La Musica de Los Numeros Primos - Marcus Du Sautoy
La Musica de Los Numeros Primos - Marcus Du Sautoy
los niños les enseñan en la escuela que los números primos sólo pueden
dividirse por sí mismos y por la unidad. Lo que no les enseñan es que los
números primos representan el misterio más fascinante al que nos
enfrentamos en nuestra búsqueda del conocimiento. ¿Cómo predecir cuál va
a ser el siguiente número primo de una serie? ¿Existe alguna fórmula para
generar números primos?
En 1859, el matemático alemán Bernhard Riemann planteó una hipótesis que
apuntaba a la solución del antiguo enigma. Pero no consiguió demostrarla y
el misterio no hizo más que aumentar. En este libro asombroso, Marcus du
Sautoy nos cuenta la historia de los hombres excéntricos y brillantes que han
buscado una solución para revolucionar ámbitos tan distintos como el
comercio digital, la mecánica cuántica y la informática. El relato de Du Sautoy
constituye una evocación maravillosa y emocionante del mundo de las
matemáticas, de su belleza y sus secretos.
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Marcus du Sautoy
ePub r1.2
koothrapali 21.04.15
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Título original: The Music of the Primes: Searching to Solve the Greatest Mistery in Mathematics
Marcus du Sautoy, 2003
Traducción: Joan Miralles de Imperial Llobet
Diseño de cubierta: rafcastro
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En memoria de Yonathan du Sautoy
21 de octubre de 2000
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1
¿QUIÉN QUIERE SER MILLONARIO?
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despertara dentro de quinientos años, ¿qué sería lo primero que haría?». «Preguntaría
si alguien ha demostrado la hipótesis de Riemann», respondió.
A finales del siglo XX la mayor parte de los matemáticos se había convencido de
que, entre todos los problemas propuestos por Hilbert, aquella piedra preciosa no sólo
tenía grandes posibilidades de sobrevivir al siglo, sino que quizá no estaría resuelta
cuando Hilbert se despertara de su sueño de quinientos años. Con su revolucionario
discurso, cargado de misterio, había provocado el desconcierto en el primer Congreso
Internacional del siglo XX. Sin embargo, a los matemáticos que tenían intención de
participar en el último Congreso del siglo les aguardaba una sorpresa.
El 7 de abril de 1997 una noticia excepcional apareció en las pantallas de los
ordenadores de toda la comunidad matemática mundial. En la página de Internet del
Congreso Internacional que tenía que celebrarse al año siguiente en Berlín se anunció
que habían encontrado el Santo Grial de las matemáticas: alguien había demostrado
la hipótesis de Riemann. Era una noticia destinada a tener efectos muy profundos. La
hipótesis de Riemann es un problema fundamental para las matemáticas en su
conjunto. Al leer su correo electrónico los matemáticos temblaban de emoción ante la
perspectiva de comprender al fin uno de los más grandes misterios de su disciplina.
La noticia se anunciaba en una carta del profesor Enrico Bombieri. No era posible
contar con una fuente más fiable: Bombieri es uno de los albaceas de la hipótesis de
Riemann y forma parte del Institute for Advanced Study de Princeton, de cuyo
equipo formaron parte Einstein y Gödel. Habla muy pausadamente, pero los
matemáticos escuchan con atención todo lo que tenga que decir.
Bombieri creció en Italia, donde los viñedos de su acaudalada familia le hicieron
adquirir el gusto por la belleza de la vida. Los colegas lo llaman afectuosamente «el
aristócrata de las matemáticas». Cuando era joven, su elegancia llamaba siempre la
atención en las reuniones europeas, donde llegaba a menudo a bordo de costosos
automóviles deportivos. Por otra parte, a él le encantaba alimentar los rumores que
contaban que alguna vez había llegado sexto en un rallye de veinticuatro horas
celebrado en Italia. Con el tiempo, sus éxitos en el circuito de las matemáticas fueron
más tangibles, de modo que en los años setenta le valieron una invitación a Princeton,
donde se encuentra todavía. Ha sustituido el entusiasmo por las carreras por la pasión
de pintar, sobre todo retratos.
Pero lo que procura a Bombieri la mayor emoción es el arte creativo de las
matemáticas, y en particular el reto de la hipótesis de Riemann, que lo tiene
obsesionado desde la tierna edad de quince años, cuando oyó hablar de la cuestión
por vez primera. Las propiedades de los números lo fascinaron desde que comenzó a
ojear los libros de matemáticas que su padre, economista, tenía en su inmensa
biblioteca. Descubrió que la hipótesis de Riemann era considerada el problema más
profundo y fundamental de la teoría de los números. Su pasión por el problema se vio
acrecentada cuando su padre le prometió un Ferrari si lo resolvía, en un desesperado
intento de evitar que condujera su Ferrari.
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Volviendo al mensaje electrónico de Bombieri, alguien se le había adelantado
haciéndole perder el premio. «Se han producido fantásticos acontecimientos tras la
conferencia que Alain Connes pronunció el pasado miércoles en el Institute for
Advanced Study», empezaba Bombieri. Muchos años atrás, la noticia de que Connes
fijaba su atención en la hipótesis de Riemann con intención de resolverla había puesto
en tensión al mundo matemático. Connes es uno de los revolucionarios de la
disciplina, un benigno Robespierre de las matemáticas respecto del Luis XVI que
encarnaría Bombieri. Se trata de un personaje dotado de un extraordinario carisma,
cuyo estilo fogoso dista mucho de la imagen tradicional del matemático serio y
circunspecto. Está dotado de la pasión de un fanático profundamente convencido de
su propia visión del mundo, y deja hipnotizados a cuantos asisten a sus clases. Para
sus seguidores es casi una figura de culto; les encantaría unirse a él en las barricadas
matemáticas para defender a su héroe de cualquier contraofensiva que fuera lanzada
desde las posiciones del Antiguo Régimen.
El lugar de trabajo de Connes es la respuesta francesa al Instituto de Princeton: el
Institut des Hautes Études Scientifiques de París. Desde su llegada, en el año 1979,
Connes ha creado un lenguaje totalmente nuevo para la comprensión de la geometría.
La idea de llevar esta disciplina hasta el extremo de la abstracción no le espanta en
absoluto. Incluso entre los matemáticos, que están habituados a las aproximaciones
fuertemente conceptuales de su disciplina con relación a la realidad, en muchos casos
existen dudas sobre la revolución abstracta que propone Connes. Sin embargo, según
ha demostrado a los que dudan de la necesidad de una teoría tan árida, su nuevo
lenguaje geométrico contiene muchos elementos útiles para comprender el mundo
real de la física cuántica. Si resulta que provoca el terror de las masas matemáticas,
paciencia.
La audaz convicción de Connes de que su nueva geometría no sólo podría
descorrer el velo de la física cuántica, sino también explicar la hipótesis de Riemann
—el mayor misterio numérico— produjo sorpresa e incluso turbación. El simple
hecho de osar aventurarse en el corazón de la teoría de los números y enfrentarse
directamente con el más difícil de los problemas irresueltos de las matemáticas
reflejaba su desprecio por los límites convencionales. Desde su aparición en escena, a
finales de los noventa, flotaba en el aire la sensación de que, si alguna vez había
existido alguien con recursos suficientes para enfrentarse a un problema de tamaña
dificultad, ése era Alain Connes.
Pero, según parecía, no había sido Connes quien había hallado la última pieza del
complicado rompecabezas. En su correo, Bombieri narraba que un joven físico que
asistía a la conferencia había percibido «como un relámpago» un modo de utilizar su
extraño mundo de «sistemas supersimétricos fermiónico-bosónicos» para atacar la
hipótesis de Riemann. Pocos eran los matemáticos que conocían el significado de
aquel cóctel de tecnicismos, pero Bombieri explicaba que describían «la física
correspondiente a un conjunto muy próximo al cero absoluto de una mezcla de
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aniones y morones con spins opuestos». La cuestión seguía sonando un tanto oscura,
pero ya que se trataba de la solución del problema más difícil de la historia de las
matemáticas, nadie esperaba que se tratara de una cosa simple. Volviendo a Bombieri,
afirmaba que, después de seis días de trabajo ininterrumpido y, gracias a un nuevo
lenguaje de programación llamado MISPAR, el joven físico había desentrañado por fin
el problema más arduo de las matemáticas.
Bombieri terminaba su correo con las palabras: «¡Guau! Por favor, den la máxima
difusión a esta noticia». Aunque parezca extraordinario que un joven físico hubiera
acabado demostrando la hipótesis de Riemann, después de todo la noticia no era tan
sorprendente: en los últimos decenios había sucedido con frecuencia que las
matemáticas y la física se entretejieran. Por más que se trataba de un problema central
de la teoría de los números, desde hacía algunos años la hipótesis de Riemann
mostraba relaciones inesperadas con algunos problemas de la física de partículas.
Los matemáticos se prepararon para cambiar sus planes de viaje y volar a
Princeton para compartir el momento. Todavía se mantenía fresco el recuerdo de la
emoción de pocos años atrás, cuando Andrew Wiles, matemático inglés, anunció la
demostración del último teorema de Fermat durante una conferencia celebrada en
Cambridge en junio de 1993. Wiles demostró que la afirmación de Fermat, según la
cual la ecuación xn + yn = zn no tiene soluciones para cualquier valor de n mayor que
2, era correcta. Apenas soltó Wiles la tiza al final de la conferencia, saltaron los
tapones de las botellas de champán y empezaron a dispararse los flashes de las
cámaras.
Los matemáticos eran conscientes de que la demostración de la hipótesis de
Riemann tendría una importancia enormemente mayor para el futuro de las
matemáticas de la que tuvo saber que la ecuación de Fermat no admite soluciones.
Tal y como Bombieri había descubierto a la tierna edad de quince años, con la
hipótesis de Riemann se intentaba comprender los objetos más fundamentales de las
matemáticas: los números primos.
Los números primos son los auténticos átomos de la aritmética. Se definen como
primos los números enteros indivisibles, es decir, los que no pueden expresarse como
producto de dos enteros menores. Los números 13 y 17 son primos, mientras que el
número 15 no lo es, ya que puede expresarse como producto de 3 y 5. Los números
primos son joyas engarzadas en la inmensa extensión de los números, el universo
infinito que los matemáticos exploran desde la antigüedad. Los números primos
producen en los matemáticos una sensación maravillosa: 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19,
23…, números sin tiempo que existen en un mundo independiente de nuestra realidad
física. Son un don que la naturaleza ha entregado al matemático.
Su importancia para las matemáticas descansa en el hecho de que tienen la
capacidad de construir todos los demás números. Cualquier otro número entero que
no sea primo puede construirse multiplicando estos números de base primitiva.
Cualquier molécula existente en el mundo físico puede construirse utilizando los
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átomos de la tabla periódica de los elementos químicos. La lista de los números
primos es la tabla periódica del matemático. Los números 2, 3 y 5 son el hidrógeno,
el helio y el litio de su laboratorio. Dominar esos elementos básicos ofrece al
matemático la esperanza de poder descubrir nuevos métodos para trazar un recorrido
a través de la desmesurada complejidad del mundo matemático.
Sin embargo, a pesar de su aparente simplicidad y de su carácter fundamental, los
números primos siguen siendo los objetos más misteriosos que estudian los
matemáticos. En una disciplina que se dedica a investigar patrones y orden, los
números primos suponen el supremo reto. Probemos a examinar una lista de números
primos y descubriremos que es imposible prever cuándo aparecerá el siguiente. La
lista parece caótica, y no nos proporciona ninguna pista sobre cómo determinar el
siguiente elemento. La lista de los números primos es el ritmo cardíaco de las
matemáticas, pero sus pulsaciones parecen estimuladas por un potente cóctel de
cafeína:
Los números primos comprendidos entre 1 y 100: el ritmo cardíaco irregular de las matemáticas.
¿Y si intentamos hallar una fórmula que genere los números primos de esta lista,
una regla mágica que nos diga cuál es el centésimo número primo? Este es un
problema que obsesiona a los matemáticos desde hace muchos siglos. Tras más de
dos mil años de esfuerzos, los números primos se resisten a cualquier intento de
insertarlos en un esquema sencillo y regular. Generaciones enteras han escuchado con
atención el redoble de los primos emitiendo su secuencia de números: dos golpes,
después tres, más adelante cinco, siete, once. A medida que continúa la secuencia,
fácilmente terminaremos por pensar que el redoble de los números primos no es más
que un ruido aleatorio, sin ninguna lógica. En el centro de las matemáticas, de la
búsqueda del orden, los matemáticos sólo consiguen oír el sonido del caos.
Los matemáticos se resisten a admitir la posibilidad de que no exista una
explicación de cómo la naturaleza elige los números primos. Si las matemáticas no
tuvieran una estructura, si no poseyeran una maravillosa simplicidad, no merecerían
ser estudiadas. Escuchar un ruido nunca se ha considerado un pasatiempo agradable.
Como escribió el matemático francés Henri Poincaré: «el científico no estudia la
naturaleza por la utilidad de hacerlo; la estudia porque obtiene placer, y obtiene
placer porque la naturaleza es bella. Si no fuera bella no valdría la pena conocerla, y
si no valiera la pena conocer la naturaleza, la vida no sería digna de ser vivida».
Es de esperar que, tras un inicio nervioso, el latido de los números primos se
regularice. No es así: cuanto más avanzamos en la secuencia, más empeoran las
cosas. Consideremos, por ejemplo, los números primos comprendidos en el intervalo
de los cien números anteriores a 10.000.000 y en el intervalo de los cien números
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posteriores a 10.000.000. Empecemos por los números primos anteriores a
10.000.000:
Sin embargo, observemos qué pocos son los números primos comprendidos entre
10.000.000 y 10.000.100:
10.000.019, 10.000.079
Es difícil pensar en una fórmula capaz de generar una secuencia de este tipo. En
efecto, esta serie de números primos recuerda mucho más a una sucesión aleatoria de
números que a una estructura bien ordenada. Así como noventa y nueve lanzamientos
de una moneda son de muy poca utilidad para establecer el resultado del centésimo
lanzamiento, del mismo modo los números primos parecen hacer inútil cualquier
intento de previsión.
Los números primos presentan a los matemáticos una de las contraposiciones más
extrañas que existen en su disciplina. Por un lado, un número o es primo o no lo es.
No es lanzando al aire una moneda como sabremos si un número es divisible por otro
menor. Por otra parte, es imposible negar que la sucesión de los números primos
aparece de manera indudable como una secuencia de números al azar. Es cierto que
los físicos están cada vez más habituados a la idea de que un dado cuántico puede
decidir el futuro del universo y de que cada lanzamiento de ese dado determina el
lugar donde los científicos encontrarán materia. Pero provoca una cierta incomodidad
el hecho de tener que admitir que los números fundamentales, los números sobre los
que se basan las matemáticas, hayan sido elegidos por la naturaleza lanzando una
moneda, decidiendo en cada lanzamiento el destino de un número. Azar y caos son
anatema para un matemático.
Si dejamos de lado su aleatoriedad, los números primos poseen —más que
cualquier otra parte de nuestro acervo matemático— un carácter inmutable, universal.
Los números primos existirían aunque nosotros no hubiéramos evolucionado lo
suficiente como para reconocerlos. Como afirmó el matemático de Cambridge G. H.
Hardy en su famoso libro Apología de un matemático: «317 es un número primo no
porque nosotros pensemos que lo es o porque nuestra mente esté conformada de un
modo o de otro, sino porque es así, porque la realidad matemática está hecha así».
Es probable que algunos filósofos estén en desacuerdo con esta visión platónica
del mundo —la convicción de que se trata de una realidad absoluta y eterna más allá
de la existencia humana— pero, en mi opinión, es precisamente eso lo que los hace
filósofos y no matemáticos. En Materia de reflexión hay un diálogo fascinante entre
Alain Connes, el matemático al que se citaba en el correo electrónico de Bombieri, y
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el neurobiólogo Jean-Pierre Changeux. En el libro se palpa la tensión, con Connes
sosteniendo la existencia de las matemáticas fuera de la mente humana y Changeux
decidido a refutar cualquier idea similar: «¿Por qué no vemos “π = 3,1416” escrito en
el cielo con letras de oro o “6,02 × 1023” apareciendo en los reflejos de una bola de
cristal?». Changeux expresa su frustración ante la insistencia de Connes en sostener
que «existe, con independencia de la mente humana, una realidad matemática pura e
inmutable» y que en el corazón del mundo se halla la secuencia inmutable de los
números primos. Las matemáticas, afirma Connes, «son indiscutiblemente el único
lenguaje universal». Puede concebirse que en otra parte del universo existan una
química o una biología distintas, pero los números primos seguirán siendo números
primos en cualquier galaxia que elijamos.
En la conocida novela de Carl Sagan, Contacto, los extraterrestres usan los
números primos para entrar en contacto con la Tierra. Ellie Arroway, la heroína del
libro, trabaja en el SETI (Search for Extraterrestrial Intelligence), el programa
internacional para la búsqueda de señales de vida inteligente provenientes del
espacio. De pronto una noche, cuando están dirigidos hacia Vega, los radiotelescopios
captan extraños impulsos que emergen del ruido de fondo. Ellie reconoce al instante
el ritmo de esas señales de radio: dos latidos seguidos por una pausa, luego tres
latidos, cinco, siete, once… y así sucesivamente, reproduciendo la secuencia de los
números primos hasta el 907. Después la secuencia vuelve a empezar.
Aquel redoble cósmico interpretaba una música que los terrícolas no podrían
dejar de reconocer. Ellie está convencida de que sólo una forma de vida inteligente
puede generar tal ritmo: «Es difícil imaginar un plasma irradiante que envíe una serie
regular de señales matemáticas como ésta. Los números primos sirven para atraer
nuestra atención». Si una civilización alienígena hubiera transmitido los números
ganadores de una lotería extraterrestre durante los últimos diez años, Ellie no hubiera
sido capaz de distinguirlos del ruido de fondo; pero a pesar de que la lista de números
primos parece tan aleatoria como la de la lotería, su invariabilidad universal ha
determinado su elección en la trasmisión alienígena. Es en esa estructura que Ellie
reconoce la firma de una vida inteligente.
La comunicación mediante números primos no sólo es ciencia ficción. En el libro
El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Oliver Sacks documenta el
caso de John y Michael, dos gemelos autistas de veintiséis años cuya más profunda
forma de comunicación consistía en el intercambio de números primos de seis cifras.
Sacks narra su sorpresa cuando los descubrió por primera vez, en el rincón de una
habitación, intercambiando números primos en secreto: «A primera vista parecían dos
expertos catadores degustando vinos raros de añadas prestigiosas». En un principio,
Sacks no consigue imaginar qué es lo que traman los gemelos; sin embargo, en
cuanto consigue descifrar su código, memoriza algunos números primos de ocho
cifras que, en la siguiente entrevista, deja caer astutamente en medio de la
conversación. La sorpresa de los gemelos es seguida por una intensa concentración
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que se transforma en emoción cuando reconocen que se trata de nuevos números
primos. Ahora, si bien Sacks había recurrido a tablas numéricas para determinar sus
números primos, es un misterio la forma en que los gemelos consiguieron los suyos:
¿podría ser que aquellos sabios autistas estuvieran en posesión de una fórmula secreta
desconocida por generaciones y generaciones de matemáticos?
La historia de los gemelos está entre las preferidas de Bombieri:
Para mí es difícil oír esta historia sin sentirme intimidado y pasmado ante el
funcionamiento del cerebro humano. Sin embargo, me pregunto: mis amigos
no matemáticos ¿tienen la misma reacción que yo? ¿Tienen la menor idea de
hasta qué punto es sorprendente, prodigioso e incluso sobrehumano el talento
singular que poseen los dos gemelos de manera tan natural? ¿Son conscientes
de que desde hace siglos los matemáticos se esfuerzan por encontrar una
forma de hacer lo que John y Michael hacían espontáneamente: generar y
reconocer números primos?
A los treinta y siete años, antes de que alguien pudiera descubrir cómo lo
conseguían, los gemelos fueron separados por los médicos, convencidos de que su
lenguaje numerológico privado estaba obstaculizando su desarrollo. Si esos médicos
hubieran oído las conversaciones habituales de las salas de profesores en los
departamentos universitarios de matemáticas, probablemente también habrían
recomendado su clausura.
Cabe la posibilidad de que los gemelos, para verificar si un número era primo,
utilizaran un truco basado en el llamado teorema menor de Fermat. Este método es
similar al utilizado por los sabios autistas para averiguar rápidamente, por ejemplo,
que el 13 de abril de 1922 cayó en jueves. Los gemelos presentaban habitualmente
este número en los programas televisivos de variedades en que participaban. Ambos
trucos se basan en la aritmética modular o del reloj. Aunque no tuviesen una fórmula
mágica para obtener los números primos, su habilidad sigue siendo asombrosa. Antes
de que los separaran habían llegado a determinar primos de veintidós cifras,
sobrepasando de mucho el límite más alto de las tablas de números primos de que
disponía Sacks.
Igual que la heroína del libro de Sagan, que escucha el latido de los números
primos cósmicos, o como Sacks, que espía el misterioso diálogo numérico de los
gemelos, desde hace siglos los matemáticos se han esforzado por percibir un orden en
este caos. Nada parecía tener sentido: era como escuchar música oriental con oídos
occidentales. Más tarde, a mediados del siglo XIX, se llegó a una encrucijada decisiva:
Bernhard Riemann empezó a observar el problema de una manera completamente
nueva. Con esta nueva perspectiva, Riemann empezó a comprender algunas cosas
sobre la estructura que estaba en el origen del caos de los números primos. Bajo el
ruido aparente se escondía una armonía fina e inesperada. Pero a pesar de aquel gran
paso adelante, muchos de los secretos de la nueva música permanecían todavía fuera
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de su alcance. Riemann, el Wagner del mundo de las matemáticas, no se desanimó.
Hizo una previsión audaz sobre la misteriosa música que había descubierto. Aquella
previsión ha pasado a la historia con el nombre de hipótesis de Riemann. Quien
consiga demostrar que la intuición de Riemann sobre la naturaleza de aquella música
era correcta estará en disposición de explicar por qué los números primos dan una
impresión tan convincente de aleatoriedad.
La intuición de Riemann siguió a su descubrimiento de un espejo matemático que
le permitía escrutar los primos. Cuando Alicia atravesó su espejo, el mundo se
invirtió; en el extraño mundo matemático que se encuentra más allá del espejo de
Riemann, en cambio, el caos de los números primos parece transformarse en una
estructura ordenada más estable de lo que cualquier matemático podría esperar.
Riemann conjeturó que, por más lejos que se mire en el mundo infinito del espejo,
aquel orden se mantendrá. La existencia de una armonía interna en el otro lado del
espejo explicaría por qué externamente los números primos parecen tan caóticos.
Para muchos matemáticos, la metamorfosis que produce el espejo de Riemann, donde
el caos se transmuta en orden, es casi milagrosa. La empresa que Riemann encargó al
mundo matemático fue demostrar que el orden que él creía haber discernido existía
realmente.
El correo electrónico del 7 de abril de 1997 prometía el inicio de una nueva era: la
visión de Riemann no había sido un espejismo. El aristócrata de las matemáticas
había ofrecido a sus colegas la halagüeña posibilidad de la existencia de una
explicación en el aparente caos de los números primos. Los matemáticos esperaban
impacientes el momento de apropiarse de todos los tesoros que, como bien sabían,
habrían sido desenterrados gracias a la resolución del gran problema.
En efecto, la solución de la hipótesis de Riemann tendrá enormes consecuencias
sobre muchos otros problemas matemáticos. Los números primos son tan
fundamentales para la actividad del matemático que cualquier progreso en la
comprensión de su naturaleza tendría un enorme impacto. La hipótesis de Riemann
parece un problema imposible de eludir: cuando uno se mueve en el terreno
matemático tiene la impresión de que todos los caminos conducirán necesariamente a
algún punto desde el cual divisaremos el imponente panorama de la hipótesis de
Riemann.
Muchos han comparado la hipótesis de Riemann con el ascenso al Everest: cuanto
más tiempo la cumbre permanece inalcanzada, mayor es el deseo de conquistarla. Y
el matemático que finalmente consiga escalar el monte Riemann será ciertamente
recordado mucho más que Edmund Hillary. La conquista del Everest produce
admiración no porque su cima sea un lugar particularmente emocionante para vivir,
sino por el reto que supone. Bajo este aspecto la hipótesis de Riemann difiere
significativamente del ascenso a la montaña más alta del mundo. La cima de
Riemann es un lugar donde queremos instalarnos porque conocemos ya los
panoramas que se abrirán ante nuestros ojos cuando consigamos alcanzarla. Aquel
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que demuestre la hipótesis de Riemann habrá hecho posible completar las lagunas de
miles de teoremas que dependen de su veracidad. Para alcanzar sus propias metas,
muchos matemáticos han tenido que suponer que la hipótesis es cierta.
El hecho de que tantos resultados dependan del reto lanzado por Riemann
justifica que los matemáticos lo definan como hipótesis en lugar de hablar de
conjetura. El término hipótesis tiene la connotación mucho más fuerte de una
suposición necesaria que hace un matemático para edificar una teoría. En cambio,
una conjetura representa simplemente una previsión sobre cómo el matemático cree
que se comportará su mundo. Para muchos no hubo otra solución que aceptar su
propia incapacidad para resolver el enigma de Riemann y se han limitado a adoptar
su previsión como hipótesis de trabajo. Si alguien consiguiese transformar la
hipótesis en teorema, todos aquellos resultados no demostrados se confirmarían.
Cuando apelan a la hipótesis de Riemann, los matemáticos están poniendo en
juego su reputación con la esperanza de que algún día alguien demuestre que la
intuición de este matemático era correcta. Hay quien no se limita a adoptarla como
hipótesis de trabajo: para Bombieri, el hecho de que los números primos se
comporten de la manera prevista por la hipótesis de Riemann es un artículo de fe. En
pocas palabras, la hipótesis de Riemann se ha convertido en una piedra angular en la
búsqueda de la verdad matemática. Si resultase falsa, destruiría completamente
nuestra confianza en la capacidad que tenemos de intuir el funcionamiento de las
cosas. Estamos ya tan seguros de que Riemann tenía razón que la alternativa exigiría
una revisión radical de nuestro modo de concebir el mundo matemático. En
particular, todos los resultados que creemos que existen más allá de la cumbre de
Riemann se desvanecerían en el vacío.
Sin embargo, una demostración de la hipótesis de Riemann significaría para los
matemáticos sobre todo la posibilidad de disponer de un procedimiento muy rápido y
absolutamente cierto para determinar, por ejemplo, un número primo de cien cifras o
de cualquier otra cantidad de cifras que elijamos. «¿Y qué?», se preguntará usted, con
toda la razón. A menos que sea matemático, la idea de que este hecho pueda tener
importantes consecuencias en su vida le parecerá harto improbable.
Encontrar números primos de cien cifras parece tan inútil como contar los granos
de arena de una playa. La mayor parte de la gente reconoce que las matemáticas están
en la base de la construcción de un avión o del desarrollo de la tecnología electrónica,
pero pocos esperarían que el esotérico mundo de los números primos tenga un
impacto directo en sus vidas. En realidad, todavía en los años cuarenta del pasado
siglo, G. H. Hardy opinaba igual: «Tanto un Gauss como otros matemáticos menos
importantes pueden alegrarse con razón del hecho de que, de todos modos, hay una
ciencia [la teoría de los números] cuya propia lejanía de las actividades humanas
ordinarias debería mantenerla amable y pura».
Sin embargo, más recientemente, los acontecimientos han tomado un nuevo cariz
que ha permitido a los números primos conquistar el centro del escenario del mundo
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sucio y despiadado del comercio. Los números primos ya no están encerrados en la
ciudadela matemática. En los años setenta tres científicos —Ron Rivest, Adi Shamir
y Leonard Adleman— transformaron la investigación sobre los números primos de
un juego desinteresado que se practicaba en las torres de marfil del mundo académico
en una aplicación comercial seria: explotando un descubrimiento de Pierre de Fermat
en el siglo XVII, los tres idearon un modo de utilizar los números primos para proteger
los números de nuestras tarjetas de crédito mientras viajan por los centros
comerciales electrónicos del mercado global. Cuando se propuso la idea por primera
vez en los años setenta nadie podía ni remotamente imaginar las dimensiones que
alcanzaría el comercio electrónico, pero hoy ese comercio no podría existir sin el
poder de los números primos. Cada vez que usted compra algo en una página de
Internet, su ordenador usa la seguridad que proporciona la existencia de números
primos de cien cifras. El sistema se llama RSA, a partir de las iniciales de sus tres
inventores. Actualmente se han usado ya más de un millón de números primos para
proteger el mundo del comercio electrónico.
Cualquier actividad comercial en Internet depende de los números primos de cien
cifras para mantener la seguridad de la transacción. Finalmente, la expansión del
comercio en Internet llevará a identificar a cada uno de nosotros mediante un número
primo personal. El hecho de saber cómo una demostración de la hipótesis de
Riemann puede contribuir a conocer la distribución de los números primos en el
universo de los números ha adquirido de pronto un interés comercial.
Lo extraordinario es que, si bien la construcción de ese código de seguridad
depende de los descubrimientos sobre números primos que Fermat realizó hace más
de trescientos años, su decodificación depende de un problema que todavía somos
incapaces de resolver. La seguridad de la codificación RSA depende de nuestra
incapacidad de responder a cuestiones fundamentales sobre los números primos.
Somos capaces de comprender la mitad de la ecuación, pero no la otra mitad. Por
tanto, cuanto más penetramos en el misterio de los números primos tanto menos
seguros se vuelven los códigos usados en Internet. Los números primos son la llave
del cerrojo que protege los secretos electrónicos del mundo. Por eso empresas como
AT&T o Hewlett-Packard están invirtiendo ingentes cantidades de dinero para
comprender las sutilezas de los números primos y de la hipótesis de Riemann: lo que
termine por descubrirse podría servir para descifrar códigos. Por esta razón la teoría
de los números y el mundo de los negocios han sellado tan extraña alianza. El mundo
de los negocios y los servicios de seguridad vigilan atentamente a los matemáticos
puros.
En consecuencia, no sólo los matemáticos se agitaron ante el anuncio de
Bombieri: ¿aquella solución de la hipótesis de Riemann iba a provocar el descalabro
del comercio electrónico? Enviaron a Princeton agentes de la NSA, la agencia de
seguridad nacional estadounidense, para averiguarlo. Sin embargo, mientras
matemáticos y agentes del contraespionaje se dirigían a Princeton, algunas personas
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empezaron a notar algo sospechoso en el correo electrónico de Bombieri.
Ciertamente se han asignado nombres extravagantes a algunas partículas elementales
descubiertas: gluones, hiperones csi, mesones encantados, quark —este último
[1]
gentileza del Finnegan’s Wake de James Joyce—. ¿Pero morones? ¡Desde luego que
no! Bombieri tiene la reputación de conocer al dedillo la hipótesis de Riemann, pero
quienes lo tratan personalmente saben que posee además un pérfido sentido del
humor.
Incluso el último teorema de Fermat había sido motivo de una inocentada cuando
se descubrió una laguna en la demostración que Andrew Wiles había propuesto en
Cambridge. Con el correo de Bombieri, la comunidad matemática se había dejado
embaucar otra vez: el ansia de volver a vivir la emoción levantada por la
demostración del último teorema de Fermat había llevado a los matemáticos a
precipitarse sobre el anzuelo que Bombieri había puesto a su alcance. Además, el
placer de reenviar un correo electrónico tan singular hizo que, mientras éste se
difundía rápidamente, la fecha del 1 de abril desapareciera del texto. Todo lo anterior,
en combinación con el hecho de que el correo se difundió en países en los que no se
[2]
celebra el April Fool’s Day provocó que la burla tuviera un éxito mucho mayor de
lo que su autor podía prever. Finalmente, Bombieri tuvo que confesar que su mensaje
era una broma. Mientras se aproximaba el siglo XXI, los números más fundamentales
de las matemáticas se mantenían en la más profunda oscuridad: quien reía el último
eran los números primos.
¿Cómo es posible que los matemáticos fuesen tan ingenuos como para creer a
Bombieri? Desde luego, no se trata de personas dispuestas a conceder trofeos
fácilmente. Antes de declarar que se ha demostrado un resultado, los matemáticos
exigen severísimas verificaciones, mucho más severas que cualquier otra disciplina.
Wiles lo comprendió cuando apareció la laguna en su primera demostración del
último teorema de Fermat: completar el noventa y nueve por ciento del rompecabezas
no es suficiente; la historia sólo recordará a quien coloque la última pieza. Y muy a
menudo la última pieza permanece oculta durante años.
La búsqueda del manantial secreto de donde brotaban los números primos estaba
en marcha desde hacía más de dos milenios; el aroma de aquel elixir había vuelto a
los matemáticos demasiado vulnerables al engaño de Bombieri. Durante años, la
simple idea de enfrentarse de algún modo a aquel problema tan difícil había
aterrorizado a muchos de ellos; sin embargo, con el fin de siglo ocurrió un hecho
singular: cada vez eran más numerosos los matemáticos dispuestos a hablar de la
posibilidad de abordarlo, y la demostración del último teorema de Fermat alimentó
todavía más la esperanza de resolver los grandes problemas.
Los matemáticos habían disfrutado de la atención que la solución de Wiles al
problema de Fermat había atraído sobre su gremio, y no cabe duda de que esa
sensación contribuyó a su deseo de creer a Bombieri. Un buen día, le propusieron a
Andrew Wiles que posase para un anuncio de pantalones. Ser matemático casi te
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hacía sentir sexy. Los matemáticos pasan mucho tiempo en un mundo que los colma
de emoción y de placer y, sin embargo, se trata de un placer que raramente pueden
compartir con el resto del mundo; ahora se presentaba la ocasión de levantar un
trofeo, de mostrar los tesoros que habían descubierto en sus largos y solitarios viajes.
La demostración de la hipótesis de Riemann hubiera sido un digno colofón
matemático al siglo XX, un siglo que se había iniciado con el reto de Hilbert a los
matemáticos de todo el mundo para que resolvieran aquel enigma. De los veintitrés
problemas de la lista de Hilbert, la hipótesis de Riemann era el único que alcanzaba
invicto el siglo XXI.
