Martini, Carlo María - El Evangelio Eclesial de San Mateo
Martini, Carlo María - El Evangelio Eclesial de San Mateo
MATEO
EL PECADO DE DAVID
Pedir no sólo “Sentir el desorden interno de la vida” como algo que me toca personalmente, sino ampliar la consideración y
sentir el desorden interior de mi vida aun como algo que me impide realmente formar comunidad. Comprender, por
consiguiente, cómo mi pecado es el obstáculo real para llevar a cabo relaciones humanas auténticas, y, por tanto, para la creación
de una auténtica comunidad.
VOCACIÓN
EL DRAMA DE PEDRO.
Pasemos ahora directamente a los últimos puntos del drama de Pedro, que hemos visto tan poco preparado ( Mt 26 32-35).
Mientras se dirigen al Huerto de los Olivos, después de haber cantado el himno al final de la cena, dice Jesús: “Todos vosotros
tendréis en mí ocasión de caída esta noche, porque está escrito: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño”. Aquí se
hace ver la debilidad de los apóstoles: son como ovejas, si no está el pastor, no saben hacer nada.
“Pero después resucitaré e iré delante de vosotros a Galilea. Mas Pedro le respondió: Aunque fueras para todos ocasión de caída,
para mí no. Jesús le dijo: En verdad te digo que esta misma noche, antes de que el gallo cante, me negarás tres veces. Pedro le
dijo: Aunque tuviera que morir contigo, no te negaré. Y lo mismo dijeron todos los demás”. Reflexionemos un instante sobre
estas palabras. Naturalmente, tenemos que creer en la honestidad de Pedro y en su generosidad. Aquí ciertamente Pedro habla
creyendo conocerse plenamente a sí mismo, y de todo corazón. En el fondo, acaba de recibir la Eucaristía, sale del momento
culminante de la vida de Jesús, no podemos pensar que hable con ligereza; sus palabras son también muy hermosas: aunque
tuviera que morir contigo. Aquel “contigo” es la palabra esencial de la vida cristiana.
Podría pensarse que aquí Pedro ya ha comprendido el sentido de la única moneda para dos: estoy contigo, Señor, en la vida y en
la muerte. ¿Cuántas veces hemos dicho esto? Los Ejercicios de San Ignacio nos hacen decir en la famosa parábola del Reino:
“Quien quiera venir conmigo”, por tanto, es una palabra clave. Pedro dice una palabra muy exacta, es sincero, no se equivoca en
las palabras. Pero Jesús no ha dicho: “me negaréis”, sino “os escandalizaréis”; según la expresión bíblica: encontrarás una piedra
imprevista. El escándalo es un obstáculo imprevisto que sirve de trampa.
Para los discípulos será el imprevisto contraste entre la idea que tenían de Dios y la que se revelará en aquella noche. El Dios de
Israel, el grande, el poderoso, el vencedor de los enemigos, que por lo tanto no abandonará jamás a Jesús, es su idea de Dios, la
que aprendieron del Antiguo Testamento. Jesús les advierte que nunca sabrán resistir al contraste entre lo que piensan y lo que
va a suceder.
Pedro no acepta para él esta advertencia, cree que conoce al Señor totalmente; ya aceptó el reproche anterior, ya entendió que
tiene que confiar plenamente en Jesús, por eso va hasta el fondo, o por lo menos trata de ir hasta las últimas consecuencias:
“Aunque tenga que morir contigo, no te negaré”.
Aquí yo veo no sólo un poco de presunción en el no conocerse, sino también un error: cree tener ya la idea de Dios, pero no la
tiene todavía, porque ninguno tiene la verdadera idea de Dios hasta cuando no haya conocido al Crucificado.
Además, Pedro sí habla de muerte, pero por lo que sigue me parece que entienda la muerte heroica, la muerte del mártir,
gloriosa; morir con la espada en la mano, en el heroísmo, como los Macabeos, como los héroes del Antiguo Testamento: la
muerte de aquel en cuyo último grito contra los enemigos aparece brillante la verdad de Dios, la injusticia y la vergüenza de
quien ha tratado de asaltarlo. Creo que Pedro llegue hasta aquí, pero no acepta morir humillado, en silencio, siendo objeto de la
burla pública.
