastante
mayor.
Aunque el día había amanecido bien para Suzanna a causa de la milagrosa huida de
Hobart, se había deteriorado rápidamente. Por la noche la muchacha se había sentido
extrañamente protegida y tranquila; con el alba le había invadido una ansiedad
indefinible.
Y algunas otras ansiedades que sí podía definir. La primera, el hecho de que se
había quedado sin guía. Sólo tenía una idea muy somera de en qué dirección quedaba
el Firmamento, así que decidió dirigirse hacia el Torbellino, que era bien visible a
cualquier hora, y hacer cuantas averiguaciones pudiera durante el camino.
Su segunda fuente de preocupación eran las numerosas señales que indicaban que
los acontecimientos en la Fuga estaban dando rápidamente un giro hacia lo peor. Un
gran manto de humo flotaba sobre el valle y, aunque había llovido durante la noche,
los incendios aún ardían en muchos lugares. En el camino se encontró con varios
puntos en donde habían tenido lugar las batallas. En uno de esos lugares había un
coche carbonizado, colgado de un árbol como si fuese un pájaro de acero, que con
seguridad habría volado hasta allí a causa de alguna explosión, o bien era que se
había puesto a levitar. A Suzanna le resultaba imposible saber qué fuerzas habían
entrado en pugna la noche anterior, así como qué armas se habían empleado, pero
resultaba obvio que la lucha había sido horrenda. Shadwell había dividido a los
habitantes de aquella tierra, en otro tiempo tranquila, con su charla profética,
logrando que se enfrentaran hermanos contra hermanos. Esa clase de conflictos son
tradicionalmente los más sangrientos, de modo que no debía resultarle sorprendente,
por tanto, ver los cuerpos abandonados allí donde habían caído para que zorros y aves
los destrozasen, negándoles incluso la mera cortesía de un entierro.
Si había alguna brizna de consuelo que sacar de aquellas escenas, era que la
invasión de Shadwell no había quedado del todo sin oposición. La destrucción de la
Casa de Capra había sido un enorme error de cálculo por parte del Profeta. Cualquier
oportunidad de conquistar la Fuga mediante las palabras se había evaporado con
aquel único gesto propio de un tirano. Shadwell ya no podía tener la esperanza de
ganar aquellos territorios a escondidas o valiéndose de la seducción. O supresión
armada, o nada.
Después de haber visto por sí misma el daño que aran capaces de causar los
encantamientos de la Fuga, Suzanna albergaba ciertas débiles esperanzas de que
cualquier supresión de esa calaña posiblemente encontrara resistencia. Pero, ¿qué
Suzanna dejó a aquel hombre allí, en lo alto del pilar, como un penitente solitario,
meditando sobre tal observación. Los pensamientos de la muchacha se fueron
haciendo más siniestros después de aquella conversación. A pesar de la presencia del
menstruum en su organismo, sabía muy poco de cómo funcionaban las fuerzas que
habían creado el Mundo Entretejido, pero no hacía falta ser un genio para darse
Las valientes palabras de Nimrod quedaron bastante disminuidas por lo que Suzanna
se encontró en el campamento. Parecía más un hospital que un establecimiento
militar. Algo más que tres cuartas partes de los aproximadamente cincuenta soldados,
entre hombres y mujeres, que se habían congregado al abrigo de las rocas, habían
sufrido una herida u otra. Algunos eran aún capaces de combatir, pero muchos se
encontraban de forma muy clara a las puertas de la muerte, atendidos con suaves
palabras en sus últimos minutos.
En una esquina del campamento, fuera de la vista de los agonizantes, una docena
de cuerpos yacían bajo improvisadas mortajas. En otra estaban clasificando un alijo
de armamento capturado al enemigo. Era una exhibición escalofriante:
ametralladoras, lanzallamas, granadas. Aquello probaba que los seguidores de
Shadwell habían Venido dispuestos a destruir todo el país si se resistía a la liberación.
Contra horrores como aquéllos y el entusiasmo con que las armas se empuñaban, los
encantamientos más profundos no pasaban de ser una frágil defensa.
Si Nimrod compartía o no las dudas de Suzanna es algo que prefirió no
demostrar, pero en cambio habló sin cesar de las victorias de la noche pasada, como
para mantener a raya un silencio revelador.
—Hasta cogimos prisioneros —alardeó mientras conducía a Suzanna hasta un
foso fangoso entre los cantos rodados donde alrededor de una docena de cautivos
estaban sentados, muy bien atados por los tobillos y las muñecas, y custodiados por
una muchacha armada con una metralleta. Todo el grupo eran personas de aspecto
desamparado. Algunos estaban heridos, pero todos sin excepción se encontraban
angustiados; no dejaban de llorar y mascullar para sus adentros, como si las mentiras
de Shadwell ya no los cegasen y estuvieran despertando a las iniquidades que habían
cometido. Suzanna se compadeció de ellos al ver el autodesprecio que sentían.
Demasiado bien conocía ella los poderes de embaucamiento que poseía Shadwell —
ella misma, en su momento, también había estado a punto de sucumbir a los mismos
—. Aquéllas eran las víctimas de Shadwell, no sus aliados; les había vendido una
mentira que no habían tenido energía para rehusar. Ahora, desengañados de sus
enseñanzas, estaban abandonados para rumiar acerca de la sangre y de la
desesperación que habían derramado.
—¿No ha hablado nadie con ellos? —le preguntó Suzanna a Nimrod—. A lo
mejor tienen conocimiento de alguna debilidad de Shadwell.
Por lo visto aquél iba a ser un día de reencuentros. Primero Nimrod, luego la
Hechicera, y ahora —al mando de aquellas tropas derrotadas— Yolande Dor, la mujer
que tan vehementemente se había opuesto a que volviera a tejerse la alfombra en los
tiempos en que la Casa de Capra aún estaba en pie.
También había cambiado. Aquella pavoneante confianza de que antaño hiciera
Durante varios minutos después de que Suzanna se marchase del recinto de los
prisioneros, Immacolata si guió allí sentada, en medio de las tinieblas de su olvido.
A veces lloraba. A veces se quedaba mirando fijamente a la silenciosa roca que
tenía delante.
La violación con que la había castigado Shadwell en el Firmamento, al ir detrás,
como había ido, de la destrucción de las hermanas fantasmas de la Hechicera, había
sumido la mente de ésta en un verdadero desierto. Pero Immacolata no estaba sola
allí. En algún punto entre aquellos yermos había vuelto a trabar contacto con el
espectro aquel que tan a menudo la había obsesionado en el pasado: el Azote. Ella,
Immacolata, que cuando más feliz había sido era cuando el aire estaba cargado de
podredumbre, que había hecho collares con tripas y era la perfecta compañera
espiritual de los muertos, ella había encontrado en la presencia de aquella
abominación tales pesadillas que incluso había rezado para ver de despertar de ellas.
El espectro seguía durmiendo aún —lo que era un pequeño consuelo para sus
temores—, pero no estaría durmiendo eternamente. Tenía varias tareas sin acabar;
varias ambiciones incumplidas. Muy pronto se levantaría del lecho y vendría a
terminar aquellos asuntos suyos.
¿Y aquel día?
—Todo arena... —le dijo Immacolata a la piedra.
Pero esta vez la piedra no le contestó. La piedra estaba mohína porque ella había
sido indiscreta al hablar con aquella mujer de los ojos grises.
Immacolata se estuvo meciendo adelante y atrás sobre los talones, y mientras lo
hacía las palabras que había dicho la mujer flotaron de nuevo hasta ella,
martirizándola. Sólo conseguía recordar un poco de lo que aquella mujer le había
dicho: recordaba una expresión, un nombre. O, más bien, un solo nombre en
particular. Y ahora aquel nombre le resonaba en el interior de la cabeza.
Shadwell.
Era como si tuviera una conexión debajo del cuero cabelludo, como un dolor
incrustado en el cráneo. Immacolata tenía ganas de perforarse los tímpanos, de
Shadwell no había dormido bien; pero ya suponía que los aspirantes a deidad rara vez
consiguen dormir bien. Con la divinidad a todos les llega una gran carga de
responsabilidad. ¿Había, pues, de sorprenderse de que sus sueños fueran intranquilos?
Sin embargo estaba seguro, desde que estuvo en la torre de vigilancia estudiando
el Manto del Torbellino, de que no tenía nada que temer. Podía sentir el poder oculto
detrás de aquella nube llamándolo por su nombre, invitándole a entrar en su abrazo y
transformarse.
No obstante, un poco antes del amanecer, cuando se disponía a dejar el
Firmamento, Shadwell recibió inquietantes noticias: las fuerzas de Hobart instaladas
en Nadaparecido habían sido diezmadas por ciertos encantamientos que habían hecho
de la mayor parte de los hombres unos lunáticos. Ni siquiera Hobart se veía
completamente libre de aquella infección. Cuando el inspector llegó, una hora
después del mensajero, tenía el aire de un hombre que ya no estaba muy seguro de
poder confiar en si mismo.
Las noticias que llegaban desde otros lugares eran mejores. Dondequiera que las
fuerzas del Profeta se habían enfrentado a la población nativa en combate natural,
habían logrado el triunfo. Sólo cuando los soldados habían fracasado en su intento de
actuar con rapidez, los Videntes habían podido encontrar una ventana a través de la
cual lanzar sus encantamientos, y cuando habían tenido oportunidad de hacerlo los
resultados habían sido los mismos que en Nadaparecido: los hombres o bien habían
perdido la cabeza, o bien se habían despertado de su celo evangélico y se habían
unido al enemigo.
Ahora ese enemigo se estaba congregando en el Brillo Estrecho, avisado por los
rumores o por encantamientos de que el Profeta intentaba abrir brecha en el
Torbellino, y se disponía a defender la integridad del mismo hasta la muerte. Había
varios centenares de personas, pero no lograban constituir un ejército. Según todos
los informes no eran más que una colección de ancianos, mujeres y niños desarmados
y desorganizados. El único problema que presentaban para diezmarlos era el ético.
Pero Shadwell había decidido, al abandonar su séquito el Firmamento para dirigirse
al Torbellino, que aquella clase de nimiedades morales estaban ahora muy por debajo
de él. El mayor crimen, con gran diferencia, sería ignorar la llamada que había oído
desde más allá del Manto.
Cuando llegase el momento, que no estaba muy lejano, el Profeta convocaría a los
La ruta que siguieron para ir al Torbellino los llevó por un territorio que Cal
recordaba del viaje en ricksha; pero las ambigüedades de dicho territorio o habían
huido ante el ejército invasor, o bien habían ocultado sus sutiles cabezas.
¿Y qué habría sido del anciano que tuvo ocasión de conocer al final de aquel
viaje?, se preguntó Cal. ¿Habría caído presa de los intrusos? ¿Le habrían abierto la
garganta mientras defendía aquel pequeño rincón suyo del País de las Maravillas? Lo
más probable era que Cal nunca llegara a saberlo. Mil tragedias habían destrozado la
Fuga en las últimas horas, y el destino final del anciano sólo era parte de un horror
mucho más grande. Un mundo se estaba convirtiendo en cenizas y polvo alrededor de
ellos.
