El Dia Que Nietzsche Lloro
El Dia Que Nietzsche Lloro
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ÍNDICE
COMENTARIOS
UNO
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
OCHO
NUEVE
DIEZ
ONCE
DOCE
TRECE
CATORCE0
QUINCE
DIECISÉIS
DIECISIETE
DIECIOCHO
DIECINUEVE
VEINTE
VEINTIUNO
VEINTIDÓS
NOTA DEL AUTOR
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COMENTARIOS
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Chicago Tribune
AGRADECIMIENTOS
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FRASES INTRODUCTORIAS
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UNO
Las campanas de San Salvatore interrumpieron el
ensimismamiento de Josef Breuer. Sacó el macizo reloj de oro del
bolsillo del chaleco. Las nueve. Volvió a leer la pequeña tarjeta de
borde plateado que había recibido el día anterior.
21 de octubre de 1882
Doctor Breuer:
Quisiera verle por un asunto muy urgente. El futuro
de la filosofía alemana depende de ello. Le espero mañana
a las nueve de la mañana en el café Sorrento.
Lou Salomé
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DOS
Cuatro semanas después, Breuer estaba sentado ante el
escritorio de su consultorio, en el número 7 de la Bäckerstrasse.
Eran las cuatro de la tarde y esperaba con impaciencia la llegada
de Fräulein Lou Salomé.
No tenía costumbre de hacer un alto durante la jornada laboral,
pero, deseoso de verla, había despachado a toda prisa a los tres
últimos pacientes. Todos tenían enfermedades claras y sencillas
que le habían exigido poco esfuerzo.
Los dos primeros –sesentones– tenían prácticamente lo
mismo: respiración laboriosa y una tos bronquial seca y crujiente.
Desde hacia años, Breuer venía tratándoles el enfisema crónico,
que, con el tiempo frío y húmedo, se complicaba con una
bronquitis aguda, a consecuencia de lo cual sus pulmones
presentaban un cuadro preocupante. A ambos les recetó morfina
para la tos (polvos de Dover, doscientos cincuenta miligramos tres
veces al día), dosis pequeñas de un expectorante (ipecacuana),
vahos y cataplasmas de mostaza en el tórax. Aunque algunos
médicos se burlaban de las cataplasmas de mostaza, Breuer creía
en su eficacia y las recetaba con frecuencia, sobre todo aquel año,
en que media Viena sufría enfermedades respiratorias. Hacía tres
semanas que la ciudad no veía el sol, sólo una implacable llovizna
helada.
El tercer paciente, un criado de la casa del príncipe heredero
Rodolfo, era un joven febril, picado de viruela, con dolor de
garganta y tan tímido que Breuer, a la hora de examinarlo, tuvo
que ponerse serio para que se desnudara. El diagnóstico fue
amigdalitis folicular. Aunque era partidario de extraer en seguida
las amígdalas con tijeras y pinzas, Breuer pensó que aquéllas no
estaban maduras para la extracción. Antes bien le recetó
compresas frías para el cuello, gárgaras de clorato de potasa y
vahos de agua carbónica. Como era la tercera vez que el paciente
tenía problemas de garganta aquel invierno, Breuer le aconsejó
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pestañean y que parecen mirar más hacia dentro que hacia fuera,
como si protegiera algún tesoro interior. No sabía entonces que
está medio ciego. Aun así, había en él algo irresistible. Las
primeras palabras que me dirigió fueron: "¿De qué estrellas hemos
caído para encontrarnos aquí?". Los tres empezamos a hablar. ¡Y
qué conversación! Durante un tiempo pareció que iban a
materializarse las esperanzas de Paul relativas a que se
estableciera entre Nietzsche y yo una amistad o una relación
socrática. Desde el punto de vista intelectual, nos adecuábamos
muy bien. Establecimos una relación mental perfecta: dijo que
teníamos cerebros gemelos. Ah, leyó en voz alta las joyas de su
último libro, puso música a mis poemas y me contó lo que le
ofrecería al mundo durante los próximos diez años, pese a que ya
entonces creía que su salud no le permitiría vivir más de una
década. Paul, Nietzsche y yo no tardamos en decidir que
conviviríamos en un ménage à trois. Empezamos a hacer planes
para pasar el invierno en Viena o en Paris. –¡Un ménage à tríos!
Breuer se aclaró la garganta y se removió con incomodidad. Vio
que la joven sonreía ante su desconcierto. "¿Habrá algo que esta
mujer no advierta? Haría diagnósticos excelentes. ¿Se le habrá
ocurrido estudiar medicina? ¿No podría ser discípula mía? ¿Mi
protegida? ¿Mi colega, para trabajar a mi lado en el laboratorio, en
el consultorio?" Aquella fantasía tenía fuerza, verdadera fuerza,
pero las palabras femeninas la disiparon–. Sí, sé que el mundo no
sonríe ante dos hombres y una mujer que viven juntos castamente.
–La joven subrayó el adverbio "castamente" de una manera
soberbia, con energía suficiente para dejar las cosas claras y con la
dulzura justa para salir al paso de los reproches–. Pero somos
librepensadores idealistas y rechazamos toda restricción impuesta
por la sociedad. Creemos en nuestra capacidad para crear nuestra
propia estructura moral.
Breuer no hizo ningún comentario y, por primera vez, su
visitante pareció no saber cómo continuar.
–¿Continúo? ¿Tenemos tiempo? ¿Le he ofendido?
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Mi querida Lou:
Yo también tengo auroras a mi alrededor y no pintadas. Hay
algo que ya no creía posible: encontrar una amiga para mi
felicidad y sufrimiento máximos. Pero ahora me parece posible.
una perspectiva dorada en el horizonte de toda mi vida futura. Me
emociono sólo de pensar en el alma osada y plena de mí querida
Lou.
FIN.
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Nietzsche con Paul, ahora rota, el fuerte lazo que unía a Nietzsche
con su hermana. Y la perversa relación entre ésta y Lou Salomé:
tengo que guardarme, se dijo, de estas intrigas. La más explosiva
es el amor desesperado de Nietzsche, ahora convertido en odio,
hacia Lou Salomé. Pero era demasiado tarde para echarse atrás. Se
había comprometido y en Venecia le había dicho alegremente:
"Nunca me he negado a tratar a un enfermo".
Se volvió hacia Lou Salomé.
–Estas cartas me ayudan a entender su preocupación Fräulein
Salomé. Y la comparto. Creo que la estabilidad de su amigo es
precaria y que su suicidio parece una posibilidad real. Pero como
ahora usted ejerce poca influencia sobre el profesor Nietzsche,
¿cómo podrá persuadirlo de que me visite?
–Si, es un problema y lo he estado considerando con
detenimiento. Ahora incluso mi nombre es veneno para él y tendré
que trabajar de forma indirecta. Eso significa que no debe saber
que he concertado un encuentro con usted. ¡No debe decírselo
jamás! Pero ahora que sé que usted está dispuesto a recibirle...
Dejó la taza y miró a Breuer con tanta atención que éste tuvo
que responder a toda prisa.
–Por supuesto, Fräulein. Como le dije en Venecia: nunca me
he negado a tratar a un enfermo.
Al oír aquellas palabras, una amplia sonrisa se dibujó en el
rostro de Lou Salomé. ¡Vaya, había estado sometida a mayor
tensión de lo que él había imaginado!
–Dada su seguridad, doctor Breuer, iniciaré la campaña para
que Nietzsche llegue a su consultorio sin que se entere de mi
participación en el asunto. Ahora su comportamiento es tan
inestable que estoy segura de que todos sus amigos se han
alarmado y de que secundarán de buen grado cualquier plan
sensato para ayudarle. Mañana, de regreso a Berlín, me detendré
en Basilea para proponerle el plan a Franz Overbeck, un amigo de
Nietzsche de toda la vida. Su reputación como experto en
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TRES
Mientras se apartaba de la ventana, Breuer sacudió la cabeza
para quitarse a Lou Salomé de la mente. Tiró del cordón que
colgaba sobre el escritorio para indicar a Frau Becker que hiciera
pasar al paciente que aguardaba en la sala de espera. Perlroth, un
judío ortodoxo, cargado de espaldas y de barba larga, cruzó la
puerta con paso vacilante.
Por lo que contó a Breuer, hacia cincuenta años le habían
extraído las amígdalas con efectos traumáticos y el recuerdo de
aquella crisis era tan negativo que hasta el momento se había
negado a ver a los médicos. Incluso ahora había demorado la
visita, pero "una situación desesperada", según sus propias
palabras, no le había dejado otra opción. Breuer abandonó la
máscara médica y fue a sentarse en el sillón contiguo al de Herr
Perlroth, como había hecho con Lou Salomé, para charlar de
forma coloquial con el nuevo paciente. Hablaron del tiempo, de la
nueva ola de inmigrantes judíos de Galitzia, del incendiario
antisemitismo de la Asociación Reformista Austríaca y de sus
orígenes comunes. Herr Perlroth, como casi todos los miembros
de la comunidad judía, había conocido y reverenciado a Leopold,
el padre de Breuer, y a los pocos minutos ya había trasladado la
confianza del padre al hijo.
–Bien, Herr Perlroth –dijo Breuer–, ¿en qué puedo ayudarle?
–No puedo orinar, doctor. Me paso todo el día y toda la noche
levantándome. Corro al cuarto de baño, pero no sale nada. Me
quedo un rato esperando y al final salen sólo cuatro gotas. Veinte
minutos después, lo mismo. Vuelvo a levantarme, pero...
Tras formularle unas cuantas preguntas más, Breuer supo cuál
era la causa de los problemas de Perlroth. La próstata del paciente
le estaba obstruyendo la uretra. Ahora sólo quedaba una cuestión
de capital importancia: ¿tenía Herr Perlroth una dilatación benigna
de la próstata o se trataba de un cáncer? Al examinarle el recto,
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CUATRO
Dos semanas después, instalado en su consultorio, enfundado
en la bata blanca, Breuer leía una carta de Lou Salome.
23 de noviembre de 1882
Estimado doctor Breuer:
Nuestro plan funciona. El profesor Overbeck conviene con
nosotros en que la situación es muy peligrosa. Nunca ha visto a
Nietzsche tan mal. Hará lo posible por convencerle de que le visite
a usted. Ni Nietzsche ni yo olvidaremos su bondad en este
momento de apuro.
Lou Salomé
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CINCO
Los dos hombres hablaron durante noventa minutos. Breuer,
sentado en su sillón de cuero de respaldo alto, tomaba notas
rápidas. Nietzsche, que hacía una pausa de vez en cuando para que
la pluma de Breuer no se quedara atrás, estaba sentado en un sillón
idéntico, aunque menor que el de Breuer. Como la mayoría de los
médicos de la época, Breuer prefería que su paciente lo mirara
desde abajo.
Las evaluaciones clínicas de Breuer eran completas y
metódicas. En primer lugar, tras escuchar con atención la
descripción que el paciente hacia, con toda libertad, de su
enfermedad, analizaba cada síntoma: primera aparición, su
transformación con el paso del tiempo, su respuesta a las
diferentes terapias. El paso siguiente consistía en examinar cada
órgano del cuerpo. Empezando por la parte superior de la cabeza,
llegaba hasta los pies. Primero el cerebro y el sistema nervioso.
