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Wylie P. & Balmer E. - Cuando Chocan Los Mundos
Wylie P. & Balmer E. - Cuando Chocan Los Mundos
El secreto en sí estaba a salvo. Era evidente que el público todavía no lo conocía. No; la
naturaleza del tremendo y terrorífico descubrimiento permanecía encerrada con llave
dentro de los pechos de los hombres que lo efectuaron. Nadie se había derrumbado de tal
manera bajo su peso que permitiese trascender ningún detalle actual de lo que había sido
aprendido.
Pero en el hecho había tal secreto, de incomparable importancia, que sí había
trascendido.
David Ransdell recibió abundantes pruebas de ello, mientras estaba plantado ante la
barandilla del barco de línea y los radiogramas de la costa le eran llevados uno tras otro.
Había recibido siete, todos de la misma clase, en el breve espacio de una hora; y ahora
acababa de recibir otro.
Lo mantuvo sin abrirlo mientras miraba el agua reverberarte en dirección a las próximas
costas de Long Island, más allá de las cuales yacía Nueva York. Extraño que, en una ciudad
a la que no podía ver, los hombres pudieran estar tan excitados acerca de su misión,
mientras que sus compañeros de viaje, a su lado, le miraban sólo con una leve curiosidad
despertada por la frecuencia de los radiogramas que recibía.
No hubiesen estado tan indiferentes de haberlos podido leer.
El primero, llegado menos de una hora antes, le ofrecía mil dólares por una información
de primera mano y exclusiva —para ser retenida de los demás durante doce horas— de lo
que llevaba en su cartera de mano, negra. Iba firmado por el periódico más famoso de
Nueva York.
Apenas había vuelto el recadero a la estación de radio, cuando un segundo ordenanza
apareció con un mensaje de otro periódico: «dos mil dólares por la primera información de
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menos permaneció callado varios minutos. Simplemente apretó la mano de Dave con
nerviosismo y le miró fijamente mientras pensaba paciente en algo más... algo, según
dedujo Dave, que recientemente le había impedido dormir tranquilo.
—Siéntese —ordenó Lord Rhondin; y los tres tomaron asiento; pero nadie habló.
Se encontraban en una gran habitación, aislada, destinada a los trofeos de caza. Pieles
de animales cubrían el suelo; y cabezas de león, de búfalo y de elefante les miraban desde
las paredes, con sus ojos vidriosos destellando a la luz reflejada, también, por cestones de
relucientes cuchillos y lanzas.
—Enviamos a por usted, Ransdell —dijo Lord Rhondin—, porque se ha efectuado un
descubrimiento muy extraño... un descubrimiento que, si se confirman todos sus detalles,
es de consecuencias incomparables. Nada concebible puede ser de más importancia. Le
cuento todo esto, Ransdell, porque debo contenerme de momento y no decirle nada más
acerca de ello.
Dave sintió como se le ponía la piel de gallina con un sentimiento extraño de excitación.
No había duda de que aquel hombre, Lord Rhondin, industrial, financiero y conspicuo
mecenas de la ciencia creyese por entero lo que decía; detrás de los ojos que miraban a
David Ransdell había temor ante el conocimiento que no se atrevía a revelar. Pero Dave
preguntó con crudeza:
—¿Por qué?
—¿Por qué no puedo decírselo? —repitió Lord Rhondin y miró a Bronson.
El profesor Bronson se puso en pie nervioso. Miró con fijeza a Lord Rhondin y luego a
Ransdell y después sus ojos se posaron en la cabeza de un león.
—¡Es extraño pensar que no habrán más leones! —dijo Bronson finalmente. Las
palabras parecieron escapársele involuntariamente.
Lord Rhondin no hizo ninguna observación ante aquella aparente salida de tono.
Ransdell, más excitado en su interior por aquel extraño silencio opresivo, preguntó por
último:
—¿Por qué no habrán más leones?
—¿Por qué no decírselo? —preguntó a su vez Bronson.
Pero Rhondin volvió bruscamente al asunto.
—Solicitamos ese permiso para usted. Ransdell, porque tengo entendido que es usted un
hombre de confianza. Es esencial que el material relacionado con el descubrimiento sea
entregado a Nueva York lo antes posible. Usted es a la vez un piloto experto que puede
lograr la mayor velocidad y además un hombre de confianza. Si quiere aceptarlo, le
entregaré a su cuidado el material; y... ¿puede partir esta noche?
—Sí, señor. Pero ¿qué clase de material, si se me permite preguntar, he de llevar en mi
avión?
—Principalmente vidrio.
—¿Vidrio? —repitió Dave.
—Sí... placas fotográficas.
—Oh. ¿Cuántas?
Lord Rhondin retiró una piel de leopardo que había estado cubriendo una gran cartera
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de mano negra.
—Están embaladas con cuidado, aquí dentro. Le diré todo lo más esto, cosa que ya
podía deducir, dada la presencia del profesor Bronson. Son placas fotográficas tomadas por
los mayores telescopios de Sudáfrica, de regiones del firmamento meridional que nunca
son visibles en el Hemisferio Norte. Usted tiene que entregárselas al doctor Cole Hendron,
en la ciudad de Nueva York, y entregarlas personalmente a él. Yo le diría más acerca de
esta misión extraordinaria, Ransdell, si las... las implicaciones de estas placas fueran
absolutamente ciertas.
Al llegar a esto, el profesor Bronson comenzó a decir algo, pero de nuevo se reprimió
antes de hablar, y Lord Rhondin prosiguió:
—Las implicaciones, puedo decir, probablemente son verdad; pero hay tanto en juego,
que sería desastroso si un simple rumor siquiera trascendiese acerca de lo que creemos
haber descubierto. Por ese motivo, entre otros, no podemos confiar ni siquiera en usted;
pero sí que es preciso que le encarguemos personalmente que lleve esta cartera al doctor
Hendron, que es el asesor científico de la Universal Electric y Power Corporation en la
ciudad de Nueva York. Está ahora en Pasadena, pero se encontrará en Nueva York a su
llegada. Es vital el tiempo... la máxima velocidad, es decir, compaginada con una
razonable seguridad. Le pedimos, por tanto, que recorra volando toda África a lo largo de
las rutas establecidas, con las que está usted familiarizado y que luego cruce el
Mediterráneo hasta Francia, donde embarcará en el trasatlántico más rápido. Debe usted
ponerse en contacto con el doctor Hendron todo lo más tarde en el plazo de una semana a
partir del lunes. Entonces, si lo desea, puede usted regresar. Por otra parte... —se detuvo
mientras un tropel de consideraciones se amontonaban en su mente— quizás a usted le sea
indiferente quedarse en donde se halle.
—En la Tierra —añadió el profesor Bronson.
—Claro... en la Tierra —aceptó Lord Rhondin.
—Comprenda, Ransdell, que iría yo mismo —intervino entonces Bronson—. Pero mi
sitio, por el presente, está ciertamente aquí. Quiero decir, claro, en el observatorio... Es
posible, Ransdell, que a pesar de las precauciones que hemos tomado, alguna palabra
acerca del descubrimiento Bronson pueda filtrarse. Quizás sospechen de su misión. Si es
así, usted no sabe nada... nada, ¿me entiende? No debe contestar a ninguna pregunta sea de
la fuente que fuere. ¡Ninguna... ninguna en absoluto!
En los aterrizajes durante el rápido vuelo hacia el norte a lo largo de toda África, y en
Francia, y durante los primeros cuatro días a bordo del transatlántico, nada había ocurrido
que le hiciese recordar aquellas enfáticas advertencias; pero ahora sí que pasaba algo. Un
botones se aproximaba con otro radiograma; y así Ransdell rápidamente abrió el que había
estado sosteniendo en la mano.
«Veinte mil dólares en efectivo se le pagarán si concede usted primera y exclusiva con
referencia al descubrimiento Bronson a un redactor de este periódico.»
Iba firmada por el hombre que, una hora antes, había iniciado la puja con un millar de
dólares.
Dave lo arrugó y lo lanzó por la borda. Si el hombre que lo había enviado hubiese
estado en aquella sala de trofeos con Bronson y Lord Rhondin, se habría dado cuenta que
el asunto que ocupaban sus mentes trascendía por completo a cualquier consideración
monetaria.
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La noche en Nueva York era cálida. El rugido confuso de la calle era oprimente y el
sonido que ascendía hasta la llamada terraza del apartamento Hendron parecía contener
tanto calor como ruido. Eve llegó a la conclusión que su búsqueda por una bocanada de
aire fresco resultaba inútil. Durante un momento miró hacia la bruma monótona que era
Manhattan y luego paso la vista por encima de la ciudad en dirección a los canales que
conducían al mar.
—¿Crees que esas luces son del navío? —preguntó a Tony.
—Salió de la cuarentena antes de las siete; está ahí en alguna parte —respondió Tony
con paciencia—. No volvamos a entrar.
Su pitillera se abrió con un chasquido. La llamita de su encendedor hizo un breve
círculo de luz al cual Eve parecía un Rubens: piel satín en sus hombros desnudos, verde de
su traje de noche, blanco plateado de la pechera de la camisa de él y las cabezas juntas,
inclinadas. Alguien dentro del apartamento atravesó las ventanas francesas, tocó la
manecilla de la puerta, se dio cuenta de que la terraza estaba ocupada y se marchó de
puntillas siguiendo casi el ritmo de la música que venía de la radio.
—Los invitados estos días se apoderan de todo —continuó Eve—. Si sugieres jugar al
bridge, apartan las alfombras y se ponen a bailar. Si yo les pidiese que bailaran... y tuviese
una orquesta... habrían decidido jugar al bridge... o jugar a prendas...
—O a juicios bufos. ¿Por qué tenemos invitados, Eve? ¿Por qué especialmente esta
noche?
—Lo siento, Tony.
—¿Lo sientes de veras? ¿Entonces por qué los tienes, cuando es la primera noche al
cabo de semanas que tres mil niñas de este sombrío continente no se interponen entre
nosotros?
—Yo no los invité, Tony. Se enteraron simplemente que estábamos en casa y vinieron.
—Pudiste pretextar un dolor de cabeza... como excusa para ellos.
—Casi lo hice, esta tarde con los periodistas. Esto es un verdadero descanso;
disfrutémoslo. Tony.
Se apoyó contra la balaustrada y miró a las luces de la calle; y él, deseoso de mucho
más, también se inclinó celoso junto a ella. Dentro del apartamento, el baile continuaba,
haciéndose asimismo sensible como una procesión de siluetas que cruzaban por la ventana.
Tony puso su mano sobre la de Eve en gesto posesivo. Ella volvió la palma hacia arriba,
dándose cuenta del acto dominante de él y dijo:
—Puedes besarme. Me gusta que me besen. Pero no que se me declaren.
—¿Por qué no...? Mira, Eve, ya estoy harto de besitos de Navidad contigo.
—¿Besitos de Navidad?
—Sabes lo que quiero decir. Te he estado besando, por Navidad, durante tres años; ¿y
qué he sacado?
—¡Grosero!
Él colocó su mano sobre los hombros de la muchacha y la volvió de manera que diese la
espalda al panorama de la ciudad.
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motivo?
Tony se vio arrancado de su sueño por la aparición de Douglas Balcom, el socio más
antiguo de su empresa. Su presencia ahí sorprendió a Tony. No había motivo para que el
viejo Balcom no asistiera, si así le placía; pero el resto de los invitados eran mucho más
jóvenes.
Balcom, deteniéndose junto a Tony, reflejó el descontento general del día, haciendo un
gesto hacia la ciudad y murmurando:
—Estamos a la sopa. Todo está a la sopa y ahora nadie se preocupa. ¿Por qué no se
preocupa nadie?
Tony no estaba de acuerdo, pero se mostró de frente con Balcom al decir:
—Me parece a mí que mucha gente sí se preocupa.
—Me refiero a que nadie importante y que posea el conocimiento, se preocupa. Hablo
de los cuatro o cinco hombres que «saben» lo que pasa... a escondidas. Me refiero... —
particularizó el viejo Balcom—. A que John Borgan no se preocupa. ¿Le viste hoy?
—¿A Borgan? No.
—¿Te enteraste de si compró algo?
—No.
—¿Vendió algo?
—No.
—Eso es —pensó en alta voz Balcom durante un rato. Tony escuchaba—. Borgan es el
cuarto hombre más rico de América; y normalmente en persona el más activo. Sería el más
rico, si siguiese adelante. Desea serlo. Petróleo... minas... ferrocarriles... acero... navíos...
está en todo. Tiene sólo cincuenta y un años. A mi modo de pensar, es más listo que
ninguno más; y esto parece como un mercado... superficialmente... que ha sido hecho para
Borgan. Pero durante dos semanas parece como si estuviera muerto. No hace ninguna cosa,
en ningún sentido; no toma postura alguna. Paralizado. ¿Por qué?
—Puede estar descansando sobre sus remos, agotado por esfuerzos anteriores.
—Sabes condenadamente bien que no es así. Borgan no es de esos... ahora. Hay un sólo
modo en que pueda explicarlo; sabe algo condenadamente importante que el resto de
nosotros desconoce. Hay una especie de tono clandestino... ¿No lo notas...? que es distinto.
Vi a Borgan hoy, cara a cara; nos estrechamos las manos, pero no me gustó su aspecto. Te
digo que sabe algo que le causa miedo. Hizo una cosa chocante, a propósito, Tony. Me
preguntó: “¿Conoce usted bien a Cole Hendron?” Y le dije: "muy bien. Tony Drake le
conoce muy bien". Y él dijo: "dígale a Hendron, o haga que Drake le diga a Hendron, que
puede confiar en mí”. Eso es exactamente cuanto dijo, Tony... que le dijese a Hendron que
él puede confiar en N. J. Borgan. Ahora. ¿Qué diablos es todo esto?
—No lo sé —contestó Tony y casi añadió en la excitación del momento: No me
importa. Porque Eve estaba regresando.
Se separó de su pareja e hizo un gesto a Tony indicando que quería verle a solas. Juntos
buscaron la soledad en un extremo de la terraza.
—Tony, ¿no puedes hacer que esa gente se vaya para casa?
—Con mucho gusto —exclamó Tony, alegre—. ¿Pero me podré quedar yo?
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Deben existir los presentimientos; de otra manera, ¿cómo pudieron los tres haber
conservado, posteriormente, una fotografía mental de aquel momento de su encuentro? Sin
embargo, ninguno de los tres... y menos aún Eve, que aquella noche se enteró de la mayor
parte de lo que iba a venir... podía posiblemente haber sospechado la extraña relación que
cada cual iba a mantener con los otros. Ninguno de ellos pudo haberla sospechado, porque
tal relación era, en aquel momento, inconcebible para ellos... una relación entre hombres
civilizados y mujeres para la que allí no existía entonces, además, ninguna palabra en el
idioma que la pudiese designar.
El vestíbulo del club favorito de Tony estaba alfombrado de color rojo. Más allá de la
alfombra había una vasta estancia forrada de roble. Usualmente se veía llena de hombres
indolentes jugando al chaquete, al bridge, o el ajedrez, fumando y leyendo periódicos. Tras
ellos, llena de tristeza, había una biblioteca; y en una ala de la izquierda, el comedor donde
camareros uniformados se movían rápidamente entre filas de mesitas individuales.
Cuando Tony entró en el club, sin embargo, se dio cuenta de que el establecimiento
había salido de su rutina, de su torpeza, de su densa quietud masculina. Sólo había dos
partidas de juego. Unos cuantos hombres holgazaneaban fumando cigarros, estudiando los
periódicos; la mayoría se había reunido en torno al mostrador del bar.
Las luces parecían más brillantes. Las voces eran agudas. Los hombres estaban en pie a
grupos y hablaban; unos cuantos incluso gesticulaban. La superficie de cursi tranquilidad
se había disipado.
Tony supo en seguido porqué el club parecía más vivo. Los rumores, extendiéndose por
las calles, le habían rebordeado precediéndole al cruzar aquellas puertas también.
Uno de ellos le saludó.
—¡Hola! ¡Tony!
—¡Hola, Jack! ¿Qué pasa?
—¡Dínoslo tú!
—¿Y qué es lo que os voy a decir?
—¿No conoces a Hendron? ¿No le has visto?
Jack Little —un joven cuyo apellido era engañador— se apartó del grupo de amigos,
quienes, sin embargo, pronto le siguieron; y Tony se halló rodeado de gente. Uno de los
hombres había sido de los que Tony, media hora antes, ayudó a sacar de la casa de los
Hendron; y así no pudo negar haber visto al científico aun cuando hubiese querido hacerlo.
—¿Qué diablos tienen los científicos debajo de sus sombreros, Tony?
—No lo sé. De veras —denegó Tony.
—¿Entonces qué diablos es la Liga de los Últimos Días?
—¿Qué?
—La Liga de los Últimos Días... una organización de todos los principales científicos
del mundo, en cuanto he podido descubrir —le informó Little.
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Su taxi serpenteó a través del tráfico. Cuando el vehículo se detuvo ante la luz roja de
un semáforo, se vio sacado de sus abstracciones por el vocear de un extra periodístico. Se
asomó por la ventanilla y compró un periódico al vendedor. El encabezamiento a grandes
titulares le desencantó.
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primer barco para Nueva York y a su llegada fue dispensado de la cuarentena y se apresuró
a acudir al apartamento de Cole Hendron.
»El doctor Cole Hendron, consejero jefe de la Universal Electric & Power Corp.,
acababa de regresar hoy de Nueva York desde Pasadena, en donde ha estado trabajando
con los científicos del observatorio del Monte Wilson...
»Para añadir a las características peculiares y conturbadoras de este misterio científico,
nos hemos enterado de que la asociación de los científicos que intervinieron en este secreto
formando un grupo de investigación mundial se han unido, lo que se llama «La liga de los
últimos días». Lo que esto puede significar...»
No era nada más que una especulada hipótesis. Tony arrojó a un lado los periódicos y
permaneció arrellanado en su silla; él mismo podía especular. La liga de los últimos días.
Podía, claro, haber sido una creación de cualquier de los periódicos en sí y de este modo tal
denominación se extendió por la ciudad. Pero también Tony recordaba vividamente a Eve
Hendron.
Kyto apareció con su bebida y Tony comenzó a tomársela despacio, a sorbitos,
pensativo. Si esto que acababa de leer, y lo que previamente había encontrado hoy, tenía
algún significado, debía ser que alguna única y sorprendente amenaza se cernía sobre la
sociedad humana. Y fue en aquel instante cuando, más que nunca en su vida o en sus
sueños, Tony Drake quiso que la sociedad humana, con él en ella —con él y Eve—
siguiese como estaba. O mejor, como debería ser, si las cosas tomasen simplemente su
curso natural.
¡Eve en sus brazos; sus labios sobre los de él, como los tuvo hoy! ¡Poseerla, ser dueño
de ella por completo! ¡Ya no podía soñar en mayor felicidad humana! ¡Y la tendría!
¡Maldita sea esa liga de los últimos días! ¿Qué es la que escondían entre ellos los
científicos?
Tony se sentó con vehemencia.
—Un infierno de cosas —dijo en voz alta—. Todo el mundo se ha vuelto loco. ¡Loco! A
propósito, Kyto, ¿no serás un científico japonés, verdad?
—¿Cómo?
—No importa. ¿Verdad que no envías mensajes en clave a Einstein?
—¿Mensajes de llave?
—Déjalo estar. Me voy a la cama. Si mi madre me llama desde el campo, Kyto, dile que
he sido buen chico y que me he puesto pencos de lana para no resfriarme. Necesito dormir,
estar en forma para trabajar mañana. Quizás venderé cinco lotes de acciones a primeras
horas, o puede que diez. Esto me aburre. No puedo soportar la tensión.
Apuró su vaso y se levantó. Cuatro horas más tarde, después de intentar dos veces
telefonear a Eve Hendron y también de ser informado otras dos de que el servicio
telefónico estaba cortado o desconectado aquella noche, Tony consiguió dormir.
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que someterse.
»Puede presumirse, con el fin de explicar la razón de los cuerpos de Bronson, que
antaño fueron planetas como nuestra Tierra y Urano, dando vueltas a un sol vitalizador.
Una catástrofe les arrancó, juntos y con los otros planetas posibles de su sistema, y los
envió a la oscuridad del espacio interestelar. Esos dos —Bronson Alpha y Bronson Beta—
o bien estaban originalmente asociados, o quizás establecieron una influencia gravitacional
mutua en el viaje a través del espacio y probablemente han recorrido juntos una cantidad
indefinida de tiempo hasta que han llegado a la región de los cielos que por último les ha
atraído bajo la atracción de nuestro sol. Su rumbo anterior, por consecuencia, ha quedado
profundamente modificado por nuestro astro rey y como resultado se le acercan ahora.»
En este punto, terminaba la declaración de Cole Hendron.
Tony Drake estaba sentado en la cama, rígido, tendiendo el periódico ante él y tratando
con su mano izquierda de frotar sin mirar un fósforo para encender el cigarrillo que tenía
entre los labios.
No tuvo éxito, pero siguió intentándolo mientras sus ojos buscaban la columna de las
preguntas formuladas por los periodistas al doctor Hendron... y sus respuestas,
naturalmente.
«¿Cuál será el efecto sobre la Tierra de esta aproximación?»
«Todavía es imposible decirlo»
«¿Pero habrán efectos?»
«Naturalmente que los habrá»
«¿Muy graves?»
De nuevo Cole Hendron rehusó contestar.
