Mitos y Leyendas
Mitos y Leyendas
Allá por el año 1870 a 71, al término del bosque por el que ascendía
el camino a Pelechuco, a nueve leguas de éste pueblo, existía un
rancho, al que se llegaba después de fatigoso subir y bajar de todo el
día por la desierta montaña que le daba acceso, y en el que, por lo
mismo, era forzoso el pasar la noche.
II
Murió el padre y los dos niños quedaron solos en el mundo, sin más
subsistencia que la que podía proporcionarles su trabajo. Luquitas
enseñaba a leer, a los niños de aldea e Isabelita vendía tejidos y
costura que su madre le había enseñado a hacer.
Por esto, en lugar de llevar armas como los demás aldeanos, Luquitas
llevó cuanto remedio les había quedado, e Isabelita fue a vender un
lindo tejido que había concluido y con el producto compró una vasija
llena de leche.
El perro, aquel terrible y vigoroso animal que tanto miedo les había
infundido, estaba acurrucado al pie de su amo, y en lugar de
acometer a los importunos se contentó con gruñir melancólicamente.
Los aldeanos, animados por la extraña pasividad del animal, fueron
invadiendo totalmente la habitación. Pero, en lugar de hacer lo que
realmente procedía en aquellos casos o sea auxiliar afanosamente al
desdichado enfermo, se concretaron a examinar todos los rincones,
esperando siempre encontrar el depósito de oro que tanto codiciaban.
Revolvieron y traficaron todo, no dejaron ningún objeto en su sitio y,
hasta tal punto llegó su ambición, que se atrevieron a introducir las
manos bajo de la almohada del enfermo. Más, todo fue inútil: no
hallaron ni la menor huella del precioso metal.
INOCENCIA Y CARIDAD
Gracias, Dios os los pague, niños caritativos, les dijo. Cuan distintos
sois de los que han venido hace un momento.
Les manifestó que, si bien su mal era bastante grave que le impedía
levantarse de la cama, no había perdido ni un momento el
conocimiento. Pero, cuando vio que llegaban los aldeanos,
adivinando sus perversas intenciones, se había hecho el inconsciente,
para observar hasta dónde llegaba la maldad de aquellos; al mismo
tiempo había recomendado a su fiel perro que permaneciera quieto
aunque los aldeanos llegaran al caso de ofenderlo.
LA HISTORIA DE UN TESORO
Ahora, sabéis, les dijo el enfermo, ¿por qué, mientras los aldeanos lo
estaban registrando, yo estaba tan quieto, haciéndome el
agonizante?
INTELIGENCIA DE UN PERRO
Mientras tanto, los pequeños prisioneros pasaron todo ese día lleno
de zozobras. A cada momento esperaban ver llegar al solitario para
salvarlos; pero, el día fue transcurriendo, y nadie llegó. Vino la
noche y con ello los desgraciados perdieron toda esperanza.
Conforme aumentaba, por la estrecha ventana de la cárcel, la luz del
amanecer aumentaba también su congoja. Cada instante que
pasaba, estaba para ellos más cercano el terrible momento de su
suplicio. Perdida toda esperanza, acabaron por estrecharse llorando
como si se despidieran para siempre.
Algunos momentos más tarde estaban libres los dos niños; felices
corrieron hacia su protector para agradecerle tiernamente de cuanto
había hecho por ellos. Después de esto, se dirigieron los tres
estrechamente abrazados por el camino, con dirección a la ermita.
LA AMBICIÓN CASTIGADA
Ante la actitud, el solitario vio que era imposible saciar tanta codicia,
pues si entregaba lo pedido, no tardarían en volver con mayores
pretensiones. En consecuencia, resolvió escarmentarlos para
siempre. Secretamente ordenó a los niños para que en el menor
tiempo posible fueran a sacar cien bolsas de oro, que las escondieran
bajo el lecho y que le avisaran en cuanto estuviera concluido el
transporte. Mientras él trataría de ganar tiempo discutiendo con los
aldeanos.
Cuando los niños le dieron el aviso, se dirigió a la gente de la aldea y
anunció que estaba dispuesto a entregar el tesoro siempre que a él le
dieran la mitad. Dé esto último estaba cierto que los aldeanos no
iban a cumplir, pero lo dijo nada más que para disimular su terrible
plan de venganza.
