El Abrazo de Las Tinieblas - PDF Versión 1
El Abrazo de Las Tinieblas - PDF Versión 1
Le Libros
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LA PATRULLA DEL TIEMPO se une así por derecho propio, a las diversas
reediciónes y recuperaciones de clásicos inéditos que componen una vertiente, ya
imprescindible en NOVA,que reúne títulos impresionantes e imprescindibles en la
historia del género.
A veces nuestra recuperación de obras cumple un propósito de homenaje,
como ocurrió con CIUDADANO DE LA GALAXIA (1957) de Robert A.
Heinlein, publicada en NOVA ciencia ficción número 18, en 1989, un año después
de la muerte de este célebre autor. También un homenaje, aunque de otro tipo, fue
CÁNTICO POR LEIBOWITZ (1960) de Walter M. Miller Jr, publicada en NOVA
ciencia ficción número 47, en 1992.
Es ocioso decir que se trata de una de las mejores novelas que ha ofrecido la
ciencia ficción de todos los tiempos, y de la que este mismo año ha aparecido,
también en NOVA, la esperada y póstuma continuación; SAN LEIBOWITZ Y LA
MUJER CABALLO SALVAJE.
Cuando en 1991 emprendimos la publicación integra y ordenada de la serie de
LOS SEÑORES DE LA INSTRUMENTALIDAD de Cordwainer Smitb (NOVA
ciencia ficción, números 37, 38, 59 y 70), incluyendo textos basta entonces
inéditos en formato de libro en todo el mundo, ya no se trataba de una simple
reedición de un clásico, sino de una labor editorial que me pareció de estricta
necesidad para rendir justicia a una de las obras y a uno de los autores mas
sugerentes de la ciencia ficción de todos los tiempos.
En 1993 el clásico de NOVA ciencia ficción fue una novela
sorprendentemente inédita en España, MISION DE GRAVEDAD (1953) de Hal
Clement, que se publicó en el número 55 de la colección, precisamente tras
cuarenta años de exitosa historia editorial en todo el mundo. Una historia de éxitos
que le ha merecido la consideración de novela emblemática de la ciencia ficción
hard, brillantemente centrada en los aspectos científicos y tecnológicos de este
tipo de narrativa.
En 1994, nuestro clásico recuperado fue CRONOPAISAJE (1980) de Gregory
Benford (NOVA ciencia ficción, número 66) que, indiscutiblemente, es la mejor
novela sobre la relación entre ciencia y ciencia ficción. Y en 1995 se trato de la
edición integra, en un único volumen, de todos los relatos de la emotiva saga de
EL PUEBLO de Zenna Henderson (NOVA ciencia ficción, número 75).
Como puede verse, desde 1989 publicamos, como mínimo, un título «clásico»
al año. Para los curiosos diré que el de 1990 fue RADIX (1981) de A. A Attanasio,
en el número 27 de la colección. Se trata de un libro sorprendente y una
impresionante muestra de la desbordante imaginación que solo la mejor ciencia
ficción puede ofrecer. Tal vez un «clásico» particular de este editor que, sin ningún
complejo, reivindica el derecho a sus propias filias…
Posiblemente nuestro «clásico» de 1996 fuera otro de esos títulos que el editor
considera imprescindibles a pesar de no haber alcanzado una celebridad
extraordinaria. Fue ese maravilloso RITO DE CORTEJO (1982) de Donald
Kinsbury, publicado en el número 82 de la colección. Esta obra, comparada
frecuentemente con el DUNE de Frank Herbert, surca con mayor seguridad que
ésta los mares de una brillante ciencia ficción centrada en la antropología, sin
olvidar las raíces ecológicas de la misma, ni la interesante psicología de sus
personajes.
Otros de esos títulos son TAU CERO de Poul Anderson (1970, NOVA ciencia
ficción, número 95), mientras que, en 1998, la recuperación cinematográfica de
grandes novelas de ciencia ficción nos permitió ofrecer TROPAS DEL ESPACIO
de Robert A. Heinlein (1959, NOVA número 104) y EL CARTERO de David Brin,
con el nuevo titulo MENSAJERO DEL FUTURO (1985, NOVA número 105).
Para el año 1999, con menos títulos que antes, debería valer como
«recuperación» la novela HERMANOS DE ARMAS (1989, NOVA número 126),
seleccionada esta vez a petición del respetable, que solicitaba recuperar algunos
de los primeros títulos de la popular y premiadísima saga de Miles Vorkosigan de
Lois McMaster Bujold.
Estoy convencido de que la perspectiva ofrecida por estos títulos en cierta
forma «clásicos» permite apreciar con mayor detalle La riqueza de la moderna
ciencia ficción y entender su evolución. Una evolución construida precisamente
en torno a los hitos que ciertos títulos, ya históricos, representaron en su tiempo.
LA PATRULLA DEL TIEMPO es uno de esos clásicos indiscutibles y,
déjenme decirlo de una vez, una gozada de lectura. En estos tiempos en que el
exceso de material publicado dificulta el dejarse llevar por una historia y disfrutar
de su lectura, estas narraciones de Poul Anderson recuperan el viejo y
satisfactorio pulso de narraciones que juegan con la historia de la mano de uno de
los mejores autores de la ciencia ficción de todos los tiempos.
Que ustedes lo disfruten. Yo ya lo be hecho y, sin que sirva de precedente,
espero repetir la experiencia este verano. Sin desmerecer a tantos y tantos nuevos
autores de La mejor ciencia ficción, considero que Anderson sigue siendo mucho
Anderson.
Hasta pronto.
MIQUEL BARCELÓ
Relatos incluidos en la obra
Patrulla del Tiempo (Time Patrol, 1955). [Relato]
El Valor de un Rey (Brave to Be a King, 1959). [Relato]
Las Cascadas de Gibraltar (Gibraltar Falls, 1975). [Relato Corto]
La Única Partida en esta Ciudad (The Only Game in Town, 1960). [Relato]
Delenda Est (Delenda Est, 1955). [Relato]
Marfil y Monas y Pavos Reales (Ivory, and Apes, and Peacocks, 1983).
[Novela Corta]
El Pesar de Odín el Godo (The Sorrow of Odin the Goth, 1983). [Novela
Corta]
Estrella del Mar (Star of the Sea, 1991). [Novela Corta]
El Año del Rescate (The Year of the Ransom, 1988). [Novela]
Patrulla del Tiempo
1
Estimado Señor:
J. MAINWETHERING
Whitcomb tragó aire, consternado, pero Everard había esperado aquello. Aun
así, notaba un nudo en el estómago.
El hechicero Stane era un hombre pequeño, vestido con una túnica
delicadamente bordada que debía de venir de alguna población británica. Su
cuerpo era ágil, la cabeza grande, con una cara de una fealdad agradable bajo un
mechón de pelo negro. Una sonrisa tensa le curvaba los labios.
—Regístralos, Eadgar —ordenó—. Saca lo que puedan ocultar entre sus
ropas.
El cacheo del juto fue torpe, pero aun así encontró los aturdidores y los lanzó
al suelo.
—Puedes irte —dijo Stane.
—¿No representan ningún peligro, señor? —preguntó el soldado.
La sonrisa de Stane se ensanchó.
—¿Teniendo esto en las manos? No, vete.
Eadgar salió. Al menos todavía tenemos la espada y el hacha —pensó Everard
—. Pero no son muy útiles con esa cosa apuntándonos.
—Así que vienen del mañana —murmuró Stane. De pronto una delgada capa
de sudor le cubrió la frente—. Estoy intrigado. ¿Hablan la posterior lengua
inglesa?
Whitcomb abrió la boca, pero Everard, improvisando ahora que su vida
estaba en juego, le hizo callar.
—¿Qué lengua es ésa?
—Así. —Stane cambió a un inglés que tenía un acento peculiar pero que
todavía era reconocible para oídos del siglo XX—: Quiero saber de dónde y de
cuándo vienen, cuáles son sus intenciones señores, y todo lo demás. Denme los
hechos o los achicharraré.
Everard negó con la cabeza.
—No —contestó en juto—. No os entiendo. —Whitcomb lo miró, pero le dejó
hacer, dispuesto a seguir al americano. La mente de Everard corría desbocada;
bajo la desesperación sabía que la muerte le aguardaba al primer error—. En
nuestro día hablamos así… —Y le ofreció un párrafo en mexicano, alterándolo
todo lo que se atrevió.
—Por tanto… ¡es una lengua latina! —A Stane le brillaban los ojos. Agitó el
ray o en la mano—. ¿De cuándo vienen?
—Del siglo XX después de Cristo, y nuestra tierra se llama Ly onesse. Se
encuentra a lo largo del océano occidental…
—¡América! —Era un jadeo—. ¿Se llamó alguna vez América?
—No. No sé de qué hablas.
Stane se estremeció sin control. Dominándose dijo: —¿Conoces la lengua
romana?
Everard asintió. Stane rió nervioso.
—Entonces usémosla. No saben lo cansado que estoy de esta lengua de
cerdos… —Su latín era algo entrecortado, evidentemente lo había aprendido en
aquel siglo, pero era fluido. Agitó el ray o—. Perdonen mi descortesía. Pero tengo
que ser cuidadoso.
—Naturalmente —dijo Everard—. Ah… mi nombre es Mencius, y mi amigo
es Iuvenalis. Venimos del futuro, como ha adivinado; somos historiadores y el
viaje en el tiempo acaba de inventarse.
—Hablando estrictamente, soy Rozher Schtein, del año 2987. ¿Han… oído
hablar de mí?
—¿Quién no? —dijo Everard—. Vinimos buscando al misterioso Stane que
parecía ser una de las figuras cruciales de la historia. Sospechábamos que podría
ser un viajero temporal, un peregrinator temporis. Ahora lo sabemos.
—Tres años. —Schtein empezó a moverse febril, agitando el ray o en la
mano; pero estaba demasiado lejos para saltar de pronto sobre él—. He estado
aquí tres años. Si supiesen las veces que he permanecido despierto
preguntándome si habría tenido éxito… Díganme, ¿está su mundo unido?
—El mundo y los planetas —dijo Everard—. Desde hace mucho tiempo. —
Temblaba interiormente. Su vida dependía de su habilidad para adivinar cuáles
eran los planes de Schtein.
—¿Son gente libre?
—Lo somos. Es decir, el emperador preside, pero el Senado dicta las ley es y
es elegido por el pueblo.
Había una expresión casi gloriosa en el rostro de gnomo de Schtein, que lo
transfiguraba.
—Como soñaba —susurró—. Gracias.
—¿Vino de su época para… crear la historia?
—No —dijo Schtein—. Para cambiarla.
Las palabras le salieron en torrente, como si hubiese deseado hablar durante
muchos años pero no se hubiese atrevido:
—Yo también era un historiador. Por casualidad conocí a un hombre que
decía ser un mercader de las lunas de Saturno, pero como y o había vivido allí vi
que era un fraude. Investigando, descubrí la verdad. Era un viajero temporal del
futuro lejano.
» Deben comprenderme, la época en la que vivía era terrible, y como
historiador psicográfico comprendía que la guerra, la pobreza y la tiranía que nos
asolaban no eran debidas a la maldad innata del hombre, sino simplemente a la
causa y el efecto. La tecnología de las máquinas había aparecido en un mundo
dividido contra sí mismo, y la guerra creció hasta convertirse en una empresa
may or y más destructiva. Ha habido periodos de paz, incluso algunos bastante
largos; pero la enfermedad era demasiado profunda, el conflicto formaba parte
de nuestra civilización.
» Mi familia había sido masacrada en un ataque venusiano, no tenía nada que
perder. Cogí la máquina del tiempo después de… deshacerme… de su dueño.
» El gran error, creía, se había producido en la Edad Oscura. Roma había
fundado un gran imperio en paz, y de la paz siempre puede surgir la justicia.
Pero Roma se había agotado por el esfuerzo y estaba desmoronándose. Los
bárbaros que venían eran vigorosos, podían hacer mucho, sin embargo se los
corrompía con facilidad.
» Pero aquí está Inglaterra. Había quedado aislada de la estructura en
descomposición de la sociedad romana. Los germanos venían, patanes sucios
pero fuertes y dispuestos a aprender. En mi historia, se limitaron a eliminar la
sociedad britana y luego, por estar indefensos intelectualmente, fueron tragados
por la nueva, y malvada, civilización llamada Occidental. Quería que pasase algo
mejor.
» No ha sido fácil. Se sorprenderían de los difícil que es sobrevivir en una
época diferente hasta que sabes cómo desenvolverte, incluso si dispones de
armas modernas y de regalos interesantes para el rey. Pero ahora me he ganado
el respeto de Hengist, y los britanos confían en mí cada vez más. Puedo unir a los
pueblos en una guerra contra los pictos. Inglaterra será un solo reino, con la
fuerza sajona y los conocimientos romanos, lo suficientemente poderoso como
para rechazar a los invasores. El cristianismo es inevitable, claro, pero me
aseguraré de que sea el tipo de cristianismo adecuado, uno que educará y
civilizará a los hombres sin atar sus mentes.
» Con el tiempo, Inglaterra estará en condiciones de dominar el continente. Al
final, un solo mundo. Permaneceré aquí el tiempo suficiente para asegurarme de
que la alianza contra los pictos se produce, y luego desapareceré con la promesa
de volver. Si reaparezco, digamos, a intervalos de cincuenta años durante los
próximos siglos, seré una ley enda, un dios, que podrá asegurarse de que se
mantienen en el camino correcto.
—He leído mucho sobre san Stanius —dijo Everard, despacio.
—¡He ganado! —gritó Schtein—. He dado paz al mundo. —Las lágrimas le
corrían por las mejillas.
Everard se acercó. Schtein le apuntó al estómago con el ray o, sin confiar del
todo en él. Everard se dio la vuelta como si nada y Schtein también se giró para
mantenerlo a tiro. Pero el hombre estaba demasiado emocionado por la aparente
prueba de su éxito para acordarse de Whitcomb. Everard miró al inglés por
encima del hombro.
Whitcomb lanzó el hacha. Everard se echó al suelo. Schtein gritó y el ray o se
disparó. El hacha se le había clavado en el hombro. Whitcomb dio un salto y le
agarró la mano con la que sostenía el arma. Schtein rugió, luchando por apuntar
el ray o. Everard se puso en pie para ay udar. Hubo un momento de confusión.
Luego el ray o volvió a dispararse y Schtein se convirtió de pronto en un peso
muerto en sus brazos. La sangre que manaba de una terrible abertura en el pecho
manchaba su abrigo.
Los dos guardas entraron corriendo. Everard cogió el aturdidor del suelo y lo
situó a intensidad máxima. Una lanza le rozó el brazo. Disparó dos veces y las
grandes formas cay eron al suelo. Estarían inconscientes durante horas.
Agachándose un momento, Everard prestó atención. Un grito femenino se oía
en las cámaras interiores, pero nadie entraba por la puerta.
—Supongo que lo hemos hecho —dijo jadeando.
—Sí. —Whitcomb miraba con tristeza el cuerpo tirado frente a él. Parecía
patéticamente pequeño.
—No pretendía que muriese —aseguró Everard—. Pero el tiempo es… cruel.
Supongo que estaba escrito.
—Mejor así que frente a un tribunal de la Patrulla y el planeta de exilio —
comentó Whitcomb.
—Al menos, técnicamente, era un ladrón y un asesino —dijo Everard—.
Pero tenía un gran sueño.
—Y nosotros lo estropeamos.
—La historia podía haberlo estropeado. Probablemente lo habría hecho. Un
hombre simplemente no es lo suficientemente poderoso o lo suficientemente
sabio. Creo que la may or parte de la miseria humana se debe a fanáticos de
buenas intenciones como éste.
—Así que nos cruzamos de brazos y aceptamos lo que venga.
—Piensa en todos tus amigos en 1947. Nunca hubiesen existido.
Whitcomb se quitó el abrigo e intentó limpiarse la sangre de la ropa.
—Vámonos —dijo Everard. Salió por la puerta de atrás. Una concubina
asustada le miró con los ojos muy abiertos.
Tuvo que forzar con el ray o la cerradura de una puerta interior. La habitación
a la que daba acceso contenía un transbordador temporal modelo Ing, unas cajas
con armas y suministros, algunos libros. Everard lo cargó todo en la máquina, a
excepción de la caja de combustible. Eso tenía que quedarse, para que en el
futuro pudiesen descubrirlo y volver a detener al hombre que sería Dios.
—Lleva esto al almacén de 1894 —dijo—. Yo volveré con nuestro saltador y
nos encontraremos en la oficina.
Whitcomb le dedicó una larga mirada. Su rostro era el de un hombre
preocupado. Mientras Everard lo miraba a su vez, se endureció con una decisión.
—Vale, viejo amigo —dijo el inglés. Sonrió, casi melancólico, y le estrechó
la mano a Everard—. Hasta otra. Buena suerte.
Everard lo miró mientras entraba en el gran cilindro de acero. Era un
comentario algo raro, dado que al cabo de un par de horas estarían tomando el té
en 1894.
La preocupación le acosaba mientras salía del edificio y se mezclaba con la
gente. Charlie era un tipo peculiar. Bien…
Nadie se metió con él mientras salía de la ciudad y se internaba en la
arboleda. Volvió a llamar el saltador temporal y, a pesar de la necesidad de darse
prisa antes de que alguien se acercase a ver qué tipo de pájaro había aterrizado,
abrió una jarra de cerveza. La necesitaba. Luego echó un último vistazo a la
vieja Inglaterra y saltó a 1894.
Mainwethering y sus guardias estaban allí, tal como habían prometido. El
oficial pareció alarmado al ver llegar a un hombre con la ropa manchada de
sangre, pero Everard le dio un informe tranquilizador. Tardó un rato en lavarse,
cambiarse de ropa y ofrecer un relato completo al secretario. Para entonces,
Whitcomb tendría que haber llegado en cabriolé, pero no había ni rastro de él.
Mainwethering llamó al almacén por radio y se volvió con el ceño fruncido.
—No ha llegado todavía —dijo—. ¿Puede haber ido mal algo?
—Nada. Esas máquinas son a prueba de fallos. —Everard torció el labio—.
No sé qué pasa. Quizá no me entendió y se ha ido a 1947.
Un intercambio de notas reveló que Whitcomb tampoco se había presentado
allí.
Everard y Mainwethering salieron a tomar el té. Cuando volvieron seguía sin
haber rastro de Whitcomb.
—Será mejor que informe a la agencia de campo —dijo Mainwethering—.
Eh, vay a, deberían ser capaces de encontrarle.
—No. Espere. —Everard se detuvo un momento a pensar. Se había estado
formando esa idea desde hacía tiempo. Era terrible.
—¿Tiene alguna idea?
—Sí. Más o menos. —Everard empezó a quitarse el traje victoriano. Le
temblaban las manos—. Consígame ropa del siglo XX, ¿quiere? Tal vez pueda
encontrarle solo.
—La Patrulla querrá un informe preliminar de sus ideas e intenciones —le
recordó Mainwethering.
—Al infierno la Patrulla —repuso Everard.
6
Londres, 1944. La temprana noche del invierno y a había llegado y por las
calles, golfos de oscuridad, soplaba una brisa fría. El ruido de una explosión llegó
procedente de algún lugar. Ardía un fuego, grandes banderas rojas ondeaban
sobre los tejados.
Everard dejó su saltador en la acera —nadie salía cuando caían las bombas V
— y se movió despacio en la oscuridad. Diecisiete de noviembre; su memoria
entrenada le había dado la fecha. Mary Nelson había muerto ese día.
Encontró una cabina de teléfonos en una esquina y consultó la guía. Había
muchos Nelson, pero sólo una Mary en el área de Streatham. Debía de ser la
madre, por supuesto. Suponía que la hija tendría el mismo nombre de pila.
Tampoco sabía a la hora en que había caído la bomba, pero había formas de
descubrirlo.
Al salir rugieron el fuego y el trueno. Se echó al suelo mientras los cristales
volaban donde había estado. Diecisiete de noviembre, 1944. El joven Manse
Everard, teniente del Cuerpo de Ingenieros de Estados Unidos, está en algún lugar
al otro lado del canal de la Mancha, cerca de los cañones alemanes. No
recordaba el lugar exacto, y no se detuvo a esforzarse. No importaba. Sabía que
iba a sobrevivir a ese peligro.
El nuevo resplandor bailaba tras él mientras corría hacia la máquina. Saltó a
ella y se elevó en el aire. Al sobrevolar Londres, sólo vio una vasta oscuridad
punteada de llamas. ¡Walpurgisnacht, y el infierno desatado sobre la tierra!
Recordaba bien Streatham, una monótona extensión de ladrillo habitada por
oficinistas, tenderos y mecánicos, la misma petite bourgeoisie que se había
plantado y luchado contra el poder que había conquistado Europa. Allí vivía una
chica en 1943… al final se había casado con otro.
Volando bajo, intentó localizar la dirección. No muy lejos estalló un volcán.
La montura se agitó en el aire y a punto estuvo de perder el equilibrio.
Apresurándose hacia su objetivo, vio una casa inclinada, destruida y en llamas.
Estaba a sólo tres manzanas de la casa de los Nelson. Llegaba tarde.
¡No! Comprobó la hora —sólo las diez y media— y saltó dos horas atrás.
Todavía era de noche, pero la casa destruida se elevaba sólida en la oscuridad.
Durante un segundo deseó avisar a los que estaban dentro. Pero no. En todo el
mundo moría gente. No era Schtein, para cargar la historia sobre los hombros.
Sonrió con tristeza, desmontó y cruzó la cancela. Tampoco era un maldito
daneliano. Llamó a la puerta y ésta se abrió. Una mujer de mediana edad le
miró desde la oscuridad y él comprendió que era raro en aquellas circunstancias
ver a un americano vestido de civil.
—Perdóneme —dijo—. ¿Conoce a la señorita Mary Nelson?
—Claro que sí. —Una vacilación—. Vive cerca. Vendrá pronto. ¿Es un
amigo?
Everard asintió.
—Me ha enviado con un mensaje para usted, señora…
—Enderby.
—Oh, sí, señora Enderby. Tengo una memoria terrible. Mire, la señorita
Nelson quería que le dijese que lo siente mucho pero que no vendrá. Sin
embargo, quiere verla a usted y a toda su familia a las diez y media.
—¿A todos, señor? Pero los niños…
—Por supuesto, los niños también. A todos ustedes. Ha preparado una
sorpresa muy especial, algo que sólo ella puede mostrarles. Todos deben estar
allí.
—Bien… vale, señor, si ella lo dice.
—Todos ustedes a las diez y media, sin falta. La veré entonces, señora
Enderby. —Everard asintió y salió a la calle.
Había hecho lo que había podido. Ahora la casa de Nelson. Llevó el saltador
tres manzanas más allá, aparcó en la oscuridad de un callejón y caminó hasta la
casa. Ahora también era culpable, tan culpable como Schtein. Se preguntó cómo
sería el planeta de exilio.
No había ni rastro del transbordador Ing, y era demasiado grande para
ocultarlo. Así que Charlie todavía no había llegado. Hasta entonces, tendría que
tocar de oído.
Al llamar a la puerta se preguntó qué representaría haber salvado a la familia
Enderby. Esos niños crecerían, tendrían hijos propios; sin duda ingleses
insignificantes de clase media, pero en algún lugar de los siglos por venir un
hombre importante nacería, o no. Claro está, el tiempo no era muy flexible.
Excepto en contados casos, los antepasados exactos no importaban, sólo la
reserva genética y la sociedad humana. Aun así, ése podría ser uno de esos raros
casos.
Una joven le abrió la puerta. Era una muchacha bonita, no espectacular, pero
de aspecto cuidado, vestida de uniforme.
—¿Señorita Nelson?
—¿Sí?
—Mi nombre es Everard. Soy amigo de Charlie Whitcomb. ¿Puedo pasar?
Tengo noticias un tanto sorprendentes.
—Estaba a punto de salir —dijo, disculpándose.
—No, no lo hará. —Error; ella se había envarado, indignada—. Lo siento. Por
favor, permita que se lo explique.
Ella le guió hasta un salón abarrotado y sin gracia.
—¿Quiere sentarse, señor Everard? Por favor, no hable demasiado alto. La
familia duerme. Se levantan temprano.
Everard se puso cómodo. Mary se sentó en el borde del sofá, observándole
con los ojos muy abiertos. Él se preguntó si Wulfnoth y Eadgar se contaban entre
sus antepasados. Sí… sin duda así era, después de tantos siglos. Incluso Schtein,
también.
—¿Está en la fuerza aérea? —pregunto la chica—. ¿Así conoció a Charlie?
—No. Estoy en Inteligencia, que es la razón de que vay a de paisano. ¿Puedo
preguntarle cuándo le vio por última vez?
—Oh, hace semanas. Ahora mismo está destinado en Francia. Espero que la
guerra acabe pronto. Es tan tonto que sigan en ello cuando se saben acabados,
¿no? —Inclinó curiosa la cabeza—. Pero ¿cuál es esa noticia que tiene?
—Llegaré a eso enseguida. —Empezó a hablar todo lo que se atrevía,
comentándole las condiciones al otro lado del canal. Era extraño estar sentado
hablando con un fantasma. Y el condicionamiento le impedía decirle la verdad.
Quería, pero cuando lo intentó se le congeló la lengua.
—… y el coste de conseguir un bote de tinta roja…
—Por favor —ella le interrumpió con impaciencia—. ¿Le importaría ir al
grano? Tengo un compromiso esta noche.
—Oh, lo siento. Lo siento mucho. Entienda, es esta forma…
Una llamada a la puerta le salvó.
—Perdóneme —murmuró ella, y fue más allá de las pesadas cortinas negras
para abrirla. Everard la siguió. Ella retrocedió con un gritito. —¡Charlie!
Whitcomb la apretó contra sí, sin pensar en la sangre que todavía tenía en las
ropas de juto. Everard salió a la entrada. El inglés lo miró horrorizado.
—Tú…
Intentó coger el aturdidor, pero Everard y a empuñaba el suy o.
—No seas tonto —dijo el americano—. Soy tu amigo. Quiero ay udarte. ¿Qué
estúpido plan se te había ocurrido?
—Yo… obligarla a permanecer aquí… evitar que fuese a…
—¿Y crees que ellos no tienen manera de localizarte? —Everard pasó al
temporal, el único lenguaje posible en presencia de la asustada Mary —. Cuando
dejé a Mainwethering, empezaba a sospechar. A menos que lo hagamos bien, van
a alertar a todas las unidades de la Patrulla. El error será rectificado,
probablemente matándola a ella. Tú irás al exilio.
—Yo… —Whitcomb tragó saliva. Su rostro era una máscara de terror—.
Tú… ¿la dejarías ir al encuentro de la muerte?
—No. Pero hay que hacerlo con el may or cuidado.
—Escaparemos… encontraremos algún periodo lejos de todo… iremos hasta
la misma época de los dinosaurios si es preciso.
Mary se liberó de él. Abrió la boca, dispuesta a gritar.
—¡Cállate! —le ordenó Everard—. Tu vida corre peligro y estamos
intentando salvarte. Si no confías en mí, confía en Charlie.
Se volvió hacia el hombre y siguió hablando en temporal:
—Mira, amigo, no hay ningún lugar en el tiempo donde puedas esconderte.
Mary Nelson murió esta noche. Eso es historia. No estaba en 1947. Eso es
historia. Yo y a me he metido en líos: la familia a la que iba a visitar estará fuera
de su hogar cuando caiga la bomba. Si intentas escapar con ella, te encontrarán.
Es pura suerte que todavía no hay a llegado una unidad de la Patrulla.
Whitcomb luchó por conservar la calma.
—Supón que salto con ella a 1948. ¿Cómo sabes que no reapareció de pronto
en 1948? Quizá eso también sea historia.
—Tío, no puedes. Inténtalo. Adelante, dile que vas a llevarla cuatro años
hacia el futuro.
Whitcomb gruñó.
—Una revelación… y estoy condicionado.
—Sí. Apenas tienes libertad suficiente para aparecer frente a ella con ese
aspecto, pero para hablarle tendrías que mentir porque no podrías evitarlo. En
todo caso, ¿cómo ibas a explicárselo? Si sigue siendo Mary Nelson, será una
desertora de la W.A.A.F. Si adopta otro nombre, ¿dónde está su certificado de
nacimiento, sus informes escolares, su libreta de racionamiento, todos esos
fragmentos de papel que los gobiernos del siglo XX tanto veneran? No es posible,
muchacho.
—Entonces, ¿qué podemos hacer?
—Enfrentarnos a la Patrulla y darle un porrazo. Espera aquí un minuto. —
Everard sentía una calma fría, no había tiempo para estar asustado y cuestionar
su propio comportamiento.
De regreso a la calle, localizó el saltador y lo preparó para que reapareciese
cinco años en el futuro, a mediodía, en Piccadilly Circus. Le dio al interruptor
principal, vio desaparecer la máquina y volvió a entrar. Mary estaba en brazos de
Whitcomb, temblando y lloriqueando. ¡Las malditas pobres niñas en el bosque!
—Vale. —Everard los llevó al salón y se sentó con la pistola en la mano—.
Ahora esperemos un poco más.
No fue mucho. Apareció un saltador, con dos patrulleros vestidos de gris a
bordo. Empuñaban armas.
Everard los derribó con un ray o aturdidor de poca potencia.
—Ay údame a atarlos, Charlie —dijo.
Mary estaba acurrucada en una esquina, en completo silencio.
Cuando los hombres despertaron, Everard se plantó frente a ellos con una
sonrisa helada.
—¿De qué se nos acusa, chicos? —preguntó en temporal.
—Creo que lo sabes —repuso con calma uno de los prisioneros—. La oficina
principal nos ordenó localizaros. Comprobando la semana siguiente, descubrimos
que habías evacuado a una familia cuy a casa estaba destinada a ser
bombardeada. El registro de Whitcomb sugiere que después viniste aquí a
ay udarle a salvar a una mujer que se suponía que iba a morir esta noche. Más
vale que nos liberes o será peor para ti.
—No he cambiado la historia —dijo Everard—. Los danelianos siguen ahí,
¿no?
—Sí, claro que sí, pero…
—¿Cómo sabéis que la familia Enderby debía morir?
—Su casa recibió un impacto, y dijeron que habían salido simplemente
porque…
—Ah, pero la cuestión es que se fueron. Eso está escrito. Ahora sois vosotros
los que queréis cambiar el pasado.
—Pero esa mujer de ahí…
—¿Estáis seguros de que no hubo una Mary Nelson que, digamos, se
estableció en Londres en 1850 y murió de vieja en 1900?
El rostro delgado sonrió.
—Realmente lo estás intentando, ¿no? No saldrá bien. No puedes luchar
contra toda la Patrulla.
—¿No puedo? Puedo dejaros aquí para que os encuentren los Enderby. He
programado el saltador para que aparezca en público en un instante que sólo y o
conozco. ¿Qué va a suponer eso para la historia?
—La Patrulla adoptará medidas correctoras… como hicisteis vosotros en el
siglo V.
—¡Quizá! Pero puedo ponérselo mucho más fácil, si escuchan mi apelación.
Quiero un daneliano.
¿Qué?….
—Me habéis oído —dijo Everard—. Si es necesario, me montaré en vuestro
saltador y avanzaré un millón de años hacia el futuro. Les mostraré lo simple que
sería si nos diesen un respiro.
Eso no será necesario.
Everard se dio la vuelta boquiabierto. El aturdidor se le cay ó de la mano.
No podía mirar a la forma que relucía ante sus ojos. De su garganta escapó
un sollozo seco mientras retrocedía.
Su apelación ha sido considerada —dijo la voz sin sonido—.Se conocía y se
sopesó mucho antes de su nacimiento. Pero usted seguía siendo un eslabón
necesario en la cadena del tiempo. Si hubiese fallado esta noche, no hubiese
habido misericordia.
A nosotros nos constaba que Charles y Mary Whitcomb vivieron en la
Inglaterra victoriana. También nos constaba que Mary Nelson murió con la familia
que visitaba en 1944, y que Charles Whitcomb había vivido soltero y finalmente
había muerto estando de servicio con la Patrulla. La discrepancia había sido
percibida, y en cuanto incluso la más pequeña paradoja es una debilidad peligrosa
en la estructura del espacio-tiempo, debía ser rectificada eliminando de la
existencia uno u otro hecho. Usted ha decidido cuál será.