«Todavía es imposible decirlo»
«¿Correrá peligro la Tierra?»
Respuesta:
«Indudablemente se producirán aquí considerables alteraciones en las condiciones»
«¿Qué clase de alteraciones?»
«Eso será el asunto de una posterior declaración, replicó el doctor Hendron. El carácter
y grado de la perturbación que vamos a sufrir, es objeto ahora de estudio de un grupo
capacitado de sabios. Intentaremos describir las condiciones a que nos veremos abocados
todos nosotros en el mundo tan pronto como hayamos podido definirlas por sí mismas»
«¿Cuándo se efectuará esta declaración suplementaria?»
«Lo antes posible»
«¿Mañana?»
«No; bajo ningún concepto será tan pronto como mañana»
«¿Dentro de una semana?»
El doctor Hendron negó con la cabeza.
«¿Dentro de un mes?»
«Yo diría que bien podría hacerse dentro de ese plazo de un mes que usted acaba de
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apuntar.»
Tony se puso en pie y a su pesar se encontró temblando.
No había posibilidad de equivocarse en el tono oculto bajo aquel asombroso anuncio.
Rezumaba fin, o alguna enorme alteración de todas las condiciones de vida en el
mundo, equivalentes a un completo desastre.
¡La Liga de los Últimos Días!
En otra columna había alguna referencia a dicha Liga, pero Tony apenas captó su
coherencia.
¿Dónde estaba Eve y qué, en aquella mañana, estaría haciendo?
¿Cómo sentiría?
¿Qué pensaría?
¿Podría, al fin, haber conseguido dormir?
Eve estuvo levantada toda la noche y trabajando como ayudante de su padre.
La declaración fue emitida a la una en punto de la madrugada.
El periódico no mencionaba para nada que ella estuviera presente con su padre en el
momento de hacer la declaración a los periodistas; Cole Hendron en apariencia recibió a
solas a los reporteros.
¿Cuánto más de lo dicho hasta entonces, sabría Eve por ahora?
Con toda seguridad que los periódicos sabían mucho más... muchísimo más, pero no se
atrevían a comunicarlo al público.
¡No se atrevían! Ese era el hecho.
Hoy sólo se decidían a emitir un anuncio preliminar.
Kyto, que de ordinario se esfumaba presto, no lo hizo así aquella mañana. Kyto,
aprovechando el café intacto como excusa, llamó la atención sobre sí mismo y se aventuró
a decir:
—Señor, ¿verdad que usted si comprende la noticia?
—Sí. Kyto; la comprendo... por lo menos, en parte.
—¿Me permite el señor, por favor, que le pregunte lo que significa?
Tony miró con fijeza al pequeño japonés. Siempre le tuvo cariño; pero de pronto se vio
asaltado por una oleada de compañerismo hacia aquel hombrecillo moreno atrapado como
él mismo en el dogal del mundo.
¡Atrapado! Eso era. Atrapado resultaba el vocablo justo para designar aquella extraña
sensación.
—Kyto, estamos metidos en algo.
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—¿Qué?
—Algo bastante... extenso, Kyto. Una cosa hay segura, que estamos metidos en ello
todos juntos.
—¿Destrucción general? —preguntó Kyto.
Tony sacudió cabeza y su respuesta le sorprendió a él mismo.
—No; si fuera eso, ellos lo dirían. Sería fácil decir... destrucción general, el fin de todo.
Al fin y al cabo, en cierto modo, la gente está preparada para eso, Kyto. —Tony razonaba
para sí al mismo tiempo que hablaba en voz alta para Kyto—. No; no puede ser eso..
destrucción. No produce esa sensación, Kyto.
—¿Y qué otra cosa podría ser? —preguntó el japonés con su sentido práctico de las
cosas.
Tony, al no tener respuesta, sorbió su café y Kyto tuvo que atender al teléfono que
comenzaba a sonar.
Era Balcom.
—¡Eh! ¡Tony! ¿Tony, has visto el periódico? Ya te dije que Hendron tenía algo, pero
reconozco que esto va considerablemente más allá de cuanto se esperaba... Le deja a uno
turulato, ¿verdad, Tony...? Ahora, mira, está bien claro que Hendron sabe mucho más de lo
que ha declarado... ¡Tony, probablemente ahora lo sabe todo...! Quiero que le veas lo antes
posible.
Lo antes posible, Tony se desembarazó de Balcom, otro jinete en la rueda del mundo,
atrapado con Tony, Kyto y el resto de aquellas personas cuyo rumor podía oírse con solo
acercarse uno a la abierta ventana, telefoneándose mutuamente para comentar la
impresionante noticia.
Tony, desde delante del espejo del cuarto de baño, donde se estaba afeitando apresurado,
ordenó:
—Kyto, si alguien llama que no sea Miss Hendron, toma el recado y di que he salido.
Al cabo de cinco minutos Kyto estaba ya diciendo la verdad. Tony, en menos de otros
cinco, se hallaba en casa de los Hendron. El lugar estaba protegido por la policía.
Hombres, mujeres y niños desde Park Avenue, desde las Tercera y Segunda avenidas,
atestaban las aceras; camiones del equipo de sonorización de las compañías
cinematográficas y fotógrafos, obstruían la calle. Gente de la radio y periodistas, a quienes
no habían dejado entrar, captaban cuanto podían de la multitud misma. Tony, por último,
logró ponerse en contacto con un oficial de policía y no cometió el error de afirmar que
tenía derecho a pasar por entre el cordón policial o de reclamar, demasiado
arrogantemente, que era amigo personal de la familia.
—Existe la posibilidad de que el doctor Hendron o quizá la señorita Hendron hayan
podido dejar recado de que desean verme —dijo Tony—. Me llamo Tony Drake.
El oficial le acompañó hasta el interior. El ascensor le llevó hasta el ático, en donde los
ruidos callejeros eran vagos y distantes, en donde el sol brillaba y las flores de las macetas
eran rojas, amarillas y azules.
Nadie estaba por allí excepto los criados. ¡Gente impasible! ¿Acaso sabían y
comprendían? ¿O es que estaban embotados a toda sensación?
Miss Eve, dijeron, está en el comedor, desayunando; el doctor Hendron todavía duerme.
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Caminó hasta el metro. Sus ojos se posaban con fijeza en la mirada de rostros que se le
cruzaban. Su cuerpo se vio sobresaltado por innumerables breves contactos.
—¿Me da cinco centavos para una taza de café?
Tony se detuvo y le miró. Aquel pobre hombre también estaba atrapado, con él, Kyto,
Eve y el resto, en la rueda de un mundo que estaba llegando a su fin. ¿Acaso aquel
mendigo llegaba a presentirlo? Lo presintiera o no, evidentemente hoy debería comer.
Tony se llevó la mano al bolsillo.
Le asaltó la especulación acerca de las masas. ¿Qué pensarían esta mañana? ¿Qué
querrían? ¿Cuan diferentemente obrarían hoy?
Cerca del metro, los vendedores de periódicos estaban haciendo su agosto; un camión
dejaba caer sobre la acera frescas pilas de periódicos. Todo el mundo tenía su diario; todo
el mundo lo iba leyendo o hablando con alguna otra persona. El hombre con una colilla de
cigarro puro, el muchacho sin sombrero, la mujer gorda con paquetes bajo el brazo, la
esbelta secretaria del vestido verde, el actor con camisa de cuello abierto; todos leían,
miraban, temían, planeaban, esperaban, denegaban.
Algunos gimoteaban o soltaban risitas, casi infantilmente deleitados por algo de distinta
clase y que no sugería la idea de destrucción. Parecía como una novela emocionante.
Aunque unos cuantos parecieran estar intrigando en la sombra.
A las diez en punto sonó el gong y se abrió el mercado. No se había dado nada más al
conocimiento público mediante los periódicos. Los teletipos llevaban, como adicional
información, sólo el efecto producido por el anuncio en los mercados de Europa, que ya
llevaban horas abiertas.
Era evidente que los salvajes ojos de terror miraban a través de los océanos y de la
Tierra... a través de los campos de arroz y de las praderas, fuera del humo de las ciudades
de todas partes.
El mercado de valores abrió puntual a las diez con el resonar familiar del gran gong. Un
hombre se quedó yerto al dirigir su primera mirada a uno de los teletipos.
En el piso de la propia Bolsa reinaba un silencio relativo. Cuando el mercado está más
concurrido, mayor es el silencio. El sonar de los teléfonos quedaba apagado por el
murmullo regular de las conversaciones. Los botones corrían. Los hombres estaban en pie
y hablaban en tono mesurado en los corros. Millones de efectos comenzaron a cambiar de
manos y de precios bajando. Los teletipos funcionaron con tanta intensidad como en los
peores días de la peor de las crisis. Nueva York siguió el ejemplo dado ya por Londres,
París y Berlín. Las grandes puertas metálicas se cerraron con estrépito. No habrían más
transacciones por tiempo indefinido. Hasta que «se aclarase la situación científica».
¡Aclararse! ¡Vaya frase para la situación! Pero la calle necesitaba una frase. Siempre la
había necesitado Tony se colgó del teléfono durante media hora después de cerrarse las
potentes puertas. Su imperio —el reino de sus creencias de siempre, su empleo— yacía a
sus pies. Cuando terminó, pensó vagamente que sólo su previsión durante la depresión le
había hecho colocar los fondos suyos y los de su madre donde estaban relativamente
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culebreó a través de Broadway en donde frenéticos policías luchaban en vano por dominar
a la multitud. Por último el vehículo se detuvo ante una casa parda de ladrillo en West
Forties.
Un club nocturno, y atestado, aunque aún brillaba el sol. Los tres pisos de la casa
estaban llenos de gente en traje comercial bebiendo y bailando. En el piso superior dos
ruletas se veían rodeadas por jugadores. Tony advirtió montones de fichas, pilas de billetes.
Miró a los rostros de los jugadores y reconoció a dos o tres. Eran caras febriles. El mercado
estaba cerrado. Aquello era un golpe destructor —no sólo un golpe contra el dinero— un
golpe contra todo el mundo por delante. Naturalmente que el dinero iba perdiendo su valor,
pero los hombres jugaban para ganarlo... se animaban al triunfar, gruñían al perder y
volvían a apostar. Los límites habían sido quitados al juego.
Abajo, en el bar, habían tres chicas, dos de ellas amigas de Tony, que se les unieron
inmediatamente. Eran lindas, de esa clase que Broadway produce en abundancia con sólo
una noche de incubación: Chicas que habían nacido lejos de la Calle de las Grandes
Luminarias. Chicas cuya ciudad natal es un pueblecito, pero cuyos modales pueblerinos se
habían ya evaporado. Todas tenían el pelo de un color distinto al suyo natural, tendiendo en
líneas generales al tono rubio ceniza. Los ojos con pestañas postizas, espesas y
aterciopeladas; las voces agudas; los trajes sedosos pegados al cuerpo. Bebieron y rieron.
—¡Por el viejo Bronson! —brindaron—. ¡Por el viejo mundo que llega a su fin!
Tony se sentó con ellas: Clarissa, Jacqueline, Bettina. Las miró, rió con ellas, bebió con
ellas; pero pensaba en Eve, durmiendo al fin, según esperaba. Eve, más esbelta que ellas,
joven como ellas, mucho, muchísimo más adorable que ellas; y portando dentro de su
mente y alma la terrible carga del pleno conocimiento de las cosas que importaban en aquel
día.
La habitación estaba neblinosa de humo. La gente se movía por ella de manera
incesante. Al cabo de un rato, Tony volvió a mirar a la abigarrada multitud y a la otra parte
de la estancia vio a un amigo sentado solo en un reservado. Tony se levantó y fue hacia el
hombre. Era una persona —un personaje— digno de fijarse en él. Flaco, pelo gris,
inmaculado, correcto. Sus ojos oscuros parecían remotos y sin ver nada. Las noches de
estreno le conocían bien. Las madres de cada hija de rica familia, las madres de hijas de
impecable linaje, le buscaban. Allá donde iba el mundo más alegre de entre los alegres, allá
se le podía hallar. Southampton, Newport, Biarritz, Cannes, Nice, Deauville, Palm Beach.
Era como plata vieja... y sin embargo no era viejo. Quizás cuarentón. Soltero, le habría
agradado que cierta autoridad le llamara conocedor de la vida y del modo de vivir... un
«arbiter elegantiae», un Petronio trasladado de la Roma de Nerón a la época actual. Se
habría mostrado complacido interiormente al recibir tal elogio, pero sin revelar al exterior
este placer. Se llamaba Peter Vanderbilt. Y también estaba atrapado —pensaba Tony al
verle— atrapado con él, Eve, Kyto y el dueño de aquel lugar y Bettina, Jacqueline y todo el
resto en la rueda o dogal del mundo que iba a colisionar con otro mundo enviado desde el
espacio en aquella dirección; pero un mundo con otro además girando ante él, que pasaría
cerca de nuestro planeta, cerca para seguir girando luego, sano y salvo.
Tony se aclaró el cerebro.
—Hola —dijo a Peter Vanderbilt.
Vanderbilt alzó la vista y su rostro expresó bienvenida.
—¡Tony! ¡Por Júpiter! Tú de entre toda la gente. Me alegro de verte. Siéntate. Siéntate a
mirar —hizo un gesto al camarero y pidió una consumición—. Tengo entendido que estás
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un poco en el interior.
—¿Interior?
—Amigo de los Hendron, recuerdo. Sabes una pizca más de lo que ocurre.
—Sí —admitió Tony; era insensato negárselo a aquel hombre.
—No me lo digas. No rompas ninguna confianza en favor mío. No soy nadie para que
tenga derecho a conocer detalles antes que los demás. La parte general de los
conocimientos es bastante clara. Tiene gracia. ¿No te parece delicioso pensar en el fin de
todo esto? Me siento estimulado, ¿tú no? ¡Todo... hecho pedazos! Tengo ganas de decir:
«¡Gracias a Dios!» Ya me hartaba. Todo hartaba. La civilización es una maldita parodia.
Evidentemente, después de lodo hay un Dios justo.
»¡Democracia! Mira, muchacho. Aquí está la mejor gente, rompiendo las más nuevas
leyes que ellos mismos dictaron.
»¡Imagínate el loco que inventó la democracia! ¿Pero qué hay mejor en este mundo, en
cualquier lugar? De manera que después de todo hay Dios y Él nos vuelve a tomar en su
mano... del mismo modo que lo hizo en tiempo de Noé... yo diría que es una buena cosa.
»Pero Hendron y sus científicos no lo están haciendo muy bien. Cometen un gran error.
Lo habían hecho hasta ahora espléndidamente... con dificultad se podría hacer mejor.
Quiero decir, al conservarlo en secreto y no dejar que se filtrase nada hasta que tuvieran
una verdadera información. Han tenido suerte en el hecho de que esos cuerpos de Bronson
fueran divisados en el Sur y únicamente visibles desde el hemisferio austral. Allí no hay
muchos observadores... sólo Sudáfrica, Sudamérica y Australia. Eso fue un respiro... les
dio mucha más posibilidad de guardarlo para sí; y yo digo que lo hicieron muy bien hasta
ahora. Pero no han sido bien aconsejados si es que retienen algo más tiempo aún; sería
mejor que lo dijeran todo... no importa lo malo que sea. Tendrán que hacerlo, como pronto
comprenderán. No hay nada peor que la incertidumbre.
»Eso demuestra que todos esos nombres que firmaron el manifiesto de esta mañana son
científicos de alto rango. El elemento humano es lo único que no pueden analizar y reducir
a cifras. Lo que necesitan es un consejero en relaciones públicas. Dile a Cole Hendron que
yo recomiendo a Ivy Lee.
Levantándose, se separó de Tony y se desvaneció entre la multitud. Tony empezó a
papar la cuenta y vio un billete de diez dólares de Vanderbilt sobre la mesa. Se levantó, se
ajustó el sombrero y salió.
El último periódico contenía una declaración de la Casa Blanca. El presidente pedía que
al día siguiente por la mañana todo el mundo regresase al trabajo. Prometía que el gobierno
mantendría la estabilidad del país y que obraría violentamente contra la reacción exagerada
de los americanos ante la aclaración científica.
Tony sonrió.
«¡Negocios como siempre! El negocio marchando adelante, como de ordinario, durante
las alteraciones», pensó. Se daba cuenta ahora más que nunca de lo mucho que sus
paisanos vivían y creían en los negocios.
Se preguntaba cuanto de la verdad entera sería confiado al Presidente y cuál era el
ángulo político en la cuestión. Era divertido pensar en el fin del mundo visto en su aspecto
político; pero claro lo tenía. Todo lo tenía.
Tomó un taxi para que le llevase al apartamento de Hendron. A más de una manzana de
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distancia del edificio, tuvo que abandonar el coche. La multitud y el cordón de policía en
torno al apartamento había aumentado; pero ciertas personas podían pasar; y Tony se
enteró que todavía era una de ellas.
Varios hombres, cuyas voces dejaban oír en medio de una discusión, estaban con Cole
Hendron detrás de las puertas cerradas del gran despacho de la terraza. Nadie acompañaba
a Eve. Ella le esperaba sola.
Se había vestido con cuidado, de manera encantadora, coma siempre, su adorable
cabello cepillado hacia atrás, sus labios frescos a la vista, pero cálidos cuando se posaron
en los de él.
La apretó contra el pecho durante un momento y desde el instante en que la besó y la
mantuvo cerca, toda la extrañeza y el terror se disiparon. ¡Qué importaba el fin del todo, si
primero la había tenido a ella! Jamás había soñado con tanta delicia en posesión como
ahora, mientras la abrazaba; jamás se había atrevido a soñar en una respuesta tal por parte
de ella... o de nadie. Él la había conquistado y Eve a él, por completo. Mientras pensaba en
el cataclismo que les destruiría, pensó también en que sobrevendría estando juntos, uno en
brazos del otro; y no le importó.
Ella lo sentía también, tan plenamente como él. Sus deditos tocaron el rostro varonil con
una ternura apasionada que desgarró las entrañas de Tony.
—¿Qué es lo que ha hecho eso contra nosotros de manera tan súbita y completa, Tony?
—«La sombra de la espada», supongo, querida... ¡Oh, vida mía! Recuerdo haberlo leído
en Kipling cuando yo era niño, pero jamás lo entendí. ¿Te acuerdas de que los dos
enamorados se enteran de que uno de los dos morirá con toda seguridad? «No hay felicidad
semejante a la que se siente estando bajo las sombras de una espada.»
—Pero ambos moriremos, si eso ocurre, Tony. Eso es aún mucho mejor.
Las voces tras la puerta cerrada se oyeron más fuertes y Tony la soltó.
—¿Quién está ahí?
—Seis hombres: El Secretario de Estado, el Gobernador, Mr. Borgan, el jefe de una
cadena de periódicos, dos más —ella no pensaba en los visitantes—. Siéntate, pero no
cerca de mí, Tony; tenemos que pensar con claridad.
—¿Se lo ha dicho ya tu padre a esos? —preguntó Tony.
—Les ha dicho lo que ocurrirá primero, cuando los cuerpos Bronson... ambos... pasen
cerca del mundo y sigan girando en torno al sol. Ahora es más que suficiente para ellos.
Todavía no es tiempo de hablarles del choque. Mira, solamente el pasar cerca será
suficientemente terrible.
—¿Por qué?
—A causa de las mareas, como un motivo. Ya conoces las mareas Tony; sabes que las
origina la luna, y que a veces tienen una altura de doce a veinte metros, en lugares como la
bahía de Fundy.
—Claro... las mareas —se dio cuenta Tony en voz alta.
—Bronson Beta es del tamaño de la Tierra, Tony. Bronson Alpha se calcula que tiene
once o doce veces esa masa. Se espera pasará, por primera vez, dentro de la órbita.
Bronson Beta elevará mareas muchas veces más altas, en la proporción de su masa; y
Bronson Alpha... puedes expresarlo por una mera multiplicación, Tony, hará lo propio.
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¡Nueva York quedará bajo las aguas hasta en sus partes más altas... una ola marina más allá
de tu imaginación! Las costas de todo el mundo serán barridas por los mares, tragadas, por
unas olas que se alzarán hasta el firmamento y azotarán con una violencia inusitada. Las
olas llegarán hasta los Apalaches; y ocurrirá lo mismo en Europa y Asia. Holanda, Bélgica,
la mitad de Francia y Alemania, la mitad de la India y China, quedarán bajo las aguas.
Habrá también una marea terrestre.
—¿Marea terrestre?
—Terremotos que empujarán la corteza de la Tierra. Algunos de los hombres que se
escriben con papá, piensan que la Tierra se hará pedazos sólo por el paso cerca de Bronson
Alpha; pero hay algunos que piensan que sobrevivirá a esa tensión.
—¿Y qué opina tu padre?
—Opina que el planeta sobrevivirá a esa primera tensión... y que es posible que la
quinta parte de la población pueda también sobrevivir. Claro que es una suposición.
—La quinta parte —repitió Tony—. La quinta parte de todos los habitantes del globo.
La miró, serio, sin dolor, sin sentido del tiempo.
Allí se encontraba él en la sala de estar de un ático en la cumbre de un edificio de Nueva
York, con una chica adorable cuyo padre creía, y le había dicho a ella, que cuatro quintas
partes de todos los seres vivos en el planeta morirían por el paso de otros planetas vistos en
el firmamento. Unas cuantas veces más y el resto —a menos que pudiesen escapar de la
Tierra y vivir— moriría.
