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LA ESPINA NO ESTÁ EN LA ROSA


IRINA FREIRE M.

OBERTURA
Entre los azules y grises del cielo me desperté esta mañana. Las hormigas habían
invadido, como de costumbre, la mesa de la cocina, produciendo interminables
caminitos oscuros bien definidos, tal vez porque cada noche y durante toda su vida, mi
buena Rosa dejaba caer sobre las sillas el dulce de leche que lamía de la cuchara de
palo, hasta casi lastimarse las encías.
Eran apenas las seis de la mañana. Hortensia estaba rodeada de esa púrpura condición
que antes solo existía debajo de sus ojos, ahora, el color la abrazaba introduciéndose en
su piel, marchita y lánguida.
“Pásame el reloj que está en la mesita de noche”, me dijo, y yo lo intenté, pero se
aniquilaron mis fuerzas. ¡Viejo de mierda!, alcancé a escuchar, y si me preguntan; no
me importó. He pasado así los últimos años de mi absurda existencia, podrido por
dentro y desgraciado por fuera, mirando el rostro de una asquerosa mujer llena de
protuberancias carnosas que se le salen hasta por la lengua, enorme mantequilla de
marca desconocida, flácida y desencajada, pletórica de desgracias, a la que amé sin
fortuna y ahora, odio afortunadamente. Y junto a ella, un desesperante reloj que nunca
me dejó dormir, retumbando mi cerebro, destrozando mi paciencia, invadido
eternamente por las hormigas que atacan nuestra cocina, rodeado de insoportables
olores de caca y orina que por cierto, es Hortensia la única que limpia.
Pero ya llega la hora, me dicen nuevamente mis esfínteres. Y me hago otra vez en la
cama, como para no perder la buena costumbre de embarrarme junto a Hortensia.
Pero esta vez tan solo necesito de unos cuantos minutos para descansar por fin, de esta
agonía.
Un frío consolador amortigua mis huesos conduciéndome velozmente hacia la tumba de
mi hija. ¡Ella está ahí!, esperándome, alcanzándome, invitándome a pasar, a dejar de
fingir para abrazar la muerte.
El aire ingresa finalmente por mis fosas nasales, ya no quiere salir. Miro el techo y en
segundos me miro a mi mismo, ahí mismo, viejito lampiño, calvo, hediondo de heces.
¡Viejo cacón!, grita Hortensia, me observa por unos minutos con esa mirada que solo
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Dios entiende, dejando escapar un suspiro de alivio y dolor, luego, sale corriendo hacia
la calle de la libertad.