Y, más adelante, el artífice de tales ultrajes. Cal vio ahora al Vendedor en el centro
de la carnicería, con la cara resplandeciente de triunfo. El mero hecho de verlo le hizo
desechar cualquier noción de estar a salvo. Con De Bono pisándole los talones, se
lanzó al fragor de la batalla.
Escasamente quedaba un palmo de suelo despejado entre los cuerpos; cuanto más
se acercaba a Shadwell, más espeso era el olor a sangre y carne quemada. Cal se vio
separado de De Bono en medio de aquella confusión, pero ya no importaba. Tenía
que darle prioridad al Vendedor; cualquier otra consideración se desvaneció. Puede
que fuera la decisión lo que le permitiera pasar vivo a través de aquella carnicería,
aunque las balas llenaban el aire como moscas. Su propia indiferencia era como una
especie de bendición. Aquello en lo que no se fijaba, tampoco se fijaba en él. De
manera que consiguió llegar ileso hasta el corazón de la batalla, hasta encontrarse a
menos de diez metros de distancia de Shadwell.
Miró a su alrededor, entre la enorme matanza que yacía a sus pies, buscando un
arma, y fue a dar con una ametralladora. Shadwell estaba desmontando de la bestia
que había utilizado como montura y le volvía la espalda al conflicto. Sólo quedaban
un simple puñado de defensores entre éste y el Manto, y ya estaban cayendo también.
Ya únicamente faltaban algunos segundos para entrar en el Torbellino. Cal levantó el
arma y apuntó hacia el Profeta.
Pero antes de que el dedo pudiera encontrar el gatillo, algo que se estaba dando
un festín al lado de Cal se levanto y se le abalanzó. Era uno de los hijos de la
Magdalena, y tenía carne humana entre los dientes. Cal habría podido tratar de
Suzanna había visto desde lejos el final de la lucha de Cal con el hijo ilegítimo, y
habría podido llegar hasta él a tiempo de impedir que entrase solo en el Torbellino,
pero los temblores que mecían el Brillo Estrecho habían sumido súbitamente en el
pánico al ejército de Shadwell, razón por la que ella estuvo más cerca de morir a
causa de la precipitación con que todos intentaban ponerse a salvo de lo que lo había
estado durante el propio conflicto. La muchacha iba corriendo contra corriente, entre
el humo y la confusión. Para cuando se hubo despejado el aire y Suzanna consiguió
orientarse de nuevo, Shadwell había desmontado y había desaparecido dentro del
Torbellino, y Cal iba tras el.
Suzanna lo llamó, pero la nena había iniciado nuevas convulsiones y la voz de
Suzanna se perdió entre los rugidos. Echó una última mirada a su alrededor y vio que
Nimrod ayudaba a uno de los heridos a alejarse del Brillo; luego la muchacha echó a
andar hacia la pared de nube, dentro de la cual había desaparecido Cal.
Le hormigueaba el cuero cabelludo; el poder del lugar ante el cual se encontraba
era inconmensurable. Lo más probable era que ya hubiera aniquilado a todos los que
temerariamente habían osado penetrar allí sin derecho; pero no podía estar segura por
completo, y mientras hubiera un resquicio de duda tenía que actuar. Cal estaba allí y,
ya se encontrase vivo o muerto, ella tenía que llegar hasta él.
Con el nombre de Cal en los labios a modo de recuerdo y plegaria, Suzanna lo
siguió adonde él había ido, al interior del corazón viviente del País de las Maravillas.
John Keats,
Hyperion
Hacia el Telar.
Suzanna volvió sobre sus pasos con renovado entusiasmo hasta llegar al rastro. El
hecho de ver la existencia del comprador en el Torbellino, aparentemente aceptado
incluso bienvenido— por las fuerzas que allí había, le dio esperanzas de que la mera
presencia de un intruso no era suficiente para hacer que el Torbellino se volviera del
revés. Por lo visto habían sobreestimado la sensibilidad del mismo. Era lo
suficientemente fuerte para encargarse, a su inimitable manera, de una fuerza
invasora.
Había empezado a picarle la piel y sentía cierto desasosiego en el estómago.
Suzanna trató de no pensar demasiado en lo que eso significaba, pero la irritación fue
en aumento una vez que se hubo puesto de nuevo a seguir la pista. Ahora el ambiente
empezaba a hacerse denso; el mundo que la rodeaba se iba endureciendo. No era la
oscuridad de la noche, que invitaba al sueño. Las tinieblas zumbaban llenas de vida.
Ella podía saborearla, agria y dulce a un tiempo. Podía verla, muy activa, detrás de
sus propios ojos.
Había recorrido solamente un corto trecho cuando algo le pasó corriendo por
encima de los pies. Miró hacia bajo y vio un animal, un inverosímil cruce entre
ardilla y ciempiés con ojos brillantes e innumerables patas que hacía cabriolas entre
Aunque Shadwell le llevase una breve ventaja a Cal, el espeso aire del Torbellino no
conseguía ocultarlo. La chaqueta del Vendedor resaltaba como un rayo, y Cal lo
siguió lo más de prisa que sus temblorosas piernas quisieron llevarlo. Aunque la
lucha con el hijo ilegítimo lo había dejado muy débil, todavía estaba en forma, de
modo que mantenía con regularidad la distancia que los separaba. Más de una vez vio
que Shadwell echaba fugaces ojeadas hacia atrás con el rostro teñido de ansiedad.
Después de tantas persecuciones y cruzadas de bestias y ejércitos, ahora todo quedaba
reducido a Shadwell y él corriendo hacia una meta que quedaba más allá de lo que
cualquiera de ellos era capaz de expresar. Por fin eran iguales.
O, por lo menos, eso era lo que creía Cal. Sólo cuando por fin tuvieron a la vista
el Templo, el Vendedor se dio la vuelta y se quedó quieto en un sitio. O bien él
mismo con sus propios dedos, o bien el aire, había ido arrancando el disfraz del
rostro. Ya no era el Profeta. Varios fragmentos del engaño le colgaban aún de la
barbilla y de la línea en la que nace el cabello, pero él Cal podía reconocer al hombre
con el que se había enfrentado por primera vez en aquella habitación embrujada de la
calle Rue.
—No avances más, Mooney —le ordenó. Estaba tan falto de aliento que las
palabras apenas resultaban audibles, y la luz que emanaba del suelo le hacía parecer
enfermo—. No quiero derramar sangre —le dijo a Cal—. Aquí no. Hay fuerzas a
nuestro alrededor que no se lo tomarían a bien.
Cal había dejado de correr. Ahora, al escuchar el discurso de Shadwell, notó una
convulsión bajo la planta de los pies, y al mirar hacia abajo vio que le empezaban a
brotar retoños entre los dedos.
—Da la vuelta, Mooney —insistió Shadwell—. Mi destino no está contigo.
Cal sólo escuchaba a medias lo que le decía el Vendedor. Aquel repentino
crecimiento que estaba teniendo lugar entre sus pies lo había intrigado, y ahora
contemplaba cómo se extendía por el suelo siguiendo las pisadas que había dejado
Shadwell hasta llega al lugar donde éste se encontraba. Aquel sucio tan árido se había
puesto de pronto a producir toda suerte de vida vegetal, vida que estaba creciendo a
una velocidad increíble. Shadwell también lo había visto, y la voz le sonó bastante
queda al decir:
—Creación. ¿Ves eso, Mooney? Pura Creación.
—No deberíamos estar aquí —le indicó Cal.
Lo que Shadwell le había dicho a Mooney era cierto: no tenía ningún deseo de
derramar sangre dentro del Torbellino. Los secretos de la Creación y de la
Destrucción moraban allí. Por si necesitaba alguna confirmación del hecho, lo había
visto brotar debajo de su propios pies: una fecundidad fabulosa que llevaba consigo la
promesa de una decadencia heroica. Aquélla era la naturaleza de todo intercambio:
cosa ganada, cosa perdida. Él, un vendedor, había aprendido aquella lección cuando
no era más que un joven imberbe. Lo que ahora buscaba era alzarse, inviolado, por
encima de semejante comercio. Tal era la condición de los dioses. Tenían
permanencia y decisión eternas; no podían estropearse en su mejor momento, ni se
les podía enseñar prodigios para después arrebatárselos. Eran eternos, inmutables, y
allí dentro de aquella fortaleza desnuda él se uniría a dicho panteón.
Estaba seguro más allá del umbral. Allí no había ni rastro de la brillante tierra del
exterior; sólo un pasadizo sombrío cuyo suelo, paredes y techo se hallaban
construidos del mismo ladrillo pelado, sin mortero que lo uniera. Avanzó unos
cuantos metros, rozando la pared con la punta de los dedos. Era una ilusión, sin duda,
pero Shadwell experimentó una curiosa sensación mientras caminaba por allí: que los
ladrillos daban vueltas rechinando unos sobre otros, lo mismo que hacía con los
dientes mientras dormía la primera amante que el Vendedor había tenido. Retiró los
dedos de las paredes y avanzó hacia el primer recodo del pasadizo.
En la esquina, un descubrimiento a modo de bienvenida. Había una fuente de luz
en algún lugar más adelante; ya no tendría que seguir dando tumbos a oscuras. El
pasadizo continuaba durante unos cuarenta y cinco metros antes de volver a torcer en
otro giro de noventa grados.
De nuevo el mismo ladrillo sin ninguna peculiaridad; pero a mitad del pasillo el
Vendedor fue obsequiado con un segundo arco, y al pasar por el mismo se encontró
en otro corredor idéntico, sólo que éste era dos veces menor en anchura que el
primero. Lo siguió; la luz se iba haciendo cada vez más brillante. Torció una esquina
y siguió por otro pasaje desnudo, y después dobló hasta un segundo pasillo que
también tenía una puerta. Ahora Shadwell comprendió el diseño del arquitecto. El
Templo no era un solo edificio, sino varios situados cada uno dentro de otro, una caja
que contenía otra caja un poco más pequeña que a su vez contenía una tercera.
Al darse cuenta de ello se puso nervioso. El lugar era como un laberinto. Sencillo,
quizá, pero no obstante diseñado con intención de confundir o retrasar. Una vez más
Cuando Cal ya estaba a menos de un metro de la puerta del Templo, las fuerzas le
abandonaron.
No podía ordenar a las piernas que lo sostuviesen. Se tambaleó, extendiendo la
mano derecha para amortiguar en lo posible la caída, y fue a dar contra el suelo.
La inconsciencia se apoderó de él, y Cal lo agradeció. Sin embargo aquella
evasión sólo duró unos segundos antes de que la negrura se levantase y él volviera en
sí, lleno de náuseas y un dolor de agonía. Pero ahora —y por vez primera desde que
se encontraba en la Fuga— su cerebro privado de sangre ya no sabía si estaba
soñando o siendo soñado.