Tales palabras no podían agitar un sentimiento adecuado; quedaban fuera de todo
significado ordinario, como declaraciones lejanas expresadas en años luz. Quedaban más
allá de la concepción consciente; no obstante decían que eso podría ocurrir. Su mente le
prevenía. Lo que se estaba gestando correspondió a un proceso cósmico, lo bastante
común, indudablemente, si uno consideraba los millones de estrellas con sus mundos
desparramados a través del espacio, y si uno contaba en eternidades de tiempo sin fin. Lo
bastante común, este encuentro que se iba a producir.
¡Qué egoísmo, que estúpida vanidad, suponer que una cosa no puede suceder porque
uno no es capaz de concebirla!
Eve le miraba. A través de los años de su amistad y cariño, ella había contemplado a
Tony como si fuese un hombre normal, a quien todo lo que le pasaba era feliz, agradable y
normal. Las únicas crisis en las que ella le observó eran ocurridas en el campo de fútbol, y
también en alarmas de la Bolsa, que en el primer caso representaban un mero deporte, y en
el segundo, dinero, concepto que él no entendía con propiedad, porque toda su vida lo
había tenido en abundancia y más aún.
Ahora, mientras le miraba, ella pensó en que a su lado se enfrentaría a la realidad más
terrible que se presentó ante el hombre... y se alegró que se le presentara a ella también
pero en compañía de Tony. Nada más se enteró Tony aceptó la noticia del desastre sin el
menor esfuerzo por evadirse de ella; su esfuerzo en cambio se encaminó en el sentido de
querer comprenderla mucho mejor, enterarse del todo de las causas de ese desastre.
Por contraste con algunos de aquellos hombres —entre ellos los que se consideraban los
prohombres de la nación— cuyas voces alzaban de nuevo detrás de las puertas cerradas.
Alguien —ella no pudo identificarle por la voz, aunque ésta tenía una rabia extraña y
aguda— evidentemente discutía con su padre, gritaba tratando de acallarlo, negando lo que
se le había expuesto ante las narices, Eve no oyó la respuesta de su padre. Probablemente
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La súbita perfección más clara de las voces se advirtió que una puerta de un despacho se
había abierto. Al instante volvieron las voces a oírse como con sordina: pero se volvieron,
dándose cuenta de que alguien había salido.
Era el padre de la chica.
Durante unos cuantos momentos permaneció plantado mirándoles, pensando en lo que
podría decir. Más allá de la puerta cerrada tras él, los hombres a quienes había abandonado
aumentaron la disputa entre sí. Tuvo éxito y fortuna en lograr escapar.
—Padre —dijo Eve—. Tony y yo... Tony y yo...
Su padre asintió.
—Os vi unos cuantos segundos antes de que os dierais cuenta de que estaba allí yo,
Eve... y Tony.
Tony se ruborizó.
—Sentimos exactamente del modo en que usted puede imaginarse, señor —dijo—. Lo
sentimos de corazón. Vamos a casarnos en cuanto podamos... ¿No es verdad, Eve?
—¿Podemos, papá?
Cole Hendron sacudió la cabeza.
—No puede haber ni matrimonio ni amor para ninguno de vosotros. No es tiempo ahora
de deciros el porqué: sólo... que no es posible.
—¿Por qué no puede ser, señor?
—Van a ocurrir demasiadas otras cosas a la vez. Dentro de pocos meses lo sabrás.
Mientras, no estropeen mis planes escapándose y casándose en la iglesia que hay al doblar
la esquina. Y no sigáis haciendo... lo que acabo de ver. Eso sólo servirá para hacer las cosas
más duras para ambos... como comprenderéis cuando os enteréis de lo que hay preparado
para todos. Tony, no hay en esto nada personal. Te aprecio y tú lo sabes. Si el mundo fuera
a continuar como ahora no diría una palabra; pero el mundo está condenado. Hablaremos
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chocaremos con Bronson Alpha en el otro lado del Sol. Y nadie en la Tierra escapará a la
muerte.
»Pero hay una posibilidad de que unos pocos individuos puedan abandonar el globo y
sobrevivir. Ya sabes que no soy un hombre religioso, Tony; pero Eve te dijo, parece ser que
no debe atribuirse a una mera casualidad el que nos venga, salido del espacio, no
únicamente la esfera que nos destruirá, sino que por delante de ella gire un mundo como el
nuestro al que algunos de nosotros —solo algunos— podríamos llegar y estar a salvo.
Tony se llevó a Dave Ransdell a su casa. El sudafricano quería «ver» Nueva York.
Se despertaron tarde; o por lo menos se despertó tarde Tony y durante unos minutos
permaneció tumbado contento, sin acordarse de los sorprendentes acontecimientos de la
víspera.
Sólo una vaga inquietud le avisó, cuando se levantó por último, que habría alguna
especie de jaleo. Tony, al ser un joven sano y vigoroso, había logrado adormecerse antes en
presencia de tamaños semi recuerdos... ¿Quizás había luchado y «vencido» a algún otro
policía? Tony logró recordar que había estado «mostrando» la ciudad a alguien; ¿pero a
quién?
Ahora Tony podía visualizarle... un individuo sólido, bronceado, de buen carácter, capaz
de cuidar de sí mismo en cualquier lugar. Y gustaba a las chicas; pero que era cauteloso,
aun cuando no hubiese estado antes en Nueva York. ¡Incluso aunque viniera de Sudáfrica!
¡Ah, ahí lo tenía ya Tony! Dave Ransdell, el aviador de Pretoria, que trajo las placas del
firmamento Sur a Nueva York ¿por qué? porque había dos rayitas en aquella placa del cielo
austral, que significaban que dos cuerpos planetarios se acercaban a la Tierra... ¡para
destruirla!.
Ese era el jaleo que Tony tenía que recordar cuando se despertara del todo. No era que
hubiese dejado fuera de combate a otro policía o que hubiese burlado brillantemente a un
defensa para marcar un gol. Era que... que esa habitación, y la cama, y la casa, todo lo
exterior, cada lugar y cada persona, incluyéndose uno mismo, iban simplemente a dejar de
existir al cabo de un tiempo. Después de un tiempo muy definido y limitado, en realidad,
aunque no supiera con exactitud cual sería el momento justo.
Eve no había querido decírselo; y lo mismo ocurrió con el doctor Hendron. No el
momento exacto, la cantidad exacta de tiempo que faltaba para que terminase el mundo,
era cosa que los miembros de la Liga no querían revelar todavía.
Tony se agitó y Kyto, al oírle, entró y empezó a prepararle el baño.
—Está bien, Kyto; no importa —le saludó Tony—. Esta mañana me limitaré a
ducharme solo. ¿Se ha levantado mister Ransdell?
—¡Oh, por completo!
—¿Ha desayunado ya, Kyto?
—Sólo una vez.
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—Sus deducciones en esto —dijo Tony—, serán tan buenas como las mías. Hoy es
mejor que ayer; mañana puede que el mercado se acerque de nuevo más a la normalidad...
o que no lo haya en absoluto. ¿Cómo puede saber uno qué tal se lo toma la gente?
—Superficialmente, hoy lo niegan; pero han recibido una terrible impresión.
Impresión... ese es el primer efecto. Se le ha puesto coto. Después... se comportará cada
cual con arreglo a su carácter. Pero por ahora reaccionan con negativas, porque no pueden
soportar la impresión.
»¡Por todo el mundo! Algunos se plantan en la plaza de la Opera de París, hora tras
hora, según tengo entendido, silenciosos en su mayor parte, incrédulos, atontados. Hay
unos cuantos que son demasiado inteligentes para denegar y rechazar meramente, que
están demasiado estupefactos para sustituir un súbito final de todo por la perspectiva de
años por delante por los que forcejear y luchar y ahorrar.
»En Berlín los grupos son similares. E imagino la reacción en la Plaza Roja, amigo mío.
Imagínese a los rusos tratando de comprender que su revolución, su esfuerzo salvaje por
remoderarse ellos mismos y su naturaleza interior, no ha servido de nada. ¡Todo
desperdiciado! ¡Estropeado por un mero guijarro... un granito de arena errando a través del
cosmos en una misión independiente. ¡Apartado todo el esfuerzo ruso y aniquilado como si
ningún soviético hubiese vivido jamás! ¡Es estupendo! ¡Imagínese ser Stalin esta noche,
amigo mío! ¡Qué horror! ¡Qué humor! ¡Qué implacables profundidades de tragedia!
»Imagínese ser el poderoso Mussolini cuando descubra que el secreto que no puede
arrancar de sus hombres de espíritu acerado es el conocimiento de la vanidad e inutilidad
del fascismo. ¡Vanidad de vanidades! ¡Todo, al fin, es vanidad! ¡Polvo!
»Habrá sacado la barbilla y levantado la mano en saludo a sus Camisas Negras, habrá
pronunciado sus sonoras frases y desafiado a cualquier o a quien fuera para que le haga
frente, para que resista. Diez millones, o billones, o quintillones de kilómetros allá lejos
entre un grupito de estrellas, hubo un desequilibrio orbital y un par de planetas fueron
perjudicados y arrancados de su sistema y lanzados al espacio hace tantísimo tiempo que
los antecesores de Mussolini no eran todavía ni siquiera monos peludos... y ahora aparecen
para confundirle. ¡Imagínese a nuestro Presidente tratando de solucionar esto ahora! ¡Ah,
me venían ganas de llorar! ¡Pero no las tengo! En su lugar... me río! Me río porque pocos
hombres... excepto alguna... alguno... alguno de mis amigos... incluso a la cara de este
colosal dominio del destino, seguirán trabajando a través de la noche, quemándose sus
cerebros en busca de algo que guíe sus propios destinos. ¡Vaya gesto! Pero hoy... qué
impresión más abrumadora ¡Y después... qué escena! Cuando un mundo... los mil
quinientos seres humanos se dan cuenta, todos, que nada puede salvarlos y que no pueden
salvarse a sí mismos. ¡Qué escena! Espero vivir para verla. Mientras, venda mis acciones a
los mejores precios que pueda conseguir, por favor; para mi esposa y para mí... hemos
ahorrado durante mucho tiempo, nos hemos negado demasiadas cosas buenas.»
En un taxi más tarde aquel día, Tony descubrió que la calle estaba de pronto bloqueada
por un grupo de hombres delirantes, entrelazados de brazos, que salieron de una puerta,
cantando... borrachos, sin raciocinio.
Tony se dirigía al aeropuerto de Newark, en donde cierto piloto, por quien tenía que
preguntar, le llevaría hasta una hacienda en los Adirondacks, que había sido confiada a
Cole Hendron.
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Bronson Beta que vendrá cerca de nuestro globo y posiblemente nos recibirá sanos y
salvos, antes de que Bronson Alpha barra el resto, supones. Tony, que fue enviado sólo
para ti y para mí?
—Yo ni siquiera supongo que fue enviado —objetó Tony impaciente—. Yo no creo en
un Dios que obra y se arrepiente y borra los mundos que Él hizo.
—Yo sí. Hace unos cuantos meses, no habría creído en Él, pero desde que ocurrió esto,
creo. Lo que viene es en suma demasiado preciso y exacto para que no sea planeado por
una Inteligencia, o que sea algo al azar. Porque esas dos rayas... los cuerpos Bronson... no
entran en nuestro sistema solar junto a Neptuno o Júpiter, en donde no hallarían vida. Han
sido escogidos, de todo el espacio próximo a nosotros, para chocar con la única esfera
habitada... los dirigen contra nosotros. Dirigido... enviados, es decir, Tony. Si el grande ha
de destruir el mundo, yo no creo que hayan enviado al otro sólo para que tú y yo vayamos
a dar en su superficie.
—¿Entonces, cuál es tu idea?
—Está enviado para salvar, quizás, algunos de los resultados de quinientos millones de
años de vida de este planeta; pero no a ti y a mí, Tony.
—¿Por qué no? ¿Qué somos nosotros?
Eve sonrió débilmente.
—Somos parte de los resultados, claro. Como tales, tenemos que ir en la espacionave.
Pero si vamos, dejaremos de ser nosotros mismos, ¿no lo ves?
—No —insistió Tony tozudo.
—Quiero decirte que, cuando lleguemos a ese extraño mundo vacío... si llegamos... no
podremos llegar posiblemente como Tony como Drake y Eve Hendron, para continuar un
amor y un matrimonio iniciados aquí. ¡Sería una verdadera locura!
—¿Locura?
—Sí. Supongamos que una espacionave logra cruzar con, digamos, treinta de su
tripulación. Tomamos tierra y comenzamos a vivir... treinta solos en un mundo vacío tan
grande como éste. ¿Cómo sería y qué seríamos en aquel mundo? ¿Individuos aislados y
puestos en libertad, despegados unos de los otros, como aquí? No; nos convertiríamos en
pedazos de biología, llevando con nosotros semillas mucho más importantes que nuestras
personas... mucho más importantes que nuestros prejuicios, amores y odios. No podremos
entonces pensar en nosotros, sino en preservarnos mientras establezcamos nuestra estirpe.
—¿Qué quieres significar exactamente con eso, Eve?
—Significa que el matrimonio en Bronson Beta... si llegamos... no podrá ser
posiblemente lo que es aquí, en especial si sólo unos cuantos, poquísimos, llegamos. Será
entonces de suma importancia... será esencial para adoptar cualquier acción que las
circunstancias puedan requerir para establecer la raza.
—Te refieres —dijo Tony con furia, recordando las observaciones del desayuno—, que
por ejemplo ese aviador de Sudáfrica... Ransdell... viniese también en la espacionave y
viviéramos todos juntos, puede tener derecho también a que yo te ceda a él, cuando las
circunstancias lo requieran, ¿verdad?
—No lo sé, Tony. Ahora no podemos describirlo con posibilidad de acierto; no podemos
imaginar las circunstancias cuando tengamos que recomenzarlo todo. Pero una cosa sí
sabemos... que no nos es posible fijar relaciones primero entre nosotros aquí y que después
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Ningún archivo hubiera podido conservar en sus carpetas la milésima parte de los
cambios que sobrevinieron en aquellos dos años. Ni uno solo de las aspectos de la empresa
humana dejó de verse perturbado.
Fue en la mitad del globo que llamamos Hemisferio Norte donde el efecto de la
aproximación de los planetas demostró ser más desastroso. Claro que era en el norte donde
estaban los continentes atestados de población, Asia, Europa, África del Norte,
Norteamérica. El Hemisferio Sur, en comparación, estaba en apariencia tranquilo; y el Sur,
además, tenía la ventaja de ver a las extrañas estrellas hacerse visibles lentamente y poco
después, despacio, aumentar su brillo. El Sur llegó a acostumbrarse a aquel aspecto de su
firmamento.
Pero al término del primer año a partir del anuncio de su aproximación, los dos mundos
se vieron por primera vez en el hemisferio septentrional. En parte era debido a su actual
proximidad, que lea traía no sólo más cerca sino también más altos en el firmamento; pero
principalmente se debía a los cambios estacionales de la Tierra que en primavera mostraba
más y más parte de los cielos meridionales.
Así que allí se plantaron, no lo bastante altos con respecto al horizonte para que se les
viera desde Nueva York o San Francisco, pero distinguibles y extraños... dos nuevas
estrellas claramente relacionadas, una más brillante que la otra. Incluso con un buen
anteojo de campaña, la más brillante aparecía como un disco redondo y brillante y la más
pequeña algo más que un mero puntito.
Hacía ya más de un año que se esperaban unas declaraciones científicas más concretas;
pero la declaración que Hendron firmó decía apenas:
«Es todavía imposible predecir el efecto total de la aproximación de los cuerpos
Bronson. Sin lugar a dudas nos perturbarán considerablemente. Podemos anticipar, como
mínimo, los siguientes fenómenos: mareas que destruirán o dejarán inhabitables a todas las
ciudades costeras y las tierras interiores basta algo más de ciento cincuenta metros sobre el
nivel del mar. No tenemos precedente terrestre para estas mareas. La existente que en la
bahía de Fundy alcanza una altura de dieciocho metros será una nimiedad en comparación.
Las mareas que anticipamos tendrán quizás varias treintenas de metros de altura y barrerán
las tierras con una violencia impredecible.
»La segunda manifestación, que será simultánea, consistirá en actividad volcánica y
terremotos de extensión imposible de vaticinar en su violencia.
»Los cuerpos Bronson, si pasan describiendo una parábola, se aproximarán a la Tierra
dos veces. Sí, no obstante, su curso se modifica convirtiéndose en una eclipse, la Tierra se
tropezará con ellos en su viaje alrededor del sol. La colisión directa con uno u otro de los
cuerpos, o la colisión debida a la mutua atracción cuando se esté en proximidad, no puede
ser descartada por imposible. La sucesión de mareas y terremotos causada por la gravedad
y las tensiones resultantes puede instantáneamente o con el tiempo hacer que la superficie
de este globo sea inhabitable por completo; pero no podemos decir que no haya esperanza.
»Han de tomarse algunas medidas. Todas las ciudades costeras del mundo deberán ser
evacuadas. Las poblaciones han de ser trasladadas a regiones altas y no volcánicas. Hay
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Tony sacudió la cabeza. Cada palabra que acababa de oír rezumaba en su opinión un
sentido de inmovilidad de la raza humana. Cada individuo relacionaba una circunstancia
cósmica con su caso particular. Cada individuo planeaba actuar independientemente no
sólo del resto de sus compañeros, sino al margen de todos los signos y portentos del
firmamento. La mente de Tony concibió la imagen de enormes ciudades al borde de la
inundación... ciudades en las que miles incluso millones rehusaban abandonar y que sus
pobladores continuaban con sus infinitésimos negocios, egoísticamente, viviendo su vida,
guardando rencor hacia los hechos que los hombres más sabios manifestaban con ánimo de
impresionarles. Oyó cómo anunciaban su tren y se dirigió hacia la puerta.
Marchó el vehículo por un oscuro túnel y luego salió a la luz del día la estación en el
cruce de las calles 1 y 25. Sus ojos descansaron incómodos en la acumulación de feas
casas. Hacía tiempo que se había dado por sentado todo aquello; y la multitud que allí
vivía, los mismos habitantes, tenían pensamientos propios, individuales. Vegetaban, por no
decir otra cosa. Comían rápidamente las dos veces al día necesarias para mantener su
cuerpo con vida y se separaron por agitarse dentro de aquellos enormes panales fuente y
vivero de enfermedades, sucios, donde reinaba la estupidez, donde sus habitantes parecían
vestigios de la Edad Media.
Tony, que jamás fue religioso en ningún sentido convencional, había empezado a
compartir la sensación de Eve acerca de lo que iba a ocurrir. Ella tampoco fue religiosa,
pero emocionalmente, por lo menos, aceptó la idea de que Dios mismo se había asqueado
del egoísmo, la estupidez y la malicia y en su disgusto había lanzado dos guijarros por el
cielo en un rumbo que, ahora de noche en noche, se hacía más aparente.
El tren avanzó dejando atrás las últimas manzanas y penetró en un paisaje verde con el
río a un lado, el Hudson, en el que las mareas pronto se alzarían desbordando sus pretiles.
Tony echó una mirada atrás, una sola, hacia la terca ciudad. La primera marea no llegaría
hasta cubrir las torres más altas allí edificadas; los pináculos del triunfo del hombre
perdurarían, durante un poco tiempo, por encima de las mareas; ¿pero todo el resto? Tony
apartó la vista y miró hacia el río tratando de no pensar en el desastre.
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universidad.
—Es cierto.
—En ese año dejaron atrás a todos en todas las competiciones, ¿verdad?
—Es que los demás no eran muy buenos y que nosotros fuimos los menos malos.
Tony miró a las manos del joven, que se crispaban nerviosas. Eran manos potentes, que
sin embargo parecían poseer una capacidad para efectuar ajustes minúsculos. Tony sonrió.
—No es necesario que sea tan modesto, viejo amigo. Tal y como le dije. Cole Hendron.
de Nueva York, está reuniendo a un grupo de gente para un trabajo que quiere que se haga
durante los siguientes meses. Es un trabajo particularísimo. No puedo decirle en que
consiste. Ni siquiera puedo asegurarle que lo aceptará, pero estoy recorriendo el país con
ímpetu de enviarle gente adecuada. Comprenda que no le ofrezco un trabajo en el sentido
corriente de la palabra, en el sentido que tenía durante el pasado. No sé, ni tengo la menor
idea de que se haya asignado algún sueldo a estas tareas en absoluto. A usted si acepta se le
suministrará lugar donde vivir y alimentos.
El joven alto sonrió.
—Supongo que usted sabe que ofrecer una oportunidad de asociarse con Cole Hendron,
a un hombre como yo, es como ofrecer la tarea de ser secretario de San Pedro a un
arzobispo.
—Humm. A propósito, ¿por qué se quedó aquí en la universidad cuando la mayor parte
de los estudiantes se fueron?
—No hay motivo particular. No tenía otra cosa mejor que hacer. La universidad tiene
unos terrenos enormes, así que no me pareció sensato marcharme y yo pensé que podría
seguir con mi trabajo.
—Comprendo —replicó Tony.
Su compañero dudaba en decir lo que evidentemente tenía en su cerebro, pero
finalmente rompió el breve silencio.
—Mire, señor... señor...
—Drake. Tony Drake.