Empezaba preguntando por el funcionamiento de cada uno de los
doce nervios craneales: el sentido del olfato, la vista, los
movimientos de los ojos, la audición, el movimiento y la
sensación faciales y de la lengua, la deglución, el equilibrio, el
habla.
Acto seguido, centraba la atención en el cuerpo, en el que
revisaba, uno por uno, cada sistema funcional: respiratorio,
cardiovascular, gastrointestinal y genitourinario. Aquel minucioso
examen accionaba la memoria del paciente y aseguraba que éste
no pasara por alto ni el más mínimo detalle Breuer nunca omitía
nada, ni siquiera en el caso de que estuviera previamente
convencido del diagnóstico.
A continuación, un escrupuloso historial médico: la salud del
paciente durante la infancia, la salud de los padres y hermanos, y
una investigación de todos los demás aspectos de su vida, a saber,
profesión, vida social, servicio militar, desplazamientos
geográficos, preferencias alimenticias y recreativas. El paso final
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totalidad, libros que sólo yo puedo dar a luz. A veces creo que mis
jaquecas son dolores de parto cerebral.
Al parecer, Nietzsche no sólo no tenía intención de hablar de
la desesperación, sino ni siquiera de reconocer su existencia.
Breuer se percató de que seria inútil tratar de tenderle una trampa.
De pronto recordó que, cuando jugaba al ajedrez con su padre,
éste siempre le ganaba: era el mejor jugador de la comunidad judía
de Viena.
¡Pero tal vez no hubiera nada que reconocer! Quizá Fraulein
Salomé estuviera equivocada. Nietzsche hablaba como si su
espíritu hubiera conquistado su monstruosa enfermedad. En
cuanto al suicidio, Breuer tenía una prueba infalible, que consistía
en plantearse la cuestión siguiente:
el paciente, ¿se proyectaba hacia el futuro? ¡Y Nietzsche había
pasado aquella prueba! No tenía tendencias suicidas: hablaba de
una misión que abarcaba diez años, de libros que todavía no había
extraído de su mente.
Sin embargo, Breuer había leído con sus propios ojos las
cartas en que Nietzsche hablaba de suicidio. ¿Estaría disimulando?
¿O sería que ya no sentía desesperación porque ya había decidido
suicidarse? Breuer había conocido a pacientes así. Eran peligrosos
porque parecían haber mejorado y, en cierto modo, habían
mejorado, pues su melancolía había disminuido, sonreían, comían
y recuperaban el sueño; pero su mejoría se debía a que habían
descubierto una salida a su desesperación: el escape de la muerte.
¿Cuál era el plan de Nietzsche? ¿Había decidido matarse? No,
Breuer recordó lo que le había dicho a Freud: si Nietzsche quería
suicidarse, ¿por qué ir a verlo? ¿Para qué tomarse la molestia de
visitar a otro médico, de viajar de Rapallo a Basilea y de aquí a
Viena?
Pese a la contrariedad de no obtener la información buscada,
Breuer no podía culpar al paciente de falta de cooperación.
Nietzsche respondía a cada pregunta médica de forma completa.
En realidad, demasiado completa. Muchos de los que padecían
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SEIS
Formule sus preguntas, por favor, profesor Nietzsche –dijo el
doctor Breuer, recostándose en el sillón–. Yo le he bombardeado
con las mías, así que considero que la suya es una petición
modesta. Si están dentro de mi campo de conocimiento, las
responderé.
Estaba cansado. Había sido un día largo y todavía tenía que
dar una clase, a las seis de la tarde, y realizar las visitas
vespertinas. Aun así, no le molestó la petición de Nietzsche. Por el
contrario, se sintió estimulado, aunque sin ninguna razón especial.
Quizá se avecinase la oportunidad que había buscado.
–Puede que, cuando oiga mis preguntas, como muchos de sus
colegas, lamente haberme prometido responderlas. Tengo una
trinidad de preguntas, tres, pero tal vez una sola. Y esa única
pregunta (una súplica a la vez que una pregunta) es: ¿me dirá
usted la verdad?
–¿Y las tres preguntas? –preguntó Breuer.
–La primera es: ¿me quedaré ciego? La segunda: ¿tendré estos
ataques siempre? Y por último, la más difícil: ¿tengo una
enfermedad cerebral progresiva que acabará con mi vida (como le
ocurrió a mi padre), que me paralizará o, lo que es peor, que me
llevará a la demencia? –Breuer se había quedado sin palabras.
Permaneció en silencio, hojeando al azar los informes médicos de
Nietzsche. A lo largo de sus quince años de práctica médica,
ningún paciente le había formulado preguntas tan directas y
bruscas. Al notar su desconcierto, Nietzsche prosiguió. Perdóneme
por esta confrontación, pero llevo muchos años manteniendo una
relación indirecta con médicos, sobre todo con especialistas
alemanes que se erigen en sacristanes de la verdad y, sin embargo,
callan lo que saben. Ningún médico tiene derecho a ocultar al
paciente lo que a éste le pertenece.
Breuer no pudo evitar una sonrisa al oír semejante descripción
de los médicos alemanes, pero tampoco pudo evitar un escalofrío
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año 2000 la gente se atreva a leer mis libros. –Se puso en pie con
brusquedad–. ¿El viernes entonces?
Breuer se sintió rechazado. ¿Por qué se había vuelto Nietzsche
tan frío, de repente? Era la segunda vez que ocurría. La primera
vez había sido al hablar del puente. Breuer se dio cuenta de que
cada rechazo se producía después de tender una mano
comprensiva. ¿Qué significaba aquello? ¿Que el profesor
Nietzsche no toleraba que nadie se acercara a él y le ofreciera
ayuda? Luego recordó la advertencia de Lou Salomé sobre que no
tratara de magnetizar a Nietzsche. Había dicho algo acerca de su
fuerte reacción ante el poder.
Por un momento, Breuer se permitió imaginar la actitud que la
mujer habría adoptado ante la reacción de Nietzsche. La mujer no
la habría consentido y en el acto habría provocado un
enfrentamiento abierto. Quizá hubiera dicho: "¿Por qué, Friedrich,
cada vez que alguien te dice algo amable, le muerdes la mano?".
¡Qué irónico, reflexionó Breuer, que, habiéndole molestado la
impertinencia de Lou Salomé, ahora evocara su imagen para que
le enseñara qué hacer! Pero pronto dejó que tales pensamientos se
desvanecieran. Tal vez ella pudiera decir aquellas cosas, pero él
no. Y menos aún en aquel momento, pues el gélido profesor
Nietzsche se dirigía ya a la puerta.
–Si, el viernes a las dos de la tarde, profesor Nietzsche.
Nietzsche hizo una leve reverencia y salió del consultorio a toda
prisa. Desde el balcón, Breuer observó cómo descendía las
escaleras, rechazaba con irritación a un cochero, levantaba la
mirada para inspeccionar el cielo encapotado, se envolvía el cuello
con la bufanda hasta cubrirse las orejas y echaba a andar con
dificultad por la calle.
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SIETE
A las tres de la madrugada, Breuer volvió a sentir que se abría
el suelo bajo sus pies. Una vez más, mientras trataba de encontrar
a Bertha, cayó cuarenta pies hasta llegar a la losa de mármol
decorada con símbolos misteriosos. Se despertó presa del pánico,
con el corazón acelerado y el camisón y la almohada empapados
de sudor. Con cuidado de no despertar a Mathilde, se levantó de la
cama, se dirigió de puntillas al cuarto de baño para orinar, se
cambió de camisón, dio la vuelta a la almohada e intentó dormirse.
Pero no volvió a conciliar el sueño. Se quedó despierto,
escuchando la respiración pesada de Mathilde. Todos dormían: los
cinco niños, la criada Louis, la cocinera Marta, y Gretchen, la
niñera. Todos menos él. Montaba guardia por ellos. A él –el que
más trabajaba y más necesitaba el descanso–, a él le tocaba
permanecer despierto y preocuparse por los demás.
Empezó a tener manifestaciones de ansiedad. Logró rechazar
algunas, pero otras no cedían. El doctor Binswanger le había
escrito desde la clínica Bellevue para comunicarle que Bertha
estaba peor que nunca. Más preocupante todavía era la noticia de
que el doctor Exner, un joven psiquiatra y miembro del personal
del sanatorio, se había enamorado de ella y, después de proponerle
matrimonio, había pasado el caso a otro médico. ¿Y ella? ¿Habría
correspondido a ese amor? ¡Seguro que le había dado alguna
esperanza! Por lo menos, el doctor Exner era soltero y había
tenido la sensatez de renunciar al caso con prontitud. Le torturaba
pensar en Bertha sonriendo al joven Exner de la manera especial
en que una vez le había sonreído a él.
¡Bertha, peor que nunca! ¡Qué estúpido había sido al jactarse
ante la madre de Bertha de su nuevo método magnético! ¿Qué
pensaría de él ahora? ¿Qué estaría diciendo a sus espaldas la
comunidad médica? ¡Si al menos no se hubiera referido a su
tratamiento en aquella conferencia, la misma a la que había
asistido el hermano de Lou Salomé! ¿Por qué no había aprendido
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–¿Y qué se oculta tras el desorden del ritmo? ¿La causa de las
causas? En última instancia, ¿llegaremos a Dios, el error final en
la búsqueda falsa de la verdad última?
–¡No! ¡Podríamos llegar al misticismo médico, pero no a
Dios! No en este consultorio.
–Eso está bien –dijo Nietzsche con cierto alivio.
De pronto, he pensado que, al hablar con toda libertad, quizá
me había mostrado insensible a sus sentimientos religiosos.
–No tema, profesor Nietzsche. Sospecho que soy un judío tan
devoto del librepensamiento como usted, que es luterano.
Nietzsche sonrió más generosamente en esta ocasión y se
acomodó en el asiento.
–Si aún fumara, éste sería el momento de ofrecerle un cigarro.
Breuer se sentía estimulado. "La sugerencia de Freud de que
insista en la tensión como causa soterrada de los ataques de
migraña es brillante y va a ser un éxito. Ahora puedo disponer el
escenario de forma adecuada.¡Ha llegado el momento de actuar!"
Se inclinó hacia delante en la silla y habló en tono
confidencial y sincero.
–Me interesa mucho su pregunta referente a la causa del
desorden del ritmo biológico. Como la mayoría de expertos en
migraña, creo que una de sus causas fundamentales radica en el
nivel general de tensión personal. La tensión puede ser causada
por una serie de factores psicológicos, por ejemplo, hechos
perturbadores en el trabajo, la familia, las relaciones personales o
la vida sexual. Si bien algunos consideran que este punto de vista
es poco ortodoxo, yo creo que es la dirección que seguirá en el
futuro la medicina. –Silencio. Breuer no estaba seguro de la
reacción de Nietzsche. Por una parte, movía la cabeza como si
asintiera, pero por otra flexionaba el pie, lo que siempre era
síntoma de tensión–. ¿Qué le parece mi respuesta, profesor
Nietzsche?
