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Leyenda del Cacique Pismanta

De acuerdo con la leyenda popular en San Juan Pismanta fue un cacique huarpe que
habitó la región del Municipio de Iglesia en los tiempos de la conquista española.
Gobernaba los pueblos al norte de la provincia y fue contemporáneo del Cacique
Angaco quien gobernaba pueblos al sur.
Pismanta enfrentó a los conquistadores con las armas y fue derrotado en distintas
batallas hasta que, con su ejército diezmado, tomo conocimiento de que el Cacique
Angaco se había aliado con los españoles y había entregado a su hija en matrimonio a
uno de ellos.
Cuenta la leyenda que Pismanta entristeció ante la noticia y que sus dioses le
anunciaron el destino de su pueblo, que sería subyugado por los españoles. Ante esto,
se encerró junto con su familia en una cueva de Angualasto a esperar la muerte.
A los días se sintió un fuerte temblor de tierra acompañado por un estruendo. Los
huarpes fueron a la cueva a ver qué había sucedido con Pismanta, pero solo
encontraron las piedras y un hilo de agua caliente que brotaba de ellas.
Entendieron que este hilo de agua caliente eran las lágrimas del Cacique Pismanta
quien lloraba su destino desde el corazón mismo de la Pachamama que lo recibió en su
seno por su valiente defensa ante los españoles.
Leyenda de la india Mariana
El historiador y arqueólogo sanjuanino, Rogelio Díaz Costa, nos relata la leyenda de la
india Mariana:

No era alta, pero tan flaca que lo parecía. En el bronce oxidado de su rostro, los años
habían rayado un gesto cínico, que se hacía agresivo al fulgor de sus ojos
fosforescentes, cambiantes como las horas del día. Un montón de faldas superpuestas,
un turbante polvoriento y descolorido como las hojas de otoño y un rebozo
de "jergas" (telas toscas y gruesas) componían su atavío, rematado por unas ojotas
blandas y elásticas.

Su única compañía era un "pila" (perro) desmedrado y temblón, como puede serlo la
personificación de la muerte entre los perros.

Nadie podía decir de dónde venía ni calcular su edad. Llegaba siempre con las
crecientes, cuando el manto de nieve empezaba a deshilacharse en la cordillera y se
instalaba bajo un envejecido algarrobo a la vera del camino a Mendoza.

El árbol parecía conocerla. Nadie sería capaz de negar que no lo hubiera plantado ella
misma. Con su llegada las vainas crecían y maduraban. Caían cuando se marchaba.

Un día cualquiera, al salir al campo, los puesteros la encontraban sentada en sus


alforjas, fumando un cigarro que parecía durarle encendido toda la temporada.
Mariana, si fue joven, no debió ser ni medianamente hermosa, excepto sus manos, en
ellas radicaba toda su coquetería.

No era agradable de ver ni de tratar. Hablaba una lengua ininteligible que, sin embargo,
atraía a los niños.

Añejas historias, mantenían quieto al diminuto auditorio, cuando la rodeaban en la


siesta para escucharla.

Los grandes no sabían, ni les preocupaba, lo que Mariana contaba. La india era
inofensiva y tan familiar en el paisaje estival como las golondrinas. Alguno, que la oyó
en su infancia, recordaba vagamente sus relatos. Historias de animales, de cerros, de
tesoros escondidos..., otras épocas..., otros seres...

La siesta, amodorrada y ardiente, encendía la imaginación y el ambiente era misterioso


y sugestivo como fogón de arriero. Hablaba lenta y cansada, sin mirar el círculo
abigarrado de chiquillos que, cabalgando en su voz, recorrían un mundo de
supersticiones siglos idos. Sin detenerse, insinuante, quedadamente, como si gozara
con el recuerdo y se embriagara con las palabras, contaba lo que aprendió allá, en su
indígena niñez, cuando los hombres entendían el lenguaje de las cosas silvestres.
Conocía a todas las "guaguas" (niños pequeños) por su nombre, más se empeñaba en
llamarlos con otros que no entendían, pero les gustaba.

Con los grandes no hablaba nunca. Les vendía sus pepitas de oro y nada más. A
las "huainas", (Jóvenes) en cambio les decía que las piedritas brillantes que
enloquecían a los blancos las recogía en un "pocito" de la sierra vecina.

La codicia la siguió a los cerros varias veces... Uno solo regresó ¡Loco!.

Desvariaba, con raros vientos, montañas que se reían, pájaros gigantes que servían a
Mariana ¡La reina más hermosa que una virgen! Cavernas encantadas, donde brillaba
el sol al mismo tiempo que las estrellas, donde los animales vivían como las gentes y no
había ni invierno, ni verano. Los árboles eran de piedra, pero crecían a orillas de
arroyos que no se secaban nunca.

Allí Mariana hablaba con los animales, porque era la reina de las aves y éstos la
obedecían y cantaban como coro de iglesia.

Es cosa sabida que un grupo de españoles, a fines del siglo XVI, planeó asaltar a la vieja
india Mariana, que vendía pepitas de oro bajo un envejecido algarrobo junto al camino
del sur.

Una noche guiados por el resplandor del cigarro de la india, dieron el golpe. Pero bajo
el árbol sólo encontraron un "pila" (perro) enorme cuya boca era las brasas del cigarro
el que se irguió a la luz de las antorchas".¡Huyeron espantados!.

Después contaron que, mientras huían, una risita insultante salía del algarrobo. Se dice
también que, esa noche, un violento temblor sacudió la región. Al día siguiente,
Mariana ya no estaba. Nadie volvió a verla. Muchos la buscaron y buscaron el "pocito".
Pero no lo encontraron. Sólo quedó el nombre: Pocito.
La Leyenda de la Difunta Correa

En el transcurso del año 1835 un criollo de apellido Bustos fue reclutado para las
montoneras de Facundo Quiroga y llevado por la fuerza a La Rioja. Su mujer, María
Antonia Deolinda Correa, desesperada porque su esposo iba enfermo, tomó a su hijo y
siguió las huellas de la montonera.

Luego de mucho andar -cuenta la leyenda- y cuando estaba al borde de sus fuerzas,
sedienta y agotada, se dejó caer en la cima de un pequeño cerro. Unos arrieros que
pasaron luego por la zona, al ver animales de carroña que revoloteaban se acercaron al
cerro y encontraron a la madre muerta y al niño aún con vida, amamantándose de sus
pechos. Recogieron al niño, y dieron sepultura a la madre en las proximidades del
Cementerio Vallecito, en la cuesta de la sierra Pie de Palo.

Al conocerse la historia, comenzó la peregrinación de lugareños hasta la tumba de


la "Difunta Correa". Con el tiempo se levantó un oratorio en el que la gente acercaba
ofrendas.

La difusión de sus milagros ya tradicionales se ha extendido por todo San Juan. La


leyenda de la Difunta Correa es uno de los casos más interesantes de creencias
populares, porque constituye un mito ancestral indígena que no pudo ser
reinterpretado por la Iglesia Católica debido a que no existe ningún mito equivalente
en la cultura occidental cristiana para que pueda ser remodelado. Esto se debe a que la
estructura del mito es la sobrevivencia de un niño que mama los pechos de la muerta.
Mamar de un cadáver, es decir tomar vida de la muerte, no existe como estructura en
la mitología occidental cristiana.

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