Investigación Problema de La Tierra
Investigación Problema de La Tierra
Fecha:
Diciembre de 2007
http://www.afehc-historia-centroamericana.org/?action=fi_aff&id=2095
La problemática agraria que se vive en Guatemala no puede ser comprendida en todas sus
dimensiones si no se acude a la historia para encontrar y entender las raíces de las que se
desprende tan agudo problema. Tanto en el pasado colonial como en el republicano se pusieron en
marcha una serie de mecanismos jurídicos que favorecieron la consolidación de determinadas
estructuras de propiedad de la tierra, a partir de las cuales se construyó cierta legitimidad, de la que
se derivaron determinadas relaciones económicas, políticas y sociales. El presente del país continúa
atado a la tierra en la medida en que un alto porcentaje de la población depende – y necesita - de la
tierra para su precaria subsistencia. En los últimos años se ha recrudecido la tendencia a
deslegitimar las demandas y protestas campesinas señalándolas como desestabilizadoras del
sistema. Tal tendencia, por parte de los sectores empresariales y los medios de comunicación,
evidencian la centralidad que tiene en Guatemala la problemática agraria.
Una primera versión de este artículo ha sido publicado en: Revista Centroamericana de Ciencias
Sociales, vol II, no. 2. FLACSO, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, San José, Costa Rica:
Costa Rica. Diciembre. 2005
Consideraciones iniciales
Las discusiones que en el ámbito político nacional se han generado en torno a la adhesión al
Tratado de Libre Comercio se han enfocado en las eventuales posibilidades que éste pueda ofrecer
al país para enfrentar de manera competitiva los retos que las nuevas coordenadas económicas
globalizadoras están imponiendo a nuestra débil e inestable economía, anclada aún en un modelo y
estructuras concentradoras y excluyentes que, además manifiestan señales inequívocas de crisis.
En esta discusión se enfrentan dos visiones, dos apuestas, que si bien podrían coincidir en cuanto a
que el objetivo a largo plazo en ambas es asegurar un futuro mejor para el país, difieren
radicalmente en cómo alcanzarlo y, en consecuencia, en los resultados que se vayan dando a lo
largo de dicho proceso.
De manera bastante esquemática se puede aseverar que los argumentos esgrimidos por quienes
están a favor son de carácter técnico y de reorientación de estrategias que permitirán identificar
“nichos de oportunidad” en el ámbito externo para insertarnos en ellos, pero sin que se considere
necesario cuestionar las bases económicas, sociales y estructurales sobre las que se sustentarán.
Afirman que la modernización de las actividades productivas es imperativa pero los escenarios en
donde ésta ha de producirse no suponen la transformación radical de las estructuras productivas –
sobre todo las de la propiedad de la tierra – como una premisa para alcanzar tal modernización. Las
propuestas que para el desarrollo económico del país han sido formuladas desde esta perspectiva
no hacen sino fortalecer las tendencias seculares concentradoras y acumuladoras de los recursos,
así como de las ganancias. Se están promocionando rubros como el turismo, la ampliación y
modernización de la infraestructura vial y de comunicaciones y la explotación de yacimientos
minerales por considerarlos como potenciales generadores de empleo. Queda por ver si a partir de
éstos se transformarán las condiciones de vida de la población rural. Estos supuestos beneficios,
además, son valorados bajo criterios de ganancia empresarial pero no de bienestar social.
Por su parte, las organizaciones sociales y campesinas consideran que un paso previo y necesario
para enfrentar esos nuevos retos es la desarticulación de las estructuras concentradoras de la
propiedad de la tierra y de los activos de capital. De tal manera que una vez estos amplios sectores
de la sociedad hayan logrado acceder a los insumos básicos – sobre todo tierra y capital – podrán
convertirse en actores económicos activos, con capacidad para aportar positivamente en el proceso
de generación de empleo y riqueza en el país; y en consecuencia, en actores políticos que ejercerán
su ciudadanía con dignidad.
Se trata, en síntesis, de la confrontación de dos lógicas opuestas que hasta ahora no han podido
entrar en diálogo ni, menos aún, negociaciones que conduzcan a encontrar soluciones incluyentes y
con perspectiva de largo plazo. Largo plazo que para las organizaciones campesinas se construye en
el corto y mediano plazo, mientras que desde la perspectiva empresarial el énfasis se centra en la
ganancia inmediata. Se trata de una disputa entre visiones antagónicas que, además, ocurre en
medio de una coyuntura en la que, una vez más, las condicionantes externas presionan para que
nuestra economía se readecue a las exigencias que impone el neoliberalismo globalizador.
Hasta ahora se ha constatado que en Guatemala existe una imposibilidad, casi estructural, para
dialogar de manera directa y sin conflictos sobre esta y otras problemáticas. Tal dificultad no es
únicamente resultado de la renuencia del Estado y de los sectores empresariales, como tampoco
porque los campesinos carezcan de propuestas que vayan más allá de los planteamientos que
insisten en la necesaria transformación de las estructuras de propiedad de la tierra. Ésta se explica,
sobre todo, a partir de variables históricas, tanto estructurales como mentales, construidas y
reproducidas a lo largo del tiempo, y que ejercen un peso e incidencia que no son valorados ni
identificados en toda su dimensión en este difícil debate inconcluso.
En el ámbito estructural, el Estado – tanto colonial como republicano – siempre ha privilegiado los
intereses de los grupos dominantes, dando como resultado una constante adecuación de su ser y
existir a dichos intereses. De tal manera que las sucesivas políticas estatales puestas en
funcionamiento en Guatemala siempre han sido elaboradas desde la óptica e intereses dominantes.
Y, como se verá más adelante, el fruto de esta relación simbiótica Estado-grupos dominantes, ha
sido una permanente imposición de estructuras económicas, políticas, sociales y culturales
excluyentes y discriminadoras.
Esta situación explica las prácticas y actitudes que tanto el Estado como los sectores dominantes
asumen hacia los sectores campesinos y populares, que se traducen en el señalamiento y
estigmatización de cualquier reivindicación social y económica como “desestabilizadora” del orden
establecido. A lo que también se añade que dichos sectores no son considerados como sujetos
activos, con capacidad de gestión y de propuesta, sino como “manipulables” por intereses ajenos y
enemigos de la nación.
Estamos inmersos en un entramado social complejo y disímil que no avanza de manera coherente
ni positiva. Nos encontramos atrapados en una suerte de “nudo gordiano” que en lugar de
flexibilizarse y aflojarse, se tensa cada vez más, sin posibilidades de desanudarse.
Para comprender esta problemática no basta con inventariar los “activos” con los que contamos
para enfrentar los retos de la competitividad que impone la marea neoliberal globalizadora, ni el
“pasivo” que nos impide transitar hacia tal modernidad llegada desde fuera. Debemos esforzarnos
por ver más allá de la coyuntura, tratar de entender cuál es la naturaleza profunda de los
obstáculos que internamente nos impiden vincularnos a una modernidad que sea amplia,
transformadora pero, sobre todo, incluyente, y no sólo desde los parámetros de la que se nos
impone desde fuera y desde esos poderosos intereses sectoriales.