El 24 de mayo de 2000, con motivo del centenario del reto de Hilbert,
matemáticos y periodistas se reunieron en el Collège de France de París para escuchar
el anuncio de una nueva colección de siete problemas con los que se retaba a la
comunidad matemática ante el tercer milenio. Los proponía un pequeño grupo de
matemáticos de fama mundial formado, entre otros, por Andrew Wiles y Alain
Connes. Se trataba de problemas inéditos en todos los casos excepto uno, que ya
había formado parte de la lista de Hilbert: la hipótesis de Riemann. En homenaje a los
ideales capitalistas que caracterizaron el siglo XX, estos retos aumentaban su interés
con el añadido de un premio de un millón de dólares para cada uno: un incentivo
seguro para el joven físico inventado por Bombieri, en caso de que no se conformara
con la gloria.
La idea de los Problemas del Milenio se le ocurrió a Landon T. Clay, un hombre
de negocios de Boston que hizo fortuna con la compraventa de fondos de inversión
en un momento en que la bolsa iba viento en popa. A pesar de haber abandonado sus
estudios de matemáticas en Harvard, Clay siente una auténtica pasión por esta
disciplina, y quiere compartirla. Sabe que la fuerza que motiva a los matemáticos no
es el dinero: «Lo que espolea a los matemáticos es el deseo de verdad, la sensibilidad
ante la belleza, el poder y la elegancia de las matemáticas». Pero Clay no es ingenuo,
y como hombre de negocios sabe bien que un millón de dólares podrían inducir a un
nuevo Andrew Wiles a incorporarse a la cacería de soluciones de los grandes
problemas irresueltos. Y así ha sido: la página de Internet del Instituto Clay de
Matemáticas, donde se exponen al público los Problemas del Milenio, quedó
bloqueado por la gran cantidad de visitas que recibió.
Los siete Problemas del Milenio tienen un espíritu distinto de los veintitrés
problemas que Hilbert eligió un siglo antes: Hilbert había señalado el camino para los
matemáticos de su siglo; muchos de sus problemas eran inéditos, y alentaban un
cambio de actitud significativo respecto de las matemáticas. A diferencia del último
teorema de Fermat, que obligaba a concentrarse en un detalle, los veintitrés
problemas de Hilbert dirigían a la comunidad matemática hacia un modo de pensar
más conceptual. Hilbert ofrecía a los matemáticos la oportunidad de efectuar un
paseo en globo a gran altura sobre su disciplina, incitándolos a comprender la
configuración global del terreno en lugar de examinar una a una las rocas presentes
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en el paisaje matemático. Este nuevo punto de vista debe mucho a Riemann, quien
cincuenta años antes había iniciado ya la revolucionaria transición de las matemáticas
de una disciplina de fórmulas y ecuaciones a una disciplina de ideas y teorías
abstractas.
La elección de los siete Problemas del Milenio fue más conservadora: son los
Turner de la galería de arte de los problemas matemáticos, mientras que las
cuestiones de Hilbert constituían una colección más revolucionaria, más
vanguardista. El conservadurismo de los nuevos problemas es imputable en parte al
deseo de que las soluciones sean suficientemente definidas como para que quienes las
planteen puedan recibir el premio de un millón de dólares. Los Problemas del
Milenio son cuestiones que los matemáticos conocen desde hace ya décadas y, en el
caso de la hipótesis de Riemann, desde hace más de un siglo: se trata de un
compendio de clásicos.
Los siete millones de dólares que Clay puso sobre la mesa no suponen el primer
caso en que se ofrece dinero para la solución de un problema matemático. Por haber
demostrado el último teorema de Fermat, Wiles ingresó 75.000 marcos alemanes del
premio que ofreció Paul Wolfskehl en 1908. De hecho, fue la historia del premio
Wolfskehl lo que hizo que Wiles se fijara en Fermat a la impresionable edad de diez
años. Clay cree que, si consigue otro tanto con la hipótesis de Riemann, será un
dinero bien gastado. Más recientemente, dos editoriales, Faber & Faber de Gran
Bretaña y Bloomsbury de los Estados Unidos, han ofrecido un millón de dólares a
quien logre demostrar la conjetura de Goldbach, como reclamo publicitario para el
lanzamiento de la novela El tío Petros y la conjetura de Goldbach, de Apostolos
Doxiadis. Para ganar el premio había que explicar por qué todo número par puede
expresarse como suma de dos números primos. Sin embargo, los editores no
concedieron mucho tiempo a los posibles concursantes: la solución debía presentarse
antes de la medianoche del 15 de marzo de 2002 y, cosa absurda, el concurso sólo
estaba abierto a los residentes en Gran Bretaña y los Estados Unidos.
Según Clay, los matemáticos reciben escasas recompensas y poco reconocimiento
a sus desvelos; por ejemplo, no existe un premio Nobel de Matemática al que puedan
aspirar. En cambio, la medalla Fields puede ser considerada como el más importante
reconocimiento en el mundo matemático. A diferencia de los Nobel, que acostumbran
a concederse a científicos que se acercan al término de su carrera por los resultados
que han obtenido mucho antes, las medallas Fields están reservadas a los
matemáticos que todavía no hayan cumplido cuarenta años. Esta elección no está
basada en la opinión muy extendida de que los matemáticos se queman muy jóvenes:
John Fields, que concibió y dotó el premio, quería que los fondos sirvieran para
incentivar a los matemáticos más prometedores para que obtuvieran resultados aún
más importantes. Las medallas se otorgan cada cuatro años con motivo del Congreso
Internacional de Matemáticos, y las primeras se entregaron en Oslo en 1936.
El límite máximo de edad se respeta estrictamente. A pesar de lo extraordinario
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de la labor desarrollada por Andrew Wiles al demostrar el último teorema de Fermat,
el comité del premio no pudo otorgarle una medalla en el Congreso de Berlín de
1998, es decir, en la primera ocasión posible tras la aceptación definitiva de su
demostración, porque Wiles había nacido en 1953. Por supuesto, se acuñó una
medalla especial para conmemorar su empresa, pero no es comparable con el hecho
de ser miembro del ilustre club de los agraciados con una medalla Fields. Entre éstos
hay muchos de los protagonistas principales de nuestra historia: Enrico Bombieri,
Alain Connes, Atle Selberg, Paul Cohen, Alexandre Grothendieck, Alan Barker,
Pierre Deligne. Estos nombres suponen casi la quinta parte de la totalidad de las
medallas concedidas hasta ahora.
Pero los matemáticos no aspiran a la medalla Fields por dinero. En lugar de las
importantes sumas que ingresan los ganadores de un Nobel, la dotación que
acompaña a una medalla Fields es de unos modestos 15.000 dólares canadienses. Sin
embargo, los millones de Clay contribuirán a competir con el poderío económico de
los premios Nobel. Al contrario de lo que ocurre con la medalla Fields o con el
premio que ofrecieron Faber & Faber y Bloomsbury por la solución de la conjetura
de Goldbach, en este caso cualquiera puede aspirar a ganar el premio, con
independencia de su edad o nacionalidad, y sin más límite de tiempo para hallar la
solución que el inexorable tic-tac de la inflación.
De todas maneras, la recompensa económica no es el principal motivo que
empuja a los matemáticos a la caza de uno de los Problemas del Milenio, sino más
bien la embriagadora perspectiva de alcanzar la inmortalidad que las matemáticas
pueden conferir. Ciertamente, resolviendo uno de los problemas de Clay ganaría un
millón de dólares, pero eso no es nada en comparación con el hecho de inscribir el
propio nombre en el mapa intelectual de la civilización. La hipótesis de Riemann, el
último teorema de Fermat, la conjetura de Goldbach, el espacio de Hilbert, la función
tau de Ramanujan, el algoritmo de Euclides, el método del círculo de Hardy-
Littlewood, la serie de Fourier, la numeración de Gödel, un cero de Siegel, la fórmula
de la traza de Selberg, la criba de Eratóstenes, los números primos de Mersenne, el
producto de Euler, los enteros de Gauss: todos ellos son descubrimientos que han
llevado a la inmortalidad a los matemáticos que han desenterrado esos tesoros en el
curso de sus exploraciones sobre los números primos. Sus nombres sobrevivirán
mucho después de que nos hayamos olvidado de Esquilo, de Goethe o de
Shakespeare. Como explicaba G. H. Hardy, «las lenguas mueren, pero las ideas
matemáticas no. Inmortalidad quizá sea una palabra ingenua, pero un matemático
tiene más probabilidades que cualquier otro ser humano de alcanzar lo que aquella
palabra designa».
Los matemáticos que han luchado larga y fatigosamente en esta aventura épica
para comprender que los números primos son algo más que simples nombres inscritos
en el firmamento matemático. El tortuoso camino que ha seguido la historia de los
números primos es el resultado de vidas concretas, de un conjunto rico y variado de
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dramatis personae. Figuras históricas de la Revolución francesa y amigos de
Napoleón dan paso a modernos magos y a empresarios de Internet. Las historias de
un contable indio, de un espía francés que se libró de ser ejecutado y de un judío
húngaro fugitivo de la persecución de la Alemania nazi, tienen como denominador
común la obsesión por los números primos. Cada uno de estos personajes ofrece una
perspectiva única en su intento de añadir el propio nombre al cuadro de honor
matemático. Los números primos han unido a los matemáticos a través de muchas
fronteras nacionales: China, Francia, Grecia, América, Noruega, Australia, Rusia,
India y Alemania son sólo algunos de los países que han aportado miembros
prominentes a la tribu nómada de los matemáticos que cada cuatro años se reúne en
un congreso internacional para narrar las historias de sus viajes.
No sólo es el deseo de dejar una impronta en el pasado lo que motiva a los
matemáticos. Igual que ocurrió cuando Hilbert osó posar su mirada sobre lo
desconocido, la demostración de la hipótesis de Riemann supondría el comienzo de
una nueva aventura. Cuando Wiles tomó la palabra en la conferencia de prensa
convocada para anunciar los premios Clay, insistió en subrayar que los problemas no
son la meta final:
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2
LOS ÁTOMOS DE LA ARITMÉTICA
Cuando las cosas se vuelven demasiado complicadas, a veces tiene sentido parar y
preguntarse: ¿he planteado la pregunta correcta?
ENRICO BOMBIERI
«Prime Territory», en The Sciences
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fue un símbolo del poder de predicción de las matemáticas en un período, la primera
mitad del siglo XIX, en que la ciencia estaba en plena eclosión. Si bien los astrónomos
habían descubierto el planeta por casualidad, un matemático había puesto en juego la
capacidad analítica necesaria para explicar qué ocurriría a continuación.
A pesar de que el nombre de Gauss todavía era desconocido en la comunidad
astronómica, su joven voz ya había dejado una impronta formidable en el mundo
matemático. Gauss había conseguido trazar la trayectoria de Ceres, pero su auténtica
pasión era la de identificar estructuras regulares en el mundo de los números. Para él,
el universo de los números suponía un reto más importante: hallar estructura y orden
donde los demás sólo veían caos. Con excesiva frecuencia se usan epítetos como niño
prodigio y genio de las matemáticas, pero pocos matemáticos tendrían nada que
objetar al hecho de que tales calificativos se atribuyan a Gauss. El simple número de
ideas nuevas y descubrimientos que produjo incluso antes de cumplir los veinticinco
años parece inexplicable.
Gauss nació en una familia de modestos trabajadores de Brunswick (Alemania)
en 1777. A los tres años corregía las cuentas de su padre; a los diecinueve, su
descubrimiento de una magnífica construcción geométrica de una figura de 17 lados
le convenció de que debía dedicar su vida a las matemáticas. Antes que él, los
antiguos griegos habían demostrado que era posible construir un pentágono perfecto
usando sólo regla y compás. Desde entonces nadie había sido capaz de demostrar
cómo utilizar aquellos simples instrumentos para construir otros polígonos perfectos,
llamados polígonos regulares, con un número primo de lados. La excitación de Gauss
cuando descubrió la manera de construir aquella figura perfecta de 17 lados lo
empujó a dar comienzo a un diario matemático que mantuvo durante los siguientes
dieciocho años. Este diario, que quedó en manos de su familia hasta 1898, se
convirtió en uno de los documentos más importantes de la historia de las
matemáticas, entre otras razones porque confirmó que Gauss había probado, sin
publicarlos, muchos resultados que otros matemáticos intentaron demostrar hasta
bien entrado el siglo XIX.
Entre las primeras contribuciones matemáticas de Gauss, una de las principales
fue la invención de la calculadora de reloj. No se trataba de una máquina material,
sino de una idea que abría la posibilidad de hacer matemáticas con números que hasta
aquel momento habían sido considerados inabordables. La calculadora de reloj se
basa en el mismo principio que los relojes convencionales. Si su reloj marca las 9 y le
añade 4 horas, la manecilla se colocará sobre la una. De igual manera, la calculadora
de reloj de Gauss da 1 como resultado de 9 + 4. Si Gauss deseaba realizar un cálculo
más complicado, como por ejemplo 7 × 7, la calculadora de reloj daba como
resultado el resto que se obtiene al dividir 49 (es decir, 7 × 7) entre 12. El resultado es
otra vez 1.
Sin embargo, la potencia y velocidad de la calculadora de reloj comenzaba a
ponerse de manifiesto cuando Gauss quería calcular 7 × 7 × 7. En lugar de multiplicar
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otra vez 49 por 7, Gauss podía limitarse a multiplicar 7 por el último resultado
obtenido, es decir 1, para obtener la respuesta, que es 7. De esta forma, sin tener que
calcular 7 × 7 × 7 —que da 343— podía saber sin gran esfuerzo que aquel resultado,
al dividirlo por 12, daba como resto 7. La calculadora demostró toda su potencia
cuando Gauss empezó a utilizarla con grandes números, que sobrepasaban sus
propias capacidades de cálculo. Incluso sin tener ni idea del valor de 799, su
calculadora de reloj le decía que ese número dividido entre 12 daría 7 como resto.
Gauss se dio cuenta de que en los relojes de 12 horas no había nada de especial.
Por ello introdujo la idea de una aritmética del reloj —o aritmética modular, como se
llama a veces— basada en relojes con cualquier número de horas. Por ejemplo, si
insertamos el número 11 en una calculadora de reloj de 4 horas, obtendremos 3 como
respuesta ya que al dividir 11 entre 4 el resto que se obtiene es 3. Los estudios de
Gauss sobre este nuevo tipo de aritmética revolucionaron las matemáticas de
principios del siglo XIX. Así como el telescopio había permitido a los astrónomos
vislumbrar nuevos mundos, la invención de la calculadora de reloj ayudó a los
matemáticos a descubrir en el universo de los números estructuras que habían estado
ocultas durante generaciones. Todavía hoy la aritmética modular de Gauss es
fundamental para la seguridad en Internet, donde se utilizan relojes con cuadrantes
divididos en más horas que átomos existen en el universo observable.
Gauss, hijo de padres pobres, tuvo la suerte de poder sacar provecho de su talento
matemático. Había nacido en una época en que las matemáticas eran todavía una
actividad privilegiada, financiada por cortesanos y mecenas, o practicada a ratos
libres por aficionados como Pierre de Fermat. El protector de Gauss era Carl Wilhelm
Ferdinand, duque de Brunswick. La familia de Ferdinand siempre había apoyado la
cultura y la economía del ducado. Su padre había sido el fundador del Collegium
Carolinum, una de las universidades técnicas más antiguas de Alemania. Ferdinand,
imbuido del ethos paterno según el cual la instrucción era la base de los éxitos
comerciales de Brunswick, estaba siempre al acecho de talentos dignos de apoyo.
Coincidió por primera vez con Gauss en 1791, y quedó tan impresionado por sus
capacidades que se ofreció a financiar los estudios de aquel joven en el Collegium
Carolinum para que pudiera así desarrollar su indiscutible potencial.
Lleno de gratitud, Gauss dedicó su primer libro al duque en 1801. Aquel libro,
titulado Disquisitiones arithmeticae, recogía muchos de los descubrimientos sobre las
propiedades de los números que Gauss había anotado en sus diarios. Todo el mundo
reconoce que no se trata de un simple compendio de observaciones sobre los
números, sino que supone el anuncio del nacimiento de la teoría de los números como
disciplina independiente. Su publicación hizo de la teoría de los números «la reina de
las matemáticas», como siempre le gustó a Gauss definirla. Y si esa teoría era una
reina, las joyas engarzadas en su corona eran los números primos, los números que
habían fascinado y atormentado a generaciones enteras de matemáticos.
La prueba más antigua del conocimiento de los humanos sobre las propiedades
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especiales de los números primos es un hueso que data del 6500 a. C. El hueso,
llamado de Ishango, se descubrió en 1960 en las montañas de Africa ecuatorial. Tiene
grabadas tres columnas con cuatro series de muescas. En una de las columnas
encontramos 11, 13, 17, 19 muescas, es decir, la lista de los números primos
comprendidos entre 10 y 20. También las otras columnas parecen tener significados
de naturaleza matemática. No está claro si este hueso, que se conserva en el Instituto
Real de las Ciencias Naturales de Bruselas, representa realmente uno de los primeros
intentos que hicieron nuestros antepasados para entender los números primos o si se
trata de una selección de números que resultan ser primos por casualidad. Sin
embargo, no podemos excluir la posibilidad de que se trate de la primera incursión
humana en los números primos.
Algunos sostienen que la civilización china fue la primera en oír el tamtam de los
números primos. Los chinos atribuían características femeninas a los números pares y
masculinas a los impares, pero además de esa nítida separación, consideraban
afeminados los impares que no son primos, como el 15. Hay pruebas de que, antes
del 1000 a. C., los chinos habían ideado un método muy concreto para comprender
qué hace especiales a los números primos entre todos los números. Si tomamos 15
alubias podemos distribuirlas en un rectángulo perfecto compuesto por tres columnas
de cinco alubias. En cambio, si tomamos 17 alubias sólo podremos construir un
rectángulo de una fila de 17 alubias. Para los chinos, los números primos eran
números viriles que resistían cualquier intento de descomponerlos en producto de
números menores.
Si bien a los antiguos griegos también les gustaba atribuir cualidades sexuales a
los números, fueron ellos los que descubrieron, en el siglo IV a. C., la fuerza real de
los números primos como elementos básicos para la construcción de todos los demás.
Comprendieron que todo número puede ser construido multiplicando entre sí
números primos. Aunque se equivocaron al creer que el fuego, el aire, el agua y la
tierra constituían la base de la materia, acertaron al identificar los átomos de la
aritmética. Durante siglos los químicos intentaron en vano identificar los elementos
constitutivos básicos de su disciplina, hasta que la búsqueda iniciada por los antiguos
griegos culminó en la tabla periódica de los elementos de Dimitri Mendeleyev. En
cambio, a pesar de disfrutar de la ventaja de la identificación por los griegos de los
elementos básicos de la aritmética, los matemáticos todavía se debaten en sus intentos
por descubrir su tabla de los números primos.
Hasta donde sabemos fue Eratóstenes, gran bibliotecario del importantísimo
centro cultural de la Grecia antigua que fue Alejandría, el primero en producir tablas
de números primos. Como una especie de antiguo Mendeleyev de las matemáticas, en
el siglo III a. C., Eratóstenes ideó un procedimiento razonablemente sencillo para
determinar qué números eran primos entre los comprendidos, por ejemplo, entre 1 y
1.000. Para empezar, escribía la secuencia entera de números; a continuación tomaba
el menor primo, es decir 2, y a partir de él tachaba de la lista un número de cada dos:
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como son divisibles entre 2, todos los tachados no son primos. Entonces pasaba al
siguiente número no tachado, es decir 3, y a partir de él tachaba de la lista un número
de cada tres: como todos esos números son divisibles entre 3, no son primos.
Continuaba el proceso tomando el siguiente número no tachado y suprimiendo de la
lista todos sus múltiplos. Con este proceso sistemático construyó tablas de números
primos, y este método recibió el nombre de criba de Eratóstenes: cada nuevo número
primo crea una «criba», un cedazo que Eratóstenes utiliza para eliminar una parte de
los números que no son primos. En cada nueva fase del proceso las dimensiones de la
malla cambian y, cuando Eratóstenes llega a 1.000, los únicos números
supervivientes del proceso de selección son los primos.
Cuando Gauss era un jovencito recibió como regalo un libro que contenía una
lista de varios millares de números primos que probablemente se había construido
utilizando los antiguos cedazos numéricos. Para Gauss, aquellos números aparecían
desordenadamente. Predecir la órbita elíptica de Ceres había sido ya suficientemente
difícil, pero el reto de los números primos tenía más en común con la empresa casi
imposible de analizar la rotación de cuerpos celestes del tipo de Hiperión, uno de los
satélites de Saturno, que tiene forma de hamburguesa. A diferencia de nuestra Luna,
Hiperión no es en absoluto estable desde el punto de vista gravitacional, y por esa
razón gira caóticamente sobre sí mismo. De todos modos, por más que la rotación de
Hiperión o las órbitas de algunos asteroides sean caóticas, por lo menos sabemos que
su comportamiento viene determinado por la atracción gravitacional del Sol y de los
planetas; en cuanto los números primos, no tenemos ni la más ligera idea de qué
fuerzas los atraen o los repelen. Cuando escrutaba sus tablas numéricas, Gauss no
conseguía determinar ninguna regla que le indicara cuánto tenía que saltar para hallar
el siguiente número primo. ¿Podría ser que los matemáticos debieran resignarse a
aceptar que esos números han sido elegidos al azar por la naturaleza, que hubieran
sido fijados como estrellas en el cielo nocturno, sin pies ni cabeza? Gauss no podía
aceptar semejante idea: la motivación primaria en la vida de un matemático es
determinar estructuras ordenadas, descubrir y explicar las reglas que están en los
cimientos de la naturaleza, prever qué sucederá a continuación.
LA BÚSQUEDA DE MODELOS
1, 3, 6, 10, 15, …
1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, …
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1, 2, 3, 5, 7, 11, 15, 22, 30, …
Muchas preguntas asaltan la mente matemática ante listas así: ¿cuál es la regla
que está detrás de la creación de cada sucesión? ¿Es posible predecir el siguiente
elemento? ¿Se puede determinar una fórmula que nos permita calcular el centésimo
término de la sucesión sin que sea necesario calcular los 99 anteriores?
La primera de las tres sucesiones anteriores está formada por los llamados
números triangulares. El décimo número de la lista es el número de alubias
necesarias para construir un triángulo de diez filas que comience con una fila de una
única alubia y que termine con una fila de diez alubias. Por esta razón, el enésimo
número triangular se obtiene simplemente sumando los primeros N números: 1 + 2 +
3 + … + N. Si deseamos determinar el centésimo número triangular tenemos ya un
método largo y laborioso: atacar frontalmente el problema sumando los 100 primeros
números de la sucesión.
El maestro de la escuela a la que asistía Gauss tenía por costumbre poner este
problema a sus alumnos, con la seguridad de que tardarían en resolverlo el tiempo
suficiente para que él pudiera echar una cabezadita. A medida que terminaban el
problema, los alumnos se levantaban y ponían su pizarra en una pila ante el maestro.
Mientras los demás alumnos apenas se habían puesto a la tarea, en pocos segundos
Gauss, con diez años, había dejado ya su pizarra sobre el escritorio del maestro.
Furioso, éste creyó que el joven Gauss estaba siendo insolente, pero cuando miró la
pizarra, vio que la respuesta —5.050— estaba allí, sin un solo paso de cálculo. El
maestro pensó que Gauss había hecho trampa de un modo u otro, pero el alumno
explicó que bastaba con insertar N = 100 en la fórmula 1/2 × (N + 1) × N, para
obtener el centésimo término de la sucesión sin tener que calcular ningún otro
término.
Gauss no había atacado el problema directamente, sino que se había aproximado a
él lateralmente. El mejor modo de descubrir cuántas alubias hay en un triángulo de
100 filas, razonó, era tomar otro triángulo igual, darle la vuelta y ponerlo al lado del
primero. Ahora Gauss tenía un rectángulo de 100 filas, de 100 alubias cada una, y
calcular el número total de alubias de este rectángulo formado por dos triángulos era
muy fácil: el total de alubias es 101 × 100 = 10.100. Por tanto, un único triángulo
contenía la mitad de ese número de alubias, es decir, 1/2 × 101 × 100 = 5.050.
Además, el número 100 no tiene nada de especial: si lo sustituimos por N
obtendremos la fórmula 1/2 × (N + 1) × N.
La siguiente figura ilustra el razonamiento en el caso de un triángulo de 10 filas
en lugar de 100.
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Una ilustración del método usado por Gauss para demostrar su fórmula para el cálculo de los
números triangulares.
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matemáticos árabes en un intento fracasado de sacar las matemáticas europeas de los
oscuros siglos de la Alta Edad Media.
Sin embargo, fueron los conejos los que le confirieron la inmortalidad en el
mundo matemático. Según su modelo de reproducción, cada nueva estación
tendremos un número de parejas de conejos que siguen una pauta regular. Este
esquema está basado en dos reglas: cada pareja madura de conejos producirá una
nueva pareja de conejos por estación, y cada nueva pareja necesitará una estación
para llegar a la madurez sexual.
Pero los números de Fibonacci no sólo gobiernan el mundo de los conejos. Esta
sucesión aparece en la Naturaleza de mil maneras distintas. El número de pétalos de
una flor es siempre un número de Fibonacci, y también el número de espirales de una
piña de abeto. Y el crecimiento de una concha marina a lo largo del tiempo sigue la
progresión de los números de Fibonacci.
¿Existe una fórmula rápida que, como la de Gauss para los números triangulares,
permita determinar el centésimo número de Fibonacci? También en este caso, la
primera impresión es que tendremos que calcular los 99 términos anteriores, ya que
para determinar el centésimo término necesitamos conocer el nonagésimo octavo y el
nonagésimo noveno. ¿Puede ser que exista una fórmula que nos determine este
centésimo término insertando simplemente el número 100? Tal fórmula existe, pero
su determinación es mucho más complicada que la regla que nos permite determinar
esos otros números.
La fórmula para generar los números de Fibonacci se basa en un número especial
llamado número de oro o proporción áurea, un número que empieza por 1,61803…
Igual que π, la proporción áurea es un número cuya expresión decimal no tiene fin,
no manifiesta ninguna regularidad y, sin embargo, encierra las que a lo largo de los
siglos han sido consideradas como las proporciones perfectas. Si examinamos los
lienzos que se exponen en el Louvre o en la Tate Gallery, descubriremos que con
mucha frecuencia el artista ha elegido un rectángulo cuyos lados están en la
proporción de 1 a 1,61803. Además, los experimentos revelan que entre la altura de
una persona y la distancia que separa sus pies del ombligo se conserva esa misma
proporción numérica. La aparición de la proporción áurea en la naturaleza tiene algo
de misterioso. El enésimo número de Fibonacci puede expresarse mediante una
fórmula construida a partir de la enésima potencia de la proporción áurea.
Dejaremos la tercera sucesión numérica —1, 2, 3, 5, 7, 11, 15, 22, 30, …— como
un reto estimulante sobre el cual volveremos más adelante. Sus propiedades
contribuyeron a consolidar la fama de uno de los personajes más fascinantes de las
matemáticas del siglo XX: Srinivasa Ramanujan, que poseía una extraordinaria
habilidad para descubrir nuevas estructuras y fórmulas en zonas de las matemáticas
en las que otros se habían encallado.
En la Naturaleza no sólo se encuentran los números de Fibonacci: el reino animal
también conoce los números primos. Existen dos especies de cigarras llamadas
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Magicicada septendecim y Magicicada tredecim que viven a menudo en el mismo
medio. Tienen ciclos de vida de 17 y 13 años respectivamente. Durante todos esos
años se alimentan de la savia de las raíces de los árboles. Luego, en el último año del
ciclo, se metamorfosean de crisálidas en adultos completamente formados y salen del
suelo en masa. Asistimos a un acontecimiento extraordinario cuando, cada 17 años,
los ejemplares de Magicicada septendecim se apoderan del bosque en una sola noche.
Entonan su potente canto, se aparean, se alimentan, ponen sus huevos, y al cabo de
seis semanas, mueren. El bosque vuelve al silencio durante otros 17 años. Pero ¿por
qué esas dos especies han elegido como duración de su vida un número primo de
años?
Hay diversas explicaciones posibles; como las dos especies han desarrollado
ciclos de vida que duran un número primo de años, es raro que aparezcan el mismo
año. En efecto, ambas especies deberán compartir el bosque solamente una vez cada
13 x 17 = 221 años. Imaginemos lo que sucedería en el caso de elegir ciclos de años
no primos, por ejemplo 18 y 12. En el mismo período de 221 años se habrían
encontrado en sincronía seis veces, exactamente en los años 36, 72, 108, 144, 180 y
216, es decir, en los años compuestos de los números primos que son divisores de 18
y de 12. Los números primos 13 y 17, por tanto, evitaban a las dos especies de cigarra
una competencia excesiva.
La aparición de un hongo que se presentaba simultáneamente con las cigarras nos
ofrece otra posible explicación. Para las cigarras aquel hongo era letal, y por esa
razón desarrollaron un ciclo de vida que les permitiera evitarlo. Al pasar a un ciclo de
17 o 13 años, las cigarras se han asegurado de aparecer en el mismo año que el hongo
con mucha menor frecuencia de la que se daría si sus ciclos de vida durasen un
número no primo de años. Para las cigarras, los números primos no eran una simple
curiosidad abstracta, sino la clave de la supervivencia.
Por más que la evolución hubiere descubierto algunos números primos a las
cigarras, los matemáticos necesitaban un método más sistemático para obtenerlos.
Entre todos los enigmas numéricos, la lista de los números primos era el lugar donde,
más que en ningún otro, los matemáticos buscaban una fórmula secreta. Sin embargo,
debemos ser cautos al pensar que en el mundo matemático hay estructura y orden en
todos los rincones. A lo largo de la historia han sido muchos los que se han perdido
en el vano intento de determinar una estructura escondida en la expresión decimal de
π, uno de los números más importantes de las matemáticas. Precisamente ha sido su
importancia la que ha alimentado intentos desesperados por descubrir mensajes bajo
su caótica expresión decimal. Si una vida alienígena utilizaba los números primos
para atraer la atención de Ellie Arroway al principio de la novela de Carl Sagan
Contacto, el mensaje último del libro está escondido en las profundidades de la
sucesión decimal de π, en la que repentinamente aparece una serie de ceros y de unos
definiendo unas pautas que revelarían «la existencia de una inteligencia anterior al
Universo». En la película π, Darren Aronofsky también juega con este célebre icono
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cultural.
A modo de advertencia para aquellos que se sientan fascinados ante la idea de
descubrir mensajes escondidos en números como π, los matemáticos han conseguido
demostrar que la mayoría de los números decimales esconden, en alguna parte de sus
expresiones decimales infinitas, cualquier secuencia de números que deseemos. Por
ello, existe una elevada probabilidad de que π contenga el programa informático para
escribir el libro del Génesis si lo buscamos con paciencia suficiente. En resumen,
para buscar estructuras escondidas en las matemáticas es preciso determinar el punto
de vista correcto; su importancia se hace evidente cuando se examina desde
perspectivas distintas. Lo mismo ocurría con los números primos. Armado con sus
tablas de números primos y con su talento para el pensamiento lateral, Gauss estaba
preparado para determinar el ángulo y la perspectiva correctos desde donde examinar
los números primos de forma que, tras su fachada caótica, pudiera surgir un orden
antes oculto.
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demostrando la verdad o la falsedad de las hipótesis de Fermat. Ciertamente, el
último teorema de Fermat siempre ha recibido el nombre de teorema y no de
conjetura, pero se trata de un caso insólito, que probablemente se debe a que en sus
notas garabateadas en la copia de la Arithmetica de Diofanto, Fermat afirmaba poseer
una maravillosa demostración que desgraciadamente era demasiado larga para caber
en el margen de la página. Fermat nunca transcribió en parte alguna su presunta
demostración, y esos comentarios al margen se convirtieron en la mayor broma
matemática de la historia. Hasta que Andrew Wiles proporcionó una argumentación,
una demostración del porqué de la inexistencia de soluciones interesantes de la
ecuación de Fermat, el último teorema siguió siendo una mera hipótesis, simplemente
un buen deseo.
La anécdota escolar de Gauss resume perfectamente el paso de la suposición al
teorema mediante la demostración. Gauss concibió una fórmula que, según su
previsión, podía producir cualquier número triangular. ¿Cómo podía tener la
seguridad de que la fórmula siempre funcionaría? Evidentemente, puesto que la
sucesión tiene una longitud infinita, no podía verificar la fórmula sobre cada número
de la sucesión para comprobar la corrección del resultado. Por tanto, recurrió a la
potente arma de la demostración matemática. Su método de combinar dos triángulos
para construir un rectángulo aseguraba que la fórmula funcionaría siempre sin
necesidad de hacer un número infinito de cálculos. Por el contrario, el método ideado
en el siglo XVII para verificar la primalidad con base en el cálculo de 2N fue rechazado
por el tribunal de las matemáticas en 1819: el método funciona correctamente hasta
340, pero a continuación determina 341 como número primo. Ahí es donde falla la
verificación, ya que 341 = 11 × 31. Esta excepción no pudo ser descubierta hasta que
fue posible usar una calculadora de reloj de Gauss con 341 horas para simplificar el
análisis de un número como 2341, que en una calculadora convencional tiene más de
100 cifras.
El matemático de Cambridge G. H. Hardy, autor de la Apología de un
matemático, solía comparar el proceso de descubrimiento y demostración
matemáticos con el trabajo de un cartógrafo que estudia paisajes lejanos: «Siempre he
pensado en el matemático en primer lugar como un observador: un hombre que
escruta una remota cadena montañosa y anota sus observaciones». Cuando el
matemático ha observado la montaña a distancia, su siguiente labor consiste en
explicar a los demás cómo alcanzarla.
Se comienza en un lugar donde el paisaje nos es familiar y no hay sorpresas que
temer; en esa región conocida se encuentran los axiomas de las matemáticas, las
verdades numéricas evidentes, junto con las proposiciones que ya han sido
demostradas. Una demostración es como un sendero que, a través del paisaje
matemático, conduce desde ese territorio familiar hasta cumbres remotas. El avance
está ligado al respeto de las reglas de la deducción que, al igual que los movimientos
permitidos a una pieza de ajedrez, prescriben qué pasos está permitido dar en ese
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mundo. A veces se llega a lo que parece un punto muerto, lo que obliga a uno de los
característicos pasos laterales, cambios de dirección o incluso retrocesos para superar
el obstáculo. Quizá para continuar el ascenso es necesario esperar a que se inventen
nuevos instrumentos, como las calculadoras de reloj de Gauss.