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NUEVE
Sin embargo, no todo estaba arreglado. Nietzsche permaneció
sentado durante largo rato con los ojos cerrados. De repente, los
abrió y habló.
–Doctor Breuer, ya le he robado demasiado tiempo. Su oferta
es generosa. La recordaré siempre, pero no puedo aceptarla y no la
aceptaré. Existen razones más allá de las razones.
Nietzsche había pronunciado estas palabras con decisión,
como si no necesitaran más explicaciones. Preparándose para irse,
cerró el maletín.
Breuer estaba atónito. La entrevista parecía más una partida de
ajedrez que una consulta profesional. Había hecho una jugada,
había propuesto un plan al que Nietzsche había contestado de
inmediato. Había respondido a las objeciones de Nietzsche, pero
sólo para volver a tener que enfrentarse a nuevas objeciones.
¿Nunca acabarían? Pero Breuer, que poseía mucha experiencia en
situaciones clínicas que llegaban a un atolladero, recurrió ahora a
una táctica que raras veces fallaba.
–Profesor Nietzsche, conviértase en mi asesor por un
momento. Imagine, por favor, una situación interesante; quizá
pueda ayudarme a entenderla. Tengo un paciente que está muy
enfermo desde hace tiempo. Tiene una salud apenas tolerable un
día de cada tres o menos. Emprende un largo y arduo viaje para
consultar a un médico experto.
Éste realiza su trabajo de forma competente. Examina al
paciente y emite un diagnóstico acertado. Entre el paciente y el
médico, al parecer, se establece una relación de respeto mutuo. El
médico propone entonces un tratamiento global en el que tiene
plena confianza. Sin embargo, su paciente no muestra ningún
interés, ni siquiera curiosidad, por dicho tratamiento. Por el
contrario, lo rechaza al instante y pone un obstáculo tras otro.
¿Puede ayudarme a desvelar este misterio? –Nietzsche abrió los
ojos de par en par. Aunque parecía intrigado por la extraña táctica
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DIEZ
Breuer no se movió cuando se cerró la puerta, y seguía
petrificado ante su escritorio cuando Frau Becker entró de forma
apresurada.
–¿Qué ha pasado, doctor Breuer? El profesor Nietzsche ha
salido corriendo del consultorio y ha musitado que volvería pronto
a pagar la cuenta y a buscar sus libros.
–No sé cómo, pero esta mañana lo he echado todo a perder –
dijo Breuer y en pocas palabras le relató los acontecimientos de su
última hora con Nietzsche–. Cuando, al final, se ha levantado para
irse, yo casi le estaba gritando.
–La culpa la tiene ese hombre. Un enfermo acude a su
consulta en busca de ayuda, usted se esfuerza por ayudarle pero él
le discute todo lo que le dice. El último médico para el que trabajé,
el doctor Ulrich, lo habría echado mucho antes, se lo juro.
–Ese hombre necesita ayuda pronto. –Breuer se puso de pie y,
dirigiéndose al balcón, habló en voz baja, casi para si–. Pero es
demasiado orgulloso para aceptarla. Sin embargo, este orgullo es
parte de su enfermedad, como si fuera un órgano enfermo de su
cuerpo. ¡He sido un estúpido al levantarle la voz! Debería haber
hallado una forma de acercarme a él, de atraerlo a él y a su
orgullo, para que aceptara un tratamiento.
–Si es demasiado orgulloso para aceptar ayuda, ¿cómo podría
usted tratarlo? ¿De noche, mientras duerme?
–No obtuvo respuesta de Breuer, que permaneció mirando por
el balcón, balanceándose hacia atrás y hacia delante, lleno de
autorrecriminación. Frau Becker volvió a intentarlo. ¿Recuerda,
hace un par de meses, su intento de ayudar a esa anciana, Frau
Kohl, la que tenía miedo de salir de su habitación?
Breuer asintió, todavía dando la espalda a Frau Becker.
–Si, lo recuerdo.
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ONCE
Aquella noche, en la cama, Breuer seguía pensando en el
gambito de reina y en el comentario de Max acerca de las mujeres
hermosas y los hombres cansados de ellas. Sus perturbadores
sentimientos en torno a Nietzsche habían disminuido. De alguna
manera, su charla con Max había contribuido a ello. Quizá,
durante todos aquellos años, había subestimado a Max. En ese
momento, Mathilde, después de ver a los niños, regresó a la cama,
se acercó a él y le susurró:
–Buenas noches, Josef.
Él fingió estar dormido.
¡Pam, pam, pam! Llamaban a la puerta. Breuer miró el reloj.
Las cuatro y cuarenta y cinco. Se despabiló de inmediato –nunca
dormía profundamente–, se puso la bata y recorrió el pasillo.
Louis salió de su habitación, pero él le indicó que se quedara. Ya
que estaba despierto, él acudiría a abrir.
El Portier, tras disculparse por haberlo despertado, dijo que
fuera había un hombre que preguntaba por él y aseguraba que era
una emergencia. Breuer encontró a un anciano en el vestíbulo. No
llevaba sombrero y era obvio que había recorrido un largo trecho:
respiraba con dificultad, tenía el pelo cubierto de nieve y el moco
que le colgaba de la nariz había convertido el bigote en una escoba
congelada.
–¿El doctor Breuer? –preguntó con una voz que temblaba de
agitación.
Ante el asentimiento de Breuer, se presentó como Herr
Schlegel. Inclinó la cabeza y se llevó la mano derecha a la frente:
un recuerdo de lo que, en tiempos mejores, había sido el saludo de
rigor.
–Un paciente suyo está enfermo, muy enfermo, lo tengo en mi
Gasthaus –dijo–. No puede hablar, pero he encontrado esta tarjeta
en su bolsillo.
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muy usado (eso si, muy bien usado): había remiendos en algunas
prendas y hace por lo menos diez años que las chaquetas no se
llevan tan largas. Ayer le dije a mi esposa que es un aristócrata
pobre que no sabe cómo desenvolverse en el mundo de hoy. A
principios de semana me tomé la libertad de preguntarle acerca del
origen del apellido Nietzsche y murmuró no sé qué sobre la
nobleza polaca.
–¿Qué ha sucedido después de que se negara a que un médico
le viera?
–Ha seguido insistiendo en que mejoraría si lo dejábamos
solo. Con los buenos modales que le caracterizan, me ha dicho que
me ocupe de mis propios asuntos. Es de los que sufren en silencio
o tiene algo que esconder. ¡Y obstinado! Si no hubiera sido tan
testarudo, le habría llamado a usted hace ya muchas horas, antes
de que empezara a nevar, y no le habría obligado a levantarse de
madrugada.
–¿Qué más ha notado?
Herr Schlegel se animó al oír la pregunta.
–Bien, para empezar, se ha negado a darme una dirección
futura y la anterior era sospechosa: Lista de Correos, Rapallo,
Italia. Nunca he oído hablar de Rapallo y cuando le he preguntado
dónde quedaba, sólo ha respondido que "en la costa". Desde
luego, por su actitud misteriosa, por su forma de salir
subrepticiamente y sin paraguas, por su falta de dirección y por
esa carta (los problemas con Rusia, la deportación, la policía),
creo que hay que avisar a la policía. Por supuesto, he buscado la
carta al limpiar la habitación, pero no la he encontrado. Debe de
haberla quemado u ocultado.
–¿No habrá usted llamado a la policía? –preguntó Breuer.
–Todavía no. Es mejor esperar a que amanezca. Sería malo
para el negocio. No conviene que la policía moleste a mis
huéspedes a altas horas de la madrugada. ¡Y luego, por si fuera
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DOCE
El lunes por la mañana, Nietzsche acudió al consultorio de
Breuer para finalizar el asunto que los unía. Tras estudiar con
detenimiento la detallada cuenta de Breuer para asegurarse de que
no se hubiera omitido nada, Nietzsche rellenó una orden de pago y
se la entregó a Breuer. A continuación, Breuer le dio el informe
clínico y le sugirió que lo leyera allí mismo, por si tenía alguna
duda. Después de leerlo con atención, Nietzsche abrió el maletín y
lo guardó en la carpeta de informes médicos.
–Un excelente informe, doctor Breuer, completo y
comprensible. Y a diferencia de muchos otros, no contiene jerga
profesional: ésta, si bien ofrece la ilusión del saber, en realidad es
el lenguaje de la ignorancia. Y ahora, a Basilea. Ya le he robado
demasiado tiempo. –Nietzsche cerró el maletín con llave–. Le
dejo, doctor, sintiéndome más en deuda con usted que con ningún
otro hombre en toda mi vida. Las despedidas, por lo general, están
acompañadas por la resistencia a prolongar el hecho. La gente dice
auf Wiedersehen: hasta la vista. Las personas planean con rapidez
nuevos encuentros y luego, con mayor rapidez, olvidan sus
propósitos. Yo no soy de ésos. Prefiero la verdad, o sea: casi con
toda seguridad, no volveremos a vernos. Es probable que jamás
regrese a Viena y dudo que usted sienta la necesidad de seguir el
rastro de un paciente como yo en Italia.
Nietzsche cogió el maletín y fue a ponerse en pie. El momento
que Breuer esperaba.
–Profesor Nietzsche, por favor, todavía no. Hay otro asunto
que quiero discutir con usted. –Nietzsche se puso tenso. "Sin duda
esperaba que volviera a pedirle que ingresara en la clínica Lauzon
y temía que llegara el momento", pensó Breuer–. No, profesor
Nietzsche, no es lo que usted piensa en absoluto. Relájese, por
favor. Se trata de algo distinto. He estado demorando este tema,
por razones que pronto serán evidentes. –Breuer hizo una pausa y
tomó aliento con fuerza–. Tengo una propuesta que hacerle. Una
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propuesta extraña, que tal vez nunca haya sido hecha a un paciente
por su médico. Como ve, titubeo. Resulta difícil decirlo. Por lo
general, no me faltan las palabras. Pero lo mejor es decirlo: le
propongo un intercambio profesional. Es decir, le propongo que,
durante el próximo mes, me permita actuar como médico de su
cuerpo. Me concentraré sólo en sus síntomas físicos y en su
medicación. Y usted, a cambio, será el médico de mi mente, de mi
espíritu.
Nietzsche, todavía aferrado a su maletín, pareció intrigado,
luego cauto.
–¿Qué quiere decir con su mente, su espíritu? ¿Cómo puedo
yo ser médico? ¿No es ésta otra variante de la charla de la semana
pasada, que usted me trate y yo le enseñe filosofía?
–No, esta petición es del todo diferente. Yo no le pido que me
enseñe, sino que me cure.
–¿Puedo preguntarle de qué?
–Una pregunta difícil. Y sin embargo, se la hago a mis
pacientes todo el tiempo. Se la formulé a usted, y ahora me toca a
mí responder. Le pido que cure mi desesperación.
–¿Que cure su desesperación? –Nietzsche dejó de apretar el
maletín y se inclinó hacia delante–. ¿Qué clase de desesperación?
Yo no la veo.
–No está en la superficie, donde parece que llevo una vida
satisfactoria. Pero, debajo de la superficie, reina la desesperación.