—Mr. Drake. No comprendo porqué diablos Hendron me necesita. Si está planeando
llevarse un grupo de gente a un lugar seguro con el fin de preservar el conocimiento
científico durante el siguiente año, encontrará cientos de personas, miles, que sepan más
que yo y sean más dignos de salvar y que tengan una mejor memoria que la mía.
Tony miró aquellos ojos azules llenos de buen humor y le gustó el joven.
Instintivamente sintió que había allí una persona a quien Cole Hendron y el comité
aceptaría. El nombre del joven ante él, recordó, era Jack Taylor, su historial para un
hombre de 25 años era asombroso. Sonrió ante la especulación de su interlocutor.
—Es usted físico, Taylor. Si usted se hallase dentro de los zapatos de Cole Hendron y
tratase de llevar un grupo de gente a un lugar sano y salvo ¿dónde, precisamente bajo las
circunstancias que anticipamos, se los llevaría?
El otro se quedó un momento pensativo.
—Eso es lo que me preocupa. No puedo pensar en ningún lugar de la Tierra que ofrezca
un refugio esencialmente satisfactorio.
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—Exactamente. No hay lugar en la Tierra —destacó Tony las últimas tres palabras.
Jack Taylor frunció el ceño rápidamente y de pronto las pecas de su rostro destacaron
porque la piel bahía palidecido por completo.
—¡Dios todo Poderoso! ¿Usted no piensa sugerir...?
Tony alzó la mano y la dejó caer.
—Le estoy ofreciendo una carta que le permitirá celebrar una entrevista con Cole
Hendron. ¿Quiere usted ir a verle?
Durante un momento Taylor no respondió. Luego dijo contento:
—¡Maravilloso! ¡Dios mío... Hendron es precisamente el hombre, el único hombre...!
¡Pensar que tenían que venir a mi a pedirme que fuese a verle! —las lágrimas le llenaron
los ojos, se puso en pie y de dos poderosas zancadas se colocó junto a la ventana.
Tony le palmoteo la espalda.
—Le veré en Nueva York. Mejor es que se vaya inmediatamente. Hasta luego, amigo.
Profundamente conmovido, orgulloso de que cualquier raza, cualquier civilización
pudiese producir seres humanos del temperamento y la bondad del joven Taylor. Tony salió
a los jardines de la universidad y se apresuró para acudir a una cita con un oscuro, pero
inteligente profesor ayudante de química, con sus investigaciones sobre los coloides que le
habían colocado en la larga lista que Hendron y sus asociados proporcionaron a Tony.
Tony, habiéndose aplicado durante meses a la adquisición de los conocimientos
primitivos necesarios en agricultura y artes manuales, se encontró nombrado ayudante
personal de Cole Hendron. Tony se posesionó decididamente de su puesto y como poseía
un innato don de gentes, le envió Hendron a reunir a los jóvenes que tenían que componer
la extraordinaria tripulación de la espacionave.
Hendron pidió a Eve que sugiriese. Profesionalmente, a las mujeres que tenían que
acompañarles; y Tony tuvo que entrevistarse con algunas que Eve eligió.
Era extraño pensar en ellas al mando de uno... y con unos cuantos otros hombres
sacados de toda la creación mundial... instalándose en un planeta vacío. ¿Qué llegarían a
hacer mutuamente allí?
Era extraño todavía mirar por la noche el cielo y ver una manchita de luz junto a otra
manchita más brillante y grande y darse cuenta de que era posible, era muy posible,
convertirse en visitante de aquel lugar del firmamento.
Tony regresó, tres semanas más tarde, a la ciudad de Nueva York, donde Hendron ahora
pasaba la mayor parte de su tiempo. Había instalado laboratorios y talleres en varios
lugares, pero la ventaja de Nueva York como centro de comunicaciones era tan grande que
decidió no abandonar su trabajo allí hasta el último momento.
A su llegada a la ciudad, una tarde a últimos de julio, Tony fue seguidamente a ver a
Hendron y a Eve. Tenía que tratar negocios con el científico, no con Eve; aunque eso sí,
deseaba mucho verla y estar con ella, más de lo que se atrevía a reconocer. No observó
muchos cambios en la ciudad. La estación era un mar de gente, como lo fue el día de su
partida. Las calles estaban atestadas, algo más que normalmente; su taxi avanzó despacio.
Habían tres policías en los despachos delanteros de los laboratorios y le dejaron pasar al
cabo de un ratito de espera. Eve fue la primera en entrar. En la sala de recepción le estrechó
las manos con frialdad. Es decir, exteriormente había frialdad; pero interiormente, Tony
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teléfono. La aproximación de los cuerpos Bronson había hecho más locuaz a su sirviente
de lo que lo fue jamás. A parte de eso, no se podía discernir ningún cambio en Kyto... ni
tampoco lo anticipaba Tony. Comenzó a quitarse sus ropas de viaje y estaba en el baño
cuando Kyto logró establecer la comunicación con su madre, que se hallaba en su casa de
Connecticut.
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—No hay que hablar de eso. Una palabra aquí y allá en referencia a alguna otra cosa,
eso es todo.
Eve intervino con ansiedad.
—¡Adelante, Tony! Cuéntanoslo todo. ¿Qué sabes del mundo? ¿Qué tal van las cosas en
Boston? ¿Qué piensa la gente y dice? ¿Qué noticias se reciben del extranjero? Todo lo que
sabemos es que el gobierno ha hecho por fin algo útil y se ha ocupado de las utilidades
públicas para mantenerlas en marcha.
Tony comenzó a hablar. Aprovechó las escasas oportunidades que le daban las
preguntas de sus amigos, para comer.
—Pues la mía no es tan diferente como uno podría imaginar. El gobierno de Washington
está ahora menos interesado con el hecho de que la población debería alejarse de la costa,
que con su inmediato problema. Si todavía no han leído nada, les daré una idea. Hubo una
huelga general en Chicago hace dos semanas que inutilizó todo. Ni luz eléctrica ni agua;
nada durante un día. Hubo un tumulto horrible en Birmingham. Las fuerzas de media
docena de ciudades se echaron a la calle. Los gobernantes del estado no fueron capaces de
solucionar la situación. En algunos casos, era sólo que la gente decidía no trabajar más y en
otros era un simple tumulto general. El Gobierno Federal se metió en todas partes. Se
encargaron del control de las utilidades, procuraron que los trenes siguiesen en marcha, que
las centrales eléctricas funcionasen, etc. Nominalmente los trabajadores fueron encerrados
por alterar el orden público, pero en realidad creo que encontraron necesario detenerlos. El
jaleo comenzó cuando yo estaba en Boston, pero al cabo de tres días los servicios más
importantes de alojamiento, aprovisionamiento y transporte funcionaban bastante bien.
»Creo que la gente miró primero hacia el presidente, de todas maneras; el presidente
tuvo el buen sentido de actuar políticamente rápido, haciendo cara al asunto y tomando
sobre sí la prueba de utilidad para resolver y disponer lo que le pareciese que serviría para
mantener en marcha al país. Ha habido algún jaleo en el ejército y en la marina, aún más en
la Guardia Nacional, especialmente con los soldados padres de familia que querían
permanecer en su hogar. Supongo que son casi medio millón los hombres que efectúan
deberes de policía ahora mismo.
—Es raro —dijo Eve—. Pero me di cuenta de que las cosas funcionaban, aun sin haber
tenido tiempo para investigar precisamente porqué funcionaban.
Su padre miró con interés a Tony.
—Todo va de acuerdo con el plan que la Liga preparó antes de dar la noticia. Un
hombre llamado Carey es plenamente responsable. Se trata de un economista. Creo que
ahora es huésped de la Casa Blanca y que ha estado allí durante unos diez días.
—He visto su nombre —dijo Tony y prosiguió—: Como iba diciendo, la cosa no ha
originado tantas diferencias como uno podría imaginar. Vi un tumulto muy feo en
Baltimore entre soldados por un lado y policías por el otro, pero en media hora todo pasó.
Creo que el trabajo de conservar al público informado ha sido maravilloso. La radio
funciona veinticuatro horas al día y los periódicos aparecen tan a menudo como tienen algo
fresco que imprimir. Se mantiene a la gente animada, tranquila y dominada. Claro, parte de
la calma general es simplemente debido a la inercia de la masa. Por cada persona que se
ponga histérica o haga alguna locura, hay diez que no sólo dejarán de ponerse histéricas,
sino que ni siquiera reconocerán que sus vidas van pronto a ser cambiadas por completo.
Toda la ciudad en Philadelphia, con excepción de la universidad, permanece casi
inalterada. De todas maneras, esa es la impresión que uno obtiene.
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»Y los sin trabajo han sido acorralados en masa. Hay el proyecto de convertir toda la
hoya del norte del Mississippi y oeste de Kansas City en un receptáculo para la población
costera, y por eso los sin empleo trabajan allí, según tengo entendido, preparando
habitaciones y alojamientos para diez millones de personas. En su mayor parte son
eventuales. También siembran vastas zonas de tierra. Me imagino que van a dirigir la
emigración cuando el interior del país esté preparado, lo más posible, para recibir a esa
gente y, cuando el peligro de las grandes mareas se acerque. Como materia, de hecho cada
asiento industrial trabaja a toda marcha y Chicago es el cuartel general para todos los
productos. No recuerdo las cifras, pero una apabullante cantidad de alimentos en conserva,
ropas, suministros sanitarios y cosas así, están siendo preparadas y distribuidas en bases
del valle del Mississippi. Admitiendo que el valle permanezca habitable, creo realmente
que la mayoría de nuestra población será trasladada allí con cierto éxito y se le dejará
instalada por un tiempo indefinido.
—Es maravilloso, ¿verdad? —dijo Eve.
Tony asintió.
—La maquinaria que organizó millones de hombres durante la guerra, era aun más o
menos asequible para esta tarea de mayor envergadura, desde el punto de vista de los
planes y pensamientos humanos. La cosa más difícil es convencer a la gente de que hay
que hacerlo; pero los jefes han reconocido el hecho y se han adelantado. Ha vuelto una
especie de prosperidad. Claro, todos los precios y ganancias están ahora fijados con
rigidez, pero hay trabajo más que suficiente por todas partes y, seguir atareado, es el
secreto de mantener a las masas dentro de un equilibrio emocional.
Hendron asintió.
—Exactamente, Drake. Estoy en verdad asombrado al enterarme de que lo han hecho
tan bien. Es inimaginable, ¿verdad? ¡Absolutamente inimaginable! Sólo hace unos pocos
meses éramos una nación oscilando en las profundidades de lo que creíamos iban a ser
grandes dificultades y tribulaciones, y hoy, de frente a una dificultad infinitamente mayor,
la gente se comporta de manera más sensata, más unida... y con mayor éxito.
—Creo que es muy emocionante —dijo Eve.
Tony sacudió la cabeza afirmando.
—No puedo darles una imagen verdaderamente buena de todo. En realidad sé bien
poco. Todo viene a impulsos... cosas leídas en los periódicos, cosas oídas por la radio,
cosas que me dicen; pero esta narración al menos ha captado la idea básica de que va haber
jaleo dentro de poco tiempo.
—Perfecto —dijo Hendron—. ¿Qué hay ahora del resto del mundo?
La mano de Tony se sobresaltó mientras ponía mantequilla a un pedacito de pan. Alzó la
vista.
—¿El resto del mundo? —repitió—. No sé mucho acerca del resto del mundo. Lo que
yo sé se lo diré, pero no acepte mi palabra como definitiva. La información es confusa,
contradictoria e increíble. Por un lado, muchas de las naciones europeas siguen aún
locamente tratando de conservar sus planes secretos para proteger sus fronteras, etc. De
hecho, no me sorprendería que fueran a la guerra. Parece que se piensa muy poco en la
cooperación y que se aterran con fiereza a su nacionalismo.
»Las dificultades obreras de Inglaterra se iniciaron en el minuto en que trató de instituir
un trabajo obligatorio y retentivo para aquellos que procuraban su propio beneficio. Creo
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que Londres estuvo sin energía eléctrica durante cinco o seis días. Hubo una gran cantidad
de sabotajes. La policía tuvo escaramuzas en Piccadilly y Trafalgar Square con turbas
armadas. Una cosa curiosa ocurrió en la India. Se podría pensar que los hindús serían los
últimos del mundo en reconocer lo que estaba a punto de ocurrir. Se creería que su
reacción sería de aceptación fatalística. Sin embargo, de acuerdo con un último informe,
había algo en el Veda que anticipaba los cuerpos Bronson, o alguna manifestación cósmica
similar; y con la difusión de las noticias del desastre que amenazan al mundo, los Hindús y
Brahmins se alzaron juntos. Ninguna palabra viene de la India en absoluto. Cada línea de
comunicación ha sido silenciada o cortada.
Tony se detuvo, comió un poco.
—Esto es todo muy tendencioso. La mayor parte de lo que digo está tomado de los
periódicos. Tendrán que perdonarme, pero me pidieron que se lo contara.
—No te pares, Drake, amigo.
—Sí, adelante, Tony.
—Australia y Canadá, por otra parte, han actuado de manera muy parecida a los Estados
Unidos. Sus jefes políticos, o al menos los que inmediatamente llegaron a la prominencia y
al poder, aceptaron el hecho de que se presentaba un jaleo gordo. Inmediatamente se
pusieron a emitir órdenes y están haciendo cuanto pueden con su pueblo. Lo mismo que
Sudáfrica.
»Los franceses están muy alegres y muy enloquecidos. Piensan que todo es muy
chocante y creen que al mismo tiempo es un insulto para Francia. Toda la nación se ha
llenado de gente murmurante e inefectiva. Planean medidas políticas en todo su valor y se
suceden los gobiernos uno tras otro, algunas veces en la proporción de tres cada día, sin
conseguir que nada se cumpla en absoluto. Pero por lo menos han seguido manteniendo en
marcha su nación. Alemania se ha vuelto fascista; mataron a unos cuantos comunistas y
también a unos cuantos judíos.
»Los comunistas luchan por conseguir el control... aunque no con éxito. En cuanto a
Rusia, se sabe bien poco. En realidad es un terrible golpe para los Soviets. Las industrias
pesadas que han desarrollado con tanto esfuerzo y a un coste tan terrible, están
desparramadas por toda una amplia zona. Creo que el gobierno Soviético lo está llevando
todo con mucha amargura pero lo mejor que sabe. China sigue siendo China. Del mismo
modo, se puede decir bien poco de ella. En Sudamérica las noticias han servido meramente
para aumentar el flujo regular de revoluciones.
Tony dejó sobre la mesa el tenedor.
—Eso es todo cuanto sé —tomó un cigarrillo y lo encendió—. Nadie puede decir lo que
se espera mañana o dentro de una semana. Puesto que es imposible asegurar cómo serán de
altas las mareas, hasta qué distancia inundará la Tierra y la extensión de las zonas que
devastarán y puesto que ni siquiera con deducciones se puede llegar a una indicación de
cualquier clase en donde se levantará la Tierra, en dónde se hundirá, qué porciones serán
testigos de erupciones y terremotos, puede que incluso los pasos gigantescos dados por
algunos gobiernos sean fútiles. ¿Tengo razón?
—Mi querido muchacho —replicó Hendron después de una pausa—, tienes toda la
razón del mundo. Esa es una imagen muy clara que tú has concebido y nos acabas de dar.
Me sorprende que cualquier nación haya tenido la inteligencia de ponerse en marcha,
aunque supongo, siendo patriota en el corazón, que confiaba y esperaba que nuestros
propios Estados Unidos se apartasen de aquella sucia marea de política baja y salieran
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limpios a navegar con la cabeza bien alta antes de que llegue la crisis... Tomaremos café en
la otra habitación.
Después de cenar, Leighton, cuya tristeza habitual, por alguna desconocida adversidad,
había florecido en un sorprendente buen humor, acompañó a Ransdell al apartamento.
Tony estaba furioso por la llegada de Ransdell. Esperaba tener aire para sí sólo.
No pudo definirse con cuanta esperanza confió el estar a solas con ella; pero por lo
menos supo que deseaba de todo corazón que Ransdell se fuera, mientras que el
sudafricano demostró bien a las claras que no se iría.
—Ha estado cinco o seis veces a Washington en servicio de papá —explicó Eve—. Y es
estupendo en el laboratorio. Es un genio para la mecánica.
El sudafricano escuchó las alabanzas a sí mismo con embarazo; y Tony, observándole,
se dio cuenta que en otras circunstancias hubiera simpatizado con él.
De hecho, originalmente Tony estimaba a David Ransdell mucho, hasta que se dio
cuenta él también iba a ir con ellos, y con Eve... en la espacionave.
Capítulo X - MIGRACIÓN
Más y más, brillantes, y más y más altas cada noche, las estrellas extrañas asomaban en
el firmamento septentrional.
En realidad, una dejaba de parecerse a una estrella y aparecía por el contrario, como una
pequeña luna llena que cada noche se hacía mayor; y ahora la otra también mostraba su
disco incluso al ojo limpio del observador.
Cada noche alteraba su posición ligeramente con relación una de otra. Porque el control
gravitacional de la más grande —Bronson Alpha— hacía girar a la más pequeña, Bronson
Beta, en una órbita como la de la luna alrededor de la Tierra.
Su clara aproximación paralizó las empresas en la Tierra, mientras que los efectos
físicos de su embestida hacia el mundo fueron medibles sólo en los instrumentos de los
laboratorios.
A través del mundo civilizado dos profesiones por encima de las demás se dieron de
manera más universal a su llamada: día y noche, delante del hambre, de la sangre, del
fuego, de las catástrofes y de la forma humana de angustia concebible, doctores y cirujanos
siguieron cumpliendo con su deber; y día y noche entre los oscilantes cambios de
condiciones y al socaire de fabulosas alarmas e informes, los hombres encargados de reunir
noticias e imprimirlas, trabajaron para cumplir sus misiones.
Vio muchas más de las actividades del mundo que la mayor parte de sus ciudadanos en
la época. Apenas había regresado de su primera fila en las ciudades de levante cuando fue
enviado fuera de nuevo, esta vez al Medio y Lejano Oeste. Aquel viaje fue arduo a causa
de las cada vez mayores dificultades de transporte. Los ferrocarriles trasladaban las
civilizaciones del Pacífico y Atlántico tierra adentro y los trenes de pasajeros no tenían
horario fijo. Vio la acumulación de carga en los depósitos del Oeste Medio. Vio las
interminables instalaciones que llenaban el horizonte preparadas para su uso. Vio las
impresionantes praderas que se habían cultivado para alimentar a la nueva horda al Norte y
Oeste de Kansas, a lo largo de la Costa del Pacífico, observó los preparativos hechos para
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paliar la retirada de las gentes costeñas. Seattle, Tacoma, Portland, San Francisco, Los
Angeles, San Diego, ciudades inevitablemente condenadas a la muerte, estaban sacando al
aire sus raíces. Los millonarios se marchaban hacia el Este en sus grandes coches con sus
tesoros más valiosos amontonados en su torno; y las gentes modestas dirigían un ojo
ansioso al Pacífico y se volvían para mirar con incomprensible esperanza hacia las
montañas que se alineaban paralelas al mar.
Cada ciudad en los Estados Unidos tenía una cierta participación en la emigración.
Mapas en relieve de los Estados Unidos eran suministrados por el gobierno, de modo que
cualquier hombre mirando uno de ellos pudiera decir donde encontraría un lugar de
suficiente altitud que le protegiese de las aguas amenazadoras.
El trabajo de Tony era el mismo. Continuó enviando uno a uno y por parejas a aquellos
científicos cuyo consejo deseaba Hendron y la flor de los jóvenes y mujeres que podían ser
útiles en el acontecimiento del gran cataclismo.
Las propias ideas de Hendron estaban sin cristalizar todavía: notaba con creciente
intensidad la necesidad de reunir a los mejores cerebros, los cuerpos más sanos y los
corazones más inmaculados que pudiera encontrar. Tenía una variedad de planes. Había
fundado dos estaciones en los Estados Unidos y estaba en proceso de equiparlas para todas
las emergencias. Bajo las mejores condiciones, la personalidad de su grupo podía dividirse
en dos partes y trasladarse a aquellas estaciones, para permanecer allí hasta que pasase la
primera crisis para que después pudiesen salir como jefes en el esfuerzo final contra la
muerte.
Bajo la presión del inevitable desastre, sus científicos impulsaron sus experimentos para
obtener energía de la desintegración atómica hasta un punto en donde la potencia del
átomo pudiera ser utilizada, dentro de los límites, como fuerza propulsora.
Hendron tuvo entonces un éxito al bombardear la superficie de la luna con un proyectil
que era, esencialmente, un cohete pequeño. Había zanjado los problemas de la
composición del casco, aislamiento y ventilación, que necesitaría un navío si lo hacía de
tamaño capaz de ser ocupado por los hombres. Inventó cohetes dirigidos. Tuvo que
construir un cohete con toberas a ambos extremos para que una descarga en la dirección
opuesta detuviese su caída. Varios cohetes así, fueron disparados bajo control remoto,
cruzando kilómetros y kilómetros de la atmósfera, girando, descendiendo en parte bajo la
plena fuerza de sus potentes motores, y conteniendo su caída por descargas delanteras al
extremo de su vuelo, de modo que su aterrizaje no los destruyese ni perturbase los
delicados instrumentos que contenían.