En algún lugar de su cerebro tembloroso Everard supo que, de pronto, los
patrulleros estaban libres. Supo que su saltador había sido… estaba siendo… sería
hecho desaparecer de forma imperceptible en cuanto se materializara. Supo que
la historia ahora decía: « W.A.A.F Mary Nelson desaparecida, presumiblemente
fallecida a causa de una bomba caída cerca de casa de los Enderby, que se
encontraban en casa de ella cuando la suy a propia fue destruida; Charles
Whitcomb desapareció en 1947, presumiblemente ahogado por accidente» . Supo
que a Mary se le había dicho la verdad, se la había condicionado para que no la
revelase, y se la había enviado junto con Charlie a 1850. Y que vivirían su vida
de clase media, sin sentirse del todo cómodos, durante el reinado de Victoria, que
Charlie a menudo fantasearía sobre cómo le hubiese ido en la Patrulla… y luego
miraría a su mujer y a sus hijos y decidiría que, después de todo, no había sido
un sacrificio tan grande.
Eso supo, y luego el daneliano desapareció. Y la tormentosa oscuridad de su
cabeza decreció y miró con ojos despejados a los dos patrulleros; no conocía su
propio destino.
—Ven —le dijo el primer hombre—. Salgamos de aquí antes de que alguien
despierte. Le llevaremos a su año. 1954, ¿no?
—¿Y luego qué? —preguntó Everard.
El patrullero se encogió de hombros. Bajo sus maneras normales suby acía la
emoción que le había embargado ante la presencia del daneliano.
—Preséntate a tu jefe de sector. Has demostrado que, evidentemente, no
estás capacitado para un trabajo fijo.
—Por tanto… se me da de baja, ¿eh?
—No hay necesidad de ser tan melodramático. ¿Creías que este caso era el
único de su tipo en un millón de años de actividad de la Patrulla? Hay
procedimientos regulares para esto.
» Necesitarás más entrenamiento, claro. Tu personalidad se ajusta mejor a la
condición de No asignado… cualquier época, cualquier lugar, dondequiera y
cuando se te necesite. Creo que te gustará.
Everard montó con debilidad en el saltador. Cuando se apeó, había pasado una
década.
El valor de ser un rey
1
En una noche del Nueva York de mediados del siglo XX, Manse Everard se
había puesto ropa cómoda y se estaba preparando una bebida. Le interrumpió el
timbre. Soltó un juramento. Llevaba a la espalda varios días de cansancio y no
quería otra compañía que las narraciones perdidas del doctor Watson.
Bien, quizá pudiera deshacerse de quien fuese. Cruzó el apartamento y abrió
la puerta con expresión molesta.
—Hola —saludó con frialdad.
Y de pronto se sintió como si estuviese a bordo de una primitiva nave espacial
que acabase de entrar en caída libre; permaneció de pie, ingrávido e indefenso
bajo el resplandor de las estrellas.
—Oh —dijo—. No sabía… Entra.
Cy nthia Denison se detuvo un momento, mirando hacia el bar. Everard había
colgado de la pared dos lanzas cruzadas y un casco emplumado de la Edad de
Bronce aquea. Eran oscuros, brillantes e increíblemente hermosos. Ella intentó
hablar con firmeza, pero fracasó.
—¿Puedo tomar algo, Manse? ¿Ahora mismo?
—Claro. —Cerró la boca y la ay udó a quitarse el abrigo.
Ella cerró la puerta y se sentó en el moderno sofá sueco tan limpio y
funcional como las armas homéricas. Revolvió el bolso con las manos y sacó los
cigarrillos. Durante un momento ni ella lo miró a él, ni él a ella.
—¿Todavía te gusta el whisky irlandés con hielo? —preguntó él. Las palabras
parecían venir de muy lejos, y notaba su cuerpo torpe entre las botellas y las
copas, como si la Patrulla del Tiempo no lo hubiese entrenado.
—Sí —dijo ella—. Te acuerdas. —El encendedor dio un chasquido,
inesperadamente ruidoso en la habitación silenciosa.
—Sólo han pasado unos meses —comentó él, a falta de algo mejor que decir.
—Tiempo entrópico. Normal, sin tratar, tiempo de veinticuatro horas al día.
—Lanzó una nube de humo y lo miró—. No mucho más para mí. He estado en el
ahora continuamente desde mi… mi boda. Sólo ocho meses y medio del tiempo
de mi línea vital biológica y personal desde que Keithy y o… Pero ¿cuánto ha
pasado para ti, Manse? ¿Cuántos años, en cuántas épocas diferentes has estado
desde que fuiste el padrino de Keith?
Siempre había tenido una voz fina y un poco aguda. Era el único defecto que
había podido encontrarle, a menos que tuviese en cuenta lo baja que era (medía
como mucho metro sesenta y cinco). Así que nunca resultaba demasiado
expresiva. Pero él oía su grito contenido.
Le dio la bebida.
—De un trago —dijo—. Todo.
Ella obedeció, un poco reacia. El volvió a llenarle el vaso y añadió soda a su
escocés. Luego acercó una silla y sacó tabaco y una pipa de las profundidades de
su chaqueta apolillada. Todavía le temblaban las manos, pero tan ligeramente que
no crey ó que ella se diese cuenta. Había sido inteligente por su parte no soltarle
las noticias que traía; los dos necesitaban la oportunidad de recobrar el control.
Ahora incluso se atrevió a mirarla directamente. No había cambiado. El
vestido negro destacaba de una forma delicada su figura casi perfecta.
El cabello, dorado como el sol, le caía sobre los hombros; sus ojos eran azules
y enormes bajo las cejas arqueadas y mantenía la cara ligeramente inclinada
con los labios siempre ligeramente entreabiertos. No llevaba suficiente
maquillaje como para que él supiese si había llorado hacía poco. Pero parecía al
borde de las lágrimas.
Everard se ocupó de llenar la pipa.
—Vale, Cy n —dijo—. ¿Quieres contármelo?
Ella se estremeció. Al final empezó:
—Keith. Ha desaparecido.
—¿Eh? —Everard se sentó recto—. ¿En una misión?
—Sí. ¿Cómo si no? En el antiguo Irán. Fue allí y no ha regresado. Eso fue
hace una semana. —Posó el vaso en el brazo del sillón y se retorció los dedos—.
La Patrulla buscó, claro. Acabo de conocer hoy los resultados. No son capaces
de encontrarlo. Ni siquiera saben qué le ha pasado.
—Judas —susurró Everard.
—Keith siempre… siempre te consideró su mejor amigo —dijo frenética—.
No creerías lo mucho que hablaba de ti. En serio, Manse, sé que parece como si
te hubiésemos dejado de lado, pero nunca parecías estar…
—Claro —dijo—. ¿Hasta qué punto me consideras infantil? Estaba ocupado.
Y después de todo, erais recién casados.
Después de que yo os presentase, aquella noche al pie del Mauna Loa y bajo
la luna. La Patrulla del Tiempo no es en absoluto esnob. Una joven como Cynthia
Cunningham, una simple oficinista recién salida de la Academia y asignada a su
propio siglo, tiene total libertad para ver a un veterano… como yo, por ejemplo…
tantas veces como ambos quieran, fuera de servicio. No hay razón para que él no
emplee sus habilidades con el disfraz para llevarla a bailar un vals a la Viena de
Strauss o al teatro en el Londres de Shakespeare… así como para explorar
pequeños bares en el Nueva York de Tom Lehrer o jugar al corre que te pillo bajo
el sol y las olas de Hawai mil años antes de que llegasen los hombres de las
canoas. Y un compañero de la Patrulla también tiene total libertad para unirse a
ellos. Y mas tarde casarse con ella. Claro.
Everard encendió la pipa. Cuando tuvo el rostro oculto por el humo, dijo:
—Empieza por el principio. He estado alejado de vosotros durante… dos o
tres años de mi propia línea vital… así que no sé con seguridad en qué trabajaba
Keith.
—¿Tanto tiempo? —preguntó ella inquisitiva—. ¿Nunca pasabas tus permisos
en esta década? Queríamos que vinieses a visitarnos.
—¡Deja de disculparte! —le respondió él—. Me hubiese dejado ver si
hubiese querido. —Fue como si le abofeteara el rostro delicado. Se disculpó,
contrito—. Lo siento. Naturalmente que quería visitaros. Pero como te dije… los
agentes No asignados estamos tan ocupados, saltando por el espacio-tiempo
como pulgas en una plancha… Oh, demonios. —Intentó sonreír—. Ya me
conoces, Cy n, no tengo tacto, pero eso no significa nada. Yo sólito di vida a una
ley enda quimérica en la Grecia clásica. Se me conocía como el dilaiopod, un
extraño monstruo con dos pies izquierdos, ambos metidos en la boca.
Ella le correspondió con un gesto apreciativo de los labios y recogió el
cigarrillo del cenicero.
—Sigo siendo oficinista en Estudios de Ingeniería. Eso me mantiene en
contacto directo con todas las otras oficinas, incluido el cuartel general. Así que
sé exactamente lo que se ha hecho por Keith… ¡y no es suficiente! ¡Están
abandonándolo! Manse, ¡si no lo ay udas, Keith es hombre muerto!
Se detuvo, temblando. Para dar algo más de tiempo, Everard repasó la
carrera de Keith Denison.
Nacido en Cambridge, Massachusetts, en 1927, de una familia acomodada.
Obtuvo un doctorado en arqueología con una distinguida tesis a los veintitrés años,
después de haber ganado un campeonato universitario de boxeo y haber
atravesado el Atlántico en un ketch de nueve metros. Reclutado en 1950, sirvió en
Corea con un valor que le hubiese aportado cierta fama en una guerra más
popular. Y, sin embargo, tenías que conocerlo bastante para llegar a saber alguna
de esas cosas. Hablaba, con un talento para el humor seco, de cosas
impersonales, hasta que había trabajo que hacer. Entonces, sin may ores
contemplaciones, lo hacía. Claro —pensó Everard—, el mejor hombre se lleva a
la chica. Keith hubiese podido convertirse con facilidad en un agente No asignado
de haber querido. Pero tenía raíces aquí que yo no tengo. Más estable, supongo.
Licenciado y sin nada que hacer en 1952, Denison entró en contacto con un
agente de la Patrulla y fue reclutado. Había aceptado el hecho del viaje en el
tiempo con más facilidad que la may oría. Tenía una mente flexible y, después de
todo, era arqueólogo. Una vez entrenado, descubrió una feliz coincidencia entre
sus propios intereses y las necesidades de la Patrulla; se convirtió en un
Especialista, Protohistoria IndoEuropea Oriental, y en muchos aspectos, en un
hombre más importante que Everard.
Un oficial No asignado puede ir arriba y abajo por los caminos del tiempo,
rescatando a los que estén en peligro, arrestando a los que incumplan la ley y
manteniendo segura la estructura del destino humano. Pero ¿cómo sabría lo que
pasa sino habían registrado los hechos? Mucho tiempo antes de los primeros
jeroglíficos había habido guerras y migraciones, descubrimientos y logros cuy as
consecuencias afectaban a todo el continuo. La Patrulla debía conocerlos.
Descubrir su curso era trabajo para los Especialistas.
Además de todo lo cual, Keith era mi amigo.
Everard se sacó la pipa de la boca.
—Vale, Cy nthia. Cuéntame qué pasó.
2
La débil voz era ahora casi seca, tan rígida que tuvo que controlarse.
—Estaba siguiendo las migraciones de diversos clanes arios. Ya sabes que son
muy oscuras. Debes comenzar en un punto en el que la historia se conozca con
certeza e ir hacia atrás. Así que, en su último trabajo, Keith iba a Irán en el año
558 a.C. Eso está cerca del fin del periodo medo, me dijo. Haría preguntas a la
gente, aprendería sus tradiciones y luego se iría a un punto anterior, y así… Pero
tú y a debes saber todo esto, Manse. Le ay udaste una vez, antes de conocernos. A
menudo hablaba de eso.
—Oh, le acompañé por si surgían problemas. —Everard se encogió de
hombros—. Estudiaba el vagabundeo prehistórico de cierta banda desde el Don
hasta el Hindú Kush. Le dijimos al jefe que éramos cazadores de paso,
reclamamos su hospitalidad y acompañamos a los carromatos durante unas
semanas. Fue divertido.
Recordó estepas y cielos enormes, una galopada tumultuosa en busca de
antílopes y un festín al fuego del campamento, y a cierta muchacha cuy o
cabello tenía el olor agridulce del humo de leña. Durante un tiempo deseó poder
vivir y morir como uno de aquellos hombres.
—Esta vez Keith fue solo —siguió diciendo Cy nthia—. Siempre andan muy
cortos de personal en su departamento, supongo que en toda la Patrulla. Tantos
miles de años por vigilar y tan pocas vidas para hacerlo. Ya había ido solo antes.
Siempre tenía miedo de dejarlo, pero me dijo… vestido como un pastor
trashumante sin nada que valiese la pena robar… que estaría más seguro en las
tierras altas de Irán que atravesando Broadway. ¡Sólo que esta vez no ha sido así!
—Entiendo, entonces —dijo Everard con rapidez—, se fue… ¿dices que hace
una semana?, con la intención de obtener los datos, informar a la jefatura de su
especialidad y regresar el mismo día en que te dejó. —Porque sólo un idiota total
dejaría que tu vida pasase sin estar allí—. Pero no lo hizo.
—Sí. —Encendió otro cigarrillo con la colilla del primero—. Me preocupé
inmediatamente. Le pregunté al jefe. Me hizo el favor de preguntarse a sí mismo
una semana en el futuro, hoy, y recibió como respuesta que Keith no había
regresado. La central de información dice que no saben nada de él. Así que
consulté con Registros en el cuartel general del entorno. Su respuesta fue… fue…
que Keith no regresó nunca y que nunca se encontró rastro de él.
Everard asintió con gran cuidado.
—Por tanto, claro está, se ordenó una investigación que CGE tiene en sus
registros.
El tiempo cambiante permitía muchas paradojas, pensó por millonésima vez.
En el caso de un hombre desaparecido, no se te requería que lo buscases sólo
porque un registro en algún sitio dijese que lo habías hecho. Pero ¿de qué otra
forma tendrías alguna oportunidad de encontrarlo? Posiblemente podrías
retroceder y por tanto cambiar los acontecimientos de forma que efectivamente,
después de todo, lo encontraste… en cuy o caso el informe que escribiste
« siempre» habría señalado el éxito, y sólo tú conocerías la verdad « anterior» .
Podía llegar a ser muy complicado. No era de extrañar que la Patrulla fuese
quisquillosa, incluso sobre cambios pequeños que no afectarían a la estructura
general.
—Nuestra oficina se lo notificó a los chicos del entorno del antiguo Irán, que
enviaron una expedición a investigar en la zona —predijo Everard—. Sólo
conocían la zona aproximada en la que Keith tenía intención de materializarse,
¿no? Es decir, y a que él no sabría exactamente dónde podría ocultar el saltador,
no indicó coordenadas precisas. —Cy nthia asintió—. Pero lo que no entiendo es,
¿por qué no pudieron encontrar la máquina? Aunque a Keith le sucediese algo, el
saltador debería de estar en algún sitio, en una caverna o algo similar. La Patrulla
tiene detectores. Al menos deberían de poder encontrar el saltador, y luego ir
hacia atrás para localizar a Keith.
Ella sacó un cigarrillo con una violencia que le hundió las mejillas.
—Lo intentaron —dijo—. Pero me dijeron que se trata de una región salvaje
y difícil, complicada para buscar. No apareció nada. No encontraron ni rastro.
Podrían haberlo hecho, si hubiesen buscado muy, muy bien, realizando una
búsqueda kilómetro a kilómetro, hora a hora. Pero no se atrevieron. Ese entorno
en particular es muy importante. El señor Gordon me mostró los análisis. No
pude entender todos esos símbolos, pero me dijo que era un siglo muy peligroso
para jugar.
Everard cerró una enorme mano alrededor de la cazoleta de la pipa. El calor
era agradable. Las épocas críticas le ponían nervioso.
—Entiendo —dijo—. No podían buscar todo lo bien que hubiesen querido,
porque eso podía afectar a demasiados paletos locales, que luego podrían actuar
de forma diferente cuando llegase la gran crisis. Aja. Pero ¿qué hay de hacer
preguntas disfrazados entre la gente?
—Varios expertos de la Patrulla lo hicieron. Lo intentaron durante semanas,
en tiempo de Persia. Y los nativos no les dieron ni una pista. Esas tribus son tan
salvajes y recelosas… quizá temían que nuestros enviados fuesen agentes del rey
medo, entiendo que no les gustaba su dominio… No. La Patrulla no pudo
encontrar ni una pista. Y en todo caso, no hay razón para creer que la estructura
se viese afectada. Creen que Keith fue asesinado y que el saltador se desvaneció
de alguna forma. Y qué importa… —Cy nthia se puso en pie. De pronto gritó—.
¿Qué importa un esqueleto más en un torrente?
Everard también se levantó y ella se echó en sus brazos. Dejó que se
calmase. Nunca habría dicho que pudiese dolerle tanto. Había dejado de
recordarla, excepto quizá unas diez veces al día, pero ahora ella había acudido a
él y el proceso del olvido tendría que comenzar de nuevo.
—¿No pueden retroceder localmente? —imploró ella—. ¿No puede alguien
retroceder una semana y decirle que no vay a? ¿Es tanto pedir? ¿Qué monstruo
hizo la ley contra eso?
—Hombres normales —dijo Everard—. Si uno empezase a retroceder para
interferir con el pasado personal, pronto estaríamos tan enredados que no
existiríamos.
—¡Pero en un millón de años o más… debe de haber habido excepciones!
Everard no contestó. Sabía que las había. Sabía también que el caso de Keith
Denison no sería una de ellas. La Patrulla no estaba formada por santos, pero sus
miembros no se atrevían a romper sus propias reglas para fines propios.
Aceptabas las pérdidas como en cualquier otro cuerpo, levantabas la copa en
recuerdo de los camaradas caídos y no saltabas atrás para verlos de nuevo
mientras estaban vivos.
Finalmente Cy nthia se apartó, volvió a su bebida y se la tragó. Los bucles
amarillos le cay eron sobre la cara mientras bebía.
—Lo siento —dijo. Sacó un pañuelo y se secó los ojos—. No pretendía gritar.
—No importa.
Ella miró al suelo.
—Podrías intentar ay udar a Keith. Los agentes normales han renunciado,
pero tú podrías intentarlo.
Era una petición para la que no tenía recurso.
—Podría —le dijo—. Quizá no tenga éxito. Los registros existentes muestran
que si lo intenté, fracasé. Y se rechaza cualquier alteración del espacio-tiempo,
incluso una tan trivial como ésta.
—No es trivial para Keith —dijo ella.
—¿Sabes, Cy n? —murmuró él—, eres una de las pocas mujeres de este
mundo que lo dirían de esa forma. La may oría hubiese dicho: « No es trivial para
mí» .
Los ojos de ella atraparon los de Manse, y por un momento Cy nthia
permaneció muy quieta. Luego susurró:
—Lo siento. Manse. No comprendí… Pensé que con todo el tiempo que había
pasado para ti, tú habrías…
—¿De qué hablas? —se defendió él.
—¿No pueden ay udarte los psicólogos de la Patrulla? —preguntó. Volvió a
bajar la cabeza—. Me refiero a que si pueden condicionarnos para que
simplemente no podamos decirle a nadie no autorizado que el viaje en el tiempo
existe… Debería ser posible condicionar a una persona para que…
—Déjalo —la cortó Everard con dureza.
Mordisqueó un rato la pipa.
—Vale —dijo al fin—. Tengo un par de ideas que quizá no hay an probado. Si
es posible rescatar a Keith, le tendrás de vuelta mañana al mediodía.
—¿Podrías llevarme a ese momento, Manse? —empezaba a temblar.
—Podría —dijo él—, pero no lo haré. De una forma u otra, mañana tendrás
que estar descansada. Ahora te llevaré a casa y me aseguraré de que te tomas
una pastilla para dormir. Y luego volveré aquí y pensaré un poco en la situación.
—Dobló la boca en un recuerdo de sonrisa—. Deja la charla, ¿eh? Te he dicho
que debo pensar.
—Manse… —Cerró sus manos entre las de él.
Everard conoció una súbita esperanza por la que se maldijo.
3
En el otoño del año 542 a.C, un hombre solitario bajó de las montañas al valle
del Kura. Cabalgaba en un hermoso caballo castaño, may or incluso que la
may oría de las monturas de caballería, lo que en algún otro lugar hubiese podido
ser una invitación para los bandidos; pero el Gran Rey había dotado a sus
dominios de tal ley que se decía que una virgen con un saco de oro podía
atravesar Persia con toda tranquilidad. Esa era una de las razones por las que
Manse Everard había decidido saltar a esa fecha, dieciséis años después del
destino de Keith Denison.
Otro motivo era llegar mucho después de que se hubiese apagado cualquier
conmoción que el viajero en el tiempo hubiese podido producir en el 558. Fuese
cual fuese la verdad sobre el destino de Keith, podría ser más fácil desde atrás; al
menos, los métodos directos habían fracasado.
Finalmente, según la oficina del entorno Aqueménido, el otoño del 542
resultaba ser la primera estación de relativa tranquilidad desde la desaparición.
Los años 558-553 habían sido tensos cuando el rey persa de Anzán, Kurush (el
que en el futuro sería conocido como Kurash y Ciro), se encontraba en
relaciones cada vez peores con el señor medo Astiages. Luego vinieron tres años
durante los que Ciro se rebeló, la guerra civil asoló el Imperio, y los persas
finalmente derrotaron a sus vecinos del norte. Pero Ciro apenas había vencido
cuando tuvo que enfrentarse contra alzamientos, así como a una incursión de
Turan; pasó cuatro años calmando los problemas y extendiendo sus dominios
hacia el este. Eso alarmó a sus colegas monarcas; Babilonia, Egipto, Lidia y
Esparta formaron una coalición para destruirle, con el rey Creso de Lidia
dirigiendo una invasión en el 546. Los lidios fueron derrotados y anexionados,
pero se rebelaron y tuvieron que ser derrotados de nuevo; había que apaciguar
las problemáticas colonias griegas de Ionia, Caria y Licia; mientras sus generales
se encargaban de todo eso en el oeste, Ciro en persona guerreaba en el este,
obligando a retroceder a los salvajes jinetes que en caso contrario, quemarían sus
ciudades.
Ahora había un momento de calma. Cilicia se rendiría sin luchar, viendo que
las otras tierras conquistadas por Persia eran gobernadas con una humanidad y
una tolerancia hacia las costumbres locales que el mundo no había conocido
nunca. Ciro dejaría las marchas al este para sus nobles, y se dedicaría a
consolidar lo ganado. Hasta el 539 no se retomaría la guerra con Babilonia y se
anexionaría Mesopotamia. Y entonces Ciro tendría otro periodo de paz, hasta que
los hombres salvajes se hiciesen demasiado fuertes más allá del mar de Aral y el
rey cabalgase contra ellos y hacia su muerte.
Manse Everard entró en Pasargada como a una primavera de esperanza.
Aunque no era como si cualquier época real se mereciese esa metáfora.
Cabalgó millas. Los campesinos se inclinaban con hoces, cargando quejumbrosos
carros de buey es, y el polvo saltaba de los campos a sus ojos. Niños andrajosos
se chupaban el pulgar en el exterior de chozas de barro sin ventanas y lo
miraban. Un pollo chilló de un lado a otro por el camino hasta que el mensajero
real al galope que le había asustado estuvo muy lejos y el pollo muerto. Un
escuadrón de lanceros llevaba un uniforme muy pintoresco, pantalones anchos y
corazas con incrustaciones, cascos con puntas o flechas, capotes a ray as alegres;
pero los hombres estaban sucios, sudorosos e intercambiaban chistes verdes. Tras
los muros de adobe, los aristócratas vivían en grandes casas con hermosos
jardines, pero una economía como aquella no podía soportar demasiadas
mansiones. Pasargada era en un noventa por ciento una ciudad oriental de calles
retorcidas y sucias entre casuchas sin rostro, trapos grasientos para el pelo y
togas sombrías, mercaderes gritando en los bazares, mendigos mostrando sus
llagas, comerciantes guiando reatas de camellos viejos y burros demasiado
cargados, perros atacando montones de menudillos, música de taberna como un
gato en una lavadora, hombres que agitaban los brazos como molinos y gritaban
maldiciones… ¿cómo empezó aquel mito del Este inescrutable?
—¡Caridad, señor, caridad, por amor a la luz! ¡Caridad y Mitra os sonreirá!…
—¡Mirad señor! Por la barba de mi padre juro que no habéis visto mejor
trabajo de manos más habilidosas que esta brida que os ofrezco, a vos, el más
afortunado de los hombres, por la ridícula suma de…
—Por aquí, amo, por aquí, sólo a cuatro casas el mejor alojamiento de toda
Persia… no, de todo el mundo. Nuestros jergones están rellenos de plumas de
cisne, mi padre sirve vino digno de un Devi, mi madre cocina un pilan cuy a
fama ha llegado hasta el fin de la tierra, y mis hermanas son tres lunas de placer
disponibles por sólo…
Everard no hizo caso a los niños que corrían a su lado. Uno de ellos le agarró
el tobillo, soltó un juramento y dio una patada, y el muchacho sonrió sin
vergüenza. El hombre esperaba evitar alojarse en una fonda; los persas eran más
limpios que la may or parte de la gente de la época, pero seguía habiendo
insectos.
Intentó no sentirse indefenso. Normalmente un patrullero podía guardarse un
as en la manga: digamos una pistola aturdidora del siglo XXX bajo el abrigo y
una miniradio para llamar a su lado al oculto saltador espaciotemporal de
antigravedad. Pero no cuando cabía la posibilidad de que lo registraran. Everard
vestía un atuendo griego: túnica y sandalias y una capa larga de lana, espada al
cinto, casco y escudo colgados de la grupa del caballo, y eso era todo; sólo el
acero era anacrónico. No podía acudir a ninguna oficina local si se metía en líos,
porque esa época de transición, relativamente pobre y turbulenta, no atraía
comercio temporal; la unidad más próxima de la Patrulla se encontraba en el
cuartel general del entorno, en Persépolis, una generación en el futuro.
Las calles se ensancharon a medida que avanzaba, los bazares empezaron a
escasear y las casas se hicieron may ores. Al fin llegó a una plaza rodeada de
cuatro mansiones. Los árboles podados sobresalían de los muros exteriores. Los
guardias, jóvenes ágiles escasamente armados, esperaban acuclillados, porque
hacer la guardia de pie todavía no se había inventado. Se pusieron en pie y
prepararon flechas, cautelosos, al aproximarse Everard. Podría simplemente
haber atravesado la plaza, pero viró y saludó a un hombre que parecía un
capitán.
—Saludos, señor, que el sol os ilumine con su brillo. —El persa que había
aprendido en una hora bajo hipnosis fluía de su lengua con facilidad—. Busco
hospitalidad de algún gran hombre que podría desear escuchar mis pobres
historias de viajes por tierras extranjeras.
—Que vuestros días sean muchos —respondió el guardia. Everard recordó
que no debía ofrecer una gratificación; aquellos persas del propio clan de Ciro
eran duros y orgullosos, cazadores, pastores y guerreros. Todos hablaban con la
amabilidad digna que era tan común en la historia para los de su clase—. Sirvo a
Creso de Lidia, sirviente del Gran Rey. No le negaría su techo a…
—Meandro de Atenas —le indicó Everard. Era un alias que explicaría su
amplitud ósea, la piel clara y el pelo corto. Pero se había visto obligado a pegarse
a la barbilla un efecto realista estilo Van Dy ke. Heródoto no era el primer griego
trotamundos, así que un ateniense no tendría el inconveniente de estar muy fuera
de lugar. Al mismo tiempo, medio siglo antes de la batalla de Maratón, allí los
europeos eran todavía lo suficientemente poco comunes para despertar interés.
Se llamó a un esclavo, que a su vez buscó al may ordomo, que envió a otro
esclavo, que invitó al extraño a cruzar la puerta. El jardín que allí encontró era
tan fresco y verde como esperaba; no había temor de que en aquella casa
robasen nada de su bolsa; la comida y la bebida serían buenas; y el mismo Creso
entrevistaría en persona al invitado durante mucho tiempo . Tenemos suerte,
muchacho, se dijo Everard, y aceptó un baño caliente, aceites perfumados, ropa
limpia, dátiles y vino que le trajeron a su cuarto amueblado de forma austera,
con un diván y una vista agradable. Sólo echaba de menos un puro.
Eso de las cosas que se podían conseguir.
Porque si Keith había muerto sin posibilidad de remedio…
—Infierno y ranas púrpuras —murmuró Everard—. ¿Quieres dejarlo y a?
4
Después de la puesta de sol empezó a hacer algo de frío. Encendieron las
lámparas con mucha ceremonia, puesto que el fuego era sagrado, y animaron
los braseros. Un esclavo se postró para anunciar que la cena estaba servida.
Everard lo acompañó por un largo pasillo en el que vigorosos murales mostraban
el Sol y el toro de Mitra, pasaron al lado de un par de lanceros y entraron en una
cámara pequeña e iluminada con profusión, de ambiente endulzado por el
incienso y cubierta de alfombras. Había dos divanes dispuestos según la
costumbre helena frente a una mesa cubierta con platos no helénicos de plata y
oro; los esclavos servían detrás y una música que parecía china sonaba
procedente de una puerta interior.
Creso de Lidia asintió con cortesía. En otro tiempo había sido guapo, de rasgos
regulares, pero había envejecido bastante en los pocos años en que su riqueza y
poder eran proverbiales. De barba gris y pelo largo, vestía la clámide griega,
pero se había maquillado al estilo persa.
—Regocíjate, Meandro de Atenas —dijo en griego, y levantó la cara.
Everard le besó la mejilla como estaba mandado. Era una amabilidad por
parte de Creso dar a entender con aquel gesto que la posición de Meandro no era
más que ligeramente inferior a la suy a, aunque Creso hubiese comido ajo.
—Regocijaos, señor. Os agradezco vuestra amabilidad.
—Esa comida solitaria no era para degradarte —dijo el antiguo rey —. Sólo
pensé… —vaciló—. Siempre me he considerado pariente de los griegos, y
podemos hablar seriamente…
—Mi señor me honra más allá de mi valor. —Pasaron por varios rituales y
finalmente llegaron a la comida. Everard le contó una historia preparada sobre
sus viajes; de vez en cuando Creso hacía una pregunta desconcertantemente
perspicaz, pero un patrullero aprendía pronto a evitarlas.
—Ciertamente los tiempos están cambiando, eres afortunado al haber llegado
al comienzo de una nueva época —dijo Creso—. Nunca el mundo ha conocido
un rey más glorioso que —etc., sin duda para beneficio de cualquier criado que
sirviese también como espía real. Aunque resultaba que era cierto—. Los
mismísimos dioses han favorecido al rey. Si hubiese sabido hasta qué punto le
protegían realmente, es decir, no como la mera fábula que creía que era, nunca
me hubiese atrevido a oponerme a él. Porque no cabe duda de que es un elegido.
Everard se mantuvo en su papel de griego aguando el vino y deseando haber
elegido una nacionalidad menos moderada.
—¿Cuál es la historia, señor? —preguntó—. Sólo sé que el Gran Rey era hijo
de Cambises, que mantenía esta provincia como vasallo del medo Astiages. ¿Hay
más?
Creso se inclinó hacia delante. Bajo la incierta luz, sus ojos tenían un curioso
brillo, una mezcla dionisíaca de terror y entusiasmo que la época de Everard
hacía tiempo que había olvidado.
—Escucha, y lleva el relato a tus compatriotas —dijo—. Astiages casó a
Mandane con Cambises, porque sabía que los persas estaban inquietos bajo su
pesado y ugo y deseaba unir a su líder con su casa. Pero Cambises se puso
enfermo y quedó debilitado. Si moría y su hijo pequeño Ciro le sucedía en
Anzán, se produciría una problemática regencia de nobles persas que no estaban
unidos a Astiages. Los sueños también advirtieron al rey medo que Ciro sería el
fin de su dominio.