Me pregunta usted qué clase de desesperación. Digamos que mi
mente no me pertenece, que me asaltan pensamientos ajenos y
sórdidos. El resultado es que siento desprecio por mi mismo y
dudo de mi integridad. ¡Aunque quiero a mi mujer y a mis hijos,
no los amo! De hecho, les guardo rencor por ser prisionero suyo.
Carezco de valor: de valor para cambiar mi vida o para seguir
viviéndola. Ya no sé por qué vivo, no sé cuál es el sentido de mi
vida. Me preocupa envejecer. Aunque cada día me acerco más a la
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probar las ideas antes de enunciarlas para la especie (tal fue la idea
del doctor Breuer).
Tu doctor Breuer, dicho sea de paso, parece un espécimen
superior, con capacidad perceptiva y deseo de superarse. Sí, posee
ese deseo. E inteligencia. Pero ¿tiene ojos y corazón– para ver?
¡Ya lo comprobaremos!
Así pues, estoy convaleciente y pienso en la aplicación: una
nueva empresa. Quizá estuviera equivocado al creer que mi única
misión era buscar la verdad. Durante este mes, veré si mi sabiduría
permitirá que otro logre sobrevivir a la desesperación. ¿Por qué
acude a mí? Dice que, después de probar mi conversación y leer
una parte de Humano, demasiado humano, se ha despertado en él
cierto apetito por mi filosofía. Quizá, dada la carga de mi mal
físico, haya pensado que soy un experto en supervivencia. Por
supuesto, no conoce ni la mitad de mi carga. Mi amiga, la
demoníaca ramera rusa, esa mona de senos postizos, sigue en el
camino de la traición. Elisabeth, que me dice que Lou está
viviendo con Rée, está llevando a cabo una campaña para
conseguir que la deporten por inmoralidad Elisabeth me dice
también que Lou ha ampliado su campaña de odio y mentiras
extendiéndola por Basilea, donde se propone anular mi pensión.
Maldito sea aquel día, en Roma, en que la vi por primera vez. Te
he dicho muchas veces que toda forma de adversidad –incluso el
toparme con la maldad pura– me fortalece. Pero si puedo trocar en
oro esta mierda, entonces yo... Ya veremos. No tengo energía
suficiente para hacer una copia de esta carta. Mi querido amigo,
devuélvemela, por favor. Tuyo, FIN
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TRECE
Aquel mismo lunes, durante el viaje a la clínica, Breuer sacó a
colación el tema de la reserva total y sugirió que Nietzsche se
sentiría más tranquilo si se le admitía con un seudónimo, Eckart
Müller, el mismo que había mencionado ante Freud.
–Eckart Müller, Eckkkkkkart Müüüller, Eckart Müüüüüüüller.
––Nietzsche, a todas luces de buen humor, canturreó el nombre
despacio, en un susurro, como para discernir su melodía–. Es un
nombre tan bueno como cualquier otro, supongo. ¿Tiene alguna
significación especial? ¿Es, quizá –especuló–––, el nombre de
algún paciente famoso por su obstinación?
–Sólo es mnemotécnico –respondió Breuer–. Mi método
consiste en sustituir las iniciales del nombre del paciente por las
letras del alfabeto que las preceden. En su caso, el resultado fue
las iniciales E.M. Y Eckart Müller fue el primer E.M. que se me
ocurrió, nada más.
–Tal vez algún día un historiador de la medicina escriba un
libro sobre los médicos famosos de Viena y se pregunte por qué el
distinguido doctor Josef Breuer visitaba con tanta frecuencia a un
tal Eckart Müller, un hombre misterioso sin pasado ni futuro.
Era la primera vez que Breuer veía a Nietzsche tan alegre. Era
un buen presagio, por lo que Breuer adoptó la misma actitud.
–Y figúrese a los pobres biógrafos de los filósofos del futuro
cuando intenten rastrear el paradero del profesor Friedrich
Nietzsche durante el mes de diciembre de 1882.
Pocos minutos después, cuando tuvo más tiempo para pensar
en el asunto, Breuer empezó a lamentar lo del seudónimo. Tener
que dirigirse a Nietzsche por un nombre falso en presencia del
personal de la clínica imponía un subterfugio innecesario en una
situación que en sí misma ya se caracterizaba por la duplicidad.
¿Por qué había incrementado la carga? Después de todo, Nietzsche
no necesitaba la protección de un seudónimo para el tratamiento
de la hemicránea, que era una dolencia frecuente. En cualquier
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caso, el presente arreglo exigía que él, Breuer, corriera con los
riesgos y, por consiguiente, era él, y no Nietzsche, quien
necesitaba el santuario de la reserva.
El simón entró en el octavo distrito, conocido como Joseftadt,
y se detuvo ante la puerta de la clínica Lauzon. El portero, al
reconocer a Fischmann, discretamente evitó mirar dentro del
coche y corrió a abrir la oscilante verja de hierro. El coche
recorrió traqueteando los cien metros de camino adoquinado hasta
llegar al pórtico de columnas blancas del edificio central. La
clínica Lauzon, una elegante estructura de cuatro plantas, de
piedra blanca, alojaba a cuarenta pacientes con problemas
neurológicos y psiquiátricos. Había sido construida trescientos
años antes como residencia del barón Friedrich Lauzon; por aquel
entonces, quedaba inmediatamente fuera de las murallas de Viena,
estaba rodeada por sus propios muros y tenía cuadras y cochera
propias, así como viviendas para los sirvientes y diez hectáreas de
huertos y jardines. Generaciones enteras de jóvenes Lauzon
habían nacido y crecido allí, y cazado jabalíes. Al morir el último
barón Lauzon y su familia durante la epidemia de fiebres tifoideas
de 1858, el patrimonio había pasado al barón Wertheim, un primo
lejano, un despilfarrador que raras veces abandonaba su finca de
Baviera.
Cuando sus asesores le informaron de que podía librarse de la
propiedad transformándola en institución pública, el barón
Wertheim había decretado que el edificio sería una clínica de
reposo, con la única condición de que su familia recibiera a
perpetuidad atención médica gratuita. Se fundó un fideicomiso
benéfico y se creó un singular consejo de administración que
incluía no sólo a importantes familias vienesas católicas, sino
también a dos filantrópicas familias judías, los Gomperz y los
Altmann. Si bien el hospital inaugurado en 1860, atendía en
especial a los ricos, seis de sus cuarenta camas debían destinarse,
según lo especificado a pacientes pobres pero limpios.
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cosas acerca de tí..., cosas que podrían presentarte bajo una luz
desfavorable. Tus deseos sexuales, por ejemplo.
Breuer notó que Freud se sonrojaba. Él y Freud nunca habían
mantenido una conversación de ese estilo.
–Pero mis deseos sexuales sólo se relacionan con Martha.
Ninguna otra mujer me atrae.
–Bien, pues hablemos de tus deseos antes de Martha.
–No ha habido un "antes de Martha". Ella es la única mujer a
quien he deseado.
–Pero debe de haber habido otras. Todo estudiante de Viena
tiene una Süssmädchen. El joven Schnitzler parece que tiene una
cada semana.
–Esa es exactamente la parte del mundo de la que quiero
proteger a Martha. Schnitzler es un libertino, como todo el mundo
sabe. A mí no me gustan las frivolidades. No tengo tiempo. Ni
dinero. Y necesito hasta el último florín para comprar libros.
“Mejor será cambiar de tema cuanto antes, Josef. De todos
modos, has aprendido algo importante: ahora dónde está el límite
de lo que puedes compartir con Freud.”
–Sig, me he apartado del tema. Volvamos a él. has preguntado
qué me gustaría que ocurriera. Digo que espero que Herr Müller
hable de su desesperación. Espero que me utilice como padre
confesor. Tal vez eso, en sí mismo, sea una cura; tal vez lo
devuelva al rebaño humano. Es una de las criaturas más solitarias
que conozco. Dudo se haya sincerado ante nadie.
–Pero me has dicho que le han traicionado. Sin duda, confió
en esas personas y se sinceró con ellas. De contrario, no podría
haber existido la traición.
–Sí, tienes razón. La traición es algo fundamental para él. De
hecho, creo que ése debería ser un principio fundamental para mi
procedimiento: primum non nocere. No hagas daño, ni nada que él
pudiera interpretar traición. –Breuer pensó en sus propias palabras
un instante–. ¿Sabes, Sig? dijo luego–, yo trato a todos mis
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CATORCE
Nietzsche se había preparado de verdad. A la mañana
siguiente, no bien Breuer hubo completado la revisión física,
Nietzsche asumió el control.
–Como ve –dijo a Breuer, abriendo un cuaderno en blanco–,
me he organizado bien. Herr Kaufmann, uno de los ordenanzas,
fue muy amable y ayer me compró este cuaderno.
Se levantó de la cama.
–También pedí otra silla. ¿Por qué no nos sentamos y
empezamos a trabajar? –Breuer, divertido por la gravedad con que
su paciente asumía la autoridad, siguió su sugerencia y se sentó
junto a él. Las dos sillas miraban al hogar, en el que
chisporroteaba un fuego anaranjado. Después de entrar en calor,
Breuer giró su silla para poder ver mejor a Nietzsche e invitó a
éste a hacer lo mismo–. Empecemos –prosiguió Nietzsche–
estableciendo las categorías principales para el análisis. He
confeccionado una lista de los temas que usted mencionó ayer, al
requerir mí ayuda. –Abriendo el cuaderno, Nietzsche le mostró
que en hojas separadas había escrito cada uno de los temas
mencionados por Breuer. Acto seguido, los leyó en voz alta–:
Uno, la infelicidad general. Dos, el asalto de pensamientos
extraños. Tres, el odio hacia usted mismo. Cuatro, el temor a
envejecer. Cinco, el temor a la muerte. Seis, la tentación del
suicidio. ¿Es completa la lista?
Sorprendido por el tono formal de Nietzsche, a Breuer no le
gustó oír sus preocupaciones más íntimas condensadas en una lista
y descritas de manera tan clínica.
–No del todo. Tengo serios problemas para comunicarme con
mi mujer. No sé por qué, pero me siento distanciado de ella, como
si estuviera atrapado en un matrimonio y en una vida que no he
elegido.
–¿Considera que se trata de un problema adicional? ¿O de
dos?
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que debería tener un interés especial para los filósofos. Tal vez
sean ellos, y no los médicos, quienes puedan explicar por qué los
síntomas de la histeria no se adecuan a razones anatómicas.
–¿Qué quiere decir?
Breuer se sentía más relajado. Explicar cuestiones médicas a
un estudiante atento era un papel más cómodo y familiar para él.
–Bien, se lo explicaré mediante un ejemplo: he visto pacientes
cuyas manos están anestesiadas de tal manera que la causa no
podría ser un desorden de los nervios. Tienen anestesia "de
guantes", sin sensación alguna por debajo la muñeca, como si se
les hubiera atado una cinta anestesiante alrededor de la muñeca.
–¿Y eso no se debe al sistema nervioso? –preguntó Nietzsche.
–No. La conducción nerviosa no funciona de esa manera: la
mano es alimentada por tres nervios diferentes (radial, cubital y
mediano) y cada uno de ellos tiene un origen distinto en el
cerebro. De hecho, un solo nervio abastece la mitad de algunos
dedos y otro abastece la otra mitad. Pero el paciente no sabe esto.