El problema principal que quedaba sin resolver era el de un metal lo bastante resistente
para aguantar la terrible fuerza que Hendron empleaba. Incluso los cohetes experimentales
fracasaban a menudo en su vuelo a causa del calor generado por la combustión atómica
interior, que fundía y evaporaba las paredes que debían contenerla. Así, en los laboratorios
Hendron, los mejores metalúrgicos del mundo concentraban sus esfuerzos en encontrar una
aleación capaz de resistir las temperaturas y presiones involucradas en el empleo de la
energía atómica como fuerza propulsora.
Tony visitó varias veces las estaciones de Hendron. Una se hallaba en Michigan y la
otra en Nuevo Méjico. Trajo informes sobre los progresos que se efectuaban allí en la
construcción de laboratorios, talleres de maquinaria y viviendas. Regresó el día en que el
presidente hizo su discurso desapasionado y conmovedor sobre el valor cívico. Más de
cuarenta millones de personas escucharon la voz del presidente al salir ésta de la radio.
Tony, de pie en el atestado pasillo del tren que unía Filadelfia con Nueva York, captó parte
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Cuando Tony bajó, la calle estaba todavía llena de gente. Todos hablaban. Caminaban,
pero no les importaba, según parece, qué dirección seguir y cuál era la compañía de que
gozaban.
La pequeña luna extraña, haciéndose mayor cada noche, brillaba pálidamente en el
firmamento.
Tony llamó un taxi. Sus ojos se clavaron en sus propios zapatos cuando se sentó. Pensó
gravemente y sin ritmo alguno. En cada pensamiento asomaba el rostro de Eve como
acababa de verla... una cara que cada vez se ponía más triste, más desgarrada. Recordó la
forma en que le caía a los ojos.
Cuando llegó a su apartamento, Kyto le esperaba. Había una expresión de ansiedad en
su rostro de ordinario inescrutable. La emoción podía hacerle un poco malicioso... pero
Tony se quedó más sorprendido que divertido y Kyto comenzó a hablarle casi de
inmediato.
—Ahora toda la gente tiene miedo.
Tony arrojó a un lado su sombrero.
—Sí.
—Se acercan graves consecuencias. ¿Me quiere usted informar?
—Claro. ¿Quieres marcharte ahora?
—Al contrario. La seguridad le rodea a usted. También una encantadora buena suerte.
Por tanto prefiero quedarme.
—De acuerdo. Y gracias.
Kyto se fue casi en silencio y Tony permaneció plantado y pensativo en el centro de la
sala de estar durante dos minutos enteros.
Después llamó a cierto número en Greenwich, Connecticut, esperando un tiempo
anormalmente largo, luego preguntó a la doncella por la señora de Drake. Su voz sonó
cálida y tranquila.
—Hola, mamá. ¿Cómo estás?
La respuesta de su madre era controlada, pero asomaban los nervios en cada palabra que
dijo.
—¡Tony, hijo mío! He tratado muchas veces de ponerme en contacto contigo. ¡Oh!
Estoy a un milímetro de desvanecerme. Creí que te había pasado algo.
—Lo siento, mamá. He tenido trabajo.
—Lo sé. Ven en seguida y cuéntamelo todo.
—No puedo.
Hubo una pausa.
—¿No puedes decirlo en palabras?
—No.
Hubo otra pausa larga. La voz de la señora Drake era más baja, más trémula... y sin
embargo no era la voz de una mujer histérica o de una irrazonable.
—Dime, Tony, ¿va a ser la cosa muy mala?
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Habían enviado coches de alquiler por Tony y su grupo. Bajaron inmediatamente por la
ciudad hacia el gran edificio que albergaba los laboratorios de Hendron. El coche había
cubierto unas cuantas manzanas cuando Tony se dio cuenta de que no sólo los muelles,
sino en toda su longitud y anchura, Manhattan estaba desierto. De trecho en trecho se veía
una solitaria figura... de ordinario uniformada, correspondiente a un policía o soldado. Una
vez pensó haber visto a un hombre escondiéndose en las sombras de un umbral. Pero no
estaba seguro. Y desde luego no se veían ni mujeres ni niños.
Después de ponerse el sol, era fácil apreciar porqué los últimos recalcitrantes millares
de habitantes de Nueva York se habían marchado. Los cuerpos Bronson, en aquella noche,
se alzaban en terrible majestad: una esfera blanca mayor que la luna y una segunda esfera
más pequeña, pero igualmente brillante. Su terrible iluminación bañaba la ciudad, haciendo
superfluas las luces de la calle, que sin embargo, permanecían ardiendo tozudamente.
Noticias de este aumento de tamaño habían llegado indudablemente a Nueva York durante
el día... y el último incrédulo con toda seguridad se convenció de que si permanecía para
ser testigo del fenómeno, perecería en él.
Había pocas luces en los rascacielos. Mientras los taxis surcaban la siniestra oscuridad,
sin verse obstaculizados por las luces de tráfico, Tony y Jack Taylor se estremecieron
involuntariamente mirando los negros edificios que el hombre había abandonado. De
haberlo sabido, otro estremecimiento se hubiese apoderado de los dos jóvenes... porque ya
la marea estaba barriendo el muro de contención en el Battery.
Eve se dirigió al ascensor a su encuentro. Besó a Tony, en un éxtasis de desafío, y luego
se apresuró a atender a su grupo en el acto de desprenderse de sus equipajes y en el de
ordenar su instalación. Cada cual dejó la calle de mala gana. Los cuerpos Bronson tenían
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por tal cortacircuito, iniciando un incendio que tenía que ser extinguido; o la propia agua
entró en combinación química con algo que causaba calor. Sin duda se despertaron las
llamas. Pero aquella noche no había viento; así que la inundación aisló cada fuego; aquí y
allá ardió un edificio; pero las enormes torres de Manhattan permanecían en pie, a oscuras,
silenciosas e intactas.
—Tienes que tratar de dormir, Tony.
—¡Y tú!
—Hasta que baje la marea, sí, Tony. Lo intentaré, si quieres —le besó y entraron juntos,
para separarse en la puerta de la habitación donde ella iba a dormir. Tony se metió en la
cama que le estaba destinada sin desnudarse. En la habitación siguiente, Cole Hendron
estaba ya durmiendo.
Tony, tratando de no pensar, se ocupó en separar los sonidos que le llegaban a través de
la ventana abierta... el grito de una mujer, una voz baja vociferando una extraña canción, el
murmullo de una flauta.
Alguien, sentado por encima de las aguas, estaba tocando a la luz antinatural de los
cuerpos Bronson mientras el mar barría la ciudad; pero la mayor parte de las personas que
se habían quedado guardaban silencio... aparejadas, aquí y allá, compartiendo en un abrazo
ceñido la terrible excitación que anunciaba la muerte final.
Tony se agitó en la cama y recordó a su madre.
Cuando la marea cediese —tan enorme como era, debía crecer seis horas, disminuir
otras seis antes de volver de nuevo a la carga, igual que las mareas lunares— tenía que
partir para su casa y prestar el último servicio a quien le dio el ser.
«Señor, déjame que conozca mi final y el número de mis días, para que pueda certificar
lo mucho que he vivido.» Los versos para un entierro de los muertos despertaban ecos en
su cerebro. «Detente tú que has hecho mis días largos; y mi edad no representa nada con
respecto a ti; y que inútilmente cada hombre vivo es un manojo de vanidades.»
Tony había cerrado los ojos y ahora los abrió a la luz de los cuerpos Bronson que
entraba de soslayo en la habitación... «Porque cuando te enfadas, todos nuestros días
desaparecen; nuestros años llegan a su fin, como un relato terminado.»
La mujer había dejado de gritar; pero una voz de negro seguía cantando. Tony estaba
seguro de que era un hombre de raza negra el desconocido cantor de la melodía fantasmal,
que parecía salir de las mismas aguas. El flautista, también, siguió tocando...
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Veía todos aquellos torbellinos gracias a la luz gris del alba. En el oeste se acababan de
poner los terribles cuerpos Bronson; pero Tony sabía que, aunque durante doce horas
quedarían invisibles, la fuerza de su doliente violencia, incluso en la parte opuesta del
mundo a donde estaban, no disminuiría. La marea tornaría a crecer dentro de seis horas,
con toda seguridad; pero entonces— aunque se hallase en el sitio opuesto del mundo..
impulsarían dicha marea para que se repitiese como seis horas antes...
—Café —le recordó Kyto con paciencia—, lo necesitará.
—Sí —admitió Tony, volviéndose—. Necesitaré café.
—La señorita Eve insiste en servirlo.
—Oh. ¿Se ha levantado ya?
—Y está preparada para verle.
Un aeroplano zumbó en los aires; a poca distancia, se percibieron más ruidos de
motores de aviación. Indudablemente Ransdell iba en uno de ellos. La inspección desde el
aire de los efectos sobre la Tierra era una de sus obligaciones... una especie de
reconocimiento de las áreas de devastación. Tony pensó en Ransdell mirando hacia abajo y
preguntándose dónde estaría Eve. La admiración del aviador hacia ella crecía hasta
convertirse abiertamente en una adoración llena de deseos. También estaba el poeta Eliot
James.
Todos estaban ligados con él —y con Eve— en la estrecha compañía de la Liga de los
Últimos Días, cuya función yacía ya en un presente inmediato. Las reglas peculiares y
reglamentos de la Liga tenían vigencia en parte; otras disposiciones caerían sobre ellos
para controlarles de manera inmediata.
Tony hoy sintió cierto rencor. No intentó en absoluto desprenderse de sus celos
sobrecogedores hacia Ransdell o Eliot James, con respecto a Eve. Ella le acompañaría
hasta su casa hoy... hasta su hogar, en donde asesinaron a su madre. Eve y él abandonarían
juntos la casa... ¿Para qué un nuevo destino? ¿Para volver con el padre de la muchacha,
que prohibía a Tony que intentase ejercer ningún sentimiento posesivo con respecto a la
muchacha? No; no, Tony no volvería con ella al lado de su padre.
Hendron se había levantado, y como si a través de la pared hubiese oído el reto de Tony,
abrió la puerta y entró.
Le tendió la mano.
—Me he enterado, Tony, de la noticia que recibiste apenas yo me había retirado. Lo
siento.
—No lo sientas —repuso Tony. Aquella mañana no estaba como para pésames
protocolarios.
—Tienes razón —asintió Hendron—. No lo siento. Sé que es mucho mejor que tu
madre haya muerto ahora. Sólo lo lamento por la impresión que sufriste y que nada podrá
despejar. Eve me dice que irá contigo a tu casa. Me alegro... Anoche, Tony, los cuerpos
Bronson fueron estudiados en todos los observatorios del mundo. Se hallaban más cerca
que nunca y sus condiciones eran favorables para la observación. Me hubiera gustado estar
en el telescopio; pero eso es prerrogativa de otros. Mi deber está aquí. Sin embargo, me
han llegado unos cuantos informes. Tony, se han visto ciudades.
—¿Ciudades? —exclamó Tony.
—En Bronson Beta. Bronson Alpha continúa pareciendo un enorme globo gaseoso; pero
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El East River, cuando llegaron hasta él, era un bajo torrente encanalizado que iba
quedándose seco al ser succionado por el mar. Los restos sembraban el fondo de su cauce
descubierto. El puente; unos cuantos kilómetros más de barro en las húmedas calles. Y
luego pueblos y ciudades que también habían sido barridas por las aguas.
Ahora el campo con sus colinas más altas en donde Tony y Eve percibieron los primeros
rayos de sol, viendo la línea dejada por el agua indicando la altura que alcanzó. Se
hundieron a través de pueblos vacíos y subieron por colinas en donde habían caseríos
cuyos habitantes aún resistían, mirando con atontada maravilla al vehículo que pasaba
raudo delante de ellos. El efecto de la enorme desolación impresionaba el alma; gente
desamparada, naufragios humanos, escombros, casas incendiadas ocasionalmente, un
caballo suelto, un cordero vagabundo... vacío, silencio.
Se hundieron en una hondonada que era una especie de charca, pera que se podía
atravesar; treparon por una ladera girando rápidamente al ver parte del camino bloqueado;
y allí dos hombres saltaron hacia ellos.
Tony alzó la pistola; pero hoy, y pensó que iba de camino para ver a su madre
asesinada..., no tenía ánimos como para disparar contra los hombres. Derribó a uno de un
culatazo y con el cañón golpeó al otro.
Sacó el coche a la carretera y con Eve conduciendo, pensó en que aquellos hombres
podían haberle matado y apoderado de Eve después. ¿Por qué los había dejado con vida?
¡Ah... aquel era el camino que conducía a casa! ¡El hogar! Su hogar, en donde nació y
donde fue niño. El hogar, el hogar que había sido de su padre y de su abuelo y de su
bisabuelo y así durante cuatro generaciones. Por aquella carretera viniendo de su casa
algún hombre llamado Drake fue a luchar en la Gran Guerra, la guerra también de la
Rebelión, en 1812, uniéndose al ejército de Washington.
Tony recordó como su memoria de la edad en que era un niño, estaba llena de
desconocidos viniendo a mirar hacia la casa a la que llamaban «histórica» y cómo
estudiaban las cosas que consideraban «viejas». La casa se alzaba sobre una ladera y
mientras conducía el coche por el serpenteante camino, pasó por encima de la señal dejada
por el agua al subir la noche última y pensó que las nociones «viejo» e «histórico» eran un
mero momento para considerar un tiempo geológico.
Trató de no pensar todavía en su madre.
Eve, a su lado, colocó la mano sobre la suya que se aferraba al volante.
—Tienes que dejarme estar cerca de ti, Tony —suplicó ella.
—Sí. Casi estamos cerca.
Hitos familiares aparecieron a ambos lados, por doquier; una cabaña de troncos que él
construyó cuando niño; allá estaba el sendero que conducía al antiguo pozo... el «pozo del
revolucionario».
Mil millones, por lo menos, que la vida llevaba desarrollándose sobre la Tierra; mil
millones de años como aquellos se habían necesitado para el proceso que debía haber
precedido al primer moldeado de ladrillos con los que se edificaron las ciudades en
Bronson Beta..., que eones, muchos eones antes llegaron a su fin. Porque durante un millar
de millones de años, desde que murieron sus habitantes, debían haber estado vagando por
la oscuridad hasta hoy, por último, en que habían encontrado nuestro sol y los telescopios
del mundo les enfocaron.
Era útil pensar en algo así cuando uno se dirige al lado de la madre muerta...
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Allí estaba el árbol por donde trepó tantas veces. Quedaba escondido de la casa, pero
próximo a ella. Jugando entre las ramas le era posible oír la voz de su madre cuando le
llamaba; aunque algunas veces fingiera no oiría.
¿Cuánto tiempo hacía de eso? ¿Qué edad tenía él? Oh, eso fue quince años atrás.
Quince, en comparación con un millón de años.
El tiempo empezaba a medirse con una escala diferente en el pensamiento de Tony. No
con el mundanal reloj sino con el terrible cronómetro del cosmos que empezaba a espaciar,
para él, los segundos, dilatándolos enormemente. Y Tony comprendió que Hendron, al
hablarle como lo hizo, no se mostró sin corazón; trató de extender hasta él una piadosa
forma de pensar de su propia mente. Lo que ocurriera aquí esta mañana no podía importar,
en la estupenda perspectiva del tiempo...
—Ya estamos.
La casa estaba ante ellos, blanca, tranquila, confiada. Una recia y segura construcción
con sus tradiciones propias. A Tony le dio un salto el corazón. ¡Cuánto la amaba... y a la
mujer que fue el alma de aquellas paredes! ¡Cuántas veces ella apareció en el umbral
esperándole!
Alguien estaba allí en pie ahora... una mujer vieja, delgada, con el pelo blanco. Tony la
reconoció. La señora Haskins, la esposa del ministro. Avanzó hacia Tony y el anciano
Hezekiah Haskins ocupó su lugar en la puerta.
—¿Qué pasó?
No lo que había pasado en el mundo la pasada noche; no lo que pasó a millones y
cientos de millones de seres arrastrados por el mar. Sino, ¿qué pasó aquí?
El viejo Haskins se lo contó a Tony tan delicadamente como supo:
—Ella estaba sola; no tenía miedo, aunque todo el pueblo, incluso sus criados, había
huido. La banda de hombres se acercó. Ella no trató de alejarlos. Conociéndola —ya juzgar
por lo que hallé— les invitó a entrar y les ofreció comida. Algunos estaban borrachos; o
enloquecidos con la intoxicación de la destrucción. Alguien disparó contra ella... una vez,
Tony. Tuvo que ser uno más piadoso que los demás, menos cruel. Es seguro, Tony, que ella
no sufrió.
Tony no podía hablar. Eve le cogió la mano.
—¡Gracias a Dios por eso, Tony! —susurró.
Brevemente Tony se soltó de Eve y estrechó la mano del anciano ministro. Luego se
inclinó y besó la arrugada mejilla de la señora Haskins.
—Gracias. Gracias a ustedes dos —murmuró—. No debieron quedarse aquí; no
debieron esperarme. Pero lo hicieron.
—Orson tamben se quedó —dijo Haskins. El viejo Orson era el sepulturero—. Está
dentro. Ha... ha hecho todos los preparativos que han sido posibles.
—Entraré ahora —dijo Tony a Eve—. Quiero entrar y estar solo durante unos cuantos
minutos. ¿Querrás venir luego tú... con nosotros?
«Señor, has sido nuestro refugio en todas las generaciones. Antes de que las montañas
fueran levantadas, e incluso que la Tierra y el mundo hubiesen sido hechos: Tú eres el
Dios sempiterno y un mundo sin fin.»
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me deparó!
Tampoco el ministro y su esposa consintieron en ser trasladados. Viajarían hoy, cuando
bajaran las aguas, hasta las más altas colinas; pero nada más.
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Una nube mayor oscureció los cuerpos Bronson. El viento soplaba en fuertes ráfagas.
Los grandes cuerpos del cielo que perturbaban mar y tierra, también distorsionaban la
envoltura atmosférica.
El continuado sonar de la maquinaria llegó a oídos de Tony y también el campaneo del
golpear hierro contra hierro. El viento tañó el arpa cólica de los árboles. Tony pensó en las
mareas que se alzarían aquella noche y las siguientes; y débilmente, como la palpitación de
la cubierta de un vapor, la tierra tembló bajo sus pies como respondiendo a sus
meditaciones. Y Tony comprendió que el corazón de la Tierra parecía distenderse hacia sus
compañeros celestiales.
La noche del veinticinco, mareas sin precedente en la historia del mundo barrieron todas
las costas. Se produjeron terremotos de magnitud variable en todo el orbe. Al día siguiente,
los volcanes entraron en erupción y una serie de islas se hundió bajo el mar; y en la noche
del veintiséis el mayor de los cuerpos Bronson alcanzó su mínima distancia de la Tierra en
aquella su primera pasada de aproximación.
Jamás se hizo un informe completo de las devastaciones.
Eliot James, que efectuó algunos cálculos en la materia durante los meses sucesivos, no
pudo creer nunca en todo lo que vio u oyó, aunque debía ser cierto.
La costa oriental de los Estados Unidos soportó un pleamar que en su ola máxima
alcanzó cuarenta y cinco metros de altura procedente del océano que arrasó en incesantes
embestidas toda la tierra firme hasta el pie mismo de los Apalaches. En su marcha hacia el
oeste, la marea destruyó cada edificio, cada cabaña, cada rascacielos, cada ciudad, desde
Bangor en Maine, hasta Key West, en Florida. La marea penetró en el golfo de México,
subió por el valle del Mississippi, congestionándose en algunas partes con los materiales
que arrastraba hasta tal punto que los aterrorizados seres humanos sobre quienes cayó,
vieron cernerse sobre sí una verdadera muralla de árboles y casas, de rocas y maquinaria,
procedente de toda clase de artificios humanos y obras de la Naturaleza... que ocultaba el
agua que venía detrás. Cuando la marea se reintegró al seno del mar, dejó sembradas por el
desolado panorama la mayor parte de las cosas que desarraigara antes.
El agua rugió en Sudamérica, convirtiendo la cuenca del Amazonas en un inmenso
brazo de mar que se extendía desde lo que fuera costa de levante a los Andes, en la costa
occidental. La velocidad de aquella oleada quedó muy por encima de todo posible cálculo.
Cada río se convirtió en canal por la misma razón. Se derramó sobre Asia. Inundó la
gran llanura de China. Bajó de las regiones árticas y arrastró buena parte de Francia,
Inglaterra y Alemania, toda Holanda y el gran Imperio Soviético, entre una buena cantidad
de naciones más. Aguas árticas de cientos de metros de profundidad se vertieron en el Mar
Caspio y estrellaron la última fogosidad de su inercia contra las estribaciones del Cáucaso.
Asia Oriental y Arabia, el sur de la India, África y buena parte de Australia
permanecieron en seco. Quienes vieron la ola desde las cimas de las montanas se sintieron
incapaces de describírsela a sus amigos. La mente humana no está preparada para la
observación próxima de fenómenos de índole cósmica. Ver aquel torrente oscuro color
obsidiana moverse hacia la Tierra a una velocidad de muchos centenares de kilómetros por
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hora era algo que pertenecía a un reino extraño al de la Naturaleza, puesto que la
Naturaleza incluso en su máxima furia jamás se había aparecido al hombre con aquella
potencia.
Más de la mitad de la población del globo murió en las mareas que crecieron o murieron
durante la proximidad de los cuerpos Bronson. Pero aquellos que por suerte o designio se
encontraron en terrenos que no fueron afectados por las inundaciones, lograron sobrevivir.