Recordó que la primera vez que se había visto sometido a aquella ambigüedad
había sido en el huerto de Lemuel Lo: despertándose de un sueño acerca de la vida
que había vivido para encontrarse en un paraíso que sólo había esperado encontrar en
sueños. Y luego, más tarde, en la Montaña de Venus, o bajo ella, viviendo la vida de
los planetas —y pasando un milenio en aquel estado giratorio— para despertar
simplemente seis horas más viejo.
Y ahora allí estaba de nuevo la paradoja, a las puertas de la muerte. ¿Se habría
despertado para morir? ¿O sería morir el verdadero despertar? Los pensamientos le
daban vueltas y más vueltas, en una espiral cuyo centro estaba lleno de oscuridad; y
él se adentraba velozmente en aquella oscuridad, más débil a cada momento.
Con la cabeza sobre la tierra, que temblaba debajo de él, Cal abrió los ojos y
volvió a mirar hacia el Templo. Lo vio boca abajo, con el tejado apoyado en
cimientos de nubes, mientras el suelo brillante resplandecía a su alrededor.
En el exterior del Templo los temblores sísmicos iban empeorando. Dentro, sin
embargo, reinaba una inquietante paz. Suzanna empezó a avanzar por los oscuros
pasillos, con el picor del cuerpo mitigado ahora que se hallaba fuera de la turbulencia,
allí, en el ojo del huracán. Había luz más adelante. Volvió una esquina, y otra, y al
hallar una puerta en la pared se deslizó por ella yendo a dar a un segundo pasadizo,
tan espartano como el que acababa de abandonar. La luz quedaba
atormentadoramente fuera de alcance. A la vuelta de la próxima esquina, prometía;
sólo un poco más adelante, un poco más adelante.
El menstruum permanecía quieto dentro de la muchacha, como si temiera
mostrarse. ¿Se trataría del natural respeto que un milagro le profesa a otro milagro
mayor? En ese caso los encantamientos que allí existían estaban ocultando la cara con
no poca habilidad; no había nada en aquellos pasillos que sugiriese revelación ni
poder; sólo ladrillo desnudo. Excepto por la luz. Ésta seguía engatusando a Suzanna,
llevándola por otra puerta y por otros pasadizos. El edificio, la muchacha se dio
cuenta de ello ahora, estaba construido siguiendo el principio de las muñecas rusas,
una dentro de otra. Mundos dentro de otros mundos. No podrían disminuir
infinitamente, se dijo a sí misma. ¿O sí podrían?
Precisamente al volver la esquina siguiente obtuvo la respuesta, o por lo menos
parte de ella, al mismo tiempo que una sombra se lanzaba contra la pared. Suzanna
oyó que alguien gritaba:
—¿Qué, en nombre de Dios?
Por primera vez desde que pusiera los pies en aquel lugar, Suzanna notó que el
suelo vibraba. Se cayó un poco de polvo de ladrillo del techo.
—Shadwell —dijo la muchacha.
Al pronunciar aquella palabra le pareció que podía ver las dos sílabas —Shad well
— transportadas a lo largo del pasillo hasta llegar a la próxima puerta. Un fugaz
recuerdo le acudió a la mente también: el de Jerichau expresándole su amor; palabra
hecha realidad.
La sombra de la pared cambió de lugar y de pronto el Vendedor se encontraba de
pie ante Suzanna. Todo rastro del Profeta había desaparecido. Y el rostro que se
revelaba debajo estaba abotagado y pálido; era el rostro de un pez varado en la playa.
—Ha desaparecido —le dijo él. Temblaba violentamente de los pies a la cabeza.
Gotas de sudor le decoraban el rostro como perlas—. Todo ha desaparecido.
Cualquier temor que Suzanna hubiera podido tenerle a aquel hombre se había
esfumado. Allí estaba él, desenmascarado y ridículo. Pero las palabras que dijo le
sonaron extrañas a la muchacha. ¿Qué era lo que había desaparecido? Echó a andar
hacia la puerta por la que había pasado él.
Pasaron dos días y no vino nadie. Cal mejoraba con rapidez; y por lo visto el
encantamiento que Nimrod había puesto en el personal, fuera cual fuese, los había
distraído de llevar a la Policía informe alguno acerca de la naturaleza de la herida del
paciente.
La tarde del tercer día Cal se dio cuenta de que se encontraba mucho mejor,
porque se estaba poniendo inquieto. La televisión —el nuevo amor de Nimrod— no
emitía más que seriales de ínfima categoría y una película muy mala. Esta última, la
menor de las dos vulgaridades, es la que estaba sintonizada cuando se abrió la puerta
Cal:
Guárdame esto, ¿quieres? No lo pierdas nunca de vista. Nuestros enemigos siguen
aún entre nosotros. Cuando los tiempos sean más seguros iré a reunirme contigo.
Haz esto por nosotros.
Un beso,
SUZANNA
Cal leyó la nota una y otra vez, conmovido mas allá de lo expresable con palabras
por el modo en que ella se despedía: «Un beso.»
Pero lo que le confundían eran las instrucciones que Suzanna le daba: el libro
parecía un volumen normal y corriente, con la encuadernación rota y las páginas
amarillentas. El texto estaba escrito en alemán, idioma del cual él no tenía ni la más
mínima noción. Incluso las ilustraciones eran oscuras y estaban llenas de nombres, y
Cal ya tenía sombras suficientes para que le hicieran daño toda la vida. Pero si
Suzanna quería que guardase el libro a salvo, así lo haría. Ella era sabia, y Cal sabía
bien que no tenía que tomarse las instrucciones de la muchacha a la ligera.
Tras la visita de Apolline no vino nadie más. Cal no se sorprendió por ello. La mujer
se había comportado ton gran impaciencia, y aún más impaciencia se notaba en la
Lo dieron de alta al cabo de una semana, y Cal regresó otra vez a Liverpool.
Pocas cosas habían cambiado. La hierba seguía negándose a crecer en la tierra
chamuscada donde Lilia Pellicia había muerto; los trenes seguían corriendo hacia el
Norte y hacia el Sur; los perros de porcelana china del comedor seguían buscando a
su amo, y aquella atenta vigilancia sólo se veía recompensada por el polvo.
También había polvo en la nota que Geraldine le había dejado sobre la mesa de la
cocina, una breve misiva en la que decía que hasta que Cal aprendiera a comportarse
como un ser humano responsable, no esperase volver a verla.
Había varias cartas más aguardándole: una del jefe de la sección de su empresa,
preguntándole dónde demonios estaba y afirmando que, si deseaba conservar el
empleo, sería mejor que diera alguna explicación de su ausencia a vuelta de correo.
La carta estaba fechada el día 11. Ahora ya estaban a 25. Cal supuso que se había
quedado sin empleo.
Pero en el fondo no se encontraba demasiado preocupado por estar en paro; ni,
desde luego, por la ausencia de Geraldine. Quería estar solo; deseaba tener tiempo
para pensar en todo lo que había ocurrido. Y además, lo que era muy significativo, le
resultaba difícil experimentar sentimientos acerca de cualquier cosa. A medida que
pasaban los días e intentaba reanudar su vida normal, se dio cuenta rápidamente de
que el tiempo que había pasado dentro del Torbellino le había dejado herido en más
de un aspecto. Era como si las fuerzas desatadas en el Templo se hubieran abierto
camino dentro de él y hubiesen dejado un pequeño yermo allí donde antes habían
tenido cabida las lágrimas y el pesar.
Hasta el poeta permanecía en silencio. Aunque Cal todavía podía recordar los
versos de Mooney el Loco de memoria, ahora eran sólo sonidos para él; no lograban
conmoverlo.
Sólo había un consuelo en todo eso: que quizá su recién descubierto estoicismo
fuera más apropiado para la función de bibliotecario solitario. Permanecería vigilante,
pero no preveía nada, ni desastre ni revelación.
Todo esto no quería decir que fuese a dejar de mirar el futuro. Cierto, no era más
que un Cuco: asustado, cansado y solo. Pero así, al fin y al cabo, estaban la mayoría
de los miembros de su tribu; ello no significaba que todo estuviera perdido. Mientras
aún fueran capaces de conmoverse por un acorde menor, o de sufrir una crisis de
lágrimas por alguna escena de amantes reunidos; mientras hubiera lugar en sus cautos
corazones para los juegos de azar y para reírse en la cara de Dios, seguramente ello
sería suficiente para salvarlos en el último momento.
Si no, no habría esperanza alguna para ningún ser vivo.
Friedrich Nietzsche,
Más allá del bien y del mal
Durante años Shadwell había oído hablar a Immacolata del vacío en el que residía el
Azote. Ella hablaba del mismo principalmente en términos abstractos, como un lugar
de arena y terror. Aunque el Vendedor había procurado consolarla de aquel temor lo
mejor que había sabido, pronto dejó de hacer caso de aquellos balbuceos.
Pero allí, de pie sobre la colina desde donde se divisaba el valle que antes ocupase
la Fuga, con sangre en las manos y odio en el corazón, había vuelto a recordar las
palabras de Immacolata. En los meses venideros se pondría a la tarea de descubrir por
su cuenta aquel lugar.
Había tenido la suerte de que le vinieran a las manos fotografías del Rub al Khali
al comienzo de tales averiguaciones, y rápidamente había asumido la creencia de que
aquél era el terreno baldío que la Hechicera había visto en sus sueños proféticos.
Incluso ahora, en los últimos años del siglo, seguía siendo en gran parte un misterio.
Las rutas aéreas comerciales, todavía procuraban evitarlo, y aunque ahora lo
atravesaba una carretera, el desierto se tragaba a cualquiera que intentase explorar
aquellos espacios. El problema de Shadwell era, por lo tanto, éste: si de hecho el
Azote vivía en algún punto de la Región Vacía, ¿cómo iba él a ser capaz de hallarlo
en medio de aquel vacío tan inmenso?
Empezó a consultar a los expertos, en particular a un explorador llamado
Emerson que por dos veces había cruzado la Región en camello. Ahora era un
hombre marchito y confinado a guardar cama; al principio mostró desprecio ante la
ignorancia de Shadwell. Pero después de conversar durante unos minutos se fue
abriendo ante la obsesión de que daba muestras su visitante, y le proporcionó muchos
y buenos consejos. Cuando le habló del desierto lo hizo como de una amante que le
Aunque Emerson le había dicho que el desierto ora siempre una experiencia solitaria,
Shadwell no se fue solo al Rub al Khali; se llevó consigo a Hobart.