ESPINA 1
¡Rosa rosita, qué hermosa y bonita!, decían por ahí, aquellos vagos que andaban
rondando las esquinas, intentado espiar disimuladamente el caminar acompasado de la
criatura, linda, jovencita, pura como un botón de rosa, decían.
Y ella, haciendo ver discretamente sus higuitos de senos por debajo del vestido rosa,
como ella. Parecía que no se daba cuenta, que pasaba inadvertida de esas cochinas
miradas. Ingenua, inocente la criatura.
Su abuelita Hortensia la mandaba todas las mañanas a comprar la leche para el abuelito,
para que el viejo decrépito se alimente de calcio decía su esposa, para que no se queje
tanto de los huesos, de las reumas, ¡y me deje de jorobar!, reclamaba. Y la niña la oía,
silenciosa, jovencita ella, y se iba sin chistar a hacer el mandado. Salía de su casa con
un vestidito de punto, hasta la rodilla, pegadito a la figura. Por lo general se ponía un
chalcito sobre los hombros para que el frío de la mañana no se le meta en el cuerpo.
Pero quien miraba a la niña quedaba inaudito de tanta ternura. Rosa tenía el cabello
hasta los hombros, lacio, color caoba de bosque húmedo. Casi nunca usaba zapatos,
más bien, unas chanclas de tejido de paja que le hacían ver todito el pie, por cierto bien
cuidado, bien limpiecito, de ángel humectado.
¡Qué niña tan linda!, decía el tendero después de entregarle la botella de leche, no sin
antes repasar con sus grandes ojos el cuerpito tierno de la niña, y luego, por supuesto,
preguntarle por la salud del abuelito. ¡Está bien!, solo un poco decaído, respondía. Y así
se iba Rosita entre pasos y brinquitos hacia su casa, pero cuando regresó no encontró a
su abuelito decaído, más bien, lo encontró frío, tieso, y completamente solo. La niña se
quedó inmóvil junto a la cama del cadáver, oliendo su humanidad, mirando impávida
los ojos abiertos de su abuelito, blancos, transparentes, bien muertos.
Rosa se acercó despacito, tocó la mano inerte del viejo y al sentirla se echó a gritar
haciendo salir de su estómago todos los sonidos del universo. Millones de acordes
abandonaron el cuerpo de la niña provocando un alarido monstruoso. Gritó con tal furia
que los vecinos se amontonaron en la puerta intentando descubrir lo que había pasado.
¡Parecen sonidos venidos del infierno!, decía uno de los curiosos. ¡Llamen a la policía!,
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se escuchó decir por ahí, y en menos de quince minutos la sirena llegó a la triste casa
enardecida.
Hortensia había escapado dejando no solo la cocina prendida, sino a la pobre niña a la
merced del mundo, para que alguien de buena voluntad se la lleve. Fueron tantos y
tantos los gritos de Rosa que varios vecinos entraron a buscarla. ¡Pobre Rosa!, decían
los curiosos, con el abuelo muerto y la abuela huída, ¿qué será de ella? Y no faltaron los
buenos samaritanos que quisieron llevársela. ¡En mi casa estarás protegida!, le dijo el
carnicero, ofreciéndole un colchoncito en una de las esquinas de la carnicería, cobijada
seguramente por la piel de una res recién despellejada. ¡No, mejor en la mía!, le propuso
su profesor de la escuela, justificando que así no perdería las clases. ¡Puedes dormir en
mi taxi!, le ofreció el taxista Joe, un afrogringo que hacía tiempos le puso el ojo a
Rosita.
Y vinieron inevitablemente las peleas, de mujeres celosas que pensaron en la
peligrosidad de aquella niña viviendo bajo su techo, de hombres buenas gentes a
quienes se les condolió el corazón al ver a la niña huérfana y abandonada, de jóvenes
que imploraban a sus padres no dejar desamparada a la linda Rosita, como la llamaban.
El inspector de policía tomó de la mano a la niña y se la llevó a la delegación, para que
declare, según dijo, para que cuente cómo murió su abuelito. Pero el inspector se quedó
fascinado con la belleza de la niña, sus ojitos color melcocha, el resbalar de su cabello
sobre las mejillas, sus manos blancas, blancas como el algodón. Y esas manchitas rojas
que se le hacían en los cachetes ¡Ay que linda!, exclamaba el secretario de la
delegación. Mientras el inspector hacía las preguntas sobre el muerto, la sentó sobre sus
piernas, ella saltó y se echó a llorar en un rincón de la oficina, aterrada hasta las venas.
¿Cuántos años tienes?, preguntó el delegado, a la vez que Rosa sollozaba desconsolada
con el cabello sobre la cara. ¡Catorce años señor! Esta linda niña no ha sido tan niña,
pensó el inspector.
¿Tienes algún familiar a quién te podamos entregar? No señor, solo mi abuelita que no
sé dónde está.
Hortensia había desaparecido, dejando el fogón encendido, la luz prendida, el piso de la
cocina a medio barrer, y a su marido más tieso que nunca.
Después del entierro del viejo, según decían por ahí, Rosa pasó una temporada en la
casa de las monjas, a petición verbal del inspector. Pero las monjitas no veían con
buenos ojos a la niña, más bien con cierta indiferencia, algunas de ellas, con cierta
repugnancia. Esta niña tiene algo escondido detrás de su belleza, decían. Ese silencio
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las trastornaba pues presentían una paz escalofriante, creían. Esa mirada de pulcritud
espiritual escondía una intención oscura, murmuraban. Esa belleza es una tentación
demoníaca, afirmaban.
Desde el día que llegó Rosa, el convento se convirtió en un tumulto de rumores sobre su
presencia, y no confiaban en ella, pequeña criatura inocente, tan inocente ella que
parecía que no se daba cuenta.
Durante los primeros días Rosa hacía los quehaceres domésticos, lavaba los trastos,
limpiaba los muebles, y a veces, rezaba junto con las monjas. La madre superiora le
había obligado a llevar falda hasta los tobillos y blusa hasta el cuello. Una niña no
puede vestirse mostrando tanto, decía Sor María del Socorro. Una niña no puede llevar
el pelo tan largo y suelto, decía Sor María de la Caridad. Así que la vistieron como una
más de las monjitas, monjita chiquita, monjita bonita, indicando sus higuitos de senos
por debajo del vestido gris de monja.
Cuando Rosa salió de su casa rumbo al convento lo único que logró esconder por debajo
de la ropa era el diario de Hortensia y algunas cartas de su mamá. Durante muchos años
tanto su madre como su abuela escribieron mucho, y dejaron plasmados sus recuerdos
en varios papeles aglutinados, crearon cuadernos eternos de escritura. Tal vez, algún
día, todas esas palabras puedan salir volando y liberarse.
Rosa guardaba celosamente esas escrituras, pero solo cuando llegó al convento se
decidió a leerlas. Ya desde las primeras frases encontró un dolor muy grande, una
historia incontable decía ella. Entre sus líneas descubría el horror de su pasado. La
primera historia narra cuando su abuela Hortensia se casó con Ismael Montes, quince
años mayor a ella, parecía que el mundo se le iba a caer sobre los pies. ¡La boda tiene
que ser esplendorosa!, decía su madre, ¡Y el vestido, el más bonito que jamás se haya
confeccionado! Y así fue.
El velo cubría el rostro de la novia como queriendo tapar su indignación, su auto
repulsión. Segundos antes de ingresar a la iglesia, perfectamente arreglada y floreada,
Hortensia alcanzó a ver el interior de lo que sería su agonía eterna. El recorrido hasta el
altar, blanco y pulcro, era la entrada a su propio infierno. ¡Si tan solo me hubiera
escapado!, ¡si tan solo hubiera huido cuando tuve la oportunidad! ¡Ahora es demasiado
tarde!, pensaba, mientras daba los primeros pasos. Al otro lado de la iglesia lo veía a él,
ese demonio vestido de frac, o ese ángel rasurado hasta las nalgas, según se oía de las
costumbres del novio.
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Cada paso era mortal para Hortensia porque su desesperación se confundía con las
sonrisas de los invitados, todos ellos mostrando sus blancos y puntiagudos dientes. La
calle de honor, las flores marchitas, la alfombra roja, la cercanía del cura, todos
esperando la llegada triunfal de Hortensia, la entrega simbólica del padre al yerno, el
suspiro fingido de las primas, las tías, las amigas de la infancia.
La familia de Hortensia gozaba de un gran prestigio social, era imposible pensar en el
peligro de un aborto, y mucho menos en la vergüenza de una denuncia. Así que
obligaron al hombre a casarse con su hija, y él, aceptó, claro, percibiendo el confort
económico del cual gozaría.
Ese hombre al que iba a unirse por el resto de su vida fue su verdugo, su más vil
enemigo, quien meses atrás la drogó para violarla, y la embarazó. Y lo peor de todo es
que Dios fue y será el testigo eterno de su asquiedad, quien velará por ella pero a la vez
la unirá para siempre a su cruz.
Pero Hortensia tenía una intención oculta detrás del velo. Después de la boda, la nueva
señora Hortensia de Montes firmó su renuncia definitiva a los bienes de la familia, a la
herencia y al prestigio social.
Justo al pie de la iglesia, luego del sí acepto, Hortensia se llenó de valor y dejó salir de
su corazón su último gramo de dignidad. Gritó a puro pulmón la canallada de Ismael
Montes. Confesó públicamente su embarazo de tres meses a causa de la violación. Sus
padres quedaron atónitos y avergonzados ante sus amigos; y a su recién marido, vejado
de por vida.
El padre de Hortensia la golpeó, por indecente según dijo. Le propinó dos buenas
bofetadas sobre el rostro y una puñalada verbal en el corazón. ¡Hija de Put…! Y si no
terminó la frase fue porque se dio cuenta que el insulto le caía a su esposa.
La madre cayó desmayada ante los invitados, con la razón lisiada y el prestigio
humillado, y Hortensia, ¡pobrecita ella! quedó en un mar de lágrimas que pronto fueron
arrebatadas de su cara por la mano inclemente de Ismael Montes, quien se la llevó de
por vida de la protección de su familia.
Ismael y Hortensia pasaron los próximos treinta y cinco años juntos, por mutuo
acuerdo, por mutuo resentimiento, por mutua venganza. ¡Hasta que la muerte los
separe!, dijo el cura.
La niña nació sietemesina. ¡Casi se nos muere!, suspiró el médico al entregar a la niña.
Era chiquita, flaquita, pero muy bonita según se oía por ahí. A la pequeña la llamaron
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Violeta, y era tan linda que desde pequeña tuvo cientos de admiradores, niños, jóvenes,
adultos, ancianos, todos estaban fascinados con la dulzura y belleza de Violeta.
¡Pero algo raro tiene esta niña!, decía el párroco que la bautizó. Miró en ella unos ojos
profundamente negros, demasiado negros, murmuraba. Parece que cuando me mira
piensa, parece que entiende. Y su piel es casi transparente, si hasta se le puede ver la
sangre correr por las venas.
Para Hortensia fue como vivir de nuevo cuando su hija nació. Se olvidó de todos las
amarguras en el momento que su niña fue depositada en sus brazos. Inocente de ella,
pequeña e inofensiva Violeta.
Así la niña creció, rodeada del amor de su madre y la indiferencia de su padre, en medio
de un hondo resentimiento. Violeta iba a la escuela como cualquier otra niña. Siempre
rodeada de jovencitos que pedían acompañarla, llevar sus cuadernos, tomar su mano.
Cada mañana, antes de las ocho, aparecía Violeta en la puerta de la escuela, con cinco o
seis amiguitos intentando ser motivo de risa para Violeta. Verla reír era como despertar
a los ángeles, decían.
Pero cada vez que su maestra Eloísa veía entrar a Violeta, un escalofrío le perturbaba el
cuerpo. ¡Es como si un viento muy helado rozara mi piel!, les decía a sus compañeras de
trabajo. Y todas ellas se soltaban a carcajadas con la absurda explicación de Eloísa: ¡No
es solo una niña!
Y es que todos los habitantes del pueblo donde se habían confinado los Montes, semi
huidos de la indignación, la vergüenza y el abandono, creían que Ismael Montes, el
padre de Violeta, era un diablo, o mejor aún, tenía mala sangre, mala leche según
algunos de sus conocidos. Cada noche antes de dormir forzaba a Hortensia a sus más
oscuros placeres, para castigarla, ¡Para vengarse!, le gritaba.
Y los días transcurrían con miles de reclamos por todos esos millones que despreció de
su familia, y ella, lloraba en silencio para que su hija no lo percibiera, con la sangre
partida en dos de tanto odio.
Pero lo peor no era el abuso, sino que Ismael llevaba a la niña a sus juegos de cartas,
para ostentarla, para que la acompañara según decía él. Y muchos de los jugadores la
miraban, desde niña, y la veían como un trofeo que pronto ganarían. Era cuestión de que
el padre se envicie hasta la locura y pierda en el juego a su tierna niña. Pero Violeta los
observaba, inocente ella de ciertas malicias, y comprendió algunas intenciones, ¡tan
chiquita la niña y tan avispada!, decían algunos de los facinerosos. Violeta comprendió
más de lo que debía y decidió no ser trofeo de nadie, así que pronto empezó a aconsejar
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a su papá a no apostar en todos los juegos. Veía concentradamente todas las cartas, las
expuestas sobre la mesa, las que estaban en las manos de los jugadores, pensaba en las
probabilidades, sumaba números, restaba cifras, intuía en las miradas de los jugadores.
¡Es mi ángel!, decía Ismael, y con el tiempo padre e hija se convirtieron en grandes
apostadores de poker. La niña ahí, sentada junto a sus futuros verdugos, mirando las
apuestas, confirmando si el trío de kas es verdadero o un ilusionismo provocado por las
ansias. ¡Cincuenta!, decía Ismael, convencido de su buena fortuna, ¡No papá, cien! Y
todos rieron ante el atrevimiento de la pequeña. ¡Entonces cien para ver!, apostó el
jugador contrario, el llamado viejo diablo Bonifaz. Y contaron hasta tres, y sobre la
mesa se colocaron las cartas. Todos se fascinaron por el atrevimiento y la suerte de la
pequeña, que se había convertido en una gran jugadora de poker y en la minita de oro de
su padre.
Cada salida con Ismael era un suplicio para Hortensia, era como perder un poco a su
hija y dejarla caer en un laberinto infinito. Muchas noches la soñaba derretirse como un
helado expuesto al sol, o como una figura emplasticada en el naipe que Ismael guardaba
debajo del colchón. Hasta que un día se hartó, tomó a la niña de apenas ocho años y
huyó de las fauces de su lobo depredador. Viajó varios kilómetros con la única
esperanza del perdón, golpeó insistentemente la puerta de la casa de sus padres,
esperando una respuesta de perdón y decidieran protegerla, sobretodo ahora, que su hija
estaba grande y era tan dulce que despertaría la emoción de sus abuelos. Cuando la
puerta se abrió Hortensia vio a su madre, elegante y distinguida como siempre, pero con
la mirada dura, incompasible.