En palabras de Hardy, el observador matemático
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ser engañosas. Mientras que el ethos de cualquier otra ciencia establece que las
pruebas experimentales son lo único realmente fiable, los matemáticos han aprendido
a no fiarse nunca de los datos numéricos sin una demostración.
En cierto sentido, la naturaleza etérea de las matemáticas como disciplina de la
mente hace al matemático más propenso a proporcionar demostraciones para dar una
sensación de realidad a ese mundo. Los químicos pueden estudiar tranquilamente la
molécula real de futboleno, la secuencia del genoma supone un problema concreto
para el genetista, incluso los físicos pueden comprobar la realidad de las minúsculas
partículas subatómicas o de un remoto agujero negro; en cambio, el matemático se
encuentra en la tesitura de tener que comprender objetos que no poseen ninguna
realidad física evidente: formas geométricas en ocho dimensiones o números primos
tan grandes que superan el número de átomos del universo. Ante tan monstruosa lista
de conceptos abstractos la mente puede hacer jugarretas extrañas, y sin una
demostración se correría el riesgo de crear auténticos castillos de naipes. En las
demás disciplinas científicas la observación y el experimento sirven para validar la
realidad de un objeto de estudio, pero si los demás científicos pueden usar los ojos
para ver esa realidad física, los matemáticos tienen que confiar en la demostración
matemática, como si de un sexto sentido se tratara, para gestionar su invisible objeto
de estudio.
Intentar demostrar pautas que ya han sido identificadas es, además, un gran
catalizador para ulteriores descubrimientos matemáticos. Muchos matemáticos
opinan que sería mejor si los problemas de ese tipo no se resolvieran nunca, habida
cuenta de las nuevas maravillas matemáticas que se encuentran por el camino. Tales
problemas le ofrecen al matemático pionero la posibilidad de explorar territorios cuya
existencia jamás habría imaginado cuando empezó su travesía.
Pero quizás el argumento más convincente para justificar por qué la cultura
matemática da tanto valor al hecho de demostrar la verdad de un aserto sería que, a
diferencia del resto de las ciencias, puede permitirse el lujo de hacerlo. ¿En cuántas
disciplinas existe algo comparable a la posibilidad de afirmar que la fórmula de
Gauss para los números triangulares no dejará nunca de dar la respuesta correcta? Es
posible que las matemáticas sean una materia etérea, circunscrita a la mente, pero su
falta de realidad tangible está más que compensada por la certeza que proporcionan
las demostraciones.
A diferencia de lo que sucede en otras ciencias cuyo modelo del mundo puede
desmoronarse en una generación, la demostración en matemáticas nos permite
establecer con certeza absoluta que los hechos relativos a los números primos no
cambiarán a la luz de futuros descubrimientos. Las matemáticas son una pirámide en
la que cada generación edifica sobre lo realizado por la que la precedió sin necesidad
de temer ningún hundimiento. Es esta indestructibilidad lo que hace tan apasionante
el hecho de ser matemático: para ninguna otra ciencia se puede afirmar que lo que
establecieron los antiguos griegos continúa siendo cierto. Hoy en día podemos reírnos
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de su idea de la materia compuesta por fuego, aire, agua y tierra; y quizá las futuras
generaciones contemplarán la lista de 109 átomos de los que consta la tabla periódica
de los elementos de Mendeleyev con el mismo desprecio con que nosotros
consideramos el modelo del mundo químico que elaboraron los griegos. En cambio,
todo matemático empieza su formación aprendiendo lo que los antiguos griegos
demostraron sobre los números primos.
Los miembros de otros departamentos universitarios envidian la certeza que la
demostración da al matemático al menos tanto como se burlan de ella. La estabilidad
que crea la demostración matemática conduce a la auténtica inmortalidad citada por
Hardy; a menudo es ésa la razón por la cual personas que están rodeadas de un
mundo de inseguridades se sienten atraídas por esta disciplina. En muchos casos el
mundo matemático ha ofrecido refugio a jóvenes mentes deseosas de evadirse de un
mundo real que no conseguían afrontar.
Nuestra fe en la indestructibilidad de una demostración se refleja en las reglas que
gobiernan la asignación de los premios para quien resuelva los Problemas del Milenio
de Clay: el premio monetario se ingresa al cabo de dos años de la publicación de la
demostración, y una vez que ésta ha recibido la aceptación general de la comunidad
matemática. Naturalmente, ello no garantiza completamente que la demostración esté
libre de errores, pero reconoce un hecho que todos aceptamos: es posible determinar
la existencia de errores en una demostración sin tener que esperar durante años a que
aparezcan nuevas pruebas. Si hay un error deberá estar ahí, en la página que tenemos
delante.
¿Son arrogantes los matemáticos por opinar que tienen acceso a demostraciones
absolutas? ¿Puede sostenerse que la demostración de que cualquier número puede
expresarse como producto de números primos tiene la misma probabilidad de ser
refutada que la física newtoniana o la teoría de la indivisibilidad del átomo? La
mayoría de los matemáticos creen que las investigaciones futuras nunca supondrán la
destrucción de los axiomas relativos a los números, que se consideran verdades
incontestables. Según ellos, si se aplican correctamente las leyes de la lógica para
edificar sobre aquellas bases, se producirán demostraciones de los asertos sobre
números que nunca serán invalidadas por nuevas intuiciones. Es posible que se trate
de una idea ingenua desde el punto de vista filosófico, pero ciertamente se trata del
principio fundamental de la secta de los matemáticos.
Mencionemos además la excitación emotiva que se adueña del matemático al
trazar nuevos recorridos en el mapa de las matemáticas: hay una increíble sensación
de euforia al descubrir una vía para alcanzar la cima de una montaña lejana que ha
sido atisbada desde hace generaciones. Es como crear una historia maravillosa o una
pieza musical que transporta a la mente desde lo familiar hasta lo desconocido. Es
grandioso ser el primero en entrever la posible existencia de una montaña remota
como el último teorema de Fermat o la hipótesis de Riemann, pero no se puede
comparar con la satisfacción de explorar las tierras que nos conducen a tal fin. Quizá
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los que más adelante recorran la pista trazada por aquel pionero experimentarán en
parte el sentido de elevación espiritual que acompañó el primer momento de epifanía
en el descubrimiento de una nueva demostración. Esa es la razón por la cual los
matemáticos siguen valorando la búsqueda de la demostración aunque estén
absolutamente convencidos de la certeza de cosas como la hipótesis de Riemann: en
matemáticas, el viaje es tan importante como la conquista de la meta.
Las matemáticas ¿son un acto de creación o de descubrimiento? Muchos
matemáticos oscilan entre la sensación de ser creativos y la de descubrir verdades
científicas absolutas. A menudo las ideas matemáticas pueden parecer muy
personales y ligadas a la mente creativa que las concibió; sin embargo, esta impresión
tiene su contrapeso en la convicción de que la naturaleza lógica de la disciplina
implica que todos los matemáticos viven un mismo mundo matemático, un mundo
lleno de verdades inmutables. Esas verdades sólo esperan a ser desenterradas, y no
existe ningún pensamiento creativo que pueda plantearse la discusión sobre su
existencia. Hardy expresa perfectamente esta tensión entre creación y descubrimiento
con la que luchan los matemáticos: «Defiendo que la realidad matemática se sitúa
fuera de nosotros, que nuestra función es descubrirla u observarla y que los teoremas
que demostramos y describimos con grandilocuencia como nuestras “creaciones” no
son más que las notas de nuestras observaciones». Pero en otros momentos opta por
una descripción más artística del proceso de hacer matemáticas: «Las matemáticas no
son una disciplina contemplativa, sino creativa», escribe en Apología de un
matemático, un libro que Graham Greene colocó junto a los diarios de Henry James
como los mejores ejemplos de lo que significa ser un artista creativo.
Por más que los números primos, junto con otros elementos de las matemáticas,
sobrepasen las barreras culturales, mucha matemática es creativa y producto de la
psique humana. Ocurre a menudo que las demostraciones, las historias que cuentan
los matemáticos sobre su disciplina, pueden ser narradas de diversas maneras:
probablemente la demostración de Wiles del último teorema de Fermat resultará a
oídos extraños tan misteriosa como el ciclo del Anillo de Wagner. Las matemáticas
son un arte creativo sujeto a reglas rígidas, como escribir poesía o tocar blues: los
matemáticos están limitados por los pasos lógicos que tienen que seguir para dar
forma a sus demostraciones; pero a pesar de todo, en el interior de esas rígidas reglas
aún existe una gran libertad. De hecho, la belleza de crear obedeciendo a un sistema
de reglas está en que nos vemos empujados hacia nuevas direcciones y hallamos
cosas que nunca esperaríamos descubrir si no nos hubiéramos dejado llevar. Los
números primos son como las notas de una escala musical, y cada cultura ha elegido
tocar esas notas de una determinada manera, revelando más de lo que era de esperar
sobre influencias sociales e históricas. La historia de los números primos es un espejo
social como lo es el descubrimiento de verdades eternas. El floreciente amor por las
máquinas en los siglos XVII y XVIII se reflejó en un enfoque muy práctico,
experimental, del estudio de los números primos; en contraste, la Europa de las
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revoluciones produjo una atmósfera que favoreció la aplicación de ideas abstractas,
nuevas y audaces, en su análisis. La elección sobre cómo narrar el viaje es específica
de cada cultura particular.
Los antiguos griegos fueron los primeros en narrar esas historias. Comprendieron
el poder de las demostraciones en la búsqueda de los caminos definitivos que en el
mundo matemático conducen a las montañas. Una vez coronadas, se desvanece para
siempre el miedo de que aquellas montañas sean un remoto espejismo matemático.
Por ejemplo, ¿cómo podemos estar realmente seguros de la inexistencia de ciertos
números anómalos que no puedan construirse multiplicando números primos? Los
antiguos griegos concibieron un razonamiento que no habría de permitir dudas ni en
sus mentes ni en las de generaciones posteriores sobre la posibilidad de que tales
números aparecieran jamás.
A menudo los matemáticos descubren una demostración aplicando a un caso
particular la teoría general que intentan demostrar, e intentando después comprender
por qué la teoría es válida en ese caso: tienen la esperanza de que la argumentación o
la receta que ha funcionado una vez funcione siempre, con independencia del caso
particular que hayan elegido para ser analizado. Por ejemplo, para demostrar que
cualquier número es producto de números primos podríamos empezar por considerar
el caso particular del número 140. Supongamos que hemos comprobado que
cualquier número menor que 140 o bien es primo o bien es producto de números
primos: ¿qué podemos decir del número 140? ¿Es posible que se trate de un número
anómalo, que no sea ni primo ni producto de primos? Empezaremos por comprobar
que no se trata de un número primo. ¿Cómo? Demostrando que puede ser expresado
como producto de dos números menores que él. Por ejemplo, es igual a 4 × 35. Ya
hemos conseguido lo más importante al establecer que 4 y 35, números inferiores a la
presunta anomalía, 140, pueden escribirse como producto de números primos: 4 es
igual a 2 × 2 y 35 es igual a 5 × 7. Uniendo esas informaciones verificamos que
efectivamente 140 es producto de 2 × 2 × 5 × 7. Por tanto, en definitiva, 140 no es un
número anómalo.
Los antiguos griegos hallaron la manera de traducir este ejemplo particular en un
razonamiento que es de aplicación general a todos los números. Lo más curioso es
que su razonamiento empieza por pedirnos que imaginemos que existen números
anómalos, números que ni son primos ni pueden escribirse como producto de primos.
Si esos números anómalos existen, entonces cuando revisemos la secuencia completa
de los números daremos antes o después con el menor de ellos, que llamaremos N.
Dado que este número hipotético N no es un número primo, estaremos en condiciones
de expresarlo como producto de dos números A y B menores que N. Si ello no fuera
posible, N sería un número primo.
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Como A y B son menores que N, nuestra definición de N exige que A y B puedan
expresarse como producto de números primos. Por tanto, si multiplicamos entre sí
todos los primos que componen A por todos los primos que componen B
obtendremos necesariamente el número N y, por tanto, habremos demostrado que N
puede expresarse como producto de números primos, lo cual es contradictorio con la
definición de N. En consecuencia, nuestra hipótesis de partida, la existencia de
números anómalos, no se puede sostener y, en definitiva, cualquier número, o bien es
primo, o bien puede expresarse como producto de números primos.
Cuando he intentado explicar este razonamiento a mis amigos, siempre han tenido
la sensación de que les estaba haciendo trampa. Hay algo vagamente falaz en nuestro
gambito de apertura: se supone que existen cosas que no queremos que existan y se
termina por demostrar que no existen. Esta estrategia de pensar lo impensable se
convirtió en un potente instrumento para la construcción de demostraciones por parte
de los antiguos griegos. Está basada en un principio lógico: una afirmación debe ser
cierta o falsa. Si partimos del supuesto de que la afirmación es falsa y terminamos en
una contradicción, podemos deducir de ello que nuestro supuesto era erróneo y
concluir que la afirmación tenía que ser cierta.
La técnica de demostración que idearon los antiguos griegos se apoya en la pereza
de muchos matemáticos: en lugar de afrontar la tarea imposible de realizar infinitos
cálculos explícitos para demostrar que todos los números pueden ser construidos
utilizando números primos, el razonamiento abstracto captura la esencia de cada uno
de esos cálculos; es como conocer la manera de subirse a lo alto de una escalera
infinita sin tener que llevar a término la empresa físicamente.
Euclides, más que cualquier otro matemático griego, es considerado el padre de la
demostración. Vivió en Alejandría alrededor del 300 a. C., en la época en la que
Ptolomeo I acababa de fundar allí lo que hoy llamaríamos un gran instituto de
investigación. Ahí escribió uno de los manuales más influyentes de toda la historia
conocida: Elementos. En la primera parte del libro, Euclides fijó los axiomas de la
geometría que describen las relaciones entre puntos y líneas. Estos axiomas se
enuncian como verdades evidentes sobre los objetos geométricos, para que luego la
geometría pueda dar una descripción matemática del mundo físico. A continuación
Euclides utilizó las reglas de la deducción para enunciar quinientos teoremas
geométricos.
La parte central de los Elementos de Euclides se refiere a las propiedades de los
números, y ahí hallamos lo que muchos consideran el primer ejemplo realmente
brillante de razonamiento matemático. En la proposición 20, Euclides describe una
verdad simple, pero fundamental, sobre los números primos: que hay infinitos. Parte
del supuesto de que cualquier número puede construirse multiplicando entre sí
números primos. Sobre esto edifica la demostración. Si los números primos son los
elementos básicos de todos los demás números, se pregunta: ¿es posible que sólo
exista un número finito de tales elementos básicos? La tabla periódica de los
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elementos químicos fue obra de Mendeleyev, y en su forma actual clasifica 109
átomos distintos con los que se puede construir toda la materia. ¿No podría suceder lo
mismo con los números primos? ¿Y si un Mendeleyev de las matemáticas hubiera
presentado a Euclides una lista de 109 números primos y lo hubiera retado a
demostrar que faltaba alguno en la lista?
¿Por qué, por ejemplo, no es posible construir todos los números simplemente
multiplicando diversas combinaciones de los números primos 2, 3, 5 y 7? Euclides
reflexionó sobre cómo se podrían buscar números que no fueran producto de esos
cuatro primos. «Bueno, es fácil», podríamos decir. «Basta con tomar el siguiente
primo, que es 11»; ciertamente no se puede obtener 11 utilizando 2, 3, 5 y 7. Pero
antes o después esa estrategia está condenada al fracaso ya que, todavía hoy, no
tenemos una idea nítida sobre cómo establecer con certeza dónde se encontrará el
siguiente número primo. Y precisamente por esa impredecibilidad fue por lo que
Euclides tuvo que intentar un camino distinto en su búsqueda de un método que
funcionase con independencia de lo larga que fuera la lista de los primos.
No tenemos forma de saber si la idea fue realmente de Euclides o si él se limitó a
poner por escrito las ideas que otros habían tenido en Alejandría. En cualquier caso,
Euclides consiguió mostrar cómo podía construirse un número imposible de calcular
utilizando cualquier lista de números primos dada. Tomemos, por ejemplo, los primos
2, 3, 5 y 7; Euclides calculó su producto, con lo que obtuvo 2 × 3 × 5 × 7 = 210 y a
continuación —y aquí está el golpe genial— sumó 1 al producto para obtener 211,
que no era divisible por ninguno de los primos de la lista, es decir, 2, 3, 5 y 7. Al
añadir 1 al producto garantizaba que la división entre un número primo de la lista
daría siempre 1 de resto.
Ahora bien, dado que Euclides sabía que todos los números se construyen
multiplicando números primos entre sí, esto también tenía que ser cierto para 211. Y
como 211 no es divisible por 2, 3, 5 ni 7, tenía que haber forzosamente otros números
primos tales que al multiplicarlos entre sí dieran 211 como resultado. En este ejemplo
en particular, 211 es en sí mismo un número primo. Euclides no afirmaba que el
número así obtenido sería siempre primo, sino que tenía que estar formado por un
producto de números primos que no estaban en la lista proporcionada por nuestro
Mendeleyev de las matemáticas.
Por ejemplo, supongamos que alguien afirme que todos los números se pueden
construir utilizando la lista finita de números primos 2, 3, 5, 7, 11 y 13. En este caso,
el número que se obtiene con el método pensado por Euclides es 2 × 3 × 5 × 7 × 11 ×
13 + 1 = 30.031, que no es primo. Todo lo que Euclides afirmaba es que, dada una
lista finita cualquiera de números primos, él siempre podía construir un número que
fuese el producto de números primos no comprendidos en esa lista. En el caso
particular de 30.031, los números primos necesarios para construirlo son 59 y 509.
Sin embargo, en general Euclides no tenía manera de conocer el valor exacto de esos
nuevos números primos: sólo sabía que tenían que existir.
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Era una argumentación maravillosa: Euclides no sabía cómo producir
explícitamente números primos, pero podía demostrar que los primos no se
terminarían jamás. Un hecho sorprendente es que todavía hoy no sabemos si los
números de Euclides contienen infinitos números primos, pero en cambio son
suficientes para demostrar que tienen que existir infinitos números primos. Con la
demostración de Euclides se desvanecía la posibilidad de construir una tabla
periódica que comprendiera todos los números primos o de descubrir un genoma de
los números primos capaz de codificarlos por millones. Si nos limitamos a
coleccionar ejemplares no llegaremos jamás a comprender estos números. He ahí,
pues, el reto final: el matemático, dotado de armamento limitado, se lanza sobre la
extensión infinita de los números primos. ¿Cómo podremos algún día conseguir
trazar un recorrido a través de este caos infinito de números y determinar una
estructura que nos permita prever su comportamiento?
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tiene ya diez cifras, y estaba fuera del alcance de sus cálculos. Se trata además del
menor número de Fermat que no es primo, ya que es divisible entre 641.
Los números de Fermat eran muy estimados por Gauss. El hecho de que 17 sea
uno de los primeros números de Fermat es la clave gracias a la cual Gauss consiguió
construir su figura geométrica perfecta de 17 lados. En su gran tratado Disquisitiones
arithmeticae, Gauss demuestra por qué, si el enésimo número de Fermat es un
número primo, se puede realizar una construcción geométrica de N lados utilizando
sólo la regla y el compás. El cuarto número de Fermat, 65.537, es primo, y ello
significa que con estos instrumentos realmente elementales es posible construir una
figura geométrica perfecta con 65.537 lados.
Hasta la fecha los números de Fermat apenas nos han dado más de cuatro
números primos, pero Fermat tuvo mayor éxito en determinar algunas de las
propiedades muy especiales que poseen. Descubrió un hecho curioso relativo a los
números primos que, como 5, 13, 17 o 29, al dividirlos entre 4 dan 1 de resto: tales
números se pueden escribir como la suma de dos cuadrados, por ejemplo:
29 = 22 + 52. Esta es otra de las bromas de Fermat: aunque afirmó poseer la
demostración, le faltó poner por escrito la mayoría de sus pormenores.
El día de Navidad de 1640 Fermat escribió sobre su descubrimiento —que ciertos
números primos podían expresarse como suma de dos cuadrados— en una carta que
envió a un monje francés llamado Marín Mersenne. Los intereses de Mersenne no se
limitaban a las cuestiones litúrgicas, amaba la música y fue el primero en elaborar
una teoría de los armónicos coherente. También amaba los números. Mersenne y
Fermat mantenían correspondencia regular sobre sus descubrimientos matemáticos:
Mersenne se hizo famoso por su papel de intermediario en la comunidad científica
internacional: los matemáticos de la época difundieron sus ideas a través de él.
Tal como ha sucedido a generaciones enteras de matemáticos, también Mersenne
fue poseído por la obsesión de descubrir un orden en los números primos. Y, a pesar
de no conseguir una fórmula que produjera todos los primos, ideó una que a la larga
se ha demostrado mucho más eficaz para descubrir números primos que la fórmula de
Fermat. También él, como Fermat, empezó por considerar las potencias de 2. Pero en
lugar de sumar 1 al resultado, como había hecho Fermat, Mersenne decidió restar 1,
por ejemplo: 23 − 1 = 8 − 1 = 7, que es un número primo. Es posible que Mersenne se
apoyara en su intuición musical: doblando la frecuencia de una nota se la aumenta
una octava y, por tanto, las potencias de 2 producen notas armónicas; por otra parte,
es natural esperar que un desplazamiento de frecuencias de 1 dé lugar a una nota
disonante, incompatible con todas las frecuencias anteriores, una «nota prima».
Mersenne descubrió enseguida que su fórmula no siempre daba un número primo,
por ejemplo: 24 − 1 = 15. Entendió que si n no era primo, entonces tampoco lo era
2n − 1, pero afirmó con osadía que, para valores de n no superiores a 257, 2n − 1 sería
primo si y sólo si n era uno de los siguientes números: 2, 3, 5, 7, 13, 19, 31, 67, 127,
257. Había descubierto un hecho engorroso: aunque n fuera un número primo, ello no
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garantizaba que lo fuera 2n − 1. Mersenne podía calcular a mano 211 − 1 obteniendo
2.047, que es 23 × 89. Generaciones de matemáticos se han quedado estupefactas
ante la capacidad de Mersenne de afirmar que un número grande como 2257 − 1 era
primo. Se trata de un número de setenta y siete cifras. ¿Podría ser que el monje
hubiera accedido a una fórmula mística aritmética que le dijera por qué aquel
número, absolutamente fuera de las capacidades humanas, era primo?
Los matemáticos opinan que si continuáramos con la lista de Mersenne,
hallaríamos infinitos valores de n tales que sus correspondientes números de
Mersenne 2n − 1 serían primos, pero todavía falta una demostración de la veracidad
de tal suposición. Todavía estamos a la espera de un Euclides de nuestros días que
demuestre que los primos de Mersenne no se terminarán nunca. O quizás esa cumbre
remota es sólo un espejismo.
Muchos matemáticos de la generación de Fermat y Mersenne se recrearon en las
interesantes propiedades numerológicas de los números primos, pero sus métodos no
estaban a la altura del ideal de demostración de los antiguos griegos. Ello explica en
parte por qué Fermat no proporcionó los detalles de muchas demostraciones que
decía haber descubierto: en su época había una manifiesta falta de interés en
proporcionar tales explicaciones lógicas. Los matemáticos quedaban satisfechos
plenamente con una aproximación más empírica a su disciplina, una disciplina en la
que, de manera cada vez más mecánica, los resultados se justificaban a partir de sus
aplicaciones prácticas. Sin embargo, en el siglo XVIII apareció en escena un personaje
que habría de recuperar el sentido de la demostración en matemáticas: el matemático
suizo Leonard Euler, nacido en 1707, encontró explicación a muchas de las
regularidades que Fermat y Mersenne habían descubierto pero no habían conseguido
justificar. Los métodos de Euler habrían de tener más adelante un papel fundamental
en la apertura de nuevas ventanas teóricas a nuestra comprensión de los números
primos.
Los años centrales del siglo XVIII fueron un período de mecenazgo cortesano. Se
trata de la Europa prerrevolucionaria, cuando los países estaban regidos por déspotas
ilustrados: Federico el Grande en Berlín, Pedro el Grande y Catalina la Grande en
San Petersburgo, Luis XV y Luis XVI en París. Bajo su mecenazgo se financiaron las
academias que dieron impulso intelectual a la Ilustración. Para aquellos soberanos, el
rodearse de intelectuales en sus cortes era un signo de distinción y eran conscientes
de la potencialidad de las ciencias y de las matemáticas para aumentar las
capacidades militares e industriales de los países que regían.
El padre de Euler era pastor, y esperaba que su hijo lo siguiese en su carrera
eclesiástica; sin embargo, los precoces talentos matemáticos de Euler habían
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reclamado la atención de los poderosos: bien pronto las academias de toda Europa
empezaron a hacerle ofertas. Estuvo tentado de inscribirse en la Academia de París,
que en aquella época se había convertido en el centro mundial de la actividad
matemática, pero eligió aceptar la oferta que recibió en 1726 de la Academia de
Ciencias de San Petersburgo, piedra angular de la campaña que Pedro el Grande
promovió para la mejora de la instrucción en Rusia. Allí, Euler se reencontraría con
distintos amigos de Basilea que habían estimulado su interés por las matemáticas
cuando era niño. Le escribieron desde San Petersburgo pidiéndole que trajera de
Suiza quince libras de café, una libra del mejor té verde, seis botellas de brandy, doce
docenas de pipas de buen tabaco y algunas docenas de paquetes de naipes. Cargado
de regalos, el joven Euler necesitó siete semanas para completar su largo viaje en
barco, a pie y en diligencia; finalmente, llegó a San Petersburgo en mayo de 1727
para continuar sus sueños matemáticos. La producción posterior de Euler fue tan
vasta que, cincuenta años después de su muerte, acaecida en 1783, la Academia de
San Petersburgo estaba todavía publicando los materiales que se guardaban en sus
archivos.
El papel del matemático cortesano queda reflejado a la perfección en una
anécdota que habría tenido lugar mientras Euler se encontraba en San Petersburgo:
Catalina la Grande tenía como huésped al famoso filósofo ateo francés Denis
Diderot; Diderot tuvo siempre una actitud más bien despreciativa hacia las
matemáticas, manteniendo que éstas no añadían nada a la experiencia y que
únicamente servían para interponer un velo entre los hombres y la naturaleza;
Catalina se cansó pronto de su huésped, pero no por sus ideas denigratorias hacia las
matemáticas sino por sus irritantes intentos de hacer tambalear la fe religiosa de los
cortesanos. Euler fue llamado a la corte para que contribuyera a silenciar a aquel ateo
insoportable; por gratitud al mecenazgo de Catalina, Euler aceptó rápidamente y, ante
la corte reunida, se dirigió a Diderot en tono solemne: «Señor, (a + bn)/n = x; por
tanto, Dios existe: responda». Se dice que, ante un asalto matemático tan impetuoso,
Diderot se batió en retirada.
Es probable que esta anécdota, que fue narrada por el famoso matemático inglés
Augustus De Morgan en 1872, haya sido adornada para hacerla más ocurrente, y
refleja sobre todo el hecho de que muchísimos matemáticos gozan humillando a los
filósofos; pero demuestra que las cortes reales europeas no se consideraban completas
sin un ramillete de matemáticos junto a los astrónomos, los artistas y los
compositores.
Catalina la Grande estaba menos interesada en las demostraciones matemáticas de
la existencia de Dios que en la obra de Euler en el campo de la hidráulica, de las
construcciones navales y de la balística. Los intereses del matemático suizo se
dirigían a todos los rincones de las matemáticas de su tiempo: además de dedicarse a
las matemáticas militares, Euler escribió sobre teoría de la música, aunque se da la
paradoja de que su tratado fue considerado demasiado matemático por los músicos y
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demasiado musical por los matemáticos.
Uno de sus triunfos más populares fue la solución del problema de los puentes de
Königsberg. El río Pregel, hoy conocido con el nombre de Pregolya, cruza la ciudad
prusiana de Königsberg (hoy se encuentra en Rusia, y se llama Kaliningrado). Como,
al dividirse, el río crea dos islas en el centro de la ciudad, los habitantes de
Königsberg habían construido siete puentes para cruzarlo (véase figura).
Para sus ciudadanos se había convertido en un reto saber si era posible pasear por
la ciudad cruzando por cada puente una y sólo una vez y volver al punto de partida.
Finalmente, en 1735, Euler demostró que se trataba de una empresa imposible. A
menudo se cita su demostración como el origen de la topología, en la que las
dimensiones físicas reales son irrelevantes para el problema: lo que contaba para la
solución de Euler era la red de conexiones entre las diversas partes de la ciudad, y no
sus localizaciones reales ni las distancias respectivas. El mapa del metro de Londres
nos muestra un ejemplo de este principio.
Pero lo que cautivaba por encima de todo el corazón de Euler eran los números.
Como escribiría Gauss:
Las particulares bellezas de estos campos han atraído a todos los que se han
dedicado activamente a su cultivo; pero ninguno ha expresado este hecho tan
a menudo como Euler quien, en casi todos sus numerosos escritos dedicados a
la teoría de los números, cita continuamente el placer que obtiene de esas
investigaciones, y el grato cambio que halla respecto a las labores más
directamente ligadas a aplicaciones prácticas.
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La pasión de Euler por la teoría de los números había sido estimulada por su
correspondencia con Christian Goldbach, un matemático aficionado alemán que vivía
en Moscú con el empleo no oficial de secretario de la Academia de Ciencias de San
Petersburgo. Igual que el matemático aficionado Mersenne antes que él, Goldbach
encontraba fascinante jugar con los números y ejecutar experimentos numéricos. Fue
a Euler a quien Goldbach comunicó su propia conjetura: según él, era posible escribir
cualquier número par como producto de dos números primos. Como respuesta, Euler
escribiría a Goldbach para pedirle que verificara muchas de las demostraciones que él
había formulado con el objeto de validar el misterioso catálogo de los
descubrimientos de Fermat. En contraste con la reticencia de Fermat para informar al
mundo de sus presuntas demostraciones, Euler estuvo encantado de mostrar a
Goldbach su demostración del hecho de que ciertos números primos se pueden
expresar como la suma de dos cuadrados, como había afirmado Fermat. Euler
consiguió incluso demostrar un caso particular del último teorema de Fermat.
A pesar de su pasión por las demostraciones, en lo más profundo Euler seguía
siendo, por encima de todo, un matemático experimental: muchas de sus
argumentaciones contenían pasos que no eran totalmente rigurosos; que andaban, a
fin de cuentas, sobre el filo de la navaja. Ello no le preocupaba, a condición de que
condujeran a nuevos descubrimientos interesantes. Como matemático, poseía
excepcionales capacidades de cálculo y era extraordinariamente hábil manipulando
fórmulas hasta conseguir que aparecieran extrañas conexiones. Como hizo notar el
académico francés François Arago: «Euler calculaba sin esfuerzo aparente, como los
hombres respiran o las águilas se sostienen en el viento».
Más que cualquier otra cosa, a Euler le gustaba calcular números primos.
Confeccionó tablas de todos los primos menores de 100.000, y de algunos mayores.
En 1732 fue también el primero en demostrar que la fórmula de Fermat para calcular
N
números primos, 22 , dejaba de ser válida cuando N = 5. Empleando nuevas ideas
teóricas consiguió mostrar que es posible descomponer aquel número de diez cifras
como producto de dos primos menores. Uno de sus descubrimientos más curiosos fue
una fórmula que parecía generar una inexplicable cantidad de números primos. En
1772 calculó todos los resultados que se obtienen cuando se sustituyen todos los
números comprendidos entre 0 y 39 en la fórmula x2 − 1 − x + 41. Obtuvo la lista
siguiente:
41, 43, 47, 53, 61, 71, 83, 97, 113, 131, 151, 173, 197, 223, 251, 281, 313,
347, 383, 421, 461, 503, 547, 593, 641, 691, 743, 797, 853, 911, 971, 1.033,
1.097, 1.163, 1.231, 1.301, 1.373, 1.447, 1.523, 1.601.
A Euler le pareció extraño que fuera posible generar tantos números primos
utilizando aquella fórmula. Comprendió que el proceso estaba destinado a
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interrumpirse en un cierto punto. Es probable que el lector ya haya notado que,
cuando se sustituye x por 41 en la fórmula, obtenemos un resultado que es divisible
entre 41. También cuando x = 40 la fórmula produce un número que no es primo.
De todas formas, Euler se sorprendió de la capacidad de su fórmula para generar
tantos números primos. Empezó a preguntarse con qué números distintos de 41
podría obtener un resultado similar. Descubrió que, además de 41, podía elegir
también q = 2, 3, 5, 11, 17 para que la fórmula x2 + x + q nos diera números primos
para cualquier valor de x comprendido entre 0 y q − 2.
Sin embargo, hallar una fórmula así de simple que generara todos los números
primos era una empresa imposible, incluso para el gran Euler. Como escribió en
1751: «Hay algunos misterios que la mente humana no penetrará jamás. Para
convencernos de ello basta con que echemos un vistazo a las tablas de números
primos. Observaremos que en ellas no reina orden ni ley». Resulta paradójico que los
objetos fundamentales sobre los que construimos el mundo lleno de orden de las
matemáticas se comporten de un modo tan salvaje e impredecible.
Más adelante se descubrió que Euler estaba prácticamente sentado sobre una
ecuación que terminaría por sacar a los números primos del punto muerto. Pero
tendrían que pasar otros cien años, y se necesitaría otra gran mente para hacer
evidente lo que Euler no consiguió mostrar: esa mente era la de Bernhard Riemann.
Sin embargo, fue Gauss quien en uno de sus clásicos movimientos laterales, terminó
por sugerir a Riemann la nueva perspectiva.
LA ESTIMACIÓN DE GAUSS
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Vestido de negro, con un gallo negro como el carbón sobre el hombro, rondaba con
aires furtivos por los alrededores de su castillo farfullando lo que predecía su álgebra
apocalíptica: que entre 1688 y 1700 tendría lugar el Juicio Universal. Pero además de
aplicar sus habilidades matemáticas a la práctica del ocultismo, Napier descubrió la
magia de la función logarítmica.