» Por tanto, Astiages ordenó a su pariente, el Ojo del Rey Aurvagaush —
Creso pronunció el nombre como Harpagus, al helenizar todos los nombres
locales— que se deshiciera del príncipe. Harpagus se llevó al niño a pesar de las
protestas de la reina Mandane; Cambises estaba demasiado enfermo para
ay udarla, ni tampoco podía Persia en ningún caso rebelarse sin preparativos.
Pero Harpagus no pudo cometer el acto. Intercambió el niño por el hijo nacido
muerto de un pastor de la montañas, al que hizo jurar que mantendría el secreto.
El niño muerto fue envuelto en ropas reales y abandonado en una colina; en su
momento se convocó a oficiales de la corte meda para ser testigos de su entierro.
Nuestro señor Ciro creció como pastor.
» Cambises vivió veinte años más sin engendrar otro hijo, y sin fuerzas
suficientes para vengar a su primogénito. Pero al final estaba claro que se moría
sin un sucesor al que los persas se sintiesen obligados a obedecer. Una vez más,
Astiages temió problemas. En ese momento apareció Ciro, y su identidad se
manifestó por diversos portentos. Astiages, lamentando lo sucedido, le dio la
bienvenida y le confirmó como sucesor de Cambises.
» Ciro siguió siendo un vasallo durante cinco años, pero la tiranía de los medos
le resultaba odiosa. Harpagus, en Ecbatana, también tenía hechos terribles que
vengar: como castigo por su desobediencia en el asunto de Ciro, Astiages le
obligó a comerse a su propio hijo. Por tanto Harpagus conspiró con ciertos nobles
medos. Eligieron a Ciro como su líder, Persia se rebeló y, después de tres años de
guerra, Ciro se convirtió en amo de los dos pueblos. Desde entonces, claro, se ha
anexionado muchos más. ¿Cuándo los dioses lo han indicado con may or claridad?
Everard permaneció tendido en silencio un rato. Oía las hojas de otoño
susurrar secas en el jardín, bajo el viento frío.
—¿Es eso cierto, y no una historia fantástica? —preguntó.
—Lo he confirmado en muchas ocasiones desde que me uní a la corte persa.
El rey mismo me ha dado su palabra, así como Harpagus y otros que estuvieron
directamente implicados.
El lidio no podía estar mintiendo si citaba el testimonio de su gobernante: los
persas de clase alta eran fanáticos de la verdad. Y sin embargo, Everard no había
oído nada más increíble en toda su carrera en la Patrulla. Porque era la historia
que registraba Heródoto —con unas cuantas modificaciones que se encontraban
en el Shah-Nameh— y cualquiera podía reconocerla como el típico mito heroico.
Esencialmente lo mismo se había dicho de Moisés, Rómulo, Sigurd y de un
centenar de grandes hombres. No había razón para creer que contuviese algún
hecho cierto, ninguna razón para dudar de que Ciro no hubiese crecido con toda
normalidad en la casa de su padre, le había sucedido por derecho de nacimiento
y se había rebelado por las razones habituales.
¡Sólo que ese cuento increíble tenía el respaldo de testigos que juraban su
verdad!
Allí había un misterio. Le devolvió a Everard su propósito. Después de los
adecuados comentarios de admiración, guió la conversación hasta que pudo
decir:
—He oído rumores de que hace dieciséis años un extraño entró en Pasargada
vestido como un pobre pastor, pero que en realidad era un mago que realizaba
milagros. Puede que muriese aquí. ¿Sabes, mi amable anfitrión, algo de eso?
Luego esperó, tenso. Tenía la corazonada de que Keith Denison no había sido
asesinado por algún palurdo, ni se había caído por un barranco y roto el cuello ni
terminado de forma similar. Porque en ese caso, el saltador hubiese estado por
allí cuando la Patrulla realizó la búsqueda. Puede que hubiesen peinado el área de
forma demasiado amplia como para encontrar a Denison, pero ¿cómo podrían
los detectores no localizar un saltador temporal?
Por tanto, pensaba Everard, había sucedido algo más complicado. Y si había
sobrevivido, Keith se habría dirigido hacia la civilización.
—¿Hace dieciséis años? —Creso se mesó la barba—. Entonces y o no estaba
aquí. Y en todo caso, la región hubiese estado llena de portentos, porque entonces
fue cuando Ciro abandonó las montañas y tomó la corona de Anzán que le
correspondía por derecho. No, Meandro, no sé nada de eso.
—He deseado encontrar a esa persona —dijo Everard—, porque un
oráculo…
—Puedes preguntar entre los sirvientes y a la gente de la ciudad —sugirió
Creso—. Yo preguntaré en tu nombre en la corte. Mientras tanto permanecerás
aquí, ¿no? Quizá el rey en persona desee recibirte; siempre siente interés por los
extranjeros.
La conversación terminó poco después. Creso le explicó con una sonrisa
amarga que los persas creían en irse temprano a la cama y levantarse temprano,
y debía estar al amanecer en el palacio real. Un esclavo acompañó a Everard a
su cuarto, donde se encontró a una muchacha de buen aspecto y sonrisa
expectante. Vaciló un momento, recordando una situación a dos mil cuatrocientos
años de distancia. Pero… qué demonios. Un hombre debía aceptar lo que los
dioses le ofrecían y, la verdad, eran bastante rácanos.
5
No mucho después de la salida del sol, las tropas ocuparon la plaza y
llamaron a gritos a Meandro de Atenas. Everard dejó el desay uno para salir y se
encontró frente a un semental gris levantando la vista hasta el rostro oscuro y
peludo de halcón de un capitán de la guardia, conocida como los Inmortales. Los
hombres formaban un fondo de caballos inquietos, capas y plumas al viento,
metal tintineando y cuero gimiendo, con el sol recién salido reluciendo sobre el
metal pulido.
—Ha sido convocado por el quiliarca —dijo el oficial. El título que había
usado era realmente persa: comandante de la guardia y gran visir del Imperio.
Everard permaneció quieto un momento, sopesando la situación. Se le
tensaron los músculos. No era una invitación cordial. Pero no podía excusarse
argumentando una cita anterior.
—Escucho y obedezco —dijo—. Dejadme coger un pequeño regalo de mi
equipaje, como muestra del honor que se me hace.
—El quiliarca dijo que debíais venir inmediatamente. Aquí está el caballo.
Un arquero le ofreció las manos para subir, pero Everard se montó sobre la
silla sin ay uda, un truco que valía la pena conocer en épocas anteriores a la
invención de los estribos. El capitán asintió con brusquedad para indicar su
aprobación, dio la vuelta a su montura y salió al galope de la plaza. Recorrieron
una amplia avenida bordeada de esfinges y casas señoriales. El tráfico no era tan
intenso como en las calles de los bazares, pero había suficientes jinetes,
carruajes, literas y peatones apartándose apresuradamente. Los Inmortales no se
detenían por ningún hombre. Atravesaron clamorosos las puertas de palacio
abiertas para ellos. La gravilla saltaba bajo los cascos; destrozaron un prado en el
que relucían las fuentes y se detuvieron con estruendo frente al ala oeste.
El palacio, pintado de un rojo llamativo, se alzaba sobre una amplia
plataforma junto con varios edificios menores. El capitán desmontó, hizo un gesto
brusco y subió las escaleras de mármol. Everard le siguió, rodeado de varios
guerreros que habían sacado en su honor de las bolsas las hachas de guerra
ligeras. El grupo se cruzó con esclavos de la casa, que vestían túnicas y turbantes
y tenían el rostro abatido, pasó una columnata roja y amarilla, recorrió un pasillo
de mosaicos cuy a belleza Everard no tenía humor para apreciar, y continuó
hasta haber pasado un escuadrón de guardias para entrar en una habitación donde
esbeltas columnas sostenían una orgullosa bóveda y la fragancia de las rosas
tardías entraba por ventanas arqueadas.
Allí, los Inmortales hicieron una reverencia . Lo que vale para ellos vale para
ti, hijo, pensó Everard, y besó la alfombra persa. El hombre del diván asintió.
—Levantaos y atended —dijo—. Traed un cojín para el griego. —Los
soldados tomaron posiciones. Un nubio entró apresuradamente con un cojín, que
colocó en el suelo, a los pies del asiento de su amo. Everard se sentó en él, con las
piernas cruzadas. Tenía la boca seca.
El quiliarca, que según recordaba Creso había identificado como Harpagus,
se reclinó. Contra la piel atigrada del diván y bajo la espléndida toga roja que
cubría su cuerpo demacrado, el medo tenía el aspecto de un hombre avejentado,
con el pelo largo del color del hierro y la cara oscura de nariz pronunciada
cubierta por una maraña de arrugas. Pero examinó con ojos inteligentes al recién
llegado.
—Bien —dijo, en un persa con el marcado acento del norte de Irán—, así que
tú eres el hombre de Atenas. El noble Creso habló esta mañana de tu llegada y
mencionó algunas preguntas que hacías. Ya que podría estar implicada la
seguridad del Estado, debo saber exactamente qué buscas. —Se mesó la barba
con una mano enjoy ada y sonrió con frialdad—. Podría ser incluso, si la
búsqueda es inofensiva, que te ay udara.
Había tenido buen cuidado de no emplear las fórmulas habituales de saludo,
ofrecerle comida o usar cualquier otra forma de situar a Meandro en la situación
casi sagrada de invitado. Aquello era un interrogatorio.
—Señor, ¿qué deseáis saber? —preguntó Everard. Se lo imaginaba y no le
gustaba.
—Buscas a un mago vestido de pastor que entró en Pasargada hace dieciséis
veranos y realizó milagros. —La voz era desagradable por la tensión—. ¿A qué se
debe eso y qué has oído de tales asuntos? No te molestes en inventar una
mentira… ¡Habla!
—Gran señor —dijo Everard—, el oráculo de Delfos me dijo que cambiaría
mi fortuna si descubría la suerte de un pastor que entró en la capitana persa en…
humm… el tercer año de la tiranía de Pisistrato. Nunca he sabido más. Mi señor
sabe bien lo ininteligibles que son los consejos de los oráculos.
—Humm. —El temor veló el rostro delgado de Harpagus, que realizó el signo
de la cruz, el símbolo solar mitraico. Luego, con brusquedad, añadió—: ¿Qué has
descubierto hasta ahora?
—Nada, gran señor. Nadie podía decirme…
—¡Mientes! —le soltó Harpagus—. Todos los griegos son unos mentirosos.
Ten cuidado, porque te adentras en cuestiones profanas. ¿Con quién más has
hablado?
Everard vio que un tic nervioso levantaba la boca del quiliarca. Él mismo
sentía que el estómago le daba saltos. Había tropezado con algo que Harpagus
consideraba muerto y enterrado, algo tan grande que el riesgo de enfrentarse a
Creso, que estaba obligado a proteger a su invitado, nada importaba. Y la
mordaza más segura jamás inventada era un cuchillo… después de que potro y
tenazas hubiesen sacado exactamente qué sabía el extranjero… Pero ¿qué
demonios sé yo?
—Con nadie, mi señor —respondió con voz ronca—. Salvo el oráculo, y el
dios del Sol, cuy a voz es el oráculo, y que me envió aquí, ha oído nada de esto
antes de la pasada noche.
Harpagus contuvo el aliento, sorprendido por la invocación. Pero luego, de
manera perceptible cuadró los hombros.
—Sólo tenemos tu palabra, la palabra de un griego, de que lo contó el
oráculo… de que no ha espiado nuestros secretos de Estado. O incluso si el dios
realmente te envió aquí, bien podría haber sido para destruirte por tus pecados.
Sabremos más de esto. —Hizo un gesto al capitán—. Llevadle abajo. En nombre
del rey.
¡El rey !
La idea le vino inmediatamente. Se puso en pie de un salto.
—¡Sí, el rey ! —gritó—. ¡El dios me lo dijo… habría una señal… y luego
llevaría su palabra al rey persa!
—¡Cogedle! —aulló Harpagus.
Los guardias se movieron para obedecer. Everard dio un salto atrás, llamando
a gritos al rey Ciro todo lo fuerte que podía. Que le arrestasen. La noticia llegaría
al trono y … Dos hombres lo empujaron contra la pared, con las hachas
levantadas. Otros los ay udaron. Por encima de los cascos vio a Harpagus ponerse
en pie sobre el diván.
—¡Cogedle y decapitadle! —ordenó el medo.
—Mi señor —protestó el capitán—, ha llamado al rey.
—¡Para hechizarlo! ¡Ahora lo conozco, hijo de Zohak y agente de Ahriman!
¡Matadle!
—No, esperad —gritó Everard—, esperad, no lo entendéis, es este traidor el
que quiere impedirme que hable con el rey … ¡Suéltame, bastardo!
Una mano se cerró sobre su brazo derecho. Había estado preparado para
quedarse sentado algunas horas en la celda, hasta que el gran jefe oy ese hablar
del asunto y lo sacase, pero ahora las cosas eran un poco más urgentes. Lanzó un
gancho de derecha que aterrizó sobre una nariz aplastada. El guardia retrocedió.
Everard le arrebató el hacha de la mano, se dio la vuelta y detuvo el golpe del
guardia situado a su izquierda.
Los Inmortales atacaron. El hacha de Everard resonó contra el metal, fintó y
aplastó un nudillo. Era más alto que casi todos ellos. Pero no tenía ni las
posibilidades de una bola de celofán en el infierno de resistir frente a ellos. Un
golpe silbó en dirección a su cabeza. Se escondió tras una columna; saltaron
esquirlas. Una abertura… desarmó a un hombre, saltó sobre el estruendo del peto
cuando éste chocó con el suelo y salió a suelo abierto bajo la bóveda. Harpagus
corrió, sacándose un sable de debajo de la toga; el bastardo era valiente. Everard
se giró para enfrentarse a él, de forma que el quiliarca quedara entre él y la
guardia. El hacha y la espada chocaron. Everard intentó acercarse… un cuerpo a
cuerpo evitaría que los persas le arrojasen sus armas, pero daban la vuelta para
atacarlo por la espalda. Judas, esto podría ser el final de otro patrullero…
—¡Alto! ¡Postraos! ¡Viene el rey !
Lo gritaron tres veces. Los guardias se paralizaron, mirando a la gigantesca
persona de túnica escarlata que permanecía en el umbral de la puerta y se
arrojaron a la alfombra. Harpagus dejó caer la espada. Everard a punto estuvo
de darle en la cabeza; luego, recordando, y oy endo el paso apresurado de los
guardias en el pasillo, dejó caer su propia arma. Por un momento, él y el
quiliarca jadearon frente a frente.
—Así que… lo ha oído… y ha venido… inmediatamente —jadeó Everard.
El medo se arqueó como un gato y siseó:
—¡Entonces, ten cuidado! Te estaré vigilando. Si envenenas su mente habrá
veneno para ti, o una daga…
—¡El rey ! ¡El rey ! —rugió el heraldo. Everard se unió a Harpagus en el
suelo.
Un pelotón de Inmortales entró al trote en la habitación y formó un pasillo
hasta el diván. Un chambelán se adelantó para cubrirlo con un tapiz especial.
Luego entró Ciro en persona, con la toga agitándose con sus pasos largos y
vigorosos. Lo siguieron unos cuantos cortesanos, hombres correosos con el
privilegio de ir armados en presencia del rey, y un maestro de ceremonias
esclavo que se retorcía las manos tras todos ellos por no haber tenido tiempo de
extender una alfombra o llamar a los músicos.
La voz del rey resonó en el silencio:
—¿Qué es esto? ¿Dónde está el extraño que me ha llamado?
Everard se atrevió a mirar. Ciro era alto, ancho de hombros y delgado de
cuerpo, de aspecto más viejo de lo que sugería el relato de Creso —tenía
cuarenta y siete años, comprendió Everard con un estremecimiento— pero se
había mantenido ágil por dieciséis años de guerra y caza. Tenía un rostro delgado
y oscuro con ojos avellanados, una cicatriz de espada en la mejilla izquierda, la
nariz recta y los labios carnosos. Llevaba el pelo negro, ligeramente agrisado,
peinado hacia atrás y la barba más apurada de lo que era costumbre en Persia.
Iba vestido con toda la sencillez que le permitía su posición.
—¿Dónde está el extraño del que un esclavo vino corriendo a hablarme?
—Yo soy, Gran Rey —dijo Everard.
—Levántate. Dinos tu nombre.
Everard se puso en pie y murmuró:
—Hola, Keith.
6
Las parras se peleaban por una pérgola de mármol. Casi rozaban a los
arqueros que la rodeaban. Keith Denison se dejó caer sobre un banco, miró las
sombras de las hojas moverse por el suelo y dijo con ironía:
—Al menos podemos hablar en privado. El inglés no se ha inventado todavía.
Al cabo de un momento siguió hablando con un acento oxidado: —En
ocasiones he pensado que lo peor de la situación es no tener un minuto para mí
solo. Lo mejor que puedo hacer es echar a todo el mundo de la habitación en la
que esté; pero se quedan tras la puerta, bajo las ventanas, aguardando,
escuchando. Espero que ardan sus queridas y leales almas.
—La intimidad tampoco se ha inventado todavía —le recordó Everard—. Y
la gente importante como tú jamás ha tenido demasiada.
Denison levantó un rostro cansado.
—Continuamente deseo preguntarte cómo está Cy nthia —dijo—, pero es
evidente que para ella no ha pasado, no pasará, mucho tiempo. Una semana,
quizá. ¿No habrás traído cigarrillos por casualidad?
—Los dejé en el saltador —dijo Everard—. Supuse que tendría problemas
suficientes sin tener que explicarlos. Nunca esperé encontrarte dirigiendo todo el
cotarro.
—Ni y o tampoco. —Denison se encogió de hombros—. Es la cosa más
fantástica. Las paradojas temporales…
—¿Qué pasó?
Denison se frotó los ojos y suspiró.
—Me quedé atrapado en los engranajes locales. A veces todo lo sucedido
antes me parece irreal, como un sueño. ¿Existieron alguna vez el cristianismo, el
contrapunto musical o la Carta de Derechos? Eso sin mencionar a la gente que
conocí. Tú tampoco perteneces a este tiempo, Manse; sigo esperando
despertarme… Bien, déjame pensar.
» ¿Sabes cuál era la situación? Los medos y los persas son pueblos muy
cercanos, racial y culturalmente, pero los medos eran entonces los jefes y
adoptaron mucho hábitos de los asirios, que no encajaban muy bien con el punto
de vista persa. En su may oría somos rancheros y granjeros libres, y es evidente
que no está bien que nosotros seamos vasallos… —Denison parpadeó—. ¡Eh, y a
me he lanzado otra vez! ¿A qué me refiero con « nosotros» ? En todo caso, Persia
estaba inquieta. El rey Astiages de Media había ordenado el asesinato del
pequeño príncipe Ciro veinte años antes, pero ahora lo lamentaba, porque el
padre de Ciro se moría y la disputa por la sucesión desencadenaría una guerra
civil.
» Bien, y o aparecí en las montañas. Tuve que explorar un poco tanto en el
espacio como en el tiempo, saltando unos cuantos días y varios kilómetros, para
encontrar un buen lugar donde esconder el saltador. La Patrulla no pudo
encontrarlo después… en parte por esa razón. Finalmente lo aparqué en una
cueva y salí a pie, y casi inmediatamente sufrí una desgracia. Un ejército medo
estaba atravesando la región para evitar que los persas causasen problemas. Uno
de sus exploradores me vio salir, siguió mi camino… y lo primero que sé es que
fui capturado y los oficiales me interrogaban preguntándome qué era ese
cacharro que tenía en la cueva. Sus hombres me habían tomado por un mago y
estaban considerablemente impresionados, pero temían más demostrar miedo de
lo que me temían a mí. Naturalmente, la noticia se extendió como el fuego por
todo el ejército y atravesó el campo. Pronto toda la región sabía que un extraño
había aparecido en extraordinarias circunstancias.
» Su general era el mismísimo Harpagus, un demonio tan inteligente y duro
como el mundo hay a conocido. Pensó que podía utilizarme. Me ordenó que le
mostrase mi caballo de hierro, pero no me permitió montarlo. Sin embargo, tuve
la oportunidad de colocarlo en desplazamiento temporal. Es por eso que el equipo
de búsqueda no pudo encontrarlo. Sólo estuvo unas horas en este siglo y luego,
probablemente, fue directamente al Comienzo.
—Buen trabajo —dijo Everard.
—Oh, sabía que las órdenes prohiben ese grado de anacronismo. —Denison
torció los labios—. Pero también esperaba que la Patrulla me rescatase. Si
hubiese sabido que no iban a hacerlo, no estoy seguro de que hubiese sido un
buen patrullero que se sacrifica. Probablemente me hubiese aferrado al saltador
y le hubiera seguido el juego a Harpagus hasta tener una oportunidad de escapar.
Everard lo miró sombrío un momento. Keith ha cambiado, pensó: no era sólo
por la edad, los años entre gente extraña lo habían marcado más de lo que
comprendía.
—Si te hubieses arriesgado a cambiar el futuro —dijo—, habrías puesto en
peligro la existencia de Cy nthia.
—Sí. Sí, cierto. Recuerdo haber pensado en eso… en ese momento… ¡Qué
lejos parece y a!
Denison se inclinó hacia delante, con los codos sobre las rodillas, mirando la
pérgola. Siguió hablando, con monotonía:
—Harpagus no paró de insultar, por supuesto. Pensé por un momento que iba
a matarme. Me sacaron, atado como una res camino del matadero. Pero, como
te he dicho, y a corrían rumores sobre mí, que iban ganando de boca en boca.
Harpagus vio una oportunidad aún mejor. Me dio a elegir: seguirle la corriente o
que me cortasen el cuello. ¿Qué otra cosa podía hacer? No era siquiera cuestión
de arriesgarse a un cambio; pronto comprendí que interpretaba un papel que la
historia y a había escrito.
» Harpagus sobornó a un pastor para que apoy ase su historia y me presentó
como Ciro, el hijo de Cambises.
Everard asintió, sin sorprenderse.
—¿Qué gana él? —preguntó.
—En ese momento sólo deseaba reforzar el dominio medo. Un rey de Anzán
bajo su mando tendría que ser leal a Astiages, y por tanto ay udar a mantener a
los persas bajo control. Se me llevó, demasiado anonadado para hacer otra cosa
que seguir sus indicaciones, todavía esperando a cada minuto que un saltador de
la Patrulla apareciese para sacarme de aquel lío. El amor a la verdad de todos
esos aristócratas iraníes nos ay udó mucho; pocos sospecharon que y o mentí al
jurar que era Ciro, aunque imagino que Astiages, por conveniencia, no tuvo en
cuenta las cosas que no encajaban. Y colocó a Harpagus en su sitio castigándolo
de forma particularmente brutal por no haber hecho con Ciro lo que le había
ordenado, a pesar de que ahora Ciro le era útil, y claro, ¡lo irónico era que
Harpagus realmente había obedecido sus órdenes dos décadas antes!
» En cuanto a mí, pasé cinco años sintiéndome más y más disgustado con
Astiages. Ahora, al rememorarlo, comprendo que no era ningún perro del
infierno, sólo un típico monarca oriental del mundo antiguo, pero eso es difícil de
apreciar cuando tienes que presenciar cómo se tortura a un hombre.
» Así que Harpagus, deseoso de venganza, organizó una revuelta, y y o acepté
tomar el mando cuando me lo ofreció. —Denison esbozó una sonrisa torcida—.
Después de todo, era Ciro el Grande, con un destino que cumplir. Al principio lo
pasamos mal, los medos nos derrotaron una y otra vez; pero ¿sabes, Manse?,
descubrí que me gustaba. No es como ese terrible modo del siglo XX de
quedarse metido en una trinchera preguntándote si el bombardeo enemigo
terminará alguna vez. Oh, la guerra aquí es terrible, especialmente si eres un
soldado raso, cuando empiezan las enfermedades, y siempre lo hacen. Pero
cuando luchas, por Dios, ¡luchas con tus propias manos! E incluso descubrí que
tenía talento para esas cosas. Hemos hecho algunas maniobras espléndidas —
Everard lo vio recuperar la vida—, como aquella ocasión en la que la caballería
de Lidia nos superaba en número. Enviamos los camellos de suministros en
vanguardia, la infantería detrás y la caballería al final. Los jamelgos de Creso
olisquearon a los camellos y huy eron en estampida. Por lo que sé, siguen
corriendo. ¡Los aplastamos!
Se detuvo de pronto, miró un rato a los ojos de Everard y se mordió el labio.
—Lo siento. Lo olvido continuamente. De vez en cuando, recuerdo que en
casa no era un asesino… después de una batalla, cuando veo a los muertos
dispersos a mi alrededor y, peor aún, a los heridos. ¡Pero no podía evitarlo,
Manse! ¡Tenía que luchar! Primero fue la revuelta. Si no le hubiese seguido la
corriente a Harpagus, ¿cuánto crees que hubiese durado? Y luego estaba el reino
en sí. No pedí a los lidios que nos invadiesen, ni a los bárbaros del este. ¿Has visto
alguna vez una ciudad destruida por los de Turan, Manse? Se trata de ellos o de
nosotros, y cuando nosotros conquistamos algo no nos llevamos encadenados a
los vencidos: conservan sus tierras, costumbres y … Por Mitra, Manse, ¿cómo
podría haber hecho otra cosa?
Everard permaneció sentado escuchando el jardín agitarse con la brisa. Al
final dijo:
—No. Te entiendo. Espero que no te hay as sentido muy solo.
—Me acostumbré —dijo Denison con cuidado—. Uno acaba
acostumbrándose a Harpagus, porque es interesante. Creso resultó ser un tipo
bastante decente. Kobad, el sacerdote, tiene ideas bastante originales, y es el
único hombre vivo que se atreve a derrotarme al ajedrez. Y están los banquetes,
la caza y las mujeres… —Le dirigió una mirada de desafío—. Sí. ¿Qué querías
que hiciese?
—Nada —dijo Everard—. Dieciséis años es mucho tiempo.
—Cassandane, mi primera mujer, valora muchos de los problemas que he
tenido. Aunque Cy nthia… ¡Dios del cielo, Manse!
Denison se puso en pie y colocó las manos sobre los hombros de Everard. Los
dedos se cerraron con fuerza; habían sostenido hachas, arcos y riendas durante
década y media. El rey de los Persas gritó en voz alta:
—¿Cómo vas sacarme de aquí?
7
Everard también se puso en pie, caminó hasta el borde del suelo y miró por
entre la piedra tallada, con los pulgares al cinto y la cabeza gacha.
—No veo cómo —contestó.
Denison se golpeó la palma con un puño.
—Eso me temía. Años tras año he tenido cada vez más miedo de que si la
Patrulla me encontraba… Tienes que ay udarme.
—Te lo he dicho, ¡no puedo! —La voz de Everard se quebró. No se volvió—.
Piénsalo. Tú y a debes haberlo hecho. No eres un pequeño jefe guerrero cuy a
carrera no importará nada dentro de cien años. Eres Ciro, el fundador del
Imperio persa, una figura clave en un entorno clave. ¡Si Ciro desaparece,
también desaparece todo el futuro! No habría habido un siglo XX con Cy nthia en
él.
—¿Estás seguro? —imploró el hombre, a su espalda.
—Me empapé en los hechos antes de venir aquí —murmuró Everard con las
mandíbulas apretadas—. Deja de engañarte. Tienes prejuicios contra los persas
porque en una ocasión fueron enemigos de los griegos, y resulta que algunos de
los rasgos más destacados de nuestra cultura provienen de los griegos. ¡Pero los
persas son igualmente importantes!
» Tú lo has visto. Claro, son bastante brutales desde nuestro punto de vista:
toda esta época lo es, incluidos los griegos. Y no son demócratas, pero no puedes
echarles en cara no haber realizado una invención europea que se sale de su
horizonte mental. Lo que cuenta es esto:
» Persia fue el primer poder conquistador que intentó respetar y conciliar a la
gente que dominaba; que se atenía a sus propias ley es; que pacificó suficiente
territorio para establecer un contacto permanente con el Lejano Oriente; que
creó una religión mundial viable, el zoroastrismo, que no se limitaba a una raza o
a una zona determinadas. Quizá no sepas qué parte de la fe y el ritual cristiano es
de origen mitraico, pero créeme, es mucho. Por no mencionar el judaismo, que
tú, Ciro el Grande, vas a rescatar personalmente. ¿Recuerdas? Conquistarás
Babilonia y permitirás que los judíos que hay an conservado su identidad regresen
a casa: sin ti, habrían sido tragados y se habrían perdido entre la gente normal
como las otras diez tribus.
» Incluso en su decadencia, el Imperio persa será un modelo de civilización.
¿Qué fueron la may oría de las conquistas de Alejandro sino tomar el territorio
persa? ¡Y eso extendió el helenismo por el mundo conocido! Y habrá naciones
sucesoras de la persa: Pontus, Partia, la Persia de Firdusi y Ornar y Hafiz, el Irán
que conocemos y el Irán del futuro posterior al siglo XX…
Everard viró sobre los talones.
—Si lo dejas —dijo—, ¡puedo imaginármelos construy endo zigurats, ley endo
entrañas y recorriendo los bosques de Europa, con América sin descubrir, dentro
de tres mil años!
Denison se hundió.
—Sí —contestó—. Lo he pensado.
Caminó un poco, con las manos a la espalda. El rostro oscuro parecía más
viejo a cada minuto.
—Trece años más —murmuró casi para sí—. Dentro de trece años estaré en
una batalla contra los nómadas. No sé exactamente cómo. De una forma u otra,
las circunstancias me forzarán a ello. ¿Por qué no? Me han forzado a todo lo
demás que he hecho, quisiera o no… A pesar de todo lo que pueda hacer para
educarlo, sé que mi propio hijo Cambises será un sádico incompetente y que
Darío tendrá que salvar el Imperio… ¡Dios! —Se cubrió el rostro con la manga
suelta—. Perdóname. Odio la autocompasión, pero no puedo evitarlo.
Everard se sentó, evitando mirarlo. Oy ó el sonido de la respiración en los
pulmones de Denison.
Al final, el rey sirvió vino en dos cálices, se unió a Everard en el banco y dijo
con sequedad:
—Lo siento. Ahora estoy bien. Y todavía no me he rendido.
—Puedo informar de tu problema al cuartel general —dijo Everard con algo
de sarcasmo.
Denison contestó también con sarcasmo:
—Gracias, amiguito. Recuerdo muy bien su posición. Somos sacrificables.
Prohibirán toda visita a la vida de Ciro, para que no me sienta tentado, y me
enviarán un bonito mensaje. Me remarcarán que soy monarca absoluto de un
pueblo civilizado, con palacios, esclavos, vinos, cocineros, artistas, concubinas y
terrenos de caza a mi disposición en cantidades ilimitadas, así que, ¿de qué me
quejo? No, Manse, esto es algo que tú y y o tendremos que resolver por nuestra
cuenta.
Everard apretó los puños hasta sentir cómo las uñas se le hundían en las
palmas.
—Me estás poniendo en una posición muy incómoda, Keith —dijo.
—Sólo te estoy pidiendo que analices el problema… ¡y, Ahriman te maldiga,
eso harás! —Una vez más, los dedos se cerraron sobre su carne, y el
conquistador del Este le dio una orden. El viejo Keith jamás hubiese usado este
tono —pensó Everard, encolerizado. Luego se dijo—: Si no vuelves a casa, y le
digo a Cynthia que nunca lo harás… Ella podría venir aquí; una chica extranjera
más en el harén del rey no afectará a la historia. Pero si informo al cuartel general
antes de verla, si informo de que el problema es insoluble, lo que sin duda es un
hecho… entonces, el reinado de Ciro quedará cerrado y ella no podría reunirse
contigo.
—He analizado todo esto antes, por mi cuenta —dijo Denison con más calma
—. Conozco las implicaciones tan bien como tú. Pero mira, podría mostrarte la
cueva donde estuvo la máquina durante esas horas. Podrías volver al momento
en que aparecí allí y advertirme.
—No —dijo Everard—. Eso está descartado. Por dos razones. La primera la
norma que lo prohibe, que es razonable. Podrían hacer una excepción en
circunstancias diferentes, pero hay una segunda razón: eres Ciro. No van a
eliminar todo un futuro por salvar a un hombre.