Sor María del Socorro llamó a Rosa y tuvo que dejar su lectura. Cada vez que la niña
cerraba el diario de su abuelita sentía que el mundo dejaba de existir. Cada página, cada
palabra, cada letra olían a su mamás, Hortensia y Violeta, a su perfume de pétalos.
Todos quienes conocieron a Rosa estaban perturbados con su ausencia. El tendero, el
carnicero, los vagos que rondaban la casa de los abuelos, el profesor de la escuela quien
sin casi preguntarle nada le daba la mejor calificación de la clase.
Los jóvenes impacientes intentaban escalar el muro del convento para fisgonear, haber
si de casualidad la veían, aunque sea vestida de monjita. Y cuando lo lograban, unos
eternos suspiritos se arrancaban de sus pechos.
Dentro del convento las madrecitas estaban todas alteradas con la presencia de Rosa.
Murmuraban por los pasillos, que si es hija del diablo decían unas, que si nació de
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vientre rancio decían otras. En fin, que a la pobre le dieron el apellido de la maldición
desde que nació, y por eso es que traía a los hombres desquiciados por su belleza. Pero
Rosa solo las miraba, como compadeciéndose de ellas, de sus imaginaciones y tristezas.
Y esa actitud aturdía aún más a las madrecitas, pues veían en la profundidad de sus ojos
un peligro que no lograban explicar.
Sor María del Socorro la levantaba todos los días a las cuatro de la mañana para bañarla
con harta agua fría, para que se le quiten los malos pensamientos, argumentaba.
Luego, en ayunas, la dejaba cinco horas arrodillada frente a la imagen de Cristo
crucificado, para que le salga el demonio del cuerpo. La pobre Rosa hacía todo lo que le
mandaban; a rezar cientos de rosarios, a cantar en las misas, a leer la Biblia dos horas
antes de dormir y a orar por su alma pecadora. Con el tiempo, Rosa empezó a
enfermarse. Su esófago era un caldero a vivo fuego, vomitaba frecuentemente y durante
la noche tenía fiebres tan altas que parecía que en cualquier momento se quedaba ahí
mismo, tan ardiente como el propio infierno.
Sor María de la Caridad, desesperada, llamó al médico del convento para que le dé la
bendición y la conduzca a la luz. Sin embargo, el doctor solo la medicó con inyecciones,
descanso y una compresa de agua fría en la frente. ¡Es una jovencita muy fuerte, pronto
se recuperará!, decía el doctor. Pero eso sí, ordenó que las rutinas del baño y todas las
demás prácticas de devoción deberían ser canceladas. Sor María del Socorro se negó.
¡Cómo es posible que nos pida eso!, reclamaban las monjitas. ¡Hay que salvar a la niña
de la influencia negativa del demonio!, argumentaba Sor María del Socorro, totalmente
convencida de que su sacrificio sanaría a Rosa de la maldición que la acompañó desde
su nacimiento. El doctor tomó a la niña en los brazos y quiso sacarla del convento a la
fuerza, todas las monjas trataron de impedírselo pero el médico estaba decidido y
furioso. ¡La están matando!, decía a gritos, mientras la niña lloraba aferrada al cuello
del doctor.
Luego de ser internada en el hospital por tres días, Rosa pidió volver al convento hasta
que encuentren a su abuelita. Hortensia había desaparecido, pero la niña no perdía las
esperanzas de que pronto regresara a buscarla. La pobre perdió mucho peso y estaba
demacrada y débil. Y entonces, ¿esa belleza natural que emanaba de sus ojos, de su piel,
de su figura delgada y fresca? Son cosa del demonio, afirmaban las enfermeras.
En el convento no pudieron rechazar su regreso, aunque muchas de las monjas no
querían ni verla. Para ellas estaba confirmada la historia que durante años se decía de
Rosa; que era hija del infierno; que su madre fue poseída en su concepción y que el
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demonio la embarazó. Es por esto que Hortensia detestaba a la pequeña desde que
nació, es por esto que huyó despavorida cuando su marido se murió. Si todos lo
comentaban, tenía que ser cierto.
Y la belleza de Rosa era una fantasía provocada por el mal, decían las señoras que se
reunían en la puerta de la iglesia, mientras sus hijos y sus nietos preguntaban
ansiosamente por su paradero, lo cual confirmaba aún más sus especulaciones.
Sin embargo, Rosa decidió no escuchar. Más bien, introducirse en la piel de sus madres
a través de sus escritos. Una noche, mientras el silencio y la oscuridad invadían su
habitación, Rosa abrió una de las páginas del diario de su abuela y abusando de un rayo
de luna logró leer unas cuantas confesiones.