Ver más allá de la coyuntura no significa únicamente ver hacia delante, hacia el futuro. Si bien es
cierto que el eje aglutinador en torno al cual se articulan las propuestas y visiones que tanto los
campesinos como los sectores dominantes plantean es el futuro del país, dicho futuro no se
construye exclusivamente desde el presente en el que nos encontramos. De la misma manera que
nuestro presente fue el futuro que las generaciones precedentes construyeron, nosotros estamos
construyendo el futuro de las nuevas generaciones. Y si los resultados de las visiones y previsiones
de nuestros antepasados – el presente que vivimos – muestran que tal construcción se hizo de
manera desequilibrada, tenemos la enorme responsabilidad de no imponer lo mismo a quienes
vendrán detrás de nosotros.
En tal sentido, podemos afirmar que la sociedad guatemalteca ha sido construida, desde el punto
de vista de su proceso histórico, a partir de dos grandes “nudos gordianos”, ambos anclados a la
tierra. El primero, consolidado durante el período colonial y mantenido con bastante estabilidad a
lo largo de los primeros setenta años del siglo XIX, se anudó a partir de la dualidad propiedad
comunal–propiedad privada de la tierra. Y el segundo, estructurado a partir de la reforma liberal de
1871 y con plena vigencia hasta la actualidad en torno al binomio latifundio–minifundio. En ambos,
se trata no sólo de una determinada modalidad de tenencia de la tierra sino, también, de formas,
mecanismos, prácticas y relaciones económicas, políticas y sociales que giran en torno a estos ejes
que han llevado a la sociedad guatemalteca a funcionar y reproducirse de manera antagónica,
sustentados y legitimados en las formas estatales dentro de las que se conformaron y reprodujeron,
con efectos diferenciadores y excluyentes profundos en la población campesina y, sobre todo, la
indígena.
Y para desatar esos “nudos gordianos” que ahora nos tienen atrapados – ese futuro construido en
el pasado – es importante conocer cómo fueron articulados, cómo se afianzaron y cómo se
continúan reproduciendo. Es decir, debemos acercarnos al conocimiento de los procesos históricos
que los conformaron, sobre todo porque se insiste en ver hacia delante, hacia el futuro, pero a
condición de ignorar el pasado. Pero, caminar hacia delante sin conocer el trecho ya recorrido es
como lanzarse a una aventura, sin una ruta previamente establecida. Nuestras expectativas de
futuro deben construirse a partir de nuestras experiencias sociales previas. Sólo de esa manera se
puede corregir el rumbo y garantizar diferentes y mejores resultados.
A continuación, y con tal sentido y finalidad, se presenta un breve análisis histórico con el que se
quiere contribuir a entender la complejidad de nuestro presente. Presente, que como se ha
indicado anteriormente, se caracteriza por ser bipolar, antagónico y excluyente. Se tratará de
ilustrar, desde una perspectiva histórica, cómo y por qué se ha venido construyendo hasta ser lo
que ahora es la sociedad guatemalteca.
Un primer aspecto básico a tener en cuenta es el que se refiere al carácter “híbrido” de las
empresas de descubrimiento, conquista y colonización. Éstas fueron iniciativas “empresariales” con
reconocimiento estatal pero sobre una base de capital privado, y reguladas mediante las llamadas
capitulaciones (contratos suscritos entre un particular y la Corona para efectos de descubrir y
conquistar nuevos territorios). Una consecuencia importante derivada de este modus operandi fue
la de los derechos que adquirían sus beneficiarios, bastante amplios y generosos, dado que se
desconocían las condiciones y los resultados concretos que se podían obtener de esas
expediciones.
Paulatinamente, la Corona fue regulando estas empresas provocando reacciones – algunas veces
violentas – por parte de los beneficiarios. Con las Leyes Nuevas – promulgadas en 1542 – la Corona
impuso sus propios controles. Se aseguró la continuidad del proceso pero bajo lógicas centradas en
el interés estatal. En este cambio fue importante el papel desempeñado por una burocracia estatal
especializada y jerarquizada, al igual que una visión política de largo plazo, eminentemente colonial.
Un elemento esencial para el éxito de esta política fue el reparto generoso de tierras entre los
primeros colonos y pobladores. El dominio colonial se consolidaría, jurídicamente, a partir de la
puesta en cultivo de las tierras adjudicadas, para así estabilizarlos en estos territorios.
No hay que olvidar dos factores capitales; primero, el establecimiento de un cuerpo jurídico nuevo
– sobre todo con relación al vigente antes en este continente – y cuyo punto de partida era la
imposición de la soberanía absoluta de la monarquía castellana sobre la tierra y todos los recursos
aquí existentes, desconociéndose las anteriores soberanías y derechos. Y, luego, la incorporación
sistemática y forzada de la población americana al proceso colonizador, promoviéndose – en un
primer momento – una serie de instituciones (la esclavitud y la encomienda), para satisfacer los
requerimientos personales de los conquistadores. Y luego, a partir de las Leyes Nuevas, una política
general de control y reproducción de esa población, confinándolos y organizándolos en los “Pueblos
de indios”, para lo que se les adjudicó tierras, sobre todo de manera colectiva.
El principio jurídico general al que se acogió la Corona Castellana para apropiarse de los territorios
americanos fue el de la regalía o dominio universal de la corona sobre las tierras comprendidas en
este espacio geográfico, otorgado por la Iglesia Católica luego de 1492. De él se derivaron las
diferentes formas y mecanismos que se implementaron para el acceso a la propiedad de la tierra en
el continente ¿Cómo utilizó la Corona este derecho y dominio?
Durante la etapa de las capitulaciones la tierra fue utilizada y repartida como estímulo o aliciente,
tanto para los jefes de las expediciones como para los participantes en las expediciones militares. Se
trataba de una recompensa. Y, casi siempre, con la tierra que se repartían también indígenas.
De forma paralela, se principió a distribuir tierras mediante las llamadas Reales Cédulas de gracia o
merced de tierra. Con éstas también se buscaba compensar los servicios prestados por esos
individuos a la Corona. Eran distribuciones de tierras de carácter gratuito. Dicho carácter cesó en
1591 cuando se introdujeron los de compra y adjudicación en pública subasta, significando un
cambio en la política agraria y un paso más en el proceso de implantación del régimen colonial. La
tierra incrementó su valor e importancia; sobre todo la cercana a las vías de comunicación y a
ciudades, villas, puertos y otros centros de comercialización y consumo.
Con estas disposiciones se ratificó que todas las tierras retenidas ilegalmente eran propiedad del
monarca; que las poseídas sin legítimos títulos debían restituirse a la Corona para que, una vez
reservada la necesaria para ciudades, villas y pueblos de indios – a quienes se les debía otorgar la
necesaria – la demás se les restituirían para disponer de ellas según su voluntad. Se impusieron
plazos para que todos los poseedores exhibieran sus respectivos títulos, amparándose a quienes los
tuvieran en concordancia con lo poseído, y quienes las tuvieran en exceso las devolverían al rey.
Surge entonces un nuevo título originario para adquirir el dominio privado de las tierras baldías o
realengas: la adjudicación en pública subasta al mejor postor.