La ley ya no llamaba a Hobart como antes. Una investigación de los hechos que
habían estado a punto de destruir la Brigada lo había encontrado culpable de
negligencia criminal; hasta hubiera podido encarcelado, pero sus superiores llegaron
a la conclusión de que era un desequilibrado —en realidad lo más probable era que lo
hubiese sido siempre—, y el hecho de exponer ante la opinión pública un sistema que
daba empleo a semejante loco y someterlo a la investigación de un juicio, no cubriría
a ninguno de ellos de gloria. En lugar de eso se ideó toda una historia —que convertía
en héroes a aquellos hombres que habían entrado en la Fuga con Hobart y habían
muerto allí—, y jubilaron con paga completa a los que habían conseguido salir,
aunque fuera con la cordura hecha jirones. Hubo un intento por parte de varias
afligidas esposas de desmentir aquel cuento, pero cuando se empezaron a desvelar
algunos indicios de la explicación auténtica, éstos parecieron infinitamente más
inverosímiles que la mentira. Tampoco es que los supervivientes fueran capaces de
hacer ningún relato coherente de lo que habían experimentado. Los pocos detalles
que pudieron desprenderse sirvieron exclusivamente para confirmar su demencia.
Hobart, no obstante, no halló que la locura fuese un lugar de refugio, pues había
permanecido en poder de la misma durante muchos años. La visión de fuego que
Shadwell le había proporcionado —y que era lo que le había decidido a tomar partido
por el Vendedor desde el principio— seguía obsesionándole, a pesar de que Shadwell
ya se hubiera desembarazado de la chaqueta. Sabedor de que en compañía del
Vendedor nadie iba a mofarse de aquella obsesión suya, Hobart decidió permanecer a
su lado. Con Shadwell sus sueños habían estado más cerca que nunca de convertirse
en realidad; y aunque las ambiciones compartidas por ambos habían salido
derrotadas, aquel hombre seguía hablando un idioma que la demencia de Hobart
entendía perfectamente. Cuando el Vendedor le habló del Azote, Hobart comprendió
que sólo podía tratarse del Dragón de sus sueños bajo otro nombre. Una vez, aunque
esto lo recordaba a duras penas, había buscado aquel monstruo en un bosque, pero
sólo había hallado confusión allí. Aquel Dragón del bosque era un impostor; no era la
Pasaron dos días sin que mejorase. No estaba acostumbrado a la enfermedad, pero
Nada, ni en los libros que había leído ni en los testimonios que había escuchado, ni
siquiera en la atormentada voz que había oído en el viento la noche anterior, había
preparado a Shadwell para la completa desolación del Rub al Khali. Los libros
describían aquellos territorios baldíos lo mejor que se pueden describir con palabras,
pero no conseguían evocar la terrible unidad de aquel lugar. Ni siquiera Emerson,
cuya mezcla de moderación y pasión había sido en extremo persuasiva, había llegado
a rozar la desnuda verdad.
El viaje duró muchas horas, unas tras otras, horas implacables de calor y
horizontes desnudos, siempre con el mismo cielo imbécil en lo alto y el mismo suelo
muerto bajo los pies de los camellos.
A Shadwell no le quedaban energías para malgastar en conversaciones; y Hobart
siempre había sido un hombre callado. En cuanto a Ibn Talaq y el muchacho, ambos
cabalgaban delante de los infieles susurrando algo de vez en cuando, pero guardando
silencio la mayor parte del tiempo. Sin otra cosa en que desviar la atención, la mente
convertía en tema central el propio cuerpo, y Shadwell pronto se encontró
obsesionado por las sensaciones. El ritmo de los muslos al rozar contra la silla o el
sabor de la sangre en los labios y encías; aquello era lo único que servía para
alimentar el pensamiento.
Hasta las especulaciones acerca de lo que podía yacer al final de aquel viaje se
perdió en el monótono y difuso contorno de la incomodidad.
Transcurrieron setenta y dos horas sin incidente alguno: siempre el mismo calor
denso, el mismo ritmo de las pezuñas sobre la arena mientras iban siguiendo el
camino que marcaba el viento en el que había llegado la voz del Azote. Ninguno de
los árabes se puso a hacer averiguaciones sobre los propósitos que impulsaban a los
infieles, ni éstos les dieron explicación alguna. Todos se limitaban a seguir
caminando mientras el vacío les presionaba por todas partes.
Era muchísimo peor cuando se detenían, fuera para que descansaran los camellos
o para ofrecer un chorrito de agua a sus gargantas embotadas por la arena. Entonces
la pura inmensidad del silencio se albergaba en ellos.
La existencia allí era un acto irracional, un desafío de todos los imperativos
físicos. ¿Qué clase de criatura sería la que había elegido hacer su hogar en semejante
ausencia?, se preguntaba Shadwell en aquellos momentos. ¿Y qué fuerza de voluntad
debía de poseer para aguantar aquel vacío? A no ser que —y este pensamiento le
Jabir acababa de encender el fuego cuando de nuevo se oyó la voz. Aquella noche
hacía poco viento, pero se alzó con la misma autoridad solemne que la vez anterior,
tiñendo el aire con aquella tragedia suya.
Ibn Talaq, que había estado limpiando el rifle, fue el primero en ponerse en pie,
con los ojos muy abiertos y enloquecidos, y algo que era un juramento o una plegaria
en los labios. Hobart se incorporó segundos más tarde, mientras Jabir iba a
tranquilizar a los camellos, que habían caído presas del pánico al percibir aquel
sonido y estaban dando tirones de las ataduras intentando soltarse. Sólo Shadwell
permaneció junto al fuego, contemplando las llamas mientras el aullido —sostenido
como en un aliento monumental— llenaba la noche.
Pareció durar minutos antes de apagarse por fin. Cuando murió dejó a los
animales gruñendo y a los hombres silenciosos. Ibn Talaq fue el primero en volver
junto al fuego, y continuó con la tarea de limpiar el rifle; le siguió el muchacho. Y
finalmente también Hobart.
—No estamos solos —dijo Shadwell al cabo de un rato, sin apartar la mirada de
las llamas.
—¿Qué ha sido eso? —quiso saber Jabir.
—Al hiyal —repuso Ibn Talaq.
El muchacho hizo una mueca.
—¿Qué es al hiyal? —inquirió Shadwell.
—Se refiere a ese ruido que produce la arena —le indicó Hobart.
—¿La arena? —repitió Shadwell—. ¿Tú crees que eso lo ha hecho la arena? —El
muchacho movió la cabeza de un lado a otro—. Ya lo creo que no —continuó
Shadwell—. Ésa es la voz de aquel a cuyo encuentro venimos.
Jabir tiró al fuego un puñado de varas blancas como el hueso. El fuego las devoró
inmediatamente.
Resultaba imposible calcular las distancias en la llanura que ahora cruzaban. Las
dunas que habían dejado a sus espaldas estuvieron oscurecidas por el aire cargado de
arena, y delante un velo similar impedía la visión del panorama. Aunque el viento era
insistente, no servía de nada para aliviar los asaltos del sol: no hacía más que añadir
desgracia a la desgracia, tirándole a uno de las piernas hasta convertir cada paso en
un suplicio. Pero nada había capaz de detener a Shadwell. Marchó como un poseso
hasta que —tras caminar una hora por aquel infierno— se detuvo en seco y señaló
entre aquella masa borrosa de calor y viento.
—Allí —dijo.
Hobart, que había llegado a su misma altura, entornó los deslumbrados ojos y
siguió la dirección que mareaba el dedo de Shadwell. Pero aquellas nubes de arena
eran un desafío para la vista.
—No veo nada —dijo.
Shadwell lo agarró por un brazo.
—Maldito seas. ¡Mira!
Y esta vez Hobart se dio cuenta de que Shadwell no se engañaba. A cierta
distancia de donde se hallaban el suelo parecía elevarse de nuevo.
—¿Qué es? —gritó Hobart contra el viento.
—Una muralla —respondió Shadwell.
Hobart pensó que aquello parecía más una hilera de colinas que una muralla,
porque recorría todo el horizonte hasta donde alcanzaba la vista. Sin embargo,
aunque había brechas aquí y allá a lo largo de lo que quiera que fuese aquello, la
regularidad que mostraba sugería que la suposición de Shadwell era correcta. Desde
luego era una muralla.
Sin intercambiar más palabras, iniciaron la marcha hacia aquel lugar.
No había señales de que ninguna estructura se alzase en el extremo más alejado,
pero aquellos que la habían construido debían de haber valorado en mucho lo que
fuese que la muralla estaba destinada a encerrar y proteger, porque a medida que los
viajeros se iban acercando el tamaño de aquello alcanzó unas dimensiones pavorosas.
Se elevaba al menos quince metros por encima del suelo del desierto; pero era tal la
habilidad de los albañiles, que no se veía indicio alguno de cómo había sido
construida.
A unos veinte metros de la muralla el grupo se detuvo dejando que Shadwell se
aproximara solo a ella. El Vendedor extendió la mano para tocar la piedra y sintió el
calor de la misma en la punta de los dedos; era una superficie tan lisa que producía la
misma sensación que la seda. Parecía que hubieran levantado la muralla a base de
roca molida a la que hubiesen dado forma inteligencias capaces de moldear la lava
La noche cayo como un telón. Jabir encendió una hoguera al abrigo de la muralla,
donde no alcanzara el aliento despiadado del viento, y allí comieron un poco de pan y
bebieron café. No hubo conversación. El agotamiento se les había apoderado también
de la lengua. Se limitaron a permanecer sentados, encorvados, mirando fijamente las
llamas.
A pesar de que le dolían los huesos, Shadwell no podía dormir. A medida que se
fue consumiendo el fuego y los demás empezaron a sucumbir uno a uno a la fatiga, se
quedó él solo montando guardia. El viento amainó un poco al avanzar la noche, y su
bramido se convirtió poco a poco en un gemido. Tranquilizó a Shadwell como si se
tratase de una nana y al final hizo que se le cerraran los párpados. Detrás de los
mismos veía los apretados dibujos del interior del ojo. Luego el vacío.
W. H. Anden,
Los dos
¿Qué le ha pasado a Cal Mooney?, se preguntaban los vecinos; qué tipo tan raro se ha
vuelto, lleno de medias sonrisas y miradas maliciosas. Fíjate, ¿verdad que siempre
fueron una familia muy rara? El viejo estaba emparentado con un poeta, según he
oído, y ya sabes lo que se suele decir de los poetas: que están un poco locos todos
ellos. Y ahora el hijo se ha vuelto igual. Tan triste. Qué extraño el modo en que
cambia la gente, ¿verdad?
Aquellas habladurías sonaban a verdad, desde luego. Cal se daba cuenta de que
había cambiado. Y sí, probablemente también estuviera un poco loco. Cuando se
miraba al espejo algunas mañanas notaba que tenía en los ojos el salvajismo que sin
duda le resultaba inquietante a la cajera del supermercado o a la mujer que intentaba
sonsacarle algún potencial escándalo mientras esperaban haciendo cola en el Banco.
—¿Entonces vive usted solo?
—Sí —decía él.
—Es una casa muy grande para uno solo. Debe de resultarle difícil hacer la
limpieza.