El señor de la columna
Luis Felipe Vitela
En cierta oportunidad, era un lunes santo del año 1802, según viejos
cronicones; a la hora del almuerzo, la sirvienta le anunció la visita de
un caballero de aspecto pobre y bondadoso, que pedía le dieran de
comer, porque se hallaba exhausto de recursos. El dueño de la casa,
con su peculiar desprendimiento, hizo entrar al visitante, y haciéndole
sentar a la mesa familiar compartió con él de su confortable
almuerzo.
Vamos a ver por qué goza de tanta fama de milagroso y por qué se le
nombra con el extraño epíteto de la Pretina.
La Halancha
(Zambo Salvito)
Pero no, la severidad de la ley tenía que ser más eficaz que un
linchamiento, que es una arbitrariedad y así fue.
Eran nueve los reos, y a seis de sus compañeros, por los crímenes
individualmente cometidos, debiendo sortearse dos de entre los
cuatro menos delincuentes.
La Khantuta Tricolor
El otro rey, que dominaba en las tierras del sur, era Illimani, casi tan
poderoso y rico como su vecino. Sus ejércitos famosos por sus
innumerables triunfos le habían hecho dueño de los fértiles valles de
los Yungas, de donde, como tributo, recibía periódicamente inmensos
cargamentos de cacao y de coca y una gran variedad de los más
sabrosos frutos. Illimani tenía también un hijo de igual edad que el
de su vecino. Se le llamaba Rayo de Oro, porque el día que vino al
mundo apareció en el cénit una linda estrellita dorada que fue
acrecentando su tamaño a medida que el pequeño príncipe también
crecía. En lugar de aficiones guerreras, el pequeño príncipe sentía
una gran predilección por los negocios de estado. Desde pequeño
consagró su talento a aumentar con el trabajo y el comercio los
tesoros de su padre y las riquezas de sus estados. Era caritativo y su
mayor placer consistía en socorrer a los pobres y consolar a los
desgraciados, por lo cual era idolatrado por su pueblo.
¡Pues, no será!
Era que Illampu, señor y rey de las tierras del Norte, había declarado
guerra y exterminio a Illimani, soberano de las tierras del Sur. Y, era
también que éste, henchido de vanidad y orgullo contestó
altivamente a la declaratoria de su rival y corrió a prepararse también
para la lucha.
Astro Rojo, aunque niño todavía, desesperado por la pena, midió toda
la gravedad del momento. Al echarse llorando sobre su agonizante
padre, le había dicho doloroso reproche:
Otra vez, los hombres, con criminal empeño, afilaban armas mortales
y amontonaban proyectiles homicidas. Otra vez también fueron
olvidadas las verdaderas necesidades del pueblo y de su porvenir
para entregarse a porfía a la cruel empresa de sembrar de ruinas la
tierra y de llanto los hogares.
Y, como en anterior ocasión, hechos ya los preparativos, salió el
ejército del Norte, buscando al enemigo del Sur, y éste a su vez, en
pos de sus rivales, todos dispuestos a aniquilarse.
Al fin, no hubo más remedio que pelear. Al mismo tiempo las tropas
se movilizaron y comenzó el encuentro.
Allá, por los tiempos en que Tihuanacu era una inmensa ciudad llena
de palacios, templos y jardines, ocurrió lo que os voy a contar.
Les habló de que su deber era predicar entre las gentes las verdades
olvidadas, de condenar los vicios que se habían apoderado de los
hombres, de la terrible cólera divina que podía estallar sobre ellos si
continuaba la ciudad ingrata entregada a la corrupción. Les dijo que
Pachacamaj, apenado por la ceguera de los hombres y antes de
proceder al castigo, le había enviado para que anunciara las terribles
calamidades que estaban para asolar el imperio si es que el pueblo
iluso no volvía inmediatamente a la vida del trabajo, a la práctica del
bien y al culto de su religión.
Y todo esto les habló tan elocuentemente y con tanto fervor, como
sólo podía haberlo hecho un dios tan sabio como en efecto lo era.
Mas, a pesar de toda esa elocuencia y sabiduría, los oídos de los
hombres, cerrados desde mucho tiempo atrás a la voz de la vedad,
no dieron paso a sus palabras. A pesar de las terribles descripciones
de los castigos inminentes, el encallecido corazón de esa gente no se
conmovió.
Viendo Pachacamaj que nada lograba con sus palabras, resolvió usar
de su poder sobrenatural y comenzó a realizar una serie de
maravillas a fin de poder convencer a esa gente empedernida.