También se introdujo la composición, figura y mecanismo jurídico mediante el cual una situación de
hecho en relación con la tenencia de la tierra podía convertirse en una situación de derecho, previo
pago del valor del bien en cuestión. Los interesados debían observar una serie de pasos
burocráticos –denuncia, medida y composición – luego de los cuales se les otorgaba el respectivo
título de propiedad. A partir de entonces, y a lo largo de todo el período colonial, estas dos fueron
las modalidades principales para acceder a la propiedad de la tierra en los territorios americanos2.
Este marco jurídico evidencia el “carácter generoso” con el que actuó el Estado colonizador tanto
en la etapa inicial de descubrimiento y conquista, como en la del asentamiento y desarrollo
posterior del régimen colonial. A partir de una presunción jurídica de origen feudal – la regalía – la
Corona dispuso de manera absoluta sobre la tierra, sus riquezas naturales, como sobre la población
originaria americana. Se ignoró, de manera categórica, la existencia de procesos históricos previos y
se impuso uno nuevo, orientado por lógicas diferentes. Estos mecanismos y procesos se
mantuvieron vigentes durante los siglos de dominación colonial, y no desaparecieron del todo con
el rompimiento político de 1821. Más bien, se renovaron y adaptaron en función de los sucesivos
contextos históricos. Y un resultado central fue la conformación de dualidades estructurales y
antagónicas en torno a la tierra, que respondían al tipo de relaciones sociales entonces impuestas.
Cuando se revisan detenidamente las principales modalidades de propiedad de la tierra que han
existido en Guatemala a lo largo de su historia se constata que éstas han girado en torno a
dualidades antagónicas, tejidas y luego desarticuladas en el contexto de momentos o períodos
históricos específicos. Además, esas dualidades estructurales han sido en gran medida resultado y
adecuación a condicionantes de carácter fundamentalmente externo. Dualidades que, de manera
simultánea, han sido complementadas con políticas laborales caracterizadas por la compulsión y la
explotación.
Las lógicas bajo las que en Guatemala se han articulado políticas agrarias y laborales en los distintos
periodos históricos – y aún se continúa haciendo – no han tenido como punto de partida un
carácter, una visión, un proyecto nacional de largo plazo, ni tampoco un sentido social ni de
redistribución – ni siquiera vía salarial – de la riqueza allí generada. Más bien, éstas siempre han
privilegiado la acumulación desigual y han sido esencialmente reactivas a procesos coyunturales
externos. En consecuencia, se puede afirmar que, en este contexto, la mentalidad empresarial
guatemalteca, conformada a la sombra de tales procesos y estructuras históricas, siempre se ha
caracterizado por ser “colonial extractiva”.
La primera dualidad estructural histórica que se construyó y funcionó a lo largo de todo el período
colonial, y con ciertas variantes hasta finales del siglo XIX cuando se produjo la Reforma Liberal, es
la de las tierras de propiedad comunitaria – pequeñas y medianas unidades productivas de
propiedad privada.
Su origen se sitúa en el carácter mismo del régimen colonial, estructurado con el propósito central
de extraer de la manera más eficiente y rápida la mayor cantidad posible de riquezas del continente
americano. Con notables diferencias con relación a los proyectos colonizadores ingleses,
holandeses y otros, la Corona Española organizó el suyo bajo una serie de parámetros mediante los
cuales buscó combinar directrices bastante contradictorias entre sí: de carácter económico – la
extracción de riquezas -, con intencionalidades de carácter humanitario – sobre todo a través del
proyecto evangelizador -. Frente al modelo de “plantación” promovido por otras potencias, anclado
sobre la fuerza de trabajo esclava, el que la corona española privilegió – sobre todo a partir de 1542
– consideraba la posibilidad de combinar los intereses económicos coloniales con un eventual
respeto de la integridad y dignidad de la población indígena. Fue bajo esta lógica que se estableció
el “pueblo de indios” como espacio para que dicha población viviera y se reprodujera bajo los
principios y la ética cristiana; pero vinculada a procesos económicos extractivos bajo modalidades
compulsivas y explotadoras3.
Es aquí donde surge esa primera dualidad estructural en torno a la propiedad de la tierra. Por un
lado, a todos los “Pueblos de Indios” se les asignó, por ley, una porción de tierra – llamada con el
paso del tiempo ejido – para el sustento y reproducción de sus habitantes; pero – sobre todo – para
que cumplieran puntualmente con los requerimientos del régimen colonial. La asignación del ejido
respondía a una doble lógica que privilegiaba la posibilidad de la conservación y reproducción de la
población indígena, así como la reproducción del sistema colonial. En ese espacio la población
indígena debía cultivar maíz, frijol y otros frutos para pagar el tributo real, como también – pero en
segundo lugar – para su propia alimentación. Estos tributos, pagados en tales frutos, eran
recolectados cada seis meses y luego eran vendidos al mejor postor. Los compradores, casi siempre
los grandes comerciantes de la ciudad capital, los incorporaban como un artículo más en sus
transacciones comerciales en el ámbito regional.
El ejido, dentro de esta lógica, era un componente esencial en el proceso de reproducción del
régimen colonial, por lo que la Corona siempre legisló en términos favorables para que los “Pueblos
de Indios” contaran este patrimonio común. Desde esta perspectiva, el paternalismo desplegado
por las autoridades coloniales hacia las comunidades indígenas se puede entender como parte de
una estrategia para garantizar la pervivencia del régimen.
Pero, los “Pueblos de Indios” también podían, en la medida de sus capacidades económicas,
comprar tierras a la Corona a través de los mecanismos de la denuncia y subasta, así como
mediante la composición. Tal posibilidad permitió a muchos de ellos conformar grandes “latifundios
comunales”, espacios que les permitieron ampliar los márgenes de producción de artículos para su
subsistencia, como para cumplir con sus obligaciones fiscales4.
Los mestizos también accedieron a la propiedad individual de la tierra, corriendo la misma suerte
que los arriba mencionados, pero con el agravante de que los espacios en los que pudieron
asentarse como propietarios eran marginales. Al que se le agregaban las dificultades que
enfrentaban para acceder a la fuerza de trabajo indígena. Se les encuentra en lugares como los
valles de Salamá, Sija, Salcajá, San Marcos Sacatepéquez, Petapa, así como diseminados en los
intersticios montañosos del Oriente9.
En tal sentido, durante los siglos de dominación colonial coexistieron formas colectivas y privadas
de propiedad de la tierra, cada una de ellas con finalidades específicas. Pero, para el
funcionamiento y reproducción del régimen colonial, fueron más importante y estratégica la
propiedad comunal, dado que lo que en ella se producía garantizaba un significativo porcentaje de
los ingresos fiscales para el sostenimiento y reproducción del aparato estatal y, en última instancia,
de la sociedad colonial en su conjunto. Eran espacios territoriales al interior de los cuales la
población indígena vivía y se reproducía al margen de las tendencias y fluctuaciones del mercado
externo pero, con la obligación de garantizar la estabilidad local del régimen en medio de tales
incertidumbres. Mientras que las propiedades privadas, en su gran mayoría funcionaban más bien
dentro de la lógica de la auto-subsistencia.