Si introducimos un número en nuestra calculadora, por ejemplo 100, y a
continuación pulsamos la tecla «log», la calculadora nos dará un nuevo número, el
logaritmo de 100. Lo que la calculadora ha hecho es resolver un pequeño enigma: ha
buscado el número x que es solución de la ecuación 10x = 100. En este caso
específico la respuesta que nos da la calculadora es 2. Si introducimos 1.000, un
número diez veces mayor que 100, la respuesta de la calculadora será 3: el logaritmo
ha aumentado en 1 unidad. Esta es la característica fundamental del logaritmo:
transforma la multiplicación en suma. Cada vez que multiplicamos el número original
por diez, obtenemos el nuevo resultado sumando una unidad al resultado anterior.
Para los matemáticos fue un paso importante comprender que era posible
considerar logaritmos de números que no fueran potencias enteras de 10. Por
ejemplo, Gauss podía ir a sus tablas de logaritmos para descubrir que si elevaba 10 a
la potencia 2,10721 obtendría un número muy próximo a 128. Esos eran los cálculos
que Napier había recogido en sus tablas de 1614.
Las tablas logarítmicas contribuyeron a acelerar el desarrollo del mundo del
comercio y de la navegación que florecía en el siglo XVII. Gracias al diálogo que los
logaritmos permiten entre multiplicación y suma, las tablas transformaban el
complejo problema de multiplicar dos números grandes en la tarea más sencilla de
sumar sus logaritmos. Para multiplicar números grandes, el mercader sumaba sus
logaritmos, y a continuación utilizaba las tablas logarítmicas a la inversa para hallar
el resultado de la multiplicación original. El tiempo que un marinero o un vendedor
ahorraba gracias a las tablas podía evitar el naufragio de una nave o el fracaso de un
negocio.
Pero lo que realmente fascinó a Gauss fue la tabla de los números primos que se
adjuntaba al final de su libro de logaritmos. Al contrario de lo que sucedía con los
logaritmos, para los que se interesaban en las aplicaciones prácticas de las
matemática, esas tablas de números primos no eran sino una curiosidad. (¡Las tablas
de números primos confeccionadas en 1776 por Antonio Felkel se consideraron tan
inútiles que terminaron por ser utilizadas como cartuchos en la guerra entre Austria y
Turquía!). Los logaritmos eran muy predecibles; los números primos eran
completamente azarosos: parecía que no hubiera forma de predecir el menor número
primo mayor que 1.000, por ejemplo.
El importante paso que dio Gauss fue plantearse una pregunta distinta. En lugar
de intentar prever la posición precisa de un número primo respecto del anterior,
intentó comprender si era posible averiguar cuántos números primos existirían
inferiores a 100, cuántos inferiores a 1.000, y así sucesivamente. Dado un número N
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cualquiera, ¿había alguna forma de estimar el número de primos comprendidos entre
1 y N? Por ejemplo, los números primos menores que 100 son 25; es decir, si
elegimos un número al azar comprendido entre 1 y 100, tenemos una posibilidad
sobre cuatro de dar con un número primo, ¿cómo cambia esta proporción cuando se
consideran los números comprendidos entre 1 y 1.000, o entre 1 y 10.000? Armado
con sus tablas de números primos, Gauss empezó la búsqueda. Al observar la
fracción de números primos comprendidos entre intervalos cada vez mayores,
descubrió que empezaba a aparecer una estructura. Dejando aparte el azar de aquellos
números, parecía como si una sorprendente regularidad apareciera entre la niebla. Si
observamos la tabla de valores de los números primos comprendidos entre 1 y
diversas potencias de diez que transcribimos a continuación, que está basada en
métodos de cálculo más modernos, esa regularidad resulta evidente.
Número de
primos Distancia
comprendidos media entre
entre 1 y N, que dos números
se suele indicar primos
N como π(N). consecutivos.
10 4 2,5
100 25 4,0
1.000 168 6,0
10.000 1.229 8,1
100.000 9.592 10,4
1.000.000 78.498 12,7
10.000.000 664.579 15,0
100.000.000 5.761.455 17,4
1.000.000.000 50.847.534 19,7
10.000.000.000 455.052.511 22,0
Esta tabla, que contiene mucha más información de la que tenía Gauss a su
disposición, nos muestra claramente la regularidad que descubrió. Esta se manifiesta
sobre todo en la última columna, que representa la proporción de números primos
sobre la totalidad de los números considerados. Por ejemplo, cuando se cuenta hasta
100, uno de cada cuatro números es primo, es decir, en este intervalo deberemos
contar 4, en promedio, para pasar de un número primo al siguiente. Entre los números
menores a 10 millones, 1 de cada 15 es primo. (Es decir, por ejemplo, que hay una
probabilidad sobre 15 de que un número telefónico de siete cifras sea primo). Para N
mayor que 10.000, el incremento de valores de esta última columna es siempre
aproximadamente igual a 2,3.
O sea que, cada vez que Gauss multiplicaba N por 10, tenía que añadir 2,3 a la
relación entre los números primos y N; este nexo entre multiplicación y suma es
precisamente la relación subyacente en un logaritmo. Gauss, con su libro de
logaritmos, debió tropezar con esta conexión que lo miraba directamente a la cara.
La razón por la que las fracciones de números primos aumentaban en 2,3 en lugar
de hacerlo en 1 cada vez que Gauss multiplicaba N por 10 está en el hecho de que los
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números primos prefieren los logaritmos basados en potencias de un número distinto
de 10. Cuando tecleamos el número 100 en nuestra calculadora y pulsamos a
continuación la tecla «log», el resultado que obtenemos es 2, es decir, la solución de
la ecuación. Pero nada nos impide elegir un número distinto de 10 para elevarlo a la
potencia x: lo que hace al número 10 tan atrayente es nuestra obsesión por los diez
dedos. El número que se eleva a la potencia x recibe el nombre de base del logaritmo.
Podemos calcular el logaritmo de un número en una base distinta de 10; si, por
ejemplo, queremos calcular el logaritmo de 128 en base 2 en lugar de la base 10,
tendremos que resolver un problema distinto: hallar un número x tal que 2x = 128. Si
nuestra calculadora tuviera una tecla «log en base 2», la pulsaríamos y obtendríamos
7 como respuesta, ya que tenemos que elevar 2 a la séptima potencia para obtener
128: 27 = 128.
Lo que Gauss descubrió es que para contar los números primos se pueden usar los
logaritmos en base e, un número especial que, hasta la duodécima cifra decimal, vale
2,718 281 828 459… (igual que π, este número tiene una expresión decimal infinita y
no periódica). En matemáticas e resulta ser tan importante como π, y hace su
aparición en cualquier rincón del mundo matemático. Por esta razón, los logaritmos
en base e reciben el nombre de logaritmos «naturales».
La tabla que Gauss había construido a los quince años lo llevó a formular la
siguiente hipótesis: para los números comprendidos entre 1 y N, cada log(N) números
se dará en promedio uno que será primo (donde log(N) indica el logaritmo de N en
base e). En consecuencia, podía estimar que la cantidad de números primos
comprendidos entre 1 y N es aproximadamente N/log(N). Gauss no afirmaba que ello
le diera por arte de magia una fórmula exacta para calcular cuántos números primos
hay entre 1 y N; sólo que parecía proporcionar una óptima estimación aproximada.
Su filosofía era similar a la que había aplicado para calcular el reencuentro con
Ceres: aquel método astronómico proporcionaba una buena previsión para la
observación de una pequeña región del espacio, sobre la base de los datos
disponibles, de modo que Gauss adoptó la misma actitud al analizar los números
primos. Para generaciones de matemáticos, el hecho de intentar prever la posición
exacta de un número primo respecto del anterior e idear fórmulas que generen
números primos se había convertido en una obsesión. Al evitar fijar su atención en el
detalle insignificante de establecer qué números eran o no primos, Gauss había
identificado una especie de orden. Si en lugar de preguntarnos qué números son
primos, damos un paso atrás y nos planteamos la cuestión más amplia de cuántos
números primos hay menores que un millón aparece una notable regularidad.
Gauss había introducido una importante modificación psicológica en la
observación de los números primos. Era como si las generaciones anteriores hubieran
escuchado una nota de la música de los números primos cada vez, sin conseguir oír la
composición completa. Al concentrarse en la cantidad de números primos que se
localizan cada vez que contamos cifras más altas, Gauss descubrió una nueva forma
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de escuchar el tema principal.
Siguiendo el ejemplo de Gauss, se ha convertido en práctica habitual indicar la
cantidad de números primos comprendidos entre 1 y N con el símbolo π(N) (que no
tiene nada que ver con el número π). Fue muy desafortunado que adoptara un
símbolo que recuerda la circunferencia y el número 3,1415… Para evitar malas
interpretaciones, pensémoslo sólo como una nueva tecla de nuestra calculadora,
escribamos el número N y pulsemos la tecla π(N) para que la calculadora nos revele
el número de primos menores o iguales que N. Por ejemplo, π(100) = 25 es el número
de primos no mayores que 100, y π(1.000) = 168.
Observemos que también podemos utilizar esta nueva tecla «cuentaprimos» para
identificar con precisión la posición de un número primo. Si tecleamos 100 y
pulsamos nuestra tecla para contar los números primos entre 1 y 100, obtendremos
25. Si ahora tecleamos el número 101 la respuesta aumentará en una unidad y
obtendremos 26, lo cual significa que 101 es un nuevo número primo. Es decir, cada
vez que hay diferencia entre π(N) y π(N + 1) sabremos que N + 1 ha de ser un nuevo
número primo.
Para ilustrar hasta qué punto es sorprendente la regularidad que descubrió Gauss,
podemos observar un gráfico de la función π(N). Veamos el aspecto de la gráfica de
π(N) para valores de N entre 1 y 100:
La escalinata de los números primos. La gráfica representa las cantidades acumuladas de números
primos que hay contando desde 1 hasta 100.
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La escalinata de los números primos en el intervalo que va de 1 a 100.000.
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descubrimiento de la conexión entre logaritmos y números primos no tenía ningún
valor. La libertad de acción que suponía para él el apoyo financiero del duque de
Brunswick le permitía ser muy selectivo, casi darse el lujo de cierta complacencia. Su
motivación primaria no estaba en la fama ni en el reconocimiento sino en la
comprensión personal de la disciplina que amaba. En su sello llevaba el lema Pauca
sed matura [«poco pero maduro»]. Hasta que hubiera alcanzado la plena madurez, un
resultado no pasaba de ser un mero apunte en su diario o un garabato en la
contraportada de su tabla de logaritmos.
Para Gauss, la matemática era una búsqueda personal: llegó a proteger las notas
de su diario con un lenguaje cifrado. La interpretación de algunas de esas notas es
fácil, por ejemplo, el 10 de julio de 1796 escribió la famosa exclamación de
Arquímedes, «¡Eureka!», seguida por la ecuación núm = ∆ + ∆ + ∆, para representar
su descubrimiento de que todo número puede expresarse como suma de tres números
triangulares —1, 3, 6, 10, 15, 21, 28, …—, es decir, los números cuya fórmula había
ideado Gauss en sus años escolares. Por ejemplo: 50 = 1 + 21 + 28. Sin embargo
otras de sus notas permanecen en un absoluto misterio: nadie ha conseguido entender
lo que se esconde tras el escrito de Gauss del 11 de octubre de 1796: «Vicimus
GEGAN». En opinión de algunos, la falta de difusión de los descubrimientos de Gauss
ha provocado un retraso de medio siglo en el desarrollo de las matemáticas: si Gauss
se hubiera preocupado de explicar la mitad de lo que había descubierto y no hubiera
sido tan críptico en sus explicaciones, quizá las matemáticas habrían avanzado más
rápidamente.
Algunos mantienen que Gauss se reservó sus resultados porque la Academia de
París había rechazado su gran tratado de la teoría de los números: las Disquisitiones
arithmeticae, juzgándolo oscuro y denso. Ofendido por el rechazo, para protegerse de
más humillaciones decidió no considerar siquiera la posibilidad de publicar algo antes
de que todas las piezas del rompecabezas matemático encajaran a la perfección. Una
de las causas de que las Disquisitiones arithmeticae no recibieran el aplauso
inmediato es que Gauss se mantuvo críptico incluso en las obras a las que dio
publicidad. Sostuvo siempre que las matemáticas eran como una obra arquitectónica:
un arquitecto jamás dejará los andamios para que la gente vea cómo se construyó el
edificio. Desde luego, esta filosofía no ayudó a los matemáticos en su comprensión
de la obra de Gauss.
Pero había otras razones por las que París no fuese tan receptiva como podía
esperarse con las ideas de Gauss. A finales del siglo XVIII, en París más que en
cualquier otro sitio, las matemáticas estaban consagradas a satisfacer las demandas de
un Estado cada vez más industrializado. La revolución de 1789 y sus consecuencias
confirmaron a Napoleón la necesidad de una enseñanza centralizada de la ingeniería
militar. Respondió a tal necesidad con la militarización de la École Polytechnique.
«El progreso y el perfeccionamiento de las matemáticas están íntimamente
vinculados con la prosperidad del Estado», declaró Napoleón. De esta forma, las
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matemáticas francesas quedaron, a partir de 1805, consagradas a la resolución de
problemas de balística e hidráulica. Pero a pesar del énfasis que ponía en las
necesidades prácticas del Estado, París ensalzaba aún a algunos de los matemáticos
puros más eminentes de Europa.
Una de las mayores autoridades parisienses era Adrien-Marie Legendre,
veinticinco años mayor que Gauss. Los retratos de Legendre nos muestran el rostro
redondo y regordete de un gentilhombre de aspecto engreído. Al contrario que Gauss,
Legendre procedía de una familia rica, pero había perdido su patrimonio durante la
Revolución y no había tenido más remedio que utilizar sus propias capacidades
matemáticas para ganarse la vida. También estaba interesado en la teoría de los
números, y en 1798, con seis años de retraso sobre los cálculos del jovencísimo
Gauss, anunció el descubrimiento de un nexo experimental entre números primos y
logaritmos.
Aunque más tarde se probó la precedencia de Gauss en el descubrimiento,
Legendre perfeccionó la estimación sobre el número de primos comprendidos entre 1
y N. Gauss había supuesto que los números primos comprendidos entre 1 y N eran
aproximadamente N/log(N). Aunque su fórmula proporcionaba una buena
aproximación, se comprobó que se alejaba progresivamente de los datos reales a
medida que aumentaba el valor de N. Vemos a continuación una comparación entre la
estimación juvenil de Gauss (la curva inferior del diagrama siguiente) y el número
efectivo de números primos (la curva superior):
Esta gráfica revela que, aunque ciertamente Gauss había descubierto algo, todavía
quedaba espacio para la mejora.
Legendre sustituyó la aproximación dada de N/log(N) por la fórmula
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introduciendo así una pequeña corrección que conseguía elevar la curva de Gauss,
acercándola a la de la distribución real de los números primos. Con los valores de
estas funciones susceptibles de ser calculados en aquella época, era imposible
distinguir la gráfica de π(N) de la correspondiente a la estimación de Legendre. Éste,
centrado en su preocupación principal de hallar aplicaciones prácticas de las
matemáticas, era mucho menos reacio a arriesgarse y a aventurar alguna hipótesis
sobre la relación entre números primos y logaritmos. No era persona que temiera
poner en circulación ideas no demostradas, incluso demostraciones con lagunas. En
1808 publicó su hipótesis sobre los números primos en un libro titulado Théorie des
nombres.
La controversia sobre quién había sido el primero en descubrir la conexión entre
los números primos y los logaritmos provocó una agria disputa entre Legendre y
Gauss. No se limitaba a la cuestión de los números primos: Legendre afirmaba que
también había sido él el primero en descubrir el método de Gauss para determinar el
movimiento de Ceres. Ocurría con gran frecuencia que, si Legendre afirmaba haber
descubierto una nueva verdad matemática, Gauss lo rebatía afirmando que ya había
saqueado tal tesoro. En una carta escrita el 30 de julio de 1806 a una colega
astrónomo llamado Schumacher, Gauss comentaba: «Parece como si yo estuviese
destinado a coincidir con Legendre en casi todos mis trabajos teóricos».
Durante toda su vida, Gauss fue demasiado orgulloso como para meterse en
guerras abiertas sobre la precedencia de sus descubrimientos. Cuando, tras su muerte,
se estudiaron sus notas y su correspondencia, quedó claro que la razón estaba
invariablemente de su parte. Sólo en 1849 el mundo supo que Gauss había ganado a
Legendre en el descubrimiento de la relación entre números primos y logaritmos, un
descubrimiento que él reveló a su colega, el matemático y astrónomo Johann Encke,
en una carta escrita la Nochebuena de aquel año.
Teniendo en cuenta los datos disponibles al principio del siglo XIX, la función de
Legendre proporcionaba, respecto de la fórmula de Gauss, una aproximación mucho
mejor del número de primos menores o iguales que N. Pero la presencia de un
término de corrección tan feo como 1,08366 indujo a los matemáticos a pensar que
tenía que existir un método mejor, más natural, para describir el comportamiento de
los números primos.
Desde luego, números feos como éste seguramente son muy comunes en otras
ciencias, pero es extraordinaria la frecuencia con la cual el mundo matemático opta
por la formulación más elegante posible. Como veremos, la hipótesis de Riemann
puede tomarse como ejemplo de una filosofía muy difundida entre los matemáticos:
ante la alternativa de un mundo feo y otro bello, la naturaleza elige siempre el
segundo. Es motivo de asombro para la mayoría de los matemáticos que las
matemáticas deban ser así, y explica por qué a menudo les entusiasma la belleza de
su disciplina.
Por este motivo, no nos sorprende que, en los últimos años de su vida, Gauss
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perfeccionara su estimación del número de primos, llegando a una fórmula todavía
más precisa, que además era mucho más bella. En la misma carta que escribió a
Encke en Nochebuena, Gauss explica cómo había encontrado una forma de hacerlo
mejor que Legendre: había vuelto a sus primeras investigaciones sobre los números
primos, las que había hecho de joven. Había calculado que la cuarta parte de los
números comprendidos entre 1 y 100 eran primos, pero cuando consideraba los
números comprendidos entre 1 y 1.000, la probabilidad de que uno de ellos fuera
primo descendía a 1 entre 6: Gauss comprendió que a medida que ascendía en la
cuenta disminuía la probabilidad de que un número fuera primo.
De esta forma, Gauss formó en su mente una imagen de cómo la naturaleza podía
haber decidido qué números estaban destinados a ser primos y cuáles no. Ya que su
distribución parecía tan aleatoria, ¿no podría ser que lanzar una moneda al aire fuera
un buen modelo para la elección de números primos? ¿Y si realmente la naturaleza
hubiera lanzado una moneda (cara, número primo, cruz no)? Podríamos ahora, pensó
Gauss, trucar la moneda de forma que el resultado no fuera «cara» en la mitad de los
casos, sino con una probabilidad parecida a 1/log(N). Así, la probabilidad de que el
número 1.000.000 fuera primo debería ser 1/log(1.000.000), que es próximo a 1/15.
Las posibilidades de que un número N sea primo disminuyen al crecer N, ya que
disminuye el valor de 1/log(N), es decir, la probabilidad de que el resultado del
lanzamiento sea «cara».
Se trata de una pura especulación, ya que 1.000.000, igual que cualquier otro
número, o es primo o no lo es, y el lanzamiento de una moneda no podrá nunca
modificar este hecho. Aunque su modelo conceptual no servía para predecir si un
número era primo, Gauss descubrió que era muy eficaz para hacer previsiones sobre
la cuestión mucho menos específica de cuántos números primos se espera encontrar a
medida que los contamos. Lo utilizó pues para estimar la cantidad de números primos
que deberíamos encontrar tras lanzar la moneda de los números primos N veces. Con
una moneda normal, que cae en cara con probabilidad y, el número de caras debería
ser 1/2 N. Pero con la moneda de los números primos la probabilidad disminuye a
cada lanzamiento. El modelo de Gauss prevé que la cantidad de números primos
menores o iguales que N sea
En realidad, Gauss fue un paso más allá para crear una función que llamó
logaritmo integral y que se indica como Li(N). La formulación de esta nueva función
se basaba en una ligera variación de la anterior suma de probabilidades y resultó
increíblemente precisa.
Cuando Gauss, ya con más de setenta años, escribió a Encke, había construido
tablas de números primos hasta 3.000.000: «Con mucha frecuencia yo utilizaba un
cuarto de hora de inactividad para revisar otra chilíada [intervalo de mil números] a la
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búsqueda de números primos». La estimación de los números primos inferiores a
3.000.000 que hizo mediante su logaritmo integral Li(N) se desviaba apenas siete
centésimas del uno por ciento de la realidad. Legendre había logrado manipular su
fea fórmula de forma que igualara a π(N) para valores relativamente pequeños de N;
por esta razón, con los datos disponibles en la época, parecía que su fórmula fuera
superior. Cuando se empezaron a confeccionar tablas más extensas, se descubrió que
la estimación de Legendre resultaba mucho menos precisa para los números primos
mayores que 10.000.000. Un profesor de la Universidad de Praga, Jakub Kulik,
dedicó veinte años de su vida exclusivamente a la confección de tablas de números
primos hasta 100.000.000. Los ocho volúmenes de esta obra faraónica, completada en
1863, nunca se publicaron, pero quedaron custodiados en los archivos de la
Academia de Ciencias de Viena. A pesar de que el segundo volumen se perdió,
aquellas tablas eran ya suficientes para revelar que el método de Gauss, basado en la
función Li(N), se mostraba una vez más superior al de Legendre. Las tablas modernas
muestran hasta qué punto fue mejor la intuición de Gauss. Por ejemplo, su estimación
de los números primos menores que 1016 (es decir, 10.000.000.000.000.000) se aparta
del valor correcto en apenas una diezmillonésima del uno por ciento, mientras que
con la estimación de Legendre está cerca de la décima parte del uno por ciento. El
análisis teórico de Gauss había triunfado sobre los intentos de Legendre de manipular
su fórmula para que coincidiera con los datos disponibles.
Gauss observó una curiosa característica en su propio método. A partir de lo que
sabía sobre los números primos menores que 3.000.000 podía ver que la función
Li(N) parecía sobreestimar la cantidad de números primos. Supuso entonces que
siempre sería así; y, ¿quién pondría en duda la intuición de Gauss ahora que las
modernas comprobaciones numéricas la confirman hasta 1016? Indudablemente,
cualquier experimento que diera el mismo resultado 1016 veces se consideraría muy
convincente en casi todos los laboratorios; pero no en el de un matemático. Una vez
más, una de las hipótesis de Gauss se reveló errónea. Pero a pesar de que hoy los
matemáticos han demostrado que, antes o después, π(N) tomará valores mayores que
Li(N), nadie lo ha visto suceder nunca, ya que todavía no estamos en situación de
poder llegar suficientemente lejos con los cálculos.
La comparación entre las gráficas de π(N) y de Li(N) muestra tal concordancia
que es casi imposible distinguirlas por un largo trecho. Sin embargo, debo subrayar
que si se observa con una lente de aumento una porción cualquiera de esta imagen, la
diferencia entre las funciones se hace evidente. La gráfica de π(N) se parece a una
escalinata, mientras que la de Li(N) es una curva lisa, sin saltos bruscos.
Gauss había mostrado las pruebas de la existencia de la moneda que la naturaleza
había lanzado para elegir los números primos. Se trataba de una moneda hecha de
manera que un número N tenía una probabilidad de 1 entre log(N) de ser primo. Pero
a Gauss todavía le faltaba un método para predecir el resultado preciso de los
lanzamientos. Serían necesarias las capacidades de penetración de una generación
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entera de matemáticos para descubrirlo.
Al cambiar su perspectiva, Gauss había percibido un patrón en los primos: su
hipótesis fue llamada conjetura de los números primos. Para conseguir el trofeo de
Gauss, los matemáticos tenían que demostrar que el porcentaje de error que separa el
logaritmo integral de la verdadera cantidad de números primos se reduce siempre
conforme se va contando. Gauss había visto aquella cumbre remota, pero quedaba
para las futuras generaciones el deber de obtener una demostración, de revelar el
sendero para alcanzarla o, en caso contrario, de desenmascarar el carácter ilusorio del
nexo.
Muchos atribuyen a la aparición de Ceres la responsabilidad de haber distraído a
Gauss del intento de demostrar por su cuenta la Conjetura de los números primos. La
fama inmediata que alcanzó con sólo veinticuatro años lo dirigió hacia la astronomía.
En 1806, cuando su mecenas, el duque Ferdinand, fue asesinado por Napoleón, Gauss
tuvo que buscar otro empleo para alimentar a su familia. A pesar de las propuestas de
la Academia de San Petersburgo, que estaba buscando un sucesor para Euler, decidió
aceptar el puesto de director del Observatorio de Gotinga, una pequeña ciudad
universitaria de la Baja Sajonia. Dedicó su tiempo a seguir el rastro de otros
asteroides en el cielo nocturno y a realizar reconocimientos topográficos para los
gobiernos de Hannover y Dinamarca, pero nunca dejó de pensar en las matemáticas:
mientras trazaba los mapas de las montañas de Hannover, meditaba sobre el axioma
euclidiano de las rectas paralelas, y de vuelta al observatorio continuaba ampliando
su tabla de números primos.
Gauss había oído el primer gran tema de la música de los números primos, pero
sería uno de sus pocos discípulos, Riemann, quien revelaría la verdadera fuerza de los
armónicos que se escondían bajo la cacofonía de los números primos.
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3
EL ESPEJO MATEMÁTICO IMAGINARIO DE RIEMANN
¿No lo oís, no lo veis? Sólo yo oigo esta melodía que tan maravillosa y gentil…
RICHARD WAGNER
Tristán e Isolda (Acto III, escena III)
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matemáticas para la expansión de los horizontes militares franceses. En 1830, Carl
Jacobi, uno de los profesores de Berlín, escribió a Legendre en París sobre el
matemático francés Joseph Fourier, que había reprochado a la escuela alemana de
pensamiento su ignorancia de los problemas más prácticos:
Para Napoleón, la educación destruiría finalmente las arcanas reglas del Antiguo
Régimen. Su reconocimiento de la educación como la espina dorsal sobre la que
había que construir la nueva Francia llevó a la creación de algunos de los institutos
parisienses que todavía hoy mantienen su fama. Tales institutos no sólo eran
meritocráticos, es decir, podían seguir sus cursos estudiantes de cualquier clase
social, sino que su filosofía didáctica ponía gran énfasis en una educación y una
ciencia al servicio de la sociedad. En 1794, uno de los representantes regionales del
gobierno revolucionario escribió a un profesor de matemáticas para recomendarle que
impartiera un curso de «aritmética republicana»: «Ciudadano: la revolución no sólo
mejora nuestros principios morales y allana el camino para nuestra felicidad y para la
de las generaciones futuras, sino que desata las cadenas que frenan el progreso
científico».
La actitud de Humboldt respecto de las matemáticas era muy distinta de la
filosofía utilitaria que prevalecía al otro lado de la frontera. El efecto emancipador de
la revolución didáctica en Alemania estaba destinado a tener un gran impacto sobre la
comprensión por parte de los matemáticos de muchos aspectos de su campo. Les
permitiría desarrollar un nuevo lenguaje matemático, más abstracto. En particular,
revolucionaría el estudio de los números primos.
Una ciudad que se benefició de las iniciativas de Humboldt fue Luneburgo, en
Hannover. Luneburgo, que había sido un importante centro comercial, estaba en
decadencia; sus amplias avenidas adoquinadas ya no vibraban con la actividad de la
que habían sido testigos en los siglos anteriores. Pero en 1829 se erigió un nuevo
edificio entre los altos campanarios de las tres iglesias góticas de Luneburgo: el
Gymnasium Johanneum.
Pocos años más tarde, hacia 1840, la nueva escuela había prosperado. Su director,
Schmalfuss, era un defensor entusiasta de los ideales humanísticos propugnados por
Humboldt. Su biblioteca reflejaba sus ideas ilustradas: no sólo albergaba los clásicos
y las obras de los escritores alemanes modernos, sino también volúmenes
provenientes de lugares lejanos. En concreto, Schmalfuss consiguió algunos libros
procedentes de París, motor de la actividad intelectual europea en la primera mitad
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del siglo.
Schmalfuss acababa de admitir un nuevo alumno en el Gymnasium Johanneum:
Bernhard Riemann. Riemann era un joven muy tímido y tenía grandes dificultades
para hacer amigos. Había estudiado en el Gymnasium de la ciudad de Hannover,
donde se alojaba en casa de su abuela, pero al morir ésta había tenido que trasladarse
a Luneburgo, donde estaba a pensión en casa de uno de los profesores. Ingresar en la
escuela cuando todos los demás habían ya establecido sus lazos de amistad no le
facilitó la vida a Riemann: sufría una desesperada añoranza de su casa y los demás
estudiantes le tomaban el pelo. Habría preferido volver a pie a la lejana casa de su
padre en Quickborn antes que quedarse jugando con sus compañeros.
El padre de Riemann, pastor en Quickborn, tenía grandes expectativas sobre su
hijo. Por esto, aunque fuera infeliz en la escuela, Bernhard se empleaba a fondo y
estudiaba concienzudamente para no defraudarlo, pero tenía que luchar contra un
perfeccionismo obsesivo. Frecuentemente, su incapacidad para entregar a tiempo sus
deberes descorazonaba a los profesores. Era incapaz de entregar un trabajo que no
fuera perfecto: no podía soportar la indignidad de obtener una nota inferior a la
máxima. Sus profesores empezaron a dudar de que Riemann llegara a superar los
exámenes finales.
Fue Schmalfuss quien ideó una manera de desarrollar a aquel jovencito y sacar
provecho de su perfeccionismo. Schmalfuss había observado enseguida las
extraordinarias capacidades matemáticas de Riemann y estaba ansioso por estimular
sus habilidades escolares: le dio libre acceso a su biblioteca, con la excelente
colección de libros de matemáticas que contenía; allí, el jovencito podía huir de las
presiones sociales de sus compañeros de clase. La biblioteca abrió a Riemann un
mundo nuevo, un lugar donde se sintió como en su casa, dueño de la situación: de
repente se encontró con un mundo matemático perfecto, idealizado, un nuevo mundo
al que las demostraciones impedían hundirse y en el cual los números se convertían
en sus amigos.
El impulso que Humboldt dio a la enseñanza para apartarse de las ciencias como
instrumento práctico y abrazar una concepción estética del conocimiento impregnó
las aulas escolares de Schmalfuss. Apartó a Riemann de la lectura de textos
matemáticos llenos de fórmulas y reglas cuya finalidad era la de satisfacer las
demandas de un mundo industrial en expansión, y lo dirigió hacia los clásicos de
Euclides, Arquímedes y Apolonio. Con su geometría, los antiguos griegos buscaban
la comprensión de una estructura abstracta hecha con puntos y líneas; no les
obsesionaban las fórmulas que se escondían detrás de los conceptos matemáticos.
Cuando Schmalfuss dio a Riemann un texto más moderno, el tratado de geometría
analítica de Descartes —un libro lleno de ecuaciones y de fórmulas— el maestro se
dio cuenta de que el método que se desarrollaba en el libro no era del agrado de un
Riemann cada vez más interesado en una matemática conceptual: «Ya en aquel
tiempo era un matemático en posesión de medios ante los cuales un maestro se sentía
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pobre», recordó más tarde Schmalfuss en una carta a un amigo.
Uno de los libros que había en las estanterías de la biblioteca de Schmalfuss era
un volumen de matemáticas contemporáneas que el maestro había comprado en
Francia. Publicado en 1808, la Théorie des nombres de Adrien-Marie Legendre era el
primer texto en registrar la observación de un extraño nexo entre la función que
permitía contar los números primos en un intervalo dado y la función logarítmica. Tal
nexo, descubierto por Gauss y Legendre, se basaba únicamente en indicios
experimentales: no estaba en absoluto claro si, suponiendo que continuáramos
contando, la función de Gauss o la de Legendre continuarían aproximándose al
verdadero número de primos.
A pesar del grosor del volumen —859 páginas de gran formato—, Riemann lo
devoró, y apenas seis días más tarde, lo devolvió al profesor diciendo: «Es un libro
maravilloso: me lo sé de memoria». Schmalfuss no lo creyó pero, cuando dos años
más tarde, durante los exámenes finales, preguntó a Riemann sobre el contenido del
libro, el estudiante respondió impecablemente. Aquel episodio supuso el principio de
la carrera de uno de los gigantes de las matemáticas modernas. Gracias a Legendre,
en la mente del joven Riemann se plantó una semilla que años más tarde terminaría
por dar frutos espectaculares.
Una vez superados los exámenes finales, Riemann estaba ansioso por inscribirse
en una de las nuevas universidades que, con gran energía, estaban pilotando la
revolución didáctica en Alemania. Sin embargo, su padre tenía otras ideas: la familia
de Riemann era pobre y su padre esperaba que Bernhard siguiera sus pasos y entrara
a formar parte de la Iglesia. Una vida eclesiástica le habría supuesto unos ingresos
regulares con los que mantener a sus hermanas. La única universidad del reino de
Hannover donde se enseñaba teología no era una de aquellas nuevas instituciones,
sino la Universidad de Gotinga, fundada más de un siglo antes, en 1734. Por esa
razón, para satisfacer los deseos de su padre, Riemann tomó el camino de la húmeda
y fría ciudad de Gotinga.
Gotinga reposa plácidamente entre las suaves colinas de la Baja Sajonia. Su
núcleo central es una ciudadela medieval circundada de antiguas murallas: esa es la
Gotinga que Riemann conoció y que todavía hoy conserva mucho de su carácter
original, las callejuelas serpenteaban entre casas de madera y tejados rojos. Los
hermanos Grimm escribieron muchos de sus cuentos en Gotinga, y no es difícil
imaginarse a Hansel y Gretel corriendo por sus calles. En el centro se levanta el
edificio medieval del Ayuntamiento, sobre cuyos muros campea el lema: «No hay
vida fuera de Gotinga». Para los que estaban en la universidad, ésa era ciertamente la
sensación: la vida académica era autosuficiente. Aunque la teología había dominado
los primeros años de la universidad, los vientos de cambio académico que soplaban
en Alemania habían estimulado los estudios científicos también en Gotinga. Cuando
Gauss fue nombrado profesor de Astronomía y director del observatorio de la ciudad,
en 1807, era más la ciencia que la teología lo que estaba haciendo famosa a Gotinga.