¿Lo haría por el futuro de una mujer? No estoy seguro. Espero que no…
Cynthia no tendría por qué conocer los detalles. Sería mejor para ella no
conocerlos. Podría usar mi graduación de No asignado para mantener en secreto
la verdad para los escalafones inferiores y no decirle nada a ella excepto que
Keith murió irremediablemente en circunstancias que nos obligaron a cerrar ese
periodo al tráfico temporal. Le lloraría por un tiempo, claro, pero es demasiado
fuerte para llorar por siempre… Vale, es un truco sucio. Pero ¿no sería mejor a la
larga que dejarla venir aquí, a una posición servil, y compartir su hombre con al
menos una docena de princesas con las que la política le obligará a casarse? ¿No
sería mejor para ella romper por lo sano y empezar de nuevo, entre su propia
gente?
—Aja —dijo Denison—. He mencionado esa idea sólo para descartarla. Pero
debe de haber alguna otra forma. Mira, Manse, hace dieciséis años se daba una
situación de la que surgió todo lo demás, no por capricho humano sino por la pura
lógica de los acontecimientos. Supón que no me hubiese presentado. ¿No hubiese
encontrado Harpagus a un falso Ciro diferente? La identidad exacta del rey no
importa. Otro Ciro hubiese actuado de un modo diferente a mí en un millón de
detalles diarios. Eso sería natural. Pero si no era un idiota sin esperanza, si era una
persona razonablemente capaz, al menos concédeme que y o lo soy, entonces su
carrera sería igual a la mía en todo lo importante, lo que aparece en los libros de
historia. Lo sabes tan bien como y o. Excepto en los puntos cruciales, el tiempo
siempre regresa a su propia forma. Las pequeñas diferencias desaparecen en
días o años, por refuerzo negativo. Un refuerzo positivo sólo puede establecerse
en momentos clave y su efecto multiplicarse con el paso del tiempo en lugar de
desaparecer. ¡Tú lo sabes!
—Claro —dijo Everard—. Pero a juzgar por lo que cuentas, tu aparición en la
cueva fue crucial. Fue eso lo que metió la idea en la cabeza de Harpagus. Sin
ella, bien, no me cuesta imaginar la decadencia del Imperio medo, quizá víctima
de Lidia, o de Turan, porque los persas no hubiesen tenido el liderato por derecho
divino que precisaban… No. No me acercaría a la cueva en ese momento sin la
autorización de un daneliano.
Denison lo miró y levantó el cáliz, lo bajó y siguió mirando. Su rostro adoptó
la expresión de un extraño. Al final dijo, en voz baja:
—No quieres que regrese, ¿verdad?
Everard saltó del banco. Dejó caer la copa, que resonó en el suelo, el vino
corrió como la sangre.
—¡Calla! —gritó.
Denison asintió.
—Soy el rey —dijo—. Si levanto un dedo, esos guardias te cortarán en
trocitos.
—Buena forma de conseguir mi ay uda —gruñó Everard.
Denison agitó el cuerpo. Se sentó inmóvil un rato, antes de decir:
—Lo siento. No comprendes lo que me afecta… Oh, sí, sí, no ha sido una
mala vida. Ha tenido más color que la de la may oría, y eso de ser casi divino
acaba gustándote. Supongo que por eso avanzaré más allá del Jaxartes dentro de
trece años: porque no podré hacer otra cosa; con todos esos ojos de joven león
mirándome. Maldición, incluso puede que piense que mereció la pena.
Su expresión se torció en una sonrisa:
—Algunas de las chicas han sido increíbles. Y siempre está Cassandane. La
convertí en mi esposa principal porque en cierta forma me recordaba a Cy nthia.
Creo. Es difícil saberlo, después de tanto tiempo. El siglo XX no me es real. Y da
más satisfacción un buen caballo que un coche deportivo… y sé que lo que hago
aquí es valioso, algo que muchos no saben de sus propias vidas… Sí. Siento haber
gritado. Sé que me ay udarías si te atrevieses. Como no es así, no te culpo, y no
tienes que lamentarlo por mí.
—¡Deja eso! —gruñó Everard.
Se sentía como si tuviese engranajes en el cerebro, girando en el vacío. Sobre
la cabeza veía un techo pintado en el que un joven mataba a un toro, y el toro era
el Sol y el Hombre. Más allá de las columnas y las parras se paseaban guardias
con cotas de piel de dragón, con los arcos listos y los rostros como de madera
tallada. Podía entreverse el ala de harén del palacio, donde un centenar o un
millar de jóvenes se consideraban afortunadas por esperar el placer ocasional del
rey. Más allá de las murallas de la ciudad se encontraban los campos de labranza,
donde los campesinos sacrificaban a una Madre Tierra que era vieja en aquellos
parajes a la llegada de los arios, y que se remontaba a un oscuro pasado. Más
altas que las murallas flotaban las montañas, embrujadas por el lobo, el león, el
jabalí y el demonio. Era un lugar demasiado extraño. Everard se había
considerado inmune a lo extraño, pero ahora de pronto quería huir y ocultarse en
su propio siglo y con su propia gente, y olvidar.
Dijo con prudencia:
—Déjame consultar con algunos asociados. Podemos examinar en detalle
todo el periodo. Puede que hay a algún punto de inflexión que… No tengo
competencia para manejar esto solo, Keith. Déjame regresar al futuro y buscar
consejo. Si se nos ocurre algo volveremos a… esta misma noche.
—¿Dónde tienes el saltador? —preguntó Denison.
Everard movió una mano.
—En las colinas.
Denison se acarició la barba.
—No vas a decirme más, ¿eh? Bien, es un acierto. No estoy seguro de confiar
en mí mismo, si supiese dónde conseguir una máquina del tiempo.
—¡No pretendía insinuar eso! —gritó Everard.
—Oh, no importa. No nos peleemos por eso. —Denison suspiró—. Claro,
vuelve a casa y mira qué puedes hacer. ¿Quieres una escolta?
—Mejor no. No es necesario, ¿verdad?
—No. Hemos hecho que esta zona sea más segura que Central Park.
—No es decir mucho. —Everard alargó la mano—. Pero devuélveme mi
caballo. Odiaría perderlo: es un animal especial de la Patrulla, entrenado para
viajar en el tiempo. —Miró a los ojos al otro hombre—. Volveré. En persona. Sea
cual sea la decisión.
—Claro, Manse —dijo Denison.
Salieron juntos, pasaron por las diversas formalidades de notificar a los
guardias. Denison le indicó un dormitorio palaciego, donde le dijo que estaría
todas las noches durante una semana, como punto de encuentro. Y luego al fin
Everard besó los pies del rey, y cuando la presencia real se hubo ido, subió al
caballo y salió despacio por las puertas de palacio.
Se sentía vacío por dentro. Realmente no había nada que hacer; y había
prometido regresar e informar personalmente de esa sentencia al rey.
8
Más tarde, ese mismo día, se encontraba en las colinas, donde los cedros se
alzaban sobre riachuelos fríos y furiosos y el camino lateral que había tomado se
convertía en un sendero lleno de baches. Aunque era muy árido, en esa época
Irán todavía tenía bosques como aquél. El caballo pisaba cansado. Debería
encontrar la casa de algún pastor y pedir acomodo, simplemente para dejar
descansar al animal. Pero no, habría luna llena; podría caminar si debía hacerlo
y llegar al saltador antes de la salida del sol. No creía que pudiese dormir.
Pero un lugar de hierba crecida y marchita y bay as maduras parecía un
buen sitio para descansar. Tenía comida en las alforjas, un pellejo de vino y el
estómago vacío desde el amanecer. Viró la montura.
Entrevió algo. Muy lejos por el sendero, la luz del sol se reflejaba en una
nube de polvo. Se hacía más grande a medida que la miraba. Varios jinetes,
supuso, avanzando muy rápido. ¿Mensajeros del rey ? Pero ¿a esta zona? Empezó
a sentirse inquieto. Se puso el protector del casco, el casco encima, se colgó el
escudo del brazo y sacó la espada corta de la vaina. Sin duda el grupo se limitaría
a pasar a su lado, pero…
Ahora podía ver que eran ocho hombres. Llevaban buenos caballos y el que
iba más atrás traía un montón de monturas de refresco. Sin embargo los animales
estaban bastante agotados; el sudor corría a choros sobre los flancos pardos y
tenían las crines pegadas al cuello. Debía de haber sido una larga galopada. Los
jinetes iban vestidos con los habituales pantalones completos, camisa, botas, capa
y sombrero alto sin alas: no eran cortesanos ni soldados profesionales, pero
tampoco bandidos. Estaban armados con espadas, arcos y lazos.
De pronto Everard reconoció la barba gris del que iba en cabeza. Fue como
una explosión: ¡Harpagus!
Y por entre la confusión podía también ver, que incluso para ser antiguos
iraníes los que le seguían parecían bastante duros.
—Oh, oh —dijo Everard medio en voz alta—. La escuela ha terminado.
Se le conectó el cerebro. No había tiempo de tener miedo, sólo de pensar.
Harpagus no tenía otro motivo evidente para correr por las colinas que la captura
del griego Meandro. Claro, en una corte llena de espías y bocazas, Harpagus
habría descubierto en una hora que el rey había hablado con el extraño como un
igual en alguna lengua extranjera y que le había dejado ir al norte. Le llevaría al
quiliarca un poco más encontrar una excusa para abandonar el palacio, buscar a
sus matones personales y darle caza. ¿Por qué? Porque « Ciro» había aparecido
en su momento en aquellas tierras altas, cabalgando en un dispositivo que
Harpagus codiciaba. No era un tonto, y el medo seguramente nunca se había
sentido satisfecho con la historia que Keith le había contado. Parecía razonable
que algún día apareciera otro mago del país natal del rey, y esta vez Harpagus no
dejaría escapar el aparato con tanta facilidad.
Everard no esperó más. Sólo estaban a un centenar de metros. Podía ver
relucir los ojos del quiliarca bajo las cejas caídas. Puso al galope el caballo,
sacándolo del camino hacia el prado.
—¡Alto! —gritó tras él una voz que recordaba—. ¡Alto, griego!
Everard no obtuvo de su montura más que un trote cansado. Los cedros
proy ectaban sombras alargadas.
—¡Alto o disparamos!… ¡alto!… ¡disparad! ¡No a matar! ¡A la montura!
En el borde del bosque, Everard bajó de la silla. Oy ó un zumbido furibundo y
unos golpes. El caballo relinchó. Everard miró atrás; la pobre bestia estaba de
rodillas. ¡Por Dios, alguien iba a pagar por eso! Pero él era un solo hombre y
ellos ocho. Corrió bajo los árboles. Una flecha golpeó un tronco a su izquierda y
se hundió en él.
Corrió, agachado, zigzagueando en la penumbra perfumada. De vez en
cuando una rama baja le golpeaba la cara. Le hubiese venido bien más maleza,
para intentar alguna maniobra algonquina, pero al menos el suelo blando era
silencioso. Había perdido de vista a los persas. Casi instintivamente habían
intentado adelantarlo a caballo. El sonido de golpes e insultos le indicó lo mal que
había funcionado la estrategia.
Llegarían a pie en un minuto. Inclinó la cabeza. Un ligero susurró de agua…
Se movió en su dirección, por una cuesta llena de pedruscos. Sus perseguidores
no eran urbanitas indefensos, pensó. Estaba claro que alguno sería montañero,
con ojos para leer hasta el más mínimo rastro de su paso. Tenía que ocultar el
rastro; luego podría ocultarse hasta que Harpagus tuviese que regresar a las
labores de la corte. Le dolía respirar. Detrás de él se oían voces, una nota de
decisión, pero no conseguía entender lo que decían. Estaban demasiado lejos. Y
la sangre le resonaba con mucha fuerza en los oídos.
Si Harpagus había disparado al invitado del rey, estaba claro que Harpagus no
pretendía que el invitado pudiese informar al rey. El programa consistía en
capturarlo, torturarlo hasta que revelase dónde estaba la máquina y cómo
hacerla funcionar y, finalmente, la misericordia del acero. Judas —pensó
Everard por entre el clamor de sus propias venas—. He estropeado tanto esta
operación hasta ser un manual de cómo no comportarse como patrullero. Y lo
primero en la lista es: no pienses tanto en una chica que no te pertenece que
olvides las precauciones elementales.
Salió al borde de una ribera alta y húmeda. Por debajo corría un riachuelo
hacia el valle. Le habían visto llegar hasta allí, pero no sabrían dónde se metería
en el agua… ¿por dónde debía hacerlo?… al bajar sintió el barro frío y
resbaladizo sobre la piel. Mejor ir corriente arriba. Eso le llevaría más cerca del
saltador, y Harpagus podría considerar más probable que intentase regresar con
el rey.
La piedras le hirieron los pies y el agua calmó el dolor. Los árboles formaban
murallas en cada orilla, así que como techo tenía una franja delgada de un azul
que se oscureció momentáneamente. En lo alto flotaba un águila. El aire se hizo
más frío. Pero tuvo algo de suerte: el riachuelo se torcía como una serpiente en
delirio y pronto perdió de vista el punto de entrada. Recorreré un kilómetro o dos
—pensó—, y quizá encontraré una rama baja que pueda agarrar para no dejar un
rastro.
Pasaron los minutos despacio.
En cuanto llegue al saltador—pensó—, voy al futuro y pido ayuda a los jefes.
Sé muy bien que no van a dármela. ¿Por qué no sacrificar a un hombre para
asegurarse su propia existencia y de todo lo que querían? Por tanto, Keith está
atrapado aquí, dispone de trece años antes de que los bárbaros lo maten. Pero
Cynthia seguirá siendo joven dentro de trece años, y después de una pesadilla de
exilio tan larga y sabiendo que su hombre iba a morir, estaría apartada, sería una
extraña en una época prohibida, sola en la corte asustada del loco Cambises II…
No, tengo que ocultarle la verdad, mantenerla en casa haciéndole creer que Keith
está muerto. El mismo querría que así lo hiciese. Y después de un año o dos ella
volverá a ser feliz; yo podría enseñarle a ser feliz.
Había dejado de notar las rocas que le golpeaban los pies, el cuerpo que
luchaba y resistía o el fragor del agua. Pero luego viró en un recodo y vio a los
persas.
Eran dos, vadeando corriente abajo. Evidentemente su captura era lo
suficientemente importante para romper el prejuicio religioso contra el
envilecimiento de un río. Dos más caminaban arriba, moviéndose entre los
árboles de cada orilla. Uno de ellos era Harpagus. Las largas espadas salieron
con un silbido de las vainas.
—¡Alto! —gritó el quiliarca—. ¡Alto, griego! ¡Ríndete!
Everard se quedó inmóvil. El agua le corría por entre los tobillos. Los dos que
acudieron a cogerlo eran irreales allá abajo, en un pozo de sombras sus rostros
imprecisos, de forma que sólo veía las ropas blancas y un reflejo en las hojas
curvas. Lo comprendió de pronto: los perseguidores habían seguido su rastro
hasta el riachuelo. Así que se habían dividido, la mitad a cada dirección,
corriendo más rápido sobre tierra firme de lo que él podía moverse en el agua.
Llegados más allá de la distancia que él podía recorrer, habían deshecho el
camino, más lentos cuando estaban limitados por la corriente, pero bastante
seguros de su éxito.
—Cogedle vivo —recordó Harpagus—. Atadle si es necesario, pero cogedle
vivo.
Everard gruñó y se volvió hacia la orilla.
—Vale tío, tú lo has querido —dijo en inglés. Los dos hombres en el agua
gritaron y empezaron a correr. Uno tropezó y cay ó de cara. El hombre del lado
opuesto bajó en tobogán sobre la espalda.
El barro era resbaladizo. Everard hundió la parte baja del escudo en él y
subió. Harpagus se movió con frialdad para esperarlo. Al acercarse, la espada
del viejo noble silbó, atacando desde lo alto. Everard movió la cabeza y recibió el
golpe con el casco, que resonó. El filo resbaló y le cortó el hombro derecho, pero
no mucho. Sólo notó un pinchazo y luego estaba demasiado ocupado para sentir
nada.
No esperaba ganar. Pero haría que lo matasen y pagarían por el privilegio.
Llegó a la hierba y levantó el escudo justo a tiempo para protegerse los ojos.
Harpagus buscó las rodillas. Everard lo apartó con la espada corta. El sable del
medo silbó. Pero de cerca, un asiático ligeramente armado no tenía ninguna
oportunidad contra un hoplita, como la historia demostraría un par de
generaciones más tarde. Por Dios —pensó Everard—, si tuviese una coraza y
grebas, ¡quizá pudiese encargarme de los cuatro! Usaba el gran escudo con
habilidad, poniéndolo frente a cada golpe y ataque, y siempre conseguía casi
meterse bajo la espada larga de Harpagus y llegar al estómago.
El quiliarca sonrió tenso por entre las patillas grises trenzadas y se alejó.
Ganaba tiempo, claro. Tuvo éxito. Los otros tres hombres subieron la ribera,
gritaron y cargaron. Fue un ataque desordenado. Grandes luchadores
individualmente, los persas nunca desarrollaron la disciplina de grupo de Europa,
con lo que se derrotarían a sí mismos en Maratón y Gaugamela. Pero cuatro
contra uno sin armadura era muy fácil.
Everard se puso de espaldas a un tronco. El primer hombre se acercó
impaciente, con la espada golpeando el escudo griego. La espada de Everard
salió disparada de detrás del oblongo de bronce. Hubo una ligera pero pesada
resistencia. Conocía la sensación de otros días, retiró la espada y se hizo
rápidamente a un lado. El persa se sentó, derramando su vida. Se quejó una vez,
vio que era hombre muerto y levantó el rostro hacia el cielo.
Sus compañeros y a estaban con Everard, uno a cada lado. Las ramas bajas
hacían que el lazo fuese inútil; tendrían que batallar. El patrullero rechazó la hoja
izquierda con el escudo. Eso desprotegía las costillas, pero como sus oponentes
tenían órdenes de no matarlo, podía permitírselo. El hombre de la derecha intentó
dar a los tobillos de Everard. Everard saltó en el aire y la espada silbó bajo sus
pies. El de la izquierda atacó, apuntando bajo. Everard sintió un impacto romo y
vio el acero en la pantorrilla. Se liberó de un salto. Un ray o de la puesta de sol
penetró entre las agujas y tocó la sangre, volviéndola de un rojo imposible.
Everard sintió que la pierna cedía.
—Venga —gritó Harpagus, moviéndose a tres metros de distancia—.
¡Cortadlo en trozos!
Everard gritó sobre el borde del escudo:
—¡Una tarea que el chacal de vuestro líder no tiene el valor suficiente de
intentar por sí mismo, después de que y o lo obligase a retirarse con el rabo entre
las piernas!
Era algo calculado. El ataque se detuvo un instante. Se echó hacia delante.
—Si los persas deben ser perros de un medo —dijo con voz ronca—, ¿no
podéis elegir a un medo que sea un hombre, en lugar de a esta criatura que
traicionó a su rey y ahora huy e de un solo griego?
Incluso tan al oeste y tan en el pasado, un oriental no podía permitir que lo
avergonzaran de semejante forma. No es que Harpagus hubiese sido un cobarde;
Everard sabía que sus afirmaciones eran injustas. Pero el quiliarca escupió una
maldición y lo atacó. Everard tuvo un momento para entrever los ojos salvajes
hundidos en el rostro de nariz aguileña. Con torpeza se adelantó. Los dos persas
vacilaron un segundo más. Eso fue suficiente para que Everard y Harpagus se
encontrasen. La hoja del medo se levantó y cay ó, rebotó en el escudo y el casco
griego, y buscó por un lado cortar la pierna. Una túnica suelta ondeó blanca
frente a la vista de Everard. Bajó los hombros y metió la espada.
La retiró con un giro cruel y profesional que garantizaba una herida mortal,
dio una vuelta sobre el talón derecho y recibió un golpe en el escudo. Durante un
minuto él y el persa intercambiaron furia. Por el rabillo del ojo, vio que el otro
daba una vuelta para colocarse tras él. Bien, pensó de forma distante, había
matado al hombre peligroso para Cy nthia…
—¡Alto!
La orden fue una débil agitación en el aire, menos audible que la corriente
montañosa, pero los guerreros se retiraron y bajaron las armas. Incluso el persa
moribundo apartó los ojos del cielo.
Harpagus luchó por sentarse, en un charco de su propia sangre. La piel se le
había vuelto gris.
—No… alto —susurró—. Esperad. Aquí hay un propósito. Mitra no me
hubiese herido a menos que…
Hizo un gesto señorial. Everard dejó caer la espada, avanzó cojeando y se
arrodilló junto a Harpagus. El medo se recostó en sus brazos.
—Eres de la tierra natal del rey —dijo con voz áspera por entre la barba
ensangrentada—. No lo niegues. Pero ten claro… que Aurvagaush el hijo de
Khshay avarsha… no es un traidor. —La forma delgada se envaró, imperiosa,
como si ordenase a la muerte esperar—. Sabía que había poderes involucrados,
del cielo o el infierno, hoy no sé de dónde, en la llegada del rey. Los empleé, lo
empleé a él, no por mí, sino porque había jurado lealtad a mi propio rey,
Astiages, y él necesitaba un… un Ciro… para evitar que el reino se fragmentase.
Después, por su crueldad, Astiages perdió mi lealtad. Pero todavía era un medo.
Vi en Ciro la única esperanza, la mejor esperanza de Media. Porque también ha
sido un buen rey para nosotros… bajo su dominio sólo somos segundos tras los
persas… ¿Lo entiendes, tú que vienes del hogar del rey ? —Los ojos oscuros
giraron, intentando ver a Everard pero sin suficiente control—. Quería
capturarte… para robarte el ingenio y su uso, y luego matarte… sí… pero no
para ganar y o. Era por el reino. Temía que te llevases al rey a casa, como sé que
él desea. ¿Y qué sería de nosotros? Sé misericordioso, porque tú también debes
esperar misericordia.
—Lo haré —dijo Everard—. El rey permanecerá aquí.
—Está bien —suspiró Harpagus—. Creo que dices la verdad… no me atrevo
a creer otra cosa… Entonces, ¿he expiado mi culpa? —dijo con débil voz ansiosa
—. Por el asesinato que cometí por orden de mi viejo rey … al dejar un niño
indefenso sobre una montaña y verlo morir… ¿estoy perdonado, compatriota del
rey ? ¡Porque fue la muerte de ese príncipe… lo que llevó esta tierra tan cerca de
su destrucción… pero encontré otro Ciro! ¡Nos salvé a todos! ¿He sido
perdonado?
—Sí —dijo Everard, y se preguntó cuánta absolución tenía poder para dar.
Harpagus cerró los ojos.
—Entonces déjame —dijo, como el eco que se desvanecía de una orden.
Everard lo colocó sobre la tierra y se alejó. Los dos persas se arrodillaron al
lado de su amo para llevar a cabo ciertos ritos. El tercer hombre regresó a sus
propias contemplaciones. Everard se sentó bajo un árbol, arrancó una tira de tela
de su capa y se vendó las heridas. El corte de la pierna necesitaría atención. De
alguna forma debía llegar al saltador. No sería divertido, pero lo conseguiría y
entonces un doctor de la Patrulla le repararía en unas cuantas horas con la
ciencia médica de un futuro posterior a su época. Iría a la oficina de algún
entorno oscuro, porque harían demasiadas preguntas en el siglo XX.
Y no podía permitírselo. Si sus superiores supiesen lo que planeaba,
probablemente lo prohibirían.
La respuesta le había llegado, no como una revelación cegadora, sino como
la cansada conciencia del conocimiento que bien podía haber tenido en el
subconsciente desde hacía tiempo. Se recostó, para recuperar el aliento. Los otros
cuatro persas llegaron y les contaron lo sucedido. Ninguno de ellos hizo caso a
Everard, excepto por unas miradas donde el terror luchaba con el orgullo, y
realizaron gestos furtivos contra el mal. Levantaron al jefe muerto y a su
compañero moribundo y se los llevaron al bosque. La oscuridad se hizo más
intensa. En algún lugar ululó un búho.
9
El Gran Rey estaba sentado en la cama. Había oído un ruido más allá de las
cortinas.
Cassandane, la reina, se agitó imperceptiblemente. Una mano delicada le
tocó la cara.
—¿Qué es, sol de mi cielo? —preguntó.
—No lo sé. —Buscó a tientas la espada que siempre tenía bajo la almohada
—. Nada.
La palma se deslizó hasta el pecho.
—No, es mucho —susurró ella, agitada de pronto—. Tu corazón resuena
como un tambor de guerra.
—Quédate aquí. —Abrió las cortinas y salió.
La luz de la luna penetraba desde un cielo profundamente púrpura, por una
ventana arqueada que llegaba hasta el suelo. Se reflejaba casi cegadora en un
espejo de bronce. Notaba el aire frío sobre la piel desnuda.
Una cosa de metal oscuro, cuy o jinete sostenía por un manillar mientras
tocaba los controles, se deslizó como otra sombra. Aterrizó sin sonido sobre la
alfombra y el jinete bajó. Era un hombre grande con túnica y casco griego.
—Keith —dijo.
—¡Manse! —Denison avanzó hacia la luz de la luna—. ¡Has venido!
—No me digas —respondió Everard con sarcasmo—. ¿Crees que alguien nos
oirá? No creo que me hay an visto. Me he materializado directamente sobre el
tejado y flotado en antigravedad.
—Hay guardias justo al otro lado de la puerta —dijo Denison—, pero no
entrarán a menos que toque el gong o grite.
—Bien. Ponte algo de ropa.
Denison bajó la espada. Permaneció envarado un instante, luego sonrió.
—¿Has encontrado una forma?
—Quizá. Quizá. —Everard apartó la vista del otro hombre, tamborileó con los
dedos sobre el panel de control—. Mira, Keith —dijo al fin—. Tengo una idea que
podría funcionar. Necesitaré tu ay uda para ponerla en práctica. Si sale bien,
podrás volver a casa. La oficina central aceptará un fait accompli y no prestará
atención al incumplimiento de las reglas. Pero si sale mal, tendrás que regresar a
esta misma noche y vivir tu vida como Ciro. ¿Podrás hacerlo?
Denison se estremeció con algo más que un escalofrío. En voz muy baja dijo:
—Creo que sí.
—Yo soy más fuerte que tú —dijo Everard con brusquedad—, y tendré la
única arma. Si es necesario, te obligaré a venir aquí. Por favor, que no tenga que
ser así.
Denison inspiró profundamente.
—No será necesario.
—Entonces esperemos que las nornas cooperen. Vamos, vístete. Te lo
explicaré por el camino. Dale un beso de despedida a este año y confía en que no
sea « hasta luego» … porque si mi idea sale bien, ni tú ni nadie volverá a verlo.
Denison, que medio se había vuelto hacia la ropa tirada en una esquina para
que un esclavo la cambiase antes del amanecer, se detuvo.
—¿Qué? —preguntó.
—Vamos a intentar reescribir la historia —dijo Everard—. O quizá restaurar
la historia que estaba aquí en primer lugar. No lo sé. ¡Vamos, sube!
—Pero…
—¡Rápido, hombre, rápido! ¿No comprendes que he vuelto el mismo día en
que te dejé, que en estos momentos me estoy arrastrando por las montañas con
una pierna abierta, sólo para ahorrarte ese tiempo extra? ¡Muévete!
Denison tomó una decisión. Tenía el rostro entre tinieblas, pero habló en voz
baja y con claridad:
—Tengo un adiós personal que dar.
¿Qué?
—A Cassandane. Ha sido mi mujer, por Dios, ¡catorce años! Me ha dado tres
hijos y, en una ocasión, cuando los medos estaban a las puertas, ella guió a las
mujeres de Pasargada para animarnos y ganamos… Dame cinco minutos,
Manse.
—Vale, vale. Aunque necesitarás más de cinco minutos para enviar a un
eunuco a su habitación y …
—Está aquí.
Denison se perdió tras las cortinas.
Everard permaneció un momento anonadado.
Esperabas que viniese por ti esta noche —pensó—, y esperabas que pudiese
llevarte de nuevo con Cynthia. Así que mandaste llamar a Cassandane.
Y luego, cuando los dedos empezaban a dolerle de agarrar con tanta fuerza el
mango de la espada: Oh, cállate, Everard, granuja pagado de ti mismo y
petulante.
Al fin Denison regresó. No habló mientras se ponía la ropa y montaba en el
asiento trasero del saltador. Everard saltó en el espacio, una transición
instantánea; la habitación se desvaneció y la luz de la luna inundaba las colinas
allá abajo. Un viento frío corrió alrededor de los hombres en el cielo.
—Ahora a Ecbatana. —Everard encendió la luz del panel y ajustó los
controles según una nota garabateada en la libreta del piloto.
—Ec… Oh, ¿te refieres a Hagmatan? ¿La vieja capital meda? —Denison
sonaba asombrado—. Pero ahora no es más que una residencia de verano.
—Me refiero a Ecbatana hace treinta y seis años —dijo Everard.
—¿Eh?
—Mira, todos los historiadores científicos del futuro están convencidos de que
la historia de la infancia de Ciro, tal y como la relatan Heródoto y los persas, es
pura fábula. Bien, quizá siempre tuvieron razón. Quizá tus experiencias han sido
uno de esos pequeños fallos del espacio-tiempo que la Patrulla intenta eliminar.
—Comprendo —dijo Denison lentamente.
—Supongo que estuviste a menudo en la corte de Astiages cuando eras su
vasallo. Vale, me guiarás. Queremos al tipo a solas, preferiblemente de noche.
—Dieciséis años es mucho tiempo —dijo Denison.
—¿Mm?
—Si de todas formas intentas cambiar el pasado, ¿por qué usarme en ese
punto? Ven a mí cuando hay a sido Ciro sólo durante un año, lo suficiente para
estar familiarizado con Ecbatana pero…
—Lo siento, no. No me atrevo. Ya nos estamos moviendo muy de cerca. Dios
sabe qué bucle secundario en las líneas del tiempo podría producir algo así.
Incluso si saliese bien, la Patrulla nos enviaría a los dos al planeta de exilio por
arriesgarnos de esa forma.
—Bien… sí, te entiendo.
—Además —dijo Everard—, no eres de los que se suicidan. ¿Realmente
querrías que tu y o, en este instante, no existiese? Piensa durante un minuto lo que
eso implica exactamente.
Completó los ajustes. A su espalda Denison se estremeció.
—¡Mitra! —exclamó—. Tienes razón. No hablemos más de ello.
—Ahí vamos, entonces. —Everard pulsó el interruptor principal.
Flotó sobre una ciudad de planta desconocida. Aunque también era una noche
iluminada por la luna, la ciudad era una mancha oscura a los ojos. Metió la mano
en las alforjas.
—Toma —dijo—. Ponte este disfraz. Hice que los chicos del periodo medio
de Mohenjo-Daro lo ajustasen a mis especificaciones. La situación es tal que
ellos mismos a menudo necesitan este tipo de disfraz.
El aire silbó mientras el saltador iba hacia tierra. Denison pasó un brazo más
allá de Everard para señalar.
—Ése es el palacio. El dormitorio real está en el ala este…
Era un edificio más pesado y menos grácil que el sucesor persa en
Pasargada. Everard entrevió un par de toros alados blancos en el jardín de otoño,
heredados de los asirios. Comprendió que las ventanas que tenía enfrente eran
demasiado estrechas para entrar, soltó un juramento y se dirigió a la puerta más
cercana. Un par de guardias montados levantaron la vista, vieron lo que venía y
gritaron. Los caballos relincharon y los arrojaron al suelo. La máquina de
Everard destrozó la puerta. Un milagro más no iba a afectar a la historia,
especialmente cuando en esas cosas se creía tan devotamente como en las
píldoras de vitaminas en casa, y posiblemente con más razón. Las lámparas lo
guiaron por un pasillo donde los esclavos y guardias gemían de terror. En el
dormitorio real sacó la espada y golpeó con el pomo.
—Ocúpate tú, Keith —dijo—. Tú conoces la versión meda del ario.
—¡Abre, Astiages! —rugió Denison—. ¡Abre a los mensajeros de Ahura-
Mazda!
Para sorpresa de Everard, el hombre obedeció. Astiages era tan valiente
como su gente. Pero cuando el rey —una persona rechoncha de mediana edad y
rostro duro— vio dos seres de toga luminosa con halos en la cabeza y alas de luz
a la espalda, sentados sobre un trono de hierro que flotaba en el aire, se postró.