De esta cuenta, la centralidad de la tierra ejidal y comunitaria para el régimen colonial explica la
constante conflictividad que se registró durante todo este período entre pueblos. Inmersos dentro
de los esquemas burocráticos coloniales, los “Pueblos de Indios” acudieron constantemente a los
tribunales específicos de administración de tierras para legitimar sus derechos de propiedad, como
también para defenderse de las amenazas expansionistas de los pueblos vecinos. Esta
conflictividad, que en muchos casos llegó a traducirse en acciones violentas, evidencia el profundo
valor e importancia simbólica y económica que para ellos tenía la tierra.
Es importante destacar que también se registraron constantes tensiones y conflictos entre pueblos
y propietarios privados de tierras por asuntos de linderos, intromisiones, y apropiaciones ilegales de
tierra y otros motivos. Sin embargo, en la mayoría de los casos, las autoridades reales favorecieron
los derechos y reclamos de los “Pueblos de Indios”. Decisión política que podría entenderse como
necesaria para mantener cierta “paz social”. Sobre todo porque como bien lo decía un documento
elaborado por la elite comercial guatemalteca colonial, ellos eran “...el descanso de las demás
clases sin exclusión”.
La fluctuante demanda del cacao local en Europa – obre todo durante los siglos XVI y XVII – y, luego
del añil en el XVIII, ilustran cómo las elites comerciales guatemaltecas asumieron esas coyunturas
como una oportunidad inmediata para comerciar con la metrópoli y acumular riqueza, más que
como ocasión para desarrollar procesos económicos productivos con perspectiva endógena. Tanto
el Estado colonial como las elites locales y regionales depositaron su confianza en estos productos,
sin prevenir ni planificar opciones y/o complementariedades a los mismos. Sobre todo, porque se
contaba con la reserva económica de la población indígena organizada en torno a sus tierras
ejidales, comunitarias.
¿Cómo fue posible, entonces, que el régimen colonial sobreviviera en tales condiciones en este
territorio?
Mientras que en los espacios mexicano y andino la extracción de metales preciosos generó
múltiples procesos productivos complementarios que, la vez produjeron significativos y constantes
ingresos a las finanzas reales, en Guatemala las fuentes de dichas finanzas fueron escasas:
fundamentalmente los tributos entregados regularmente por la población indígena, así como los
impuestos que pagaban los comerciantes sobre las importaciones de mercaderías europeas como
sobre las poco estables exportaciones de cacao, añil, y otras cuantas materias primas producidas
localmente que también generaban ingresos fiscales pero cuyo monto era irrelevante con relación a
los mencionados. Estos dos rubros eran los que sostenían y permitían la reproducción del aparato
estatal que daba vida al régimen colonial en el ámbito regional centroamericano.
Son estos referentes y circunstancias fiscales los que explican y permiten entender la relevancia de
la dualidad propiedad comunal – propiedad privada antes evocada, en tanto base reproductora del
régimen colonial en el ámbito regional.
Los ingresos fiscales por concepto de exportación de frutos y materias primas siempre fueron
fluctuantes debido a su inestable demanda en el mercado europeo y como resultado de la
competencia externa que debían enfrentar. El cacao guatemalteco era producido mayoritariamente
por la población indígena ubicada en las zonas aptas para dicho cultivo, en tierras trabajadas
colectivamente por ellos, pero que se les “escapaba de las manos” ya que tenían que entregarlo
como tributo, pago de deudas o en sus intercambios comerciales. Al final, eran los comerciantes de
la ciudad de Santiago quienes lo acaparaban, exportándolo luego hacia México o la península.
El añil, cultivo de carácter extensivo, se desarrolló de manera bastante generalizada en el siglo XVIII
en buena parte de la actual república de El Salvador y, en una escala bastante menor en ciertas
zonas del territorio guatemalteco. Sus propietarios eran criollos pero, mayoritariamente, mestizos.
Salvo algunas excepciones, se cultivaba en pequeñas y medianas propiedades, tanto por razones
técnicas como económicas. El eje medular en el proceso productivo del añil era el del
financiamiento, dado que era allí donde se concentraba la tensión de intereses entre los
productores directos y quienes financiaban estos procesos para que se realizaran sin
contratiempos. Mientras que los primeros buscaban asegurarse un beneficio decoroso y aceptable
por los esfuerzos invertidos en toda la etapa puramente extractiva; los segundos, siempre trataron
de cubrir con creces los riesgos que para ellos significaba invertir en un proceso productivo
sometido a las inestabilidades propias del sistema colonial.
El breve panorama hasta aquí esbozado permite constatar que la reproducción del régimen colonial
descansó sobre dos pilares – dos ejes de generación de riqueza – caracterizados por ser desiguales.
Mientras que el “Pueblo de Indios” se mantuvo invariable en su constitución y organización –
centradas alrededor de la tierra poseída y trabajada colectivamente –, la propiedad privada fue
importante en la medida en que estaba articulada a procesos productivos de exportación. En tal
sentido, el régimen colonial fue viable y logró reproducirse a partir de la existencia de la población
indígena concentrada y organizada en dichos pueblos.
Debe rescatarse de la lectura de esta etapa histórica algunos de los efectos que, paradójicamente,
se fueron generando al interior de los “Pueblos de Indios” como resultado de la imposición de la
normatividad colonial. Los agotadores trabajos agrícolas comunes, las jornadas laborales
obligatorias que debían cumplir fuera de los pueblos, las celebraciones religiosas con ocasión de las
fiestas patronales, la existencia de normas y tradiciones consuetudinarias, entre otros, fueron
elementos y factores a partir de los cuales se tejieron identidades y solidaridades locales que les
cohesionaron en la adversidad que para ellos significaba vivir bajo dicho régimen. Todo ello,
enmarcado dentro de un horizonte referencial territorial constituido por los cerros, montes, ríos y
bosques que se encontraban dentro de los “mojones” que delimitaban las fronteras de cada
pueblo. De tal manera que la tierra comunal no solo era concebida como el espacio que el régimen
colonial les había impuesto para su reproducción física y material sino, también, como la posibilidad
para crear lazos de solidaridad y una memoria común. Situación que explica el interés y la decisión
con que defendían sus tierras ante las amenazas externas.
El primero de estos cambios fue el del nuevo ordenamiento jurídico bajo el que se relacionarían los
habitantes de estos territorios entre sí. Uno de sus ejes centrales fue el de la ciudadanía, como
forma exclusiva de relación entre la población y las nuevas instituciones políticas y, de manera
general, con el nuevo Estado. Y el otro, el de la primacía que se le atribuyó a la propiedad privada
de la tierra.
Fue en ese contexto político que se promulgaron una serie de leyes para estimular el desarrollo de
la propiedad privada pero que, en el fondo, más bien se orientaban a restringir la existencia de las
de carácter comunitario, lo que queda claro al examinar el conjunto de disposiciones legales
emitidas entre 1824 y 1836.