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El fuego matemático que el profesor Schmalfuss había encendido en el joven
Riemann aún ardía vigorosamente. El deseo paterno de que estudiara teología lo
había conducido a Gotinga, pero fue la influencia del gran Gauss y de la tradición
científica lo que lo marcó durante aquel primer año. Fue sólo una cuestión de tiempo
el que las clases de griego y de latín dejaran paso a las tentaciones de los cursos de
física y de matemáticas. Con inquietud, Riemann escribió a su padre dándole a
entender que desearía cambiarse de teología a matemáticas. La aprobación paterna lo
significaba todo para Riemann. Recibió su bendición con alivio, e inmediatamente se
sumergió en la vida científica de la universidad.
Para un joven dotado de su talento, Gotinga pronto empezó a parecer pequeña. En
un año, Riemann había agotado los recursos que tenía a su disposición. Gauss, ya
anciano, se había alejado un tanto de la vida intelectual de la universidad: desde 1828
sólo había pasado una noche lejos del observatorio, donde vivía. En la universidad se
limitaba a impartir clases de astronomía, en concreto sobre el método que lo había
hecho famoso muchos años antes, cuando había reencontrado a Ceres, el planeta
«perdido». Riemann tendría que buscar en otra parte los estímulos que necesitaba
para dar un paso más en su desarrollo: se dio cuenta de que Berlín era el lugar donde
sonaba más fuerte el murmullo de la actividad intelectual.
Los prestigiosos institutos franceses de investigación creados por Napoleón,
como la Ecole Polytechnique, tuvieron una gran influencia sobre la Universidad de
Berlín que, después de todo, se había fundado durante la ocupación francesa. Uno de
los embajadores científicos más importantes fue un brillante matemático llamado
Peter Gustav Lejeune-Dirichlet. Había nacido en Alemania en 1805, pero su familia
era de origen francés. En 1822, el regreso a las raíces lo condujo a París, donde pasó
cinco años impregnándose de la actividad intelectual que florecía en las academias.
Alexander von Humboldt, hermano de Wilhelm y científico aficionado, coincidió con
Dirichlet durante sus viajes y quedó tan impresionado que le buscó un empleo en
Alemania. Dirichlet tenía un espíritu más bien rebelde: quizá la atmósfera de las
calles de París le había desarrollado el gusto por retar a la autoridad. En Berlín,
disfrutó ignorando algunas de las tradiciones anticuadas que habían impuesto las
autoridades universitarias, bastante retrógradas, y a menudo se mofaba de sus
peticiones para demostrar su dominio del latín.
Gotinga y Berlín ofrecían ambientes distintos a los nuevos matemáticos como
Riemann. Gotinga tenía a gala su independencia y aislamiento; raramente se
celebraban seminarios que impartieran personajes procedentes de más allá de las
murallas de la ciudad. La universidad era autosuficiente y producía ciencia a partir de
su combustible interno. En cambio, Berlín prosperaba gracias a los estímulos de más
allá de sus fronteras: las ideas procedentes de Francia se entremezclaban con el
innovador enfoque alemán de la filosofía natural para crear un nuevo y prometedor
cóctel. Los distintos climas de Gotinga y Berlín se adaptan a distintos tipos de
matemáticos. Algunos no hubieran avanzado nunca sin entrar en contacto con las
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nuevas ideas que provenían del extranjero, mientras que el éxito de otros matemáticos
se puede imputar a un aislamiento que los obligaba a encontrar una fuerza interior y,
con ella, nuevos lenguajes y formas de pensar. En lo referente a Riemann, sus
conquistas matemáticas fueron fruto del contacto con la abundancia de nuevas ideas
que flotaban en el aire, y él era consciente de que Berlín era precisamente el lugar
donde tenía que estar.
Riemann se trasladó a Berlín en 1847 y vivió dos años en la ciudad. Durante su
estancia consiguió estudiar los papeles de Gauss que no había podido conseguir
directamente del reservado maestro en Gotinga. Asistió a las clases de Dirichlet,
quien rápidamente adoptó una parte de los sensacionales descubrimientos de
Riemann sobre los números primos. Era opinión general que Dirichlet tenía la
capacidad de insuflar la inspiración a todo aquel que lo escuchaba. Un matemático
que asistió a sus clases lo describía así:
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refugio. Un matemático amigo de su padre, Lagrange, reconoció el talento precoz del
joven. Comentó a un conocido: «¿Veis a aquel jovencito? Bien, ¡como matemático
nos superará a todos!». Tuvo también un buen consejo para el padre de Cauchy:
«Haced que no toque un libro de matemáticas hasta que cumpla diecisiete años». En
su lugar sugirió estimular las capacidades literarias del joven, para que cuando
volviera a las matemáticas estuviera en condiciones de expresarse por escrito con su
propia voz y con la que hubiera adquirido en los libros de la época.
Se demostró que se trataba de un consejo certero: Cauchy desarrolló una voz
nueva que, una vez abiertas las compuertas que lo protegían del mundo exterior, fue
imposible frenar. La producción de Cauchy creció hasta hacerse tan importante que la
revista Comptes rendus tuvo que imponer un límite de páginas para los artículos
publicados, un límite al que todavía hoy se ciñe estrictamente. El nuevo lenguaje
matemático de Cauchy era demasiado difícil para algunos de sus contemporáneos; en
1826 el matemático noruego Niels Henrik Abel escribió: «Cauchy está loco… Lo que
hace es excelente, pero confuso. Al principio no entendía prácticamente nada; ahora
consigo discernir una parte con mayor claridad». Abel continuaba haciendo notar
que, de todos los matemáticos de París, Cauchy era el único que hacía «matemáticas
puras» mientras que los demás «se dedicaban exclusivamente al magnetismo y a
otros temas físicos… Él es el único que sabe cómo se debería hacer matemática».
Cauchy tuvo problemas con las autoridades parisienses por haber alejado a los
estudiantes de las aplicaciones prácticas de las matemáticas. El director de la Ecole
Polytechnique, donde Cauchy enseñaba, le escribió criticando su obsesión por la
matemática abstracta: «Es opinión de muchas personas que se está exagerando
claramente con la enseñanza de las matemáticas puras en la Ecole y que una tan
inmotivada extravagancia es dañina para las demás disciplinas». No hay, por tanto,
motivos para extrañarse de que la obra de Cauchy fuera tan apreciada por el joven
Riemann.
Aquellas nuevas ideas eran tan emocionantes que Riemann se convirtió casi en un
recluso. Durante el tiempo que dedicó a estudiar la producción matemática de Cauchy
desapareció completamente de la vista de sus colegas. Reapareció unas semanas más
tarde declarando: «Esta es una nueva matemática». Lo que había captado la
imaginación de Cauchy y de Riemann era el poder emergente de los números
imaginarios.
La raíz cuadrada de −1, el elemento base de los números imaginarios, parece una
contradicción en los términos. Algunos opinan que el hecho de admitir la posibilidad
de que tal número exista es lo que separa a los matemáticos de todos los demás. Es
necesario un salto creativo para ganarse el acceso a esta pequeña porción del mundo
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matemático. A primera vista se tiene la impresión de que no tiene nada que ver con el
mundo físico: éste parece estar construido sobre números cuyo cuadrado es siempre
un número positivo. Sin embargo, los números imaginarios son más que un simple
juego abstracto: son ellos los que guardan la llave que da acceso al mundo de las
partículas subatómicas del siglo XX. En una escala mayor, los aviones no habrían
alzado jamás el vuelo si los ingenieros no hubieran emprendido un viaje al mundo de
los números imaginarios. Este nuevo mundo ofrece una flexibilidad que se niega a los
que permanecen atados a los números ordinarios.
La historia del descubrimiento de esos nuevos números empieza con la necesidad
de resolver simples ecuaciones. Tal como ya sabían los babilonios y los egipcios, si,
por ejemplo, queremos dividir siete pescados entre tres personas, en la ecuación
aparecerán números fraccionarios: 1/2, 1/3, 2/3, 1/4, etcétera. En el siglo VI a. C. los
griegos, al estudiar la geometría del triángulo, descubrieron que a veces estas
fracciones eran incapaces de expresar la longitud de los lados de un triángulo. El
teorema de Pitágoras los obligó a inventar nuevos números que no podían escribirse
como simples fracciones. Por ejemplo, Pitágoras podía tomar un triángulo rectángulo
con ambos catetos de longitud unitaria; su famoso teorema le decía entonces que la
hipotenusa tenía una longitud x, donde x es una solución de la ecuación
x2 = 12 + 12 = 2. Dicho de otra forma: la longitud de la hipotenusa era igual a la raíz
cuadrada de 2.
Las fracciones son los números cuya expresión decimal tiene un patrón que se
repite, por ejemplo 1/7 = 0,142 857 142 857…, o bien 1/4 = 0,250 000 000… En
contraste, los griegos pudieron demostrar que la raíz cuadrada de 2 no es igual a una
fracción: por más que avancemos en el cálculo de la expresión decimal de la raíz
cuadrada de 2, nunca se estabilizará con un patrón repetitivo como los que hemos
visto. La raíz cuadrada de 2 empieza con 1,414 213 562… En los años en los que
Riemann estuvo en Gotinga era frecuente que dedicara sus horas libres a calcular un
número cada vez mayor de estos decimales. Su récord fue de treinta y ocho
decimales, una empresa no precisamente fácil sin un calculador, pero quizá también
un buen indicio de lo aburrida que debía ser la vida nocturna en Gotinga y lo esquivo
de la personalidad de Riemann, que se entregaba a esa extraña distracción. En todo
caso, Riemann sabía que por más que avanzara en sus cálculos nunca podría escribir
el número completo o descubrir un patrón repetitivo.
Para describir la imposibilidad de expresar aquellos números de otra forma que
como la solución de ecuaciones del tipo x2 = 2, los matemáticos los bautizaron como
números irracionales. El nombre reflejaba la incapacidad de los matemáticos de
escribirlos de forma exacta. A pesar de todo, los números irracionales conservaban un
significado real, ya que se podían ver como puntos marcados sobre una regla, o sobre
lo que los matemáticos llaman recta numérica. La raíz cuadrada de 2, por ejemplo, es
un punto que se encuentra en alguna parte entre 1,4 y 1,5. Si se construyese un
triángulo rectángulo pitagórico con sus dos catetos de una unidad de longitud,
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entonces podríamos determinar la posición exacta de este número irracional
apoyando la hipotenusa del triángulo sobre la regla y marcando el punto
correspondiente a su longitud.
Los números reales. Cada número fraccionario, negativo o irracional se representa como un punto
sobre la recta numérica.
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incomodidad inicial. Una vez que se le ha asignado un nombre, su existencia parece
inevitable; ya no da la sensación de tratarse de un número creado artificialmente, sino
más bien parece como si siempre hubiera estado ahí y hubiera pasado desapercibido
hasta que nos planteamos la pregunta oportuna. Los matemáticos del siglo XVIII
fueron reacios a aceptar la existencia de números de este tipo, pero los matemáticos
del siglo XIX tuvieron la valentía de creer en nuevas formas de pensar que ponían en
cuestión las ideas comúnmente aceptadas sobre lo que constituía el canon matemático
oficial.
Francamente, la raíz cuadrada de −1 es tan abstracta como la raíz cuadrada de 2.
Ambas se definen como soluciones de ecuaciones. ¿Significa esto que los
matemáticos deberían empezar a crear nuevos números para cada nueva ecuación que
aparezca? ¿Y si quisiéramos las soluciones de una ecuación como x4 = −1?
¿Tendríamos que usar cada vez más letras para intentar dar un nombre a todas esas
nuevas ecuaciones? Hubo un cierto alivio cuando Gauss demostró en 1799 que no
hacían falta más números nuevos: usando el número i, la raíz cuadrada de −1, los
matemáticos podían resolver cualquier ecuación que se les pusiera por delante. Cada
ecuación tenía una solución que consistía en una combinación de los habituales
números reales —es decir, las fracciones y los números irracionales— y de este
nuevo número, i.
La clave de la demostración de Gauss era la extensión de la imagen que ya
teníamos de los números habituales como puntos situados sobre la recta numérica:
una línea recta que va de este a oeste en la que cada uno de sus puntos representa un
número. Estos números eran los números reales, que eran familiares a los
matemáticos desde los tiempos de los antiguos griegos. Pero en la recta no había sitio
para aquel nuevo número imaginario, la raíz cuadrada de −1. Por esta razón, Gauss se
preguntó qué sucedería si se introdujera una nueva dirección, si para representar i se
usara un punto situado por encima de la recta numérica, a una unidad de distancia.
Todos los nuevos números necesarios para resolver ecuaciones eran combinaciones
de i y de números habituales, por ejemplo, 1 + 2i. Gauss comprendió que cada punto
situado sobre este mapa bidimensional correspondía a cualquier número posible. Los
números imaginarios se convertían, simplemente, en coordenadas sobre el mapa. El
número 1 + 2i se representaba por el punto que se alcanzaba recorriendo una unidad
hacia el este y dos unidades hacia el norte.
Gauss interpretaba estos números como coordenadas para moverse en su mapa
del mundo imaginario. Sumar dos números imaginarios: A + Bi y C + Di, significaba
seguir dos pares de coordenadas, uno tras otro. Por ejemplo, si sumamos 6 + 3i y
1 + 2i, eso nos llevará a la posición 7 + 5i (véase la siguiente gráfica).
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Cómo sumar dos números imaginarios: siguiendo sus direcciones.
A pesar de tratarse de una representación muy eficaz, Gauss tuvo que mantener
escondido su mapa del mundo imaginario. Una vez construida la demostración, retiró
los andamios gráficos de manera que no quedara ningún rastro de su visión. Era
consciente de que, en aquella época, en matemáticas se miraban las gráficas con
cierta sospecha. El predominio de la tradición francesa durante la juventud de Gauss
implicaba que el camino preferido para ingresar en el mundo matemático era el
lenguaje de las fórmulas y de las ecuaciones, lenguaje que encajaba a la perfección
con el enfoque utilitario de la disciplina. Había también otras razones para tal
aversión hacia los números imaginarios.
Durante muchos siglos, los matemáticos habían creído que las representaciones
gráficas tenían el poder de provocar errores. Al fin y al cabo, el lenguaje de las
matemáticas había sido introducido para domesticar el mundo físico. En el siglo XVII,
Descartes había intentado reducir el estudio de la geometría a simples aserciones
sobre números y ecuaciones: «Las percepciones sensoriales son engaños de los
sentidos», era su lema. Riemann había aprendido a detestar este menosprecio de la
representación física cuando leía a Descartes en la comodidad de la biblioteca de
Schmalfuss.
En los albores del siglo XIX, los matemáticos estaban escaldados debido a una
demostración gráfica equivocada que describía la relación entre el número de
ángulos, aristas y caras de los sólidos geométricos: Euler había avanzado la hipótesis
de que, si un poliedro tiene V vértices, A aristas y C caras, entonces los números V, A
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y C tienen que satisfacer la relación V − A + C = 2; un cubo, por ejemplo, tiene 8
vértices, 12 aristas y 6 caras. En 1811, el mismo joven Cauchy había elaborado una
«demostración» de la fórmula que se basaba en una intuición visual, pero quedó
desacreditada cuando se mostró un sólido que no obedecía a la fórmula: un cubo con
un agujero en el centro.
La «demostración» había olvidado el hecho de que un sólido puede tener
agujeros. Por esta razón era necesario introducir en la fórmula un elemento añadido
que tuviera en cuenta el número de agujeros presentes en un sólido. Al haber sido
engañado por el poder de las imágenes de esconder perspectivas que al principio no
resultan evidentes, Cauchy se refugió en la seguridad que parecían dar las fórmulas.
Una de las revoluciones que provocó fue la creación de un nuevo lenguaje que
permitió a los matemáticos analizar rigurosamente el concepto de simetría sin tener
que recurrir a figuras.
Gauss sabía que su mapa secreto de los números imaginarios hubiera estado mal
visto por los matemáticos de finales del siglo XVIII, y por ello lo excluyó de su
demostración. Los números eran entidades para ser sumadas y multiplicadas, no para
ser dibujadas. Tuvieron que pasar unos cuarenta años antes de que Gauss se decidiera
a desvelar el andamiaje gráfico que había usado en su tesis doctoral.
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viene dada por la ecuación x2 + 1, se podían insertar números imaginarios lo mismo
que números reales. Por ejemplo, si insertamos x = 2i en la función obtendremos
(2i)2 + 1 = −4 + 1 = −3. En la generación de Euler se empezaron a introducir números
imaginarios en las funciones. Ya en 1748, en una de sus excursiones más allá del
espejo, Euler se había topado con extrañas conexiones entre fragmentos separados de
las matemáticas. Euler sabía que cuando se insertaban números reales x en la función
2x, se obtenía una gráfica que ascendía con rapidez. Pero cuando intentó insertar
números imaginarios en la función, el resultado que obtuvo fue bastante inesperado;
en lugar de una gráfica que crecía exponencialmente vio aparecer ondas del tipo que
asociamos, por poner un ejemplo, a los sonidos. La función que produce tal tipo de
ondas se llama función seno. La imagen de la función seno es una curva familiar que
se repite cíclicamente, de manera que cada 360 grados vemos reaparecer la misma
forma. Actualmente la función seno se utiliza en una gran cantidad de cálculos
prácticos: por ejemplo, puede usarse para calcular la altura de un edificio midiendo
ángulos desde el suelo. Fue la generación de Euler la que descubrió que estas ondas
sinusoidales eran también la clave para reproducir sonidos musicales; una nota pura
como el la que da un diapasón que se usa para afinar un piano se puede representar
mediante una onda sinusoidal.
Euler insertó números imaginarios en la función 2x. Para su sorpresa, lo que
apareció fueron las ondas correspondientes a una determinada nota musical. Euler
demostró que las características de cada nota individual dependían de las coordenadas
del número imaginario correspondiente. Cuanto más al norte se encuentra un número,
tanto más alta es la nota a él asociada. Cuanto más al este se encuentra, tanto mayor
es la intensidad de la nota. El descubrimiento de Euler era el primer indicio del hecho
de que los números imaginarios podían abrir caminos nuevos e insospechados en el
paisaje matemático. Siguiendo a Euler, los matemáticos empezaron a aventurarse en
las tierras recién descubiertas de los números imaginarios. La búsqueda de nuevas
relaciones se revelaría contagiosa.
Riemann volvió a Gotinga en 1849 para completar su tesis doctoral y someterla a
la consideración de Gauss. Era el año en que Gauss escribió a su amigo Encke a
propósito de la relación que había descubierto de joven entre números primos y
logaritmos. Aunque es posible que Gauss discutiera su descubrimiento con miembros
de la facultad de Gotinga, Riemann todavía no se preocupaba por los números
primos: estaba completamente concentrado en la nueva matemática que venía de
París, ansioso por explorar el extraño mundo de funciones alimentadas con números
imaginarios que estaba surgiendo.
Cauchy se había puesto a la labor de transformar en una disciplina rigurosa los
primeros pasos inciertos de Euler en aquel nuevo territorio. Pero si los franceses eran
maestros en ecuaciones y manipulación de fórmulas, Riemann estaba preparado para
capitalizar el retorno de la didáctica alemana a una concepción del mundo más
abstracta. En noviembre de 1851 sus ideas ya habían tomado forma, y presentó su
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tesis en la facultad de Gotinga. Como era de esperar, las ideas de Riemann
impresionaron gratamente a Gauss. Éste recibió aquella tesis doctoral como el signo
evidente «de una mente creativa, activa, genuinamente matemática, y de una
originalidad magníficamente fértil».
Riemann, escribió a su padre, ansioso de explicarle sus progresos: «Creo haber
mejorado mis expectativas con la tesis. Espero también aprender ahora a escribir más
rápido y con mayor fluidez, sobre todo si me inserto en la sociedad». Pero la vida
académica de Gotinga no se podía comparar con la excitante vida de Berlín. La
universidad era muy cerrada, provinciana, y a Riemann le faltaba seguridad en sí
mismo para entrar en conflicto con la vieja jerarquía intelectual. Había menos
estudiantes en Gotinga con quienes pudiera relacionarse; era sospechoso para los
demás y nunca se encontraba realmente a gusto en ese ambiente social. «Ha hecho
aquí las cosas más extrañas sólo porque está convencido de que nadie lo soporta»,
escribió su contemporáneo Richard Dedekind. Riemann era hipocondríaco y una
persona propensa a sufrir crisis depresivas. Escondía su rostro tras la seguridad de
una barba negra cada vez más tupida. Estaba muy preocupado por su situación
económica, ya que su supervivencia dependía de los inciertos honorarios de media
docena de alumnos particulares. La sobrecarga de trabajo que ello suponía, junto a la
presión de la indigencia, le produjo una breve crisis nerviosa en 1854. Pero su humor
se iluminaba cada vez que Dirichlet, el campeón de la tradición matemática, se
presentaba de visita en Gotinga.
Un profesor de esta universidad con quien Riemann consiguió trabar amistad fue
el eminente físico Wilhelm Weber. Weber había colaborado con Gauss en numerosos
proyectos durante el tiempo que pasaron juntos en Gotinga. Se convirtieron en un
Sherlock Holmes y un doctor Watson de la ciencia, con Gauss proporcionando las
bases teóricas y Weber poniéndolas en práctica. Uno de sus inventos más famosos fue
la aplicación del electromagnetismo para la comunicación a distancia. Consiguieron
establecer una línea telegráfica entre el observatorio de Gauss y el laboratorio de
Weber a través de la cual se intercambiaban mensajes.
Mientras que para Gauss aquel invento era una simple curiosidad, Weber se dio
cuenta claramente del alcance de aquel descubrimiento: «Cuando el globo terráqueo
esté cubierto de una red de caminos de hierro y de hilos telegráficos», escribió, «esa
red prestará servicios comparables a los del sistema nervioso en el cuerpo humano, en
parte como medio de transporte, en parte como medio para la propagación de ideas y
sensaciones a la velocidad del rayo». La rápida difusión del telégrafo, además de la
posterior aplicación a la seguridad informática de la calculadora de reloj inventada
por Gauss, hacen de Gauss y Weber los abuelos del comercio electrónico y de
Internet. La ciudad de Gotinga ha inmortalizado su colaboración con una estatua que
los representa juntos.
Un huésped de Weber en Gotinga nos lo representa con la típica imagen del
científico un poco loco: «Un tipo curioso que habla con voz estridente, desagradable
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y vacilante. Tartamudea sin parar; no se puede hacer otra cosa que escucharle. A
veces ríe sin ninguna razón, y uno lamenta no poder unirse a él». Weber era algo más
rebelde que Gauss: había sido uno de los «siete de Gotinga», profesores expulsados
temporalmente de la universidad por haber protestado contra el gobierno arbitrario
del rey de Hannover. Tras haber terminado su tesis, Riemann fue asistente de Weber
durante algún tiempo. Durante este aprendizaje cortejó a la hija de Weber, pero sus
avances no fueron correspondidos.
En 1854 Riemann escribió a su padre: «Gauss está seriamente enfermo y los
médicos temen su muerte inminente». Temía que Gauss muriera antes de que
superara su examen de habilitación, que era indispensable para convertirse en docente
de una universidad alemana. Afortunadamente Gauss vivió lo suficiente como para
escuchar las ideas de Riemann sobre la geometría y sus relaciones con la física que
habían germinado durante la etapa de trabajo con Weber. Riemann estaba convencido
de que se podían contestar todas las preguntas fundamentales de la física usando
únicamente las matemáticas. Muchos consideran la teoría de la geometría de
Riemann como una de sus más significativas contribuciones científicas, y llegaría a
ser uno de los ejes fundamentales de la plataforma sobre la que Einstein lanzó su
revolución científica a principios del siglo XX.
Gauss murió un año más tarde. Pero si el hombre se había marchado, sus ideas
tendrían ocupados a los matemáticos durante las siguientes generaciones. La hipótesis
que dejó tras de sí sobre el nexo entre los números primos y la función logarítmica,
daría mucho que pensar a las generaciones posteriores. Los astrónomos lo
inmortalizaron en el firmamento bautizando un asteroide con el nombre de Gaussia, y
en la colección de anatomía de la Universidad de Gotinga todavía se puede observar
el cerebro de Gauss conservado para la eternidad, del que se afirma que es más rico
en circunvoluciones que cualquier otro cerebro diseccionado con anterioridad.
Dirichlet, a cuyas clases había asistido Riemann en Berlín, fue nombrado titular
de la cátedra que Gauss dejó vacante. Llevó a Gotinga una parte de la vivaz actividad
intelectual que Riemann había añorado tanto desde su estancia berlinesa. Un
matemático inglés describió la impresión que tuvo de Dirichlet al visitarlo en Gotinga
por aquella época: «Es un hombre más bien alto, de aspecto enjuto, con bigote y
barba que empiezan a volverse grises… su voz es algo estridente y está más bien
sordo: todavía era temprano, no se había lavado ni afeitado, llevaba su schlafrock
[bata], las zapatillas, una taza de café y un cigarro». A pesar de esta apariencia
bohemia, en su interior ardía un deseo de rigor y un amor por las demostraciones sin
igual en su época. Carl Jacobi, coetáneo suyo y colega en Berlín, escribió al primer
protector de Dirichlet, Alexander von Humboldt, que «sólo Dirichlet, ni yo ni Cauchy
ni Gauss, sabe qué es una demostración perfectamente rigurosa, mientras que
nosotros sólo lo aprendemos de él. Cuando Gauss dice haber demostrado algo, pienso
que muy probablemente sea cierto; cuando lo dice Cauchy, está al cincuenta por
ciento; cuando lo dice Dirichlet, se trata de una certeza».
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La llegada de Dirichlet a Gotinga sacudió el tejido social de la ciudad. Su mujer
Rebecka era hermana del compositor Félix Mendelssohn. Rebecka detestaba el
soporífero ambiente social de Gotinga y organizó muchas recepciones para intentar
recrear la atmósfera de los salones berlineses que había tenido que abandonar.
La actitud menos formal de Dirichlet hacia la jerarquía académica supuso para
Riemann la posibilidad de discutir abiertamente de matemáticas con el nuevo
profesor. Desde su vuelta a Gotinga desde Berlín, Riemann estaba más bien aislado.
A causa de la personalidad austera del anciano Gauss y de su propia timidez, había
discutido poco con el gran maestro. En cambio, las formas relajadas de Dirichlet
fueron perfectas para Riemann quien, en una atmósfera más favorable a la discusión,
empezó a abrirse. Riemann escribió a su padre sobre su nuevo mentor: «A la mañana
siguiente Dirichlet estuvo conmigo durante dos horas. Leyó toda mi tesis y estuvo
muy amable conmigo, cosa que no me esperaba, dada la gran diferencia de rango
entre nosotros».
Por su parte, Dirichlet apreciaba la modestia de Riemann y reconocía la
originalidad de su trabajo. En alguna ocasión incluso consiguió sacarlo de la
biblioteca y salir con él a pasear por la campiña de los alrededores de Gotinga. Casi
en tono de excusa, Riemann escribió a su padre que aquellas fugas de las matemáticas
le eran más útiles desde el punto de vista científico que si se hubiese quedado en casa
consultando sus libros. Fue durante una de las discusiones mantenidas caminando por
los bosques de la Baja Sajonia cuando Dirichlet inspiró el paso siguiente de Riemann,
que vendría a inaugurar una perspectiva completamente nueva sobre los números
primos.
Durante los años que pasó en París antes de 1830, Dirichlet quedó fascinado con
el gran tratado juvenil de Gauss, las Disquisitiones arithmeticae. Por más que
supusiera el inicio de la teoría de los números como disciplina independiente, se
trataba de un libro difícil y muchos no conseguían penetrar en el estilo conciso que
Gauss prefería. De todas formas, Dirichlet estaba más que feliz de batallar con
aquella sucesión ininterrumpida de párrafos difíciles. Por la noche ponía el libro bajo
la almohada con la esperanza de que a la mañana siguiente lo leído tomara sentido de
repente. El tratado de Gauss había sido descrito como un «libro de siete sellos» pero,
gracias a las fatigas y vigilias de Dirichlet, los sellos se fueron rompiendo y los
tesoros guardados en su interior obtuvieron la amplia difusión que merecían.
Dirichlet tenía un interés especial en el reloj calculador de Gauss. Le intrigaba
particularmente una conjetura formulada por Fermat: si tomamos una calculadora de
reloj con un cuadrante de N horas y le introducimos los números primos, entonces,
había conjeturado Fermat, el reloj señalaría la una un número infinito de veces. Si,
por ejemplo, tomamos un reloj con un cuadrante de cuatro horas, según la conjetura
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de Fermat, hay infinitos números primos que al dividirlos entre 4 dan de resto 1. La
lista empieza con 5, 13, 17, 29 …
En 1838, a los treinta y tres años, Dirichlet había dejado su propia marca en la
teoría de los números al demostrar que la intuición de Fermat era correcta. Lo
consiguió mezclando ideas que provenían de diversas áreas de las matemáticas sin
aparente relación entre sí. En lugar de una argumentación elemental como la que
había permitido a Euclides demostrar que existen infinitos números primos, Dirichlet
utilizó una función sofisticada que había aparecido en el circuito matemático por vez
primera en tiempos de Euler: se llamaba función zeta, y se indicaba con la letra griega
La siguiente ecuación suministró a Dirichlet la regla para calcular el valor de la
función zeta según el valor de x:
Para continuar su cálculo, Dirichlet tenía que efectuar tres pasos matemáticos.
Primero, calcular los valores de las potencias 1x, 2x, 3x, …, nx,… A continuación,
tomar los inversos de todos los números obtenidos en el primer paso (el inverso de 2x
es ). Para terminar, sumar todos los resultados obtenidos en el segundo paso.
Se trata de una receta complicada. El hecho de que cada número 1, 2, 3, …
contribuya a la definición de zeta es un indicio de la utilidad de la función zeta para el
estudioso de la teoría de los números. La cruz de la moneda es que nos las tenemos
que ver con una suma infinita de números. Pocos matemáticos habrían podido prever
hasta qué punto tal función resultaría potente como instrumento para el estudio de los
números primos. El descubrimiento tuvo lugar casi por casualidad.
El origen del interés de los matemáticos por esta suma infinita procedía de la
música, y se remontaba a un descubrimiento realizado por los antiguos griegos. En
realidad, Pitágoras había sido el primero en determinar el nexo fundamental que liga
matemáticas y música. Había llenado de agua un recipiente y lo había percutido con
un pequeño martillo para producir una nota. Al retirar la mitad del agua y percutir de
nuevo el recipiente la nota había subido una octava. Cada vez que retiraba agua de
manera que quedara un tercio, un cuarto, y así sucesivamente, las notas que se
producían sonaban en su oído en armonía con la primera nota que había obtenido.
Cualquier otra nota que se obtuviera retirando del recipiente una cantidad distinta de
agua resultaba disonante con respecto a la nota original. Estas fracciones contenían
una belleza que podía ser escuchada. La armonía que Pitágoras había descubierto en
los números 1, 1/2, 1/3, 1/4, … lo indujo a creer que el universo entero estaba
controlado por la música, y por esta razón acuñó la expresión «la música de las
esferas».
A partir del descubrimiento pitagórico de un nexo aritmético entre matemática y
música, las características estéticas y físicas de las dos disciplinas siempre han estado
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próximas. En 1722, el compositor barroco francés Jean-Philippe Rameau escribió: «A
pesar de toda la experiencia que yo pueda haber adquirido en la música por el hecho
de haberme asociado a ella desde hace mucho tiempo, debo confesar que sólo con la
ayuda de las matemáticas se han clarificado mis ideas». Euler intentó hacer de la
teoría musical «una parte de las matemáticas y de deducir de forma ordenada, a partir
de principios correctos, todo lo que pueda hacer placentera una unión y una mezcla
de tonos». Euler opinaba que tras la belleza de ciertas combinaciones de notas se
escondían los números primos.
Muchos matemáticos sienten una atracción natural por la música: tras una dura
jornada de cálculos, a Euler le gustaba relajarse tocando su clavicémbalo. Los
departamentos de matemáticas nunca tienen grandes problemas en organizar una
orquesta reclutada entre sus propias filas. Existe un nexo numérico obvio entre los
dos campos, ya que ambos se basan en el hecho de contar. Por citar la definición de
Leibniz: «la música es el placer que siente la mente humana cuando cuenta sin ser
consciente de contar». Pero las resonancias entre música y matemática son aún más
profundas.
Las matemáticas son una disciplina estética, en la que continuamente se habla de
demostraciones magníficas y de soluciones elegantes. Sólo quien posee una
sensibilidad estética especial dispone de los medios para llegar a descubrimientos
matemáticos. El relámpago de iluminación que anhelan los matemáticos se parece al
acto de pulsar las teclas de un piano hasta que, de pronto, aparece una combinación
de notas que contiene una armonía interna que la hace diferente.
G. H. Hardy escribió que se interesaba por las matemáticas «sólo como arte
creativo». Incluso para los matemáticos franceses de las academias napoleónicas, la
emoción de hacer matemáticas no procedía de sus aplicaciones prácticas, sino de su
íntima belleza. Las experiencias estéticas que se viven haciendo matemáticas o
escuchando música tienen mucho en común. Igual que podemos escuchar muchas
veces una pieza musical para descubrir nuevas sonoridades que antes nos habían
pasado desapercibidas, a menudo también los matemáticos obtienen placer de la
relectura de una demostración en la que se descubren cada vez más los sutiles matices
que le confieren coherencia lógica. Hardy pensaba que la auténtica verificación de
una buena demostración matemática consistía en que «las ideas deben combinarse de
manera armónica. La belleza es la primera verificación: no hay espacio para las
matemáticas feas». Para Hardy, «una demostración matemática debería parecerse a
una constelación simple y de contornos delimitados, no a una Vía Láctea dispersa».
Tanto las matemáticas como la música utilizan un lenguaje técnico de símbolos
que nos permite expresar con claridad lo que creamos o descubrimos. La música es
mucho más que las notas blancas o las corcheas que bailan por los pentagramas.
Análogamente, los símbolos matemáticos cobran vida sólo cuando la mente los
interpreta matemáticamente.