Es como si el paciente imaginara que toda la mano fuera
abastecida por un solo nervio, "el nervio de la mano", y entonces
desarrollara un desorden en la imaginación.
–¡Fascinante! –Nietzsche abrió el cuaderno y escribió–.
Suponga que hubiera una mujer que fuera experta en anatomía
humana y que tuviera histeria. En ese caso, ¿tendría una
enfermedad anatómicamente correcta?
–Estoy seguro de que sí. La histeria es un desorden mental, no
anatómico. Hay evidencia de que no produzca un daño anatómico
real en los nervios. De hecho, algunos pacientes pueden ser
hipnotizados y los síntomas desaparecen en cuestión de minutos.
–¿De modo que el magnetismo animal es el tratamiento
corriente?
–¡No! Es una pena, pero el magnetismo animal no es popular
en medicina, por lo menos, no en Viena. Tiene mala reputación,
sobre todo, supongo, porque muchos de los primeros
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Pero existe otra razón por la que la terapia que empleé con mi
paciente puede no resultar útil en mi caso. Y se trata de una razón
más bien turbadora. Cuando los síntomas de Bertha...
–¿Bertha? Así que estaba en lo cierto al pensar que la inicial
de su nombre era B.
Breuer cerró los ojos, afligido.
–Temo que he cometido un terrible error. Es muy importante
para mi no violar el derecho de mi paciente a la intimidad. Sobre
todo el de esta paciente. Su familia es muy conocida en la
comunidad, y también es muy conocido el hecho de que yo era su
médico. Por ello, he procurado hablar poco con otros médicos de
mi tratamiento con ella. Sin embargo, me resulta incómodo usar
un nombre falso aquí, con usted.
–¿Quiere decir que le resulta difícil hablar con libertad y
desahogarse, y al mismo tiempo estar en guardia para no usar el
nombre falso?
–Así es. –Breuer suspiró–. Ahora no tengo más remedio que
seguir llamándola por su nombre verdadero, Bertha, pero usted
tiene que jurarme que no se lo revelará a nadie. –Ante el
inmediato "desde luego" de Nietzsche, Breuer extrajo una
cigarrera del bolsillo de su chaqueta y cogió un puro. Ofreció otro
a su compañero, que lo rehusó, y Breuer encendió el suyo–.
¿Dónde estaba? –preguntó.
–Me estaba explicando por qué su nuevo método podría no
resultar adecuado para tratar sus propios problemas. Ha
mencionado algo acerca de una razón "turbadora".
–Sí, una razón turbadora. –Breuer lanzó una larga bocanada de
humo azul antes de seguir hablando–. Al presentar el caso ante
unos cuantos colegas y estudiantes de medicina, cometí la
estupidez de jactarme de haber hecho un descubrimiento
importante. Sin embargo, unas semanas después, cuando dejé a la
paciente al cuidado de otro médico, me enteré de que casi todos
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Creo que nadie puede pensar mejor de ti, pero tampoco nadie
puede pensar peor.
Si yo te hubiera creado, te habría dado mejor salud y mucho
más de todo lo que es más valioso.., y quizá un poco más de amor
por mí (aunque esto es lo menos importante) y habría sido lo
mismo con el amigo Rée. Ni ante ti ni ante él puedo pronunciar
una sola palabra acerca de los asuntos de mi corazón. Supongo
que no tienes ni idea de lo que quiero. Pero este forzado silencio
es casi sofocante porque os quiero a los dos.
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QUINCE
Tras la primera sesión, Breuer sólo dedicaba unos minutos
más de su tiempo oficial a Nietzsche; escribió una nota en la ficha
de Eckarr Müller, informó a las enfermeras del estado de su
migraña y más tarde, en su despacho, escribió un informe más
personal en un cuaderno idéntico al de Nietzsche.
Sin embargo, durante las veinticuatro horas siguientes,
Nietzsche exigió gran parte del tiempo extraoficial de Breuer,
tiempo robado a otros pacientes, a Mathilde, a sus hijos y, sobre
todo, al sueño. Breuer sólo consiguió dormir de forma irregular
durante las primeras horas de la noche y tuvo sueños vívidos e
inquietantes.
Soñó que él y Nietzsche hablaban en una estancia sin paredes:
tal vez se tratara del escenario de un teatro. Los trabajadores que
pasaban junto a ellos, llevando muebles, escuchaban su
conversación. La estancia daba la impresión de ser temporal,
como si pudiera plegarse y transportarse.
En otro sueño, él estaba sentado en una bañera y abría el grifo.
De él salía un chorro de insectos, pedacitos de maquinaria, y
grandes y desagradables burbujas de cieno colgaban de la boca del
grifo. Las piezas de maquinaria le intrigaban. El cieno y los
insectos le daban asco.
A las tres le despertó la pesadilla de siempre: temblaba el
suelo, buscaba a Bertha y la tierra se licuaba bajo sus pies. Se
hundía cuarenta pies hasta llegar a una losa blanca que tenía
escrito un mensaje ilegible.
Breuer permaneció despierto, escuchando los latidos de su
corazón. Trató de calmarse con tareas intelectuales. Primero, se
preguntó por qué las cosas que parecen soleadas y benignas a
mediodía se impregnan de horror a las tres de la madrugada. Al no
obtener alivio, se entretuvo de otro modo, intentando recordar
todo lo que le había revelado a Nietzsche aquel día. Pero cuanto
más recordaba, más se agitaba. ¿No habría dicho demasiado? ¿Le
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tobillos. Y una perra que sabe muy bien cómo suplicar un pedazo
de espíritu cuando se le niega un pedazo de carne". –Cerró el
cuaderno–. De modo que el problema no es que el sexo esté
presente, sino que hace que desaparezca otra cosa: algo mucho
más valioso, infinitamente más precioso. La lujuria, la excitación,
la voluptuosidad: he aquí lo que esclaviza. La chusma se pasa la
vida como cerdos que se alimentan en el dornajo de la lujuria.
–¡El dornajo de la lujuria! –repitió Breuer, azorado ante la
vehemencia de Nietzsche–. Usted se apasiona por este tema. Hay
más sentimiento en su voz ahora que en ningún otro momento.
–¡Se necesita pasión para derrotar a la pasión! Demasiados
hombres han sido destrozados en el timón de las bajas pasiones.
–¿Y su propia experiencia en este campo? –Breuer iba
tanteando a su interlocutor– .¿ Ha tenido experiencias
desafortunadas que hayan influido en usted a la hora de formular
sus conclusiones?
–En cuanto a lo que ha dicho antes sobre el objetivo
fundamental de la reproducción... Permítame preguntarle lo
siguiente. –Nietzsche perforó el aire con el dedo tres veces–. ¿No
deberíamos crear (no deberíamos llegar a ser) antes de
reproducirnos? Nuestra responsabilidad con respecto a la vida es
crear lo superior, no reproducir lo inferior. Nada debe interferir en
el desarrollo del héroe dentro de usted. Y si la lujuria se interpone,
entonces también debe ser vencida.
"¡Acéptalo, Josef, se dijo Breuer. "No tienes ningún dominio
sobre estas discusiones. Nietzsche no hace más que pasar por alto
las preguntas que no quiere responder."
–Usted sabe, profesor Nietzsche, que, desde el punto de vista
intelectual, estoy de acuerdo en muchas de las cosas que dice, pero
nuestro nivel de discurso es demasiado abstracto. No es lo
bastante personal para ayudarme. Quizá estoy demasiado
familiarizado con lo práctico. Al fin y al cabo, toda mi vida
profesional ha consistido en determinar enfermedades, elaborar
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–Hay algo más que he planeado discutir hoy con usted –dijo
Nietzsche guardando el peine y haciendo caso omiso, una vez
más, de la pregunta de Breuer–. ¿Tenemos tiempo?
Breuer se echó atrás en su silla, desalentado. Era obvio que
Nietzsche seguiría pasando por alto sus preguntas. Se instó a sí
mismo a ser paciente. Consultó su reloj y dijo que podía quedarse
quince minutos más.
–Estaré aquí todos los días a las diez y me quedaré treinta o
cuarenta minutos, aunque algún día, si se produce alguna
emergencia, tendré que irme antes.
–¡Bien! Hay algo importante que quiero decirle. Le he oído
quejarse de infelicidad muchas veces. En realidad –Nietzsche
abrió el cuaderno para consultar la lista de los problemas de
Breuer–, "infelicidad general" es el primer problema de su lista.
Hoy, además, ha hablado de su angustia, su tensión cordial...
–Precordial: la región del corazón.
–Sí, gracias, nos enseñamos mutuamente. Su tensión
precordial, sus terrores nocturnos, su insomnio, su desesperación.
Usted habla mucho de estos males y describe su deseo "terrenal"
como un alivio inmediato a sus molestias. Se lamenta de que, a
diferencia de lo que le sucedió al hablar con Max, nuestra
discusión no le produzca ningún alivio.
–Sí. Y...
–Y usted quiere que me refiera a su tensión de manera directa,
quiere que le proporcione bienestar.
–Exacto. –Breuer asintió, alentando a Nietzsche a que
siguiera.
–Hace dos días me resistía a su propuesta de convertirme en...,
¿cómo definirlo?..., su consejero, para ayudarle a tratar la
desesperación. Disentí cuando usted dijo que yo era un experto
mundial debido a que llevaba muchos años estudiando estos
asuntos. Sin embargo, ahora que reflexiono sobre el asunto me
doy cuenta de que usted tenía razón: soy un experto y tengo
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estaba seguro de que las cosas irían mejor si pudiera hacer bajar a
Nietzsche de las estrellas.
–Una vez más, lo que dice es demasiado abstracto. Por favor,
no me interprete mal, profesor Nietzsche. Sus palabras son bellas
y poderosas, pero cuando me las lee, ya no siento que nos estamos
comunicando de un modo personal. Capto su significado
intelectualmente: sí, hay recompensa para el dolor: el crecimiento,
la fortaleza, la creatividad. Lo entiendo aquí –Breuer se señaló la
cabeza con el dedo–, pero no me llega aquí. –Se tocó el abdomen
con la mano–. Si esto va a ayudarme, tiene que llegarme hasta
donde está arraigada mi experiencia. Aquí, en mis entrañas, yo no
siento ningún desarrollo. Doy a luz estrellas que no bailan. Sólo
tengo el frenesí y el caos.
Nietzsche sonrió y agitó el dedo en el aire.
–¡Exacto! ¡Ahora lo ha dicho! ¡Ese es el problema,
precisamente! ¿Y por qué no hay crecimiento? ¿Por qué no hay
pensamientos más consistentes? Ése fue el sentido de mi última
pregunta de ayer, cuando le pregunté qué pensaría si no estuviera
preocupado por esos pensamientos extraños. Por favor, échese
hacia atrás, cierre los ojos e intente este experimento mental
conmigo. Adoptemos una posición distante, la cumbre de una
montaña, y observemos juntos. Allí, a lo lejos, vemos a un
hombre, un hombre de mente inteligente y sensible a la vez.