Everard oy ó a Denison rugir en el mejor estilo de predicador, usando un
dialecto que apenas podía entender:
—¡Oh, infame vasija de iniquidad, la ira del cielo ha caído sobre ti! ¿Creías
que tu menor pensamiento, aunque oculto en las tinieblas de donde nació, podía
quedar oculto al Ojo del Día? ¿Creías que el todopoderoso Ahura-Mazda
permitiría un acto tan terrible como el que tramas…?
Everard no escuchó. Se perdió en sus propios pensamientos: Harpagus se
encontraba probablemente en algún punto de esa misma ciudad, lleno de
juventud y todavía sin la carga de la culpa. Ahora y a no tendría que soportarla.
Nunca tendería a un bebé sobre una montaña y se apoy aría en su lanza mientras
lloraba, se estremecía y finalmente se quedaba quieto. En el futuro se rebelaría,
por sus propias razones, y se convertiría en el quiliarca de Ciro, pero no moriría
en los brazos de su enemigo en un bosque maldito; y a un cierto persa, cuy o
nombre Everard no conocía, también se le evitaría una espada griega y una lenta
caída en el vacío.
Pero el recuerdo de los dos hombres que maté esta impreso en las células de
mi cerebro: tengo una delgada cicatriz blanca en la pierna; Keith Denison tiene
cuarenta y siete años y ha aprendido a pensar como un rey.
—… Descubre, Astiages, que ese niño Ciro tiene el favor del cielo. Y el cielo
es misericordioso: se te ha advertido que si manchas tu alma con esa sangre
inocente, ese pecado nunca podrá ser lavado. ¡Permite que Ciro crezca en
Anzán, o arde por siempre con Ahriman! ¡Mitra ha hablado!
Astiages se arrastró dando golpes con la cabeza en el suelo.
—Vámonos —dijo Denison en inglés.
Everard saltó a las colinas persas, treinta y seis años en el futuro. La luz de la
luna caía sobre los cedros cerca de una carretera y una corriente. Hacía frío y
aullaba un lobo.
Hizo aterrizar el saltador, bajó y empezó a quitarse el disfraz. El rostro
barbudo de Denison salió de la máscara, con la extrañeza escrita en él.
—Me pregunto —dijo. Su voz casi se perdió en el silencio bajo las montañas
—. Me pregunto si no habremos asustado demasiado a Astiages. La historia
registra que le dio a Ciro tres años de lucha cuando los persas se rebelaron.
—Siempre podemos ir al comienzo de la guerra y darle una visión
animándole a resistir —dijo Everard, luchando por ser práctico; porque le
rodeaban los fantasmas—. Pero no creo que sea necesario. Apartará las manos
del príncipe, pero cuando un vasallo se rebele… bueno, estará tan enloquecido
como para dejar a un lado lo que para entonces le parecerá un sueño. Además,
sus propios nobles, con intereses medos, no le permitirían rendirse. Pero
comprobémoslo. ¿No encabeza el rey una procesión en el festival del solsticio de
invierno?
—Sí. Vamos. Rápido.
Y el sol ardía sobre ellos, en lo alto de Pasargada. Dejaron la máquina oculta
y caminaron a pie, dos viajeros más en la corriente que venía a celebrar el
nacimiento de Mitra. Por el camino, preguntaron qué había sucedido, explicando
que llevaban mucho tiempo fuera. Las respuestas fueron satisfactorias, incluso en
pequeños detalles que la memoria de Denison recordaba pero que las crónicas no
mencionaban.
Finalmente estaban de pie bajo un cielo azul escarcha, entre miles de
personas, y saludaron cuando Ciro el Grande pasó cabalgando con sus principales
cortesanos, Kobad, Creso y Harpagus, y le siguió el orgullo, la pompa y el
sacerdocio de Persia.
—Es más joven de lo que y o era —susurró Denison—. Tendría que serlo,
supongo. Y un poco más pequeño… un rostro completamente diferente, ¿no?…
pero valdrá.
—¿Quieres quedarte para la diversión? —preguntó Everard.
Denison se cerró la capa. El aire era frío.
—No —dijo—. Volvamos. Ha pasado mucho tiempo. Incluso si nunca
sucedió.
—Aja. —Everard se sentía más solemne de lo que debería sentirse un
rescatador victorioso—. Nunca sucedió.
10
Keith Denison salió del ascensor de un edificio en Nueva York. Se había
sentido vagamente sorprendido de no recordar su aspecto. Ni siquiera recordaba
el número de su apartamento, tuvo que comprobarlo en el directorio. Detalles,
detalles. Intentó dejar de temblar.
Cy nthia abrió la puerta cuando él iba a hacerlo.
—Keith —dijo ella, casi incrédula.
El no pudo encontrar más palabras que:
—Manse te advirtió sobre mí, ¿no? Dijo que lo haría.
—Sí. No importa. No comprendí que tu aspecto habría cambiado tanto. Pero
no importa. ¡Oh, querido!
Ella lo hizo entrar, cerró la puerta y se hundió en sus brazos.
Keith miró el apartamento. Había olvidado lo pequeño que era. Y nunca
había compartido el gusto de Cy nthia en decoración, aunque se había rendido.
El hábito de rendirse a una mujer, incluso de pedirle su opinión, sería algo que
tendría que aprender de nuevo. No le resultaría fácil.
Ella levantó un rostro húmedo para que él lo besara. ¿Era ése el aspecto de
Cy nthia? Pero no lo recordaba… no. Después de todo ese tiempo, él sólo
recordaba que ella era baja y rubia. Había vivido con ella unos cuantos meses;
Cassandane lo había llamado su estrella matutina, le había dado tres hijos y había
aguardado para hacer su voluntad durante catorce años.
—Oh, Keith, bienvenido a casa —dijo la vocecita aguda.
¡En casa! —pensó—. ¡Dios!
Las cascadas de Gibraltar
La base de la Patrulla del Tiempo sólo estaría allí durante el centenar de años
más o menos que duraría la afluencia. A lo largo ese periodo, poca gente, aparte
de los científicos y el personal de mantenimiento, se quedaría allí demasiado
tiempo. Por tanto era pequeña, un refugio y un par de edificios de servicio, casi
perdidos en la tierra.
Cinco millones de años y medio antes de su nacimiento, Tom Nomura
descubrió que el sur de Iberia era más empinado de lo que recordaba. Las
colinas trepaban abruptamente hacia el norte hasta convertirse en montañas
bajas que amurallaban el cielo, atravesadas por cañones en los que las sombras
eran azules. Era una región seca, con lluvias violentas pero breves en el invierno,
con ríos convertidos en arroy uelos o en nada cuando la hierba ardía en el verano.
Los árboles y los arbustos crecían muy apartados: espino, mimosa, acacia, pino,
áloe; alrededor del agua había palmeras, helechos, orquídeas.
Con todo, era rica en vida. Los halcones y los buitres siempre flotaban en el
cielo despejado. Manadas de rumiantes se entremezclaban; había ponis ray ados,
rinocerontes primitivos, antepasados de la jirafa con aspecto de okapi, en
ocasiones mastodontes —de fino pelo rojo, con grandes colmillos— o extraños
elefantes. Entre los depredadores y carroñeros se contaban los dientes de sable,
formas primarias de los grandes gatos, las hienas y los correteantes monos de
tierra que en ocasiones caminaban sobre sus patas traseras. Los hormigueros se
levantaban a casi dos metros sobre el suelo. Las marmotas silbaban.
Olía a heno, a quemado, mierda cocida y carne caliente. Cuando se
despertaba el viento, corría con fuerza, empujando y arrojando polvo y calor a
la cara. A menudo la tierra resonaba por las pisadas de los animales, los pájaros
clamaban y las bestias barritaban. Por la noche llegaba un frío súbito, y las
estrellas eran tantas que uno no distinguía las extrañas constelaciones.
Así habían sido las cosas hasta hacía poco. Y todavía no se había producido
ningún gran cambio. Pero había comenzado un siglo de trueno. Cuando
terminase, nada volvería a ser igual.
Manse Everard miró con los ojos entrecerrados a Tom Nomura y a Feliz a
Rach durante un breve momento antes de sonreír y decir:
—No, gracias, hoy me quedaré por aquí. Divertíos.
¿Había caído uno de los párpados del hombre alto, con nariz rota y algo
canoso en dirección a Nomura? Éste no podía estar seguro. Eran del mismo
entorno, del mismo país. Que Everard hubiese sido reclutado en Nueva York en
1954 y Nomura en San Francisco en 1972 no debería representar gran
diferencia. Los trastornos de esa generación no eran más que burbujas en
comparación con lo sucedido antes y lo que vendría después. Sin embargo,
Nomura acababa de salir de la Academia, con apenas veinticinco años de tiempo
vital a las espaldas. Everard no había dicho cuántos años sumaban sus propios
viajes por el tiempo; y, considerando el tratamiento de longevidad que la Patrulla
ofrecía a sus miembros, era imposible adivinarlo. Nomura sospechaba que el
agente No asignado había visto suficiente existencia como para haberse
convertido en más extraño para él que Feliz, que había nacido a dos milenios de
ambos.
—Muy bien, empecemos —dijo ella. Por cortante que fuese, Nomura
pensaba que su voz convertía el temporal en música.
Salieron del porche y atravesaron el patio. Un par de patrulleros los
saludaron, con un placer dirigido a ella. Nomura estaba de acuerdo. La mujer
era joven y alta, la fuerza de sus rasgos quedaba suavizada por unos grandes ojos
verdes, y tenía la boca grande y un pelo castaño que relucía a pesar de llevarlo
cortado a la altura de las orejas. El habitual mono gris y las botas resistentes no
podían ocultar su figura y la agilidad de su paso.
Nomura sabía que él mismo no era mal parecido —un cuerpo ancho pero
flexible, rasgos regulares de altos pómulos, piel bronceada— pero ella hacía que
se sintiese soso.
También por dentro —pensó él—. ¿Cómo se las arregla un patrullero novato, ni
siquiera asignado a labores policiales, sino un simple naturalista, para decirle a
una aristócrata del Primer Matriarcado que se ha enamorado de ella?
El ruido que siempre llenaba el aire, esos kilómetros de distancia de las
cataratas, a él le sonaba como un coro. ¿Era su imaginación, o realmente sentía
un interminable estremecimiento por el suelo hasta sus huesos?
Feliz abrió un cobertizo. En su interior había varios saltadores, que se
asemejaban vagamente a motocicletas de dos asientos sin ruedas, propulsados
por antigravedad y capaces de saltar varios miles de años (ellos y sus actuales
jinetes habían sido transportados hasta allí por transbordadores de carga). El de
ella estaba cargado de equipos de grabación. Él no había conseguido convencerla
de que estaba cargado en exceso y sabía que nunca le perdonaría que se lo
advirtiera a alguien de fuera. Su invitación a Everard —el oficial de may or rango
disponible, aunque allí estaba sólo de vacaciones—, para que se uniese a ellos,
había sido realizada con la vaga esperanza de que Everard viese la carga y le
ordenase permitir que su asistente llevase una parte.
Ella saltó a la silla.
—¡Vamos! —dijo—. La mañana avanza.
Nomura montó en su vehículo y tocó los controles. Los dos se deslizaron
hacia el exterior y hacia lo alto. A la altura de un águila, recuperaron la horizontal
y se dirigieron al sur, donde el río Océano vertía a la Mitad de la Tierra.
El suelo del Mediterráneo se encontraba a 3.000 metros por debajo del nivel
del mar. El flujo caía por un estrecho de 80 km. de ancho. Su volumen
representaba unos 40.000 km 3 al año, un centenar de cataratas Victoria o un
millar de Niágaras.
Hasta ahí las estadísticas. La realidad era un estruendo de agua blanca,
cubierta de espuma, capaz de agitar la tierra y estremecer montañas. Los
hombres podían ver, oír, sentir, oler y saborear el espectáculo; no podían
imaginarlo.
Donde el canal se ensanchaba, el flujo se suavizaba, hasta correr verde y
negro. Después la neblina se desvanecía y aparecían las islas, como barcos que
produjesen enormes estelas; y la vida podía de nuevo crecer o llegar a la orilla.
Pero la may oría de esas islas desaparecerían por la erosión antes de que
terminase el siglo, y la may or parte de esa vida perecería debido a los cambios
climáticos. Porque ese acontecimiento llevaría al planeta del Mioceno al
Plioceno.
Al avanzar volando, Nomura no oía menos ruido, sino más. Aunque allí la
corriente era más tranquila, se movía hacia un clamor bajo que se incrementaba
hasta que el cielo era un infierno bronco. Reconoció una cabeza de tierra cuy o
resto gastado llevaría algún día el nombre de Gibraltar. No muy lejos, una
catarata de 30 km. de ancho producía casi la mitad de toda el agua que entraba.
Con terrible facilidad, las aguas saltaban ese obstáculo. Eran de un verde
cristalino sobre los acantilados oscuros y el ocre profundo de los continentes, La
luz encendía sus cumbres. Al fondo, otro banco de nubes se desplazaba blanco
por entre los vientos sin fin. Más allá había una hoja azul, un lago cuy os ríos
grababan cañones, sobre el centelleo alcalino, el polvo del diablo y el
estremecimiento de espejismos de una tierra horno que convertirían en un mar.
Feliz volvió a detener su volador. Nomura se situó a su lado. Estaban a gran
altitud; el aire corría frío a su alrededor.
—Hoy —le dijo ella— quiero intentar conseguir una impresión del tamaño.
Me acercaré a la parte alta, grabando mientras me muevo, y luego hacia abajo.
—No demasiado cerca —le advirtió él.
Ella mostró su desagrado.
—Eso lo juzgaré y o.
—Bueno, y o… no intentaba darte órdenes ni nada parecido. —Mejor que no
lo haga. Yo, un plebeyo y un hombre. Hazlo por mi, por favor… —Nomura se
estremeció al oír sus propias palabras torpes—. Ten cuidado, ¿sí? Es decir, para
mí eres importante.
La sonrisa de Feliz le dio ánimos. Ella se inclinó en el arnés de seguridad para
cogerle la mano.
—Gracias, Tom. —Después de un momento se puso seria—: Los hombres
como tú me hacen comprender lo equivocada que estaba la época de la que
vengo.
Ella a menudo le hablaba con amabilidad: de hecho, casi siempre. Si hubiese
sido una militante estridente, la belleza no le hubiese mantenido despierto por las
noches. Se preguntó si no habría empezado a amarla cuando se dio cuenta del
cuidado que ponía en tratarlo como a un igual. No era fácil para ella, casi tan
novata en la Patrulla como él… no más fácil de lo que era para hombres de otras
épocas creer, en el interior, donde importaba, que ella tenía sus mismas
capacidades y que estaba bien que las usase hasta el límite.
Ella no pudo permanecer solemne.
—¡Vamos! —gritó—. ¡Date prisa! ¡Esa caída recta no va a durar veinte años
más!
Su máquina salió disparada. Nomura se bajó la visera del casco y salió tras
ella cargado con las cintas, baterías y otros elementos auxiliares. Ten cuidado —
le suplicó—, oh, ten cuidado, querida.
Ella se había adelantado mucho. La vio como un cometa, una libélula, toda
rapidez y hermosura, dibujada sobre un precipicio marino de kilómetros de
altura. El ruido creció en él hasta que no hubo nada más, hasta que su cráneo
estuvo lleno del juicio Final.
A varios metros del suelo, ella desvió el saltador hacia la sima. Tenía la
cabeza enterrada en una caja llena de indicadores y con las manos trabajaba en
los ajustes; guiaba el saltador con las rodillas. Las salpicaduras empezaron a
empañar el protector de Nomura. Activó el limpiador.
La turbulencia lo agarró; siguió dando bandazos. Los oídos, protegidos contra
el sonido pero no contra los cambios de presión, le dolían. Estaba bastante cerca
de Feliz cuando el vehículo de ella se volvió loco. Lo vio dar vueltas, lo vio
golpear la inmensidad verde, vio cómo la tragaba. No podía oírse gritar por entre
el estruendo.
Le dio al control de velocidad, y corrió tras ella. ¿Fue el instinto ciego lo que
le hizo dar la vuelta, pocos centímetros antes de que el torrente se lo tragase? No
la veía. Sólo quedaba el muro de agua, las nubes por debajo y la inmisericorde
calma azul del cielo, el ruido que le agitaba la mandíbula y lo destrozaba, el frío,
la humedad, la sal en la boca que sabía a lágrimas.
Fue a buscar ay uda.
Auprés de ma blonde
Qu'il fait bon, fait bon, fait bon,
Auprés de ma blonde
Qu'il fait bon dormir!
El viento era suave, el mar azotaba una larga play a blanca y las nubes
paseaban en lo alto del cielo.
—No puedo decir que te lo reproche, Van. —Everard daba vueltas alrededor
del escúter y miraba al suelo—. Pero esto complica las cosas.
—¿Qué se suponía que debía hacer? —preguntó el otro hombre con cierto
resquemor—. ¿Dejarla para que aquellos bastardos la matasen… o para que
desapareciese con todo su universo?
—Recuerda, estamos condicionados. Sin autorización no podríamos decirle la
verdad ni aunque quisiésemos. Y y o, para empezar, no quiero.
Everard miró a la chica. Ella respiraba profundamente, pero con alegría en
los ojos. El viento le agitaba el cabello y el largo vestido fino.
Agitó la cabeza como para aclararla de pesadillas, corrió y le agarró las
manos.
—Perdóname, Manslach —dijo entrecortada—. Debí haber sabido que no
nos traicionarías.
Besó a los dos. Van Sarawak respondió con la intensidad esperada, pero
Everard no pudo hacerlo. Hubiese recordado a Judas.
—¿Dónde estamos? —dijo ella—. Casi parece Llagollen, pero sin habitantes.
¿Nos has llevado a las Islas de la Felicidad? —Giró sobre un pie y bailó entre las
flores de verano—. ¿Podemos descansar un poco antes de volver a casa?
Everard inspiró profundamente.
—Tengo malas noticias para ti, Deirdre —dijo.
Ella calló y el hombre vio cómo recobraba la compostura.
—No podemos volver.
Ella esperó en silencio.
—Los… los hechizos que tuve que usar para salvar nuestras vidas… no tuve
elección. Pero esos hechizos nos impiden volver a casa.
—¿No hay esperanza? —Apenas logró oírla. Le ardían los ojos.
—No —dijo.
Ella se dio la vuelta y se alejó. Van Sarawak se movió para seguirla, pero se
lo pensó mejor y se sentó al lado de Everard.—¿Qué le has dicho? —preguntó.
Everard repitió sus palabras.
—Parece el mejor arreglo —dijo al final—. No puedo enviarla de vuelta a lo
que le espera a este mundo.
—No. —Van Sarawak permaneció en silencio un momento, mirando al mar.
Luego dijo—: ¿Qué año es éste? ¿Más o menos la época de Cristo? Entonces
todavía estamos en el futuro del punto de cambio.
—Sí. Y todavía tenemos que descubrir qué fue.
—Volvamos a una oficina de la Patrulla en el pasado lejano. Allí podremos
obtener ay uda.
—Quizá. —Everard se tendió sobre la hierba y miró al cielo. La reacción le
anonadaba—. Pero creo que puedo localizar la clave aquí mismo, con ay uda de
Deirdre. Despiértame cuando regrese.
Ella volvió con los ojos secos, aunque se notaba que había llorado. Cuando
Everard le preguntó si lo ay udaría en su misión, ella asintió:
—Claro. Mi vida te pertenece por haberla salvado.
Después de meterte en este lío. Everard dijo con cuidado:
—Todo lo que quiero de ti es un poco de información. ¿Conoces el método…
de hacer que la gente duerma, en un sueño en que creen cualquier cosa que se
les diga?
Ella asintió voluntariosa.
—He visto hacerlo a los druidas médicos.
—No te haré daño. Sólo deseo hacerte dormir para que recuerdes todo lo que
sabes, cosas que crees haber olvidado. No llevará mucho tiempo.
La confianza de Deirdre le era difícil de soportar. Empleando técnicas de la
Patrulla, la colocó en un estado hipnótico de memoria total y sacó a la luz todo lo
que ella había oído o leído sobre la segunda guerra púnica. Resultó ser suficiente
para sus propósitos.
Las interferencias romanas con las actividades cartaginesas al sur del Ebro,
una violación flagrante de los tratados, había sido la gota que colmó el vaso. En el
219 a.C. Aníbal Barca, gobernador de la España cartaginesa, sitió Sagunto.
Después de ocho meses la conquistó, y así provocó su largo tiempo planeada
guerra con Roma. A principios de may o del 218 cruzó los Pirineos con 90.000
soldados de infantería, 12.000 de caballería y 37 elefantes, marchó por la Galia y
atravesó los Alpes. Las pérdidas en ruta fueron terribles: sólo 20.000 soldados y
6.000 caballos llegaron a Italia a finales de ese año. Sin embargo, cerca del río
Tesino, encontró y derrotó una fuerza romana superior. Durante el año siguiente,
luchó en varias batallas victoriosas y avanzó hacia Apulia y Campania.
Los apulios, lucanios, brutios y samnitas se pusieron de su lado. Quinto Fabio
Máximo luchó en una terrible guerra de guerrillas que destrozó Italia y nada
decidió. Pero mientras tanto, Asdrúbal Barca organizaba España, y en el 211
llegó con refuerzos. En el 210, Aníbal asedió y quemó Roma, y para el 207 las
últimas ciudades de la confederación se le habían rendido.
—Eso es. —Dijo Everard. Acarició el pelo cobrizo de la muchacha que y acía
a su lado—. Duerme ahora. Duerme bien y despierta feliz.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Van Sarawak.
—Muchos detalles —respondió Everard. La historia completa había durado
más de una hora—. Lo importante es esto: su conocimiento de la época es bueno,
pero no ha nombrado a los Escipiones.
—¿Quiénes?
—Publio Cornelio Escipión comandó el ejército romano en Tesino. Allí fue
derrotado, en nuestro mundo. Pero más tarde tuvo la inteligencia de ir hacia el
oeste y roer la base cartaginesa en España. El final fue que Aníbal,
efectivamente, quedó aislado en Italia, y la poca ay uda que Iberia pudo enviarle
fue aniquilada. El hijo de Escipión, del mismo nombre, también tuvo un mando
importante, y fue el hombre que finalmente derrotó a Aníbal en Zama; ése fue
Escipión el Africano.
» Padre e hijo fueron con diferencia los mejores líderes de Roma. Pero
Deirdre no los ha nombrado.
—Por tanto… —Van Sarawak miró al mar, hacia el este, donde galos,
cimbrios y partos corrían a sus anchas por el mundo clásico destrozado—. ¿Qué
les sucedió en esta línea temporal?
—Mi memoria perfecta me indica que los dos Escipiones se encontraban en
Tesino y que casi murieron allí. El hijo salvó la vida del padre durante la retirada,
que me imagino más como una estampida. Uno a diez a que en esta historia los
Escipiones murieron en Tesino.
—Alguien debe haberlos eliminado —dijo Van Sarawak. Su voz se hizo más
tensa—. Algún viajero temporal. Sólo puede haber sido eso.
—Bien, en todo caso parece probable. Ya veremos. —Everard apartó la vista
del rostro somnoliento de Deirdre—. Veremos.
8
En el refugio del Pleistoceno —media hora después de haberlo abandonado
para ir a Nueva York— los patrulleros pusieron a una amable matrona que
hablaba griego al cuidado de la muchacha y convocaron a sus colegas. Después
las cápsulas de mensajes empezaron a saltar por el espacio-tiempo.
Todas las oficinas anteriores al 218 a.C. —la más cercana era Alejandría 250
—230— todavía « seguían» en su sitio, con unos doscientos agentes en total. Se
demostró que el contacto escrito con el futuro era imposible, y algunos cortos
saltos al futuro confirmaron la prueba. En la Academia, en el periodo Oligoceno,
se celebró una preocupada conferencia. Los agentes No asignados superaban en
rango a los que tenían un destino fijo, pero a ningún otro; dada su experiencia,
Everard se encontró como presidente de un comité de oficiales de alto rango.
Era un trabajo fustrante. Aquellos hombres y mujeres habían saltado por los
siglos y habían manejado las armas de los dioses. Pero seguían siendo humanos,
con toda la tozudez grabada en la especie.
Todos estaban de acuerdo en que era preciso reparar el daño. Pero había
temor por aquellos agentes que habían ido al futuro antes de ser advertidos, como
era el caso del propio Everard. Si no estaban de vuelta cuando la historia fuese
realterada, no los volverían a ver. Everard envió equipos para intentar rescatarlos,
pero dudaba que tuviesen mucho éxito. Les advirtió con seriedad que regresasen
en un día de tiempo local, o que se atuvieran a las consecuencias.
Un hombre del Renacimiento Científico tenía otra opinión. Vale, el deber
claro de los supervivientes era restaurar la línea temporal « original» . Pero
tenían también un deber para con el conocimiento. Se les ofrecía la oportunidad
única de estudiar toda una nueva fase de la humanidad. Antes habría que realizar
varios años de investigación antropológica… Everard lo hizo callar con dificultad.
No quedaban suficientes patrulleros como para aceptar el riesgo.
Los grupos de estudio debían determinar el momento exacto y las
circunstancias del cambio. Inmediatamente se inició la discusión sobre los
métodos. Everard miró por la ventana, hacia la noche prehumana, y se preguntó
si después de todo a los tigres dientes de sable no les iría mejor que a sus
sucesores simios.
Cuando finalmente consiguió enviar a los distintos grupos, abrió una botella y
se emborrachó con Van Sarawak.
Reunido al día siguiente, el comité de dirección escuchó a los enviados que
habían recorrido los años del futuro. Una docena de patrulleros habían sido
rescatados de situaciones más o menos ignominiosas; otra veintena tendría que
darse por perdida. El informe del grupo de espionaje fue mucho más interesante.
Parecía que dos mercenarios helvéticos se habían unido a Aníbal en los Alpes y
se habían ganado su confianza. Después de la guerra, habían ocupado una alta
posición en Cartago. Phrontes e Himilco, que era como se llamaban,
prácticamente se habían echo cargo del gobierno, habían planeado el asesinato
de Aníbal y establecido nuevos récords de vida disipada. Uno de los patrulleros
había visto su hogar y a los hombres.
—Muchas mejoras en las que nadie había pensando en los tiempos clásicos.
Los tipos me han parecido neldorianos, milenio doscientos cinco.
Everard asintió. Se trataba de una época de bandidos que « y a» habían dado
mucho trabajo a la Patrulla.
—Creo que hemos determinado la cuestión —dijo—. No plantea ninguna
diferencia si estaban con Aníbal antes de Tesino o no. Tendríamos muchos
problemas para arrestarlos en los Alpes sin provocar tal alboroto que nosotros
mismos cambiaríamos el futuro. Lo que cuenta es que parecen haber eliminado
a los Escipiones, y es en ese punto donde tendremos que intervenir.
Un británico del siglo XIX, competente pero con influencias del coronel
Blimp, extendió un mapa y habló sobre sus observaciones aéreas de la batalla.
Había empleado un telescopio de infrarrojos para mirar a través de las nubes.
—Y aquí se encontraban los romanos…
—Lo sé —dijo Everard—. Una situación complicada. El momento en que
empiezan a retirarse es el crítico, pero la confusión también nos da una
oportunidad a nosotros. Bien, tendremos que rodear el campo de batalla sin que
se note, pero no creo que salgamos bien parados con más de dos agentes
realmente en la escena. Los malos van a estar en alerta, buscando posibles
contramedidas. La oficina de Alejandría nos puede proporcionar a Van y a mí
los trajes adecuados.
—Pero —exclamó el inglés—. Creía que y o tendría el privilegio…
—No. Lo siento. —Everard sonrió con las comisuras—. Y tampoco es un
privilegio. Sólo es arriesgar el cuello para negar un mundo lleno de gente como
nosotros.
—Pero maldición…
Everard se puso en pie.
—Tengo que ir —dijo con severidad—. No sé por qué, pero tengo que ir.
Van Sarawak asintió.
Dejaron el escúter en un grupo de árboles y atravesaron el campo.
Sobre el horizonte y en el cielo esperaban un centenar de patrulleros, pero
aquello era poco consuelo entre lanzas y flechas. Nubes bajas corrían
apresuradas frente a un viento silbante; llovía un poco; la soleada Italia disfrutaba
de su tardío otoño.
A Everard la coraza le resultaba pesada sobre los hombros mientras recorría
el barro mezclado con sangre. Llevaba casco, grebas, un escudo romano en el
brazo izquierdo y una espada al cinto; pero con la mano derecha sostenía un
aturdidor. Van Sarawak daba zancadas detrás de él, equipado de forma similar y
moviendo los ojos bajo la pluma de oficial agitada por el viento.
Las trompetas atronaban y resonaban los tambores. Todo se perdía entre los
gritos de los hombres y los golpes de los pies, los chillidos de los caballos sin
jinete y el silbido de las flechas. Sólo unos cuantos capitanes y exploradores
seguían montados; como sucedía a menudo antes de la invención del estribo, lo
que empezaba como una batalla de caballería se convertía en una batalla a pie
cuando los lanceros caían de sus monturas. Los cartagineses empujaban,
golpeando el metal afilado contra las torcidas líneas romanas. Aquí y allá el
conflicto y a se dividía en pequeños grupos, donde los hombres maldecían y
cortaban a extraños.
El combate y a había atravesado aquella área. Alrededor de Everard se
encontraba la muerte. Se apresuró tras las tropas romanas, hacia el distante brillo
de las águilas. Por entre cascos y cadáveres, distinguió una enseña que flameaba
triunfante en rojo y púrpura. Y allí, alzándose monstruosos frente al cielo gris,
levantaban las trompas y bramaban una manada de elefantes.
La guerra siempre había sido igual: en absoluto líneas ordenadas sobre un
mapa, nada de galantería chillona, sino hombres que perdían el aliento, sudaban
y sangraban perplejos.
Un joven delgado de rostro oscuro pasó a su lado, intentando sin fuerzas
sacarse la jabalina que le había atravesado el estómago. Era un lancero de
Cartago, pero el fornido italiano que estaba sentado a su lado, que miraba
incrédulo el muñón de su brazo, no le prestó atención.
Una bandada de cuervos flotaba en el cielo, cabalgando el aire y esperando.
—Por aquí —dijo Everard—. ¡Apresúrate, por Dios! Esa línea va a romperse
en cualquier momento.
Sintió el aliento irregular en la garganta mientras se acercaba al estandarte de
la República. Recordó que siempre había deseado que Aníbal ganase. Había algo
repelente en la avaricia fría y falta de imaginación de Roma. Y allí estaba,
intentando salvar la ciudad. La vida resultaba una extraña ocupación.
Era un consuelo que Escipión el Africano fuese uno de los pocos hombres
honrados que quedaron después de la guerra.
Cesaron los aullidos y el clamor, y los italianos se retiraron. Everard vio algo
similar a una ola que chocase contra una roca. Pero era la roca la que avanzaba,
gritando y clavando, clavando.
Empezó a correr. Un legionario pasó a su lado, aullando de pánico. Un
enorme veterano romano escupió al suelo, clavó los pies y permaneció donde
estaba hasta que lo mataron. Los elefantes de Aníbal barritaban y andaban a
ciegas. Las líneas cartaginesas se mantenían, avanzando y siguiendo el inhumano
pulso de los tambores.
¡Vista arriba, ahora! Everard vio hombres a caballo, oficiales romanos.
Sostenían las águilas en alto y lanzaban gritos, pero nadie podía oírlo en aquella
confusión.
Pasó un pequeño grupo de legionarios. Su líder ordenó a los patrulleros:
—¡Por aquí! ¡Les daremos una lección, por el vientre de Venus!
Everard negó con la cabeza y continuó. El romano gruñó y saltó hacia él.
—Ven aquí, cobarde… —Un ray o aturdidor cortó sus palabras. Cay ó sobre la
porquería. Sus hombres se estremecieron, alguien gimió y el grupo se dio a la
fuga.
Los cartagineses estaban muy cerca, escudo con escudo y las espadas rojas.
Everard veía claramente una cicatriz en la mejilla de un hombre, la gran nariz
aquilina de otro. Una lanza resonó sobre su casco. Bajó la cabeza y corrió.
El combate se encontraba frente a él. Intentó dar un rodeo y tropezó con un
cadáver destrozado. A su vez un romano chocó con él. Van Sarawak lanzó una
maldición y lo ay udó a liberarse. Una espada surcó el brazo del venusiano.