Noviembre 18
Querido diario
Este azul de la mañana es fingido. No es real. Parece de verdad pero no es más
que una alucinación. Mi hija cumple hoy 18 años. Violeta es tan hermosa que
parece un ángel caído del cielo. Todavía no logro recuperarme completamente de
las palabras de mi madre. Pobrecita, espero que descanse en paz. Ojala supiera
que no le guardo rencor a pesar de todo su desprecio. Han pasado más de diez años
desde la última vez que la vi en la puerta de su casa. Cómo pudo pensar que mi hija
era hija del demonio, si desde niña fue tan buena, tan inocente la pobre. Y es que
nunca me perdonó la vergüenza que le hice pasar en la iglesia. ¿Pero qué culpa
tiene mi hija? mi linda Violetita, que cuando camina parece que la tierra florece
con cada paso suyo.
Por lo menos con el tiempo Ismael ha dejado de martirizarme. Parece que su
enfermedad está avanzando. Pobre viejo de mierda, bien merecido se lo tiene por
hijueputa. Ojala los huesos se le pudran al infeliz por mal nacido. Si si yo sé que
es papá de mi hija, pero jamás voy a perdonarle por lo que me hizo, y cuando se
muera, cocinaré sus sesos y se los daré a los perros.
Guárdate este secreto querido diario.
Hortensia
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Rosa volvió a vestir el hábito de las monjitas del Convento. Muchas de ellas le tenían
pánico, pues era como dejar ingresar al mismo diablo a su casa. Sor María de la Caridad
le dio varios oficios, para que no piense, para que se mantenga tan ocupada que el
tiempo no exista para ella, para que se olvide del mundo terrenal, decía.
A Rosa no le importaba, y uno de los oficios que más le gustaba era arreglar el jardín.
Pasaba casi toda la mañana plantando las semillas y removiendo la tierra. Sus manitas
blancas se ennegrecían con el abono, sus túnicas sucias no le incomodaban, y menos
aun el sudor del cuerpo bajo días de sol canicular, y sin embargo, su rostro continuaba
siendo pálido, como la misma hostia de la eucaristía. Los alrededores del Convento
tenía el jardín más hermoso jamás visto. Las flores se alzaban perfectas, las hojas eran
tan verdes y vivas que parecían pintadas por el mejor artista de la historia. Y esos
árboles, esos si que eran fantásticos. Crecieron tan rápido que las monjas empezaron a
rezar por semejante milagro, o maldición, según una que otra de ellas. Rosa y su jardín
se hicieron conocer a miles de kilómetros a distancia, y poco a poco el pueblo empezó a
llenarse de turistas para conocer el Edén en la tierra, como llamaban al lugar. En menos
de un año aquel pueblo insignificante se convirtió en un paraíso turístico, tan solo por la
curiosidad de hombres y mujeres, de conocer aquel Edén, hecho con las manos de una
niña.
Y Rosa rezaba, rezaba tanto que confundía a sus compañeras monjas. ¡Parece un
espectro!, decía una de las criadas, porque caminaba descalza, y muy despacito por los
pasillos del convento, sin hacer el más mínimo ruido. Durante horas observaba
sigilosamente cada detalle de la capilla, los santos que se distinguían sobre los pilares de
mármol; acariciaba con su mano los pies de los ángeles que acompañaban el contorno
de la capilla, luego los besaba. Las monjas estaban, o aterradas, o confundidas. Rosa
podía pasarse horas frente a la imagen de la Virgen Inmaculada, con las manos juntas,
de rodillas, los ojos cerrados. Y en la noche volvía a leer las cartas que había dejado su
mamá, los que pudo recuperar de su casa, los que estaban sepultados debajo del
colchón, los que había guardado desde que nació.