Como descubrió Pitágoras, matemática y música no sólo se superponen en el
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domino estético. La propia física de la música tiene sus raíces en los fundamentos de
las matemáticas. Si soplamos sobre un cuello de botella, podemos oír una nota. Si
soplamos más fuerte, y con un poco de pericia, empezaremos a oír notas más agudas:
los armónicos superiores. Cuando un músico toca una nota con su instrumento,
produce también una infinidad de armónicos, igual que nosotros cuando soplamos en
el cuello de una botella. Estos armónicos suplementarios contribuyen a dar a cada
instrumento su timbre distintivo. Son las características físicas de cada instrumento
particular las que hacen oír diversas combinaciones de armónicos. Más allá de la nota
fundamental, el clarinete produce sólo los armónicos correspondientes a fracciones
impares: 1/3, 1/5, 1/7, … Por otra parte la cuerda de un violín, al vibrar, crea todos
los armónicos que Pitágoras produjo con su recipiente: los correspondientes a las
fracciones 1/2, 1/3, 1/4, …
Teniendo en cuenta que el sonido de una cuerda de violín que vibra es la suma
infinita de la nota fundamental y de todos los armónicos posibles, los matemáticos
empezaron a interesarse por la analogía matemática. La suma infinita 1 + 1/2 + 1/3 +
1/4 + … recibió el nombre de serie armónica. Esta suma era, además, el resultado
que obtenía Euler cuando insertaba el valor x = 1 en su función zeta. Aunque el valor
de la suma crece muy lentamente a medida que vamos añadiendo nuevos términos,
desde finales del siglo XIV los matemáticos sabían que al final tendería al infinito de
forma inexorable.
Por tanto, la función zeta debe dar un resultado infinito cuando se introduce el
número x = 1. Pero si, en lugar de tomar x = 1, Euler insertaba en la función un
número mayor, la suma ya no tendía al infinito. Por ejemplo, tomando x = 2 habrá
que sumar todos los cuadrados de la serie armónica:
Éste es un número menor, ya que no comprende todas las fracciones posibles que
forman la serie armónica cuando x vale 1. Ahora estamos sumando sólo algunas de
las fracciones, y Euler sabía que en este caso la suma no tendería al infinito sino que
volvería a un número concreto. En aquella época, identificar el valor numérico
preciso al que tendía la serie armónica para x = 2 se había convertido en un reto
formidable. La mejor estimación rondaba 8/5. En 1735 Euler escribió: «Es tanto el
trabajo hecho sobre la serie que parece poco probable que pueda aparecer nada
nuevo… También yo, a pesar de mis repetidos esfuerzos, sólo he conseguido obtener
valores aproximados de sus sumas».
No obstante, Euler, animado por sus descubrimientos anteriores, empezó a
juguetear con esta suma infinita. Haciéndola girar en todas las direcciones posibles
como si se tratara de un cubo de Rubik, de repente se encontró con la serie
transformada. Como los colores del cubo, los números tomaron forma para componer
un motivo completamente distinto del original. Continuaba Euler: «Ahora, sin
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embargo, de forma totalmente inesperada, he hallado una fórmula elegante que
depende de la cuadratura del círculo». Dicho en términos modernos: había
encontrado una fórmula que dependía del número π = 3,1415…
Con un análisis más bien temerario, Euler había descubierto que aquella suma
infinita tendía al cuadrado de π dividido entre 6:
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serie armónica utilizando el conocimiento de que cada número está constituido por
los mismos elementos básicos, y de que tales elementos básicos son los números
primos. Así que escribió:
En lugar de expresar la serie armónica como suma infinita de todas las fracciones,
Euler podía tomar sólo las fracciones que contenían números primos, como 1/2, 1/3,
1/5, 1/7, …, y multiplicarlas entre sí. La expresión que obtuvo, actualmente llamada
producto de Euler, ligaba los mundos de la suma y de la multiplicación. En un lado
de la nueva ecuación aparecía la función zeta y en el otro lado aparecían los números
primos:
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primos que darían 1 como resultado en una calculadora de reloj. Las ideas de
Euclides no habían sido de ninguna utilidad para confirmar la intuición de Fermat. La
demostración de Euler, en cambio, proporcionó a Dirichlet la flexibilidad necesaria
para contar sólo los números primos que, divididos por un número entero N, daban de
resto 1. Funcionó: Dirichlet fue el primero en usar las ideas de Euler de forma
expresa para descubrir algo nuevo sobre los números primos. Era un enorme paso
adelante en la comprensión de estos números únicos, pero quedaría un largo camino
para alcanzar el Santo Grial.
Cuando Dirichlet se trasladó a Gotinga, la posibilidad de que su interés por la
función zeta se transmitiera a Riemann fue una cuestión de tiempo. Es probable que
Dirichlet hablara con Riemann sobre el poder de aquellas sumas infinitas, pero la
cabeza de Riemann todavía estaba ocupada por el extraño mundo de los números
imaginarios que había creado Cauchy. Para él, la función zeta representaba sólo otra
función interesante en la que podían insertarse números imaginarios en lugar de los
números reales con los que trabajaban sus contemporáneos.
Un nuevo y extraño punto de vista apareció ante los ojos de Riemann. Cuantos
más folios de cálculos llenaba en su escritorio, mayor era su excitación. Se encontró
absorbido en un túnel espacial que lo conducía desde el mundo abstracto de las
funciones imaginarias al de los números primos. Súbitamente empezaba a vislumbrar
un método que podía explicar por qué la estimación de Gauss sobre la cantidad de
números primos se mantenía tan precisa como Gauss había previsto. Gracias al uso
de la función zeta, parecía que la clave para demostrar la conjetura de Gauss sobre los
números primos estuviera al alcance de Riemann y que transformaría la intuición de
Gauss en la demostración cierta que el propio Gauss había anhelado. Los
matemáticos tendrían finalmente la certeza de que la diferencia porcentual entre el
logaritmo integral y el número efectivo de números primos se reducía a medida que
se iba contando. Pero los descubrimientos de Riemann fueron mucho más allá de esa
simple idea: se encontró observando los números primos desde una perspectiva
totalmente nueva. De repente, la función zeta se había puesto a tocar una música
capaz de desvelar los secretos de los números primos.
El paralizante perfeccionismo que había sufrido Riemann en su época de
aprendizaje casi le impidió poner por escrito uno solo de sus descubrimientos. Estaba
influido por la insistencia de Gauss sobre la necesidad de publicar sólo
demostraciones perfectas, absolutamente libres de lagunas. A pesar de ello, se sintió
obligado a explicar y a interpretar una parte de la nueva música que oía. Acababan de
llamarlo a la Academia de Berlín, donde se acostumbraba pedir a los nuevos
miembros la presentación de una relación escrita de sus descubrimientos recientes, lo
que le obligó a asumir un plazo improrrogable para la elaboración de un ensayo sobre
aquellas ideas nuevas. Sería una manera apropiada de mostrar a la Academia su
gratitud por la influencia y los consejos de Dirichlet y por los dos años que había
pasado en la universidad como estudiante de doctorado. Al fin y al cabo, Berlín era el
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lugar donde por vez primera había tenido conocimiento del poder que tienen los
números imaginarios para abrir nuevos puntos de vista.
En noviembre de 1859 Riemann publicó en las notas mensuales de la Academia
de Berlín un ensayo sobre sus descubrimientos. Aquellas diez páginas de densa
matemática estaban destinadas a ser las únicas que Riemann publicaría sobre la
cuestión de los números primos, y a pesar de ello habrían de tener un efecto
fundamental sobre la forma en que serían percibidos. La función zeta proporcionó a
Riemann un espejo en el cual los números primos aparecían transformados. Como en
Alicia en el país de las maravillas: a través de la madriguera de un conejo, el ensayo
de Riemann absorbió en torbellino a los matemáticos, desde el mundo que les era
familiar hasta un territorio matemático nuevo y lleno de sorpresas inesperadas.
Cuando, en los siguientes decenios, consiguieron hacer balance de lo obtenido con
aquella nueva perspectiva, los matemáticos comprendieron la inevitabilidad y la
genialidad de las ideas de Riemann.
Sin embargo y a pesar de sus cualidades visionarias, aquel ensayo de diez páginas
era profundamente frustrante. Como Gauss, Riemann acostumbraba a borrar sus
rastros al escribir. El texto anuncia muchos resultados tentadores que Riemann afirma
poder demostrar pero que, en su opinión, no están totalmente a punto para ser
publicados. En cierto modo es casi un milagro que escribiera su ensayo sobre los
números primos, dadas las lagunas que contenía. Si hubiera continuado aplazándolo,
probablemente habríamos sido privados de una conjetura en particular, que él admitía
no poder demostrar: sepultado en su documento de diez páginas, casi invisible, está el
enunciado del problema cuya solución vale hoy un millón de dólares: la hipótesis de
Riemann.
A diferencia de lo que ocurre con muchas de las aserciones que plantea en su
ensayo, Riemann es bastante sincero sobre sus propias limitaciones al hablar de la
hipótesis que tomará su nombre: «Naturalmente que me gustaría tener una
demostración rigurosa de ello, pero he dejado de lado la búsqueda de esa
demostración después de algunos intentos infructuosos, ya que no es necesaria para el
objetivo de mi investigación». El objetivo principal de su ensayo berlinés era
confirmar que la función de Gauss proporcionaría una aproximación cada vez mejor
de la cantidad de números primos a medida que avanzáramos en el cómputo. Aunque
había conseguido encontrar los instrumentos que eventualmente permitirían
demostrar la conjetura de Gauss sobre los números primos, la solución permaneció
fuera de su alcance. Sin embargo, si bien Riemann no proporcionó todas las
respuestas, su ensayo introdujo una forma de aproximación completamente nueva al
asunto, una aproximación que fijaría el curso de la teoría de los números hasta
nuestros días.
Dirichlet, que sin duda habría acogido el descubrimiento de Riemann con gran
entusiasmo, murió el 5 de mayo de 1859, pocos meses antes de que el ensayo se
publicara. La recompensa de Riemann por su propio trabajo fue la cátedra
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universitaria que anteriormente había ocupado Gauss y que ahora la muerte de
Dirichlet dejaba vacante.
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4
LA HIPÓTESIS DE RIEMANN: DE LOS NÚMEROS PRIMOS
ALEATORIOS A LOS CEROS ORDENADOS
Riemann había encontrado un pasadizo que conducía del mundo familiar de los
números a una matemática que habría parecido absolutamente extraña a los griegos
que habían estudiado los números primos dos mil años antes que él. Había mezclado
inocentemente los números imaginarios con su función zeta descubriendo, como un
alquimista de las matemáticas, el tesoro que emergía de aquella mezcla de elementos,
un tesoro matemático que generaciones enteras habían buscado en vano. Riemann
había planteado sus ideas en un estudio de diez páginas, pero era totalmente
consciente de que aquellas ideas abrirían puntos de vista radicalmente nuevos sobre
los números primos.
La capacidad de Riemann para liberar toda la potencia de la función zeta tiene su
origen en los cruciales descubrimientos que hizo durante sus años de estancia en
Berlín y durante sus estudios de doctorado en Gotinga. Lo que más había
impresionado a Gauss cuando examinaba la tesis de Riemann era la fuerte intuición
geométrica que demostraba poseer el joven matemático cuando insertaba números
imaginarios en las funciones. Al fin y al cabo, el mismo Gauss se había aprovechado
de su propia y particular imagen mental para trazar sus bocetos de los números
imaginarios, antes de construir su andamiaje conceptual. El punto de partida de
Riemann para la elaboración de su teoría de las funciones imaginarias había sido el
trabajo de Cauchy, y para éste una función estaba definida por una ecuación. Ahora
Riemann añadió la idea de que, si bien la ecuación era el punto de partida, lo
verdaderamente importante era la geometría de la gráfica de la ecuación.
El problema está en la imposibilidad de dibujar la gráfica completa de una
función en la que se introduzcan números imaginarios. Para ilustrar su gráfica,
Riemann habría tenido que trabajar en cuatro dimensiones. ¿Qué quieren decir los
matemáticos con cuarta dimensión? Quien haya leído los libros escritos por
cosmólogos como Stephen Hawking podría legítimamente responder: «el tiempo».
La verdad es que los matemáticos utilizamos las dimensiones para cualquier cosa que
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sea de interés. En física hay tres dimensiones para el espacio y una cuarta dimensión
para el tiempo. Los economistas que quieren indagar las relaciones entre tasas de
interés, inflación, desempleo y deuda nacional pueden interpretar la economía como
un espacio de cuatro dimensiones. De esta forma, mientras remontan la cuesta en
dirección a las tasas de interés, pueden explorar lo que sucede con la economía en las
tres direcciones restantes. A pesar de que en realidad no es posible dibujar una
imagen de este modelo tetradimensional de la economía, al menos nos da una visión
de conjunto que nos permite analizar sus cumbres y valles.
Para Riemann, la función zeta se describía en un espacio análogo de cuatro
dimensiones: dos dimensiones servían para trazar las coordenadas de los números
imaginarios que introducimos en la función zeta, mientras que la tercera y la cuarta
dimensiones se utilizaban para indicar las dos coordenadas que describen el número
imaginario resultado de la función.
La dificultad consiste en que vivimos en un espacio de tres dimensiones y ello
nos impide basarnos en el mundo visible para comprender este nuevo «diagrama
imaginario». Los matemáticos utilizan el lenguaje de las matemáticas para adiestrar
su capacidad de visualización mental, de forma que les ayude a «ver» tales
estructuras. Pero, aunque no estemos en posesión de esta «lente» matemática, existen
otras formas de ayudarnos a penetrar en esos mundos de más dimensiones. Uno de
los mejores métodos para comprenderlos es mirar las sombras. La sombra que
proyectamos es una imagen bidimensional de nuestro cuerpo tridimensional. Si la
observamos desde algunas perspectivas, una sombra puede ofrecer poca información,
pero vista de perfil, por ejemplo, la silueta de una persona puede revelar la
información necesaria para reconocer una cara. De forma similar, podemos construir
una sombra tridimensional del espacio de cuatro dimensiones que Riemann creó
utilizando la función zeta, una sombra que conserve información suficiente para
permitirnos captar las ideas de Riemann.
El mapa bidimensional de los números imaginarios que ideó Gauss nos da una
representación gráfica de los números que introducimos en la función zeta. El eje
norte-sur marca el número de pasos a dar en la dirección imaginaria, mientras que el
eje este-oeste representa los números reales. Podemos extender este mapa sobre una
mesa: lo que pretendemos es crear un paisaje físico situado en el espacio que está
sobre este mapa, la sombra de la función zeta se transformará entonces en un objeto
físico cuyas cumbres y valles podremos explorar.
La altura del espacio que hay sobre cada número imaginario del mapa debería
registrar el resultado que se obtiene al introducir aquel número en la función zeta. Por
la misma razón por la que una sombra nos muestra únicamente algunos aspectos de
un objeto tridimensional, algunas informaciones se perderán inevitablemente en la
construcción gráfica del paisaje. Haciendo girar el objeto obtendremos sombras
distintas que nos proporcionarán información distinta. Análogamente, tenemos una
cierta capacidad de elección sobre lo que queremos que registre la altura del espacio
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por encima de cada número imaginario del mapa que hemos extendido sobre la mesa.
Sin embargo, es posible elegir una sombra que recoja suficiente información para
permitirnos comprender el descubrimiento de Riemann. Tal perspectiva fue de gran
ayuda para Riemann en su viaje en aquel mundo más allá del espejo. Entonces, ¿cuál
es esa particular sombra tridimensional de la función zeta?
El espacio zeta. Riemann descubrió cómo continuar el dibujo en un nuevo territorio hacia el oeste.
Cuando Riemann comenzó a explorar este paisaje se topó con algunos aspectos
fundamentales de su geografía. Colocándose dentro del espacio zeta y mirando hacia
el este el paisaje era una llanura uniforme que se elevaba una unidad sobre el nivel
del mar. Si se giraba y miraba hacia el oeste, veía una cresta de alturas onduladas que
iba de norte a sur. Las cimas de estas montañas estaban todas ellas situadas por
encima de la línea que cruzaba el eje este-oeste hasta el número 1. Por encima de este
punto de intersección había un pico en forma de torre que subía al cielo. Era, en
efecto, infinitamente alto: tal y como había descubierto Euler, cuando se inserta el
número 1 en la función zeta se obtiene un resultado que tiende al infinito. Si se dirigía
hacia el norte o hacia el sur de esta cumbre de altura infinita, Riemann encontraba
otros picos; ninguno de ellos, sin embargo, era de altura infinita. El primer pico
aparecía a poco menos de diez pasos hacia el norte, correspondiente al número
imaginario 1 + (9,986…)i, y alcanzaba una altura de apenas 1,4 unidades
aproximadamente.
Si Riemann hubiera hecho girar el espacio y hubiera representado en un diagrama
la sección transversal de las colinas correspondientes a la línea de división norte-sur
que pasa por 1, habría obtenido algo así:
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Sección transversal de la cadena de montañas a lo largo de la línea crítica de la coordenada este-
oeste fijada a una unidad este.
Había un aspecto crucial del paisaje que no dejó de atraer la atención de Riemann.
Parecía que fuera imposible utilizar la fórmula que define la función zeta para
construir el paisaje al oeste más allá de la cadena montañosa. Riemann tenía el mismo
problema que Euler había sufrido al insertar números reales en la función zeta. Cada
vez que insertaba un número situado al oeste de 1, las demás montañas de la cadena
norte-sur parecían transitables.
¿Por qué entonces no continuaban onduladas, con independencia de los resultados
de la función zeta? Con toda seguridad, el paisaje no terminaba allí, en la línea norte-
sur. ¿Es posible que no hubiera nada al oeste de esa frontera? Si tenía que hacer caso
sólo de las ecuaciones, se diría que no se podía construir otro paisaje que el que se
encuentra al este del 1. Las ecuaciones carecían de sentido cuando se insertaban
números situados al oeste del 1. ¿Conseguiría Riemann completar el paisaje? Y, en
caso afirmativo, ¿cómo?
Afortunadamente, Riemann no se dejó desorientar por la apariencia intratable de
la función zeta. Su formación lo había provisto de una perspectiva de la que carecían
los matemáticos franceses. Para él, la ecuación sobre la que se basaba un paisaje
imaginario debía considerarse como un aspecto secundario. La importancia
primordial estaba en la topografía efectiva del paisaje de cuatro dimensiones. Podía
suceder que las ecuaciones no tuvieran sentido, pero la geometría del paisaje sugería
otra cosa. Riemann descubrió una fórmula que podía usar para construir el paisaje
que faltaba al oeste. Aquel nuevo paisaje podía encajarse perfectamente con el paisaje
original. Ahora un explorador del mundo imaginario podría pasar tranquilamente de
la región definida por la fórmula de Euler al paisaje creado por la fórmula de
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Riemann sin tener siquiera conciencia de cruzar una frontera.
Llegado a este punto, Riemann disponía de un paisaje completo que cubría el
mapa completo de los números imaginarios. Ahora estaba ya preparado para el
movimiento siguiente. Durante sus estudios de doctorado había descubierto dos
hechos cruciales e inesperados sobre los espacios imaginarios; en primer lugar había
aprendido que estaban dotados de una geometría extraordinariamente rígida. Había
una única forma de expandirlos: lo que podía existir al oeste estaba completamente
determinado por la geometría del paisaje de Euler al este. Riemann no podía
manipular a su gusto su nuevo paisaje para crear alturas donde le apeteciera hacerlo:
cualquier modificación provocaría un descosido en la costura que separaba los dos
espacios.
La inflexibilidad de tales paisajes imaginarios suponía un importante
descubrimiento. Cuando un cartógrafo de mundos imaginarios traza una pequeña
región cualquiera del paisaje, ello le basta para reconstruirlo completo. Riemann
había descubierto que las alturas y los valles presentes en una región contienen
información sobre la topografía del paisaje completo. Se trata de un hecho realmente
sorprendente; no esperaríamos que un cartógrafo del mundo real, tras dibujar los
alrededores de Oxford, pudiera ya deducir el mapa completo de las Islas Británicas.
Pero Riemann hizo un segundo descubrimiento crucial en relación a ese extraño
nuevo tipo de matemática. Descubrió lo que podríamos considerar como el ADN de
los espacios imaginarios: cualquier cartógrafo matemático capaz de trazar sobre el
mapa imaginario bidimensional los puntos en los que el paisaje coincide con el nivel
del mar será capaz de reconstruir la configuración del paisaje completo. El mapa que
indica tales puntos es el mapa del tesoro de cualquier paisaje imaginario. Se trataba
de un descubrimiento sorprendente. Un cartógrafo que viva en nuestro mundo real no
podría reconstruir los Alpes sabiendo la posición de todos los puntos del mundo que
se hallan al nivel del mar. Sin embargo, en los espacios imaginarios, la posición de
todos los números imaginarios que tienen imagen cero lo describe todo. Estos puntos
reciben el nombre de ceros de la función zeta.
Los astrónomos están muy acostumbrados a deducir la composición química de
astros lejanos sin necesidad de visitarlos. La luz que proviene de un astro puede
analizarse gracias a la espectroscopia y contiene información suficiente para que
conozcamos su química. Estos ceros se comportan de la misma manera que el
espectro de luz emitido por un compuesto químico. Riemann sabía que lo único que
tenía que hacer era marcar todos los puntos del mapa en los cuales la altura del
paisaje zeta fuera igual a cero. Las coordenadas de todos estos puntos situados al
nivel del mar darían información suficiente para reconstruir todas las alturas y valles
sobre el nivel del mar.
Riemann no olvidaba cuál había sido el punto de partida de su exploración: el big
bang que había creado el paisaje zeta era la fórmula con la que Euler había definido
la función zeta, una fórmula que, gracias al producto de Euler, podía construirse
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utilizando sólo números primos. Y si ambas cosas —los números primos y los ceros
de la función zeta— daban lugar al mismo espacio, Riemann sabía que tenía que
existir algún nexo que los ligara: un único objeto construido de dos maneras distintas.
Fue el genio de Riemann el que desveló cómo aquellas dos entidades eran dos caras
de la misma ecuación.
La conexión que Riemann consiguió encontrar entre los números primos y los
puntos situados a nivel del mar en el paisaje zeta no podía ser más directa. Gauss
había intentado estimar cuántos números primos había entre 1 y un número N
cualquiera. Pero Riemann, usando las coordenadas de aquellos ceros, pudo crear una
fórmula que diera el número exacto de primos no mayores que N. La fórmula que
Riemann ideó tenía dos ingredientes clave; el primero era una nueva función R(N)
que servía para estimar el número de primos no mayores que N y que básicamente
proporcionaba una estimación mejor que la de Gauss. La nueva función contenía
todavía algunos errores, pero los cálculos de Riemann determinaron que tales errores
eran notablemente menores que los que contenía la fórmula de Gauss. Para poner un
ejemplo, el logaritmo integral de Gauss predecía la existencia de 754 números primos
más de los que realmente hay en el intervalo comprendido entre 1 y cien millones. La
función perfeccionada que Riemann introdujo predecía sólo 97 de más, con un error
aproximado de la milésima parte del uno por ciento.
La siguiente tabla evidencia la precisión de la nueva función de Riemann en la
estimación de la cantidad de primos no mayores que N desde 102 hasta 1016.
Sobreestimación de la Sobreestimación de la
Número de primos p(N) función de Riemann función de Gauss
N comprendidos entre 1 y N R(N) Li(N)
102 25 1 5
103 168 0 10
104 1,229 −2 17
105 9.592 −5 38
106 78.498 29 130
107 664.579 88 339
108 5.761.455 97 754
109 50.84.7534 −79 1.701
1010 455.052.511 −1.828 3.104
1011 4.118.054.813 −2.318 11.588
1012 37.607.912.018 −1.476 38.263
1013 346.065.536.839 −5.773 108.971
1014 3.204.941.750.802 −19.200 314.890
1015 29.844.570.422.669 73.218 1.052.619
1016 279.238.341.033.925 327.052 3.214.632
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Aunque la nueva función de Riemann representaba una mejora en relación a la
función logaritmo de Gauss, seguía produciendo algunos errores. Pero la excursión de
Riemann por el mundo imaginario le dio acceso a algo que Gauss ni siquiera habría
soñado con obtener: un método para eliminar los errores. Riemann comprendió que,
usando los puntos del mapa de los números imaginarios que señalaban los lugares en
los que el espacio zeta estaba al nivel del mar, podía deshacerse de los errores y
obtener una fórmula exacta para contar los números primos. Ese fue el segundo
ingrediente clave de su fórmula.
Euler había hecho un descubrimiento sorprendente: si se insertaba un número
imaginario en la función exponencial se obtenía una onda sinusoidal. La curva en
rápido ascenso que se asocia normalmente a la función exponencial se transformaba,
con la introducción de estos números imaginarios, en una curva de marcha sinuosa de
las que habitualmente se asocian con las ondas sonoras. Su descubrimiento abrió una
vía para la exploración de los extraños nexos que sacaban a la luz los números
imaginarios: Riemann comprendió que era posible extender el descubrimiento de
Euler usando su mapa de puntos correspondientes a los ceros del paisaje imaginario.
En aquel mundo del otro lado del espejo consiguió ver cómo, usando la función zeta,
cada uno de aquellos puntos se podía transformar en una onda específica. Cada onda
tendría el aspecto de una variación en el diagrama de una función seno.
Las características de cada onda venían determinadas por la posición del
correspondiente cero. Cuanto más al norte se situaba un punto al nivel del mar, más
rápidamente oscilaba la onda correspondiente. Si imaginamos esta onda como una
onda sonora, la nota asociada a un cero resulta tanto más aguda cuanto más al norte
se sitúa el correspondiente cero en el paisaje zeta.
¿Por qué tales ondas —estas notas musicales— eran útiles para contar los
números primos? Riemann hizo un descubrimiento espectacular: en las alturas
variables de aquellas ondas estaba codificado el modo de corregir los errores que
aparecían en su estimación de la cantidad de números primos. La función R(N)
proporcionaba una estimación razonablemente buena de la cantidad de primos
menores o iguales que N, pero si a esta estimación le añadía la altura de cada onda
por encima del número N, podía obtener el número exacto de primos: había
eliminado completamente el error. Había conseguido desenterrar el Santo Grial que
Gauss había buscado en vano: una fórmula exacta para calcular el número de primos
menores o iguales que N.
La ecuación que describe este descubrimiento puede resumirse con palabras
simplemente como «números primos = ceros = ondas». Para un matemático, la
fórmula de Riemann que proporciona el número de primos en términos de ceros tiene
un impacto similar al de la ecuación de Einstein E = mc2, que reveló la existencia de
una conexión directa entre masa y energía. Como la ecuación de Einstein, ésta es una
fórmula de conexiones y transformaciones: Riemann fue testigo de la paulatina
metamorfosis de los números primos. Los números primos crean el paisaje zeta, y los
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puntos que en tal paisaje se encuentran al nivel del mar son la clave para desentrañar
sus secretos. A continuación emerge una nueva conexión consistente en que cada uno
de aquellos puntos a nivel del mar produce una onda, una nota musical. Finalmente,
Riemann retornó al punto de partida para mostrar de qué manera estas ondas
permitían contar en cantidad exacta de números primos. Riemann debió de quedarse
asombrado al ver el círculo cerrarse de forma tan espectacular.
Riemann sabía que, dado que existen infinitos números primos, en el paisaje zeta
existen infinitos puntos que se encuentran al nivel del mar. Por tanto, tienen que
existir infinitas ondas que permitan mantener los errores bajo control. Hay una
manera muy gráfica de ver que la adición de cada onda suplementaria mejora la
estimación de la cantidad de números primos que proporciona la fórmula de
Riemann: antes de añadir las ondas que corresponden a los ceros, la gráfica de la
función de Riemann R(N) (ver gráfica adjunta, arriba) no se parece en absoluto a la
escalinata que representa el número efectivo de números primos (abajo). En el primer
caso tenemos una curva uniforme mientras que en el segundo aparece una curva
dentada.
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El reto: pasar de la gráfica uniforme de la función de Riemann (arriba), a la gráfica escalonada que
representa el verdadero número de números primos, (abajo).
Basta con tener en cuenta los errores previstos por las treinta ondas creadas por
los treinta primeros ceros que encontramos cuando miramos al norte en el paisaje
zeta, para que se produzca un efecto más que evidente: la gráfica de Riemann se
transforma respecto a la curva de R(N) y se parece mucho más a la escalinata que
describe el verdadero número de números primos:
Efecto que se obtiene al añadir las treinta primeras ondas a la gráfica uniforme de Riemann.
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punto a nivel del mar, que encontraba a medida que avanzaba hacia el norte en el
paisaje zeta, la curva se superpondría exactamente con la escalinata de los números
primos.
Una generación antes, Gauss había descubierto la que consideró como la moneda
que la naturaleza lanzaba al aire para elegir los números primos. Las ondas que
Riemann descubrió eran los verdaderos resultados de los lanzamientos que la
naturaleza había hecho: las alturas de cada una de aquellas ondas para el número N
predecían para cada lanzamiento si la moneda de los números primos daría cara o
cruz. Si el descubrimiento de la relación entre números primos y logaritmos que
había conseguido Gauss permitió prever el comportamiento medio de los números
primos, Riemann identificó lo que controlaba tal comportamiento hasta los más
mínimos detalles: había hallado la lista completa de los billetes ganadores de la
lotería de los números primos.
Durante siglos los matemáticos escucharon los números primos sin oír nada más
que un ruido desorganizado. Aquellos números eran como notas diseminadas por el
pentagrama de forma totalmente aleatoria, en un caos del que no emergía ninguna
melodía reconocible. Ahora Riemann había descubierto oídos nuevos con los que
escuchar aquellas misteriosas tonadas: las ondas sinusoidales que creó usando los
ceros de su espacio zeta revelaban la existencia de una estructura armónica
escondida.
Al percutir su recipiente, Pitágoras había desvelado la armonía musical que se
ocultaba en una sucesión de fracciones. Mersenne y Euler, dos grandes expertos en
números primos, habían creado la teoría de los armónicos. Pero ninguno de ellos
sospechó siquiera que se pudieran dar relaciones directas entre la música y los
números primos: la de los números primos era una melodía que para ser captada
necesitaba oídos matemáticos del siglo XIX. El mundo imaginario de Riemann generó
simples ondas que, juntas, pudieron reproducir las armonías sutiles de los números
primos.
Un matemático comprendió mejor que todos los demás hasta qué punto la
fórmula de Riemann captaba la música que se escondía tras los números primos:
Joseph Fourier. Huérfano, Fourier se educó en una escuela militar dirigida por monjes
benedictinos. Hasta los trece años, cuando descubrió el encanto de las matemáticas,
fue un chico indisciplinado. Fourier estaba destinado a ser monje, pero los sucesos de
1789 lo liberaron de las perspectivas que para él tenía preparadas el período
prerrevolucionario. Ahora podía ya dedicarse a su pasión por las matemáticas y por la
vida militar.
Fourier fue un entusiasta defensor de la Revolución, y enseguida atrajo la
atención de Napoleón. El futuro emperador estaba instituyendo las academias de las
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que deberían salir los maestros e ingenieros que habrían de dinamizar la revolución
cultural y militar. Cuando comprobó la capacidad excepcional de Fourier no sólo
como matemático sino también como maestro, Napoleón lo nombró profesor de
matemáticas en la Ecole Polytechnique.
Napoleón quedó tan impresionado por los logros de su protegido que lo reclutó
para la legión de científicos y artistas que acompañaron a las tropas que invadieron
Egipto en 1798 con el objetivo de «civilizarlo». Lo que empujaba a Napoleón a
aquella expedición era en realidad el deseo de poner fin a la creciente supremacía
colonial inglesa, pero en su programa también se preveía la oportunidad de estudiar el
mundo antiguo. Su ejército de intelectuales se puso manos a la obra en cuanto
embarcaron en el Orient, el buque insignia de Napoleón, camino de las costas
septentrionales de África. Cada mañana, Napoleón anunciaba el tema con el que sus
embajadores académicos lo entretendrían por la noche: mientras la marinería se
afanaba con jarcias y velamen, bajo cubierta Fourier y sus compañeros se
aventuraban en los temas preferidos por Napoleón, desde la edad de la Tierra hasta la
posibilidad de la existencia de otros mundos habitados.
Al llegar a Egipto no todo sucedió según lo previsto: tras conquistar El Cairo por
la fuerza en la batalla de las Pirámides en julio de 1798, Napoleón sufrió la desilusión
de descubrir que los egipcios no parecían apreciar la alimentación cultural forzosa
que les suministraba gente del calibre de Joseph Fourier. Cuando trescientos de sus
hombres fueron degollados en una escaramuza nocturna, Napoleón decidió minimizar
pérdidas y regresar a ocuparse de los disturbios que se estaban urdiendo en París.
Zarpó sin decir a ninguno de los miembros de su ejército de intelectuales que los
estaba abandonando. Fourier, encallado en El Cairo, no tenía rango suficiente para
poner tierra de por medio sin riesgo de ser fusilado como desertor, y no tuvo más
remedio que quedarse en el desierto. Consiguió volver a Francia en 1801, cuando los
franceses decidieron dejar a los ingleses el trabajo de «civilizar» Egipto.
Durante su estancia en aquel país, Fourier se volvió adicto al calor sofocante del
desierto; en París tenía su vivienda a una temperatura tan alta que sus amigos la
comparaban con los hornos del infierno. Estaba convencido de que el extremo calor
contribuía a mantener el cuerpo sano y que incluso podía curar algunas
enfermedades. Sus amigos lo encontraban cubierto como una momia egipcia,
sudando en una habitación ardiente como el Sahara.
La predilección de Fourier por el calor se extendía a su trabajo académico.
Conquistó su lugar en la historia de las matemáticas por su análisis de la propagación
del calor, una obra que el físico inglés Lord Kelvin definió como «un gran poema
matemático». Fourier redobló sus esfuerzos cuando la Academia de París anunció la
concesión del Grand Prix des Mathématiques de 1812 a quien desvelara los misterios
de la propagación del calor en la materia. Fourier recibió el premio como
reconocimiento a la novedad e importancia de sus ideas, pero tuvo que encajar
algunas críticas procedentes, entre otros, de Legendre. Los jueces del Grand Prix
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constataron que buena parte de su tratado contenía errores y que su tratamiento
matemático no era ni mucho menos riguroso. Fourier se ofendió profundamente por
las críticas de la Academia, pero reconoció que todavía le quedaba mucho trabajo por
hacer.
Al tiempo que corregía los errores de su análisis, Fourier intentaba comprender la
naturaleza de las gráficas que representaban los fenómenos físicos; por ejemplo, la
gráfica que muestra cómo la temperatura varía según transcurre el tiempo, o la
gráfica que representa una onda sonora. Sabía que se puede representar el sonido
mediante un diagrama en cuyo eje horizontal se señala el tiempo mientras que en el
eje vertical se controlan el volumen y el nivel del sonido en cada instante.