Leamos el siguiente trozo ( Mt 26 37-45): “Tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a
sentir angustia. Y les dijo: Triste está mi alma hasta la muerte. Quedaos aquí y velad conmigo. El, avanzando un paso más, cayó
de bruces y oraba diciendo: Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; mas no sea como yo quiero, sino como quieres tú.
Volvió a los discípulos, los encontró dormidos, y dijo a Pedro: ¿Con que no habéis podido velar una hora conmigo?”.
Parece imposible que Pedro tuviera tanto sueño después de acontecimientos tan excitantes como los de esa noche, después de la
Eucaristía, después de las palabras del Maestro. Como todos, él había visto que en la ciudad la gente corría, que algo se estaba
tramando, corrían voces, había reuniones. En semejantes ocasiones ninguno de nosotros nos dejamos llevar por el sueño, el
nerviosismo se apodera de nosotros y esto no deja dormir.
Me parece ver en el sueño de Pedro ese disgusto sicológico de una situación inaceptable como la de Jesús en el Huerto. Poco
antes había dicho Pedro: moriré contigo, vamos juntos a una muerte heroica, cantando contra el enemigo; en cambio, Jesús siente
miedo, y comete el error de revelarse, de mostrar su verdad que los otros no están preparados para recibir.
Entonces, comienza el escándalo ante un hombre que tiene miedo, que se asusta. De aquí el desconcierto y el deseo de no pensar
en eso, como nos sucede a todos nosotros ante ciertos sufrimientos de amigos, de personas queridas, porque no podemos
soportarlos todos juntos, no tenemos la fuerza suficiente. Entonces sucede en la siquis una fuerza muy poderosa de cancelación,
esto es, ese desánimo de quien no sabe ya qué hacer. A Pedro le bastó que Jesús se revelara “auténtico” y no fuera más el Maestro
en el que se apoyaban, el que siempre tenía la palabra precisa, sino un hombre como los otros, un amigo para consolar, y esto lo
hizo escandalizar, hizo que ya no entendiera nada. “Tenían los ojos cargados”, pesados, dice el Evangelio: esta me parece también
una expresión que hace pensar en un estado de enceguecimiento interior, de confusión mental que pesa sobre el espíritu y lo hace
turbio, ofuscado.
Jesús tiene que orar solo y cuando vuelve a despertar a los discípulos sufre un nuevo choque: le ven la cara tan asustada,
angustiada, y empieza a aparecer la duda: ¿es en verdad el Mesías? ¿Cómo puede Dios manifestarse en un hombre tan pobre?
Este Jesús que se humilla, que parece un trapo, que camina con inseguridad, los desconcierta cada vez más, derrumba su castillo
de fuerzas mentales, su idea de cómo Dios debe manifestarse y debe salvar a un hombre que le ha sido fiel, que es su Cristo.
Este titubear interior de Pedro se derrumba, cuando llega “Judas, uno de los Doce, con mucha gente, espadas, palos”, se acerca a
Jesús y lo besa. Jesús no reacciona, solamente dice: “¡Amigo, a esto has venido!”, luego lo arrestan: “Echaron mano a Jesús y lo
prendieron.
Uno de los que estaban con Jesús, sacó la espada, hirió al siervo del pontífice, y le cortó una oreja”. Pedro, pues, hace el último
intento de morir como un héroe. Naturalmente, ante la multitud es un acto desesperado, pero también valiente.
Pero el último golpe a su ya demasiado mezquina seguridad, que aquí ha buscado un desquite, es la palabra de Jesús: “Mete la
espada en la vaina”. Jesús desautoriza públicamente a Pedro, que ya no entiende nada y se pregunta por qué el Señor los invitó a
seguirlo, siendo que quería morir.