La Leyenda de la Coca
Cuando los pobres indios acampan en sus noches frías de viaje por el
altiplano o la montaña, allí junto a sus cargas y cerca de sus asnos,
se acurrucan sobre el duro suelo, forman un estrecho círculo y el más
anciano o cariñoso saca su chuspa o su tary de coca y desanudándolo
lo deja en el centro, como la mejor ofrenda a disposición de sus
compañeros. Entonces, éstos, silenciosamente, toman pequeños
puñados de la verde hoja y comienzan la concienzuda masticación.
Horas y más horas hacen el aculli, extrayendo y tragando con cierta
guía el amargo jugo.
Un viejo adivino llamado Kjana - Chuyma, que estaba, por orden del
inca, al servicio del templo de la isla del Sol, había logrado huir antes
de la llegada de los blancos, a las inmediaciones del lago, llevándose
los tesoros sagrados del gran templo. Resuelto a impedir a todo
trance que tales riquezas llegaran al poder de los ambiciosos
conquistadores, había conseguido, después de vencer muchas
dificultades y peligros, en varios viajes, poner en salvo, por lo menos
momentáneamente, el tesoro en un lugar oculto de la orilla oriental
del lago Titicaca.
Tales cosas les dijo el viejo Kjana - Chuyma, dobló su cabeza sobre el
pecho y quedó sin vida.
Los desdichados indios gimieron inconsolables por la muerte de su
venerable yatiri. Durante tres días y sus noches lloraron al difunto sin
separarse de su lecho. Al fin, fue necesario pensar en darle
sepultura. Para ello eligieron la cima del próximo cerro. En
silenciosa comitiva fueron los indios hacia la cumbre, conduciendo el
cadáver de su yatiri. Fue enterrado dentro de un cerco dé las plantas
verdes y misteriosas. Recién en ese momento se acordaron de
cuanto les había dicho al morir Kjana - Chuyma y cogiendo cada cual
un puñado de las hojitas ovaladas se pusieron a masticarlas.
Tan buenos eran los sapallas que consideraban a los demás pueblos
igualmente bondadosos. Perdieron toda sospecha contra los
extranjeros. Tan confiados estaban en las buenas intenciones de sus
vecinos que, hasta se olvidaron de manejar armas. Suprimieron los
ejércitos por considerarlos ya inútiles en su tranquilo y apacible vivir.
Habían olvidado lo que eran las guerras y sus temibles
consecuencias.
Aquel terrible monte no era otro que el volcán Misti tan célebre por
sus constantes erupciones y la catástrofe que he referido es una de
las muchas actividades funestas del mismo. El fuego interno que
según algunas teorías existe en el centro de la tierra, logra de cuando
en cuando su salida a la superficie por esos conductos que son los
volcanes. Este fuego interno sale al exterior produciendo un sonido
formidable y después de elevarse por lo alto cae a la tierra
destruyendo cuanto está a su alcance. Muchas y ricas ciudades han
desaparecido en tales catástrofes. Pregunta a tu profesor de Historia
y te contará cómo en tiempos antiguos desaparecieron las ciudades
romanas Herculano y Pompeya. La misma ciudad de Arequipa que al
presente se encuentra al pié del Místi, esté constantemente
amenazada por las furias del volcán.
Por su parte, los sapallas, sin armas, sin jefes, sin espíritu guerrero,
se quedaron anonadados por la terrible sorpresa, no supieron ni
pudieron defenderse y desde el primer momento no tuvieron más
remedio que aceptar la dominación de los invasores. Estos tomaron
el nombre de "karis" que quería decir "Varones fuertes" ya que
efectivamente habían demostrado ser más fuertes y valerosos que los
sapallas.
Por ese tiempo vivía entre la raza de los sapallas un niño llamado
Choque. Tenía apenas quince años y era el último descendiente de los
jefes sapallas.
Como muy bien había dicho el pequeño Choque a sus subditos: los
dioses y el destino sólo abandonan a los hombres y a los pueblos
incapaces de rebelarse contra los reveses de su suerte.
Los sapallas vieron con gran sorpresa que las raíces de las plantas
que habían sembrado terminaban en unos raros tubérculos. Los
partieron y vieron que bajo la capa oscura y terrosa había una pulpa
blanquísima. Cocieron algunas en el fuego y comprobaron que era un
alimento exquisito cual nunca habían conocido.
Era tan abundante la nueva cosecha que tuvieron que emplear treinta
noches en transportarla, guardándola cuidadosamente en ocultas
cuevas de las montañas.