Un primer aspecto a destacar es cómo, desde un principio, las nuevas autoridades políticas
proclamaron la soberanía que desde la nueva forma de organización política – la República Federal
– se asumió sobre la tierra. En 1825 se emitió una primera disposición destinada a promover la
titulación privada de las tierras baldías. Nótese cómo se sustituye de manera inmediata el concepto
de tierra realenga (del rey), utilizado durante el período colonial para designar a todas las tierras
que no estaban siendo poseídas a título privado o colectivo, por el de baldías, o sea, sin ocupar,
pero que pasaron a ser propiedad del nuevo Estado entonces constituido.
Si bien es cierto que durante estos primeros años de vida independiente el Estado continuó
reconociendo los derechos de los pueblos sobre sus tierras, éstos se fueron reduciendo
paulatinamente. Se respetó la existencia de los ejidos pero cada vez menos las tierras comunales y,
menos aún, las de las cofradías. Estas disposiciones principiaron a generar conflictos y tensiones al
interior de los pueblos. Sobre todo, porque – y en base a una aplicación arbitraria de las leyes
entonces emitidas sobre titulación de tierras baldías – se partía del principio de que todas las tierras
no cultivadas podían ser denunciadas y apropiadas a título individual, privado. Además, la mayor
parte de las antiguas autoridades indígenas de los pueblos fueron sustituidas por unas nuevas, de
carácter republicano; proceso en el que fue determinante la aplicación del ya mencionado principio
de la ciudadanía. En los primeros años de la década de 1830 dicha presión continuó agravándose, al
extremo que en 1836 se autorizó y ordenó a las autoridades pueblerinas alquilar o vender los
ejidos; y también se estableció que en adelante ya no se concederían tierras bajo esta modalidad a
ningún pueblo.
Sin embargo, y a pesar del carácter compulsivo de estos cambios, la propiedad privada no se
generalizó como se esperaba. Las dificultades económicas de los interesados potenciales, al igual
que las incertidumbres de la época – tanto políticas como económicas – fueron un importante
freno. Para paliar estas contrariedades, las autoridades estatales pusieron en funcionamiento un
mecanismo alterno que si bien no garantizaba el acceso a la propiedad plena de la tierra, si permitía
su usufructo permanente: el censo enfitéutico. Mediante éste los interesados podían denunciar
tierras, debiendo comprometerse a pagar un interés anual – que osciló entre un 5% y 8% – sobre el
valor nominal de la tierra que se quería utilizar. En este contexto, muchos pueblos optaron por
ceder parte de sus ejidos y tierras comunes bajo esta modalidad, lo que les garantizaba un ingreso
anual.
Se promovió una nueva práctica y discurso, completamente acordes con el espíritu liberal, en los
que el argumento fundamental era que la riqueza general sólo se generaría a partir del desarrollo
de la riqueza de los individuos. En tal sentido, se planteó que si la agricultura – identificada como la
base para la generación de dicha riqueza – no se desarrollaba adecuadamente, no era porque no se
contara con “brazos” suficientes que la trabajaran, sino porque la población que podía trabajar vivía
en el vicio y la indolencia; por lo que era necesario obligarlos a cumplir con tal función.
Por otro lado, también se puso en vigencia otra modalidad de control de la fuerza de trabajo
campesina que consistió en permitir a los propietarios de tierras dar anticipos – en moneda o en
productos – a los trabajadores. Éstos adquirían la obligación de pagarlos con trabajo en las
próximas temporadas de labranza. La precariedad en la que vivían muchos campesinos les obligaba
a aceptar tales anticipos, lo que les significaba enajenar su tiempo de trabajo futuro, en el que,
además, ya no recibirían ningún pago. Y si lo obtenían era con el compromiso de pagarlo en la
siguiente temporada de trabajo.
Nótese cómo se fue operando un cambio significativo en la lógica argumentativa republicana liberal
en torno a las formas de propiedad, la población indígena y el trabajo. Al atribuirle centralidad a los
principios liberales de la propiedad privada de la tierra y de la ciudadanía, se dejó de lado aquellos –
de carácter colonial – que habían sido la base para la reproducción del mismo: la tierra y el trabajo
comunal. Pero, en esencia, se continuó reproduciendo lo mismo: la población indígena siguió
siendo “...el descanso de las demás clases sin exclusión”.
Pero estos cambios no se aplicaron sin complicaciones ni conflictos. Desde los primeros años de
vida independiente, las comunidades indígenas reaccionaron ante las nuevas disposiciones
reguladoras del acceso a la tierra, aunque enfrentando un nuevo problema de carácter jurídico,
derivado de la aplicación del principio de la ciudadanía, así como de las nuevas instituciones
políticas de carácter local.
Ante esta avalancha la población indígena reaccionó en muchos casos tratando de mantener la
cohesión a partir de una defensa común, articulada, de sus tierras. En los escritos y memoriales que
a partir de entonces presentaron a las altas autoridades se continuaron identificando como lo
habían hecho durante el período colonial: “...nosotros, los principales, los ancianos, y el común…”
pero sin incluir más el de “alcaldes y regidores” que antes les articulaba de manera institucional a
dicho común; es decir a la comunidad, y – sobre todo – al Estado. En todo caso, no cejaron en la
defensa de lo que continuaban considerando como patrimonio común, tanto por medios legales
como a partir de medidas de hecho, incluso de carácter violento.
Durante los primeros veinte años de vida independiente los liberales promovieron cambios
profundos con el propósito de transformar la matriz económica colonial, asentada sobre la dualidad
estructural constituida en torno a la propiedad comunitaria – propiedad privada de la tierra. Y de
forma paralela, a partir de los cambios políticos implícitos en la aplicación del principio de la
ciudadanía. Como ya se planteó, se buscó universalizar, con carácter amplio, la propiedad privada y,
de manera diferenciada, el principio de la ciudadanía. Y, cada vez más mitigadamente, se continuó
permitiendo la propiedad ejidal.
Sin embargo, la población indígena no se plegó de manera automática a estas nuevas normas y
cambios impuestos autoritariamente. Se resistieron a desarticularse como comunidad, aún cuando
perdieron el control del poder político de sus pueblos, y desarrollaron una lucha frontal para
defender sus patrimonios territoriales. Lucha que iba más allá de la defensa de ese bien, dado que
ésta se articulaba y sustentaba en identidades y solidaridades construidas a lo largo de los siglos de
dominación colonial. La insurrección campesina de 1838 provocó la caída del gobierno liberal pero,
sobre todo, la supresión de las leyes que venían amenazando la integridad y existencia de la
comunidad campesina, sobre todo indígena.
Podría afirmarse, entonces, que los intentos “modernizadores liberales” de estos años fracasaron,
sobre todo en cuanto a la disolución de la comunidad indígena y la entronización absoluta de la
propiedad privada. Aunque tal fracaso no ocurrió únicamente como resultado de la reacción
indígena sino también por la ausencia de un proyecto económico coherente en torno al cual
articular todos esos cambios entonces promovidos.