Peor aún, si ahora Jesús parece dialogar con sus adversarios: “¡Habéis venido a prenderme como contra un ladrón, con espadas y
palos!. Todos los días enseñaba sentado en el Templo, y no me prendisteis. Pero todo esto ha sucedido, para que se cumplan las
Escrituras de los profetas”. Si nosotros no podemos echar mano a la espada, piensa Pedro, ¿por qué no vienen esas famosas
legiones de ángeles, por qué Dios no salva a su consagrado, o por lo menos lo hace arrestar en el Templo, mientras la
muchedumbre grita y se hace un tumulto? En cambio, así, en la noche, ¡como si fuera un malhechor! ¡Y él no reacciona!.
Entonces, dice el texto en el versículo 56: “Todos los discípulos lo abandonaron y huyeron”. Aquí se ve precisamente su
desconcierto, claro que no total, porque conservan por lo menos la fe, en el fondo, pero como nos sucede también a nosotros, los
pensamientos tenebrosos se agrupan tanto que nos parece que ya no entendemos quién es Dios.
Pedro está confuso también en su identidad: ya no sabe quién es, qué tiene que hacer, cuál es su papel en el Reino de Dios, no
sabe quién es este Jesús que se ve abandonado por Dios. Todo esto se resuelve en el ánimo de Pedro que, a pesar de todo, ama
muchísimo a Jesús y, por tanto, como dice inmediatamente después, en el versículo 58: “Lo había seguido de lejos”. No se atreve a
seguirlo de cerca, porque ya no sabe qué es lo que debe hacer, pero no puede menos de seguirlo.
Es un hombre dividido, que ya ha sido atraído por Cristo, pero siente al mismo tiempo que quiere rechazarlo, por eso lo sigue de
lejos: he aquí el compromiso, negación, que no es, me parece, sino la manifestación, ahora pública, del desconcierto de Pedro. No
sabiendo ya quién es él ni quién es Jesús, Pedro da respuestas que, paradójicamente, son verdaderas. “Se le acercó una criada y le
dijo: Tú también estabas con Jesús, el galileo. Pero él negó ante todos, diciendo: No sé qué dices’. Esto es un acto de bellaquería,
pero que no nace del puro miedo, porque Pedro estaba listo a morir, sino del desconcierto.
A la segunda pregunta: “Este estaba con Jesús el Nazareno, negó: no conozco a ese hombre”. Aquí parece que el Evangelista
juega con el doble sentido: en verdad no sé quién sea ese hombre, para mí ahora es un enigma, ya no puedo hacer nada por él,
porque no sé quién sea, no sé qué es lo que quiere, todo se está derrumbando. Dios siempre interviene en favor del justo, luego
este no es justo, nos ha engañado. Este estado de confusión lo lleva a jurar y a imprecar contra ese hombre.
LA CONVERSIÓN.
Añade el evangelio: “Inmediatamente cantó un gallo. Y Pedro se acordó de las palabras de Jesús: antes que el gallo cante, me
negarás tres veces. Salió afuera y lloró amargamente”.
El evangelista es sumamente sobrio, pero nosotros podemos preguntarnos qué fue lo que sucedió. El canto del gallo parece
llegarle a un hombre todavía confundido, después el recuerdo de la palabras de Jesús, luego gradualmente la percepción: Jesús
había querido en realidad todas estas cosas, y si corresponden a su plan, corresponden también al plan de Dios. Entonces no he
captado nada el plan de Dios, he sido un ciego durante toda la vida, he vivido hasta ahora con un hombre del que no he entendido
nada.
Dice Lucas: “Jesús pasó y lo miró”. Mateo no habla de eso, pero podemos intuirlo simplemente por la escena. Pedro piensa: ese es
el hombre a quien yo no he comprendido, de quien siempre me serví en el fondo para tener una posición de privilegio, y que
ahora va a morir por mí.