El terremoto que notó Tony en Michigan fue el primero de una serie de sacudidas que
aumentaron rápidamente en violencia durante las siguientes cuarenta y ocho horas y que ya
no cesaron nunca después. Hendron había escocido bien aquel lugar, porque era una de las
relativamente pocas porciones de estrato terrestre que no quedaron reducidas a un páramo
inhabitable de rocas humeantes y lava hirviente.
Ninguno de los terremotos o erupciones ocurridos en la memoria humana servía como
punto de comparación para medir las manifestaciones que tenían lugar en todas partes de la
corteza terrestre durante aquel veintiséis de julio. El hombre presenció la explosión de
montañas enteras. Vio la desaparición y la formación de islas. Metros de costa se
hundieron ante sus mismos ojos. Grietas lo bastante amplias como para contener a un
ejército se abrieron a sus pies; pero tales ocurrencias históricas no eran sino minucias en
comparación con las ocurridas durante las horas de la máxima aproximación de los cuerpos
Bronson.
Mientras, hora por hora, la tierra presentaba nuevas superficies a la tensión gravitacional
horrorosa de aquellas esferas, una serie de tremendos cataclismos tuvo lugar. Por debajo de
la quebradiza corteza que el hombre considera sólida y resistente, yacen miles de
kilómetros de material fundido y densamente comprimido. La corteza terrestre no es lo que
sujeta el material. Ese se conserva en su lugar sólo por un ajuste delicado de la gravedad; y
la interferencia de los cuerpos Bronson distorsionó el equilibrio. ¡La Tierra iba a abrirse
como una granada madura! Desde un punto de vista geológico, las mareas que azotaban
por doquier, eran sólo un fenómeno de magnificencia y magnitud trivial.
El centro del continente de África se partió en dos como víctima de un tremendo
hachazo, y de la grisácea incisión, salió un incontenible tumulto como si el infierno se
fundiese con la Tierra. Erupciones tenían lugar en el fondo del océano, tragándose las
aguas y devolviéndolas instantáneamente convertidas en vapor. La gran plataforma del
interior del Tibet cayó como un ascensor ultrarrápido a una profundidad de más de
trescientos metros. Suramérica fue convertida en dos islas. Una extendiéndose al Norte y
Sur en forma de ocho y otra toscamente circular, compuesta por lo que quedaba de las altas
tierras del Brasil. Norteamérica retrocedió y tembló, se fraccionó, saltó, se quebró y volvió
a saltar. Las Montañas Rocosas perdieron su inmovilidad y bailaron como olas de agua. En
el lugar que fue Parque Nacional de Yellowstone, una marea de lava se extendió ocupando
miles de kilómetros cuadrados. La llanura costera a lo largo del Pacífico desapareció y el
agua subió precipitándose furiosa contra una cordillera de volcanes activos que se extendía
de Nome a Panamá.
Gases, vapor y cenizas salieron de diez mil cráteres y se vertieron en la atmósfera
terrestre. El sol desapareció y se vieron las estrellas. Un calor insoportable sopló de
extremo a extremo del globo. El hielo Polar se fundió y una nueva tierra virgen emergió,
fiera y destrozada, móvil y catastrófica.
Aquellos seres humanos que sobrevivieron a la locura de los elementos lo debieron más
que nada a su buena suerte. Unos cuantos escaparon por haber planeado las cosas
científicamente... en todo el planeta sólo una docena de lugares elegidos por los geólogos
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extremo del edificio de los hombres, de modo que los ladrillos y cemento se desprendieron
de sus paredes. Inmediatamente Tony localizó a Hendron, que estaba sentado, envuelto en
un impermeable de plástico, sobre una roca en el centro de la multitud y le hizo una
sugerencia que rápidamente se llevó a cabo. Las luces de aterrizaje se encendieron en el
campo de aterrizaje y todos mitraron hasta allí. Se congregaron de nuevo en el centro del
raso espacio abierto, en una colección fantasmal apresuradamente vestidos con las ropas
que pudieron hallar, con los rostros pálidos mirando hacia arriba, distinguibles a través de
las lluvias gracias al resplandor de los focos y a los fogonazos azules del cielo.
Antes de medianoche algún capricho de la perturbación sísmica cortó toda la energía. A
la una en punto de la madrugada, un camión procedente de las cocinas y el comedor surcó
el barro con bocadillos y café. A las dos, la temperatura del viento volvió a caer y la
multitud húmeda se estremeció castañeteándole los dientes de frío. La congelación vino a
ocupar el lugar de la lluvia.
Media hora más tarde, el viento cesó bruscamente y en aquel súbito silencio, entre
ráfagas de truenos, las voces humanas se alzaron en un fuerte clamor de centenares de
conversaciones individuales. El viento, amainado, cambió de rumbo y vino desde el
Suroeste. Soplaba a setenta kilómetros por hora, cien, para luego amainar hasta una
inmensa calma. Hojas y ramas enteras cruzaron el aire. Cada hombre y cada mujer se vio
obligado a tirarse ahora abajo en la fangosa tierra, cuyas ondulaciones se incrementaron.
Yacieron así por una hora o más, temblorosos, respirando con dificultad, escondiendo
los rostros. Cuando una conmoción particularmente violenta partió en dos trozos el campo
de aterrizaje. Uno de los lados se alzó unos tres metros por encima del otro, dejando un
profundo pero pequeño precipicio en mitad del terreno. Una docena de personas que
estaban en el punto de fractura se agarraron como pudieron de los bordes y algunos
cayeron en la parte inferior mientras que otros, arrastrándose y huyendo de la nueva y
terrible amenaza fueron ayudados a subir. Por fortuna ninguna grieta se abrió, aunque los
bordes fraccionados de las rocas del subsuelo rechinaron al rozar uno con otro con un ruido
que trascendió por encima del tumulto. Hacia la mañana la temperatura del viento comenzó
a subir.
No hubo alba, ni luz del día, sólo una claridad gris inadecuada y difusa que llegaba de
las tumultuosas nubes de vapor. La gente estaba sobre el suelo, cada hombre envuelto en
los terrores de su propia alma, con los dedos crispados sobre la hierba o hundidos en la
tierra. Así comenzó el día. El aire se fue haciendo más cálido. Una furia aumentada de la
galerna trajo un débil olor a azufre.
Al mediodía no hubo respiro. Era imposible traer comida luchando contra la galerna,
imposible incluso estar en pie. El olor sulfuroso y el calor aumentaron. La lluvia parecía de
fuego. Hacia lo que debió de haber sido la tarde y en la absoluta oscuridad, hubo una súbita
calma; y el viento, aunque soplaba fuerte, permitió a la temblorosa población levantarse y
mirar a aquel impenetrable caos. Cincuenta o más de los hombres corrieron hacia los
comedores. Los encontraron y se quedaron sorprendidos al ver que no se habían
derrumbado. Las bajas colinas que les rodeaban les habían servido de protección. No había
tiempo para preparar comida. Cogiendo cuanto pudieron y cargados con agua potable hasta
el límite de sus fuerzas, lucharon por regresar. Allí, como animales, las personas comieron
y bebieron, acabando a tiempo para volverse a arrojar de nuevo en el suelo desnudo bajo la
renovada furia de la tempestad.
Volvió la noche. El azufre del aire, los vapores y los gases, el calor, el humo y el polvo,
la cálida lluvia, casi extinguieron sus vidas, por otra parte defendidas frenéticamente.
Yacían ahora en el suelo, pero incluso allí el enorme torbellino de la tempestad y el azote
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de los elementos eran casi insufribles. El polvo y la lluvia combinados con el viento que
caía en diagonal, les cubría de un lodo fétido que les empapaba, que les desfiguraba. A
través de aquella segunda noche nadie fue capaz de hablar, de pensar, de moverse, en hacer
nada más que estar tumbados en medio del caos, intentando respirar.
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Tony lo bajó. En seguida por todo el campamento la oscuridad fue derrotada por la
brillantez de incontables luces eléctricas. El técnico que había llamado a Tony sonrió.
—Utilizamos sólo un pequeño motor de emergencia y apenas la cuarta parte de las luces
de las instalaciones están en movimiento. Eso es cuanto hemos podido poner en marcha en
tan poco tiempo. Una pequeñez, pero mejor que la oscuridad.
La mano de Tony cayó con firmeza en los hombros del técnico.
—Es maravilloso. Ustedes trabajen ahora en turnos. Todos necesitan dormir.
El electricista asintió.
—Lo haremos. Algunos peces gordos están dentro. ¿Quiere que les diga que salgan a
verle?
Una idea asaltó de pronto a Tony.
—Mire. ¿Y por qué no entraré yo a verlos si así lo deseo? ¿Por qué esperar que salgan a
verme a mí?
—Usted es el jefe, ¿no?
—Y ¿por qué piensa que soy el jefe?
El hombre le miró intrigado.
—Oh, así se dice en el libro de instrucciones que recibimos cuando nos enviaron aquí.
Todo el mundo tiene un ejemplar. Se dice que usted era el segundo en el mando ante
cualquier emergencia que le ocurriera a Mr. Hendron; y esto es una emergencia, ¿no?
Tony se quedó abrumado por aquella nueva información.
—¿Eso decía el libro?
—Eso. Está en el libro de reglamentos que todo el mundo recibe el día que viene a este
lugar. Tengo un ejemplar en el bolsillo, mejor dicho, lo tenía, porque perdí todo ahí fuera
en el campo de aterrizaje.
Tony dominó su sorpresa. Por su mente relampagueó la idea de que Hendron le estaba
adiestrando para ponerse al mando de quienes se quedasen y dispararan la espacionave. Se
dio cuenta de un orgullo innato ante la indicación de que los grandes científicos confiaban
en él.
—No les molestaré —dijo—. Mientras tengamos cuantas luces sean posibles
funcionando, lo demás importa poco. Ahora, eso sí, que funcionen con la mayor rapidez.
Halló a un grupo de hombres de pie especulativamente delante del departamento de
viviendas masculino. Una de las paredes laterales se había destrozado y los ladrillos se
derrumbaron hasta el suelo. Tony miró al edificio con aire crítico y luego dijo:
—No creo que nadie deba ocuparlo.
Tony revisó las innumerables tareas que se efectuaban. Se dio cuenta por primera vez
que el trabajo de reparar las habitaciones humanas no se hacía a la vez por los jóvenes, los
mecánicos y los ayudantes a quienes Hendron alistó. Entre el grupo de Taylor había una
docena de científicos de mediana edad cuyos nombres fueron famosos en el mundo tres
meses antes de aquel día, que, incapacitados, de momento, para seguir en sus trabajos,
trabajaban ahora por el bien común con picas y palas y carretillas.
Tony salió al exterior de nuevo, eran las cuatro, aunque carecía de medios para conocer
el tiempo. Una vez más se dio cuenta de que el aire era más fresco. Bajó por el casi
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intransitable sendero que conducía a los almacenes y encontró a otro grupo de hombres
trabajando febriles con los asustados animales y las alborotadas aves de corral. Luego
volvió al pueblo verde, como comúnmente llamaban a los improvisados huertos. Por lo que
pudo determinar, cada esfuerzo se encaminaba a reorganizar los negocios importantes de la
comunidad. Por último tenía la necesidad acuciante de considerarse a sí mismo y al mundo
que le rodeaba.
El sudor había limpiado el lodo de su rostro y manos, pero sus vestidos todavía estaban
enfangados. La humedad del aire impidió que el barro se secase. Tenía el cabello cubierto
de pellas. Caminó en dirección del campo de vuelos y al poco encontró lo que buscaba...
una depresión en el suelo que se había llenado de agua hasta una profundidad de tres o
cuatro palmos y en la que el barro se había posado al fondo. Entró en aquella charca con
cuidado para no remover el fango y ensuciar las aguas. El líquido estaba caliente. Metió la
cabeza bajo la superficie y se lavó la cara con las manos.
Cuando salió se encontraba relativamente limpio, aunque sus pies no tardaron en
llenarse de barro de nuevo.
Despacio caminó hasta la cumbre de la pequeña colina desde la calle contempló los
cuerpos Bronson la noche antes. Notó una disminución en el azufre y otros vapores del
aire. Le escocía la garganta, pero cada vez que respiraba no le dolían los pulmones como
ocurrió durante las últimas horas cuando estuvieron acostados en el campo abierto. Volvió
a notar de nuevo la cualidad de enrarecimiento del aire que persistía a pesar del calor y la
humedad. Se preguntó si toda la química de la atmósfera terrestre había sido cambiada...,
si, por ejemplo, un porcentaje definido de su oxígeno normal se había consumido. Sin
embargo, ese problema era insoluble, por lo menos de momento.
Estaba de pie, solo, mirando al cielo y repasando sus cálculos mentales, cuando alguien
se detuvo a su lado.
—¿Qué es, Tony? —dijo Hendron.
—¿Dónde está la luna esta noche?
—¿Dónde... es decir, eso mismo, dónde? Me gustaría saber... exactamente qué ocurrió.
Tuvimos que perdérnoslo, mira: probablemente en ninguna parte del mundo se estaba en
condiciones que permitieran la observación cuando ocurrió la colisión; ¡y qué cosa más
digna de verse!
—¡La colisión! —dijo Tony.
—¡Cuando Bronson Alpha destruyó la luna! Pensé que sabías lo que iba a ocurrir, Tony.
Creí habértelo dicho.
—¡Bronson Alpha destruyó la luna...! Usted me dijo que destruiría el mundo cuando nos
encontráramos con él en el lado opuesto del sol; ¡pero no me mencionó la luna para nada!
—¿No? Pues tenía intención de hacerlo. Era algo de menor importancia, claro; pero
hubiera dado cualquier cosa por poderlo ver. Bronson Alpha, si nuestros cálculos son
exactos, chocó con la luna, de refilón. Es decir, no fue una colisión frontal; pero
seguramente convirtió a nuestro satélite en fragmentos. La mayoría de esos fragmentos
debió fundirse con el gran astro; pero otros quizás los veamos más tarde. Hay condiciones
bajo las cuales formarían una faja de polvo y fragmentos en torno a la Tierra como los
anillos de Saturno. En cualquier caso, es inútil buscar a la luna, Tony. Nuestro viejo satélite
enrostró su final; desapareció para siempre. Desearía haberlo visto.
Tony guardaba silencio. Era raro mirar el firmamento. Extraño pensar que ahora,
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después de que los cuerpos Bronson hubieran provocado unas mareas tan gigantescas, ya
no habría más mareas normales. La luna no podría provocarlas más.
—Sin embargo, cuando el mundo choque con Bronson Alpha —dijo Hendron—, lo
veremos... espero.
—¿Verlo... desde el mundo? —preguntó Tony.
—Confío en que lo veamos desde el espacio, si tenemos éxito con nuestra nave... desde
el espacio, camino a Bronson Beta. ¡Qué espectáculo ha de ser, Tony, sin nubes en el
espacio que lo tapen! ¡Y luego aterrizar en ese otro mundo, cuyas ciudades hemos visto!
—Sí —dijo Tony.
Capítulo XV - RECONOCIMIENTO
Así, a través de la oscuridad de aquella noche en que se perdió la luna, Tony continuó
trabajando. Reunió nuevas cuadrillas para las esforzadas tareas de reconstrucción,
rehabilitación y reacondicionamiento de las construcciones.
Organizó, dirigió, exhortó y animó a los hombres para que siguieran, maravillándose de
la respuesta general al redoblado ahínco de sus esfuerzos. También se maravilló de sí
mismo. ¿Para qué, al fin, iba a servir todo aquel trabajo? Unos pocos meses más y se
encontrarían de nuevo con los cuerpos Bronson; y esta vez, Bronson Alpha no pasaría
rozando la Tierra. ¡De igual manera que extinguió la luna, aniquilaría también el globo
terrestre! ¡La tierra firme!
Cuando la luz volvió a filtrarse a través del cielo cargado de negras masas de vapor,
Hendron tornó a despertarse. Halló a Tony borracho de fatiga, aguantándose en pie por un
terrible esfuerzo de voluntad y negándose a descansar.
Hendron llamó a unos cuantos de los hombres que estuvieron cumpliendo órdenes de
Tony e hizo que se lo llevaran a la fuerza...
Tony abrió los ojos. Uno a uno fue reuniendo los sobresaltado recuerdos de los pasados
días. Se dio cuenta de que yacía en un diván del despacho particular de Hendron, sito en el
extremo oriental del edificio que albergaba el taller de maquinaria y los laboratorios. Se
incorporó y miró por la ventana. Había notablemente aumentado la luz, aunque las nubes
seguían siendo densas y mientras miraba comenzó a descender una espesa y oscura niebla
a retazos. Un ligero ruido en un rincón de la estancia le llamó la atención. Había allí un
hombre sentado ante un escritorio, escribiendo en silencio. Alzó los ojos cuando Tony le
miró. Era un hombre alto y muy delgado, con pelo negro rizado y grandes ojos azules. Su
edad lo mismo habría podido ser de treinta y cinco años... como cincuenta. Poseía una
frente notablemente alta y manos esbeltas y sensibles. Sonrió a Tony y habló con una pizca
de acento extranjero.
—Buenos días, Mr. Drake. No es preciso preguntarle si durmió bien. Su sueño fue de
los mas profundos que recuerdo.
Tony saltó al suelo.
—Sí, creo que dormí bien. No nos conocemos, ¿verdad?
El otro hombre sacudió la cabeza.
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—No, no nos conocemos; pero oí hablar de usted y me imagino que usted también
habrá oído mi nombre una o dos veces en las últimas semanas —una sonrisa apareció en su
rostro—. Soy Sven Bronson.
—¡Santo Dios! —Tony cruzó la habitación y le tendió la mano—. Estoy encantadísimo
de conocer al hombre que... —dudó.
El escandinavo volvió a sonreír.
—Iba usted a decir «al hombre responsable de todo esto»...
Tony soltó una risita, estrechó la diestra de Bronson y luego se miró los sucios harapos
que le vestían en parte.
—He de buscar algo que ponerme y también he de afeitarme.
—Lo tiene todo preparado —dijo Bronson—. En el despacho particular hay un baño
con cuanto usted pueda necesitar, ropa limpia y navaja de afeitar.
—Alguien se ha tomado unas molestias terribles conmigo —repuso Tony. Bostezó y se
desperezó—. Me encuentro estupendamente —al llegar a la puerta se volvió dudoso—. A
propósito. ¿Que noticias hay? ¿Cómo van las cosas? ¿Qué tal está todo el mundo?
Bronson repicó en el escritorio con su lápiz.
—La gente se desenvuelve magníficamente. Ya sólo queda una docena de personas en el
hospital. Su amigo Taylor ha organizado por completo los servicios y todo el mundo se
deshace en alabanzas de él. No conozco todas las noticias, pero hay algo pintoresco, por
llamarlo así. Por ejemplo, el lugar donde nos hallamos subió considerablemente de nivel la
semana pasada. En apariencia ha vuelto a elevarse, junto con quién sabe cuanto terreno a
su alrededor, por lo que las sensaciones de ascensión que experimentamos en el suelo eran
reales en verdad. Creemos que muchos miles de kilómetros cuadrados se han levantado de
manera simultánea: de otro modo se habrían producido más fracturas locales. La estación
de radio ha vuelto de nuevo a funcionar.
—¡Santo Dios! —exclamó Tony—. Me olvidé por completo de la estación de radio
anoche..., es decir, hoy es mañana. ¿no? ¿En qué día estamos?
—En veintinueve. —Tony se dio cuenta de que había dormido veinticuatro horas—. El
jefe de la emisora se puso a trabajar inmediatamente en su equipo. De todas maneras, no se
ha podido recoger mucho, aunque se captó una estación de Nuevo México y otra muy débil
en alguna parte de Ohio. La estación de Nuevo México informa que una especie de
fenómeno extraordinario, junto con una violenta erupción de naturaleza volcánica tuvo
lugar en su zona; la de Ohio sólo pedía ayuda, con desesperación.
En seguida captó Tony la importancia de las palabras de Bronson.
—¿Quiere usted decir que sólo se han podido oír dos estaciones en todo el país?
—Usted saca conclusiones con rapidez, Mr. Drake. Claro que los parásitos atmosféricos
son tan grandes aún que sería imposible oír algo procedente de algún país extranjero; y es
dudoso que no hayan otras estaciones funcionando, que más tarde podamos captar; pero
hasta ahora, hemos recibido sólo dos llamadas.
Tony abrió la puerta del despacho contiguo.
—Eso significa entonces que casi todo el mundo ha...
Las blancas manos del escandinavo se cerraron y sus ojos confirmaron la sospecha de
Tony...
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Ella asintió.
—No hay error en los cálculos, Tony. Demasiados excelentes expertos los han hecho,
independientemente uno de otro.
—¿Previeron todos la colisión con la luna, Eve?
—Los más expertos, sí, querido. No hay posibilidad de escapar a causa del choque con
la luna. Desvió los cuerpos Bronson un poco, claro; pero no lo bastante como para salvar al
mundo. Lo sé por mi entendimiento, Tony; pero... tienes razón..., no lo sé con el corazón.
No lo sé con... conmigo misma.
Tony la abrazó con una fiereza y una ternura infinitas, como jamás lo había hecho antes.
La miró entre sus brazos y le fue difícil creer que una cosa tan exquisita, tan
espléndidamente débil, pudiera haber sobrevivido a la orgía de pasión de los elementos que
todos habían pasado, sin embargo, aquello no era nada en comparación con lo que tenía
que venir.