Estos años – prolongación aguda de la crisis económica colonial – se caracterizaron por una
creciente inestabilidad comercial, fiscal y financiera. Aunque los tributos pagados por la población
indígena fueron suprimidos, y luego substituidos por otros impuestos con similares características,
los ingresos fiscales tampoco se vieron incrementados con nuevos rubros impositivos. Además, se
trató de un periodo en el que las constantes guerras civiles consumieron esos pocos ingresos. Las
exportaciones se vieron reducidas a productos ocasionales y sin posibilidades de continuidad. La
promoción de la propiedad privada no trajo consigo la generación de actividades económicas
dinamizadoras de los intercambios comerciales con el exterior. De tal forma que la economía y las
finanzas estatales continuaron descansando sobre la población a la que se quería marginar.
Este período histórico, que se prolongó de manera más o menos continua desde la caída del
gobierno liberal en 1838 hasta 1871, logró alcanzar cierta estabilidad a partir de dos factores
esenciales: la articulación económica al mercado externo a partir del cultivo y exportación de la
grana, y la relativa “paz social” que se estableció entre el Estado y la población indígena.
En relación con la grana, la producción local de este colorante natural alcanzó cierta estabilidad
frente a la demanda que planteó el mercado textil europeo. Por un lado, era un producto que
requería escasa fuerza de trabajo para su cultivo y producción, además de que tampoco necesitaba
de grandes extensiones de tierra para su cultivo. Las zonas de producción, por otro lado, eran
reducidas por lo que no se dieron intensos procesos de demanda y especulación en torno a la
tierra. Y, por último, y de manera más o menos similar a como había funcionado el proceso de
comercialización del añil durante el siglo XVIII, la elite comercial de la ciudad de Guatemala acaparó
el control de los procesos de financiamiento y exportación.
Este contexto, en principio, fue favorable para la población campesina y las comunidades indígenas.
La presión sobre sus tierras comunes se vio bastante reducida, al igual que los requerimientos para
la prestación de servicios de trabajo. No obstante, continuaron siendo los principales proveedores
de alimentos y frutos necesarios para el consumo y abasto de la capital y demás centros urbanos.
En tal sentido, la gran ambigüedad de este período histórico residió en que si bien la población y las
comunidades indígenas estuvieron relativamente al margen de procesos de expoliación de tierras y
de explotación sistemática de su fuerza de trabajo, ello fue a costa de la imposición de un marco
legal diferenciador que les excluyó de la posibilidad de participar en los procesos de construcción
de la nación, dado que “no reunían” los requisitos básicos para ejercer tales derechos.
La conflictividad que se registró en torno a la tierra en este período giró más bien alrededor de
problemas de límites entre propiedades ejidales y comunales, aunque no por ello dejaron de existir
litigios entre pueblos y propietarios privados, así como entre éstos últimos.
El Liberalismo de finales del siglo XIX: hacia la consolidación del nudo estructural latifundio-
minifundio
La crisis en la demanda de la grana – cultivada en el centro del país – en el mercado europeo se fue
agudizando al mismo tiempo que el cultivo del café se fue expandiendo en la boca costa occidental
del territorio guatemalteco. De tal manera que la transición entre uno y otro producto se fue dando
sin grandes interferencias en cuanto a sus procesos productivos. No ocurrió lo mismo en lo
relacionado con las bases estructurales políticas y sociales sobre la que ambos productos
descansaban.
La diferencia sustancial – motor de los cambios ocurridos a partir de 1871 – entre ambos productos
eran el carácter extensivo del café, lo que implicó incorporar nuevos espacios para su mejor
desarrollo y así garantizar la obtención de la mayor cantidad posible de beneficios económicos; al
igual que el requerimiento de abundante fuerza de trabajo, de capital e infraestructura. Razones de
peso y suficientes para provocar cambios políticos de gran magnitud, como los que se iniciaron en
ese año y que continuaron afianzándose durante toda la primera mitad del siglo XX.
Las primeras plantaciones cafetaleras se conformaron en espacios que, formalmente, eran aún
considerados como de frontera agrícola. Este supuesto – tierra de frontera agrícola = tierra de
nadie / tierra del Estado – explica, por ejemplo, el decreto gubernativo emitido en 1873 que declaró
como estatales alrededor de 2000 caballerías de tierra ubicadas en la llamada “Costa Cuca”.
Supuestamente “de nadie”, pero si de vocación cafetalera, casi inmediatamente fueron repartidas
entre allegados, colaboradores y participantes en la gesta militar que en 1871 obligó al gobierno
conservador a renunciar. Esa disposición gubernativa aducía que se buscaba estimular la agricultura
pero, en realidad, se trataba de consolidar a determinados grupos de personas en torno a la
caficultura en donde ésta podía desarrollarse naturalmente. Así, autoritariamente, se redireccionó
el uso y propiedad de una vasta extensión de tierras que, en muchos casos, había venido
funcionando como espacio de reserva agrícola y forestal a los pueblos de la parte sur del altiplano
sanmarquense y quetzalteco como a los colindantes a ella desde las planicies de la boca costa.
De manera simultánea, se emitieron varias leyes con el propósito de estimular la propiedad privada
de la tierra y, de esta manera, despejar todos los obstáculos que pudiera enfrentar el desarrollo del
cultivo del café. Se suprimió la figura jurídica del censo enfitéutico, utilizada hasta entonces como
una opción para acceder al usufructo de la tierra. Se ordenó a los usufructuarios que las redimieran
(es decir, que pagaran al erario estatal su valor total para, a cambio, obtener el derecho de
propiedad) para no perderlas. En todo caso, las comunidades que desde años atrás las habían
otorgado bajo esta modalidad las perdieron, dado que si no eran redimidas por los usufructuarios
pasaban a poder del Estado. Además, y bajo el sofisma liberal de que la propiedad en muchas
manos era antieconómica, se ordenó a los pueblos lotificar y repartir sus tierras ejidales y
comunales.
Se trató de una fuerte arremetida estatal cuya finalidad era crear las condiciones posibles y
necesarias para estimular abiertamente el desarrollo del cultivo del café, sobre la base y la lógica de
la propiedad privada. Arremetida que, en su camino, se tropezó con la existencia de las tierras
ejidales y comunales, así como con la estructura dual antes referida.
Es importante recordar lo que ya se indicó antes, que el café requería de “nichos ambientales”
específicos para su adecuada reproducción. En consecuencia, las tierras más apetecidas fueron las
de “vocación cafetalera”, lo que explica el decreto de 1873, al igual que el progresivo interés que
fue cobrando la parte norte de la Verapaz, sobre todo para los colonizadores alemanes. Pero,
también debe recordarse que esta “fiebre cafetalera” produjo efectos “colaterales” de gran
impacto entre la población campesina e indígena, como también en cuanto a la consolidación de
nuevas estructuras económicas y sociales.
Si bien las zonas específicas en las que se desarrolló el cultivo del café se ubican en nichos
ecológicos ahora identificados con la llamada zona de boca costa así como en una importante
porción del actual departamento de Alta Verapaz, este cultivo también se propagó a un importante
número de departamentos del país, aunque los resultados no fueron iguales en todos ellos.