Mientras tanto, los Karis, que tan avaramente habían guardado los
frutos verdes de la última cosecha, cuando comenzaron a servirse de
ellos como alimento, empezaron también a sufrir terribles transtornos
en su organismo. Era que las verdes bolitas que ellos tomaron como
excelente alimento no sólo no eran alimenticias sino hasta en cierta
manera venenosas.
Muy tarde ya se dieron cuenta de que los nuevos frutos eran la causa
de su desastre. Entonces, encolerizados contra los esclavos,
quisieron castigarlos cruelmente. Mas el mismo día Choque, desde lo
alto de una cumbre, tocó su cuerno de guerra dando la señal del
levantamiento.
Aquella prueba de fuego debía decidir si era posible que ese pueblo,
surgido del ensueño del pacificador La Gasea, pudiera perdurar para
grandes destinos en los futuros siglos, malogrado el heroico afán de
la raza autóctona de rescatar esa heredad para hacer de ella el
baluarte de sus rebeldías y la expresión material de su libertad
añorada.
Esa prueba de fuego para la ciudad de los discordes en concordia fue
la gran sublevación del año 1781; año de la epopeya en el que
blancos e indios midieron su bravura, hicieron lujo de sus sacrificios y
probaron su entrañable y abnegado amor, los unos por conservarla
para su orgullo hispánico y los otros por conquistarla para su añeja
tradición.
Este era un mozo del mismo "repartimiento" que ella; el más guapo
de su generación comarcana; fuerte y recio para el trabajo y
labranza; apasionado y codicioso para obtener su dicha en el querer.
Desde pastores, él y ella tejieron con urdimbre de ilusiones su idilio,
en las apacibles tardes en que sus ganados, mezclándose en una sola
tropa, como siguiendo el ejemplo de sus guardianes, triscaban la
fresca yerba en las orillas del riachuelo vecino, allá junto al caserío de
Laja. Pasaron así los años de la adolescencia y llegó para ellos la
juventud que tanto esperaban para realizar su connubio; pero una
voluntad más poderosa que su anhelo de dicha, es decir, la orden
incontestable de Don Francisco de Rojas, por razón de su
"encomienda" amo y señor de tierras y gentes, dispuso de inmediato
traslado de la moza a la ciudad para servir a su joven hija. Esa
misma voluntad que se llevaba lejos a la doncella aherrojó al infeliz
galán a seguir labrando las tierras de la hacienda, sin posibilidad de
irse también, como él lo hubiera querido, detrás de su bien amada.
Sí, Soy yo, Paulita. Pero no hables tan alto. No quiero que me vean
ni me conozcan.
Tal era el misterioso origen de las provisiones que desde aquel día
nunca más faltaron en el rincón de la vivienda de Paulita y que,
colocadas sin propósito junto al ekhekho, parecían el presente de su
merced benefactora. Cada noche, la muchacha tomaba una
suficiente porción de esos alimentos y así se mantenía reconfortada
en medio de toda una población que se diezmaba con el hambre.
Desde el día siguiente fueron tres los afortunados seres que en medio
de la población hambrienta y al borde de la agonía tenían su seguro
yantar: Doña Úrsula, El Brigadier y la muchacha que tan
generosamente les había hecho partícipes jurados de su secreto.
Al oír todo eso, Paulita pensó que lo que en principio fue únicamente
una mentira, ahora se había tornado en una ferviente convicción.
Que si los aumentos no fueron realmente un don del ekhekho, sino
obra del abnegado amor de su Isidro, en cambio, su dicha de ese día,
su ilusión realizada, no podía ser otra cosa que una merced del
pequeño hombrecito de yeso. En medio de su gozosa gratitud ganas
tuvo de tomar al ekhekho y estrecharlo fuertemente contra su seno,
tal como aquel día de su penosa despedida lo llevó sobre su corazón.
Por eso, año tras año y siglo tras siglo, el ekhekho, principal
mercadería de la feria, rey de la fiesta en sus dominios de "alasitas",
fue adquirido y llevado a los hogares con todo su atavío, como un
manojo de esperanzas que se quisiera ver convertidos en venturosas
realidades. A su virtud, ensalzada por la tradición, le confían las
gentes sencillas las ilusiones y los anhelos que quisieran arrebatar el
tacaño porvenir.