Nace el conocimiento de Jesús y de sí mismo, finalmente se rompe el velo y Pedro comienza a intuir entre lágrimas que Dios se
revela en Cristo abofeteado, insultado, renegado por él, Pedro, y que va a morir por él. Pedro, que hubiera querido morir por
Jesús, ahora comprende: mi puesto es dejar que él muera por mí, que sea más bueno, más grande que yo. Quería hacer más que él,
quería precederlo, en cambio es él quien va a morir por mí que soy un gusano, que durante toda la vida no fui capaz de entender
qué sería; ahora él me ofrece esta vida suya que yo he rechazado. Pedro entra, por medio de esta laceración, esta humillación
vergonzosa, en el conocimiento del misterio de Dios. Pidámosle a él que nos conceda también a nosotros entrar un poco, a través
de la reflexión sobre nuestra experiencia, en este conocimiento del misterio de la Pasión y de la Muerte del Señor.
OREMOS JUNTOS:
Señor, Hijo de Dios crucificado, nosotros no te conocemos. Nos es muy difícil reconocerte en la cruz, reconocerte en nuestra
vida.
Te pedimos que nos abras los ojos, que nos hagas ver el significado de las experiencias dolorosas a través de las cuales tú rompes
el velo de nuestra ignorancia, nos permites conocer quién es el Padre que te ha enviado, quién eres tú que nos revelas al Padre en
la ignominia de la Cruz, quiénes somos nosotros que tenemos una revelación tuya en la humillación de nuestra pobreza.
Te pedimos, oh Señor, que te sigamos con humildad por el don de tu Espíritu, que contigo y con el Padre vive y reina por los
siglos de los siglos. Amén.
PRESENCIA DE JESÚS
He tratado simplemente de reunir, para proponerlas a su reflexión, siete situaciones, o mejor siete dichos de Jesús, sacados del
Evangelio de Mateo, en donde aparece de un modo o de otro el concepto de que Jesús está con nosotros, entre nosotros, para
nosotros.
Los leo no como se encuentran en Mateo, sino según un orden que me parece progresivo, yendo de lo interno hacia lo externo.
“…DONDE DOS O TRES ESTÉN REUNIDOS EN MI NOMBRE, ALLÍ ESTARÉ EN MEDIO DE ELLOS”. MT. 18 10-20
Otra situación en la que encontramos a Jesús, según Mateo (cap. 18, 20), es la del discurso eclesial, en donde se habla de la vida
de la Iglesia dentro de la comunidad: “En donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estaré yo en medio de ellos”. Noten:
no ya “en ellos”, sino “en medio de ellos”. El versículo anterior (Mt. 18, 19) nos da un ejemplo concreto de este estar juntos: “En
verdad os digo que, si dos de vosotros se ponen de acuerdo sobre la tierra, cualquier cosa que pidan les será otorgada por mi
Padre que está en los cielos”. Según este ejemplo, es claro que Jesús no habla de una reunión cualquiera, de un estar juntos sólo
materialmente, de cualquier modo, sino de un estar reunidos en la fe.
Este estar juntos, concretamente, se nos describe con algunas características que es interesante notar. Al leer el versículo 19, me
pregunto por qué se hace hincapié en : “sobre la tierra”, tal vez porque es muy raro que en la tierra dos se pongan de acuerdo,
probablemente esto sucede sólo en el cielo. “Cuando dos se pongan de acuerdo”: el texto griego es muy bello, dice exactamente
“cuando cantan con la misma voz”, es, pues, el acorde sinfónico del canto en común, la melodía de las personas que saben cantar
juntas, por tanto, cuando hay esta consonancia.
“Cualquier cosa”: aquí impacta también la expresión; no importa lo que se pida, lo que importa más, lo que vale más es la
consonancia. Se trata, pues, claramente de una situación de fe: gente que se reúne con confianza en el Padre; con consonancia;
gente que busca algo en conjunto; con oración: gente que pide. Por consiguiente, la oración comunitaria en la fe es el lugar por
excelencia de la presencia de Jesús; siempre Jesús está presente en donde se hace comunidad, pero esto se logra cuando hay
consonancia de oración en la fe. Debemos agradecer al Señor porque nos ha permitido en estos días sentir frecuentemente esa
presencia suya.