Sin embargo, la legislación liberal que se promulgó a partir de entonces encerraba un interés muy
claro: desarticular las modalidades colectivas de reproducción que permitían a las comunidades
campesinas indígenas reproducirse, precariamente pero de manera autónoma. Es decir,
desarticular el eje propiedad comunal – propiedad privada e implantar en su lugar uno nuevo que
paulatinamente asumirá la modalidad del latifundio – minifundio, aún vigente.
Y para que los efectos de la política liberal fueran universales, las autoridades también emitieron
disposiciones de carácter político, más allá de lo agrario pero en estrecha relación con él. Una de
ellas fue la de la redefinición de los términos para el ejercicio de la ciudadanía – y sus derechos y
obligaciones inherentes – y la otra con la cuestión laboral.
Las leyes que en materia agraria se continuaron promulgando a partir de entonces tuvieron como
propósito regular el acceso a la propiedad privada de la tierra, pero no la promoción de un
desarrollo rural amplio y de largo plazo. En esencia, se debía defender y preservar a la caficultura de
todo tipo de amenazas, tanto internas como externas.
La conflictividad en torno a la tierra fue encausada dentro de nuevos parámetros jurídicos que ya
no eran favorables a las comunidades, que continuaron peleando sus antiguos derechos pero a
partir de nuevas disposiciones imbuidas de un espíritu esencialmente liberal, individualista. A lo que
se añadía la marginación política – el no ser ciudadanos – que les imposibilitaba defender sus
derechos en igualdad de condiciones frente a quienes, al amparo de la ley y del poder, les
despojaban de sus tierras y los explotaban sistemáticamente.
El siglo XIX, en tal sentido, fue el escenario en el que paulatinamente se fue desestructurando el
andamiaje construido y fortalecido durante el régimen colonial, el cual se había articulado en torno
a las tierras ejidales y comunes así como, aunque con menor importancia, las de propiedad privada.
Durante los siglos de dominación colonial no se concibió – dadas las características geo-económicas
de este territorio – otra posibilidad para asegurar la reproducción del régimen colonial que la de
dicha dualidad estructural. A partir de la independencia, las ideas de la Ilustración y del Liberalismo
irrumpieron en los espacios de discusión de las elites locales y regionales. Se concibió, entonces, la
posibilidad de un nuevo orden, nuevas estructuras, nuevos proyectos políticos y económicos, pero
sin considerar como parte activa de ellos a la mayoritaria población indígena. En el fondo, se quería
continuar reproduciendo el esquema colonial de “las dos repúblicas”, pero con la diferencia de que
“la república de indios” ya no contaría con su espacio vital para autosubsistir y reproducirse. Se
impuso el individualismo liberal al que tenían que amoldarse pero sin permitirles hacerlo en
igualdad de condiciones.
Un rápido repaso de la historia política del siglo XX nos advierte sobre ciertas constantes que no
pueden dejarse de lado al establecer un balance sobre la crisis estructural en la que nos
encontramos sumergidos en la actualidad, al iniciar el nuevo siglo. Sin olvidar que de la mano de esa
historia política va la de los procesos económicos que la sustentaron y moldearon.
El ascenso de los liberales al control de los aparatos del gobierno político nacional a partir de 1871
favoreció el establecimiento de nuevas relaciones y vinculaciones con el mercado mundial,
iniciándose así la configuración de una economía agro-exportadora que, a su vez, condujo a la
formación y consolidación – en el ámbito interno – de una reforma económica estructural que sólo
fue posible a partir de una profunda transformación del Estado.
De manera paralela a la transformación del paisaje también se dio la de las relaciones laborales,
proceso en el que confluyeron varios factores. Las disposiciones liberales contra la propiedad
comunal abrieron las puertas a la conformación de una fuerza de trabajo disponible para las
necesidades de la caficultura. Tanto el Reglamento de Jornaleros como la actualización de la
habilitación por deudas como otra modalidad de reclutamiento de fuerza de trabajo para la
plantación cafetalera se aplicaron de manera compulsiva entre quienes recién habían sido
despojados de sus formas de articulación y subsistencia comunitarias. A estas disposiciones
laborales se añadieron sucesivamente otras más, todas bajo el signo de la compulsión: el “batallón
de zapadores”, la “ley de trabajadores”, las “leyes de vagancia”, la “boleta de vialidad” y el
“reglamento de jornaleros”.
Pero, al suprimir las formas ancestrales de organización comunitaria se sentaron las bases para el
surgimiento y consolidación de la antítesis del latifundio: el minifundio. La lotificación obligatoria de
ejidos y tierras comunales, antecedente previo de la minifundización, trajo consigo no sólo la
desintegración de las formas de organización y reproducción económica y social comunitaria sino,
además, la puesta a la disposición del latifundio cafetalero de dicha población. De tal manera que,
en el ámbito interno y a partir de tales disposiciones, se crearon las bases necesarias para que el
latifundio cafetalero se desarrollara y fortaleciera sin obstáculos de ninguna naturaleza.
A partir de estas dos premisas básicas: la consolidación del latifundio cafetalero y la disponibilidad
de fuerza de trabajo bajo formas compulsivas y semigratuitas – concentrada en el minifundio – se
aseguró el paulatino incremento de la producción y exportación de café; lo que, en términos
económicos significó que a pesar de que la economía guatemalteca se vio vinculada al mercado
internacional capitalista, no se generó un genuino proceso de “modernización capitalista” interna
como consecuencia de esa vinculación.
Si bien se produjo una significativa inversión de capital en la plantación cafetalera, la tierra se fue
paulatinamente transformando en mercancía, y se dio una masiva mercantilización del producto,
tal “modernización” no llegó a ser completa ya que afianzó el carácter servil de las relaciones
sociales ya existente en el ámbito de la organización del trabajo. En primer lugar, porque la fuerza
de trabajo indígena y campesina pasó a depender del poder y la voluntad de los terratenientes
dando lugar a relaciones laborales que funcionaron y se reprodujeron bajo modalidades coactivas,
no libres, que limitaron la libertad de movilización de dicha población. De donde, la posibilidad para
que los cafetaleros acumularan riqueza – y poder en consecuencia – no fue tanto la propiedad de la
tierra en sí, sino el acceso libre a una masa de trabajadores bajo las condiciones previamente
descritas. El paulatino incremento de la producción y exportación de café fue, entonces, posible a
partir de este tipo de relaciones laborales. Dicho de otra manera, sin este tipo de relaciones
laborales, no hubiera sido posible el desarrollo y consolidación del latifundio cafetalero.
Como ya se indicó, el despojo de las tierras de las comunidades trajo consigo la imposición de
relaciones laborales serviles, precapitalistas, lo que no les permitió alcanzar autonomía económica,
vía salario. Y como efecto en cadena, se obstaculizó la posibilidad de conformar y consolidar un
mercado interno sólido, al igual que la diversificación productiva. El carácter servil de las relaciones
laborales a que fueron sometidos les impidió convertirse en consumidores reales. Los “salarios”
percibidos por su trabajo no circulaban más allá de las “tiendas de raya” localizadas al interior de las
fincas. En tal sentido, se impuso y afianzó entre ellos un sentido y forma de reproducción
económica centrados en la auto-subsistencia.