La lucha por la libertad había sido iniciada por nuestros mayores, sin
más base que su fervor patriótico, de tal modo que después de los
primeros combates, los patriotas, sin recursos de ninguna clase,
abandonaron la campaña regular, disolvieron sus ejércitos y se
dispersaron por las montañas y los valles; pero, resueltos siempre a
seguir defendiendo, aunque fuera por grupos, la sagrada causa de la
emancipación. Así se inició la famosa "guerra de los guerrilleros", de
que el ilustre escritor argentino, General Bartolomé Mitre dijo, más o
menos lo siguiente: "Cada valle, cada montaña, cada desfiladero,
cada aldea es una republiqueta independiente que tiene su jefe, su
bandera y sus campos de batalla".
Allí levantaron sus chozas los fugitivos con el firme propósito de vivir
completamente aislados del resto del mundo, pues sólo a ese precio
podrían estar tranquilos sin sufrir persecuciones. José Pacha fue
proclamado como el jefe supremo de la colonia y dictó las leyes que
debían cumplir sus subordinados. Sobre todo procuró evitar, por
todos los medios posibles, el menor contacto con gentes de afuera,
para lo cual, a la vez que estableció una severísima vigilancia al
cuidado de cuerpos de centinelas de día y por la noche, amenazó con
la pena de muerte al que siquiera intentara salir de la pequeña
población.
Con estas y otras medidas los habitantes de la nueva aldea vivieron
completamente felices, mientras la guerra de la independencia seguía
ocasionando víctimas y ruinas incontables en el Alto Perú. Nadie
imaginaba que en medio de la tremenda lucha que agitaba todo el
continente, existiera allí, perdida entre las soledades y las selvas, un
lugar habitado por gente tranquila y apacible.
Una de las familias más felices del pueblito era la de Manuel Cito. Se
componía de éste, su mujer y una niña de trece años llamada Tiluca,
muchacha soñadora y afecta a imaginar proyectos raros y temerarios.
Tenía, sobre todo, el defecto de ser extremadamente curiosa. En
lugar de dedicarse a sus inocentes juegos como los demás niños de la
aldea, su constante afán era de ir u ocultarse entre los matorrales o
detrás de las piedras, para escuchar desde allí la tertulia de los
mayores.
Como resultado de este mal proceder, ella que nada sabía del resto
del mundo y que hasta entonces creía que la tierra se reducía a la
hondonada que rodeaba el poblacho, llegó a colegir que detrás del
cerco de altas rocas y más allá del espeso bosque, existían otras
gentes y otras tierras.
Pronto notaron sus padres, y aún los vecinos, que Tiluca comía con
un apetito extraordinario, como jamás hasta entonces lo había
hecho. Muchas veces la madre la contemplaba asombrada y le
preguntaba por qué saboreaba de tal manera esa insípida sopa de
maíz. La muchacha se enternecía y a punto estuvo en varias
ocasiones de comunicarle su secreto; pero la idea de confesar su fuga
la detenía. Pues, sabía que sus mismos padres, en cumplimiento de
las severas leyes de Pacha, no dudarían en acusarle públicamente.
EL VICIO FATAL
Una noche, Tiluca en su delirio soñó que volvía a salir del poblado en
pos de sal. Tanto le impresionó su sueño que despertó y pareció
recobrar un tanto sus perdidas fuerzas. Era todavía de noche.
Convencida de que sus padres dormían, tomó su ropa y se arrastró
dificultosamente hacia afuera, cruzó a gatas la única callejuela del
poblado y se dirigió a la salida.
Cuando amaneció aquel día, los padres de Tiluca vieron con dolorosa
sorpresa que el lecho de su hija estaba vacío. Salieron en su busca
por toda la aldea; pero nadie supo darles la más leve noticia. Locos
de pesar registraron todos los alrededores, pero con igual resultado.
EL MILAGRO DE LA SAL
Pasaron los días, y el dolor de los padres era más intenso. Perdida
toda esperanza para los dos viejos, y en el desvarío que les causaba
su dolor inconsolable, iban a sentarse día y noche al pie del árbol
favorito de la infortunada chiquilla y allí lloraban a su hija perdida,
costumbre que les hizo una triste manía.
Un hermoso joven, mil veces más bello que Narciso, pero de atléticas
formas, luchaba con vigorosos brazos contra las gigantescas olas.
Tito, que era mortal, se sofocó en las alturas del espacio que
atravesaron, Icaca inconsolable, quiso hacer en su corazón la tumba
de Tito.
Thunnupa
M. Rigoberto Paredes
La cruz que había traído dicen que trataron de destruirla, sin poder
lograr su objetivo, ni con la acción de los golpes que entonces la
quisieron echar al agua y como no se sumergiese al fondo, la
enterraron en un pozo de donde la extrajeron en 1569.