—Pues no, en realidad no. —La mujer que hacía las preguntas ponía entonces
cara de sorpresa. Y a continuación Cal decía—: Me gusta el polvo —pues sabía que
aquel comentario avivaría los chismorreos; pero era incapaz de mentir para evitarlos.
Y también podía notar, cuando hablaba, cómo la gente sonreía por dentro y
archivaban la frase para regurgitarla más tarde en la lavandería.
Oh, desde luego que él era Mooney el Loco.
Esta vez no hubo olvido. Su mente formaba parte demasiado del perdido País de las
Maravillas para que se le escapase. La Fuga permanecía con él todo el día, todos los
días; y también por las noches.
Pero existía poco gozo en el recuerdo. Sólo había un casi insoportable dolor por la
pérdida, al saber que un mundo por el que él había estado suspirando durante toda la
vida había desaparecido para siempre. Nunca más volvería a pisar aquella tierra
Tardó tres cuartos de hora en hacerle un resumen de todo lo que había sucedido desde
la primera vez que el pájaro se había escapado del palomar; y otra en tratar de afinar
el relato. Una vez que hubo empezado, se encontró reacio a omitir nada; quería
contárselo todo lo mejor que pudiera, tanto por su propio bien como por el de
Geraldine.
El otoño le sienta bien a Inglaterra; y aquel otoño, que iba a preceder al peor invierno
desde la década de los cuarenta, llegó glorioso. Los vientos eran fuertes, portadores
de ráfagas de lluvia templada salpicadas a intervalos con puñaladas de líquida
brillantez. La ciudad recuperó el encanto perdido. Nubes de color pizarra se
amontonaban detrás de las casas bañadas por el sol, el viento traía consigo el olor del
mar; y también unas gaviotas, en su lomo, que bajaban y viraban por encima de los
tejados.
Era más que una simple pesadilla, Cal estaba seguro de ello; tenía la potencia de una
visión. Después de aquella primera visita vino una noche sin pesadillas y luego
volvió a repetirse, y otra vez la noche siguiente. Los detalles estaban algo cambiados
(una calle diferente, una oración diferente), pero en esencia era el mismo aviso; o
profecía.
Hubo un intervalo de varios días antes del cuarto sueño, y esta vez Geraldine
estaba junto a él. Aunque trató por todos los medios de despertarlo —Cal estaba
aullando, según le dijo la muchacha—, él no se despertó hasta que el sueño hubo
terminado. Sólo entonces abrió los ojos y encontró a Geraldine llorando de pánico.
—Pensé que te estabas muriendo —le dijo ella, y Cal medio se creyó que la
muchacha tenía razón; que el corazón no soportaría muchos más de aquellos terrores
sin estallarle.
Sin embargo, no era sólo la muerte de él mismo lo que la visión prometía; era la
de toda la gente que se encontraba en la Montaña de Venus, que parecía ocupar su
propia sustancia. Una catástrofe se avecinaba, una catástrofe que destrozaría a los
pocos Videntes que habían sobrevivido; quienes le resultaban tan íntimos, a su
manera, como su propia carne. Eso era lo que el sueño decía.
Vivió todo el mes de noviembre con miedo a dormir y a lo que el sueño traía
consigo. Las noches se le iban haciendo más largas, las porciones de luz se iban
encogiendo. Era como si el año en sí fuera cayendo en el sueño, y en la mente de la
noche que seguiría la sustancia de su sueño fuera a tomar forma. Transcurrida la
primera semana de diciembre, con la pesadilla repitiéndose casi en cuanto cerraba los
La visión del laberinto que Suzanna apenas había vislumbrado, del laberinto que
yacía debajo de la iglesia, no había sido suficiente para que la muchacha fuera
La casa que Mimi Laschenski había ocupado durante más de medio siglo se vendió
dos meses después de la muerte de la anciana. Los nuevos propietarios habían
conseguido comprarla por una cantidad realmente irrisoria, dada la condición de
desmantelamiento en que se encontraba el edificio, y después emplearon varias
semanas de duro trabajo en remozarla por completo antes de irse a vivir en ella. Pero
dicha inversión de tiempo y dinero no bastó para persuadirlos de que se quedasen allí.
Al cabo de una semana se marcharon a toda prisa, afirmando que el lugar estaba
encantado. Aquellas personas, a simple vista gente sensata, hablaron de habitaciones
vacías que gruñían; de grandes formas invisibles que pasaban junto a ellos,
rozándoles, en la oscuridad de los pasillos; y, lo que en cierto modo era casi lo peor,
de un penetrante olor a gato que flotaba por toda la tasa, por mucho que se esmerasen
fregando las maderas del suelo.
Una vez que quedó de nuevo vacío, el número dieciocho de la calle Rue
permaneció así durante una buena temporada. El mercado de la propiedad
inmobiliaria funcionaba de forma bastante lenta en aquella zona de la ciudad, y los
rumores que circulaban acerca de aquella casa fueron suficiente para que los pocos
presuntos compradores que aparecieron por allí acabaran echándose atrás. Con el
tiempo fue ocupada por unos intrusos, los cuales habían deshecho al cabo de seis días
la mayor parte de los trabajos que habían invertido en ella los anteriores propietarios.
Pero la orgía de veinticuatro horas al día que los vecinos sospechaban estaba teniendo
lugar allí cesó bruscamente a mitad de la sexta noche, y a la mañana siguiente
aquellos inquilinos ilegales habían desaparecido; a juzgar por el desbarajuste de
pertenencias que dejaron en las escaleras, se habían marchado de la propiedad a toda
prisa.
Después de aquello la casa ya no tuvo otros ocupantes, ni legales ni ilegales, y no
fue necesario que transcurriera demasiado tiempo antes de que los cotilleos acerca del
número dieciocho fueran suplantados por habladurías sobre otros escándalos más
recientes. La casa acabó convirtiéndose, sencillamente, en una monstruosidad
invendible: tenía las ventanas clavadas con tablones y la pintura se iba deteriorando
poco a poco.
Y así continuó hasta aquella noche de diciembre. Los sucesos que tuvieron lugar
aquella noche cambiarían por completo la faz de la calle Rue, y garantizarían que la
casa en la que Mimi Laschenski había vivido su solitaria vejez nunca fuese ocupada
Si Cal les hubiese puesto la vista encima a las cinco figuras que entraron en el
número dieciocho aquella noche, le habría costado algún tiempo reconocer al líder
del grupo como Balm de Bono. El equilibrista en la cuerda floja llevaba el pelo
rapado tan corto que éste resultaba casi invisible, tenía el rostro delgado y los rasgos
compuestos. Aún menos reconocible, quizá, resultaba Toller, a quien Cal había visto
por última vez encaramado en un alambre en el Campo de Starbrook. Las ambiciones
de Toller de llegar a ser equilibrista habían hallado un brusco final horas después de
aquel encuentro, al indisponerse con los hombres del Profeta. Le habían roto las
piernas y abierto el cráneo, dándolo por muerto. Pero por lo menos había sobrevivido.
El tercer pupilo de Starbrook, Galin, había perecido aquella noche en un vano intento
por proteger el Campo de su amo de la profanación.
Fue De Bono quien tuvo la inspiración de ir a visitar la casa de Laschenski —
donde el Tejido había permanecido durante tanto tiempo— con la esperanza de
encontrar allí una bolsa de la antigua Ciencia con la que armarse contra el cataclismo
que se avecinaba. Además de Toller, tenía tres aliados más en este asunto: Baptista
Dolphi, cuyo padre había resultado muerto a tiros en la Casa de Capra; el amante de
ésta, Otis Beau, y una muchacha a quien había visto por primera vez en
Nadaparecido, sentada en el alféizar de una ventana y que llevaba puestas unas alas
de papel. Luego había vuelto a encontrársela en la Montaña de Venus, en el ensueño
que le habían concedido las presencias que moraban en aquel lugar, y ella le había
mostrado un mundo de papel y luz que había impedido que Cal se sumiera en una
total desesperación durante las horas que siguieron. La muchacha se llamaba Leah.
—De los cinco, ella era la más experta en materia de encantamientos; y la más
sensible a los mismos cuando se hallaba en presencia de alguno. Fue Leah, por lo
tanto, quien los condujo a todos por la casa de Laschenski en busca de la habitación
donde había permanecido extendido el Mundo Entretejido. La búsqueda de dicho
camino los llevó escaleras arriba hasta la habitación delantera del segundo piso.
—La casa está llena de ecos —les indicó Leah—. Algunos son de la Custodia;
otros son de animales. Lleva bastante tiempo diferenciarlos unos de otros... —Se
arrodilló en medio de la habitación y puso las manos en el suelo—. Pero el Tejido
estaba aquí, de eso estoy segura.
Otis atravesó la habitación hasta donde estaba arrodillada la muchacha. Se agachó
a su vez y puso la palma de las manos en el suelo. —No siento nada —dijo.
A las tres menos diez de la madrugada Cal despertó de un sueño que —aunque se
parecía a los terrores de otras noches— era diferente a los anteriores en varios
aspectos bastante significativos. Por una parte, no había estado solo en la Montaña de
Venus; De Bono lo había acompañado en el sueño. Juntos habían escapado de la
criatura que los perseguía, adentrándose en el mismo laberinto de callejuelas que
conducía —de haber transcurrido el sueño de la manera acostumbrada— hasta el
Había un regocijo mudo pero perceptible en la habitación del piso superior de la casa
de Mimi Laschenski; la llamada había sido atendida. La respuesta había comenzado
En el transcurso de las horas que median entre la medianoche y las primeras luces del
día, la nevada se intensificó. Cal se sentó en el sillón de su padre, situado ante la
ventana de la parte de atrás, y estuvo mirando cómo los copos caían en espiral,
sabiendo por experiencia que pretender volver a reanudar el sueño no era más que
una pérdida de tiempo. Se quedaría allí sentado y estaría contemplando la noche hasta
que el primer tren del nuevo día pasase entre traqueteos. El cielo comenzaría a clarear
al cabo de una hora más o menos, aunque con aquellas nubes tan cargadas de nieve el
amanecer sería más sutil de lo normal. Alrededor de las siete y media cogería el
teléfono e intentaría de nuevo entrar en contacto con Gluck, cosa que había venido
haciendo regularmente, desde su casa o desde la panadería, a lo largo de vanos días, y
siempre con el mismo resultado. Gluck no respondía al teléfono; Gluck no estaba en
casa. Cal incluso había solicitado una comprobación de la línea, pues temía que se
encontrase avenada. Sin embargo, no había ningún problema técnico: sencillamente
ocurría que no había nadie que cogiera el teléfono al otro extremo de la línea. Quizá
los visitantes que Gluck llevaba tanto tiempo espiando lo hubiesen acogido
finalmente en su seno.
Unos golpes en la puerta principal lo hicieron ponerse en pie. Miró el reloj: eran
poco más de las tres y media. ¿Quién demonios vendría de visita a semejante hora?