Fourier empezó por el diagrama del sonido más sencillo que existe. Si se hace
vibrar un diapasón, al trazar la gráfica de la onda sonora resultante se descubre que se
trata de una onda sinusoidal perfecta, pura. Fourier empezó a estudiar la manera de
construir ondas más complejas combinando estas ondas sinusoidales puras. Si un
violín toca la misma nota que un diapasón, el sonido que produce es muy distinto.
Como hemos visto (pág. 128), la cuerda de un violín no sólo vibra en la frecuencia
fundamental, que viene determinada por su longitud: junto a aquella nota hay otras,
los armónicos, que corresponden a fracciones simples de la longitud de la cuerda. Las
gráficas de cada una de estas notas son también ondas sinusoidales, pero de
frecuencias más altas; se trata de una combinación de todas estas notas puras,
dominada por la nota fundamental, la más baja, que crea el sonido emitido por una
cuerda de violín. La gráfica de este sonido compuesto se parece a los dientes de una
sierra.
¿Por qué un clarinete emite un sonido tan característicamente distinto de un violín
que toca la misma nota? La gráfica de la onda sonora creada por el clarinete no se
parece en nada a la onda erizada del violín: se trata de una función de onda
escuadrada, como un perfil de almenas sobre los muros de un castillo. La causa de la
diferencia está en que el clarinete está abierto por uno de sus extremos, mientras que
la cuerda de un violín está fija por ambos lados. Ello implica que los armónicos
producidos por el clarinete varíen con respecto de los del violín, y por esta razón la
gráfica producida por el sonido del clarinete está formada por ondas sinusoidales que
oscilan frecuencias diferentes.
Fourier comprendió que incluso la complicada gráfica que representa el sonido de
una orquesta completa podía descomponerse en simples curvas sinusoidales de las
notas fundamentales y de los armónicos de cada particular instrumento. Como cada
una de las ondas sonoras puras puede reproducirse con un diapasón, Fourier había
demostrado que tocando un enorme número de diapasones simultáneamente se puede
crear el sonido de una orquesta completa: alguien con los ojos vendados no podría
decir si está escuchando una auténtica orquesta o millares de diapasones. Sobre este
principio se basa el sonido codificado en un CD: éste envía instrucciones a nuestros
altavoces sobre cómo vibrar para crear todas las ondas sinusoidales que componen la
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música. Esta combinación de ondas sinusoidales nos da la sensación milagrosa de
tener una orquesta o un conjunto tocando en vivo en nuestro salón.
Sin embargo, no era sólo el sonido de los instrumentos musicales lo que podía
reproducirse sumando entre sí ondas sinusoidales puras de frecuencias distintas. Por
ejemplo, el ruido blanco que emite una radio no sintonizada o un grifo abierto puede
representarse como una suma infinita de ondas sinusoidales. Al contrario de lo que
ocurre con las distintas frecuencias necesarias para reproducir el sonido de una
orquesta, el ruido aleatorio de una radio se compone de una gama continua de
frecuencias.
Las intuiciones revolucionarias de Fourier no se limitaron a la reproducción de
los sonidos: empezó a comprender que era posible usar las ondas sinusoidales para
trazar gráficas que proporcionaban una representación de otros fenómenos físicos y
matemáticos. Entre los contemporáneos de Fourier eran muchos los que tenían dudas
sobre la posibilidad de que una simple curva como la onda sinusoidal pudiera
utilizarse como elemento de base para construir gráficas complicadas del sonido de
una orquesta o de un grifo abierto. En efecto, muchos matemáticos franceses
autorizados expresaron su vigorosa oposición a las ideas de Fourier. Sin embargo,
alentado por su relación prestigiosa con Napoleón, Fourier no evitó el reto planteado
por tales autoridades. Mostró cómo, con una elección apropiada de ondas
sinusoidales oscilantes a distintas frecuencias, se podía crear una gama completa de
gráficas complejas. Sumando las alturas de las ondas sinusoidales se podían
reproducir las formas de estas gráficas, de la misma forma en que un CD combina las
notas puras que emite el diapasón para recrear sonidos musicales complejos.
Esto es lo que Riemann consiguió hacer en su ensayo de diez páginas. Reprodujo
la gráfica escalonada que indicaba la cantidad de números primos utilizando idéntica
técnica: sumó las alturas de las funciones de onda que había obtenido de los ceros del
espacio zeta. Por esta razón, Fourier reconoció en la fórmula de Riemann para el
cálculo de la cantidad de primos el descubrimiento de las notas básicas que
componen el sonido de los números primos. Este complicado sonido se representa
con la gráfica escalonada. Las ondas que Riemann había creado a partir de los ceros,
de los puntos situados al nivel del mar en el paisaje, eran como sonidos emitidos por
el diapasón, simples notas nítidas, sin armónicos. Al tocarlas simultáneamente estas
notas reproducían el sonido de los números primos. Pero ¿cómo es la música de los
números primos que compuso Riemann? ¿Se trata del sonido de una orquesta o más
bien se parece al ruido blanco de un grifo abierto? Si las frecuencias de las notas de
Riemann cubren una gama continua, entonces los números primos producen ruido
blanco; pero si las frecuencias son notas aisladas, el sonido de los números primos se
parece a la música de una orquesta.
Dado el carácter aleatorio de los números primos, es muy lícito esperar que la
combinación de las notas que tocan los ceros del paisaje de Riemann no sea más que
ruido. La coordenada norte-sur de cada cero determina la altura de la nota
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correspondiente: si el sonido de los números primos fuera efectivamente ruido
blanco, en el espacio zeta debería darse una concentración de ceros. Y Riemann
sabía, a partir de la tesis que había escrito para Gauss, que tal concentración de
puntos a nivel del mar comportaría necesariamente que todo el paisaje estuviera al
nivel del mar. Evidentemente no era así. El sonido de los números primos no era, por
tanto, un ruido blanco: los puntos situados al nivel del mar tenían que ser puntos
aislados y, en consecuencia, debían producir una colección de notas aisladas. La
naturaleza había escondido en los números primos la música de una orquesta
matemática.
Lo que Riemann había hecho era tomar cada uno de los puntos situados al nivel
del mar en el mapa del mundo imaginario. A partir de cada punto había creado una
onda, una nota emitida por cierto instrumento matemático: al combinar todas estas
ondas obtuvo una orquesta que tocaba la música de los números primos. La
coordenada norte-sur de cada punto a nivel del mar controlaba la frecuencia de la
onda, es decir, la altura de la nota correspondiente; en cambio, la coordenada este-
oeste controlaba, tal y como había comprendido Euler, la intensidad a la que sonaría
cada nota. Cuanto mayor fuera la intensidad de la nota, tanto mayores eran las
fluctuaciones de su gráfica ondulada.
Riemann tenía interés en comprender si alguno de los ceros sonaría con una
intensidad significativamente mayor que los demás: un cero así produciría una onda
cuya gráfica oscilaría más que el resto de las ondas y, en consecuencia, tendría un
papel más importante en la cuenta de los números primos; al fin y al cabo son las
alturas de estas ondas las que controlan la diferencia entre la estimación de Gauss y la
verdadera cantidad de números primos. ¿Había algún instrumento de esta orquesta de
números primos que tocara un solo por encima de los demás instrumentos? Cuanto
más al este se situaba un punto al nivel del mar, más intensa era la nota: para
determinar el balance de la orquesta, Riemann tenía que volver atrás y observar las
coordenadas de cada uno de los ceros en su mapa imaginario.
Conviene subrayar que, hasta aquel momento, su análisis había funcionado sin
necesidad de conocer la posición de ninguno de los puntos a nivel del mar: sabía que
algunos de los ceros que se encontraban al oeste eran fáciles de identificar, pero no
aportaban ninguna contribución interesante al sonido de los números primos porque
no tenían tono. Con su típico estilo despectivo, los matemáticos los llamarían
enseguida ceros triviales. Riemann fue a la caza de las posiciones de los demás ceros.
En cuanto empezó a analizar la posición exacta de estos puntos, se sorprendió
muchísimo: en lugar de distribuirse de manera aleatoria por todo el mapa con algunas
notas más intensas que otras, los ceros que calculaba parecían disponerse
milagrosamente sobre una recta que cruzaba el paisaje en dirección norte-sur. Era
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como si cada punto situado al nivel del mar tuviera la misma coordenada este-oeste,
igual a 1/2. Si era cierto, significaba que las ondas correspondientes estaban
perfectamente equilibradas, que ninguna de ellas producía una nota más intensa que
las demás.
El mapa del tesoro de los números primos que descubrió Riemann. Las cruces indican las posiciones
de los puntos que se encuentran al nivel del mar en el espacio zeta.
El primer cero que Riemann calculó tenía coordenadas (1/2, 14,134 725…):
medio paso al este y aproximadamente 14,134 725 pasos al norte. El siguiente cero
tenía coordenadas (1/2, 21,022 040…). (Durante años fue un misterio cómo
consiguió calcular las posiciones de estos ceros). Calculó el tercer cero en la posición
(1/2, 25,010 856…). Estos ceros no parecían distribuirse de forma aleatoria en
absoluto: los cálculos de Riemann indicaban que estaban alineados, como si se
encontraran a lo largo de una recta mágica que cruzaba el espacio. Riemann pensó
que el comportamiento uniforme de los pocos ceros que consiguió calcular no era una
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coincidencia. La idea de que cada punto situado al nivel del mar en el espacio se
encuentra sobre aquella recta tomó el nombre de hipótesis de Riemann.
Riemann miró la imagen de los números primos en el espejo que separaba el
mundo de los números del paisaje matemático zeta. Mientras observaba, vio cómo la
disposición caótica de los números primos en un lado del espejo se transformaba en
el orden absolutamente rígido de los ceros del otro lado del espejo. Por fin, Riemann
había identificado la misteriosa estructura que durante siglos y siglos los matemáticos
habían deseado ardientemente captar cuando observaban los números primos.
El descubrimiento de este patrón fue totalmente inesperado: Riemann tuvo la
suerte de ser la persona adecuada en el lugar y en el momento adecuados; no podía
prever lo que hallaría al otro lado del espejo, pero lo que allí encontró transformó
completamente la empresa de comprender los misterios de los números primos.
Ahora los matemáticos tenían un nuevo espacio para explorar: si conseguían
orientarse en el territorio de la función zeta y construir un diagrama de los lugares
situados al nivel del mar, los números primos podrían revelar sus secretos. Riemann
también descubrió el rastro de la existencia de una recta mágica que cruzaba este
espacio y cuyo alcance conducía directamente al corazón de las matemáticas. La
importancia de la recta mágica de Riemann puede juzgarse por el nombre que hoy día
le dan los matemáticos: la línea crítica. En un instante, el enigma de la distribución
aleatoria de los números primos en el mundo real quedó sustituido por el intento de
comprender la armonía del paisaje imaginario que se encontraba al otro lado del
espejo.
Dado que hay infinitos números primos, los pocos fragmentos que Riemann había
descubierto parecían elementos de prueba más bien precarios como base para la
construcción de una teoría. A pesar de ello, Riemann sabía que la recta mágica tenía
un importante significado. Sabía ya que el eje este-oeste indicaba un eje de simetría
en el paisaje zeta: todo lo que sucedía al norte del eje se reflejaba de forma idéntica
en el sur. Pero Riemann hizo un descubrimiento de mucho mayor alcance: la recta
mágica —la línea norte-sur que pasa por el punto 1/2— también era un importante
eje de simetría. Plausiblemente, este hecho le proporcionó a Riemann una razón para
creer que la naturaleza también había utilizado esta línea de simetría para ordenar los
ceros.
Lo más extraordinario que sucedía en relación con este importantísimo
descubrimiento de Riemann es que sus cálculos de las posiciones de los pocos ceros
iniciales no aparecía por ninguna parte en el ensayo sobre los números primos que
escribió para la Academia de Berlín. De hecho, en la versión del ensayo que se
publicó tenemos dificultades para localizar alguna referencia explícita a este
descubrimiento. Riemann sólo escribe que muchos de los ceros hacen su aparición
sobre aquella recta, y que es «bastante probable» que suceda lo mismo con todos los
demás ceros. Sin embargo, en el ensayo admite no haberse esforzado mucho para
demostrar su hipótesis.
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En realidad Riemann tenía el objetivo mucho más inmediato de demostrar la
conjetura de Gauss sobre los números primos, es decir, explicar por qué la estimación
de los números primos que dio Gauss se hacía cada vez más precisa a medida que se
contaba un número cada vez mayor de primos. Pero también esta demostración se le
escapaba: Riemann comprendió que, si su intuición sobre la recta mágica era
verdadera, entonces de ella se deduciría que Gauss tenía razón. Tal y como Riemann
había descubierto, era posible describir los errores presentes en la fórmula de Gauss
por medio de la posición de cada cero: cuanto más al este se situaba un cero, mayor
era la intensidad de la onda; cuanto mayor era la intensidad de la onda, más grande
era el error. Por esta razón la predicción de Riemann sobre la posición de los ceros
era tan importante para las matemáticas: si tenía razón, es decir, si todos los ceros se
situaban sobre la recta mágica, significaba que la estimación de Gauss sería siempre
increíblemente precisa.
La publicación del ensayo de diez páginas supuso un breve período de felicidad
en la vida de Riemann: tuvo el honor de heredar la cátedra que sus dos mentores,
Gauss y Dirichlet, habían ocupado; sus hermanas se instalaron en Gotinga tras la
muerte del hermano que las mantenía, en 1857: la proximidad de la familia levantó la
moral de Riemann, y se alejaron un poco las depresiones que había sufrido durante
los años anteriores. Gracias al sueldo de profesor, se libró de la indigencia que tuvo
que soportar en su época de estudiante; y por fin pudo permitirse un alojamiento
decoroso e incluso una gobernanta, lo que le permitió dedicar su tiempo a trabajar las
ideas que le rondaban por la cabeza.
Sin embargo, no volvió jamás a ocuparse de los números primos. Continuó detrás
de su intuición geométrica y elaboró una noción de geometría del espacio destinada a
convertirse en una de las piedras angulares de la teoría de la relatividad de Einstein.
Aquella época de buena fortuna culminó con su matrimonio con Elise Koch, una
amiga de su hermana; pero al cabo de apenas un mes, Riemann enfermó de pleuresía:
a partir de aquel momento su mala salud ya no le dio tregua nunca más. En muchas
ocasiones buscó refugio en la campiña italiana. Se sintió especialmente atraído por
Pisa, la ciudad en que nació su único hijo, una niña a la que llamaron Ida. Riemann
disfrutaba con aquellos viajes a Italia no sólo por el buen clima, sino también por la
vivacidad intelectual que encontraba: durante aquella época la comunidad matemática
italiana fue la más abierta a sus ideas revolucionarias.
Su última visita a Italia no fue para huir del clima húmedo de Alemania, sino de
un ejército invasor: en 1866 los ejércitos de Hannover y de Prusia se enfrentaron en
Gotinga. Riemann se quedó aislado en los locales donde se alojaba, en el viejo
observatorio de Gauss, fuera de las murallas de la ciudad. A juzgar por el estado en
que los dejó, Riemann debió de marcharse a Italia a toda prisa. Aquel golpe fue
excesivo para su frágil constitución: siete años después de la publicación de su
ensayo sobre los números primos, Riemann moría a la temprana edad de treinta y
nueve años.
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Ante el desorden que Riemann había dejado, su gobernanta destruyó muchos de
sus apuntes inéditos antes de que algunos miembros de la Facultad de Gotinga
pudieran detenerla. Las cartas que sobrevivieron fueron entregadas a su viuda y
desaparecieron durante años. Es difícil resistir la tentación de especular sobre lo que
se habría encontrado si la gobernanta de Riemann no hubiera estado tan ansiosa de
poner orden en su estudio: una afirmación de Riemann en su ensayo de diez páginas
indica que se creía capaz de demostrar que la mayor parte de los ceros se hallaban
sobre la recta mágica; su perfeccionismo le impidió desarrollar el tema, y se limitó a
escribir que la demostración todavía no estaba preparada para su publicación. Entre
sus cartas inéditas nunca se halló tal demostración, y hasta hoy los matemáticos no
han conseguido reconstruirla. Aquellas páginas desaparecidas de Riemann intrigan
tanto como la anotación en la que Fermat afirmaba poseer una demostración de su
último teorema.
Algunos apuntes inéditos que sobrevivieron al fuego de la gobernanta
reaparecieron al cabo de cincuenta años. Lo más frustrante es que de ellos se deduce
que Riemann realmente había demostrado mucho más de lo que publicó. Pero, por
desgracia, muchas de las cartas en las que se describían con todo detalle los
resultados que Riemann dejaba entender que había comprendido al menos en parte
probablemente se perdieron para siempre en el hornillo de una gobernanta demasiado
ordenada.
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5
LA CARRERA DE RELEVOS MATEMÁTICA: COMIENZA LA
REVOLUCIÓN RIEMANIANA
Bohr resumió así su relación: «Nunca hubo una colaboración tan importante y
cordial que se fundara sobre axiomas aparentemente tan negativos». Todavía hoy los
matemáticos hablan de «jugar con las reglas de Hardy-Littlewood» cuando
desarrollan un trabajo conjunto. Bohr comprobó que Hardy respetaba el segundo
axioma cuando colaboraba con él en Copenhague. Recordaba las voluminosas cartas
de temas matemáticos de Littlewood que llegaban a diario, y cómo Hardy,
imperturbable, las tiraba en un rincón de la habitación comentando con desdén:
«Supongo que un día u otro tendré que leerlas». Mientras estaba en Copenhague, sólo
una cosa ocupaba la mente de Hardy: la hipótesis de Riemann. A menos que
Littlewood le enviara una demostración de la hipótesis, sus cartas estaban destinadas
a terminar en un rincón.
Según narra Harold Davenport, un estudiante de Littlewood, faltó poco para que
la hipótesis de Riemann provocara una fractura entre Hardy y Littlewood. Hardy
escribió una novela de misterio en la que un matemático demostraba la hipótesis de
Riemann para ser asesinado por otro matemático que luego se atribuía la paternidad
de la demostración. Littlewood montó en cólera. El problema no era que Hardy
hubiera violado el axioma 4 sobre la obligación de citarlo como coautor de la
historia; Littlewood estaba convencido de que el personaje del asesino se inspiraba en
En 1914, Ramanujan llegó a Cambridge, y así pudo dar comienzo una de las
grandes colaboraciones de la historia de las matemáticas. Hardy habló siempre con
pasión del período de colaboración con Ramanujan: cada uno gozaba con las ideas
del otro, encantados de haber hallado un espíritu afín con quien compartir su amor
por los números. Más adelante Hardy evocaría aquellos años como unos de los más
felices de su vida y hablaría de su relación con Ramanujan en términos
conmovedores, definiéndola como «la única historia romántica de mi vida».
La asociación de Hardy y Ramanujan recuerda a la clásica pareja de policías que
dirige un interrogatorio, una pareja con un bueno y un malo. El bueno es el eterno
optimista lleno de locas propuestas, el malo es el pesimista, que sospecha de todo y
ve desaparecer la carta en la manga. Ramanujan tenía necesidad de que Hardy el
crítico frenara su entusiasmo mientras ambos interrogaban a su sospechoso
matemático.
De todas formas, no siempre era fácil encontrar un terreno común: con toda
seguridad se producía un choque cultural. Mientras Hardy y Littlewood pretendían
demostraciones rigurosas, al estilo occidental, los teoremas de Ramanujan
simplemente se derramaban, por inspiración de la diosa Namagiri. A veces, Hardy y
Littlewood ni siquiera conseguían entender de dónde salían las ideas de su nuevo
colega. Hardy observó: «Parecía ridículo angustiarlo preguntándole cómo había
descubierto este o aquel teorema ya demostrado, cuando me presentaba media docena
diaria de nuevos teoremas».
Ramanujan no sólo tenía que luchar contra el choque cultural-matemático, estaba
solo en un mundo extraño hecho de birretes y togas negras; no conseguía encontrar
Número 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15
Particiones 1 2 3 5 7 11 15 22 30 42 56 77 101 135 176
Dado que las ciencias matemáticas son tan amplias y variadas, es necesario
circunscribir su cultivo, ya que toda actividad humana está ligada a lugares y a
personas.
DAVID HILBERT,
hablando en una fiesta con motivo de la llegada de Landau a Gotinga
como profesor en 1913.
El padre de Landau, Leopold, descubrió que en la misma calle de Berlín donde vivía
habitaba también un joven portento de las matemáticas. Lleno de curiosidad, lo invitó
a tomar el té en su casa; a pesar de su timidez, Carl Ludwig Siegel aceptó la cita con
el padre del gran matemático de Gotinga. El viejo Landau tomó de su biblioteca los
dos volúmenes del libro sobre los números primos que había escrito su hijo y se los
entregó a Siegel; probablemente aún eran demasiado difíciles para él, explicó, pero
quizá más adelante estaría preparado para leerlos. Siegel debió guardar como un
tesoro el libro de Edmund Landau, que tendría un impacto duradero sobre su
desarrollo matemático.
La mayoría de edad de Siegel coincidió con el estallido de la Primera Guerra
Mundial. Aquel muchacho joven y reservado se asustaba con la idea de prestar
servicio en el ejército: empezó a desarrollar una profunda aversión a todo lo que
tuviera que ver con las fuerzas armadas. A pesar del interés que el padre de Landau
había mostrado por sus progresos matemáticos, inicialmente Siegel había elegido
estudiar astronomía, pensando que se trataba de una disciplina que nunca tendría nada
que ver con la guerra. Pero los cursos de astronomía empezaban tarde y, para matar el
tiempo, Siegel empezó a asistir a cursos de matemáticas. Al cabo de poco tiempo se
entregó a ellas: explorar el universo de los números se convirtió en su pasión. Muy
pronto adquirió la preparación suficiente para comprender el contenido de los
volúmenes sobre los números primos que le había dado el padre de Landau.
En 1917 la guerra invadió de manera inexorable la vida de Siegel y, cuando se
negó a prestar el servicio militar, lo recluyeron en un manicomio. El padre de Landau
intervino para que lo liberaran: «Si no hubiera sido por Landau habría muerto»,
reconoció más tarde Siegel. En 1919, cuando aún estaba recuperándose de aquel
calvario, el joven Siegel conoció a Edmund Landau, su héroe matemático, en
Gotinga, donde florecería su talento matemático.
Siegel también descubrió que tendría que aprender a soportar el carácter
exasperante de Landau. Una vez, cuando ya era licenciado en matemáticas, Siegel
REPENSAR A RIEMANN
En 1940 Siegel consiguió llegar a Princeton pasando por Noruega. Había sido
invitado a dictar una conferencia en la Universidad de Oslo, y los alemanes habían
autorizado la visita sin saber que para Siegel aquella conferencia era un pretexto. En
realidad, el objetivo principal del viaje era huir de Europa en un barco que partía de
Oslo directamente a los Estados Unidos. Mientras la nave en la que se había
embarcado salía del puerto, Siegel vio una flota de barcos mercantes alemanes que se
disponían a atracar; más tarde supo que aquellos barcos formaban parte de la
vanguardia de las fuerzas invasoras alemanas. Él huyó, pero en el Departamento de
Matemática de Oslo se quedó un joven matemático llamado Atle Selberg. Apenas era
un muchacho, y estaba escondiendo la cabeza en la arena matemática en un esfuerzo
por ignorar el caos que lo rodeaba.
Aún antes de que la guerra engullera a Noruega, Selberg estaba contento de pasar
sus días de trabajo en reclusión voluntaria. A menudo, una existencia aislada empuja
al matemático en una dirección completamente nueva: Selberg ya tenía decidido
trabajar en un campo de las matemáticas con el que nadie más en Escandinavia tenía
una especial familiaridad. El hecho de no recibir ayuda de sus colegas no lo
desanimaba; al contrario, parecía gozar con la soledad. Mientras la guerra se acercaba
y Noruega quedaba cada vez más aislada, sin posibilidades de recibir la prensa
no son primos. De esta manera hemos obtenido una sucesión de 100 números enteros
consecutivos ninguno de los cuales es primo.
Esta conclusión suscitó el interés de Erdös. ¿Cuánto hay que contar a partir de
101! o de cualquier otro número antes de tener la garantía de obtener un número
primo? Euclides había demostrado que tarde o temprano tendría que haber un número
primo, ¿pero habría que esperar un tiempo arbitrariamente largo antes de encontrarlo?
Al fin y al cabo, si la naturaleza ha elegido los números primos lanzando una moneda
al aire, no hay forma de saber cuántos lanzamientos separan una «cara» de la
siguiente. Naturalmente, obtener «cruz» mil veces seguidas es muy improbable, pero
no imposible. Al proseguir su exploración, Erdös se dio cuenta de que desde este
punto de vista la distribución de los números primos no se podía comparar con los
resultados del lanzamiento de una moneda: aunque es cierto que los primos pueden
parecer una masa caótica de números, su comportamiento no es totalmente aleatorio.
En 1845, el matemático francés Joseph Bertrand había planteado una hipótesis
sobre cuánto habría que contar para tener la certeza de hallar un número primo.
Según Bertrand, si tomamos un número cualquiera, por ejemplo 1.009, y
continuamos contando hasta llegar al doble de este número, tendríamos la certeza de
hallar un número primo en nuestro recorrido. Efectivamente, entre 1.009 y 2.018 hay
algunos números primos, empezando por 1.013. Pero ¿sería igualmente cierto si
hubiéramos elegido cualquier otro número N? A pesar de que Bertrand no consiguió
demostrar que entre un número N cualquiera y su doble 2N siempre hallaremos al
menos un número primo, esta sensacional predicción, que fue hecha cuando contaba
apenas veintitrés años, fue conocida a partir de entonces con el nombre de postulado
de Bertrand.
A diferencia de la hipótesis de Riemann, el postulado de Bertrand no tardó en ser
resuelto: pasados sólo siete años desde su formulación, el matemático ruso Pafnuty
Chebyshev consiguió demostrarlo. Chebyshev utilizó ideas parecidas a las que había
empleado en sus primeras incursiones al interior del teorema de los números primos,
cuando había demostrado que la estimación de Gauss nunca se apartaría más del once
por ciento de la verdadera cantidad de números primos. Sus métodos no eran tan
sofisticados como los elaborados por Riemann, pero eran eficaces. De esta forma,
Aunque ya Gauss había utilizado la idea del lanzamiento de una moneda para
intentar una estimación de la cantidad de números primos, fue sólo en el siglo XX
cuando los matemáticos empezaron a tomar en consideración la posibilidad de
relacionar disciplinas tan distintas como el cálculo de probabilidades y la teoría de los
números. En los primeros decenios del siglo, los físicos avanzaron la hipótesis de que
esta relación podía formar parte del mundo subatómico: podría suceder que el
comportamiento de un electrón se asimila al de una minúscula bola de billar, pero
nunca se puede estar muy seguro de la posición exacta de esa bola. Aunque en
aquella época resultara difícil de aceptar para muchos físicos, parece que es un dado
cuántico quien decide dónde se halla un electrón. Es posible que las consecuencias
inquietantes de la naciente teoría de la física cuántica y del modelo probabilístico del
mundo que de ella se deducía contribuyeran a poner en duda la opinión general según
la cual el azar no jugaba ningún papel en entidades fuertemente deterministas como
los números primos. Mientras Einstein intentaba negar que Dios jugara a los dados
con la naturaleza, a pocos pasos de él, en el Institute for Advanced Study, Erdös
estaba demostrando que en el corazón de la teoría de los números había un
lanzamiento de dados.
En efecto, durante aquel período los matemáticos empezaron a comprender cómo
la hipótesis de Riemann, que se refería al comportamiento regulado de los ceros del
POLÉMICA MATEMÁTICA
Cuando llegué allí a última hora de la tarde, hacia las cuatro o las cinco, la
sala estaba repleta. Subí a la tribuna y expuse la argumentación, pidiendo
después a Erdös que expusiera su parte. Después volví a tomar la palabra para
exponer el resto, es decir, lo necesario para completar la demostración. Por
tanto, la primera demostración se obtuvo utilizando el resultado intermedio
que él había obtenido.
No creo que nadie sepa con certeza si estamos o no cerca de una solución.
Algunos creen que nos estamos acercando. Si hay una solución, es obvio que
con el transcurso del tiempo nos estamos acercando a ella. Pero algunos
opinan que poseemos los elementos esenciales de una solución. Yo discrepo
absolutamente. Es muy probable que la hipótesis sobreviva a su bicentenario,
en 2059, pero naturalmente yo no estaré para verlo. Es imposible predecir
cuánto resistirá el problema. Creo que finalmente se hallará una solución. No
creo que se trate de un resultado indemostrable. También podría suceder que
la demostración fuera tan complicada que el cerebro humano no consiga
nunca alcanzarla.
Turing había demostrado que su máquina universal no podía responder todas las
preguntas de las matemáticas. Pero si nos marcamos objetivos menos ambiciosos,
¿podría decirnos algo sobre la existencia de soluciones de una ecuación? Ese era el
núcleo del décimo problema de Hilbert, que en 1948 empezó a obsesionar a Julia
Robinson, una matemática de talento que trabajaba en Berkeley.
Con poquísimas excepciones dignas de mención, hace pocos decenios que las
mujeres han hecho su aparición en la historia de las matemáticas, la matemática
francesa Sophie Germain mantuvo correspondencia con Gauss, pero fingiendo ser un
hombre para evitar que sus ideas fueran descartadas directamente: había descubierto
un tipo particular de números primos ligados al último teorema de Fermat, que hoy
reciben el nombre de «números primos de Germain». Gauss estaba impresionado por
las cartas que recibía de un tal Monsieur le Blanc y quedó maravillado al enterarse,
tras larga correspondencia, que el monsieur era en realidad una mademoiselle. Le
escribió:
Podría ser que la falta de interés reflejara el hecho de que en realidad este número
es divisible por 47, como el periódico habría podido descubrir si lo hubiera
verificado. Robinson conservó aquel recorte durante toda su vida, junto con la
trascripción del programa radiofónico sobre la máquina de cálculo de los Lehmer y
un folleto que compró sobre los misterios de la cuarta dimensión.
Así quedaron sentadas las bases de la carrera matemática de Julia Robinson. Se
licenció en el San Diego State College, después fue a la Universidad de California, en
Berkeley, donde Raphael Robinson, un joven profesor que más adelante se
convertiría en su marido, despertó en ella la pasión por la teoría de los números.
Desde el principio, Raphael descubrió que las matemáticas eran el camino que había
que recorrer para conquistar el corazón de Julia, y empezó a bombardearla con
explicaciones sobre las conquistas más recientes de este campo.
La descripción que le hizo Raphael de los resultados obtenidos por Gödel y
Una vez abandonada la escuela, para la mayoría de la gente su única relación con
los números primos tiene lugar, si es que alguna vez sucede, a través de las noticias
recurrentes de grandes ordenadores que calculan el mayor número conocido. El
recorte de diario que Julia Robinson conservó como una reliquia ilustra cómo, desde
los años treinta del siglo pasado, incluso los falsos descubrimientos sobre la cuestión
eran noticia. Gracias a la demostración de Euclides sobre la existencia de infinitos
números primos, este tipo de noticias nunca dejará de aparecer en los diarios. A
finales de la Segunda Guerra Mundial el mayor número primo conocido tenía treinta
y nueve cifras, y detentaba el récord desde su descubrimiento en el año 1876: hoy, el
mayor número primo conocido tiene más de un millón de cifras: harían falta más
páginas que las de este libro para imprimirlo, y varios meses para leerlo. Lo que nos
ha permitido alcanzar estas alturas vertiginosas ha sido el ordenador; pero, en
Bletchley Park, Turing estaba ya pensando en cómo utilizar su máquina para
determinar números primos cada vez mayores.
Aunque la máquina universal teórica de Turing tuviera la suerte de disponer de
una cantidad infinita de memoria en la que almacenar información, las máquinas
reales que él y Newman construyeron en Manchester después de la guerra eran muy
limitadas en cuanto a su memoria. Por poner un ejemplo, lo único que hace falta para
generar la sucesión de números de Fibonacci (1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, …) es recordar los
dos números anteriores de la lista, y sus ordenadores no tenían ninguna dificultad en
ello: Turing conocía un truco que había desarrollado Lehmer hijo para determinar los
números primos especiales que había hecho famosos el fraile francés Marín
Mersenne, en el siglo XVII; se dio cuenta de que para aplicar el test de Lehmer, igual
que para generar los números de Fibonacci, no hacía falta disponer de mucha
memoria. La búsqueda de los números primos de Mersenne resultó ser un trabajo
perfecto para las máquinas que Turing y Newman estaban proyectando.
Mersenne había tenido la idea de generar números primos multiplicando 2 por sí
mismo muchas veces y restando 1 al resultado, por ejemplo, 2 × 2 × 2 − 1 = 7 es un
serían los únicos valores de n no mayores que 257 para los que 2n − 1 es primo.
Un número de la magnitud de 2257 − 1 es tan enorme que la mente humana nunca
podría verificar el fundamento de la afirmación de Mersenne. Quizá fue ésa la razón
por la cual hizo tranquilamente una afirmación tan audaz: creía que «la eternidad no
bastaría para establecer si esos números son primos». Le guió en la elección de esos
números la demostración de Euclides sobre la existencia de infinitos números primos:
se trata de tomar un número como 2n, que es divisible por muchos números, y
añadirle o quitarle una unidad con la esperanza de que resulte indivisible.
Aunque no tuviera la certeza de generar números primos, la intuición de
Mersenne era correcta en un aspecto: dado que los números de Mersenne son
adyacentes a 2n, es decir, a números dotados de una gran divisibilidad, existe un
método muy eficaz para verificar si se trata efectivamente de números primos. El
método fue ideado en 1876 por el matemático Edouard Lucas, cuando descubrió la
manera de confirmar que, en el caso de 2127 − 1, Mersenne había acertado: este
número primo de treinta y nueve cifras siguió siendo el mayor conocido hasta los
inicios de la era de la informática. Armado con su nuevo método, Lucas consiguió
desenmascarar la verdadera naturaleza de la lista de Mersenne. La lista de los valores
de n que según el monje francés haría que fuera un número primo estaba lejos de ser
exacta: Mersenne se había olvidado de 61, 89 y 107, y había incluido erróneamente
67. Pero estaba absolutamente fuera del alcance de Lucas.
La intuición mística de Mersenne resultó ser una conjetura a ciegas. Su reputación
pudo haber sufrido un duro golpe y, sin embargo, el nombre de Mersenne sobrevive
como rey de los grandes números primos. La realidad es que los números primos de
récord que aparecen en la prensa son en todos los casos números primos de
Mersenne. Aunque Lucas consiguió establecer que no es primo, su método no le
permitía descomponerlo en los números primos que lo forman. Como veremos,
descomponer estos números está considerado como un problema tan difícil que
actualmente se encuentra en la base de los sistemas de seguridad criptográficos,
herederos del código Enigma que Turing descifró con sus «bombas» de Bletchley.