La besó, larga e intensamente; y cuando apartó sus labios de los de ella, continuó
mirándola, susurrando palabras que Eve, con las bocas tan juntas, no podía oír.
—¿Qué dices, Tony?
—Solo... un encantamiento, querida.
—¿Qué? —preguntó ella y Tony repitió de manera audible:
—«¡Un millar caerá junto a ti y diez millares a tu mano derecha! ¡pero la noche no te
sobrevendrá!» ¿Lo recuerdas, Eve?
—¡El salmista! —musitó Eve.
—Debió haber visto en peligro a alguien que amaba —dijo Tony—. «Porque ordenara
a sus ángeles que caigan sobre ti; para conservarte tal como eres». «Ellos te alzarán con
sus manos, para que tu pie no se hiera contra la piedra». Se me quedó en la cabeza de
oírlo en la iglesia donde mama solía llevarme. También lo leí después. Supongo que lo
recuerdo porque es hermoso... cuanto menos.
—Cuanto menos... —repitió Eve y muy gentilmente se libertó de él; porque, mucho más
creyente que Tony, ella respetaba a su padre.
Tony suspiró. Eve le miró.
—Me han dicho, Tony, que mantuviste en marcha el campamento sin ayuda de nadie —
la joven volvió a lo práctico.
—Sólo visité a los hombres y miré a la gente que hacía algo, diciendo: «¡bien!
Adelante»..., eso es todo.
Eve se echó a reír, orgullosa de él.
—Les devolviste la fe en sí mismos. Muy propio de ti, Tony... ¿Sabes que el profesor
Bronson está aquí?
—Sí; le vi... hablé con él. Tiene gracia lo que sentí cuando oí su nombre. Bronson... de
los cuerpos Bronson. Casi le culpo de todo esto. ¿Cómo es que vino?
—Llegó al país y casi había llegado aquí cuando estalló la tormenta. Sabía bien lo que
iba a ocurrir y lo ha estado sabiendo durante más tiempo que nadie. Siente el mayor
respeto por papá. Claro que ya sabes que envió a mi padre sus resultados. Han estado de
acuerdo los dos. Asintieron opinando que era mejor trabajar aquí que en Sudáfrica; por eso
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En tres días los parásitos y la estática del aire se desvanecieron hasta tal punto que se
hicieron audibles mensajes de varias partes del mundo. Con arreglo a esos mensajes se
construyó un gran mapa en el estudio de cartografía. Era un mapa especulativo y su
seguridad era imposible de garantizar. Mostraba islas donde estuvo Australia, dos enormes
islas en lugar de Sudamérica y sólo la parte central y sur de Europa y Asia. Había un lugar
en blanco en África, porque nadie sabía lo que pasó en el Continente negro. Unos bancos
de tierra era todo lo que quedaba de las Islas Británicas y sobre el aire vino la terrible
historia de un último vuelo de Londres a través del canal, en el que la población fue
arrasada abajo, en los Países Bajos. Entre los fenómenos menores informados estaban la
desaparición de los Grandes Lagos, que se habían inclinado de Oeste a Este y vaciado
como cubos de agua en el Valle de San Lorenzo. El quinto día se enteraron de que un vuelo
se efectuó sobre lo que fue el emplazamiento de Nueva York. El valle del río Hudson era
un profundo estuario; el mar subía hasta Newburgh; y la costa entera a lo largo de su nueva
línea estaba surcada por valles que iban de Este a Oeste con montones de escombros
sedimentados fruto de la destrucción de una poderosa civilización. Por todas partes se
veían fétidas llanuras de lava enfriándose y en muchas zonas, en apariencia, la roca líquida
no sólo fundió peñas, sino también metal, que yacía en mares fantásticos solidificados ya,
rojos en su corteza.
En el décimo día el sol apareció por primera vez. Asomó entre las nubes durante un
minuto sólo e incluso su fuerza era brumosa, penetrando en unos cinturones de niebla que
disminuían su luminosidad hasta casi impedirle arrojar sombras...
Con cuidado, meticulosamente, tanto por observación directa como por métodos
fotográficos, midieron y calcularon el curso de los dos terribles forasteros del espacio y
con diferencias infinitesimales, los resultados de todos los observadores fueron los
mismos. Bronson Beta —el mundo habitable— en su regreso pasaría más cerca que nunca;
pero pasaría. No habría escape de Bronson Alpha. En todos aquellos quince días últimos la
tierra no había dejado de temblar. Algunas veces los terremotos eran tan violentos como
para lanzar al suelo los objetos de sus estanterías, pero de ordinario eran tan ligeros que
apenas se podían detectar.
Al fin de las tres semanas uno de los aeroplanos que escapó de la tempestad fue
arreglado para el vuelo y Eliot James y Ransdell hicieron un reconocimiento de setecientos
cincuenta kilómetros. A petición de Hendron el joven autor se dirigió a todos los
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—Si están fuera sólo treinta días, no les consideraremos perdidos —decía Eve, hablando
de la tripulación del aeroplano—. Y si no vuelven dentro de un mes... tendremos que
olvidarles. Especialmente no podremos enviar a nadie que vaya a buscarles.
—¿Quién lo dijo?
—David. Fue lo último que pidió.
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—Puede que él no regrese nunca —le recordó Eve—. Y puede que nunca sepamos lo
que les ha pasado a los tres.
—Hubiera sido acertado impedirles ir. Cada uno de ellos tiene considerables recursos
propios y Ransdell es un excelente aviador —admitió Tony de mala gana—. Pero si el
avión se ha estrellado, no volverán nunca. No hay ninguna carretera que sea ya más larga
de diez kilómetros, porque se han roto todas al compás del país por causa de los terremotos
y cataclismos. El viaje por tierra ha dejado de existir. No es posible que haya ferrocarriles y
un coche tendría que ser mezcla de tanque y vehículo anfibio para poder llegar a alguna
parte.
»A veces, cuando pasan los días y nadie llega o pasa, pienso que eso es señal de que
todos los demás habitantes del mundo han muerto; entonces recuerdo el aspecto de la
Tierra..., especialmente los caminos y lo comprendo. Este mundo se ha convertido en un
caos y supongo que debemos esperar que nos aguarde un estado similar —Tony sonrió con
amargura—, si es que llegamos a Bronson Beta.
—No; esa es una de las cosas chocantes acerca de nuestra futura situación. Si
aterrizamos en Bronson Beta nos encontraremos allí muchos menos daños.
—¿Por qué? —preguntó Tony que no había estado presente cuando los científicos
discutieron el asunto.
—Porque Bronson Beta parece ser un mundo muy semejante al nuestro y que jamás ha
estado tan cerca de Bronson Alpha como lo estuvimos nosotros. No fue el pasar cerca de
Bronson Beta lo que nos destruyó tanto; fue el rozar al gigante Bronson Alpha. Ahora,
Bronson Beta nunca estuvo tan cerca como nosotros de su enorme hermano. Beta da
vueltas en torno a Alpha, pero jamás queda a menos de novecientos mil kilómetros de él.
Por eso si logramos poner un pie en la superficie de Bronson Beta lo encontraremos casi
intacto.
—¿Cómo ha estado... durante cuántos años? —preguntó Tony.
—Sí, durante todo el tiempo de su viaje a través del espacio... Tendrías que hablar más
con el profesor Bronson, Tony. El vive allí prácticamente. ¡Está seguro de que lograremos
triunfar en nuestro empeño! Cómo, exactamente, es algo que no le preocupa. Su trabajo
señala que podemos cruzar el espacio en nuestro navío y aterrizar. Comienza a partir del
aterrizaje, intuyendo lo que razonablemente podremos esperar allí: agua, aire... y tierra de
labor. Calcula quienes de nosotros podremos formar parte de la tripulación del cohete, qué
probabilidades tendremos de sobrevivir bajo las probables condiciones. Considera también
la cantidad y calidad de los suministros y útiles que deberemos llevar en el viaje y las
semillas y animales que luego habremos de tratar de aclimatar allí.
»Mira, Tony, ese mundo debe estar muerto. Lo ha estado, pero preservado por el frío
cercano al cero absoluto durante millones de años... Te sorprendería saber las deducciones
que ha sacado el profesor Bronson.
»Entre otras cosas presume que podremos hallar algunos alimentos comestibles...,
alguna especie de grano, con toda probabilidad, que el cero absoluto habrá preservado.
Cree que hallaremos alguna vida vegetal..., la procedente de esporas que las temperaturas
más bajas no pueden aniquilar y que al calor de nuestro sol se habrán reactivado.
»Tony, has de ver sus listas de las cosas más esenciales que nos tenemos que llevar. Su
trabajo es el más fascinante aquí. ¿Qué animales crees tú que él imagina que deberemos
llevarnos para que nos ayuden a sobrevivir?
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El aparato estaba más cerca. Los que le miraban percibían no sólo lo irregular de su
vuelo sino también lo lento de su progreso.
—Les funcionan sólo dos motores —dijo alguien.
Conteniendo la respiración permanecieron todos al borde de la pista. El piloto no agitó
las alas ni describió un círculo. Picando vacilante se dejó caer hacia el suelo, cambiando
algo de rumbo para no chocar con el precipicio de tres metros que cortaba en dos el campo
de aviación. El aparato se hallaba a un kilómetro del suelo. A quinientos metros...
—¡Va a estrellarse! —dijo alguien.
Tony, Dobson y Jack Taylor habían subido ya un camión ligero. Aparatos del servicio
contra incendios y camillas se hallaban en el espacio tras ellos. El motor del coche rugió.
El avión tocó el suelo con pesadez, rebotó, cayó de nuevo, corrió de nuevo hacia
adelante y disminuyó la marcha. Hundió el morro. La hélice del motor anterior se dobló.
Tony lanzó el coche hacia el aparato. Al acercarse percibió que el avión no había
comenzado a incendiarse. Saltó del vehículo y con el doctor y Jack pisándole los talones
abrió la puerta de la cabina y miró al interior.
Todo lo que dicha cabina contuvo para comodidad de los tripulantes había desaparecido.
Dos hombres yacían en el suelo al extremo delantero. Vanderbilt y James. Ransdell yacía
inconsciente sobre el cuadro de mandos. Vanderbilt miró a Tony. Su rostro estaba blanco
como la cera; la camisa empapada de sangre. Y, sin embargo, momentáneamente, mostró
ante la luz difusa una chispa de brillo en sus ojos algo burlón, descuidado, indomable,
inmortal, casi diabólico. Su voz sonó con claridad.
—Utilizando las palabras inmortales de Lindbergh, puedo anunciar: «Aquí estamos» —
dijo, y se desmayó.
James estaba inconsciente.
El camión regresó hacia donde esperaba la gente muy despacio y cuidadosamente. En su
caja, Dobson alzó la vista dejando de mirar a sus tres pacientes. Su anuncio fue escueto.
—Han debido sufrir un infierno. Tienen heridas de bala, magulladuras y están medio
muertos de hambre. Pero no he encontrado nada fatal —luego se dirigió especialmente a
Tony, que conducía aún—. Puede usted acelerar un poco, Tony. Quiero tener a estos
muchachos donde pueda asistirles adecuadamente.
Dos o tres personas aguardaron durante una hora a la puerta de la enfermería. Un
hombre salió y dijo:
—El parte facultativo sobre el estado de los viajeros se hará público en el comedor a la
hora del desayuno.
La gente se fue.
Una hora después, reunido todo miembro de la comunidad libre de servicio o que podía
abandonar su puesto de trabajo, Hendron subió a la tarima del comedor.
—Los tres vivirán —dijo simplemente.
Una ovación hizo imposible que continuara. Aguardó a que se restableciera el silencio.
—James tiene un brazo roto y una fuerte contusión. Vanderbilt un balazo que le
atraviesa el hombro. Ransdell pilotó el avión con fractura múltiple del brazo izquierdo y
cinco balas de ametralladora en el muslo derecho. Indudablemente han viajado mucho
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El otoño se había aposentado, pero no era un otoño como los que el mundo conoció
antaño. El tiempo permanecía antinaturalmente cálido. El firmamento estaba todavía
brumoso. Una enorme cantidad de fino polvo volcánico, desprendido principalmente de la
cadena de grandes cráteres que rebordeaban el Pacífico, permaneció suspendido en las
corrientes superiores y cuando parte de él se depositaba se veía renovado constantemente.
Los vulcanistas enumeraron, antes de la perturbación de la primera pasada, unos
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cuatrocientos treinta volcanes activos. Contándolos con los que, por causa de su condición
ligeramente erosionada, se habían considerado dormidos, habían habido varios millares.
Todos, se calculaba ahora, habían entrado en actividad. A lo largo de los Andes, a través de
Centroamérica, por los estados del Pacífico hasta el Canadá, siguiendo la cadena aleutiana
de cráteres, hasta Asia y volvían hacia el Sur a través de Kamtchatka, Japón y las Filipinas
y entrando en las Indias Occidentales, se alzaban los conos que continuaban en erupción
hasta la atmósfera.
El volcán vecino, abierto en las proximidades de San Paul, suministró a Hendron
cantidad más que necesaria del nuevo metal, que podía ser trabajado, pero que resistía
incluso el calor de una explosión atómica. Hendron no esperó a que se recuperasen sus
exploradores. Al día siguiente de recibir el informe del vuelo, partió con otro piloto,
encontró una fuente del extraño material del centro de la Tierra y cargó el aparato. Viajes
repetidos proporcionaron más que suficiente metal para los tubos o toberas para los
motores atómicos.
Los constructores no pudieron fundir el metal por más calor que aplicaron; era
imposible derretirlo; pero si lo cortaron, y mediante un trabajo paciente, le dieron la forma
de las toberas que por fin soportarían las terribles temperaturas de la energía atómica.
Ahora siguió un período de impaciencia frenética para el regreso de los cuerpos
Bronson. Porque el campamento, con su nueva historia, estaba confiado perfectamente de
que la espacionave lograría efectuar su desesperado viaje. La gente estaba resuelta a irse...
aquellos que fueran elegidos para la marcha.
—Cuando se toma una resolución, observó Polibio hace dos mil años, nada tortura a los
hombres como la espera antes de ponerla en práctica.
Tony siguió con su trabajo, atormentado por una tortura particular. Junto con Eliot
James y Vanderbilt, que estaban menos heridos que él, Ransdell ahora se recuperaba.
Por su parte, en la gran aventura que James había contado con detalles, el piloto se
habría convertido en un ser popular, aun cuando no hubiera descubierto el metal
infundible.
Eso, por sí solo, había alzado su prestigio por encima del de cualquier otro hombre del
campamento.
Sin embargo, no quedaba por encima de Hendron ninguna autoridad; porque el aviador
jamás intentó asumirla.
Ransdell se convirtió, en realidad, en un ser más retirado y reservado que antes y así las
mujeres del campamento, y especialmente las jóvenes, le adoraban.
Cuando Eve paseaba con Ransdell, cosa que hacía a menudo, Tony se convertía en un
asesino potencial. En reacción, era capaz de reírse de sí mismo; sabía que la histeria se
apoderaba de él..., sus miedos y terrores de enfrentarse casi inevitablemente a la muerte
terrible y de saber que Eve iba a ser aniquilada, era lo que le dominaba.
En estos momentos, aquellas emociones casi se convertían en una demostración contra
Ransdell.
Aunque nunca llegó a explotar del todo.
Cuando Tony estaba con Eve, ella le parecía la criatura menos civilizada de una
sociedad sofisticada, convirtiéndose más y más en una mujer primitiva, llena de impulsos.
Sus propios rasgos se habían alterado, haciéndose más descarados. Los ojos más negros
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y grandes, los labios más suaves, el pelo lleno de un fuego brillante. Eve era cada vez más
fuerte y también se la veía más tensa.
—Lo conseguiremos —le dijo un día. Conseguiremos significaba para sí y para todos
hacer el tránsito con éxito hasta Bronson Beta, cuando ese astro regresase.
En el campamento abundaban las frases y eufemismos que disimulaban las propias
esperanzas y temores.
—Sí —asintió Tony. Nadie ahora dudaba del éxito, escondiese lo que escondiese en su
corazón—. ¿Cómo vas...? —comenzó a decir, y luego hizo su desafío menos directamente
personal, añadiendo—: ¿Cómo vais vosotras, las chicas, acostumbradas a la idea de ser
individuos y convertirás en representantes biológicos de la raza humana después de que
hagamos el viaje?
Vio cómo Eve se ruborizaba y que su calor interior se le transmitía hasta él.
—Hablamos de eso, claro —dijo ella— supongo... que tendremos que hacerlo.
—Te refieres a ser la semilla —miró implacable Tony—. Hay que regenerar la especie...
aparejándoos con el que sea mejor para asegurar hijos más fuertes y mejores, y para
establecer una nueva generación con la mayor brevedad posible, con los pocos individuos
que podemos confiar aterricen sanos y salvos. Ese es el programa.
—Sí —corroboró Eve—, ese es el propósito.
Durante un minuto no habló, pensando cómo —a través de las pocas veces que pudiese
poseerla— Ransdell podía, también, tener aquel cuerpo entre sus brazos, y otros.
Se le crisparon las manos y Eve, al mirarle, dijo:
—Si vienes también, Tony, probablemente habrán otras mujeres... o compañeras... para
ti.
—¿Te importaría?
—¿Importarme, Tony? —comenzó ella con el rostro rojo como la grana.
Se contuvo.
—Nadie debe preocuparse por eso; hemos jurado no preocuparnos... no tratar de
conquistar el cariño. Y debemos adiestrarnos nosotros ahora, ya lo sabes. No podremos
dejar de pronto de querer o de interesarnos por tales cosas, cuando nos hallemos en
Bronson Beta, a no ser que por la menos hayamos comenzado a dominar nuestro egoísmo
aquí.
—¿Le llamas egoísmo?
—Sé que no es la palabra, Tony; pero no sé resignarme de otro modo. La moral no es
tampoco término. ¿Qué es la moral, fundamentalmente, Tony? La moral no es nada más
que una norma de conducta. Lo que es «moral» aquí, puede que no lo sea en absoluto en
Bronson Beta.
—¡Maldito sea Bronson Beta! ¿Es que no sientes nada por mí?
—Tony, ¿es sensato que dificultemos más las cosas para nosotros de lo que tienen que
ser?
—Sí; maldito sea —estalló de nuevo Tony—. Quiero hacerlas difíciles. ¡Quiero hacerlas
imposibles para ti!
Vagabundos de otros lugares comenzaron a descubrir el campamento. Mientras eran
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pocos en número, era posible darles de comer y vestir e incluso cobijarles, por lo menos
temporalmente.
Luego ya no hubo más elección que darles comida y despedirles.
Pero diariamente los tratos con los grupos desesperados se hicieron más y más rudos y
peligrosos.
Tony descubrió que Hendron había previsto hacía ya mucho tiempo la seguridad de
tales emergencias y estaba preparado contra ellas.
Tony en persona dirigió las obras de protección del campamento, erigiendo una barrera
de alambres espinosos alzada a un kilómetro más allá de los edificios. Habían cuatro
puertas donde puso centinelas, cuya misión era hacer retroceder a todos los visitantes.
Indudablemente aquello era una crueldad, pero no tenía otra alternativa.
Si rompían las barreras, el puesto o campamento se vería invadido o destruido también.
Pero siguieron llegando bandas más numerosas y más fieras. Se convirtió en una cosa
corriente hacerles retirar a punto de bayoneta y bajo la amenaza de las ametralladoras.
Tony tuvo que prohibir, excepto en casos especiales, la entrega de raciones alimenticias a
los vagabundos.
Los comestibles repartidos no sólo permitían a las pandillas permanecer en la vecindad,
sino que atraían a otras más.
Se convirtió en cosa poco segura para cualquier hombre o mujer dejar un recinto, a
excepción de hacerlo por aire.
Detonaciones de rifle se oyeron desde escondites o refugios naturales y las balas bajaron
volando, entrando en el campamento y hallando carne humana en que cebarse algunas de
ellas.
Ransdell exploró los alrededores desde el aire, y Tony y otros tres, sin afeitar y
despeinados, salieron una noche y se mezclaron con los hombres que sitiaban el
campamento.
Descubrieron con desesperanza que el grupo Hendron era superado en número por los
vagabundos.
—Lo que nos salva por ahora —informó Tony a Hendron a su regreso—, es que todavía
no se han unido. Forman grupos y pandillas que luchan entre sí, pero que en general se
toleran. Les unirá sólo una cosa. Su deseo de entrar aquí dentro.
»Quieren cogernos a nosotros... y a nuestras mujeres.
»También hay mujeres entre ellos, pero no como las nuestras; y son demasiado pocas
para tantos hombres. Nuestras mujeres también serían escasas en comparación con el
número de varones... pero reducirían la desproporción.
»Hablan de atacar y apoderarse de nuestra comida, nuestras casas... y nuestras hembras.
Pronto comenzarían a matarse, después de que nos barrieran a nosotros.
»Ese deseo... y ese odio que nos tienen, es su única fuerza de cohesión.
Hendron consideró esto en silencio.
—No hay modo de que podamos eludir ese odio. Y precisamente ese odio es lo que
hace perder a los hombres su moral, enfureciéndolos contra quienes creen que lo tienen
todo.
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Tony, dirigiendo la posición de sus hombres, añoraba la luna... la destrozada luna, que
sobreviviría sólo esta noche en fragmentos demasiado esparcidos y distantes para prestar
algo de luz. Era necesario contentarse con el resplandor proyectado por las estrellas. Las
estrellas y los tres reflectores instalados en los tejados de los laboratorios más próximos y
las tres fachadas del campamento.