Observémoslo. Quizá alguna vez haya contemplado con mirada
profunda e intensa el horror de su propia existencia. ¡Quizá haya
visto demasiado! Tal vez haya tropezado con las fauces
devoradoras del tiempo o con su propia insignificancia (él no es
sino una mota de polvo) o con la transitoriedad y la contingencia
de la vida. Su miedo ha sido terrible hasta el día que descubrió que
la lujuria apaciguaba el miedo. Por lo tanto, dio la bienvenida a la
lujuria y ésta, competidora despiadada, dominó todos sus
pensamientos. Pero la lujuria no piensa: anhela, recuerda. Y este
hombre empezó a recordar con lujuria a Bertha la lisiada.
Entonces dejó de mirar a lo lejos para pasarse el tiempo
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dice lo mucho que tiene que enseñarme, me lee sus notas, mira la
hora y como un caballero me despide con una tarea para la
próxima reunión. ¡Todo esto es irritante! Pero luego me recuerdo a
mí mismo que soy médico: no me reúno con él para mi placer
personal. Después de todo, ¿qué placer personal hay en extirpar
las amígdalas a un paciente?
Hoy ha habido un momento en que he experimentado una
extraña ausencia. Casi me he sentido como si estuviera en trance.
Tal vez, después de todo, sea yo sensible al magnetismo animal.
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DIECISÉIS
Breuer, profesional del arte de la medicina, solía empezar las
visitas del hospital con una conversación sobre temas generales
que desviaba con elegancia hacia los específicamente médicos.
Pero a la mañana siguiente, al entrar en la habitación número 13
de la clínica Lauzon, lo hizo dispuesto a suprimir la conversación
sobre temas generales. Nietzsche en seguida le anunció que se
encontraba muy bien, cosa poco frecuente en él, razón por la cual
no quería perder el precioso tiempo de que disponían hablando de
síntomas no existentes. Así que sugirió que fueran al grano.
–Ya volverá mi hora, doctor Breuer; mi dolencia nunca se
aleja de mí. Pero ahora que está de vacaciones, aprovechemos para
seguir trabajando con su problema. ¿Qué adelanto ha hecho en el
experimento que le propuse ayer? ¿En qué pensaría si no estuviera
preocupado por las fantasías sobre Bertha?
–Profesor Nietzsche, permítame hablar primero de otra cosa.
Ayer hubo un momento en que usted prescindió de mi título
profesional y me llamó Josef. Me gustó. Me sentí más cerca de
usted y me gustó. Aunque tenemos una relación profesional, la
naturaleza de nuestras entrevistas exige que hablemos con
intimidad. Así pues, ¿estaría dispuesto a que nos llamáramos por
el nombre de pila?
Nietzsche, que había transformado su vida para evitar toda
familiaridad, se quedó estupefacto. Se revolvió en el asiento y
tartamudeó, pero (al parecer sin encontrar una manera elegante de
negarse) acabó por asentir con desgano cuando, a continuación,
Breuer le preguntó si debía llamarlo Friedrich o Fritz, Nietzsche se
apresuró a responder:
–Friedrich, por favor. ¡Y ahora, a trabajar!
–¡Sí, a trabajar! Volvamos a su pregunta. ¿Qué hay de Bertha?
Sé que hay una corriente de preocupaciones más oscuras y más
profundas, que estoy convencido de se intensificaron hace unos
meses, cuando cumplí años. Usted sabrá, Friedrich, que no es raro
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que se produzca una crisis al llegar a esa edad. Cuídese, sólo tiene
dos años para prepararse.
Breuer sabía que esta familiaridad incomodaba a Nietzsche,
pero también que una parte suya anhelaba un contacto humano
más íntimo.
–Éso no me preocupa –contestó Nietzsche con indecisión–.
Creo que tengo cuarenta años desde que cumplí los veinte.
¿Qué era aquello? ¡Un acercamiento! ¡Sin duda, un
acercamiento! Breuer pensó en un gatito que su hijo Robert había
encontrado en la calle hacía poco. "Dale leche", había dicho a su
hijo, "y aléjate. Que beba con confianza y se acostumbre a tu
presencia. Más tarde, cuando se sienta seguro, podrás acariciarlo".
Breuer se alejó.
–¿Cómo puedo describir mis pensamientos de la mejor
manera? Creo que son oscuros y morbosos. Muchas veces siento
que mi vida ha llegado a su cima. –Breuer hizo una pausa,
recordando la forma en que lo había expresado ante Freud–. He
llegado a la cúspide y, cuando miro abajo para contemplar el resto,
sólo veo deterioro: el descenso a la vejez, ser abuelo, las canas o –
tocándose la calvicie incipiente– la pérdida de todo el pelo. Pero
no, no es exactamente así. No es descender lo que me preocupa,
sino no ascender.
–¿No ascender, doctor Breuer? ¿Por qué no puede seguir
ascendiendo?
–Sé, Friedrich, que es difícil romper la costumbre, pero, por
favor, llámeme Josef.
–Sea. Hábleme de no ascender.
–A veces imagino que todo el mundo tiene una frase secreta,
un motivo profundo que se convierte en el mito de su vida. De
niño, alguien me llamó una vez "niño de la promesa infinita". La
expresión me gustó. Me la he canturreado miles de veces. A
menudo me he imaginado como un tenor que la cantara con un
timbre muy agudo, alargando cada sílaba. Me gustaba cantarla con
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sin cesar nuevos fines que están fuera de su alcance. Pero usted,
como yo, tiene buenos ojos. Se proyectó demasiado lejos en la
vida. Ha comprendido que era inútil conquistar meras que no
quería y proponerse otras que tampoco deseaba. Cero multiplicado
por cero siempre es igual a cero.
Aquellas palabras dejaron a Breuer como en trance. Todo, las
paredes, las ventanas, la chimenea, incluso Nietzsche se
desvaneció. Había estado esperando aquel intercambio de
opiniones toda su vida.
–Sí todo lo que usted dice es cierto, Friedrich, salvo su
insistencia en que uno elige el plan de su vida de forma
deliberada. El ser humano no establece los objetivos de su vida de
modo consciente: constituyen un accidente de la historia, ¿no?
–No responsabilizarse de los propios objetivos vitales es dejar
que la propia existencia sea un accidente.
–Pero protestó Breuer nadie tiene esa libertad. No es posible
escapar de la perspectiva de nuestra época, nuestra cultura, nuestra
familia...
–Una vez –lo interrumpió Nietzsche– cierto sabio judío
aconsejó a sus discípulos que rompieran con sus padres y buscaran
la perfección. ¡Ese podría ser un paso digno de un muchacho de
promesa infinita! Ése podría haber sido el baile indicado para la
melodía indicada.
¡El baile indicado para la melodía indicada! Breuer trató de
concentrarse en el significado de aquellas palabras, pero de
repente se desanimó.
–Friedrich, la conversación me apasiona, pero una voz en mi
interior no cesa de preguntarme: "¿Vamos a alguna parte?".
Nuestra discusión es demasiado etérea, demasiado distante del
latir de mi pecho y la pesadez de mi cabeza.
–Paciencia, Josef. ¿Cuánto tiempo me ha dicho que estuvo
deshollinando a la tal Anna O.?
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DIECISIETE
Las enfermeras de la clínica Lauzon raras veces hablaban de
Herr Müller, el paciente del doctor Breuer que ocupaba la
habitación número 13. Poco tenían que decir de él. Para un
personal atareado, con exceso de trabajo, Herr Müller era el
paciente ideal. Durante la primera semana no tuvo ataques de
hemicránea. Exigió poco y requirió poca atención, aparte de la
inspección, seis veces al día, de sus constantes virales (pulso,
temperatura, ritmo respiratorio y presión arterial). Las enfermeras
–al igual que Frau Becker, la enfermera del doctor Breuer– lo
consideraban un verdadero caballero.
Sin embargo, estaba claro que Nietzsche valoraba su soledad.
Nunca iniciaba una conversación. Cuando un miembro del
personal, u otro paciente, le dirigía la palabra, contestaba con
amabilidad y laconismo. Prefería tomar las comidas en su
habitación y después de la sesión matinal con el doctor Breuer
(que, según suponían las enfermeras, consistía en masajes y
tratamientos eléctricos), se pasaba la mayor parte del día solo,
escribiendo en su cuarto o, si el tiempo lo permitía, tomando notas
mientras paseaba por el jardín. Herr Müller rechazaba con cortesía
todas las preguntas que se le hacían con respecto a lo que escribía.
Lo único que se sabia era que estaba interesado por un antiguo
profeta persa, un tal Zaratustra.
A Breuer le impresionaba la discrepancia entre la amabilidad y
discreción con que Nietzsche se comportaba en la clínica y el tono
estridente y combativo de sus libros. Cuando le preguntó sobre
ello, Nietzsche sonrió.
–No es ningún misterio –respondió–. Si nadie quiere escuchar,
es natural que se grite.
Parecía contento con su vida en la clínica. Dijo a Breuer que
estaba pasando unos días agradables y sin dolor y que, además, las
charlas que mantenían a diario eran productivas para su filosofía.
Siempre había despreciado a filósofos como Kant y Hegel, que, en
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11 de diciembre de 1882
Estimado doctor Breuer:
Espero verlo esta tarde.
Lou.
¡Lou! A ella no le importaba utilizar su nombre de pila, pensó
Breuer, y entonces se percató de que Frau Becker le estaba
hablando.
–La Fräulein rusa ha estado aquí hace una hora y ha
preguntado por usted –explicó Frau Becker. Tenía el entrecejo
fruncido, algo inusual en ella–. Me he tomado la libertad de
decirle que usted tenía una mañana muy atareada, a lo que ella ha
respondido diciendo que volvería a las cinco, pero yo le he
explicado que por la tarde también estaría muy ocupado. Entonces
me ha pedido la dirección del profesor Nietzsche en Viena, pero
yo le he contestado que tendría que hablar con usted para
conseguirla. ¿He hecho bien?
–Por supuesto, Frau Becker, como de costumbre. Pero parece
usted preocupada.
Breuer sabia que Frau Becker no sólo tenía ojeriza a Lou
Salomé desde su primera visita, sino que la culpaba de todo aquel
fastidioso asunto de Nietzsche. La visita diaria a la clínica Lauzon
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DIECIOCHO
Cuanto más pensaba en la visita de Salomé, más se irritaba.
No con ella –hacia ella más bien abrigaba temor–, sino con
Nietzsche. Mientras le reprendía por preocuparse por Bertha, por
"comer en el dornajo de la lujuria" o "hurgar en el estercolero de
la mente", Nietzsche había estado haciendo exactamente lo mismo
con Lou Salomé.
No, no debería haber leído aquellas cartas. Pero no había
reaccionado a tiempo. ¿Y qué podía hacer ahora con lo que había
leído? ¡Nada! No había nada que pudiera compartir con Nietzsche:
ni las cartas ni la visita de Lou Salomé.
Era extraño que Nietzsche y él compartieran la misma
mentira, que se ocultaran mutuamente a Lou Salomé. ¿Afectaría
esta ocultación a Nietzsche de la misma manera que a él? ¿Se
sentiría perverso? ¿Culpable? ¿Habría algún modo de utilizar esa
culpa en beneficio de Nietzsche?