Salió al pasillo. Se oyó un ruido como si algo resbalase al otro lado de la puerta.
¿Estaría empujando alguien?
—¿Quién está ahí? —preguntó.
No hubo respuesta. Dio unos cuantos pasos más hacia la puerta. El sonido
deslizante había cesado, pero los golpes —esta vez mucho más débiles— se
repitieron. Descorrió el cerrojo y quitó la cadena. Los ruidos habían cesado ya por
completo. Como la curiosidad que sentía era más fuerte que la prudencia, abrió la
puerta. El peso del cuerpo que se hallaba al otro lado la acabó de abrir de par en par.
Un montón de nieve y Balm de Bono cayeron en el felpudo de la entrada.
Hasta que Cal no se agachó para ayudar a aquel hombre, no reconoció aquellos
rasgos, desfigurados por el dolor. De Bono había conseguido burlar el fuego una vez;
pero en esta ocasión el fuego lo había alcanzado y le había hecho pagar con creces su
anterior derrota.
Cal le puso una mano en la mejilla a De Bono, y éste, al sentir el contacto, abrió
los ojos.
—Cal...
—Llamaré a una ambulancia.
—No —le dijo a De Bono—. No estamos a salvo aquí.
La expresión que tenía en el rostro bastó para silenciar las posibles objeciones de
PARAÍSO ACECHANTE
Viento del Oeste, ¿cuándo soplarás? ¿Cuándo caerá la pequeña lluvia?
¡Cristo, si mi amor estuviera en mis brazos, y otra vez en mi cama!
Si hubo alguna pauta en los acontecimientos acaecidos al día siguiente, fue la de unos
reencuentros rechazados por casualidad y de otros que se llevaron a cabo de manera
igualmente caprichosa.
La tarde anterior Suzanna había decidido ir a Liverpool y volver a establecer
contacto con Cal. Ya de nada servía la prudencia. Los acontecimientos se estaban
acercando rápida y claramente a su punto crítico. Había que advertir a Cal, y también
hacer planes —la clase de planes que sólo pueden hacerse cara a cara— acerca de
cómo podrían proteger mejor el libro de Mimi y sus propias vidas en medio de la
tormenta que se avecinaba. Lo estuvo llamando hasta la medianoche, pero nadie
contestó.
A la mañana siguiente llamó por teléfono a Apolline, que acababa de regresar de
Salisbury, para contarle lo que había visto y las cosas de las que había tenido ocasión
de enterarse en el Sepulcro de las Mortalidades listaba preparada para oír a Apolline,
movida por el desprecio que le producía la propia fuente rechazar la información que
a ella le había proporcionado el espíritu de Immacolata, pero no resultó ser así.
—¿Por qué no íbamos a creerlo? —le dijo—. Si los muertos no pueden ser
honrados, ¿quién va a poder serlo? Además, no hace más que confirmar lo que ya
sabíamos.
Suzanna le dijo que pensaba irse a Liverpool y hablar con Cal.
—No estarás sola allí —le informó Apolline—. Algunos han ido a buscar
encantamientos a la casa de tu abuela. Me gustaría que averiguaras si han tenido
suerte.
—Así lo haré. Te llamaré en cuanto los haya visto.
—No esperes encontrarme sobria.
Antes de emprender el viaje, Suzanna trató una vez más de llamar a la calle
Chariot. Esta vez recibió el tono indicador de que el número estaba desconectado; la
telefonista no supo decirle el motivo. El noticiario de la mañana le habría respondido
la pregunta en el caso de que Suzanna hubiese puesto la radio; la televisión incluso le
habría mostrado imágenes de la parcela de terreno arrasado por la explosión en donde
antes se levantaba la casa de los Mooney. Pero puso la radio demasiado tarde para las
noticias; sólo llegó a tiempo de oír el parte meteorológico, que vaticinaba nieve y más
nieve.
Intentar realizar el viaje en coche sería un desastre, Suzanna se daba cuenta. Así
Cal había llamado a Gluck desde una cabina telefónica de Prier Head donde había ido
tras la confrontación acontecida en medio de la niebla. No había seguido ningún plan
al hacerlo: sencillamente había sentido la necesidad de ir al río, y el último autobús
nocturno que había antes del amanecer lo había llevado hasta allí. Había conseguido
escabullirse del Azote, por lo menos de momento; hasta había alentado la idea de que
dicha criatura quizá se contentase con la devastación producida hasta entonces. Pero
en su fuero interno sabía que no era así. El Ángel —la llama de Dios de Shadwell—
tenía un insaciable apetito de muerte. No se daría por satisfecho hasta que todo
estuviera reducido a polvo: incluido Shadwell, esperaba Cal. Verdaderamente el
único consuelo que obtuvo de los horrores de la noche fue la sensación que había
tenido de estar presenciando la función de despedida del Vendedor.
El viento que soplaba procedente del río era crudo; y la nieve que traía consigo le
pinchaba a Cal la piel como si de agujas se tratara. Pero él se apoyó en la barandilla y
se quedó mirando el agua hasta que se le entumecieron los dedos y la cara; luego,
cuando todos los relojes del edificio Liver indicaban que las seis ya estaban
próximas, se fue a buscar algo para comer. Tuvo suerte. Encontró abierto un pequeño
café que servía el desayuno a los conductores de los autobuses de las primeras horas
de la mañana. Pidió una comida abundante y sustanciosa; entró en calor comiéndose
unos huevos con tostadas mientras trataba todavía de decidir qué era lo mejor que
podía hacer. Más tarde, alrededor de las seis y media, intentó comunicar con Gluck.
En realidad no esperaba respuesta, pero tenía la suerte de su parte, por lo menos en
aquello, porque justo cuando ya estaba a punto de colgar el auricular, alguien cogió el
teléfono al otro extremo.
—¿Diga? —dijo una voz espesa por el sueño. Aunque Cal apenas conocía a
Gluck, rara vez (si es que existía alguna) se había alegrado tanto de contactar con
alguien.
—¿El señor Gluck? Soy Cal Mooney. Seguramente usted no se acordará de mí,
pero...
Hacía mucho tiempo que los santos de la fachada de la iglesia de santa Philomena y
san Callixtus habían perdido los rostros a causa de la erosión de la lluvia. No tenían
ojos para ver a los visitantes que se presentaron a la puerta de la iglesia a primeras
horas de la noche del veintiuno de diciembre; ni tenían oídos para oír el debate que
tuvo lugar en la escalinata de la entrada. Aunque hubieran podido oír y ver —aunque
se hubieran bajado de los pedestales y hubiesen salido a advertir a Inglaterra toda que
tenía un Ángel en su seno—, nadie habría hecho caso de la voz de alarma. Inglaterra
no tenía necesidad de santos aquella noche, ni ninguna otra noche; ya tenía bastantes
mártires.
El tren se acercaba a Birmingham con una hora de retraso. Cuando por fin llegó la
nieve todavía seguía cayendo, y no podían conseguirse taxis ni por amor ni por
dinero. Cal se informó de cómo llegar a Harborne y se tuvo que quedar haciendo cola
durante veinticuatro minutos para poder subir al autobús, que luego avanzó a trancas
y barrancas de parada en parada recogiendo más pasajeros congelados hasta que el
vehículo estuvo tan sobrecargado que ya no podía llevar a más. Avanzaba muy
lentamente. El tráfico del centro de la ciudad estaba hecho una verdadera maraña, y
todo avanzaba a paso de tortuga. Una vez fuera del centro las carreteras se volvían
peligrosas —la niebla y la nieve conspiraban para dificultar la visibilidad—, y por
ello el conductor nunca se arriesgaba a avanzar a más de quince kilómetros por hora.
Todo el mundo permanecía sentado con delicado buen humor, evitando mirar a los
demás a los ojos por temor a verse obligado a entablar conversación. La mujer que se
había sentado al lado de Cal iba mimando a un pequeño terrier embutido en una
pequeña manta escocesa que tenía cara de ser desgraciado. En varias ocasiones Cal
sorprendió al perro contemplándolo con ojos tristes. Le devolvió la mirada con una
sonrisa de consuelo.
Cal había comido en el tren, pero aún se sentía mareado, completamente ajeno a
las escenas de consternación que el camino ofrecía. Sin embargo, en cuanto se bajó
del autobús en Harborne Hill el viento lo sacó de su ensimismamiento. La mujer del
perro que llevaba la manta escocesa le había dado instrucciones para llegar hasta
Waterloo Road, asegurándole que como mucho tendría que echar una carrera al trote
de tres minutos. En realidad tardó casi media hora en encontrar el lugar, tiempo
durante el cual el frío intenso se le había metido entre la ropa y le calaba hasta el
tuétano.
La casa de Gluck era un edificio con la fachada adelantada que estaba dominado
por una araucaria, la cual se alzaba desafiando los aleros. Con espasmos provocados
por aquel frío intenso, Cal llamó al timbre. No lo ovo sonar dentro de la casa, de
manera que se puso a golpear la puerta con fuerza, y luego con más fuerza aún. Se
encendió una luz en el recibidor y, después de lo que le pareció una eternidad, se
abrió la puerta y apareció tras ella Gluck llevando en la mano los restos de un puro
mordisqueado; el hombre le sonrió y le indicó que se protegiese del frío antes de que
se le congelasen los cojones. Cal no se hizo de rogar. Gluck cerró la puerta cuando él
hubo entrado y arrojó contra la misma un pedazo de alfombra para que no entrase el
Todos ellos acudieron en cuanto fueron convocados; a veces venían de uno en uno y
de dos en dos, y a veces en familias o grupos de amigos; vinieron con poco equipaje
(¿qué tenían ellos en el Reino con lo que mereciera la pena ir cargado?, pues las
únicas pertenencias que les importaban eran las que se habían llevado consigo de la
Fuga, y las traían sobre sus personas). Recuerdos de su mundo perdido: piedras,
semillas, las llaves de sus casas.
Y, naturalmente, llevaban consigo los encantamientos, los pocos que les
quedaban. Los llevaron al lugar del que Nimrod le hablara a Suzanna, pero del que no
había sido capaz de recordar el nombre. No obstante, Apolline sí que lo recordó. Era
un lugar, en la época anterior del Tejido, que el Azote nunca había podido encontrar.
Se llamaba la colina de Rayment.
Suzanna temía que los Cucos hubieran obrado algún cambio profundo en la
región; que hubieran excavado y nivelado el terreno. Pero no era así. La colina
permanecía intacta, y el bosquecillo que se extendía bajo la misma, en el que las
Familias habían pasado aquel verano tan lejano, había crecido hasta convertirse en un
verdadero bosque.
Además Suzanna ponía en tela de juicio que fuese prudente refugiarse a la
intemperie con un tiempo tan espantoso como el que hacía —los eruditos ya habían
declarado que aquél era el mes de diciembre más crudo que recordase ningún ser vivo
—, pero los demás le aseguraron que, incluso estando acosados como estaban, los
Videntes tenían soluciones para problemas tan simples como era aquél.