Uno destelló... y al instante se convirtió en blanco para una ametralladora emplazada en
los bosques de delante del reflector. Durante un minuto, el cegador rayo blanco osciló de
una parte a otra con segura frialdad, descubriendo en la noche las siluetas de los atacantes,
que se aplastaban contra el suelo entre los árboles cada vez que la luz les daba de lleno.
Luego el rayo se alzó y dejó de moverse. Un instante después la gran columna luminosa
desaparecía. La ametralladora del bosque había alcanzado primero a la dotación del
reflector y luego al propio foco.
Otras ametralladoras y rifles, disparando al azar pero sin pausa, barrieron todo el
campamento. Tony tropezó con compañeros caídos. Algunos se identificaron; otros ya no
volverían a hablar jamás. Los reconoció al iluminarles el rostro un instante con su linterna
de bolsillo. ¡Científicos, grandes hombres, asesinados en masa! Porque esto no era la
guerra. Esto era un mero asesinato; y se convertiría en matanza si las frágiles defensas del
campamento cedían y la horda lograba invadirlo.
A la derecha, una ametralladora de las fuerzas defensivas exhibió su balbuceo de
fogonazos; Tony corrió a ella y se dejó caer junto a su dotación.
—¡Dejádmela a mí! —rogó.
Necesitaba disparar personalmente; no obstante, cuando tuvo el dedo en el gatillo,
contuvo el fuego. El enemigo —el implacable y cruel enemigo— era invisible. Ni siquiera
mostraban los atacantes el destellar de sus fogonazos y fuera de la alambrada espinosa
reinaba el silencio.
El único destellar, las solas salpicaduras de rojo, el único ratear de disparos procedía de
la zona defensiva. Era imposible que, tan de repente, hubiera cesado el ataque. No; esta
pausa debía estar preconcebida; era parte de la estrategia del asalto.
Esto alarmó a Tony mucho más que una continuidad del fuego agresor. Había más plan,
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diabólico cuidado y contempló su efecto, parecido al viento que afecta las crecidas mieses.
Los atacantes rompieron filas y corrieron en busca del amparo del bosque.
En la parte central del acantonamiento, la espesura proporcionaba más cobijo y permitió
el asalto desde menor distancia. Los hombres subieron por parejas a lo alto de los edificios
y por las troneras previstas para tal contingencia y comenzaron a acosar a los que habían
avanzado entrando en la zona que rodeaba las construcciones.
Cada uno estaba dominado por la misma clase de rabia que se posesionó de Tony. La
razón de su existencia había sido para ellos un alto y sagrado propósito. Lo defendieron
con fanatismo de exaltados. No podían saber que el vuelo de sus aviones para recoger el
metal descubierto por Ransdell había indicado a las frenéticas hordas que en algún lugar
habían seres humanos que vivían disciplinada y decentemente. No podían saber cómo
durante varias semanas fueron espiados por ojos codiciosos. No podían saber como el
campo en su torno y las lejanas ciudades proporcionaron los reclutas que formaban el
ejército que les atacaba. No podían saber que cerca de diez mil hombres hambrientos,
desesperados, en su mayoría varias veces asesinos ya, armados, inflamados por planes
satánicos, elaborados por cabezas desequilibradas, antaño dedicadas a menesteres
inteligentes e importantes, les atacaban ahora, en parte por el botín del pillaje y en parte
aún mayor por la furia nacida en la carnalidad y en la envidia. Habían viajado por caminos
quebrados, aumentando en número durante la marcha. Era una horda calenturienta, una
horda bárbara e implacable la que atacaba la colonia.
El asedio se relajó hasta degenerar en un intercambio intermitente de andanadas. En su
puesto tras la ametralladora, Tony, sufriendo agudamente de sed, con seis compañeros
suyos yaciendo muertos a su lado, luchó de manera intermitente.
Vinieron refuerzos del centro del campamento... Jack Taylor y dos hombres de los más
jóvenes.
—¿Herido, Tony? —le preguntó Taylor.
—No —respondió Tony, y no mencionó a los muertos, porque Taylor, al subir, ya se
había tropezado con ellos—. ¿Quiénes han muerto en los edificios?
—Hendron, no —dijo Taylor—, ni Eve, tampoco... aunque pudieron haberla matado.
Fue una de las chicas que salieron a atender a los heridos. Alcanzaron a dos muchachas,
pero no a Eve... Hendron quiere verle, Tony.
—¿Ahora?
—Ahora mismo.
—¿Dónde está?
—En el navío. Yo le reemplazaré a usted. ¡Buena suerte!
Tony caminó dando tumbos por la oscuridad hasta los edificios, negros, excepto en
débiles rendijas de luz por debajo de las puertas tras las que se agrupaban los heridos.
Halló a Hendron dentro de la espacionave y allí, puesto que su metal constituía un blindaje,
ardía una luz. Hendron estaba sentado tras una mesa; eso era ahora su cuartel general.
—¿Quién ha sido herido? —preguntó Tony.
—Demasiada gente —Hendron dejó aparte ese tema de conversación—. ¿Qué se
piensan esos que están haciendo? —preguntó bruscamente a Tony.
—Preparándose para volver de nuevo —repuso Tony.
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Tony la encontró, pero no sola; estaba en una habitación con otras veinte, desgajando
tela blanca en tiras. Por fin veía con sus propios ojos que no estaba herida y aún pudo
cambiar con ella unas palabras.
—¡Tony! ¡Cuídate!
—¿Y tú qué, Eve?
Ella no respondió a esto, sino que dijo:
—Vuelve a la nave, Tony, después del combate. ¡Oh, vuelve a la nave!
Tony salió al exterior otra vez. Una bala se estrelló contra la pared a su lado; el tiroteo
se había recrudecido. Tras Tony, en el otro extremo del campamento, un fuego esporádico
se extendía por la carretera y el bosque. Las ráfagas de ametralladora sonaban con mayor
sensación ominosa; volvieron a oírse gemidos y gritos. Tony notó más que vio la reunión
de los atacantes en aquel confín y entonces el tiroteo se avivó también en la parte opuesta.
Se preguntó cuántos de sus mensajeros portando los brazaletes y transmitiendo las
órdenes caerían antes de llegar a la primera línea defensiva. Con su propia carga de cintas
de ametralladora regresó al puesto que ocupaba en la pelea.
—¿Es usted, Tony? —le saludó Jack Taylor—. ¿Municiones? ¡Estupendo! Daremos que
hacer a esos salvajes. ¡Diablos! Llegó usted a tiempo, diría yo... ¡Ahí vienen!
—¡Escuchen! —gritó Tony, dando sus órdenes al comprobar que si no lo hacía ahora,
quizás no pudiera hacerlo nunca—: ¡Si consiguieran entrar, retrásenlos pero no se mezclen
con ellos en el cuerpo a cuerpo; que cada hombre se ate a la manga un brazalete blanco... y
que se retire hacia el navío!
Y repartió los brazaletes que trajo consigo.
Llegaron refuerzos de los edificios..., seis hombres con fusiles colgados del hombro y
con la bayoneta calada, cosa que se advirtió por los brillos del acero al resplandor de los
fogonazos. Portaban más cajas de cartuchos y otra ametralladora. Tony los colocó en
diversos puestos sin casi comentario alguno.
Uno de los nuevos hombres sacó una pistola Very. Propiedad particular, explicó, que
había traído para caso de emergencia.
—Pues estamos ya en una emergencia —dijo Tony simplemente y se adueñó de la
pistola. Disparó y la luz de la Very, pendiendo en el aire, reveló atacantes en todas partes
de la alambrada de espino. Mil hombres... dos mil; ni siquiera era razonable calcular su
número.
En el resplandor verde que sirvió para localizarlos, Jack Taylor buscó a Tony.
—Dios mío, me olvidé —dijo y tendió a Tony su cantimplora.
Tony probó el whisky y pasó el recipiente a otro, luego volvió a reclamar la
ametralladora. Disparó en abanico ante él y repitió las pasadas una y otra vez. Mataba
enemigos en cantidad, lo sabía; pero también sabía que si los invasores tenían valor para
insistir, lograrían entrar.
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Philip Wylie Y Edwin Balmer Cuando Chocan Los Mundos
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todos los lados; los laboratorios y el navío estaban rodeados por completo.
Tony tomó en brazos a un joven que apenas respiraba. Una bala le había atravesado de
parte a parte; pero vivía. Tony entró tambaleándose bajo el peso de su carga en el interior
de la nave.
Hendron se hallaba en el portal del gran cohete metálico. Se le veía más sereno que
nadie.
—Adentro, adentro —iba diciendo confiado.
—¿Dónde está Eve? —le preguntó Tony entre jadeos.
—La vi hace un momento.
—¿Ilesa?
Su padre asintió.
Tony dejó su carga. Ransdell se le enfrentó. De cabeza a pies, el sudafricano estaba
cubierto de sangre. Iba tres cuartas partes desnudo; una bala le rozó en la frente, una
bayoneta se le hundió en el hombro. Tenía los labios contraídos, descubriendo los dientes.
Sus ojos, la única porción de él no carmesí, miraban desde sus profundas órbitas y una voz
que parecía arrancada de sus heridos pulmones dijo:
—¿Ha visto a Eve?
—Su padre, sí, Dave. Se encuentra bien —replicó Tony.
Ransdell comenzó a caer de bruces en el suelo cuando Tony le sostuvo.
La segunda acometida estaba en camino. No cabía duda y sería completamente
arrolladora. No habrían supervivientes... excepto las mujeres. Ninguno. Porque la horda no
quería prisioneros. Estaban ya matando a los heridos..., a sus propios malheridos y a los del
campamento que habían capturado.
Eliot James, con una bala en el muslo, pero salvado gracias a la oscuridad, entró
arrastrándose y portando esta trágica noticia. Tony le ayudó a introducirse en el navío.
Todos estaban ya dentro... todos los supervivientes. La horda no lo sospechaba. La
horda, mientras cargaba en la negrura de la noche, gritando y disparando, penetrando en los
laboratorios, destrozando las ventanas, destruyendo, haciendo fuego, vociferando. Al no
encontrar resistencia disparaban o clavaban sus bayonetas en los cuerpos de sus propios
hombres y en los cadáveres de los defensores que allí quedaron.
Entonces se lanzaron hacia la nave. De pronto parecieron comprender truco, el navío era
el último refugio. Rodearon la masa cilíndrica, disparando contra ella. Las balas rebotaron
en el casco de metal. Alguien con granadas las arrojó.
Una llamarada espantosa nació entonces. Al principio, probablemente imaginaron que la
granada había hecho estrellas alguna especie de depósito de combustible dentro del colosal
tubo metálico. Pocos de los que se hallaban cerca del navío y a su alrededor vivieron para
ver lo que ocurría.
El gran cohete de metal se levantó del suelo, lo elevaba el terrible chorro de fuego que
salía de sus toberas. El calor infernal rasgó e incineró, matando al mero contacto. Un
centenar de invasores de la horda pereció antes de que la nave se alzara por encima de las
construcciones.
Hendron controló la ascensión manteniendo el navío a una altura de ciento cincuenta
metros y el chorro de fuego se extendió por abajo en forma de cono. Mil personas
murieron al instante. Hendron suspendió la subida. Es más, hizo bajar a la nave un poco y
la potencia de la combustión atómica que sostenía a dos mil toneladas de metal y carne
humana jugó sobre el suelo y sobre las personas que en él estaban... como ninguna fuerza
humana lo había hecho antes.
Tony yacía de bruces sobre el piso de la nave, mirando por la protectora ventanilla de
cuarzo vitrificado cómo la Tierra permanecía iluminada por el cegador resplandor de
aquella fuente inimaginable de calor.
En medio del fulgor deslumbrante, entre los gritos infernales, un hombre a caballo
apareció. Su venida parecía fantasmal. Montaba vestido de uniforme; esgrimía una espada
con la que trataba de animar a la horda de salvajes condenados a muerte, como un general
reorganizando sus tropas tras un ataque fracasado. Probablemente estaba borracho; con
toda seguridad no tenía la menor idea de lo que estaba ocurriendo; pero su valor era
espléndido. Espoleó a su montura y la obligó a entrar en el centro de la violenta lucha, en
mitad del círculo de muerte y tumulto, las piernas rígidas en los estribos de cuero, como
uno de los horripilantes jinetes del Apocalipsis.
Fue durante un flamígero instante, la apoteosis del valor. Se trataba del enloquecido jefe
de la horda.
Pero aún fue más. Fue la prueba de la futilidad de todos los ejércitos de la Tierra. Era el
hombre, el soldado.
Probablemente pareció vivir después de haber muerto él y su caballo juntos. Porque el
permaneció allí inmóvil como una estatua y él sentado en sus lomos, espada en mano.
Entonces como todo lo de su alrededor, también se derrumbaron sobre el suelo.
Media hora más tarde. Hendron hizo aterrizar a la nave.
Capítulo XX - EL DÍA
Una luz pálida y delicada se llevó las oscuridades de la noche. Del sopor y letargo que
la había dominado, la colonia se recuperó ella misma. Miró con ojos vacíos lo que la
rodeaba. La última batalla de cerebros contra brutalidad había tenido lugar en el seno de la
tierra. Y la inteligencia del hombre conquistó su primitiva crueldad. ¡Pero a qué coste! En
torno a una mesa de los laboratorios unos pocos hombres y mujeres se miraban
mutuamente con fijeza; Hendron, pálido y tembloroso; Tony, con sólo zapatos y
pantalones, las heridas vendadas; Eve, mirándole a él y a la figura silenciosa, maciza, de
amplios hombros, de Ransdell, cuyas manos ennegrecidas, feas, colgaban desmadejadas a
sus costados, pareciendo haberle abandonado su portentosa fuerza de gorila; la actriz
alemana, el vestido desarreglado, las manos tapándose los ojos; Smith, el cirujano, con el
estupor en el rostro al ver aquella desvalida respuesta a su convocatoria.
Por último. Hendron aspiró una amplia bocanada de aire, llenándose los pulmones.
Habló con palabra nerviosa, que se sobrepuso a la tensión que cundía en la estancia.
—Amigos míos, lo que tenemos que hacer es evidente. Primero hay que enterrar a los
muertos. No hay supervivientes entre el enemigo. Si otros se congregan, me parece que no
hay que temer un nuevo ataque. Doctor Smith, ¿quiere usted tener la bondad de encargarse
del hospital y efectuar lo necesario médicamente para atender a nuestra gente? Pediré que
Despidieron a Borgan con su piloto y el avión lleno de dinero; y los últimas palabras del
financiero fueron pronunciadas con un tono que quería ser amenazador mientras asomaba
la cabeza por la puerta de la cabina.
—Conseguiré que el propio Presidente me firme una orden de detención contra usted.
Haré que en veinticuatro horas el Tribunal Supremo me respalde.
Alguien soltó una carcajada y los demás se contagiaron de la risa. No era una expresión
de sincera alegría, sino una risa homérica, la clase de risa que contiene demasiadas
emociones para ser expresadas de otro modo.
Luego de que el avión desapareciera en el horizonte, la gente se encontró hablando unos
con otros acerca de sus problemas vitales una vez más. A la mañana siguiente apareció una
pequeña cantidad de bañistas que se lanzaron a la charca. Sus voces aún sonaban
contenidas; pero Hendron, contemplándoles desde la terraza del laboratorio, suspiró con
infinito alivio. Casi había llegado al punto de sentirse desesperado por la falta de moral de
su gente.
con una intensidad que era casi cómica y cuando comenzó a hablar entrecortadamente,
primero masculló un juramento en francés y luego dijo en inglés:
—¡Soy Duquesne! ¡El gran Duquesne! ¡El cerebrado Duquesne! ¡El famoso Duquesne!
¡El físico francés Duquesne! ¿Verdad que es este el navío de Cole Hendron? Entonces,
aquí estoy. Dígale que he venido de Francia en tres meses, pilotando yo mismo un barco de
vapor, volando a través de este loco país con mi avión, que se destruyó cerca de Milwaukee
y tuve que venir caminando yo hasta aquí todos estos días. Dígale que Duquesne está aquí.
Dígale que venga a verme. Dígale que venga en seguida. Dígale que tuve que dejar
aquellos cerdos, aquellos perros, aquellos bueyes, aquellos atunes, que querían construir
una nave tan estúpida que se hubiesen roto el cuello. Dígale que no volará. Que lo digo yo,
Duquesne, yo sabía que este navío sí que volaría, el navío de Hendron, por eso he venido.
¡Bah! Son estúpidos mis colegas franceses. ¡Son más aptos para conducir tranvías
eléctricos que para cohetes espaciales!
En aquel instante Hendron llegó a lo alto de la escalera espiral.
Se precipitó hacia delante con los ojos brillantes.
—¡Duquesne! ¡Santo Dios, Duquesne! Estoy encantado, ha llegado en el momento
justo. Dentro de cuarenta minutos estaríamos ya lejos de aquí.
Duquesne se aferró al brazo de Hendron y luego se le abrazó y besó como si fuese un
ser muy querido. Después con una mano se golpeó el pecho. O estaba loco de alegría o era
un hombre que había perdido el juicio porque necesitaba de tal forma que toda la cámara
reverberaba:
—Soy loco, ¿verdad? ¿A qué viene que me digan ustedes a mí, precisamente a mí, la
hora de la partida? ¿Es que no tengo cerebro? ¿Es que no sé nada de astronomía? ¿Es que
nunca jamás estudié física? ¿Acaso he venido yo casi descalzo, a pie, a través de todos los
Estados Unidos de América por ninguna otra razón porque sabía la hora en que ustedes
despegarían? ¿Es que yo no llevo el día en el reloj de mi bolsillo? ¡Idiotas, encantadores
amigos, gloriosos americanos, locos! ¿No tengo cerebro? ¿No puedo anticiparme? ¡Aquí
estoy!
De pronto después de aquella erupción de discurso violento se tranquilizó. Soltó a
Hendron y dejó de bailotear. Primero se inclinó gravemente haciendo una reverencia a
Hendron, y luego lo repitió con Tony y después a la tripulación.
—Caballeros —dijo—. Vámonos. Pongámonos en camino.
Hendron se volvió a Tony, que como reacción, se echó a reír a carcajadas. Durante un
instante el científico francés pareció profundamente ofendido y a punto de estallar en
cólera; luego, también de pronto, comenzó a reír.
—Soy un tipo ridículo, ¿verdad? —gritó. Sus risas eran estertóreas. Se llevó las manos
al rostro y las lágrimas le corrieron por las mejillas y dijo—: Es magnifico. Sí. Da ganas de
echarse a reír.
—¿Qué hay de los otros navíos que construían en los demás países de Europa? —le
preguntó Hendron.
—¿El inglés? —respondió Duquesne—. Lograrán zarpar. Lo que pase entonces, ¿quién
puede saberlo? ¿Puede usted navegar por el espacio, Cole Hendron? Me pregunto. Pero los
ingleses son rotundos; tienen una buena nave. Pero en cuanto a ellos, mi respuesta es esta...
estoy aquí no allí.
—¿Los alemanes? —preguntó Hendron.
dieciocho, diecisiete, dieciséis... —el sonido aumentó hasta ser casi un chirrido— ...quince,
catorce, trece, doce, once... ¡Preparados! Diez, nueve, ocho, siete, seis... —su mano se
volvió haría el instrumento que era parecido a un reóstato. Su otra mano estaba crispada,
los nudillos blancos—. Cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero.
Simultáneamente toda la tripulación maniobró las palancas respectivas y el reóstato
avanzó una pulgada. Mientras contaba, otras señales partieron de la segunda nave. Tenían
que partir en el mismo instante.
Un rugido redoblado, aquel que resonó bajo el navío en la noche del ataque, ensordeció
todo.
Tony pensó: «¡Abandonamos la Tierra!». Pero, cosa extraña, en aquel momento no
experimentó ninguna sensación. Los fenómenos físicos y las conmociones eran demasiado
abrumadoras.
Un temblor del navío indicó que abandonaba el suelo. El cohete se alzó rígido. Los
labios de Hendron se movían diciendo algo que nadie podía oír. Los ojos de los hombres
de la tripulación contemplaban aquellos labios como queriendo adivinar sus órdenes. Se
tocó un segundo conmutador y la habitación se sumió en la oscuridad, únicamente aliviada
por los diminutos rayos de las pequeñas bombillas de los instrumentos. Un ligero cambio
en la situación de la presión de aire contra los oídos. Otro impulso hacia adelante de la
mano en el reóstato. Un incremento de la fuerza de ascensión, un peso grande en los pies y
luego la sensación de muchas toneladas oprimiendo el pecho. Un aumento del zumbido
exterior.
Un intercambio de miradas entre Hendron y Duquesne... los ojos de ambos hombres
resplandecieron de triunfo.
En la cabina de pasajeros, el relato de Tony de la llegada de Duquesne se había
interrumpido por el terrible clamor.
—¡Hemos partido! —gritaron cincuenta voces y las palabras no pudieron percibirse. La
cubierta en la que yacían sujetos pareció casi como desplomarse sobre ellos. La pantalla de
encima de las cabezas se oscureció. Tony extendió la mano hacia Eve y notó cómo la
muchacha hacía lo propio y sus dedos se entrecerraron. El viaje hacia Bronson Beta había
comenzado.
El viaje hasta el nuevo mundo.
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