Esta herencia liberal decimonónica fue paulatina y constantemente reforzada por un régimen
político autoritario y excluyente, encarnado en las sucesivas dictaduras que se convirtieron en la
opción política por excelencia para la oligarquía cafetalera, tanto porque les garantizaba la oferta y
disponibilidad de fuerza de trabajo, como porque mantenían el orden necesario que se requería en
tales circunstancias.
La primera mitad del siglo XX fue el crisol en el que se anudaron de manera férrea estos rasgos y
componentes de la estructura social y productiva nacional. Este era el escenario y el tipo de
relaciones económicas y sociales que predominaban en Guatemala cuando se produjo el
derrocamiento del dictador Jorge Ubico en 1944. El reto que los revolucionarios se plantearon fue
transformar tal escenario y relaciones para, así, poder promover la modernización económica,
política y social que el país necesitaba.
El horizonte hacia el que apuntaban los objetivos y metas de los promotores e impulsadores de los
procesos cívicos y políticos que desembocaron en la renuncia del dictador Ubico y los posteriores
cambios que el país experimentó durante este período era, fundamentalmente, el de la
modernización del país.
Se apostaba, en esencia, a que Guatemala funcionara de acuerdo con los grandes enunciados que
habían sido el centro de la propaganda y la lucha de los países aliados que en ese momento
enfrentaban el totalitarismo nacional-socialista: la libertad y la democracia, principios que reñían
con la visión feudal, señorial, de la oligarquía cafetalera que desde finales del siglo XIX siempre
había apostado por la dictadura, como espejo que reflejaba su visión y proyecto de país.
El eje central de la reforma agraria era la modernización capitalista del país, tal como lo afirmó el
presidente Árbenz cuando tomó posesión de la primera magistratura de la nación:
nuestro gobierno se propone iniciar el camino del desarrollo económico de Guatemala, tendiendo
hacia los tres objetivos fundamentales siguientes: a convertir nuestro país de una nación
dependiente y de economía semicolonial en un país económicamente independiente; a convertir a
Guatemala de país atrasado y de economía predominantemente semifeudal en un país moderno y
capitalista; y hacer porque esta transformación se lleve a cabo en forma que traiga consigo la mayor
elevación posible del nivel de vida de las grandes masas del pueblo.
De esta cuenta, alrededor de la reforma agraria se articularon una serie de medidas y acciones que
provocaron como efecto posterior una transformación profunda de las estructuras económicas,
políticas y sociales del país. Se trataba de desarticular y desatar el nudo liberal que se había venido
tensando y cerrando en torno a la propiedad de la tierra.
Tierra y salarios fueron los dos cambios más significativos que entonces conoció la población
campesina e indígena; cambios por demás trascendentales para ellos dado que implicaban su
liberación de la servidumbre a la que habían estado sometidos durante generaciones. Y, sobre todo,
porque con estos cambios se quería desatar el nudo estructural latifundio-minifundio que los
liberales habían impuesto y consolidado a lo largo de más de setenta años.
Aún no se han llevado a cabo investigaciones sistemáticas que evidencien los efectos profundos que
produjeron los cambios operados durante esos “diez años de primavera en el país de la eterna
dictadura”. Sabemos sobre los efectos de la apertura política, la modernización de las finanzas
públicas, las leyes de beneficio social (sobre todo la seguridad social y el código de trabajo). Sin
embargo, son pocos los estudios que dan cuenta sobre los efectos económicos, políticos y sociales
que estos cambios tuvieron en el ámbito local, comunitario. En el caso específico de la reforma
agraria contamos con las cifras oficiales que informan sobre los resultados de la aplicación del
decreto 900. Pero, todavía no se conocen las dinámicas sociales que este decreto generó en los
ámbitos locales, sobre todo desde el punto de vista de las articulaciones y efectos que en torno a él
se dieron con relación a la conflictividad social que entonces se generó alrededor de la tierra.
Al contextualizar la reforma agraria dentro del proceso histórico de larga duración al que se ha
venido aludiendo, es imposible no considerarla como un esfuerzo que contenía una visión y
horizonte modernizador y con amplias perspectivas sociales. Ésta buscaba transformar las
relaciones precapitalistas, premodernas, que regían el campo y, de manera más amplia, a la
sociedad en su conjunto. Sin embargo, y a partir de consideraciones y justificaciones ideológicas
que ocultaban intereses explotadores señoriales, se hipotecó el futuro del país al impedir que se
llevara adelante un esfuerzo y un proceso nuevo, modernizador y con perspectiva social
Conclusiones: ¿de vuelta al pasado? De la contrarrevolución a los Acuerdos de Paz
Las sucesivas disposiciones que en el ámbito gubernamental se han venido imponiendo a partir de
1954 hasta la fecha en cuanto a la problemática agraria se pueden caracterizar por una asombrosa
capacidad de invisibilización de la centralidad de dicha problemática con relación a las dificultades
que experimentamos para abandonar el profundo nivel de postración social y económica en el que
vivimos.
De esta cuenta, la mayoritaria población campesina e indígena se vio obligada – a partir de 1954 – a
retomar nuevamente la ruta de los grandes latifundios (fincas cafetaleras y algodoneras,
plantaciones azucareras) que volvieron a consolidarse y expandirse, para obtener allí un magro
complemento para su sobrevivencia familiar.
En ese sentido, el largo conflicto armado interno puede ser también analizado y entendido como un
gran esfuerzo estatal – en su sentido amplio – para eliminar toda posibilidad de cuestionar el status
quo de la nación guatemalteca. De esta cuenta, los campesinos aún no son reconocidos como
sujetos políticos y económicos con capacidad organizativa y propositiva. Acostumbradas, como lo
han estado la clase dominante así como las formaciones partidistas de turno –que aparecen y se
desvanecen del espectro político con una gran versatilidad– a considerar a la población rural como
residuo social pasivo y útil en tiempo de elecciones o de temporada de cosecha, no pueden ver en
ellos a sujetos políticos con capacidad para articular demandas y – sobre todo – para defenderlas.
Cada vez que los campesinos se manifiestan y hacen propuestas es común escuchar de labios de
esos sectores retrógrados explicaciones deslegitimadoras de tales demandas, sustentándolas en
visiones paternalistas que solo les permiten ver manipulación o ignorancia, en lugar de escuchar
una voz fuerte que les cuestiona y que reclama lo que les corresponde por justicia y por derechos
históricos.
La actual crisis del café, evidencia de la crisis del modelo agro-exportador liberal, tampoco está
siendo vislumbrada como una oportunidad para dar un salto cualitativo hacia un nuevo modelo
económico moderno e incluyente. Las propuestas de modernidad y de modernización que se
perfilan desde los sectores de poder continúan estando aferradas y sustentadas en la visión
oligárquica, liberal construida durante el largo régimen liberal.
De tal manera que la inserción al nuevo orden económico mundial que ahora plantean vuelve a
repetir el error histórico cometido a finales del siglo XIX: modernizar las relaciones económicas
hacia el exterior pero sobre una estructura económica interna arcaica, atrofiada y sin posibilidades
de desarrollarse plenamente. En otras palabras, se apuesta nuevamente a la exclusión y a la
conflictividad social.
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