"Despacio", se dijo Breuer el sábado por la mañana, mientras
subía por la ancha escalera de mármol hacia la habitación número
13. "¡No hagas movimientos bruscos! Algo importante está
ocurriendo. ¡Mira lo mucho que hemos avanzado en una semana!"
–Friedrich –dijo Breuer en cuanto hubo efectuado un breve
examen médico–, anoche soñé con usted y fue un sueño muy
extraño. Me encontraba en la cocina de un restaurante. Los sucios
cocineros habían derramado aceite por el suelo. Yo. resbalaba y se
me caía una navaja de afeitar que se colaba por una grieta del
suelo. Entonces entraba usted, aunque no se parecía a usted. Iba
vestido con uniforme de general, pero yo sabia que era usted.
Quería ayudarme a recuperar la navaja. Yo le decía que no, que se
hundiría más. Pero usted, de todos modos, lo intentaba y en efecto,
como yo suponía, la navaja se hundía más. Ahora estaba en el
fondo de la grieta y cada vez que trataba de sacarla, me cortaba en
los dedos. –Se detuvo y miró expectante a Nietzsche . ¿Qué piensa
del sueño?
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en que Paul Rée fue su amigo. Y que él, Nietzsche, también había
tenido sus penas de amor. Que una vez conoció a una mujer como
Bertha. ¡Puede que sea mejor para ambos que nos centremos en mi
caso y que yo no intente que él se sincere!
Además, ahora alude a los métodos que usa para ayudarse a sí
mismo: por ejemplo, su "cambio de perspectiva", en el que se
contempla a sí mismo desde una perspectiva más cómica y
distante. Tiene razón: si contemplamos nuestra situación trivial
desde la gran maraña de nuestras vidas, desde la vida de toda la
raza, desde la evolución de la conciencia, por supuesto que pierde
importancia.
¿Pero cómo puedo cambiar mi perspectiva? Sus instrucciones
y exhortaciones para que la cambie no funcionan; tampoco da
resultado el que me imagine a mí mismo dando marcha atrás. No
puedo apartarme, emocionalmente, del centro de mi situación. No
puedo alejarme lo suficiente. Y a juzgar por las cartas que le
escribió a Lou Salomé, creo que él tampoco puede hacerlo.
Nietzsche también pone mucho énfasis en la expresión de la
ira. Hoy me ha hecho insultar a Bertha de diez maneras diferentes.
Éste es un método que, por lo menos, puedo entender. Descargar
la ira tiene sentido desde un punto de vista psicológico: hay que
descargar el acopio de excitación cortical de forma periódica. De
acuerdo con la descripción que hace Lou Salomé de sus canas, ése
es su método favorito. Creo que Nietzsche encierra dentro de sí un
gran depósito de ira. Me pregunto por qué. ¿Debido a su
enfermedad? ¿O a su falta de reconocimiento profesional? ¿O a
que nunca ha disfrutado del calor de una mujer?
Nietzsche es ingenioso para los insultos. Ojalá yo pudiera
recordar sus improperios predilectos. Me ha encantado que
calificara a Lou Salomé de "depredadora disfrazada de gata
doméstica".
A él le resulta fácil, pero a mí no. Tiene mucha razón con
respecto a mi dificultad para expresar la ira. Viene de familia. Lo
veo en mi padre, en mis tíos. Para los judíos, reprimir la ira es un
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FIN.
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DIECINUEVE
No vamos a ninguna parte, Friedrich. Me siento peor.
Nietzsche, que había estado tomando notas en el escritorio, no
se había percatado de la entrada de Breuer. Al oír sus palabras, se
volvió hacia él y abrió la boca para hablar, pero finalmente optó
por permanecer callado.
–¿Le he asustado, Friedrich? ¡Debe de ser desconcertante que
su médico entre quejándose de que está peor! Sobre todo, cuando
va vestido de modo impecable y lleva el maletín negro con
aplomo profesional. Pero le aseguro que mi apariencia externa es
un engaño y que, debajo de ella, mi ropa está mojada y mi camisa
pegada al cuerpo. Esta obsesión por Bertha es un torbellino. ¡Me
absorbe hasta el último pensamiento decente! No le culpo a usted.
–Breuer se sentó junto al escritorio––. Nuestra falta de progreso es
culpa mía. Fui yo quien le instó a que atacara la obsesión
directamente. Usted tiene razón: no profundizamos lo suficiente.
No hacemos más que recortar las hojas, cuando deberíamos
arrancar de raíz la maleza.
–Sí, no estamos arrancando ninguna raíz –replicó Nietzsche–.
Es preciso que reconsideremos nuestro abordaje. Yo también me
siento desalentado. Nuestras últimas sesiones han sido falsas y
superficiales. Fíjese en lo que hemos intentado hacer: ¡disciplinar
sus pensamientos, controlar su comportamiento! ¡Entrenamiento
mental y elaboración del comportamiento! ¡Semejantes métodos
no son para el reino humano! ¡Y no somos domadores de
animales!
–¡Sí! ¡Sí! Después de la última sesión me sentí como un oso al
que se le enseña a bailar sobre las patas traseras.
–¡Exacto! Un profesor debería elevar a los hombres. En
cambio, durante estas últimas reuniones, le he rebajado y también
me he rebajado yo. No podemos abordar las cuestiones humanas
con métodos para animales.
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siente arropado por su compañía. Tal vez sea usted más religioso
de lo que cree.
–Pero –replicó Breuer– en cierto sentido ella siempre está ahí.
O ha estado ahí durante un año y medio. Pese a que fue una mala
época, al mismo tiempo fue la más vital de mi vida. Me pasaba el
día pensando en ella, soñaba con ella por las noches.
–Me ha hablado de una ocasión en que ella no estaba: en ese
sueño que se repite. ¿Qué hace en él? ¿Buscarla?
–Empieza con algo espantoso que sucede. El suelo empieza a
licuarse bajo mis pies y yo busco a Bertha y no puedo
encontrarla...
–Sí, estoy convencido de que hay una pista importante en ese
sueño. Si algo espantoso sucede, ¿qué es? ¿El suelo, que empieza
a abrirse? –Breuer asintió––. ¿Por qué busca a Bertha en ese
momento, Josef? ¿Para protegerla? ¿O para que ella le proteja?
Se produjo un largo silencio. Breuer echó atrás la cabeza
varias veces con energía, como para llamarse al orden.
–No puedo ir más allá. Es sorprendente, pero la mente ya no
me funciona. Nunca me había sentido tan fatigado. Sólo es media
mañana, pero es como sí hubiera estado días trabajando sin parar.
–Yo también me siento así. Hoy hemos trabajado mucho.
–Pero hemos trabajado bien, creo. Ahora debo irme. Hasta
mañana, Friedrich.
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VEINTE
A la mañana siguiente Breuer entró en la habitación de
Nietzsche con el abrigo forrado de piel todavía puesto y un
sombrero de copa negro en la mano.
–Friedrich, mire por la ventana. ¿Reconoce ese tímido globo
anaranjado que hay sobre el horizonte? Nuestro sol vienés ha
decidido aparecer por fin. ¿Lo celebramos dando un paseo? Los
dos pensamos mejor andando.
Nietzsche saltó de la silla como si tuviera muelles en los pies.
Breuer nunca lo había visto moverse deprisa.
–Es una excelente idea. Hace tres días que las enfermeras no
me dejan salir. ¿Por dónde pasearemos? ¿Tenemos suficiente
tiempo para huir de los adoquines?
–Mi plan es el siguiente: un sábado de cada mes voy a visitar
la tumba de mis padres; acompáñeme hoy. El cementerio está a
menos de una hora de camino. Me detendré un momento, sólo
para depositar unas flores, y luego seguiremos hasta Simmeringer
Haide y pasearemos una hora por el bosque y el prado.
Volveremos a la hora de comer. Los sábados no tengo citas hasta
la tarde.
Breuer esperó a que Nietzsche se vistiera. Siempre decía que,
si bien le gustaba el frío, el frío no le quería a él. Así que, para
protegerse de la migraña se puso dos gruesos jerséis y se rodeó el
cuello varias veces con una larga bufanda de lana antes de
ponerse, no sin dificultad, el abrigo. Se puso una visera verde para
protegerse los ojos de la luz y por último se caló un sombrero
bávaro de fieltro verde.
Durante el viaje, Nietzsche le preguntó por qué tenía
desparramados por los asientos del coche aquel montón de
gráficas, revistas y manuales de medicina. Breuer contesto que el
coche era su segundo despacho.
–Algunos días me paso más tiempo viajando que en mi
consultorio de la Bäckerstrasse. Hace algún tiempo, un joven
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–¿Cuál'
–¿Por qué no me había dicho que su madre se llamaba Bertha?
Breuer no esperaba aquella pregunta. Se volvió para mirar a
Nietzsche.
–¿Por qué iba a hacerlo? Nunca había pensado en ello.
Tampoco le he dicho que el nombre de mi hija mayor también es
Bertha. No es importante. Como le dije, mí madre murió cuando
yo tenía tres años y no guardo recuerdos de ella.
–No tiene recuerdos conscientes ––dijo Nietzsche,
corrigiéndolo–. Pero casi todos nuestros recuerdos existen en el
subconsciente. Sin duda habrá leído La filosofía de lo
inconsciente, de Harrmann. Se vende en todas las librerías.
Breuer asintió.
–La conozco muy bien. En el café donde tenemos la tertulia,
nos hemos pasado muchas horas hablando sobre ella.
–Hay un genio detrás de ese libro, pero es el editor, no el
autor. Hartmann es, a lo sumo, un filósofo viajero que no ha hecho
más que apropiarse del pensamiento de Goethe, de Schopenhauer
y de Shelling. Pero ante el editor, Duncker, yo digo chapeau! –
Nietzsche se quitó el sombrero e hizo un ringorrango en el aire–.
Ése sí sabe poner un libro delante de las narices de todos los
lectores de Europa. ¡Ya va por la novena edición! Según me ha
dicho Overbeck, se han vendido más de cien mil ejemplares. ¿Se
imagina? ¡Y yo me deshago en agradecimientos cuando consigo
vender doscientos ejemplares de uno de mis libros! –Suspiró y se
volvió a poner el sombrero–. Pero volviendo a Hartmann, analiza
dos docenas de aspectos de lo inconsciente y no le cabe la menor
duda de que la mayor parte de nuestra memoria y de los procesos
mentales se encuentran fuera del plano consciente. Estoy de
acuerdo, pero pienso que no va lo bastante lejos: es difícil, creo,
sobrestimas el grado en que el inconsciente vive la vida (la vida
real). Lo consciente no es más que la piel translúcida que cubre la
existencia: el ojo adiestrado puede atravesarlo hasta llegar a las
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VEINTIUNO
Liberar las palomas fue casi tan difícil como despedirse de su
familia. Breuer lloró al llevar las jaulas a la ventana y al abrir las
puertas de tela metálica. Al principio, las palomas parecían no
entender. Levantaban los ojos del plato de comida y lo miraban sin
comprender. Breuer gesticuló con los brazos, alentándolas a volar
en busca de libertad.