Querida Amelia:
Desde que te fuiste a Berlín me he sentido muy sola, a veces parece que el techo
de mi casa se va a caer justo en medio de mi cabeza, eres la única amiga que tengo,
pues nadie más quiere hablar conmigo. Las cosas por aquí no están del todo bien. Mi
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mamá es muy buena, me quiere, me cuida, pero mi papá está cada vez más lejano y
distante. Yo sé que no se quieren, que están juntos por costumbre o por no sé qué.
Él está muy enfermo, dice que le duelen los huesos, que ya no puede caminar bien.
Mi mamá lo odia, lo veo en sus ojos. Pero lo cuida, le da sus medicinas todas las
noches, le limpia cuando se hace en la cama porque no puede levantarse al baño. Mi
mamá lo odia, pero le da el desayuno todos los días, su agüita de remedio, hasta su
tabaco le deja fumar, y se lo prende, por lo menos una vez al día.
Tengo miedo. Desde que dejé de acompañar a mi papá a sus juegos de cartas ha
recibido muchas amenazas. También ha perdido mucho dinero, hasta la casa está a
punto de perder.
Por cierto, el otro día conocí a un chico, es muy guapo y tiene los ojos cafés más
bonitos que he visto. Lo único malo es que es europeo, de Francia creo, y fuma
marihuana. Se llama Jean Baptiste. Es muy inteligente pero mi papá no lo puede
ver ni en pintura. Dice que los franceses son cochinos, que tienen malas
costumbres, y que si yo me caso con él voy a tener medios hijos porque los
franceses son mitad de hombre. ¡Bah! Dime tú que vives en Europa, ¿será verdad
que los franceses son así?
Un beso y escríbeme pronto.
Violeta.
Rosa descubrió esta carta que nunca fue enviada, talvez porque a Violeta no le dieron
tiempo, porque la vida se le torció en un segundo.
Una de aquellas tardes en que la mesa de juego era el universo completo para Ismael
Montes, Violeta perdió su libertad. Eran las seis y treinta de la tarde de un veinticinco
de noviembre, Ismael tenía un par de Qus y un trío de Ases, apostó para ver, y una Flor
Imperial le quitó su más preciado tesoro.
La casa, los muebles y su hija debían ser entregados a Arturo Bonifaz, más conocido
como el viejo diablo Bonifaz. Cuando Violeta se enteró que su padre la había perdido en
el juego, como muchas veces lo intuyó desde niña, huyó despavorida de la casa, en
medio de la desesperación de Hortensia que la ayudó a empacar sus ropas y darle todas
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sus bendiciones. Violeta caminaba en la oscuridad de la noche, sin saber lo que sería de
su vida, totalmente desconsolada por la voluntad del destino.

Eran ya las cinco de la mañana. Rosa tenía que levantarse para empezar con sus
quehaceres diarios, pero el sueño aquella noche la venció, pues tantas horas de lectura la
dejaron con el cuerpo y la mente fatigada. Cuando Sor María de la Caridad entró a su
celda y la encontró aún dormida, la castigó fuertemente con una vara, le dio una vez en
las nalgas, otra en las piernas, dos veces en la espalda, y finalmente, le apuñaló el alma,
por ociosa, decía.
Rosa pasó todo el día sin comer, porque solo así remediría su falta, según las órdenes
superiores. Y la niña no entendía, ¿por qué se ensañan conmigo?, pensaba, mientras
ayudaba en la cocina con el almuerzo de las monjas. Y entre los descuidos de las criadas
puso un poquito más de pimienta en la ensalada, una cucharadita de aceite en el dulce
de higos, un poco de jarabe diurético en la sopa, una pizca de ají en el jugo de tamarindo
y mucho más que una cucharada de laxante en el arroz. Claro, todo eso sin que nadie se
diese cuenta, con las medidas justas para que nadie lo distinga. Y las monjitas comieron
todo el almuerzo, inocentes, y en menos de dos horas se retorcían de dolor por los
pasillos, los baños del convento estaban repletos de mierda, mientras Rosa reía a
carcajadas con un pañuelo cubriendo su boca, para que no la escuchen. Pero Sor María
del Socorro la descubrió, la metió nuevamente a la ducha y le enfrió los pensamientos
con media hora de agua helada, para que aprenda, para que deje al demonio y se
convierta en una niña buena, decía.
Rosa pasó toda la noche con fiebre, y entre delirios pensaba en su mamá. ¿Qué pasaría
con ella?
Violeta tocó el timbre a media noche y Jean Baptiste abrió la puerta. ¡Entrez!, le dijo,
percibiendo su angustia, pues sus ojos profundamente negros estaban profundamente
rojos. Ella le contó que su padre la vendió, o mejor dicho, la perdió en el juego. Y él la
escuchaba, sereno, complaciente. Violeta pasó la noche con Jean Baptiste y lo amó
hasta la última capa de su piel. Juntos inventaron nuevos horizontes, recorrieron los
montes más lejanos, las cavernas más oscuras. Alucinaron largas y fugaces carreteras de
flores, sin asfalto ni señalética. Crearon animales de cinco ojos, peludos, tiernos,
hambrientos. Y se comieron entre los dos, se mordisquearon los pechos, los muslos, los
labios. Jugaron juntos al gato y al ratón y comieron harto queso, leche condensada,
chocolate caliente, tabaco y miel. Alucinaron nuevamente, entre el humo del cigarro y la
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saciedad de su locura. Jean Baptiste la bautizó en su propia religión, la condujo a un


infinito placentero, a un universo desconocido que la embriagó hasta desvanecerse.