Turing no era el único que pensaba en la relación entre los números primos y los
ordenadores: tal como Julia Robinson había descubierto en su infancia escuchando la
radio, también la familia Lehmer esta fascinada con la idea de usar máquinas para
analizar los números primos. A principios de siglo, Lehmer padre había ya construido
una tabla de números primos que llegaba hasta 10.017.000. (Desde entonces nadie ha
Hacen falta al menos cuatro colores para pintar este mapa de manera que no haya estados fronterizos
con el mismo color.
La fórmula secreta que Siegel había descubierto en 1932 entre los apuntes
inéditos de Riemann servía para calcular de forma precisa y eficiente la posición de
los ceros en el paisaje zeta. Turing había intentado acelerar los cálculos por medio de
su complicado sistema de ruedas dentadas, pero se han necesitado máquinas más
modernas para liberar todo el potencial de aquella fórmula. Cuando se introdujo la
fórmula secreta en un ordenador electrónico pudieron empezar a sondearse regiones
del paisaje zeta que antes era inimaginable alcanzar. En los años sesenta, mientras el
hombre empezaba a explorar el universo con vehículos espaciales no tripulados, los
matemáticos asignaban a los ordenadores la tarea de trazar un recorrido que
condujera a las regiones más remotas del espacio de Riemann.
Cuanto más al norte se dirigían los matemáticos en búsqueda de ceros de la
función zeta, más indicios recogían. Pero ¿cuál era la utilidad real de tales indicios?
¿Cuántos ceros habría que determinar sobre la recta antes de convencerse de la
certeza de la hipótesis de Riemann? El problema es que, tal como había demostrado
Littlewood en su trabajo sobre la hipótesis, los indicios en matemáticas no construyen
un terreno sobre el que se puedan edificar certezas. Por esta razón muchos
rechazaban la idea de que el ordenador pudiera resultar útil para el análisis de la
hipótesis de Riemann. Sin embargo, acechaba una sorpresa que empezaría a
convencer a los escépticos más irreductibles sobre la posibilidad fundada de que la
hipótesis de Riemann fuera finalmente cierta. A principios de los años setenta, Don
Zagier capitaneaba la pequeña banda de los escépticos: Zagier es una de las
personalidades más vigorosas de los circuitos matemáticos, un hombre cuya figura se
Entonces dije: de acuerdo, en este momento hay tres millones de ceros cuya
posición se ha calculado, pero todavía no estoy convencido, a pesar de que
casi todos dirían pero qué más quieres… caramba… son tres millones de
ceros. Es justamente de esto de lo que te estoy hablando. No es así: tres
millones de ceros no bastan para convencerme. Hubiera preferido hacer la
apuesta un poco antes, porque ya estaba empezando a convencerme. Me
hubiera gustado haber hecho la apuesta en cien mil ceros porque en aquel
momento no había absolutamente ninguna razón para creer en la hipótesis de
Riemann. Cuando se analizan los datos, cien mil ceros son completamente
inútiles: equivalen sustancialmente a cero pruebas. En tres millones de ceros
la cosa empieza a ponerse interesante.
La gráfica que utilizó Zagier muestra un punto sobre la recta crítica en el cual aparece un quasi-
contraejemplo de la hipótesis de Riemann. Si la gráfica cruzara el eje horizontal, entonces la hipótesis
de Riemann sería falsa.
En resumen, cuanto más avanzamos hacia el norte tanto más probable parece que
esta gráfica pueda cruzar la línea crítica. Zagier sabía que el primer auténtico punto
débil tendría lugar alrededor del cero número trescientos millones: esta región de la
recta crítica supondría un test probatorio. Una vez que nos hemos trasladado tan al
norte, si la gráfica no ha cruzado todavía la recta, con toda seguridad debe haber un
motivo para que no lo haga; y ese motivo, razonaba Zagier, no podía ser otro que la
certeza de la hipótesis de Riemann. Por esta razón, Zagier fijó el campo base para su
ataque a la cima en los trescientos millones de ceros: Bombieri habría ganado la
Lenstra fue a ver a te Riele y le preguntó: «¿Por qué os habéis detenido en los
doscientos millones? ¿No sabéis que si llegáis a los trescientos millones Don Zagier
perderá una apuesta?». Entonces el equipo continuó hasta los trescientos millones.
Naturalmente, no hallaron ni un solo cero que estuviera fuera de la línea y Zagier
doscientos millones no tenían nada que ver con mi apuesta: el cálculo se hacía
independientemente. Pero para los últimos cien millones de ceros la cuestión
era distinta: decidieron calcularlos sólo porque se enteraron de mi apuesta.
Fue necesario un tiempo de elaboración de unas cinco mil horas para calcular
aquellos cien millones de más. En aquella época el coste del tiempo de
elaboración era de setecientos dólares por hora; y dado que hicieron el cálculo
con la única finalidad de hacerme perder la apuesta y obligarme a pagar mis
dos botellas de vino, sostengo que aquellas dos botellas costaron trescientos
cincuenta mil dólares cada una, que es mucho más que el precio de la botella
de vino más cara que jamás se haya vendido hasta ahora.
Más importante, sin embargo, era el hecho de que, en opinión de Zagier, la masa
de indicios a favor de la hipótesis de Riemann era verdaderamente aplastante. El
ordenador había conseguido finalmente una potencia como instrumento de cálculo
que permitía explorar los territorios septentrionales del paisaje zeta de Riemann lo
suficiente como para que se dieran todas las oportunidades de hallar un
contraejemplo. A pesar de los numerosos intentos por parte de la gráfica de Zagier de
hender la recta crítica de Riemann, era evidente que algo actuaba como una potente
fuerza de repulsión, impidiendo que la gráfica cruce la recta. ¿El motivo? La
hipótesis de Riemann.
«Esto es lo que me convirtió en un convencido partidario del fundamento de la
hipótesis de Riemann», admite hoy Zagier, y compara el papel del ordenador con el
del acelerador de partículas usado para confirmar las teorías de la física de las
partículas elementales: los físicos tienen un modelo de los elementos constituyentes
de la materia, pero para someter a verificación el modelo es necesario generar energía
suficiente para romper el átomo; para Zagier, trescientos millones de ceros
representaban la energía suficiente para verificar si la hipótesis de Riemann tenía
altas posibilidades de ser cierta:
Esta es, en mi opinión, una prueba convincente al cien por cien de que hay
algo que impide que la gráfica cruce la recta, y lo único que consigo imaginar
que pueda ocurrir es, y estoy absolutamente convencido de ello, que la
hipótesis de Riemann sea cierta. Y ahora creo en la hipótesis de Riemann con
la misma convicción que Bombieri, no a priori —por su gran belleza y
elegancia o a causa de la existencia de Dios— sino porque disponemos de esta
prueba.
Jan van de Lune, uno de los componentes del equipo de te Riele, está hoy
jubilado, pero los matemáticos no se curan nunca del todo del virus de las
Ron Rivest, del Massachusetts Institute of Technology, fue uno de los muchos
que se inspiraron en el artículo de Diffie y Hellman. Rivest, en contraste con el estilo
rebelde de Diffie y de Hellman, es un hombre que respeta las convenciones: es una
persona reservada, habla en voz baja y reacciona con prudencia ante el mundo que lo
rodea. En la época en que leyó New Directions in Cryptography, ambicionaba entrar
a formar parte del establishment académico. Sus sueños estaban poblados de cátedras
universitarias y de teoremas, pero no de espías y de códigos secretos: no imaginaba ni
remotamente que la lectura de aquel artículo sería el principio de un viaje que lo
Gardner había escrito en su artículo que los tres matemáticos estaban dispuestos a
mandar una versión preliminar a todos los que les hicieran llegar un sobre
franqueado. «Cuando vuelvo al MIT encuentro miles, literalmente miles, de sobres de
éstos procedentes de todo el mundo, incluido uno del servicio de seguridad búlgaro, y
bla bla bla».
La gente empezó a decirles que se harían ricos. Incluso en los años setenta,
cuando el comercio electrónico era pura fantasía, la gente se dio cuenta de la
Hoy, el cifrado RSA salvaguarda gran parte de las transacciones que se realizan
por Internet. Lo extraordinario es que las matemáticas que hacen posible este sistema
de criptografía de clave pública se remonta a las calculadoras de reloj de Gauss y a un
teorema que demostró Pierre de Fermat, uno de los héroes de Adleman: el teorema
menor de Fermat.
La suma en calculadoras de reloj de Gauss es una operación que a todos nos es
familiar. La hacemos cuando calculamos el tiempo con un reloj normal de doce horas
4 + 9 = 1 (módulo 12)
Potencias de 2 21 22 23 24 25 26 27 28 29 210
Con calculadora
convencional
2 4 8 16 32 64 128 256 512 1.024
Con calculadora
de reloj de 5 horas
2 4 3 1 2 4 3 1 2 4
3, 9, 1, 3, 9, 1, 3, 9, 1, 3, 9, 1, 3
Esta vez la manecilla no se detiene en todas las horas de la esfera del reloj, pero
así y todo se da una pauta iterativa que la lleva nuevamente sobre el 3 tras multiplicar
3 por sí mismo 13 veces. Parecía que, con independencia del valor elegido por
Fermat para el número primo p, tuviera lugar la misma magia: Fermat había
descubierto que, con la notación que Gauss utilizaba para la aritmética del reloj (o
aritmética modular), para cualquier número primo p y para cualquier valor x sobre el
reloj con esfera de p horas resultaba
xp = x (módulo p)
«Nosotros nos adaptamos a los estándares del gobierno, que es lo único que
nos preocupa».
«Si fracasamos, al menos habrá muchos otros que fracasarán con nosotros».
«La esperanza está en que ya estaré jubilado cuando tenga lugar un avance
matemático de este tipo y, por tanto, no será mi problema».
Cuando tengo que hablar de seguridad en Internet con gente importante del
mundo económico, me gusta plantear mi propio pequeño reto sobre la cifra RSA:
apuesto una botella de champán a la primera persona que descubra los dos números
primos cuyo producto es 126.619. Las diversas reacciones que he observado al
proponer este reto en tres seminarios para directivos de bancos realizados en diversos
puntos del planeta me han permitido captar las diferencias de intereses culturales en
la actitud del mundo financiero respecto del problema de la seguridad. En Venecia, el
reto propuesto y las matemáticas en las que se basa los códigos atravesaron las
cabezas de los banqueros europeos sin dejar literalmente el menor rastro, y tuve que
recurrir a un cómplice infiltrado entre el público para proporcionar la solución. A
diferencia de los banqueros europeos, la mayoría de ellos con preparación
humanística, la comunidad financiera del Extremo Oriente tiene una preparación
científica bastante más consistente. Antes de que terminara mi conferencia en Bali,
un hombre se levantó, dijo cuáles eran los dos números primos y reclamó el
champán. Los presentes demostraron apreciar las matemáticas y su aplicación a los
negocios electrónicos mucho más que sus colegas europeos.
Pero la indicación más relevante me la proporcionó la presentación ante un
público de operadores estadounidenses. Aún no habían transcurrido ni quince
minutos de mi vuelta a la habitación del hotel después del final de mi conferencia
cuando recibí tres llamadas telefónicas con las soluciones correctas. Dos de los
directivos de banco estadounidenses se habían conectado a Internet, habían
descargado programas de descifrado y los habían utilizado para descomponer
126.619. El tercero fue poco explícito respecto al método que había utilizado, y tengo
fuertes sospechas de que había interceptado las llamadas de los otros dos.
Cuando tenía seis años, mi familia vivió un año en Baroda, en la India: allí los
niveles de enseñanza de las matemáticas eran mucho más altos que en las
escuelas estadounidenses. Al año siguiente, cuando regresé a los Estados
Unidos, iba tan adelantado con respecto a mis compañeros de clase que mis
profesores cometieron el error de creer que tenía una predisposición especial
por las matemáticas. Igual que tantas otras ideas equivocadas que los
profesores se meten en la cabeza, este tipo de convicción termina por
convertirse en una profecía que se retroalimenta: como consecuencia de todos
los ánimos que recibí tras volver de mi viaje a la India, tomé el camino que
terminaría por convertirme en un matemático.
C
¿ ómo se disponen los puntos a nivel del mar del paisaje zeta a lo largo de la recta
mágica de Riemann? Parecía una pregunta loca, pero Hugh Montgomery no había
pretendido planteársela. En efecto, casi todos consideraban por lo menos arriesgado
plantearse tal cuestión cuando nadie era capaz de demostrar que los ceros están
realmente sobre la recta. Sin embargo, las sorprendentes configuraciones que
Montgomery descubrió tras planteársela representan hoy el mejor indicio sobre dónde
buscar una solución a la hipótesis de Riemann. Si Montgomery se planteaba la
pregunta era, en primer lugar, porque le ayudaría a comprender una cuestión de
naturaleza muy distinta, una cuestión que le atraía desde el tiempo de sus estudios de
doctorado. En aquella época se movía en un área del mundo matemático
aparentemente inconexa, en búsqueda de una ocasión para destacar cuando, igual que
Alicia, sin sospechar nada, se encontró en un pasadizo secreto del que salió a un
paisaje misterioso que era, mira por dónde, precisamente el de Riemann.
A diferencia de la cohorte de matemáticos que calzan sandalias y visten camisetas
y vaqueros, Montgomery viste de manera impecable, con traje y corbata: su forma de
vestir es un reflejo de su carácter reservado y del control con el que ejerce su propia
existencia de matemático. A pesar de ser originario de los Estados Unidos eligió
hacer su doctorado en Inglaterra, en Cambridge, donde se convirtió en un apasionado
de los fastos de la vida del College. Montgomery, como joven matemático nació
gracias a un experimento educativo de los años sesenta para enseñar matemáticas a
los escolares. El objetivo no era inculcar a los escolares un canon que fuese aceptado
sin explicaciones sobre cómo los matemáticos habían llegado a un descubrimiento,
sino capturar el verdadero espíritu de la actividad del matemático. Montgomery y sus
compañeros recibían las explicaciones de los axiomas fundamentales y luego se les
pedía que dedujeran consecuencias por sí mismos. En lugar de mostrarles el
monumento como si fueran turistas, se los armaba de reglas de deducción y se los
dejaba libres para reconstruir por su cuenta el edificio matemático. Ello proporcionó a
Montgomery un buen punto de partida:
TAMBORES CUÁNTICOS
Para explicar las figuras —o formas de onda— que aparecen en la superficie del
tambor, se desarrolló una teoría matemática. La teoría se remonta a la ecuación de
onda de Euler: basta con insertar las propiedades físicas del tambor —su forma, la
tensión de la membrana, la presión del aire circundante— y las soluciones de la
ecuación proporcionan las formas posibles de la onda. La física del átomo difiere de
la del tambor en que utiliza números imaginarios. Y son los números imaginarios los
que dan a la física cuántica su extraño carácter probabilístico.
En nuestro mundo ordinario, macroscópico, podemos medir sin influir sobre lo
que medimos. Cuando utilizamos un cronómetro no frenamos a los atletas cuyos
tiempos medimos; cuando medimos dónde ha caído una jabalina no alteramos la
longitud del lanzamiento. Como observadores, somos independientes del sistema que
medimos. Pero en el mundo microscópico las cosas son distintas: cuando observamos
un electrón interactuamos con él, modificando invariablemente su comportamiento.
La física cuántica intenta explicar lo que le sucede a una partícula antes de que
entre en juego el observador. Hasta que la observamos en nuestro mundo
macroscópico, la realidad cuántica sólo existe en el mundo de los números
imaginarios: son ellos los que explican las observaciones aparentemente inexplicables
desde nuestra perspectiva macroscópica. Por ejemplo, hasta que es observado, parece
que el electrón puede estar al mismo tiempo en dos lugares distintos, o que puede
vibrar a muchas frecuencias distintas, que corresponden a diversos niveles
energéticos. Cuando observamos un acontecimiento en el mundo cuántico es como si
no estuviéramos viendo el acontecimiento en su mundo natural, sino su sombra
proyectada en nuestro mundo «real» de números ordinarios. El acto de la observación
reduce el mundo bidimensional de los números imaginarios a la línea unidimensional
de los números ordinarios. Antes de ser observado, el electrón vibrará, como un
tambor, en una combinación de frecuencias distintas. Pero cuando lo observamos no
es como si escucháramos el sonido de un tambor y oyéramos todas las frecuencias al
mismo tiempo: sólo percibimos un electrón que vibra a una sola frecuencia.
Dos de los personajes clave para la exploración del nuevo mundo de los cuanta
fueron los físicos de Gotinga Werner Heisenberg y Max Born. Al mirar por la
ventana de su despacho, a menudo Hilbert los veía caminar arriba y abajo por los
prados de los alrededores del departamento de Matemática, en plena discusión,
dedicados a construir el modelo atómico del siglo XX. Hilbert empezó a preguntarse si
las posiciones de los ceros en el paisaje de Riemann podrían explicarse a partir de las
matemáticas de las vibraciones que Heisenberg estaba elaborando para explicar los
niveles energéticos en el átomo. Sin embargo, en aquella época había poco sobre qué
basarse. Los descubrimientos de Montgomery relanzaron la idea de Hilbert de que la
mejor oportunidad para comprender los ceros de Riemann vendría de la mano de las
matemáticas de los tambores cuánticos que, precisamente entonces, Born y
UN RITMO FASCINANTE
MAGIA MATEMÁTICA
Éramos como Oliver Twist y Fagin. La de los magos es una comunidad muy
Durante sus viajes, Diaconis empezó a leer libros sobre las matemáticas de la
probabilidad. Como tantas otras veces, fue la influencia decisiva de un libro concreto
lo que puso en marcha la carrera de uno de los matemáticos más fascinantes de
nuestro tiempo: cayó en sus manos An Introduction to Probability Theory and its
Applications, de William Feller, uno de los textos universitarios clásicos sobre el
tema. Con su falta de base matemática, Diaconis no sabía por dónde empezar.
Decidió que la única manera de avanzar era inscribirse en los cursos nocturnos del
City College de Nueva York. El interés se convirtió en pasión. En dos años y medio
se licenció, y rápidamente se inscribió en los cursos de doctorado. Harvard dio una
oportunidad a aquel estudiante poco convencional, que desde entonces no se ha
detenido.
Diaconis permanece fiel a sus raíces de ilusionista, y reconoce que ambas artes
tienen mucho en común.
Los teóricos de números intentaban situarse ante el extraño giro que había tomado
su disciplina tras el breve encuentro informal entre Montgomery y Dyson. A pesar de
que el análisis de Montgomery parecía indicar que en el origen de los ceros de
Riemann se podía encontrar la física de los tambores cuánticos, pocas cosas más
iluminaban el recorrido: ¿dónde estaba escondido el tambor mágico? A juzgar por los
datos estadísticos y por los indicios recogidos hasta el momento, el tambor específico
asociado a los ceros de Riemann no parecía distinto de cualquier otro tambor elegido
al azar. Ciertamente, esto no facilitaba su determinación. Cuando se analizó más a
fondo aquella extraña relación, resultó claro que el nexo con la física cuántica no
representaba el único giro sorprendente en la historia de los ceros de Riemann. En
realidad emergió un nuevo nexo que ayudaría a los matemáticos en su búsqueda del
tambor cuántico.
Diaconis y los otros estadísticos han desarrollado una serie de armas sofisticadas
para verificar la solidez de cualquier afirmación susceptible de ser analizada. El
«código secreto de la Biblia» parecía estadísticamente significativo porque los que lo
proponían mostraban los datos siempre y sólo desde un punto de vista particular. Pero
cuando fue sometido a otras verificaciones se desmoronó. A pesar de que las
previsiones teóricas de Montgomery habían resistido las verificaciones de Diaconis,
en Nueva Jersey, Odlyzko empezaba a inquietarse por algunos resultados de sus
nuevos cálculos. Había empezado a utilizar otro test estadístico para comprender si el
nexo entre ceros de Riemann y física cuántica tenía una base real, y había notado que
en los datos relativos a los ceros de Riemann empezaban a insinuarse preocupantes
discrepancias.
Odlyzko estaba considerando otra medida estadística llamada varianza. Trazó la
gráfica de los ceros de Riemann y la comparó con la gráfica correspondiente que se
obtenía a partir del análisis de las frecuencias de un tambor cuántico aleatorio.
Observando las pautas de los dos gráficos notó que, si bien al principio había una
muy buena correspondencia, a partir de un cierto punto los datos relativos a los ceros
de Riemann se apartaban bruscamente de la gráfica de las frecuencias teóricas de los
tambores cuánticos aleatorios. La primera parte de la gráfica confirmaba la pauta
estadística de la distancia entre ceros adyacentes. Pero cuando Odlyzko procedió al
análisis, descubrió que empezaban a aparecer discrepancias. La gráfica ya no seguía
la pauta estadística de las distancias entre ceros consecutivos, como sucedía al
principio, sino más bien el de la distancia entre el N-ésimo y el (N+100)-ésimo cero.
En un primer momento, Odlyzko creyó que la desviación podía deberse a un error en
los cálculos. En cambio, descubrió que estaba asistiendo por primera vez a los efectos
producidos en el espacio de Riemann por otro importante tema del siglo XX: la teoría
del caos.
Como la física cuántica, también la teoría del caos se ha afirmado en la cultura
Movimiento caótico: las trayectorias trazadas de las bolas en una mesa de billar con forma de
Al aparecer las matemáticas del caos, en los años setenta, algunos físicos
cuánticos empezaron a interesarse por las implicaciones de la nueva teoría para su
campo de investigación. En concreto, se preguntaban qué sucedería si jugaran a ese
tipo de billar en escala atómica: al fin y al cabo, en algún sentido los electrones se
comportan como bolas de billar microscópicas.
Utilizando materiales semiconductores, los mismos con los que se fabrican los
microchips de los ordenadores, se puede construir una mesa de billar tan pequeña que
cabrían centenares de ellas en la cabeza de un alfiler. Los físicos empezaron a
analizar el movimiento de un electrón que rebota contra las paredes de esta minúscula
mesa. El electrón, sin su atracción por el átomo, es libre de moverse por el
semiconductor. Precisamente es este movimiento de los electrones el que hace
posible la transferencia de datos en el chip del ordenador. Pero la trayectoria de un
electrón no es completamente libre: aunque no orbite ya alrededor del núcleo de un
átomo, sus movimientos están limitados por los bordes de la mesa. Los físicos tenían
interés en estudiar los efectos que las distintas formas de la mesa podrían tener tanto
sobre el comportamiento ondulatorio del electrón como sobre su movimiento de
partícula, asimilable al de una bola de billar. Igual que un electrón ligado a un átomo
vibra con ciertas frecuencias características, otro tanto hace un electrón libre cuando
traza una trayectoria sobre su minúscula mesa.
Cuando los físicos analizaron la pauta estadística de los niveles energéticos,
descubrieron que variaba según la mesa de billar producía trayectorias caóticas o
normales. Si los electrones se encerraban en una zona rectangular, en la que trazaban
trayectorias normales, no caóticas, entonces sus niveles energéticos se distribuían de
manera bastante aleatoria. Pero el análisis estadístico proporcionaba valores muy
distintos cuando se confinaba a los electrones en una zona con forma de estadio, en la
que sus trayectorias eran caóticas: los niveles energéticos dejaban de ser aleatorios.
Más bien seguían una pauta mucho más uniforme, en la que nunca compartían dos
niveles próximos.
Era una nueva manifestación de la extraña repulsión entre niveles energéticos.
Los billares cuánticos caóticos producían la misma pauta regular que ya había sido
observada por Dyson en los niveles energéticos de los núcleos de átomos pesados, y
por Montgomery y Odlyzko en la situación de los ceros de Riemann. Estos niveles
energéticos casaban muy bien con la distribución estadística de las frecuencias de un
tambor cuántico aleatorio. Pero se descubrió que no todos los datos estadísticos
coincidían a la perfección: los físicos estaban empezando a comprender que la
distribución de las distancias entre el N-ésimo y el (N+100)-ésimo nivel energético
cambiaba según se estuviera jugando en un billar cuántico o simplemente se midieran
las frecuencias de un tambor cuántico aleatorio.
Uno de los expertos en este cóctel entre teoría del caos y física cuántica es sir
Michael Berry, de la Universidad de Bristol. Berry ha sido el primero en comprender
Aunque los colosos como AT&T y Hewlett-Packard hayan tenido que reducir sus
inversiones en los números primos como consecuencia del período de estancamiento
que ha sufrido la industria de los ordenadores, hay todavía un actor económico que se
permite continuar con las investigaciones sobre este juego aparentemente abstracto.
La Fry Electronics es una cadena de unos veinte grandes almacenes de electrónica
esparcidos por toda la costa oeste de los Estados Unidos, que vende a todo el país
accesorios para ordenadores y otros artículos electrónicos. La empresa no puede
ofrecer subvenciones similares a las de los gigantes de la AT&T y la Hewlett-Packard
pero, al visitar su sede central en Palo Alto (California), hallaremos, junto a la entrada
Los físicos creen que la razón por la que los ceros de Riemann deben situarse
todos sobre la recta es que terminarán por ser las frecuencias de un tambor
matemático. A un cero que se situara fuera de la recta le correspondería una
frecuencia imaginaria prohibida por la teoría. No es la primera vez que una
argumentación de este tipo se utiliza para resolver un problema: cuando eran
estudiantes, Keating, Berry y otros físicos habían trabajado un problema clásico de
hidrodinámica cuya solución se basa en un razonamiento similar. El problema se
refiere a una esfera de fluido en rotación que se mantiene unida gracias a
interacciones gravitacionales recíprocas entre las partículas que la componen. Una
estrella, por ejemplo, es una enorme bola de gas giratorio que se mantiene unido por
su propia gravedad. La cuestión es: ¿qué sucederá con la bola si se le da una patada?
¿Se limitará a temblar ligeramente o se desintegrará? Para responder a estas
preguntas es necesario determinar si ciertos números imaginarios determinados están
o no alineados. Si lo están, la esfera de fluido en rotación quedará intacta. La razón
por la que estos números imaginarios se colocan en línea recta está estrechamente
ligada a las ideas de la física cuántica con las que se espera demostrar la hipótesis de
Riemann. ¿Quién descubrió la solución de este problema? Aquel que utilizó las
matemáticas de las vibraciones para obligar a aquellos números imaginarios a
colocarse en línea recta: nada menos que Bernhard Riemann.
Poco después del triunfo conseguido en el Schrödinger Institut, Keating se
trasladó a Gotinga para dar una conferencia sobre el uso de la física cuántica para
ilustrar la hipótesis de Riemann. Casi todos los matemáticos que pasan por Gotinga
aprovechan para visitar la biblioteca y examinar las notas inéditas de Riemann, sus
Nachlass. Entrar en relación con una figura tan importante de la historia de las
matemáticas no sólo es una experiencia emocionante: los Nachlass guardan aún
muchos misterios sin resolver, escondidos en los ilegibles garabatos de Riemann. Se
trata de la piedra de Rosetta de las matemáticas.
Se dice que la historia de las matemáticas debería proceder como el análisis musical
de una sinfonía. Hay un cierto número de temas, y puede verse más o menos cuándo
aparece por primera vez cada uno de ellos. A continuación, cada tema se sobrepone
a los otros, y la habilidad artística del compositor está precisamente en su capacidad
para gestionarlos todos simultáneamente. A veces, el violín sigue un tema particular
y la flauta otro, después se invierten los papeles, y así sucesivamente. Con la historia
de las matemáticas ocurre exactamente lo mismo.
ANDRÉ WEIL
Two Lectures on Number Theory: Past and Present
A pesar de la euforia ante el juego de billar cuántico que podía ofrecer una
explicación de la hipótesis de Riemann, muchos matemáticos seguían escépticos
sobre la intrusión de los físicos en el mundo de la pura teoría de los números. La
mayoría de estos matemáticos continuaban convencidos de que su disciplina tenía
todos los papeles en regla para explicar por sí sola por qué los números primos se
comportan según nuestras hipótesis. La idea de que tanto el fenómeno cuántico como
los números primos obedecen a un mismo modelo matemático era ciertamente
plausible, pero muchos matemáticos estaban convencidos de que era muy improbable
que la intuición física pudiera ser de ayuda para demostrar la hipótesis de Riemann.
Cuando empezó a correr la voz de que uno de los mayores artífices de la teoría
matemática pura había centrado su atención en la hipótesis de Riemann, la confianza
de los matemáticos en sí mismos pareció justificarse: Alain Connes había empezado a
dar clases sobre sus ideas para una solución hacia mediados de los noventa; muchos
creían que la hipótesis de Riemann sería finalmente demostrada.
El simple hecho de que Connes se planteara frontalmente la hipótesis de Riemann
era ya un motivo de reflexión. Selberg, por ejemplo, reconoce que nunca ha intentado
realmente demostrarla: es inútil bajar al campo para combatir en una batalla —son
sus palabras— cuando no se dispone de un arma para combatir. Sobre su decisión de
emprender esta batalla, Connes escribe: «Según mi primer maestro, Gustave Choquet,
al afrontar abiertamente un conocido problema irresuelto uno corre el riesgo de ser
más recordado por un posible fracaso en esta empresa que por cualquier otra cosa
positiva que haya hecho en su vida. Pero, a una cierta edad, me he dado cuenta de que
esperar “con seguridad” la llegada al término de la propia vida significa también
aceptar ir al encuentro de la derrota».
Daba la impresión de que Connes podía tener acceso a todo un arsenal de técnicas
(x, y) = (0, 0), (1, 0), (2, 1), (2, 4), (3, 2), (3, 3), (4, 0)
Siegel era pesimista sobre el futuro de las matemáticas ante una abstracción así:
«Temo que, si no conseguimos bloquear la tendencia actual a desarrollar una
abstracción falta de sentido —o, como yo la llamo, una teoría del conjunto vacío—,
las matemáticas morirán antes del fin del siglo».
Muchos compartían este punto de vista. Selberg describió sus propias impresiones
tras asistir a una conferencia en la que se presentaba, a grandes rasgos, el esquema
abstracto de una posible demostración de la hipótesis de Riemann: «Lo que yo creía
era que nunca se habían visto conferencias de este tono. Al final, hice partícipes a
algunos de un pensamiento que se me ocurrió: si los deseos fueran caballos, incluso
los mendigos podrían cabalgar». En la conferencia se había propuesto todo un marco
de hipótesis abstractas. Si fuera suficiente un simple cambio de lenguaje para resolver
la teoría de los números primos, entonces el matemático que dictó aquella
conferencia habría conseguido demostrar la hipótesis de Riemann. Pero, como
subraya Selberg: «en realidad él no disponía de ninguna de las hipótesis que
necesitaba. Esta, probablemente, no es la manera correcta de enfocar las matemáticas.
Sería necesario buscar un punto de partida que consiguiéramos realmente captar y
comprender. Aquel discurso contenía muchas cosas interesantes, pero es un ejemplo
de una tendencia que considero muy peligrosa».
Para Grothendieck, en cambio, aquello no era abstracción por mor de la
Muchos de mis colegas me han ofrecido con gran generosidad su tiempo y su apoyo.
En concreto, quisiera dar las gracias a los siguientes, que han estado encantados de
sentarse y de contrastar conmigo sus ideas y sus puntos de vista: Leonard Adleman,
sir Michael Berry, Bryan Birch, Enrico Bombieri, Richard Brent, Paula Cohen, Brian
Conrey, Persi Diaconis, Gerhard Frey, Timothy Gowers, Fritz Grünewald, Shai
Haran, Roger Heath-Brown, Jon Keating, Neal Koblitz, Jeff Lagarias, Arjen Lenstra,
Hendrik Lenstra, Alfred Menezes, Hugh Montgomery, Andrew Odlyzko, Samuel
Patterson, Ron Rivest, Zeev Rudnick, Peter Sarnak, Dan Segal, Atle Selberg, Peter
Shor, Herman te Riele, Scott Vanstone y Don Zagier.
Querría dar especialmente las gracias a sir Michael Berry, a quien conocí en la
escalera del 10 de Downing Street, mientras yo estaba en la fila esperando mi turno
para estrechar la mano del primer ministro, y que fue el primero en fijar mi atención
sobre la música escondida en los números primos. El título original de este libro, The
music of the primes, está inspirado precisamente en aquel encuentro.
Estoy en deuda con muchísimas personas que han leído atentamente las primeras
versiones parciales o totales del manuscrito: sir Michael Berry, Jeremy Butterfield,
Bernard du Sautoy, Jeremy Gray, Fritz Grünewald, Roger Heath-Brown, Andrew
Hodges, Jon Keating, Angus Macintyre, Dan Segal, Jim Semple y Eric Weinstein.
Naturalmente, la responsabilidad de los eventuales errores que puedan haber quedado
en el texto es sólo mía.
Me han ayudado numerosos libros y artículos, de los cuales he recopilado una
serie de preciosas informaciones de fondo sobre los temas estudiados. Merece una
mención especial la revista Notices of the American Mathematical Society, que
publica incesantemente artículos llenos de brillantes intuiciones sobre las
matemáticas y sobre la comunidad de los que se dedican a ella.
Diversas instituciones me han ayudado con gran disponibilidad durante la
elaboración de este libro, incluidos el American Institute of Mathematics, la
Certicom, la biblioteca de la Universidad de Gotinga, los laboratorios de la AT&T de
Florham Park, el Institute of Advanced Study de Princeton, los laboratorios de la
Hewlett-Packard de Bristol y el Max Planck Institut für Mathematik de Bonn.
Me alegra poder reconocer aquí mi deuda con las personas que han hecho posible
la publicación de este libro: mi agente, Antony Topping, de la Greene & Heaton, que
me ha acompañado desde las primeras ideas hasta la publicación; Judith Murray, que
nos presentó; mis redactores, Christopher Potter, Leo Hollis y Mitzi Angel, de la