Ya habían estado a salvo una vez en la colina de Rayment; quizá volvieran a estar
seguros allí de nuevo.
La sensación de alivio que circulaba entre ellos al estar reunidos era palpable.
Aunque muchos habían lógralo sobrevivir bastante bien en el Reino, era obvio que
las circunstancias habían exigido que mantuvieran oculto su dolor. Ahora, al
encontrarse otra vez entre su propia gente, podían recordar viejas historias de su
antiguo país, y aquello suponía ya de por sí un consuelo no pequeño. Tampoco se
hallaban completamente indefensos allí. Aunque sus poderes se habían visto
reducidos en gran medida sin la Fuga que los alimentara, todavía disponían de uno o
dos hechizos engañosos a los que recurrir. Era bastante dudoso que consiguieran
Quizá fuese el pensamiento al que Cal se encontraba dando forma cuando le llegó el
adormecimiento (estaba pensando que la nieve proporcionaba una luz lo bastante
clara como para leer) lo que motivó el sueño que tuvo.
Imaginó que despertaba, y que al meterse la mano en el bolsillo de la chaqueta —
que era incalculablemente profundo— sacaba el libro que había salvado de la
destrucción de la calle Chariot. Trataba de abrirlo, pero tenía los dedos entumecidos y
lo manejaba torpemente, como un tonto. Cuando por fin logró cogerle el truco le
esperaba una sorpresa, pues las páginas, todas y cada una de ellas, estaban en blanco,
en blanco como el mundo que se extendía al otro lado de la ventana. Los cuentos y
las ilustraciones habían desaparecido.
Y la nieve continuaba cayendo en los mares de Viking y Dogger Bank, y también
en tierra. Caía en Healey Bridge y en Blackpool, en Bath y en Devizes, enterrando las
casas y las calles, las fábricas y las catedrales, llenando los valles hasta hacer
imposible el distinguirlos de las colinas, cegando los ríos, alisando los árboles, hasta
que por fin la Isla llena de espectros quedó toda ella tan en blanco como las páginas
del libro de Suzanna.
Y todo aquello tenía perfecto sentido para el yo de su sueño: Porque ¿acaso el
libro y el mundo exterior no formaban parte del mismo relato? Trama y urdimbre. Un
solo mundo, indivisible.
Lo que veía le dio miedo. El vacío estaba dentro y fuera; y no disponía de cura
para ello.
—Suzanna... —murmuró en sueños, anhelando rodearla con los brazos, abrazarla
muy fuerte contra sí.
Pero la muchacha no estaba cerca. Ni siquiera en sueños Cal podía fingir que la
NOCHE DE MAGIA
Los bosques son preciosos, oscuros y profundos. Pero tengo promesas
que cumplir, y kilómetros que recorrer antes de dormirme.
Robert Frost,
Parada junto a los bosques en una tarde de nieve.
A Cal le costó algún tiempo localizar la colina de Rayment entre la extensa provisión
de mapas de Gluck, pero por fin la encontró: se hallaba en Somerset, al sur de
Glastonbury. En condiciones normales se encontraba a una hora de coche por la M5.
Pero aquel día, sin embargo, sólo Dios sabía cuánto se podría tardar.
Gluck, naturalmente, deseaba acompañarlo, pero Cal tenía la sospecha de que si
realmente los Videntes se escondían en aquella colina, no se tomarían a bien que
llevase consigo a un desconocido. Se lo explicó a Gluck con toda la amabilidad de
que fue capaz. Pero Virgil, por más que lo intentó, no consiguió disimular el
desengaño que ello le producía, a pesar de que le aseguró a Cal que comprendía lo
delicados que podían ser aquel tipo de encuentros; había estado preparándose durante
toda la vida para uno de aquellos encuentros precisamente, pero no insistiría. Y sí,
claro que Cal podía llevarse uno de los coches, no faltaría más, aunque ninguno de
los dos era lo que se dice un automóvil de fiar.
Mientras conducía Cal tuvo tiempo de dudar; tuvo tiempo de llamarse tonto por
volver a albergar esperanzas, por atreverse incluso a creer que un simple recuerdo
que había rescatado con dificultad del fondo de la memoria fuera a guiarlo hasta
aquellos que había perdido. Pero su sueño, o por lo menos una parte del mismo,
demostró su validez mientras Cal conducía. Inglaterra era una página en blanco; la
ventisca la había cubierto hasta borrarla por completo. En algún lugar debajo de aquel
sudario las personas seguramente andarían ocupándose de sus propias vidas, pero
pocas señales había de ello. Las puertas estaban cerradas y las cortinas corridas,
negándole el paso a un día que, a eso del mediodía, había empezado a retroceder otra
vez para dejar paso a la noche. Las pocas almas fuertes que se habían atrevido a salir
a la tormenta se apresuraban por las aceras caminando lo más de prisa que el hielo
que tenían bajo los pies les permitía, deseosos de encontrarse de regreso al lado de las
estufas donde la televisión les prometería una Navidad de nieve de plástico y
sensiblería.
Prácticamente no había tráfico en las calles, lo cual le permitió a Cal tomarse
ciertas libertades con la ley; por ejemplo, cruzar semáforos en rojo e ignorar las vías
de dirección única en el camino que le llevaba fuera de la ciudad. Gluck le había
ayudado a planear la ruta antes de ponerse en marcha, y los boletines de noticias le
permitían estar al corriente acerca de los cortes de carreteras, de manera que al
principio realizó un considerable avance al ir a dar a la M5, al sur de Birmingham,
consiguiendo mantener una media de sesenta y cinco kilómetros por hora hasta que
—justo al norte del cruce de Worcester— la radio le informó de que un accidente
fatal había cerrado la autopista entre las salidas ocho y nueve. Soltando maldiciones,
se vio obligado a abandonar la autopista y tomar la A38 a través de Great Malvern,
Tewkesbury y Gloucester. Allí el avance era mucho más lento. No se había llevado a
cabo ningún intento de despejar la carretera, ni siquiera de cubrirla de arena, y varios
Ya había sucedido antes, eso de que Cal cerrara los ojos viendo a Suzanna para
despertar más tarde y encontrarse con que ella ya no estaba. Pero esta vez no fue así.
Esta vez la muchacha estaba esperándole al despertar del sueño. No sólo esperándolo,
sino abrazándolo y meciéndolo. Las distintas capas de ropa, papel hecho pulpa y
fotografías que Cal llevaba puestas se las habían quitado mientras dormía, y le habían
envuelto la desnudez en una manta.
—He encontrado el camino para venir a casa —le dijo a Suzanna cuando de
nuevo pudo hacer uso de la lengua.
—Fui a buscarte a la calle Chariot —le indicó ella—, pero la casa ya había
desaparecido.
—Ya lo sé...
—Y también estuve en la calle Rue.
Cal asintió con la cabeza.
—De Bono fue a buscarme... —Hizo una pausa, silenciado por aquel recuerdo. Ni
el fuego ni los brazos de Suzanna que lo rodeaban pudieron impedir que se
estremeciera al revivir la experiencia que tuvo lugar en medio de la niebla y
vislumbrar aquello que la misma ocultaba a medias—. El Azote nos persiguió —
concluyó.
—Y Shadwell —añadió Suzanna.
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
La muchacha le contó lo del Sepulcro.
—Entonces, ¿ahora qué sucede? —le preguntó él.
—Estamos esperando. Tenemos puesto el encantamiento. Y esperamos. Ahora
estamos todos aquí. Tú eras el único que faltaba.
—Pues ya estoy aquí —le dijo Cal suavemente.
Suzanna lo abrazó con más fuerza.
—Y ya no habrá más separaciones —le indicó la muchacha—. Sólo tenemos que
rezar para que pasen de largo.
Suzanna no tenía en mente ningún plan. Pero cuando vio a Nimrod y a Cal avanzando
con grandes esfuerzos hacia la colina, se le hizo del todo evidente que si no conseguía
distraer de alguna manera al Ángel, antes o después éste los vería y los asesinaría. Y
ella no iba a ponerse ahora a pedir voluntarios. Si alguien tenía que distraer la
atención del Ángel, ese alguien era ella; al fin y al cabo, Hobart y ella había jugado
antes a aquel juego de los Dragones; o al menos a una variante del mismo.
En lugar de salir directamente a través de la pantalla y ofrecerle de ese modo un
buen blanco a Shadwell, se deslizó entre los árboles y salió por uno de los lados,
moviéndose desde un montón de nieve a otro hasta que se alejó cierta distancia del
bosque. Solamente entonces avanzó hasta quedar a la vista del Dragón.
Si hubiera ido más rápida quizás habría podido evitar que Shadwell viera a Cal y
a Nimrod; pero el hecho fue que oyó los gritos acusadores del Vendedor momentos
antes de salir de su escondite. Con sólo que se hubiera dejado ver veinte segundos
más tarde, Shadwell habría logrado alertar a Hobart y a la muerte que éste llevaba
dentro, y lo hubiera puesto en acción. Pero cuando el Vendedor volvió a trepar por la
colina los ojos de Hobart ya estaban puestos en ella y no tenían la menor intención de
apartarse.
Antes de llevar a cabo aquella aparición, Suzanna había estado observando con
mucha atención a las dos figuras que se encontraban en la cima de la colina para ver
si podía hacerse alguna clase de trato con ellos. Pero la conducta de aquellos dos
seres —más en particular la de Uriel— la tenía confundida. Seguramente el Azote
tendría tantas ansias de persecución como Shadwell; pero parecía estar
completamente distraído del asunto que llevaba entre manos, y se limitaba a mirar
fijamente hacia el cielo, como si estuviese hipnotizado. Sólo una vez se vio movido a
mostrar el fuego, cuando —sin motivo aparente alguno— el cuerpo del hombre que
ocupaba espontáneamente entró en combustión, quedando envuelto en llamas hasta
que se le cayó quemada toda la ropa de la espalda y la carne le quedó chamuscada.
No se movió ni un centímetro mientras el fuego llevaba a cabo su tarea, sino que
permaneció en medio de la pira como un mártir, contemplando el paisaje vacío hasta
que —de nuevo sin ninguna razón aparente— el fuego se apagó.
Ahora, mientras Suzanna avanzaba ladera arriba para encontrarse con él, vio con
precisión cuan traumatizado se encontraba el cuerpo de Hobart. Las llamas que lo
habían envuelto sólo eran el último ataque que su carne había padecido. Se notaba
Shadwell seguía a su lado cuando Suzanna volvió en sí, y la sujetaba con tanta furia
La suerte estaba de parte de Shadwell. Una vez que se hubo alejado de la colina la
niebla se aclaró, y él se dio cuenta de que, ya fuera por instinto o por casualidad,
había elegido la mejor dirección para echar a correr. La carretera no se encontraba
lejos de allí; estaría a mucha distancia huyendo por la misma antes de que el Ángel
hubiera terminado en la colina; a mucha distancia y alejándose aún más hacia algún
lugar seguro al otro lado del globo donde pudiera lamerse las heridas y sacarse de la
cabeza todo aquel horror.