Entre lectura y delirios Rosa la llamaba, ¡Violeta!, ¡Violeta!, decía su frágil voz, y ella
aparecía en su memoria, como un recuerdo imposible.

Jean Baptiste no solo la consoló aquella noche, sino que se la llevó a Francia. Con
engaños consulares y mentiras compraron nuevos documentos, falsificaron un
pasaporte. Ahora se llamaba Marguerite.
El viejo diablo Bonifaz entró en cólera poco después de conocer el destino de Violeta.
Tantos años esperando el momento de tenerla, suya, poseerla, completamente suya. La
buscó incansablemente ante la mirada acorralada de Ismael y Hortensia quienes lo
perdieron todo, la casa, los muebles, la hija. Solo una cosa les dejó el destino, el odio
profesado veinte años atrás.

Rosa se recompuso por unos minutos, como a las tres de la madrugada. Seguramente en
una hora vendrían a buscarla para que continúe la rutina diaria de salvación de su alma.
Metió la mano debajo del colchón y sacó el diario de su abuelita. Tendría que
mantenerse despierta hasta la hora indicada.

Mayo 17
Querido Diario.
Hace 4 años que mi hija se fue. Todavía no logro comprender todo lo que sucedió.
A veces quisiera matar a Ismael, pero la vida ya se está encargando de hacerle
pagar por lo que nos hizo. Ahora no soporto sus quejidos constantes, no puedo
evitar sentir un poco de lástima porque cada día que pasa se retuerce un poco más,
hasta que por fin, el día que se muera parecerá un fierro retorcido. Ojala se
muera pronto.
Hortensia
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Septiembre 3
Querido Diario
Siento una enorme nostalgia por ver a Violeta, ¿sabes que ahora se llama
Margarita? O Marguerite como ella dice.
Gracias a mi niña he podido comprar otra casa, aunque pequeña.
Espero que ese diablo Bonifaz nunca la encuentre. Todas las noches me duermo
pensando que algún día se aparecerá en mi puerta y me preguntará por Violeta, si
eso sucede, le clavaré un cuchillo en medio de los ojos.
Guárdate este secreto mi querido diario.
Hortensia.

Abril 10
Querido Diario
¿Cómo puedo evitar sentir lástima por Ismael? Ahí está, sucio y asqueroso.
Así no puedo ni escribir.
Hortensia.
Rosa cerró el cuaderno. La fiebre había pasado y estaba en pie justo en el momento en
que Sor María del Socorro entró violentamente a su celda. La vio parada junto a la
cama, totalmente bañada en sudor y empapada el camisón desde el cuello hasta los
muslos. Podía ver en ella ese cuerpito bien formado, sus pezones levantados, sus
caderas abiertas y mojadas. Y su carita, con las mejillas sonrojadas y vivas.
Rosa abrió lentamente la boca, y con toda la malicia del mundo dejó que la monja viera
la punta de su lengua acariciar el contorno de sus labios. Lo hizo tan despacio que Sor
María del Socorro se quedó estupefacta, totalmente inmóvil por el atrevimiento de la
niña, impresionada y enloquecida de pavor. Levantó su brazo y abofeteó el rostro de
Rosa, con tanta furia que pequeñas gotitas de sangre salieron de su nariz. Luego,
enajenada de rabia, le sacó el camisón, la metió en la bañera y la dejó desnuda, en agua
fría, en agua transparente, hasta que se le pase la calentura, decía la monja, un poco
envidiosa de esa belleza, de esa arrogancia, queriendo ser un poco como ella.
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Ahora Rosa quería salir, dejar ese encierro que la consumía. Quería ser como su mamá,
conocer el mundo, tal vez Francia. Pero era menor de edad y sin la autorización de
Hortensia sería imposible que Rosa viva sola, fuera del convento. Tendría que esperar a
cumplir dieciocho años.
Las monjas se previnieron aún más con Rosa. Nadie se atrevía a mirarla de frente pues
los rumores de su supuesta posesión demoníaca habían traspasado las paredes del
convento. Ese pueblo turístico quedó abandonado del terror, porque las flores se
murieron, porque las hojas y los árboles cayeron en otoño forzado. Rosa no se
encargaba más del jardín, por el contrario, se encerró en su celda para pensar, para leer
y para soñar.
Mientras el edén se moría, aparecieron extrañas erupciones en las partes íntimas de las
monjitas, eran forúnculos purulentos y malolientes que de pronto salieron en medio de
sus bien tratadas y delicadas nalguitas. Todas las monjas pensaron que era obra del
demonio, y claro, obra de Rosa que se estaba vengando por todos los castigos
propinados. Sor María de la Caridad pensó en la posibilidad de llamar un cura exorcista,
para que la purifique, argumentaba.
Cada día que pasaba Rosa estaba más rebelde. Luego de que varias de las monjas la
acusaron de ser la culpable de los inexplicables forúnculos, ella había decidido dejar de
usar los hábitos y pasaba todo el día encerrada y semidesnuda, tan solo con un camisón
que se le empapaba cada vez que le daba fiebre. Pero eso sí, aferrada al diario de su
abuela y a las cartas de su madre.