Delante de ellos, los hombres de Escipión estaban rodeados y luchaban sin
esperanza. Everard se detuvo, llenó los ansiosos pulmones de aire y miró la fina
lluvia. Las armaduras relucían por la humedad mientras se acercaban los jinetes
de Roma, con barro hasta los belfos de sus monturas. Aquél debía de ser el hijo,
Escipión el Africano, apresurándose a rescatar a su padre. Los cascos resonaron
como truenos sobre la Tierra.
Van Sarawak gritó y señaló. Everard se acurrucó donde estaba con la lluvia
corriéndole por casco y cara. Desde la otra dirección, un grupo de cartagineses
cabalgaba hacia la batalla alrededor de las águilas. Y a su cabeza iban dos
hombres altos con los rasgos marcados de Neldor. Vestían armadura militar, pero
en la mano cada uno empuñaba un arma de tambor fino.
—¡Por aquí! —Everard giró sobre los talones y corrió hacia ellos. El cuero de
la coraza crujía al correr.
Los patrulleros estuvieron cerca de los cartagineses antes de que los viesen.
Luego un jinete dio aviso. ¡Dos romanos locos! Everard vio cómo reía entre la
barba. Uno de los neldorianos levantó su rifle.
Everard se echó de bruces. El terrible ray o azul blanquecino pasó silbando
por donde había estado. Disparó a su vez, y uno de los caballos africanos cay ó
con un estruendo de metal. Van Sarawak se mantuvo en pie y disparó con
firmeza. Dos, tres, cuatro… ¡y allí caía un neldoriano, al barro!
Los hombres se golpeaban unos a otros alrededor de los Escipiones. La
escolta de los neldorianos gritó de terror. Debían de haber visto demostraciones
de las armas de ray os, pero aquellos golpes invisibles debían de ser algo
completamente diferente. Escaparon. El segundo bandido consiguió controlar su
caballo y se volvió para seguirlos.
—Ocúpate del que derribaste, Van —dijo Everard con voz entrecortada—.
Sácalo del campo de batalla… habrá que interrogarle… —El mismo se puso en
pie y fue hacia un caballo sin jinete. Estaba subido a la silla y corría hacia el
neldoriano antes de ser completamente consciente de lo que hacía.
Tras él, Publio Cornelio Escipión y su hijo se liberaban peleando y se unían al
ejército en retirada.
Everard corrió por entre el caos. Azuzó a su montura, pero se contentaba con
perseguir. Cuando y a nadie los viese, un escúter bajaría y le facilitaría el trabajo.
La misma idea debía de habérsele ocurrido al saqueador del tiempo. Refrenó
su montura y apuntó. Everard vio el fogonazo cegador y sintió en la mejilla el
pinchazo de un fallo por un pelo. Ajustó su propia pistola a un ray o amplio y
continuó la persecución, disparando.
Otro disparo dio a su caballo justo en el pecho. El animal cay ó y Everard
saltó de la silla. Los reflejos entrenados amortiguaron la caída. Saltó en pie y
corrió hacia el enemigo, sin tiempo para buscar el aturdidor, que había
desaparecido, caído en el barro. No importaba, podía recuperarlo más tarde, si
sobrevivía. El ray o ancho había dado en el blanco, aunque no era lo
suficientemente potente como para derribar a un hombre, pero el neldoriano
había dejado caer el ray o y el caballo se tambaleaba con los ojos cerrados.
La lluvia golpeaba el rostro de Everard. Se acercó a la bestia. El neldoriano
saltó a tierra y sacó una espada. Everard hizo lo mismo con la suy a.
—Como desees —dijo en latín—. Uno de nosotros no abandonará este campo
de batalla.
9
La luna se elevaba sobre las montañas y aportaba a la nieve un brillo
renovado. Muy lejos, al norte, un glaciar reflejaba la luz y un lobo aullaba. Los
cromagnon cantaban en sus cuevas. El sonido llegaba apagado al porche.
Deirdre se encontraba de pie en la oscuridad, mirando al exterior. La luz de
luna le moteaba el rostro y se reflejaba en sus lágrimas. Se asustó cuando
Everard y Van Sarawak se acercaron por detrás.
—¿Habéis vuelto tan pronto? —preguntó—. Me habéis dejado aquí esta
misma mañana.
—No hemos necesitado mucho tiempo —dijo Van Sarawak. Había recibido
entrenamiento hipnótico en griego ático.
—Espero… —Intentó sonreír—. Espero que hay áis completado vuestra tarea
y que podáis descansar.
—Sí —dijo Everard—, hemos terminado.
Permanecieron uno a cada lado un momento, mirando el mundo del invierno.
—¿Es cierto lo que dijisteis, que nunca podré volver a casa? —preguntó
Deirdre con suavidad.
—Me temo que así es. Los hechizos… —Everard intercambió una mirada
con Van Sarawak.
Tenían permiso oficial para contarle a la muchacha todo lo que deseasen y
para llevarla a donde pensasen que podía vivir mejor. Van Sarawak sostenía que
ese lugar sería el Venus de su siglo y Everard estaba demasiado cansado para
discutírselo. Deirdre respiró profundamente.
—Que así sea —dijo—. No malgastaré la vida lamentándome. Pero que Baal
me conceda que a mi gente les vay a bien.
—Seguro que así será —dijo Everard.
De pronto no podía hacer más. Sólo quería dormir. Que Van Sarawak dijese lo
que tenía que decir, y que recogiese cualquier posible recompensa.
Hizo un gesto a su compañero.
—Voy a entrar —declaró—. Sigue tú, Van.
El venusiano agarró a la muchacha por el brazo. Everard regresó despacio a
su habitación.
Marfil y monas y pavos reales
Mientras Salomón reinaba en toda su gloria y el templo se encontraba en
construcción, Manse Everard llegó a Tiro, la de la púrpura. Casi de inmediato
corrió peligro de perder la vida.
Eso importaba poco en sí mismo. Un agente de la Patrulla del Tiempo era
sacrificable, más aún si disfrutaba de la situación privilegiada de No asignado.
Aquellos a los que Everard buscaba podían destruir toda una realidad. Él había
venido para ay udar a rescatarla.
Una tarde del año 950 a.C., la nave que le llevaba llegó a su destino. El tiempo
era cálido, casi sin viento. Con las velas arriadas, la nave se movía por tracción
humana, con la agitación y el golpe de los remos, el tambor de un timonel
colocado cerca de los marineros que llevaban los dos remos de timón. Alrededor
del ancho casco de veintiún metros, la olas relucían de azul, reían, giraban. Más
lejos, el brillo del agua ocultaba las otras naves. Éstas eran numerosas, e iban
desde esbeltas naves de guerra hasta botes de remos en forma de bañera. La
may oría eran fenicias, aunque muchas procedían de diferentes ciudades-estado
de esa sociedad. Algunas eran de zonas muy remotas: filisteas, asirias, aqueas o
aún más extrañas; el comercio de todo el mundo conocido fluía hacia y desde
Tiro.
—Bien, Eborix —dijo el capitán Mago con alegría—, aquí tienes a la reina del
mar, tal y como te dije que era, ¿eh? ¿Qué opinas de mi ciudad?
Se encontraba a proa con su pasajero, justo tras un adorno en forma de cola
de pescado que se doblaba hacia arriba y hacia su compañero en la popa. Atado
al mascarón y a los raíles de enrejado que corrían a ambos lados había una
tinaja de arcilla tan grande como él mismo. El aceite seguía en su interior; no
habían tenido necesidad de calmar ninguna ola, y a que el viaje desde Sicilia
había sido cómodo.
Everard miró al capitán. Mago era un fenicio típico: esbelto, moreno, nariz
aguileña, grandes ojos algo caídos, mejillas altas, barba cuidada; vestía un caftán
rojo y amarillo, un sombrero cónico y sandalias. El patrullero era más alto que
él. Como hubiese estado en evidencia con cualquier disfraz, Everard había
asumido el papel de un celta de la Europa central, con calzones, túnica, espada de
bronce y gran bigote.
—Una gran vista, cierto, cierto —respondió con una voz diplomática y de
mucho acento. La electrolección que había tomado, en el futuro de su nativa
América, podría haberle dado un púnico perfecto, pero eso no hubiese encajado
con el personaje; se conformó con tener fluidez de palabra—. Casi
desalentadora, para un hombre de los bosques.
Su mirada volvió al frente. En cierta forma, a su modo, Tiro era tan
impresionante como Nueva York… quizá más, cuando recordaba lo mucho que
el rey Hiram había conseguido en un espacio de tiempo tan corto, con los escasos
recursos de una Edad de Hierro no todavía demasiado lejana.
A estribor, la tierra se elevaba hacia las montañas del Líbano. Era del color
del estío, excepto allí donde los huertos y las arboledas ponían una nota de verde
o se veía una villa. La apariencia era más rica, más invitadora que cuando
Everard la había visto en sus viajes futuros, antes de unirse a la Patrulla.
Usu, la ciudad original, seguía la costa. Excepto por su tamaño, era
representativa de la época; edificios de adobe cuadrados y de techo plano, calles
estrechas y sinuosas, unas cuantas fachadas alegres pertenecientes a un templo o
un palacio. Tres de sus lados estaban cerrados por murallas con almenas y torres.
En los muelles, las puertas entre almacenes permitían que éstos también sirviesen
de defensas. Un acueducto venía de alturas, más allá de la visión de Everard.
La ciudad nueva, Tiro en sí —Sor para sus habitantes, que significaba
« rocas» — se encontraba en una isla, a menos de un kilómetro de la costa. Más
bien, cubría lo que habían sido dos arrecifes hasta que los habían ido llenando en
medio y alrededor. Más tarde excavaron un canal en pleno centro, de norte a sur,
y construy eron malecones y rompeolas para convertir toda la región en un
refugio incomparable. Con una población creciente y un comercio bullicioso en
conjunción, las casas se elevaban, piso sobre piso, hasta mirar por encima de las
murallas defensivas, como pequeños rascacielos. Solían ser menos a menudo de
ladrillo que de piedra o cedro. Donde les habían aplicado barro y y eso, los
adornaban frescos o conchas incrustadas. Hacia el este, Everard observó una
enorme y noble estructura que el rey había construido no para sí mismo, sino
para uso público.
La nave de Mago iba en dirección al puerto exterior o al sur, al Puerto
Egipcio, como él lo llamaba. Los embarcaderos eran todo bullicio, con hombres
cargando, descargando, acarreando, llevando, reparando, aprovisionando,
regateando, discutiendo; un revoltijo y un caos en el que, sin embargo, se hacían
las cosas. Estibadores, conductores de asnos y otros trabajadores, como los
marineros de las cubiertas llenas de carga, no llevaban más que taparrabos o
caftanes gastados y llenos de remiendos. Pero se veían muchos otros vestidos de
calidad, algunos de los costosos colores que allí se producían. De vez en cuando
pasaban mujeres entre los hombres, y la educación preliminar de Everard le
indicó que no todas eran putas. Los sonidos lo rodearon: charlas, risas, gritos,
rebuznos, relinchos, pisadas, martillazos, el gruñido de las ruedas y grúas, las
música vibrante. La vitalidad era sobrecogedora.
Y no es que fuese una escena bonita en una película de Las mil y una noches.
Ya podía distinguir mendigos tullidos, ciegos, muertos de hambre; vio un látigo
golpear a un esclavo que trabajaba demasiado despacio; a las bestias de carga les
iba peor. Los olores del antiguo Oriente le sobrecogieron: humo, desechos,
asaduras, sudor, así como brea, especias y sabrosos asados. Se añadía a todo ello
el olor de los tintes y las conchas de múrices de los estercoleros del continente;
pero navegar por la costa y acampar en la orilla cada noche lo había
acostumbrado a todo.
No tenía demasiado en cuenta las limitaciones. Sus viajes por la historia le
habían curado de remilgos y le habían endurecido frente a las adversidades del
hombre y la naturaleza… hasta cierto punto. Para su época, aquellos cananeos
eran un pueblo culto y feliz. De hecho, lo eran más que la may oría de la
humanidad de cualquier lugar o tiempo.
Su trabajo era que continuara siendo así.
Mago recobró su atención.
—Por desgracia, están esos sinvergüenzas que robarían a un recién llegado
inocente. No quiero que te suceda, Eborix, amigo. He acabado apreciándote a lo
largo del viaje y quiero que tengas buena opinión de mi ciudad. Déjame
mostrarte la posada de un cuñado mío… hermano de mi mujer más joven. Te
proporcionará un buen catre y un lugar seguro para tus bienes por un precio
justo.
—Te doy las gracias —contestó Everard—, pero mi idea era buscar al
hombre del que me han hablado. Recuerda, su presencia me dio ánimos para
venir aquí. —Sonrió—. Eso sí, si ha muerto o se ha mudado, seré feliz de aceptar
tu oferta.
Eso no era más que amabilidad. La impresión que se había llevado de Mago
durante el viaje era que resultaba tan codicioso como cualquier otro mercader
aventurero, y que tenía la esperanza de estafarle.
El capitán lo estudió un momento. A Everard se le consideraba alto en su
propia época, lo que lo convertía aquí en un gigante. Una nariz rota entre los
rasgos marcados contribuía a su aspecto de dureza, mientras que los ojos azules y
el pelo castaño oscuro recordaban el norte salvaje. Era mejor no atosigar
demasiado a Eborix.
Al mismo tiempo, su disfraz celta no era una gran sorpresa en aquel lugar
cosmopolita. No sólo llegaban allí ámbar del litoral báltico, estaño de Iberia,
condimentos de Arabia, madera de África, ocasionalmente productos de aún
más lejos: los hombres también lo hacían.
Al comprar pasaje, Eborix dijo que debía abandonar su montañosa tierra
natal por una disputa perdida, para buscar fortuna en el sur. Vagando, había
cazado y trabajado por su sustento, cuando no recibía hospitalidad a cambio de su
historia. Había ido a parar entre los umbríos de Italia, que se parecían a él (los
celtas no comenzarían a controlar Europa, hasta el Atlántico, hasta pasados tres
siglos, cuando se hubiesen familiarizado con el hierro; pero y a en esa época
algunos se habían hecho con territorios lejos del valle del Danubio, la cuna de su
raza). Uno de ellos, que había servido como mercenario, describió oportunidades
en Canaán y le enseñó a Eborix la lengua púnica. Eso indujo a éste a buscar una
bahía en Sicilia donde los comerciantes fenicios atracaban con regularidad y a
comprar pasaje con los bienes que había adquirido. Se decía que en Tiro vivía un
hombre de su tierra natal, instalado allí tras una carrera aventurera, y que
probablemente estaría dispuesto a dirigir a un compatriota en una dirección
rentable.
Esa mentira, cuidadosamente inventada por especialistas de la Patrulla, hizo
algo más que saciar la curiosidad local. Hizo que el viaje de Everard fuese
seguro. Si hubiesen supuesto que el extranjero no tenía ningún contacto, Mago y
la tripulación quizá se hubiesen sentido tentados de caer sobre él mientras dormía,
atarlo y venderlo como esclavo. Como estaban las cosas, el viaje había sido
interesante, sí, incluso divertido. Everard había acabado sintiendo aprecio por
aquellos pillos.
Eso redoblaba su deseo de salvarlos.
El tirio suspiró.
—Como desees —dijo—. Si me necesitas, mi hogar está en la calle del
Templo de Anat, cerca del muelle sidonio. —Sonrió—. En cualquier caso, venid a
verme, tú y tu anfitrión. ¿Dijiste que se dedica al comercio de ámbar? Quizá
podamos hacer negocios… Ahora, échate a un lado, tengo que llevar la nave a
puerto. —Gritó algunas órdenes llenas de profanaciones.
Con destreza, los marineros situaron la nave a lo largo de un muelle, la
aseguraron, y pusieron las planchas. La gente se acercaba, pidiendo noticias a
gritos, solicitando trabajo de estibador, cantando alabanzas sobre los productos de
los establecimientos de sus amos. Pero ninguno subió a bordo. Ésa era en
principio una prerrogativa de] agente de aduanas. Un guarda, con casco y cota,
armado con lanza y espada corta, se puso frente a él y se abrió paso entre la
multitud, dejando un rastro de insultos benevolentes. Tras el oficial trotaba un
secretario sujetando un estilo y una tabla de cera.
Everard bajó y recogió el equipaje que había guardado entre los bloques de
mármol italiano que constituían la carga principal de la nave. El oficial le exigió
que abriese los dos sacos de cuero. En ellos no había nada de especial. El sentido
de viajar desde Sicilia, en lugar de saltar en el tiempo directamente allí, era que
el patrullero pasara por lo que decía ser. Estaban casi seguros de que el enemigo
vigilaba con cuidado los acontecimientos, y que se acercaban al momento de la
catástrofe.
—Al menos podrás vivir durante un tiempo. —El oficial fenicio inclinó un
poco la cabeza cuando Everard le mostró unos cuantos lingotes pequeños de
bronce. Faltaban siglos para que se inventase la acuñación de monedas, pero el
metal podía cambiarse por cualquier cosa—. Debes comprender que no
podemos permitirle la entrada a nadie de quien pensemos que se puede convertir
en un ladrón. De hecho… —Miró dubitativo la espada bárbara—. ¿Cuáles tu
propósito al venir aquí?
—Busco un trabajo honrado, señor, como guarda de caravana. Busco a
Conor, el mercader de ámbar.
La existencia de ese celta residente había sido una razón de peso para que
Everard adoptase aquel disfraz. Lo había sugerido el jefe de la estación local de
la Patrulla.
El tirio tomó una decisión.
—Muy bien, puedes bajar a tierra, y también el arma. Recuerda que
crucificamos a los ladrones, bandidos y asesinos. Si no consigues trabajo, busca
la casa de empleo de lthobaal, cerca del Salón de los Magistrados. Él siempre
puede encontrar algún trabajo eventual para un tipo grande como tú. Buena
suerte.
Se volvió a tratar con Mago. Everard esperó, aguardando la oportunidad de
decirle adiós al capitán, La discusión fue rápida, casi informal, y el impuesto a
pagar sería modesto. Aquella raza de negociantes no necesitaba la complicada
burocracia de Egipto o Mesopotamia.
En cuanto hubo dicho lo que quería, Everard tomó sus bolsas por los cordones
y bajó a tierra, La multitud lo rodeó, mirando, hablando. Al principio se asombró;
después de un par de tentativas de aproximación, y a nadie le pidió limosna ni le
ofreció baratijas. ¿Era el Cercano Oriente?
Recordó la ausencia de dinero. Un recién llegado era poco probable que
tuviese algo equivalente al cambio. Normalmente negociabas con el posadero
cama y comida por cierta cantidad de metal o lo que llevases de valor. Para
compras menores, cortabas un trozo de un lingote, a menos que se acordase algo
diferente (los fondos de Everard incluían ámbar y cuentas de nácar). En
ocasiones llamabas a un intermediario que se ocupaba de tu transacción como
parte de otra de may or envergadura en la que había implicados varios individuos
más. Si te sentías caritativo, llevabas encima un poco de grano o fruta seca para
llenar los cuencos de los indigentes.
Everard no tardó en dejar atrás a la may oría de la gente, principalmente
interesada en la tripulación. Unos pocos buscadores de curiosidades y alguna
miradas le siguieron. Recorrió el muelle hacia una puerta abierta.
Una mano le agarró la manga, Sobresaltado lo suficiente para trastabillar,
bajó la vista.
Un muchacho de tez oscura le sonrió. Tenía dieciséis años, más o menos, a
juzgar por la pelusa de la barbilla, aunque resultaba pequeño y esquelético
incluso para los cánones del lugar. Sin embargo, se movía con agilidad, descalzo
como iba y vestido sólo con una falda raída y sucia de la que colgaba una bolsa.
El pelo negro rizado le caía en una cola tras un rostro de nariz angulosa y mentón
marcado. Su sonrisa y sus ojos —grandes ojos levantinos de largas pestañas—
eran brillantes.
—¡Saludos señor, saludos a usted! —fue su presentación—. ¡Vida, salud y
fuerza a los suy os! ¡Bienvenido a Tiro! ¿Adónde va, señor, y qué puedo hacer
por usted?
No farfulló, sino que lo dijo con mucha claridad, con la esperanza de que el
extraño lo entendiese. Cuando recibió una respuesta en su propia lengua, saltó de
alegría.
—¿Qué quieres, muchacho?
—Señor, ser su guía, su consejero, su ay udante, y, sí, su guardián. Por
desgracia, nuestra ciudad, por lo demás agradable, está llena de maleantes que
no desean más que atacar a un inocente visitante. Sí no le roban todo lo que tiene
al primer parpadeo, al menos le desearán las terribles desgracias, a un coste que
le dejará pobre casi con igual rapidez…
El muchacho salió corriendo. Había visto aproximarse a un joven de aspecto
desastrado. Aceleró para interceptarlo agitando los puños, gritando con
demasiada rapidez y demasiado frenético como para que Everard entendiese
más que unas pocas palabras.
—… ¡Chacal piojoso!… Yo lo vi primero… Vuelve a la letrina de la saliste…
El joven se envaró. Intentó desenvainar un cuchillo que le colgaba del hombro.
Apenas se había movido cuando el pilluelo se sacó una honda de la bolsa y una
piedra para cargarla. Se agachó, apuntó y dio vueltas a la correa de cuero. El
hombre escupió, dijo algo desagradable, dio la vuelta y se fue. Los transeúntes
que habían prestado atención echaron a reír.
El chico también rió, con alegría, y volvió con Everard.
—Eso, señor, es un ejemplo perfecto de lo que le explicaba —dijo. Conozco
bien a ese villano. Es el mensajero de su padre, su supuesto padre, que es dueño
de la taberna La Marca del Calamar Azul. Allí tendría suerte si le sirviesen de
cena un trozo de rabo de cabra podrido, la única moza es un nido de
enfermedades, los jergones se sostienen sólo porque las chinches se dan la mano
y, en cuanto al vino, con un poco de benevolencia diría que es vinagre. Pronto
estaría demasiado enfermo para notar cómo el biznieto de mil hienas le roba o el
equipaje, y si se queja, jurarán por todos los dioses del universo que lo perdió
todo en el juego. Poco teme ése al infierno después de este mundo se libre de él;
sabe que nunca se rebajarían dejándolo entrar. De eso le he salvado, gran señor.
Everard se encontró esbozando una sonrisa.
—Bien, hijo, podría ser que estuvieses exagerando un poquito —dijo.
El chico se golpeó en el delgado pecho.
—No más de lo necesario para darle a su magnificencia la idea correcta.
Está claro que es usted un hombre de gran experiencia, juez de lo mejor, así
como dispuesto a recompensar con generosidad el leal servicio. Venga, déjeme
acompañarlo a un alojamiento o a lo que pueda desear, y luego juzgue usted
mismo si Pummairam le ha guiado bien.
Everard asintió. Tenía el mapa de Tiro grabado en la memoria; no necesitaba
un guía. Sin embargo, sería natural que un recién llegado lo contratase. Además,
el chico evitaría que otros le molestasen y podría darle algunos buenos consejos.
—Muy bien, guíame hasta donde debo ir. ¿Tu nombre es Pummairam?
—Sí, señor. —Como el joven no mencionó a su padre como era la costumbre,
probablemente no sabía quién había sido—. ¿Puedo preguntar cómo debe este
humilde sirviente dirigirse a su amo?
—Nada de título. Soy Eborix, hijo de Mannoch, de un país más allá de los
aqueos. —Como y a no le escuchaba Mago, el patrullero pudo añadir—: Busco a
Zakarbaal de Sidón, que representa a los suy os en esta ciudad. —Eso significaba
que Zakarbaal representaba la firma de su familia entre los tirios y que se
encargaba de los asuntos entre visitas de sus barcos—. He oído que su casa se
encuentra en la, humm, calle de los Cereros. ¿Puedes mostrarme el camino?
—Claro, claro. —Pummairam cogió las cosas de Everard—. Simplemente,
dígnese a acompañarme.
En realidad, no era difícil orientarse. Como ciudad planificada, en lugar de
haber crecido de forma orgánica durante siglos, Tiro estaba distribuida más o
menos como una red. Las vías públicas estaban pavimentadas, disponían de
alcantarillado y eran razonablemente amplias dada la escasez de suelo de la isla.
No tenían aceras, pero eso no importaba, porque exceptuando unas cuantas rutas
de transporte, no se permitía que las bestias de carga las recorriesen fuera de la
zona de los muelles; ni tampoco la gente tiraba nada en las vías públicas. La
rotulación y los indicadores también faltaban, claro, pero eso tampoco
importaba, y a que casi cualquiera se sentiría feliz de dar indicaciones sólo por
intercambiar unas palabras con un extranjero o tener la oportunidad de proponer
un negocio.
Las paredes se levantaban a izquierda y derecha, casi sin ventanas, cercando
las casas interiores en un esquema que prevalecería durante milenios en los
países mediterráneos. Frenaban la brisa y reflejaban el calor de] sol y los
sonidos, y entre ellas se movían olores intensos. Pero Everard disfrutaba del
lugar. Todavía más que en el puerto, la multitud se movía, se empujaba, hacía
gestos, reía la gente, hablaba como una ametralladora, cantaba, gritaba. Los
mozos bajo sus cargas, los porteadores de literas llevaban de vez en cuando a
algún ciudadano rico y se abrían paso entre marineros, artesanos, vendedores,
obreros, esposas, artistas, agricultores y pastores, extranjeros de un extremo a
otro del mar del centro del mundo, entre todas las condiciones y los modos de,
vida. Si la may oría de las prendas tenían colores apagados, muchas eran
extravagantes y ninguna parecía no cubrir un cuerpo que no rebosase de energía.
Había puestos adosados a las paredes. Everard no pudo resistirse a demorarse
aquí y allá para mirar la oferta. No encontró el famoso tinte púrpura; era
demasiado caro e iba buscado por todos los fabricantes de tela del mundo, puesto
que estaba destinado a convertirse en el color tradicional de la realeza. Pero no
había escasez de telas brillantes, drapeados, alfombras. Abundaban los objetos de
vidrio, desde cuentas hasta tazas; era otra especialidad de los fenicios, una
invención propia. Las joy as y figuritas, a menudo talladas en marfil y fundidas
en metales preciosos, eran excelentes; aquella cultura producía muy poco o casi
nada de artístico, pero copiaba con libertad y habilidad. Amuletos, hechizos,
chucherías, comida, bebida, utensilios, armas, instrumentos, juegos, juguetes,
infinidad de cosas…
Everard recordó cómo la Biblia se vanagloriaba (se vanagloriaría) de la
fortuna de Salomón y de dónde la había obtenido: «Porque el rey tenía en el mar
una flota de Tarsis con la flota de Hiram: una vez cada tres años llegaba la flota de
Tarsis, y traía oro y plata, y marfil y monas, pavos reales» .
Pummairam se apresuraba a interrumpir la conversación con los
comerciantes y hacer que Everard siguiese su camino.
—Dejad que muestre a mi maestro dónde está realmente la buena creencia.
—Sin duda eso implicaba una buena comisión para Pumiram, pero qué
demonios, el chico tenía que vivir de algo, y no parea que viviese demasiado
bien.
Siguieron el canal durante un rato. Cantando obscenidades, los marineros
tiraban de una nave cargada. Los oficiales permanecían en cubierta, envueltos en
la dignidad que corresponde a los hombres de negocios. La burguesía fenicia
tendía a ser muy sobria… menos en la religión, algunos de cuy os ritos eran lo
suficientemente orgiásticos como para compensar.
La calle de los Cereros se alejaba del agua. Era razonablemente larga,
ocupada por grandes edificios de almacenes así como de oficinas y viviendas
particulares. También era tranquila, a pesar de que el otro extremo daba a una
avenida concurrida; allí no se apoy aba ninguna tienda en las altas y calientes
paredes, y había un poco de gente. Capitanes y armadores que venían a buscar
suministros, mercaderes que venían a negociar, y, sí, dos monolitos flanqueaban
la entrada de un pequeño templo dedicado a Tanith, Nuestra Señora de las Olas.
Varios niños pequeños que debían de pertenecer a familias residentes —chicos y
chicas juntos, desnudos por completo o casi— corrían jugando mientras ladraba
un demacrado perro callejero.
Había un mendigo sentado, con las rodillas alzadas, a la sombra de la boca de
un callejón. Tenía el cuenco entre los pies desnudos. Un caftán le cubría el
cuerpo y una capucha le oscurecía el rostro. Everard vio el trozo de tela atado
sobre los ojos. Pobre diablo ciego; la oftalmía era una de las incontables
maldiciones que hacían que, después de todo, el mundo antiguo no fuese tan
atractivo… Pummairam dejó atrás al hombre para alcanzar a un sacerdote que
abandonaba el templo.
—Vuestra reverencia, si pudieseis ay udarme —gritó—, ¿cuál es la puerta de
Zakarbaal el sidonio? Mi amo condesciende a visitarlo… —Everard, que y a
conocía la respuesta, apretó el paso para alcanzarlo.
El mendigo se puso en pie. Con la mano izquierda se quitó el vendaje para
dejar al descubierto un rostro delgado con una espesa barba y un par de ojos que
seguramente habían estado vigilándole por entre el trapo. De las amplias mangas,
la mano derecha sacó algo que relucía.
¡Una pistola!
Everard se apartó instintivamente. El dolor le golpeó el hombro izquierdo.
Una pistola sónica, comprendió, del futuro de su propia era, silenciosa, sin
retroceso. Si el ray o invisible le daba en la cabeza o el corazón estaría muerto, y
sin ninguna marca.
No podía hacer otra cosa que avanzar.
—Aaaah —rugió, y se lanzó en zigzag al ataque, la espada por delante.
El otro sonrió, retrocedió, apuntó con cuidado.
Sonó un golpe. El asesino se dobló, gritó, dejó caer el arma y se agarró las
costillas. La piedra de Pummairam golpeó el pavimento.
Los niños se dispersaron gritando. El sacerdote, con toda prudencia, volvió a
atravesar las puertas del templo. El extraño se dio la vuelta y corrió. Se perdió en
la calle. Everard se encontraba demasiado torpe. La herida no era seria, pero por
ahora le dolía terriblemente. Medio mareado, se detuvo en la boca del callejón,
miró al vacío que tenía delante, tomó aliento y consiguió decir, en inglés:
—Ha escapado. Oh, maldita sea.
Pummairam llegó corriendo. Manos ansiosas recorrieron el cuerpo del
patrullero.
—¿Estáis herido, maestro? ¿Puede ay udaros vuestro sirviente? Ah, congoja y
aflicción, no tuve tiempo para tensar correctamente ni para apuntar bien, o si no,
hubiese esparcido el cerebro de ese malvado para que se lo comiera ese perro.
—Lo… has hecho muy bien… de todas formas. —Everard respiraba
entrecortadamente. La fuerza y la seguridad regresaban, y la agonía alejaba.
Seguía vivo. Eso era milagro suficiente por un día.
Pero tenía trabajo que hacer, y era urgente. Después de recuperar la pistola,
puso la mano en el hombro de Pummairam y lo miró directamente a los ojos.
—¿Qué has visto, muchacho? ¿Qué crees que ha sucedido hace un rato?
—Bien, y o… y o… —Rápido como un hurón, el joven recuperó la
compostura—. Me pareció que un mendigo, aunque no lo era, amenazaba la vida
de mi amo con un talismán cuy a magia causaba daño. ¡Qué los dioses arrojen
abominaciones sobre la cabeza de aquel que hubiese extinguido la luz del
universo! Sin embargo, y naturalmente, la maldad no prevaleció sobre el valor
de mi amo… —la voz pasó a un susurro confidencial— cuy os secretos están
protegidos con toda seguridad en fondo de este leal sirviente.
—Bien —gruñó Everard—. Claro, y estos son asuntos sobre los que una
persona normal no se atreve a hablar, no sea que llegue a sufrir parálisis, sordera
y hemorroides. Has hecho bien, Pum. —Probablemente me hayas salvado la
vida, pensó, y se agachó para abrir el cordón de una bolsa caída—. Aquí tienes,
una pequeña recompensa, pero con este lingote deberías comprarte algo que te
guste. Y ahora… Antes que comenzase el jaleo descubriste la casa que busco,
¿no?
Sobre el asunto del momento, el dolor que se desvanecía y el impacto del
asalto se elevaban la alegría de sobrevivir y lo sombrío también. Después de
todas sus precauciones, a una hora de su llegada se había quedado sin tapadera.