Aventuró una mirada rápida por encima del hombro. Aquella bendita huida había
interpuesto ya una buena distancia entre él y la escena de devastación. La única señal
que quedaba del Ángel era la niebla; y ésta seguía pegada a la colina. Shadwell estaba
a salvo.
Aminoró el paso en cuanto tuvo a la vista el seto que bordeaba la carretera; lo
único que tenía que hacer ahora era seguir dicho seto hasta que llegase a una entrada.
La nieve seguía cayendo, pero aquella veloz carrera que acababa de realizar lo había
hecho entrar en calor; el sudor le caía por la espalda y el pecho. No obstante, cuando
se desabrochó el abrigo se dio cuenta de que el calor no lo generaba su persona. La
Cuando Nimrod y él llegaron allí, no quedaba el menor rastro visible del camino que
Cal había seguido al atravesar el campo de la parte de atrás de la colina; la ventisca lo
había borrado por completo. Lo único que podía hacer era adivinar el sendero que
había seguido y excavar en las cercanías del mismo con la esperanza de toparse por
casualidad con el paquete que había perdido. Pero eso era casi imposible. La
trayectoria que había seguido hacia la colina, había sido cualquier cosa menos directa
—la fatiga lo había hecho ir tambaleándose y describiendo curvas como un borracho
—, y desde entonces el viento había vuelto a colocar el manto de nieve de tal manera
que en algunos lugares era lo bastante profundo como para poder enterrar en él a un
hombre en posición vertical.
La nieve al caer oscurecía la cima de la colina la mayor parte del tiempo, de modo
que Cal sólo podía suponer lo que estaba sucediendo allá arriba. ¿Qué posibilidades
de sobrevivir tenía cualquiera contra Shadwell y el Azote? Seguramente pocas, y
quizá ninguna. Pero Suzanna era otra cosa, pues, contra todas las previsiones
posibles, a él había conseguido sacarlo con vida del Torbellino, ¿no era cierto? El
hecho de imaginarse a la muchacha sobre la colina intentando distraer la mirada fatal
de Uriel, le sirvió de acicate para excavar con mayor ahínco, aunque en realidad no
tuviera la menor esperanza de encontrar la chaqueta.
Y poco a poco la excavación hizo que Nimrod y él se fueran separando, hasta que
Cal ya no pudo ver a su compañero de búsqueda entre aquella cortina de nieve. Pero
en un momento dado Cal oyó al otro hombre lanzar un grito de alarma y al volverse
vio un brillo que oscilaba en la gran extensión de nieve que había detrás de él. Algo
estaba ardiendo en la colina. Cal echó a andar hacia el brillo, pero el sentido común
prevaleció sobre el heroísmo. Si Suzanna estaba viva, pues estaba viva. Si estaba
muerta, él, al abandonar la busca, no haría más que desperdiciar el sacrificio que la
muchacha había hecho.
Al emprender la busca de nuevo, olvidándose de cualquier pretensión de
sistematizar el trabajo, empezó el rugido de la colina, que fue en aumento hasta
convertirse en el estruendo de tierra en erupción. Esta vez no se dio la vuelta para
mirar hacia atrás, ni trató de perforar con la mirada aquel velo de nieve buscando
noticias de amor; se limitó a seguir cavando con ahínco y la pena que sentía se
convirtió en el combustible para aquella tarea.
Con las prisas estuvo a punto de perder el tesoro que buscaba en el mismo
Había un desierto, y Cal no era más que polvo en el desierto, y sus esperanzas y sus
sueños también eran polvo en aquel desierto, todos ellos barridos por el mismo viento
implacable.
Había podido saborear bien la condición de Uriel antes de que éste alcanzase la
curación. Había tenido ocasión de compartir la soledad y la desolación del espíritu, y
después la frágil mente de Cal había sido arrebatada hacia arriba en medio del vacío y
abandonada allí para morir. Sabía muy bien que no había salida. A fin de cuentas, su
vida no era más que un territorio desolado: de fuego, de nieve, de arena. Un territorio
desolado por el cual iba a andar errante hasta que ya no pudiera más.
A aquellos que lo estaban cuidando, les parecía que Cal estuviese simplemente
descansando; por lo menos así fue al principio. Lo dejaron dormir, en la confianza de
que cuando despertarse se habría curado. Tenía el pulso fuerte y los huesos intactos.
Lo único que necesitaba era tiempo para recobrar las energías.
Pero a la tarde siguiente, cuando Cal por fin se despertó en casa de Gluck, todos
comprendieron inmediatamente, y sin ningún género de dudas, que había algo en él
que se encontraba profundamente trastornado. Se le abrieron los ojos, sí, pero Cal no
estaba presente en ellos. Tenía la mirada desprovista de cualquier matiz que indicara
reconocimiento o reacción. Tanto la mirada como el mismo Cal estaban tan vacíos
como una página en blanco.
Suzanna no podía saber —ninguno de ellos podía hacerlo— lo que Cal habría
compartido con Uriel durante la confrontación que habían sostenido, pero si cabía
dentro de lo posible hacer un cálculo fundado. Si la experiencia que la muchacha
tenía del menstruum le había enseñado algo, ello era que todo intercambio es en
realidad una calle de doble sentido. Cal había conspirado con la chaqueta de
Immacolata para darle a Uriel la visión que éste deseaba, pero, ¿qué le había dado a
él a cambio aquel espíritu lunático?
Cuando, después de dos días sin que hubiera ningún síntoma de mejoría en el
estado de Cal, requirieron la ayuda de los expertos, los médicos, sin embargo, y a
Cada día Suzanna pasaba varias horas hablándole a Cal, explicándole cómo había ido
el día, a quién había visto, mencionándole los nombres de la gente que él conocía y
los lugares donde había estado, con la esperanza de sacarlo de aquella inercia. Pero
no había ninguna reacción; ni el menor indicio.
En ocasiones la muchacha era presa de una callada rabia ante la aparente
indiferencia que Cal mostraba hacia ella, y le decía a aquella cara inexpresiva que
estaba portándose como un verdadero egoísta. Ella lo amaba, ¿es que no lo sabía? Lo
amaba y quería que volviera a conocerla y a estar con ella. En otras ocasiones
Suzanna llegaba al borde de la desesperación, y por más que se esforzaba no
Cuando regresó a Harborne era ya última hora de la tarde. Se avecinaba otra noche de
heladas que perlaría las aceras y los tejados.
Cuando subió al piso de arriba de la casa se encontró que el sonámbulo no estaba
en un sillón, sino sentado en la cama y apoyado contra un montón de almohadones;
tenía los ojos vidriosos, como siempre. Parecía enfermo; la marca que la revelación
de Uriel le había dejado en el rostro resaltaba lívida en aquel cutis tan pálido de Cal.
Había algo en aquel vacío que Cal tenía ante sí, aunque éste no consiguiera ver
bien qué era. El viento era demasiado fuerte, y Cal, como siempre, no era más que
polvo en medio de aquel vacío.
Pero la sombra, o lo que fuese, persistía, y a veces —cuando el viento amainaba
un poco— a Cal le parecía que casi podía verla contemplándolo fijamente. Cal le
devolvió la mirada, y la sombra se la sostuvo, de modo que, en lugar de seguir
volando y alejarse, el polvo del que estaba hecho quedó inmóvil momentáneamente.
Al devolverle Cal aquel escrutinio, el rostro que tenía ante sí se hizo más claro.
Lo conocía vagamente de algún lugar que había obtenido y después había perdido.
Los ojos de aquella cara, y la mancha que la recorría desde la raíz del pelo hasta la
mejilla, pertenecían a alguien que había conocido en otro tiempo. Ello lo irritó, al no
ser capaz de recordar dónde había visto a aquel hombre con anterioridad.
No fue la cara misma lo que finalmente se lo recordó, sino la oscuridad contra la
cual resaltaba.
La última vez que había visto a aquel desconocido, quizá la única vez, el hombre
Cal seguía siendo polvo en un territorio desierto, pero ahora era polvo con
memoria.
Aquello bastó para proporcionarle cierto peso. El viento lo intimidaba y se
empeñaba en doblegarlo a su voluntad, pero esta vez el se negó a dejarse mover. El
viento soplaba rabioso contra él. Cal lo ignoró, inmóvil en medio de aquella nada
mientras se esforzaba por componer el rompecabezas en que se habían convertido sus
pensamientos.
Cal se había encontrado consigo mismo una vez, en una casa cerca de una nube;
había sido transportado hasta allí en una ricksha, mientras un mundo se doblaba sobre
—Suzanna —dijo.
—¿Dónde está? —fue la única pregunta que Cal expresó en voz alta, cuando
hubieron terminado el reencuentro—. ¿Dónde está escondido?
Suzanna se acercó a la mesa y le puso a Cal el libro de Mimi en las manos.
—Aquí —le dijo.
Él pasó la palma de la mano por el lomo del libro, pero no lo abrió.
—¿Cómo conseguimos hacerlo? —le preguntó a Suzanna. Formuló la pregunta
con mucha solemnidad; como un niño.
—En el Torbellino —le explicó la muchacha—. Tú y yo. Y el Telar.
—¿Todo? —preguntó él—. ¿Todo está ahí dentro?
—No lo sé —repuso Suzanna con toda honestidad—. Ya lo veremos.
—Ahora.
—No, Cal. Todavía estás muy débil.
—Me sentiré fuerte... —le indicó él simplemente— una vez que abramos el libro.
Suzanna no sabía cómo rebatir aquel argumento, de manera que en lugar de
hacerlo extendió los brazos y puso las manos sobre el regalo de Mimi. Cuando los
dedos de Suzanna se entrelazaron con los de Cal, la lámpara del techo empezó a
parpadear y se apagó. Inmersos en la oscuridad sostuvieron el libro entre ambos, tal
como en cierta ocasión lo hicieran Suzanna y Hobart. Pero en aquella ocasión había
sido el odio lo que había servido de combustible para impulsar las fuerzas contenidas
en las páginas; esta vez era el gozo.
Sintieron que el libro empezaba a temblar custodiado por ellos y que se iba
Juntos, Cal, Suzanna y Gluck salieron de la casa y echaron a andar hacia aquella
noche mágica.
Delante de ellos se estaban desarrollando un buen número de cosas que ver:
amigos y lugares que habían temido desaparecidos para siempre venían a saludarlos,
ansiosos por compartir aquel encantamiento.
Ahora tendrían tiempo para todos los milagros. Para fantasmas y
transformaciones; para la pasión y la ambigüedad; para visiones de mediodía y gloria
de medianoche. Tendrían tiempo en abundancia.
Porque nada empieza nunca.
Y esta historia, al no tener comienzo, no tendrá final.