Montpellier, diciembre 8
Mamacita te extraño mucho. No te preocupes por mí. Jean Baptiste y yo estamos
muy bien. Vivimos en una hermosa ciudad francesa. Hay muchos árboles y muchos
jardines alrededor de nuestra casa. Ya sé hablar francés, y con el pasaporte
falso ya puedo trabajar y desenvolverme sola. Discúlpame si no te doy la
dirección, tengo miedo que el diablo Bonifaz te obligue a dársela. ¿Cómo sigue mi
papá? Cuídalo por favor, aunque sé que para ti es muy difícil, de todas formas él
es mi padre y no podría odiarlo nunca. No te preocupes, yo te escribiré cuando
pueda y te contaré cómo estoy.
Te quiero mucho
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Tu hija Violeta.

Montpellier, Agosto 16
Hola mami, espero que mi papá esté mejor de salud. Yo ya estoy bien, no te
preocupes, después de aquella vez que me desmayé todo ha mejorado. Aunque los
dolores de cabeza persisten un poco. Espero no recaer pues necesito trabajar
mucho para poder enviarte el dinero que necesitas. Mañana me hacen unos estudios
para saber si mi problema es neuronal o nervioso. Jean Baptiste piensa que es el
estrés, puede ser, pero no me confío. De todas formas yo te aviso, espero que
Jean tenga razón.
El próximo mes viene mi amiga Amelia que vive en Berlín, ¿te acuerdas de ella?
Mi amiga de la infancia, jugábamos en su casa después de la escuela. Amelia y yo
viajaremos, si es posible a Paris para el fin de año, Jean Baptiste se quedará
porque tiene que trabajar. Así que pronto te enviaré una postal parisina.
Te amo mucho
Tu hija Violeta.

Luego de algunos días en que Rosa se había confinado voluntariamente a su celda, el


inspector de policía llegó al convento con noticias sobre Hortensia.
Enseguida cruzó el portal de la entrada, mandó a llamar a la niña para explicarle y
enterarla de lo que había sucedido con su abuela. Cuando la fueron a buscar, Rosa
estaba sentada en una de las esquinas de la habitación. No quiso salir, se negó a hablar
con el inspector pues ella afirmaba que ya sabía lo que le iba a decir. Que su abuela
estaba muerta.
¡Así es!, lo confirmó el inspector. ¡La encontramos en el cementerio, junto a la tumba
de su hija Marguerite!
¡Se llamaba Violeta!, gritó Rosa al escuchar al inspector. ¡Marguerite, Violeta o como
se llame, igual, ya está muerta!
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Al parecer la pobre Hortensia vagó por varios días sin rumbo, sin comer, sin beber
líquido hasta que finalmente… bueno, decidió entregarse a los brazos de su hija muerta.
Y ahora ¿qué vamos a hacer con Rosa? decían las monjas, desesperadas, pues ya
ninguna plegaria era suficiente para interceder por ella ante la divinidad.
¡Tendrá el mismo fin que su madre!, decía una de las monjas, una de esas que pasó con
dolores estomacales extremos y un día entero en el baño por culpa del laxante.
Para nadie era un secreto lo que había pasado con Violeta o Marguerite o como se
llame, que el diablo la poseyó, la engendró y de esa desgraciada unión nació Rosa. ¡Son
puras especulaciones!, argumentaba el inspector. ¡Nadie sabe lo que realmente sucedió!
Pero mucha gente sabía una historia contada por la propia Hortensia. Que a su bella
Violeta la engendró un demonio, dijo sobre la tumba de su hija, con su nieta de tres
meses en los brazos, tan amargada que ni los ojos luminosos de la niña eran suficientes
para calmar su dolor, pues Violeta fue y será siempre su único y gran amor.
Pero Rosa no se conformaba con esa historia. Una y otra vez leía y releía una carta que
Amelia le escribió a Hortensia, y que ella había guardado en su diario.

Berlín, Julio 13
Señora Hortensia, soy amiga de su hija Violeta, espero que tanto usted
como su esposo se encuentren bien de salud. Lo que debo contarles me da
mucha tristeza, pero debo hacerlo.
Hace un par de meses llegó a la ciudad de Montpellier un tal señor
Arturo Bonifaz buscando a su hija Violeta. Cuando ella regresó del
trabajo encontró en la puerta de su casa un tumulto de gente y a la
policía local. Lamentablemente el tal Arturo Bonifaz le disparó a Jean
Baptiste en medio de los ojos. Violeta desapareció por unas semanas,
hasta que la semana pasada apareció en la puerta de mi casa, aquí en
Berlín. Estaba en muy mal estado, enferma y nerviosa. Después de
contarme lo sucedido me pidió que le escriba, pues ella no tiene el valor
y la fuerza para hacerlo. Hace unas horas la he hospitalizado porque su
salud ha empeorado. Discúlpeme si he sido imprudente pero creo que era
mi deber contarle.
También quería contarle que Violeta está embarazada. Pronto le
escribiré para mantenerla informada de lo que suceda con ella.
Cuídese mucho
Amelia.

Cuando Hortensia recibió esta carta cayó en una profunda depresión. Era como si todos
sus sueños de pronto hubieran resbalado por un tobogán sin fin, hasta llegar al
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mismísimo infierno, decía la pobre. Y es que Arturo Bonifaz le puso los ojos a Violeta
desde que era una niña. La veía pasar con su uniforme de la escuela, toda ella linda. Sus
ojos negros parecían dos capulíes maduros. Su boquita era como una rosa en botón,
decía el viejo mañoso, y su mirada la seguía hasta virar la esquina, y luego, intentaba
observarla discretamente mientras la pequeña jugaba en el jardín de su casa.
Cuando el viejo diablo Bonifaz se enteró que su padre era un apostador consumado,
entró al juego, con la firme intención de ganar a Violeta. Pero la niña era más astuta y
durante muchos años acompañó a su padre para no perderse a sí misma. ¡No está
permitido que los niños intervengan!, decían los jugadores, sin embargo, la presencia de
Violeta era respetada y admirada por todos. ¿Quién se va a negar que esta niña tan linda
venga a ver nuestro juego?, decían los facinerosos. Así que Violeta jugaba y ganaba.
Tenía un sentido muy agudo para reconocer las trampas, los engaños, los mensajes
persuasivos de los apostadores. Encontraba rápidamente la combinación de las cartas,
los tríos, la escalera, la flor imperial. De niña podía escabullirse entre las miradas
obscenas de los viejos, pero mientras crecía y se hacía mujer cada vez era más difícil
para ella, pues en cada encuentro los apostadores intentaban aprovecharse de ella frente
a la debilidad del padre.
Cuando Violeta huyó a Francia con Jean Baptiste, el viejo diablo Bonifaz se enfureció e
hizo de todo para recuperar su premio.