Como decía respecto de la oración comunitaria como oración característica del cristiano “en el Espíritu”, todos nos damos cuenta
cuando hay una cierta “cualidad” en la oración de la comunidad, es decir, cuando a un cierto momento cada uno de nosotros se
olvida de sí mismo; he aquí el acorde de todos para pedir la misma cosa, cuando todos piensan en el Reino, entonces el Reino
viene, el Reino ya se hace.
Hemos descrito aquí una comunidad: gente que reunida busca el Reino, y en la oración y en la fe se pone de acuerdo para
buscarlo; y el Reino viene, porque Jesús está ahí; se anticipa la Parusía; el Señor ya ha resucitado en medio de ellos. Notemos la
fórmula apremiante: “Yo estoy ahí” que recuerda la fórmula de Yavé: “Soy yo”. Esta segunda situación de una presencia del
Señor, como ya les decía, podemos experimentarla sobre todo cuando la oración nos une verdaderamente, y entonces hay “un no
sé qué”, por lo cual cada uno dice: ¡cómo se estaba de bien todos juntos, cómo se rezaba de bien! Ha sucedido algo nuevo, que no
es la suma de cada una de las buenas voluntades, sino que es el Espíritu el que nos ha transformado.
“… YO ESTOY CONTIGO”.
Volvamos a la última palabra de Mt. 28 20 : “Yo estaré con vosotros, paralela al Emmanuel de Mt. 01 23: “Dios con vosotros”.
”Estaré con vosotros” con la fórmula de alianza y de promesa que Yavé hizo con su pueblo en el Antiguo Testamento y en la que
podemos ver alguna explicación muy hermosa, por ejemplo en Isaías; son los pasajes que más inspiraron al Nuevo Testamento, y
nos damos cuenta cómo frecuentemente resuena la fórmula “Contigo”. Is 43 01ss: Dios forma la comunidad de los que ama, que
no puede abandonar, de los que no puede olvidarse, porque a cada uno le ha dado el nombre bautismal de salvación, a los cuales
les está siempre cerca para que se reúnan en la comunidad de los salvados. Jesús en medio de nosotros es la presencia de Dios
que nos reúne, que hace de nosotros un pueblo, que, por medio de la acción de los que suscitan discípulos, reúne al pueblo de
Dios desde los extremos de la tierra, desde todas las naciones, desde todas las situaciones humanas, hacia una ciudad en donde
reine la justicia, la verdad de las relaciones humanas, de la amistad vivida, la capacidad de conocerse, de amarse. Este Reino tiene
en el centro a Jesús Señor, a quien se ha dado todo poder en el cielo y en la tierra y que es el único que puede hacer todas esas
cosas.
Pidámosle al Señor que quite de nuestro corazón el temor, incluso por el porvenir, porque él está con nosotros. Muchas veces se
regresa de los Ejercicios a casa con un poco de angustia y de ansiedad. Este temor no tiene nada de malo, porque en el fondo
somos vasos de barro y el Señor no nos quita esta fragilidad; pero nos repite la palabra: “No temas, yo estoy contigo”. Dejemos
que nos repita estas palabras y oremos: Te damos gracias, Señor, porque estás con nosotros y estarás con nosotros. Estás con
nosotros hoy, aquí reunidos en esta tranquilidad, en este lugar en donde estamos protegidos de los vientos y de las tempestades,
de todo lo externo que nos puede perturbar.
Te damos gracias porque estás con nosotros en nuestra oración y en nuestro canto, has estado con nosotros en nuestro esfuerzo
por sostenernos mutuamente, aunque solamente con el silencio, con el servicio discreto, con la atención de los unos para con los
otros. Te damos gracias, Señor, porque estarás con nosotros mañana y pasado mañana, y siempre: no habrá día en que no estés
con nosotros. Concédenos, Señor, aceptar de ti esta certidumbre de que aunque no destruya totalmente nuestros temores, nos
cambia internamente el corazón.
Te damos gracias, Señor, Dios Padre, que por medio de la Muerte y Resurrección de Jesús nos das el Espíritu Santo que pone en
nuestro corazón este certidumbre, destinada a permanecer por los siglos de los siglos. Amén.