El enemigo no sólo vigilaba el cuartel general de la Patrulla, sino que, de alguna
forma, su agente había visto inmediatamente que no se trataba de un viajero
normal que hubiese llegado a esa cosa y no había vacilado ni un segundo en
matarlo.
Aquélla era una misión peliaguda. Y había más en juego de lo que Everard
quería considerar… primero la existencia de Tiro, después, el destino del mundo.
Pum se encontró una belleza, llegada ese mismo día y comprometida con un
vástago de una familia importante. Se sintió consternada de semejante pilluelo la
hubiese escogido. Bien, eso era problema de ella, quizá de él también, aunque
Everard lo dudaba.
Las habitaciones en la posada de Hanno eran diminutas, equipadas con
jergones de paja y poco más. Las delgadas ventanas, que daban al patio interior,
dejaban entrar algo de la luz de la tarde, también el humo, los olores de la calle y
los pollos, las conversaciones, la triste melodía de una flauta de hueso. Everard
retiró la cortina de caña que servía de puerta y se dirigió a su acompañante. Ella
se arrodilló ante él como si se acurrucase dentro del vestido.
—No conozco vuestro nombre o país, señor —dijo en voz baja y tono firme
—. ¿Se lo diréis a vuestra criada?
—Claro —le dio su alias—. ¿Y tú eres Sarai de Rasil Ay in?
—¿El muchacho mendigo os envió a mí? —inclinó la cabeza—. Perdonadme,
no quería ser insolente, no pensé.
Él se aventuró a apartarle el pañuelo y acariciarle el pelo. Aunque áspero,
era abundante, su mejor característica física.
—No me has ofendido. Bien, aquí estamos, ¿nos conocemos un poco mejor?
¿Qué te parecería tomar un par de vasos de vino antes de…? Bien, ¿qué te
parecería?
Ella estaba boquiabierta, asombrada. Él salió, encontró al posadero y
consiguió lo que necesitaba.
En poco tiempo, mientras estaban sentados en el suelo uno al lado del otro con
el brazo de Everard sobre su hombro, ella hablaba con may or libertad. Los
fenicios no tenían una idea demasiado clara de la intimidad personal. Además,
aunque sus mujeres disfrutaban de may or respeto e independencia que en la
may oría de las sociedades, un poco de consideración por parte de un hombre
conseguía mucho.
—… no, no hay esponsales todavía para mí, Eborix. Vine a esta ciudad
porque mi padre es pobre, con muchos otros hijos a los que alimentar, y no
parecía que nadie en mi tribu fuese a pedirle mi mano para su hijo. ¿Vos
conoceríais a alguien? —Él mismo, que iba a tomar su virginidad, estaba
excluido. De hecho, la pregunta infringía ligeramente la ley que prohibía los
acuerdos previos, como por ejemplo con un amigo—. He ganado posición en el
palacio, en la práctica aunque no de nombre. Disfruto de un cierto poder entre los
sirvientes, proveedores y artistas. He conseguido reunir una dote para mí misma,
no grande, pero… pero podría ser que la diosa me sonriese al fin después de
haber hecho mi oblación…
—Lo siento —contestó él lleno de compasión—. Aquí soy un extranjero.
Everard la comprendía, o suponía que lo hacía. Ella quería desesperadamente
casarse: no tanto por tener un marido y poner fin a los desprecios y sospechas
apenas ocultos en que se tenía a las solteras, como para tener hijos. Entre aquella
gente, pocos destinos eran más terribles que morir sin hijos, ir doblemente a la
tumba… Las defensas de Sarai se desmoronaron y lloró contra el pecho de
Everard.
La luz se desvanecía. Everard decidió olvidar los temores de Yael (y, risas, la
exasperación de Pum) y tomarse su tiempo, para tratar a Sarai como un ser
humano, simplemente porque eso es lo que era, esperar a la oscuridad y luego
usar su imaginación. Después la llevaría de vuelta a su casa.
Hiram realmente no se parecía a sus súbditos. Era más alto, de rostro más
claro, de pelo y barba rojos, ojos grises y nariz recta. Su apariencia recordaba a
la Gente del Mar: las hordas de bucaneros formadas por cretenses desplazados y
bárbaros europeos, algunos de ellos del lejano norte, que atacaron Egipto un par
de siglos antes y que con el tiempo se convirtieron en los antepasados de los
filisteos. Un número menor, que acabaron en Líbano y Siria, se mezclaron con
unos beduinos que y a se estaban interesando por cuestiones marítimas. De ese
cruce salieron los fenicios. La sangre de los invasores todavía se manifestaba en
su aristocracia.
El palacio de Salomón, del que se enorgullecía la Biblia, cuando estuviese
terminado, sería una pobre imitación de la casa en la que y a vivía Hiram. Pero el
rey solía vestir con simplicidad, con un caftán de lino blanco ribeteado de
púrpura, sandalias de buen cuero, una cinta de oro en la cabeza y un grueso anillo
de rubí marca de su realeza. Igualmente sus modales eran directos y carentes de
afectación. De mediana edad, parecía más joven, y su vigor seguía intacto.
Él y Everard estaban sentados en una amplia sala, cómoda y bien ventilada,
que daba al jardín del claustro y a un estanque con peces. La alfombra era de
paja, pero teñida con dibujos delicados. Los frescos que cubrían las paredes de
y eso habían sido ejecutados por artistas de Babilonia, y mostraban emparrados,
flores y quimeras con alas. Una mesa baja entre los dos hombres tenía
incrustaciones de madreperla. Sobre ella había vino sin aguar en copas de vidrio
y platos de fruta, pan, queso y dulces. Una chica hermosa con una túnica
diáfana, arrodillada, tocaba una lira. Detrás, dos criados aguardaban órdenes.
—Estás siendo muy misterioso, Eborix —murmuró Hiram.
—Cierto, y no es mi intención ocultar nada a su alteza —contestó Everard con
cuidado. Una orden de mando podía traer soldados a matarlo. No, eso era
improbable; un invitado era sagrado. Pero si ofendía al rey, toda su misión se
vería comprometida—. Por desgracia, si soy vago sobre ciertas cosas es porque
mi conocimiento de ellas es superficial. Ni tampoco me arriesgaría a hacer
acusaciones sin fundamento contra alguien si mi información resultase ser
errónea.
Hiram unió los dedos y frunció el ceño.
—Y sin embargo, afirmas traer palabras de peligro… lo que contradice lo
que dijiste en otra ocasión. Ni tampoco eres el guerrero brusco que pretendes ser.
Everard construy ó una sonrisa.
—Mi señor en su sabiduría sabe bien que un miembro de una tribu sin
educación no es necesariamente un tonto. Admito, ah, haber antes ensombrecido
ligeramente la verdad. Fue porque debía, incluso como hace cualquier
comerciante tirio en el curso de sus negocios. ¿No es así?
Hiram rió y se relajó.
—Sigue. Si eres un pillo, al menos eres interesante.
Los psicólogos de la Patrulla habían invertido considerable ingenio en la
historia de Everard. No había forma de que fuese inmediatamente convincente,
ni tampoco era deseable que lo fuese; no había que obligar al rey a hacer cosas
que pudiesen cambiar la historia conocida. Pero la historia debería ser lo
suficientemente plausible para que cooperase en la investigación que era el
propósito real de Everard.
—Sabed entonces, mi señor, que mi padre era un jefe guerrero en unas tierra
montañosa muy lejos de las olas. —La región de Hallstatt, en Austria.
Eborix siguió relatando cómo varios celtas que habían estado entre la Gente
del Mar habían regresado huy endo después de la gran derrota que Ramsés III
había infligido a aquellos semivikingos en el 1149 a.C. Sus descendientes habían
mantenido débiles conexiones en su may oría a través de la ruta del ámbar, con
los descendientes de sus compañeros que se habían asentado en Canaán por
consentimiento del victorioso faraón. Las viejas ambiciones no se olvidaban; los
celtas siempre habían tenido una gran memoria racial. Se hablaba de revivir el
gran empujón mediterráneo. El sueño se reforzaba a medida que, oleada tras
oleada, los bárbaros llegaban a Grecia, sobre las ruinas de la civilización
micénica, y el caos se extendía por el Adriático y hasta Anatolia.
Eborix sabía de espías que también servían como emisarios de los rey es de
las ciudades-estado filisteas. La amabilidad de Tiro con los judíos no hacía
precisamente que los filisteos la amasen más; y claro está, las riquezas fenicias
constituían una tentación aún may or. Se desarrollaban planes, lentamente,
durante generaciones. Ni el mismo Eborix sabía en qué estado se encontraban los
planes para traer un ejército de aventureros celtas.
Ante Hiram admitió con franqueza que hubiese considerado unirse a
semejante ejército, con sus hombres leales a la espalda. Sin embargo, una
disputa entre clanes había terminado con su padre depuesto y muerto. Eborix
apenas había podido escapar con vida. Deseando la venganza tanto como
deseaba recuperar su fortuna, viajó hasta allí. Una Tiro agradecida de su aviso
podría, al menos, darle los medios para contratar soldados propios y llevarlos a
casa para recuperar su trono.
—No me ofreces ninguna prueba —dijo lentamente el rey —, nada más que
tus palabras desnudas.
Everard asintió.
—Mi señor ve con tanta claridad como Ra, el Halcón de Egipto. ¿No admití
de antemano que podría estar equivocado, que realmente podría no haber
ninguna amenaza real, sino sólo los parloteos sin sentido de monos que se
vanaglorian? Sin embargo, animo a mi señor a examinar la cuestión con toda la
profundidad posible, por su seguridad. En ese esfuerzo, y o vuestro sirviente
podría ser de ay uda. No sólo conozco a mi gente y sus costumbres, sino que en
mi peregrinar por el continente conocí muchas tribus diferentes, y también
naciones civilizadas. Por tanto, podría ser mejor sabueso que muchos en este
rastro en particular.
Hiram se acarició la barba.
—Quizá. Una conspiración así debería necesariamente implicar a alguien
más que a unos montañeses salvajes y unos magnates filisteos. Hombres de
diverso origen… pero los extranjeros van y vienen como la brisa errante. ¿Quién
seguirá los vientos?
El corazón de Everard dio un vuelco. Allí estaba el momento por el que había
trabajado.
—Vuestra alteza, he pensado mucho en ello, y los dioses me han enviado
algunas ideas. Creo que primero no deberíamos buscar mercaderes comunes,
capitanes y marineros, sino extranjeros de tierras con las que los tirios han tenido
poco contacto o nunca han visitado, extranjeros que a menudo hacen preguntas
que no están relacionadas con el comercio, ni siquiera con la curiosidad general.
Se presentarían en lugares altos, así como bajos, buscando aprenderlo todo.
¿Recuerda algo así mi señor?
Hiram negó con la cabeza.
—No, nada como eso. Y y o hubiese oído hablar de ellos y hubiese querido
conocerlos. Mis seguidores saben cómo deseo nuevos conocimientos, noticias. —
Rió—. Como demuestra el hecho de que esté dispuesto a recibirte a ti.
Everard se tragó la decepción. Sabía amarga . Pero no debería haber
imaginado que el enemigo actuaría ahora abiertamente, estando tan cerca del
momento del ataque. Sabrían que la Patrulla estaría trabajando. No, realizaría su
investigación preliminar, adquiriendo detallada información sobre los fenicios y sus
puntos vulnerables, en el pasado. Quizá muy en el pasado.
—Mi señor —dijo—, si realmente hay una amenaza, debe de haber
permanecido mucho tiempo en el huevo. ¿Sería muy atrevido pedirle a su alteza
que rememore? El rey en su omnisciencia podría recordar algo de hace muchos
años.
Hiram bajó la vista y se concentró. El sudor cubría la piel de Everard. Se
obligó a mantenerse recto en el asiento. Finalmente, en voz baja oy ó:
—Bien, al final del reinado de mi ilustre padre, el rey Abibaal… sí… recibió
a ciertos invitados, sobre los que corrían rumores. No venían de ninguna tierra
que conociésemos… Venían del Lejano Oriente buscando sabiduría, dijeron…
¿Cuál era el nombre de su país? ¿Shian? No eso no. —Hiram suspiró—. Los
recuerdos se empañan. Especialmente el recuerdo de las simples palabras.
—¿Entonces mi señor no los conoció?
—No, estaba fuera, pasando unos años de viaje por el interior y el extranjero,
para prepararme para el trono. Y ahora Abibaal duerme con su padre. Como,
me temo, todos los que pudieron conocer a esos hombres.
Everard suprimió un suspiro propio y luchó por relajarse. La pista era tenue
como la niebla, si era una pista. Pero ¿qué podría esperar? El enemigo no iba a
dejar anuncios grabados.
Allí nadie llevaba diarios o guardaba cartas, ni tampoco numeraban los años
de la misma forma que posteriores civilizaciones. Everard no podría descubrir
exactamente cuándo Abibaal recibió a sus curiosos visitantes. El patrullero
tendría suerte si encontraba a uno o dos individuos que los recordasen. Hiram
reinaba desde hacía dos décadas, y la esperanza de vida no era muy grande.
Pero debo intentarlo. Es la única pista que he descubierto. O quizá una falsa
pista, claro. Podrían haber sido contemporáneos legítimos… quizá exploradores de
la China de la dinastía Chou.
Se aclaró la garganta.
—¿Me concede permiso mi señor para hacer preguntas a sus sirvientes, tanto
en la casa real como en la ciudad? Pienso que la gente humilde podría hablar con
algo más de libertad y facilidad frente a un hombre normal como y o que ante la
magnificencia de la presencia de su alteza.
Hiram sonrió.
—Para ser un hombre normal, Eborix, sabes usar la lengua. Pero sí, puedes
intentarlo. Permanece un tiempo como mi invitado, con el joven sirviente que he
visto fuera. Seguiremos hablando. Al menos sois un fantástico conversador.
De noche, un paje llevó a Everard y Pum por una serie de pasillos hasta sus
aposentos.
—El noble visitante comerá con los oficiales de la guardia y hombres de
similar rango, a menos que sea invitado a la mesa real —explicó servil—. Su
asistente es bienvenido a la mesa de los sirvientes libres. Si se desea algo, que él
informe a un sirviente; la generosidad de su alteza no conoce límites.
Everard decidió no probar demasiado los límites de la generosidad. La casa
parecía más consciente del nivel social que lo habitual en la sociedad de Tiro —
sin duda la presencia de muchos esclavos redomados lo reforzaba— pero Hiram
era probablemente frugal.
Pero cuando el patrullero llegó a su habitación, descubrió que el rey era un
anfitrión cuidadoso. Hiram debía de haber dado órdenes después de su charla,
mientras a los recién llegados se les mostraba el palacio y se les daba una cena
ligera.
La cámara era grande, bien decorada, y estaba iluminada por varias
lámparas. Una ventana, que podía cerrarse, miraba a un patio donde crecían
flores y granadas. Las puertas eran de madera sólida con bisagras de bronce. La
puerta interior daba a un cubículo ady acente, lo suficiente para un jergón de paja
y un cuenco, donde dormiría Pum.
Everard se detuvo. La luz de las lámparas iluminaba con suavidad alfombras,
cortinas, sillas, una mesa, un cofre de cedro, una cama doble. Las sombras se
agitaron cuando una joven se puso en pie y saludó.
—¿Desea más mi señor? —preguntó el paje—. Si no, que esta persona
inferior os desee buenas noches. —Se inclinó y se fue.
El aliento salió por entre los dientes de Pum.
—Maestro, es hermosa.
A Everard le ardían las mejillas.
—Eh. Buenas noches a ti también, muchacho.
—Noble señor…
—Buenas noches, he dicho.
Pum levantó los ojos al techo, se encogió de hombros y se fue a su perrera.
La puerta se cerró de un golpe tras él.
—Ponte recta, querida —murmuró Everard—. No temas. No te haré daño.
La mujer obedeció, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza baja,
servil. Era alta para su época, esbelta, dotada. El ligero vestido ocultada una piel
blanca. El pelo atado ligeramente en la nuca era de un marrón teñido de rojo.
Sintiéndose poco seguro de sí mismo, Everard le puso un dedo bajo la barbilla.
Ella levantó un rostro que tenía ojos azules, nariz coqueta, grandes labios, pecas.
—¿Quién eres? —preguntó. Sentía dura la garganta.
—Vuestra criada enviada para atenderos, señor. —Las palabras arrastraban
un ligero acento extranjero—. ¿Qué os place?
—Yo… y o te he preguntado quién eres. Tu nombre, tu gente.
—Me llaman Pleshti, amo.
—Supongo que porque no pueden pronunciar tu verdadero nombre, o no
quieren ni molestarse. ¿Cuál es?
Ella tragó. Las lágrimas relucieron.
—Una vez fui Bronwen —susurró.
Everard asintió para sí. Mirando a su alrededor, vio sobre la mesa una jarra
de vino así como agua, más un cubilete y un cuenco con fruta. Él le cogió la
mano. Era pequeña y suave en la suy a.
—Ven —dijo—, sentémonos, tomemos algo, conozcámonos. Compartiremos
esa copa.
Ella se estremeció y se apartó a medias. Él volvió a sentir tristeza, aunque
consiguió sonreír.
—No temas, Bronwen. No pretendo nada que pueda hacerte daño. Sólo deseo
que seamos amigos. Comprende, macushla, creo que eres de mi gente.
Ella contuvo el llanto, se cuadró de hombros y tragó.
—Mi señor es… casi divino en su bondad. ¿Cómo podría darle las gracias?
Everard la llevó a la mesa, la sentó y sirvió vino. Pronto empezó a oír su
historia.
Era demasiado corriente. Aunque sus conceptos de geografía eran vagos, él
dedujo que pertenecía a una tribu celta que había emigrado al sur desde el
Urheimat del Danubio. La suy a era una villa al comienzo del mar Adriático, y
había sido la hija de un pequeño terrateniente acomodado, como los primitivos de
la Edad de Bronce medían la riqueza.
No había contado cumpleaños antes ni después, pero suponía que tenía unos
trece años cuando llegaron los tirios, aproximadamente hacía una década. Venían
en un solo barco, viajando con arrojo al norte en busca de nuevas posibilidades
comerciales. Acamparon en la orilla y hablaron por medio de signos.
Evidentemente decidieron que no había nada por lo que valiese la pena volver,
porque al irse raptaron a varios niños que se habían acercado para mirar a los
maravillosos extranjeros. Bronwen estaba entre ellos.
Los tirios no habían violado a las mujeres cautivas, ni maltratado a ningún
prisionero más de lo que les pareció necesario. Una virgen en buenas condiciones
valía demasiado en el mercado de esclavos. Everard admitió que ni siquiera
podía llamar malvados a los marineros. Se habían limitado a hacer lo que era
natural en el mundo antiguo, y en la may or parte de la historia posterior.
Teniéndolo todo en cuenta, Bronwen tuvo suerte. Fue adquirida para el
palacio: no el harén real, aunque el rey la había tenido extraoficialmente un par
de veces, sino para entregarla a sus invitados como considerase oportuno. Rara
vez los hombres eran deliberadamente crueles con ella. El dolor sin fin era ser
una cautiva entre extraños.
Eso, y sus hijos. A lo largo de los años había dado a luz cuatro, de los que dos
murieron en la infancia; un buen récord, considerando que no le había costado
demasiado en dientes o salud. Los dos supervivientes todavía eran pequeños. La
niña probablemente también se convertiría en concubina cuando tuviese la edad,
a menos que se la pasase a un burdel (las mujeres esclavas no eran desfloradas
en un rito religioso. ¿A quién le importaba su fortuna en la vida?). El chico
probablemente fuese castrado a esa edad, y a que crecer en la corte le
convertiría en un asistente en potencia para el harén.
Y en cuanto a Bronwen, cuando perdiese su belleza se la asignaría a trabajar.
Al no haber recibido formación en habilidad como la costura, lo más probable es
que acabase en el fregadero o el molino.
Everard tuvo que sacarlo todo lentamente, poco a poco. Ella ni se lamentó ni
rogó. Su destino era el que era. Él recordó una frase que Tucídides escribiría
siglos después, sobre una desastrosa expedición militar ateniense cuy os últimos
miembros acabaron sus días en las minas de Sicilia: « Habiendo hecho lo que los
hombres podían hacer, sufrieron lo que los hombres debían sufrir» .
Y las mujeres. Especialmente las mujeres. Se preguntó si, muy en su interior,
él tenía tanto coraje como Bronwen. Lo dudaba.
Sobre sí mismo dijo poco porque le parecía mejor jugar sobre seguro.
Sin embargo, al final ella levantó la vista, se sonrojó, sonrió, y dijo con una
voz ligeramente alterada por el vino:
—Oh, Eborix… —Él no pudo entender el resto.
—Me temo que tu lengua es demasiado diferente a la mía, querida —dijo.
Ella volvió al púnico:
—Eborix, qué generosa ha sido Asherat habiéndome traído hasta vos por todo
el tiempo que ella desee. Qué maravilloso. Ahora venid dulce señor, permitid que
vuestra criada os devuelva algo de la alegría… —Se puso en pie, dio la vuelta a la
mesa, situó su calor y su peso sobre las rodillas de Everard.
Él y a había consultado su conciencia. Si no hacía lo que todos esperaban, el
rey acabaría enterándose. Hiram bien podría ofenderse o preguntarse qué le
pasaba a su invitado. La misma Bronwen se sentiría herida, asustada; podría
meterse en problemas. Además, era encantadora y él había pasado mucha
necesidad. La pobre Sarai apenas contaba.
Acercó a Bronwen.
Inteligente, observadora, sensible, había aprendido bien cómo satisfacer a un
hombre. Él no había esperado más que uno, pero ella pronto le hizo cambiar de
opinión, más de una vez. Su propio ardor, tampoco parecía fingido. Bien, él
probablemente era el primer hombre que había tratado de darle placer a ella.
Después del segundo, ella le susurró al oído:
—No he tenido… más… en estos tres últimos años. Cómo ruego a la diosa
que abra mi vientre a vos, Eborix, Eborix…
Él no le recordó que cualquier hijo también sería un esclavo.
Pero antes de dormirse ella murmuró algo más, algo que él consideró que no
hubiese dejado escapar de haber estado completamente despierta.
—Hemos sido una carne esta noche, mi señor, y pronto lo volveremos a ser.
Pero sabed que sé que no somos del mismo pueblo.
—¿Qué? —El hielo lo apuñaló. Se sentó de pronto.
Ella se acercó:
—Tendeos, corazón mío. Nunca, nunca os traicionaré. Pero… recuerdo
muchas cosas de casa, cosas pequeñas, y no creo que la gente en la montaña
pueda ser muy diferente de la gente en la costa… Tranquilo, tranquilo, vuestro
secreto está a salvo. ¿Por qué Bronwen hija de Brannoch iba a traicionar a la
única persona que la ha tratado bien? Dormid, mi amor sin nombre, dormid bien
en mis brazos.
Gisgo parecía tener cuarenta y tantos años, era bajo pero nervudo y con la
cara castigada llena de vida. A lo largo de los años, había pasado de marinero de
cubierta a timonel, un puesto importante y bien remunerado. También a lo largo
de los años, sus compañeros se habían cansado de oír su extraordinaria
experiencia. Además, sólo la consideraban una exageración.
Everard apreciaba la fantástica labor detectivesca realizada por Pum,
buscando al hombre haciendo que los marineros en las tabernas hablasen de
quién contaba qué historias. Él mismo nunca lo hubiese logrado; se hubiesen
mostrado demasiado recelosos de un extraño que además era invitado real.
Como la gente inteligente a lo largo de los siglos, el fenicio medio quería tener la
menor relación posible con su gobierno.
Había sido una suerte que Gisgo estuviese en casa en temporada de viaje. Sin
embargo, había conseguido suficiente prestigio y ahorrado lo bastante para no
tener que unirse y a a expediciones largas, peligrosas e incómodas. Su nave
realizaba viajes a Egipto y hacía paradas entre viajes.
En su buen apartamento del quinto piso, sus dos mujeres trajeron refrescos
mientras él se arrellanaba y discurseaba frente a sus invitados. Una ventana daba
a un patio entre casas de vecindad. La vista consistía en paredes de barro y la
colada tendida en las cuerdas que la cruzaban. Pero entraba la luz del sol junto
con una ligera brisa para tocar recuerdos de muchos viajes… un querubín en
miniatura de Babilonia, una siringa de Grecia, un hipopótamo del Nilo
reproducido en loza fina, un talismán íbero, una daga de bronce en forma de hoja
traída del norte… Everard le había hecho un importante regalo de oro y el
marinero se había vuelto elocuente.
—Sí —dijo Gisgo—, aquél fue un viaje extraño. Mala época del año, con el
equinoccio próximo, y esos sinim de quién sabe dónde llevando la desgracia en
sus huesos por todo lo que sabíamos. Pero éramos jóvenes, toda la tripulación,
desde el capitán hasta el último marinero; pensamos en pasar el invierno en
Chipre, donde los vinos son fuertes y las chicas dulces; esos sinim pagarían bien,
vay a que sí. Por ese tipo de metal estábamos dispuestos a ir al infierno y volver.
Desde entonces me he vuelto más sabio, pero no diré que estoy más contento, no,
no. Todavía estoy lleno de vida, pero empiezo a sentir los dientes constantemente
y, creedme amigos, era mejor ser joven.
Hizo un gesto de buena suerte.
—Los pobres muchachos que murieron, que descansen en paz. —Miró a Pum
—: Uno de ellos se parecía a ti, zagal. Me diste un susto, sí, cuando nos vimos por
primera vez. Adiy aton, ¿se llamaba así? Sí, creo que sí. ¿Podrías ser su nieto?
El muchacho hizo un gesto de ignorancia. No tenía forma de saberlo.
—He hecho ofrendas por todos ellos, sí —siguió diciendo Gisgo—, así como
en agradecimiento por mi supervivencia. Siempre apoy a a tus amigos y paga tus
deudas, entonces los dioses te ay udarán cuando lo necesites. A mí me ay udaron
ciertamente.
» El viaje a Chipre es complicado incluso en el mejor de los casos. No se
puede acampar; es de noche en pleno mar, en ocasiones durante días si hay
viento. En esa ocasión… ¡ah, en esa ocasión! Apenas nos habíamos alejado de la
tierra cuando comenzó la tempestad, y de poco nos sirvió arrojar aceite en esas
aguas. Fuera remos y mantener la proa sobre el agua, eso era, hasta que nos
fallase el aliento y estallasen los músculos, pero debíamos seguir remando.
Estaba oscuro como en el vientre de un cerdo, y había crujidos, agitaciones,
balanceos y rugidos mientras la sal se me metía en los ojos y me quemaba los
labios rotos… ¿y cómo mantener el ritmo cuando no podíamos oír el tambor del
timonel debido al viento?
» ¡Pero en la pasarela de guardia vi al jefe de los sinim, con la capa volando a
su alrededor, mirando directamente la tormenta, y riendo, riendo!
» No sé si era valiente, ignoraba el peligro, o era más sabio que y o en los
modos del mar. Después he recordado, y a la luz de la experiencia duramente
ganada, decidido que con suerte hubiésemos podido salir de la tormenta. Aquélla
era una buena nave, y los oficiales conocían su oficio. Sin embargo, los dioses, o
los demonios, no querían que fuese así.
» Porque de pronto, ¡furia y resplandor! La luz me cegó. Perdí el remo,
como la may oría. De alguna forma, conseguí agarrarlo antes de que se perdiese
entre los toletes. Eso puede que me salvase la vista, porque no miraba al cielo
cuando estalló el siguiente resplandor.
» Por desgracia, un ray o nos había dado, En dos ocasiones. No oí el trueno,
pero quizá el rugido de las olas y el aullido del viento lo habían cubierto. Cuando
recuperé la visión vi el mástil en llamas como una antorcha. El casco estaba roto
y debilitado. Sentí cómo el mar agitaba mi cabeza, y también mi culo, mientras
partía la nave.
» Aquello no parecía importar. A la poca luz imprecisa pude vislumbrar cosas
en el cielo, como toros alados pero enormes como buey es y relucientes como si
estuviesen hechos de hierro. Los cabalgaban hombres. Venían hacia abajo…
» Entonces todo se desmoronó. Me encontré en el agua, agarrado al remo.
Otros hombres que podían ver también estaban agarrados a trozos de madera.
Pero la furia no había terminado para nosotros. Un ray o cay o, directo hacia el
pobre Hurum-abi, mi compañero de bebida desde que era un niño. Debió de
morir inmediatamente. En cuanto a mí, me hundí y contuve el aliento todo lo que
pude.
» Cuando al final tuve que sacar la nariz del agua, parecía estar solo en el
mar. Pero por encima había un enjambre de esos dragones o carros o lo que
fuesen, corriendo en el viento. Entre ellos saltaban llamas. Volví a sumergirme.
» Creo que pronto volvieron al más allá del que habían venido, pero y o estaba
demasiado ocupado sobreviviendo para prestar atención. Al fin llegué a tierra. Lo
que había sucedido parecía irreal, como un sueño febril. Quizá lo fue. No lo sé.
Lo que sé es que fui el único hombre de esa nave que regresó. Gracias a Tanith,
¿eh, chicas? —Sin preocuparse de los recuerdos, Gisgo pellizcó el trasero de su
esposa más cercana.
Vinieron más recuerdos, que precisaron un par de horas para desenredarlos.
Al fin Everard pudo preguntar con la lengua seca a pesar del vino:
—¿Recuerdas cuándo sucedió eso? ¿Hace cuántos años?
—Claro que sí, claro que sí —contestó Gisgo—. Hace una veintena completa
y seis años, quince días antes del equinoccio de otoño, o cerca de ahí.
Agitó una mano.
—¿Cómo lo sé, se pregunta? Bien, es como los sacerdotes egipcios, que tienen
esos calendarios porque el río sube y baja todos los años. Un marinero que no se
preocupa no es probable que llegue a viejo. ¿Sabía que más allá de las Columnas
de Melqart el mar se eleva y cae como el Nilo pero dos veces al día? Es mejor
controlar bien el tiempo, si quieres sobrevivir en esas partes.
» Pero fueron realmente los sinim los que me metieron la idea en la cabeza.
Allí estaba, asistiendo a mi capitán mientras negociaba el pasaje, y hablaban
continuamente del día exacto en que partir… haciéndoselo entender. Yo
escuchaba, y me pregunté qué se podría ganar recordando las cosas así, y decidí
tenerlo en cuenta. En aquella época no sabía leer ni escribir, pero lo que sí podía
era señalar las cosas especiales que sucediesen cada año, y mantener esos
acontecimientos en orden para poder contar hacia atrás cuando fuese necesario.
Así que ése fue el año de una expedición a los Acantilados Rojos y el año en que
pillé la enfermedad babilónica…
Estaban sentados en un banco del puerto Egipcio. Era una lugar tan íntimo
como cualquier otro, y a que todos los que los rodeaban estaban demasiado
ocupados para prestar atención; y pronto el pulso de Tiro se apagaría para ellos
dos. Atraían algunas miradas. Para celebrar la ocasión, además de visitar varios
lugares de diversión de la ciudad, Everard había comprado para ambos caftanes
de la mejor tela y los tintes más hermosos, dignos de los rey es que sentían ser. Lo
único que le interesaba de la ropa era que causaría la impresión adecuada en su
despedida de la corte de Hiram, pero Pum estaba en éxtasis.
El muelle estaba lleno de sonidos: el roce de los pies, el choque de las
pezuñas, el crujido de las ruedas, el alboroto de los barriles rodando. Entraba
carga de Ofir, a través del Sinaí, y los estibadores descargaban los costosos
fardos. Los marineros descansaban en la taberna cercana, donde una chica
bailaba al son de la música de la flauta y el tamboril; bebían, jugaban, reían,
presumían, intercambiaban historias de países lejanos. Un vendedor cantaba
alabanzas de sus dulces. Pasó cargando un carro tirado por un burro. Un
sacerdote de Melqart, con una espléndida túnica, hablaba con un austero
extranjero servidor de Osiris. Un par de aqueos de pelo rojo se abrían paso con
aspecto de piratas. Un guerrero de larga barba venido de Jerusalén y el
guardaespaldas de un dignatario filisteo intercambiaron miradas, pero la paz de
Hiram detuvo sus espadas. Un hombre negro vestido con piel de leopardo y
plumas de avestruz atraía un enjambre de pilluelos fenicios. Un asirio caminaba
con dificultad, sosteniendo el bastón como si fuese una lanza. Un anatolio y un
rubio del norte de Europa caminaban del brazo, borrachos de cerveza y
alegres… El aire olía a tintes, heces, humo, alquitrán, pero también a sándalo,
mirra, especias y sal.