Luego de enterarse del destino de su madre, Rosa estaba consumida en una insondable
tristeza. No quería levantarse de la cama, sus fiebres habían empeorado y poco a poco
parecía más un ánima que una persona. Las monjas del convento habían enviado un
comunicado al orfanato municipal de la capital para que vinieran por ella, pues no
estaban dispuestas a soportarla más tiempo en el convento. ¡Su alma está perdida!,
decían resignadas las madrecitas. Sin embargo, un pedido a carta y firmado por todos
los conocidos de Rosa, entre ellos el carnicero, el tendero, los profesores de la escuela,
sus compañeros, el taxista Joe y el mismísimo inspector de policía, hicieron que las
monjitas permitan que Rosa permaneciera en el convento hasta su recuperación moral y
espiritual, pues la muerte de la abuelita la debió perturbar demasiado.
Aún con petición aceptada, Rosa no podría salir de su celda, es más, los alimentos eran
introducidos por un huequito que habían mandado a hacer en la puerta de la habitación.
Pero para Rosa más que un castigo era un alivio, porque por lo menos dejaría de
soportar esos abusos morbosos a consecuencia del fanatismo religioso.
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Los días eran largos, pero no tanto como las noches. Comprender se había convertido
para Rosa en una obsesión. Era un proceso complicado que una joven de catorce años
no estaba obligada a realizar. Sin embargo, cada día revisaba letra por letra las palabras
aturdidas de Hortensia. Por momentos le hubiera gustado ser un borrador, para
desaparecer la historia de sus madres, pero luego quería ser tinta, para reescribir sus
frases inconclusas.

Enero 3
Querido Diario
No puedo soportar ver a mi hija postrada en esta cama. ¿Acaso es un castigo
divino? ¿Acaso fui maldecida el día que me casé con Ismael? ¿Cómo puedo seguir
viviendo si mi hija muere? Aún con esta niña en brazos que no es más que la
consecuencia de una maldición.
Violeta me pidió que la llame Rosa, y debo reconocer que es linda la pequeña. Como
era ella cuando nació. Rosa la llamaré, y la criaré, hasta que la muerte me
arrebate al hombre que causó todo este mal y me arrancaré esta pesada carga
sobre la vida. Hasta ese día, la criaré.
Guárdate este secreto mi querido diario.
Hortensia

Rosa intentaba escrudiñar sobre las palabras de Hortensia, quería meterse en su cuerpo,
en su mente, en su alma y entenderla. ¿Sería verdad que fue producto de una maldición?
¿Qué tanto su madre como ella recibieron el castigo? ¿Será verdad que es hija del
demonio, del diablo Bonifaz? Eran demasiadas preguntas para Rosa, demasiadas
respuestas inconclusas, irrepetibles, no escritas, no pronunciadas.
Algunos meses después que Violeta apareció en la puerta de Amelia, casi moribunda de
cuerpo y espíritu, fue llevada por su amiga hasta la casa de sus padres. Hortensia e
Ismael la recibieron, desconsolados, pero felices por tenerla nuevamente bajo su
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protección. Ismael casi no podía levantarse de la cama, sin embargo, la veía, entregado a
su destino se tragaba su arrepentimiento. ¡Qué más podía hacer!
Violeta soportó hasta el nacimiento de su hija, y en medio del otoño, murió.
Rosa miró por la ventana de la celda hacia el cielo, aun percibiendo que no encontraría
respuestas preguntó, otra vez, lo mismo. Y poco a poco sus párpados se fueron
cerrando, como comprendiendo que las respuestas no existen, y que si algún día
existieron se quedaron escondidas en el silencio.
Y volvió otra vez a las palabras, al único recuerdo de sus madres. Al olor de la tinta en
las hojas, de los pétalos de violeta, de margarita, de hortensia, de rosa. Y se quedó
dormida con el olor atrancado en el espíritu, solo esperando que amanezca.
El inspector de policía la fue a buscar. Desde las seis de la mañana Rosa estaba lista,
vestida y con equipaje en la puerta del convento. Sor María del Socorro le hizo señal de
la cruz con la mano desde la ventana frontal, como bendiciéndola, por fin.
¡Antes quiero conocer la tumba de mi madre!, le insistió Rosa al inspector, y él,
sonriéndole aceptó acompañarla. Entraron juntos al cementerio, cruzaron lápidas de
todos los tamaños, con diferentes inscripciones. Caminaron angostos senderos
maltrechos y arenosos. Rosa buscaba la tumba de su madre pues nunca antes había ido.
El escalofrío era inevitable y el pobre inspector estaba tomando colores pálidos solo del
silencio que se escuchaba. Algunos minutos después de husmear entre los sepulcros
llegaron. El inspector se quedó unos metros atrás, como respetando ese momento. Rosa
se acercó tímidamente a la tumba, se arrodilló frente a la lápida, observó cada detalle
del graficado, de la montura de musgo y hierva. Unas encogidas margaritas habían
brotado de aquella tierra, medias marchitas apenas nacieron. Rosa respiró hondamente,
como si preguntase. Su mano se resbaló tímidamente por el contorno arqueado de la
lápida, limpiando también el polvo acumulado que escondía la inscripción, y leyó por
primera vez:
Violeta Marguerite Montes. Y las letras estaban seguidas por la imagen de Cristo
crucificado. Rosa bajó la mirada unos centímetros más, otras palabras le robaron la
concentración: ¡Que Dios te bendiga amada hija!
Rosa volvió a leer y a releer por más de cinco minutos la inscripción. Y luego se
levantó, dio media vuelta y caminó hacia el inspector. Una leve sonrisa iluminó el rostro
de la niña. ¡Podemos irnos!, dijo Rosa….. (continúe con un final acorde al resto de la
historia)
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