Cuando sacudió y golpeó las jaulas, las palomas cruzaron la
puerta abierta de la jaula y, sin girarse para mirar por última vez al
carcelero, volaron hacia el cielo temprano de la mañana, veteado
de sangre. Breuer contempló con dolor su vuelo: cada movimiento
de sus alas de color azul plateado significaba el fin de su
investigación científica.
Mucho después de que las palomas hubieran desaparecido,
seguía contemplando el cielo a través de la ventana. Había sido el
día más doloroso de su vida y todavía no se había recuperado de la
disputa que había tenido con Mathilde aquella mañana. Una y otra
vez, la escena se repetía en su mente y pensaba si habría podido
comunicarle su decisión de marcharse de una forma más grata y
menos dolorosa.
–Mathilde –había dicho aquella mañana–, no hay manera de
decir esto, excepto sin rodeos, tal como es: quiero libertad. Me
siento atrapado, no por tí, sino por mi destino. Por un destino que
no he elegido. –Atónita y atemorizada, Mathilde se había limitado
a mirarlo fijamente.
Breuer prosiguió–. De repente me siento viejo. Me siento
como un anciano, enterrado en vida por una profesión, una
familia, una cultura. Todo me ha sido asignado. Yo no he elegido
nada. ¡Tengo que concederme una oportunidad! Tengo que
concederme la oportunidad de encontrarme a mí mismo.
–¿Una oportunidad? –replicó Mathilde–. ¿Para encontrarte a tí
mismo? Josef, ¿qué estás diciendo? No te entiendo. ¿Qué es lo que
estás pidiendo?
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vez escoja esta misma vida, pero tiene que ser una elección, mi
propia elección.
Ni siquiera después de tales palabras había recibido una
respuesta de Mathilde, que seguía sollozando. Aturdido, Breuer
había salido de la habitación.
Toda la conversación había sido un error cruel, pensó mientras
cerraba las jaulas de las palomas y las volvía a poner en los
estantes del laboratorio. En una jaula quedaban cuatro palomas
que no podían volar porque los experimentos quirúrgicos habían
alterado su equilibrio. Breuer sabia que tenía que sacrificarlas
antes de irse, pero, deseoso de no sentir responsabilidad por nada
ni por nadie, se limitó a llenar sus platos de agua y comida y a
abandonarlas a su suerte.
"No, no tendría que haberle hablado de libertad, de elección,
de sentirme atrapado, de destino, de encontrarme a mí mismo. ¡No
era posible que me entendiera! Apenas me entiendo yo. Cuando
Friedrich me habló por primera vez en ese lenguaje, yo no pude
comprenderlo. Habría sido mejor decírselo con otras palabras:
quizá "unas breves vacaciones", "el agotamiento profesional", o
"una estancia prolongada en un balneario del Norte de África".
Palabras que ella hubiera podido entender. Y con las que hubiera
podido dar una explicación a su familia y los demás.
"¡Dios mío!, ¿qué dirá a la gente? ¿En qué situación va a
quedar ella? ¡No, basta! ¡Eso es responsabilidad suya, no mía!
Asumir las responsabilidades de los otros: ésta es la trampa en que
estamos atrapados, yo y los demás."
Un rumor de pasos interrumpió las meditaciones de Breuer.
Mathilde abrió la puerta con tal ímpetu que la lanzó contra la
pared. Estaba muy pálida y tenía el pelo despeinado y los ojos
hinchados.
–He dejado de llorar, Josef. Y ahora te contestaré. Hay un
error, algo maligno, en lo que acabas de decirme. Y además
absurdo. ¡Libertad! ¡Libertad! Hablas de libertad. ¡Una broma
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–¿Qué ha pasado?
–Espera un par de minutos, Josef. Ya lo recordarás todo.
Vio que estaba en el sofá de su biblioteca. Se incorporó.
Volvió a preguntar:
–¿Qué ha pasado?
–Eres tú quien debe decirme lo que ha pasado, Josef. Yo he
hecho exactamente lo que me has indicado.
Como Breuer seguía aturdido, Freud le explicó.
–¿No lo recuerdas? Fuiste a verme anoche y me pediste que
viniera aquí esta mañana a las once para ayudarte con un
experimento psicológico. Al llegar, me has pedido que te
hipnotizara, utilizando tu reloj como péndulo.
Breuer buscó su reloj en el bolsillo.
–Está ahí, Josef, sobre la mesa de café. Luego me has pedido
que te indicara que tenías que dormir y visualizar una serie de
experiencias. Me has dicho que la primera parte del experimento
tenía que centrarse en tu despedida: de tu familia, de tus amigos,
incluso de tus pacientes, y que yo, de ser necesario, tenía que
hacerte sugerencias, como "dí adiós", o "no puedes volver a tu
casa". La parte siguiete tenía que consistir en establecer una nueva
vida, y yo tenía que darte instrucciones como "sigue", o "¿qué
quieres hacer a continuación?".
–Sí, sí. Me estoy despertando. Ya empiezo a recordarlo todo.
¿Qué hora es?
–La una de la tarde del domingo. Has estado ausente dos
horas, tal como habíamos planeado. Pronto llegarán todos para la
comida.
–Dime qué ha pasado, exactamente. ¿Qué has observado?
–Has entrado enseguida en trance, Josef, y has permanecido
hipnotizado la mayor parte del tiempo. Me he dado cuenta de que
se estaba produciendo un drama activo, aunque silencioso, en tu
propio teatro interior. En dos o tres ocasiones, ha parecido que
salías del trance, pero yo te he mantenido en él sugiriéndote que
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rostro avejentado? ¿La calle de las tiendas, donde era el más viejo
de todos? En este momento me acuerdo de algo que me dijo
Müller: Elija al enemigo indicado. ¡Creo que la clave está en ésto!
Todos estos años he estado luchando contra el enemigo que no
correspondía. Mi verdadero enemigo no era Mathilde, sino el
destino. Mi verdadero enemigo era el envejecimiento, la muerte y
mi terror a la libertad. ¡Culpaba a Mathilde por no permitirme
enfrentarme a lo que yo mismo no quería enfrentarme! Me
pregunto cuántos otros hombres le harán lo mismo a sus mujeres.
–Supongo que yo soy uno de ellos –dijo Max–. ¿Sabes?,
muchas veces sueño con nuestra infancia juntos, con nuestros días
en la universidad. "¡Ah, qué desperdicio!", me digo, "¿cómo dejé
que pasara esa época?". Y entonces, en secreto, le echo la culpa a
Rachel, como si fuera culpa suya que la infancia termine y que yo
envejezca.
–Sí. Müller dijo que el verdadero enemigo son "los colmillos
devoradores del tiempo". Pero ahora, en cierto modo, no me siento
tan desvalido frente a ellos. Hoy, quizá por primera vez, siento que
tengo poder sobre mi vida. Acepto la vida que he elegido. En este
momento, Max, no deseo haber hecho nada distinto.
–Por más inteligente que sea tu profesor, Josef, me parece que
al idear este trance hipnótico tú lo has superado. Has hallado el
camino para experimentar una decisión irreversible sin hacerla
irreversible. Pero hay algo que todavía no entiendo. ¿Dónde estaba
la parte de tu ser que ideó el experimento durante el trance?
Mientras tú estabas en trance, una parte de tí debe de haber sido
consciente de lo que estaba ocurriendo en realidad.
–Tienes razón, Max. ¿Dónde estaba el testigo, el "yo" que
estaba engañando al resto de "mi yo"? Me siento mareado al
pensarlo. Algún día, alguien más inteligente que yo aparecerá para
adivinar este acertijo. Pero, no, no creo haber superado a Müller.
De hecho, siento algo muy distinto: siento que le he decepcionado.
Me he negado a seguir sus recomendaciones. O quizá,
simplemente he reconocido mis limitaciones. Él dice a menudo:
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VEINTIDÓS
Max tenía razón. Había llegado la hora de dar por finalizado el
tratamiento. Aun así, Josef se sorprendió a sí mismo cuando aquel
lunes por la mañana entró en la habitación número 13 y declaró
que estaba curado.
Nietzsche, que, sentado en la cama, estaba arreglándose el
bigote, pareció sorprenderse todavía más.
–¿Curado? –exclamó, dejando caer el peine sobre la cama–.
¿ Lo dice en serio? ¿Cómo es posible? Parecía muy afligido
cuando nos separamos el sábado. Me dejó preocupado. Pensé que
quizá me había mostrado demasiado duro con usted, demasiado
desafiante. Llegué a pensar que a lo mejor interrumpía nuestro
plan de tratamiento. Pensé muchas cosas, ¡pero jamás pensé que
me diría que ya estaba curado!
–Sí, Friedrich, yo también estoy sorprendido. Ha sucedido de
repente, y ha sido el resultado directo de nuestra sesión de ayer.
–¿Ayer? Pero si ayer fue domingo. No tuvimos sesión.
–Tuvimos sesión, Friedrich. Sólo que usted no estuvo allí. Es
una larga historia.
–Cuénteme esa historia, Josef. ¡Cada detalle de esa historia!
Quiero saberlo todo sobre su curación. –Y de pronto, Nietzsche se
puso en pie.
–Bien, sentémonos donde lo hacemos siempre para conversar
–dijo Breuer, ocupando su sitio acostumbrado–. Hay tanto que
contar...
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21 de octubre de 1882
Doctor Breuer:
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–Descríbamelas.
–Es que son tantas que no les encuentro sentido.
–No trate de buscárselo. Limítese a deshollinar.
Nietzsche abrió los ojos y miró a Breuer, como para
asegurarse de que no habría más engaños ni falsedades.
–Hágalo –lo instó Breuer–. Considérelo una orden de su
médico. Conozco muy bien a alguien que padecía un mal parecido
al suyo y que asegura que este método funcionó.
Con vacilación, Nietzsche empezó a hablar.
–Mientras usted hablaba de Lou, he recordado mis propias
experiencias con ella, mis propias impresiones, idénticas,
extrañamente idénticas. Se comportó con usted igual que conmigo.
Creo que ya no poseo esos momentos desgarradores, esos
recuerdos sagrados. –Abrió los ojos–. Me cuesta dejar que hablen
los pensamientos. ¡Me incomoda!
–Créame, yo en persona he comprobado que esta incomodidad
que usted siente ahora rara vez va mal. ¡Continúe! ¡Endurézcase
siendo tierno!
–Confío en usted. Sé que habla por experiencia. Siento... –
Nietzsche se detuvo, ruborizado.
Breuer le dio ánimos para seguir.
–Vuelva a cerrar los ojos, Friedrich. Tal vez le resulte más
fácil si habla sin mirarme. O estírese en la cama.
–No, me quedaré aquí. Lo que quería decir era que me alegro
de que conociera usted a Lou, pues ahora me conoce a mí. Y
siento que hay un lazo que me une a usted. Pero, al mismo tiempo,
siento ira y me siento ultrajado. –Nietzsche abrió los ojos como
para asegurarse de que no había ofendido a Breuer y luego, con
voz suave, prosiguió–. Me siento ultrajado por su profanación.
Usted ha pisoteado mi amor, lo ha triturado y lo ha convertido en
polvo. Me duele aquí. –Se llevó el puño al pecho.
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