Al final moriría, todo aquello, siglos en el futuro, como todo debe morir; pero
primero, ¡con qué fuerza habrá vivido! ¡Qué rica será su herencia!
—Sí —dijo Everard—. No quiero que te sientas excesivamente orgulloso…
—rió—, aunque no sé si alguna vez has sido humilde. Aun así, Pum, eres un
importante hallazgo. No nos limitamos a rescatar Tiro, te ganamos a ti.
Ligeramente más vacilante de lo habitual, el joven miró al frente.
—Me lo explicasteis, mi señor, cuando me enseñasteis. Que casi nadie en esta
edad del mundo puede imaginar el viaje en el tiempo y las maravillas del
mañana. No tiene sentido decírselo, porque simplemente no lo entenderán y se
asustarán. —Se agarró la aterciopelada barbilla—. Quizá y o soy diferente porque
siempre he estado solo, sin que nunca me metiesen en un molde y me dejasen
secar. —Con alegría—: En ese caso alabo a los dioses, o a quienes sean, que me
arrojaron a esta vida. Me prepararon para una nueva vida con mi amo.
—Bien, no, realmente no es eso —contestó Everard—. No nos volveremos a
ver muy a menudo.
—¿Qué? —exclamó Pum sorprendido—. ¿Por qué? ¿Os ha ofendido vuestro
sirviente, mi señor?
—De ninguna forma. —Everard agarró el pequeño hombro del muchacho—.
Al contrario. Pero mi trabajo es errante. A ti te queremos como agente en un
lugar, aquí, en tu país natal, que conoces mejor de lo que ningún extranjero como
y o, o Chaim y Yael Zorach, conocerá nunca. No te preocupes. Será un buen
trabajo, y te exigirá todo lo que puedas dar.
Pum suspiró. Su sonrisa era blanca.
—¡Bien, será perfecto, amo! En verdad, me sentía ligeramente intimidado
por la idea de viajar siempre entre extraños. —Bajó el tono—. ¿Vendréis a
visitarme?
—Claro, de vez en cuando. O si lo prefieres, podrás reunirte conmigo en
lugares interesantes del futuro cuando tengas permiso. Los patrulleros trabajamos
duro, y en ocasiones corremos peligro, pero también nos divertimos.
Everard hizo una pausa, y luego siguió hablando:
—Claro está, primero necesitarás entrenamiento, educación, todos los
conocimientos y habilidades de los que careces. Irás a la Academia, en otro
momento del espacio y el tiempo. Allí pasarás años, y no serán años fáciles…
aunque creo que en general los disfrutarás. Finalmente regresarás a este mismo
año en Tiro, sí, a este mismo mes, y te integrarás en tu puesto.
—¿Seré un adulto?
—Exacto. De hecho, te harán ganar tanto peso y altura como conocimientos
te metan dentro. Necesitarás una nueva identidad, pero eso no será difícil de
arreglar. Te servirá el mismo nombre; es muy común. Serás Pummairam el
marino, que partió años antes como joven de cubierta, hizo fortuna en el
comercio y está preparado para comprar una nave y fundar su propia empresa.
No te harás notar demasiado, eso lo estropearía todo, pero serás un próspero y
bien considerado súbdito del rey Hiram.
El muchacho entrechocó las manos.
—Señor, vuestra benevolencia supera a vuestro sirviente.
—Todavía no he terminado —contestó Everard—. Tengo autoridad
discrecional en casos como éste, y voy a hacer algunos arreglos en tu nombre.
No podrás pasar por hombre respetable cuando te establezcas a menos que te
cases. Muy bien, te casarás con Sarai.
Pum gimió. Su mirada al patrullero era de consternación.
Everard rió.
—¡Venga, vamos! —dijo—. Puede que no sea una belleza, pero tampoco es
desagradable; le debemos mucho. Es leal, inteligente y conoce los modos de
palacio y muchas cosas útiles. Cierto, nunca sabrá quién eres realmente.
» Simplemente será la esposa del capitán Pummairam y la madre de sus
hijos. Si en su mente se forma alguna pregunta, creo que tendrá la inteligencia de
no manifestarla. —Con severidad—: Serás bueno con ella. ¿Me oy es?
—Bien… bueno, bien… —La atención de Pum se desvió a la bailarina. Los
hombres fenicios vivían con una doble medida, y Tiro tenía más que su porción
de casas de diversión—. Sí, señor.
Everard golpeó la rodilla del otro.
—Leo tu mente, hijo. Sin embargo, podrías descubrir que no te interesará ir
por ahí. Como segunda esposa, ¿qué te parece Bronwen?
Fue un placer ver a Pum pasmado. Everard se puso serio.
—Antes de irme —le explicó—, tengo intención de ofrecerle a Hiram un
regalo, no el tipo de regalo común, sino algo espectacular, como un lingote de
oro. La Patrulla posee riquezas ilimitadas y adopta una actitud relajada con la
requisa. Por su honor, Hiram no podrá negarme nada a cambio. Le pediré a su
esclava Bronwen y sus hijos. Cuando sean míos, los liberaré formalmente y
luego le daré una dote.
» La he sondeado. Si puede tener libertad en Tiro, realmente no quiere
regresar a su tierra natal y compartir una choza con otros diez o quince
miembros de una tribu. Pero para quedarse aquí debe tener un marido, un
padrastro para sus hijos. ¿Podrías ser tú?
—Yo… podría y o… podría ella… —La sangre iba y venía al rostro de Pum.
Everard asintió.
—Le prometí que le encontraría un hombre decente.
Ella se había quedado melancólica. Pero aun así, en esta época, como en la
mayoría, las cuestiones prácticas se imponían al romance.
Para él puede llegar a ser duro ver a su familia envejecer mientras él sólo lo
finge. Pero con sus misiones por el tiempo, los tendrá durante muchas décadas de
su vida; y, después de todo, no ha crecido con la sensibilidad americana. Debería
irle razonablemente bien. Sin duda las mujeres se harán amigas, y se unirán para
gobernar con calma el nido del capitán Pummairam.
—Entonces… ¡oh, mi señor! —El joven se puso en pie de un salto e hizo
cabriolas.
—Tranquilo, tranquilo. —Sonrió Everard—. En tu calendario, recuerda,
pasarán años antes de que te establezcas. ¿Por qué retrasarlo? Busca la casa de
Zakarbaal y preséntate ante los Zorach. Ellos te pondrán en camino.
Por mi parte… me tomaré unos días para terminar con cortesía y de forma
plausible mi estancia en palacio. Mientras tanto, Bronwen y yo… Everard suspiró,
con melancolía propia.
Pum se fue. Con los pies volando y el caftán aleteando, la rata del puerto
púrpura corrió hacia el destino que iba a labrarse por sí mismo.
El pesar de Odín el Godo
Y entonces oí una voz en el mundo: «¡Oh, llorad
por la fe rota,
Y el pesado infortunio de los Nibelungos, y
el pesar de Odín el Godo!».
372
Vista desde las murallas del Campamento Viejo, la naturaleza era terrorífica.
Al este, en aquel año de sequía, el Rin relucía encogido. Los germanos lo
atravesaban con facilidad, mientras que las naves de suministros con destino a los
campamentos en su ribera izquierda a menudo encallaban y, antes de poder
escapar, caían en manos enemigas. Era como si los mismos ríos, las antiguas
defensas del Imperio, desertasen de Roma. Allí al otro lado, donde el bosque se
elevaba de la planicie, las hojas resecas se teñían de ocre y caían. Las granjas
habían estado marchitas hasta que la guerra las había convertido no en barro, sino
en polvo para el cielo cegador, para teñir de gris las cenizas y restos de las casas.
Ahora esa tierra traía una nueva cosecha nacida de dientes de dragón: una
horda bárbara. Grandes hombres rubios agitaban emblemas sacados de
arboledas sagradas y ritos sangrientos, postes o palos con cráneos o burdos
dibujos de osos, verracos, bisontes, toros, alces, venados, gatos monteses, lobos.
La luz de la puesta de sol se reflejaba en la punta de las lanzas, los escudos
reforzados, algún casco ocasional, rara vez una cota o una coraza tomada de un
legionario muerto. Casi ninguno llevaba armadura, vestían túnicas y pantalones
ajustados o iban desnudos hasta la cintura, quizá con una vieja piel de bestia por
encima. Gruñían, ladraban, gritaban, rugían, daban patadas, un sonido similar a
un trueno lejano.
Ciertamente lejano. Mirando más allá de la sombra que se extendía hacia
ellos, Munio Luperco distinguió un largo pelo atado a la sien o en lo alto de la
cabeza. Ése era el estilo de las tribus suevas en el corazón de Germania. No era
común, debía de ser un grupo pequeño que había seguido hasta allí a un capitán
aventurero, pero demostraba cuán lejos había llegado la palabra de Civilis.
Casi todos se trenzaban el pelo; algunos se lo teñían de rojo o se lo ponían de
punta al estilo galo. Había bátavos, canninefates, tungros, frisios, brúcteros, otros
nativos de aquellas partes… y muchos temibles no tanto por su número como por
su conocimiento de los usos romanos. Vay a, por allí iba un escuadrón de
téncteros, galopando sobre los ponis con la gracia de los centauros, lanzas y
pendones en alto, las hachas en las sillas, ¡la caballería de los rebeldes!
—Tendremos una noche agitada —dijo Luperco.
—¿Cómo lo sabes, señor? —La voz del ordenanza no era del todo firme.
Apenas era un muchacho, elegido apresuradamente para el puesto después de la
caída del experimentado Rutilio. Cuando cinco mil soldados habían sido
expulsados del campo de batalla hasta el siguiente fuerte, seguidos por dos o tres
veces su número, cogías lo que podías.
Luperco se encogió de hombros.
—Uno acaba sintonizando con sus humores.
No todas las señales eran sutiles. Más allá del río y más allá del tumulto
masculino de la orilla, el humo se elevaba alejándose de hervidores y asados.
Las mujeres y los niños de la región habían venido para incitar a sus hombre a la
batalla. Nuevamente entre ellos había comenzado el lamento. Se extendió y se
hizo más fuerte mientras escuchaba, como una sierra, con un ritmo subterráneo,
ha-ba-da-ha-ba, ha-ba-da-da. Más y más oídos se pusieron a escuchar; el caos se
acercaba.
—No creo que Civilis quiera acción —dijo Aleto. Luperco había separado al
veterano centurión de los fragmentos que habían sobrevivido a su mando para
que fuese su oficial y consejero. Aleto hizo un gesto hacia la empalizada de lo
alto del terraplén—. Los últimos ataques le han costado mucho.
Los cuerpos tirados, hinchados, sin color, entre entrañas y sangre coagulada,
armas rotas, ruinas cubiertas bajo las cuales los bárbaros habían intentado atacar
la entrada. En su lugar llenaron la zanja. Las bocas se abrían alrededor de
lenguas que las hormigas y los escarabajos se comían. Los cuervos habían
sacado la may oría de los ojos. Varios pájaros seguían picoteando, tomando la
cena antes de la noche. Las narices se habían acostumbrado al olor, excepto
cuando la brisa lo traía directamente y el frío de la tarde lo había humedecido.
—Tiene suficiente —dijo Luperco.
—Aun así, señor, no es tonto, ni ignorante, ¿no? —persistió el centurión—. He
oído que marchó con nosotros veinte años o más, hasta la misma Italia, y recibió
el máximo rango que puede recibir un auxiliar. Debe de saber que andamos
escasos de comida y todo lo demás. Dejarnos morir de hambre tiene mucho más
sentido que cargar contra soldados regulares y sus máquinas.
—Cierto —admitió Luperco—. Me atrevería a decir que ésa ha sido su
intención desde que no pudo entrar. Pero sabes que no tiene un control romano
sobre esos hombres. —Con ironía—. Aunque no es que nuestras legiones no se
hay an salido de los límites últimamente, ¿eh?
Su vista buscó un centro de calma alrededor del cual se moviese el enemigo.
El metal relucía en orden donde los hombres descansaban bajo los estandartes de
sus unidades; los caballos, atados, comían tranquilamente la avena que les habían
traído; recién construida, con madera nueva pero de sólida carpintería, una torre
de asalto de dos pisos esperaba sobre sus ruedas. Más allá se encontraba Claudio
Civilis, que antes había servido a Roma, y los hombres con los que había hecho
campaña y que habían aprendido de él.
—Algo ha vuelto a sublevar a los germanos —dijo el legado—. Alguna
noticia, inspiración, deseo o… lo que sea. Me gustaría saber qué ha sido. Pero
repito, tenemos una noche difícil por delante. Preparémonos.
Abrió la marcha desde la torre de vigilancia. Casi era un descenso a la paz.
En las décadas posteriores a su establecimiento, el Campamento Viejo había
crecido, convirtiéndose casi en un asentamiento; no todos llevaban vestiduras
militares. En aquel momento, estaba lleno de fugitivos, así como de los restos de
la fuerza expedicionaria. Pero había conseguido imponer el orden: los soldados
correctamente acuartelados y asignados, los civiles ocupados en trabajos útiles o
al menos alejados para que no molestasen.
La tranquilidad se ocultaba en las sombras; durante un momento pudo cerrar
los oídos al canto salvaje. Su mente vagó libre a lo largo de millas y años, sobre
los Alpes y el sur hacia el mar azul a la bahía y las montañas majestuosas, una
ciudad escondida, una casa y un patio de rosas, Julia, los niños… Publio debía de
estar acercándose a la madurez, Lupercila sería una joven dama, y ¿habría
superado Marco esos problemas con la lectura?… Las cartas llegaban tan
irregularmente, eran tan infrecuentes. ¿Cómo les iba? ¿Cómo iban las cosas en
Pompey a?
Olvídate de ellos. Tengo mis propios asuntos que tratar. Siguió, inspeccionando,
planeando, dando instrucciones.
Cay ó la noche. Los fuegos saltaban enormes alrededor del fuerte, donde los
guerreros comían y bebían. Habían saqueado incontables ánforas de vino. Con el
tiempo empezaron sus roncas canciones de guerra. Al fondo, sus mujeres
aullaban como halcones.
Uno a uno, grupo a grupo, se pusieron en pie, cogieron las armas y se
arrojaron contra la muralla. En la oscuridad, sus lanzas, flechas y hachas sólo
hendían el aire. Los romanos los veían con claridad bajo la luz de sus fuegos.
Jabalinas, hondas, catapultas se encargaban de ellos, primero de los más valientes
y chillones.
—¡Una cacería egipcia de pájaros, por Hércules! —Aleto estaba exultante.
—Civilis también lo comprende —contestó Luperco.
De hecho, después de un par de horas las chispas se elevaron en lo alto y
desaparecieron, los rastrillos separaron el carbón de la madera, botas y mantas
apagaron las llamas. La precaución pareció enloquecer más a los germanos. Era
una noche sin luna y una neblina había cubierto las estrellas. La lucha era a
ciegas, mano a mano, golpeando donde oías un ruido y apreciabas una oscuridad
aún may or que venía hacia ti. Aun así, los legionarios conservaron su disciplina.
Desde las murallas arrojaban piedras y estacas cubiertas de hierro todo lo bien
que podían apuntar. Donde el sonido les indicaba una escalera alzada, empujaban
con los escudos y las jabalinas iban detrás. Y ensartaban las espadas en aquellos
hombres que llegaban a lo alto.
En algún momento pasada la medianoche, el combate se apagó. Durante un
momento hubo casi completo silencio, ni siquiera el sonido que producen los
moribundos. Los germanos habían encontrado y reclamado a sus heridos, sin que
importase el peligro, y los romanos y acían bajo las lámparas al cuidado de los
cirujanos. Pronto oy eron una voz arengando, luego gritos, después una vez más el
canto de muerte.
—Vuelven —suspiró.
La primera luz le mostró la torre de asalto acercándose hacia la puerta
pretoriana. Iba despacio, empujada por una veintena o dos de guerreros mientras
el resto se agitaba impaciente detrás y la elite de Civilis esperaba a un lado.
Luperco tuvo tiempo suficiente para examinar la situación, tomar una decisión,
situar a sus hombres y distribuir su maquinaria militar. Había hecho que soldados
y artesanos refugiados las construy esen.
La torre se acercó a la puerta. Los guerreros treparon por ella, agitando
armas, lanzando misiles, colocándose para saltar desde abajo. El legado habló.
Los romanos de las murallas llevaron estacas y vigas al punto de entrada. A
cubierto por los escudos y los lanzadores empujaron, golpearon y cortaron.
Obligaron a la torre a detenerse y empezaron a destrozarla. Mientras tanto sus
compañeros salieron por ambos flancos y atacaron al enemigo.
Civilis guió a sus veteranos. Los ingenieros romanos extendieron un brazo de
grúa sobre la muralla. Mandíbulas de hierro al final de una cadena se agitaron en
un arco, se cerraron sobre un hombre, y lo elevaron en el aire. Felices, los
ingenieros movieron los contrapesos. El brazo dio un giro, la mandíbula se abrió y
el cautivo cay ó a tierra en el interior del campamento. Un pelotón lo aguardaba.
—¡Prisioneros! —gritó Luperco—. ¡Quiero prisioneros!
La grúa volvió a salir, y a salir. Era un dispositivo lento y torpe, pero también
nuevo y extraño, temible. Luperco nunca supo lo que contribuy ó a desmoralizar
las tropas enemigas. Era probable que nadie lo supiese. La destrucción de la torre
y el asalto por parte de la infantería bien entrenada y coordinada y a eran muy
malos.
Unas buenas tropas hubiesen conservado su territorio rodeando a los pocos
hombres en la salida y haciéndolos pedazos. En las bandas bárbaras nadie tenía el
mando más allá que sobre su seguidor inmediato, ni forma de saber qué pasaba
en otra parte. Los que se encontraban con muchas bajas no recibían refuerzos.
Estaban cansados después de su larga noche, muchos habían perdido sangre, ni
camaradas ni dioses habían venido en su ay uda. Su valor se escapaba mientras
corrían. Como una avalancha, el resto de la horda los siguió.
—¿Deberíamos perseguirlos, señor? —preguntó el ordenanza.
—Eso sería fatal. —Una parte de Luperco se preguntó por qué lo explicaba,
por qué no le ordenaba al chico que se callase—. No sienten verdadero pánico.
Mira, están deteniéndose junto al río. Sus jefes los reunirán y Civilis les hará
recuperar más o menos el sentido. Sin embargo, no creo que permita otro intento
como éste. Se limitará a bloquearnos.
E intentará seducir a sus compatriotas entre nosotros —añadió la mente del
legado—. Pero al menos ahora puedo dormir. Qué cansado estaba. Sentía el
cráneo lleno de arena y la lengua como una tira de cuero.
Primero tenía obligaciones. Bajó las escaleras y recorrió el camino principal
hasta el punto donde la grúa había arrojado a su presa. Un par y acían muertos,
y a fuese porque se habían resistido demasiado o porque el pelotón se había
emocionado en exceso. Uno gemía y se retorcía sobre el polvo. No movía las
piernas, debía de tener la espalda rota, mejor sería cortarle la garganta. Tres
caminaban atados bajo la mirada de sus guardias. El séptimo, también con las
muñecas atadas y los talones trabados, permanecía de pie. El traje de un auxiliar
bátavo cubría su cuerpo fornido.
Luperco se detuvo frente a él.
—Bien, soldado, ¿qué tienes que decir? —preguntó con calma.
La barba le crecía alrededor de los labios y habló en latín con acento gutural.
—Nos tienes. Pero eso es todo lo que tienes.
Un legionario levantó a medias su espada. Luperco agitó la mano para que la
guardase.
—Vigila tus modales —le aconsejó—. Tengo algunas preguntas para tus
compañeros. Coopera, y no sufrirás lo peor que puede sucederle a un traidor.
—No traicionaré a mi señor, hagas lo que hagas —dijo el bátavo. Su
agotamiento hacía que el desafío fuese monótono—. Woen, Donar, Tiw sed
testigos.
Mercurio, Hércules, Marte. Sus dioses principales, o al menos así los
identificamos los romanos. No importa. Creo que lo dice en serio, y la tortura no
servirá. Tendré que intentarlo, por supuesto. Quizá sus camaradas tengan menos
decisión. Aunque no es que crea que alguno de ellos sepa algo útil. Qué pérdida.
Humm, una cosa… —Un ligero presentimiento erizó la piel del legado—.
Podría estar dispuesto a decírmelo.
—Dime en todo caso, ¿qué os posey ó? Era una locura atacarnos. Civilis debe
de estar tirándose de los pelos.
—Quería detenerlo —admitió el prisionero—. Pero los guerreros se
desbocaron, y él… nosotros… sólo pudimos intentar que fuesen efectivos. —Una
sonrisa canina—. Ahora quizá hay an aprendido la lección y hagan las cosas bien.
—Pero ¿qué desencadenó el ataque?
De pronto la voz vibró, los ojos se encendieron.
—Estaban equivocados en la táctica, sí, pero la palabra era cierta. Es cierto.
Vino por los brúcteros que se han unido a nosotros. Veleda ha hablado.
—Eh, ¿Veleda?
—La sibila. Ha ordenado que todas las tribus se alcen. Roma está condenada,
le ha dicho la diosa, y la victoria será nuestra. —El bátavo se cuadró de hombros
—. Haz lo que quieras conmigo, romano. Eres hombre muerto, lo sois tú y todo tu
apestoso Imperio.
2
El invierno trajo lluvia, nieve, lluvia otra vez, azotada por vientos crueles, un
clima que continuó hasta la primavera. Los ríos corrían por los barrancos, los
prados se inundaban, los pantanos rebosaban. Los hombres repartían el grano que
tenían almacenado, mataban más ganado tembloroso y apiñado del que habían
deseado, iban a cazar más a menudo y conseguían menos piezas que antes. Se
preguntaban si los dioses se habrían cansado de la sequía del año anterior pero no
de desgarrar la tierra.
Quizá fue un signo de esperanza que la noche en que los brúcteros se
encontraron en su lugar sagrado fuese clara, aunque fría. Retazos de nubes
corrían al viento, blancas como fantasmas al lado de la luna que se movía entre
ellas. Unas pocas estrellas parpadeaban. Los árboles eran enormes oscuridades,
sin forma excepto donde las ramas se elevaban casi desnudas hacia el cielo. Sus
sonidos eran como una lengua desconocida, respuestas a los gemidos y gruñidos
del viento.
El fuego rugía. Las llamas saltaban rojas y amarillas del corazón blanco. Las
chispas subían a lo alto para burlarse de las estrellas y morían. La luz apenas
tocaba los grandes troncos que rodeaban el claro y parecía moverlos, tan
inquietos como las sombras. Se reflejaba en las lanzas y globos oculares de los
hombres reunidos, sacaba rostros sombríos de la oscuridad, pero se perdía en las
barbas y las ropas gastadas.
Tras el fuego se alzaban las imágenes, formadas por troncos enteros. Woen,
Tiw y Donar estaban rajados y grises, cubiertos de musgo y hongos venenosos.
Nerha era más reciente, recién pintada para brillar bajo la luna, y la habilidad de
un esclavo de las tierras del sur se había ocupado de la talla. Bajo el inquieto
resplandor, podría haber estado viva, ser la diosa verdadera. El verraco salvaje
que se encontraba sobre el carbón había sido cazado más por ella que por los
otros.
No había muchos hombres, y sólo unos pocos eran jóvenes. Todos los que
pudieron seguir a sus jefes a través del Rin el pasado verano, para luchar junto a
Burhmund el Bátavo contra los romanos. Todavía estaban allí, y en casa se los
echaba mucho de menos. Wael-Edh había enviado la noticia de que los jefes de
las casas brúcteras deberían reunirse esta noche, hacer una ofrenda y
escucharla.
El aliento se les escapó de entre los dientes cuando ella se presentó. Su
atuendo era blanco como la luna, adornado con pelaje oscuro, y sobre el pecho
relucía un collar de ámbar. El viento producía ondas en su falda y su capa se
agitaba como grandes alas. ¿Quién sabía qué pensamientos se cobijaban bajo la
capucha? Levantó los brazos, anillos de oro se cerraban a su alrededor como
serpientes, y todas las lanzas se inclinaron por ella.
Heidhin, que había preparado el verraco, estaba más cerca del fuego,
apartado de los otros. Sacó el cuchillo, se llevó la hoja a los labios, lo volvió a
guardar.
—Bienvenida, nuestra dama —la saludó—. Contempla, hemos venido como
ordenaste, los que hablan al pueblo, para que a través de ti los dioses les hablen a
ellos. Si es tu deseo.
Edh bajo las manos. Aunque no habló alto, su voz se impuso al ruido de la
noche. Más que Heidhin, mantuvo un tono desigual, subidas y bajadas como las
olas que golpean una costa lejana. Quizá a eso se debía un poco de la grandeza
que siempre la rodeaba.
—Escuchadme, hijos de Brucht, porque grandes son mis noticias. La espada
está en alto, los lobos y los cuervos comen bien, las brujas de Nerha vuelan con
libertad. ¡Salud a los héroes!
» Primero la verdad más antigua. Cuando os llamé aquí, mi deseo era
simplemente confortaros. El tiempo ha sido largo, los invitados tienen hambre y
el enemigo sigue resistiendo. Muchos de vosotros empiezan a preguntarse por qué
estamos aliados con nuestros parientes más allá del río. Tenemos vergüenzas que
vengar, pero ningún y ugo que destruir. Tenemos un reino que construir con ellos,
pero no si nos fallan.
» Sí, tribus entre los galos también se han alzado, pero son frívolos. Sí,
Burhmund ha devastado a los ubios, esos perros de Roma, pero los romanos han
asolado el campo de nuestros amigos los gugernos. Sí, hemos asediado
Mongutiacum y Castra Vetera, pero nos tuvimos que retirar de la primera y la
segunda ha resistido mes tras mes. Sí, hemos tenido nuestras victorias en el
campo de batalla, pero también derrotas, y siempre muchas pérdidas. Por tanto
renovaré mi promesa con vosotros: que Roma caerá, que los huesos de las
legiones y acerán esparcidos y que el gallo rojo cantará en todos los tejados de
Roma… la venganza de Nerha. Sólo tenemos que seguir luchando.
» Entonces, apenas hoy, seguro que por voluntad de la diosa, un jinete llegó
hasta mí enviado por el mismo Burhmund. Castra Vetera, el Viejo Campamento
del enemigo, ha caído. Vócula el legado, victorioso en Mongutiacum, está
muerto, y Novesium, donde murió, también se ha rendido. Colonia Agripina,
orgullosa ciudad entre los ubios, ha pedido conocer los términos de la rendición.
» Nerha mantiene la fe, hijos de Brucht. Éste es el comienzo de la promesa
que se cumplirá por completo. ¡Roma caerá!
Sus gritos rasgaron el cielo.
Los arengó un poco más, aunque no mucho, y acabó con tranquilidad:
—Cuando finalmente los guerreros lleguen a casa, Nerha bendecirá sus
semillas y tendrán como hijos a hombres para ocupar el mundo. Ahora comed
frente a ella, y mañana llevad esperanza a vuestras mujeres.
Levantó una mano. Una vez más ellos bajaron las lanzas. Cogió una rama del
fuego para iluminar el camino y se internó en la oscuridad.
Heidhin los guió mientras sacaban la ofrenda del asador, la trinchaban y
devoraban la carne olorosa. Sin embargo, dijo poco mientras ellos hablaban de
las maravillas que les habían contado. A menudo tenía esos ataques de silencio.
Los demás se habían acostumbrado a ellos. Era suficiente con que fuese el
hombre de confianza de Wael-Edh y, por derecho propio, un jefe sagaz y rápido.
Era esbelto, de rasgos delgados, con entradas blancas en su pelo negro y la barba
bien afeitada.
Cuando los huesos fueron depositados en el estercolero y el fuego ardía bajo,
en nombre de todos deseó buenas noches a los dioses. Los hombres buscaron
hospedaje cerca, donde podrían descansar antes del regreso por la mañana.
Heidhin tomó un camino diferente. Su antorcha lo guió por un oscuro sendero
hasta que salió de los árboles a un amplio claro, donde la dejó caer para que
muriese. Allí la luna corría sobre los montes al oeste, por entre el viento y las
nubes fantasmagóricas.
Frente a él había una casa. La escarcha relucía sobre el tejado de paja. En su
interior sabía que los parientes dormían en una pared, la gente común en la otra,
entremezclados con sus posesiones y herramientas, como en cualquier otro sitio;
pero éstos servían a Wael-Edh. Su torre se alzaba más allá, de madera dura,
sujetada con hierro, levantada para que ella pudiese estar a solas con su sueño.
Heidhin siguió caminando.
Un hombre le interceptó el paso, con la lanza levantada y gritó:
—¡Alto! —Luego, mirando con la luz de la luna—: Oh, vos, mi señor.
¿Queréis dormir?
—No —dijo Heidhin—. La aurora está cerca y tengo un caballo en el refugio
para llevarme a casa. Primero hablaré con la dama.
El guardia parecía inseguro.
—No la despertaréis, ¿no?
—No creo que duerma —dijo Heidhin. Indefenso, el hombre le dejó pasar.
Llamó a la puerta de la torre. Una esclava se despertó y la abrió. Al verlo,
acercó una astilla de pino a la lámpara de barro y la usó para encender una
segunda, que él cogió. Subió por la escalera hasta la habitación de lo alto.
Mientras esperaba —se conocían desde hacía mucho tiempo— Edh se sentó
en su taburete alto, mirando las sombras producidas por su propia lámpara, Se
agitaban inmensas y malformadas por entre las vigas, los cofres, pellejos y
pieles, los artefactos de magia y las cosas que había traído de sus viajes. Debido
al frío, se mantenía envuelta en la capa, con la capucha puesta; cuando lo miro,
él vio que tenía el rostro tenebroso.
—Saludos —dijo ella en voz baja. Un fantasma de sus labios relució bajo la
luz suave.
Heidhin se sentó en el suelo, recostándose contra el panel de la cama. —
Deberías descansar —dijo.
—Sabes que no podría, tan pronto.
Él asintió.
—Aun así, deberías. El esfuerzo te dejará en nada.
Crey ó detectar una media sonrisa.
—Llevo haciéndolo muchos años y todavía estoy sobre el suelo.
Heidhín se encogió de hombros.
—Bien, entonces duerme cuando puedas. —Sería a intervalos—. ¿En qué has
estado pensando?
—En todo, por supuesto —dijo ella con cansancio—. En el significado de esas
victorias. En qué hacer a continuación.
Él suspiró.
—Eso pensaba. Pero ¿por qué? Está claro.
La capucha se arrugó a medida que ella, en medio de las sombras, movía la
cabeza.
—No lo está. Te comprendo, Heidhin. Un romano ha caído en nuestras manos
y crees que deberíamos hacer lo que hacían los guerreros de antaño, dárselo todo
a los dioses. Cortar gargantas, romper armas, destruir carros, arrojarlo todo a un
cenagal para que Tiw esté contento.
—Una gran ofrenda. Aceleraría la sangre de nuestros hombres.
—Así como enfurecería a los romanos.
Heidhin sonrió.
—Conozco a los romanos mejor que tú, Edh. —¿Había hecho una mueca?
Siguió hablando—: Es decir, he tratado con ellos y con los suy os, y o, un jefe
guerrero. La diosa te dice poco de esas preocupaciones cotidianas, ¿no? Yo digo
que los romanos no son como nosotros. Ellos son pensadores fríos…
—Por tanto los comprendes bien.
—Los hombres me llaman astuto —dijo, sin vergüenza—. Por tanto,
empleemos mi ingenio. Yo te digo que una matanza animará a las tribus y nos
traerá nuevos guerreros, más de lo que producirá deseos de venganza. —Fingió
gravedad—. Además, los dioses estarán alegres. Lo recordarán.
—He pensado en ello —le dijo ella—. Burhmund dice que perdonará a sus
hombres…
Heidhin se envaró.
—Ja —dijo—. Ése. Él, medio romano.
—Sólo que los conoce todavía mejor que tú. Considera que una carnicería no
sería inteligente. Podría enfurecerlos de forma que cay esen sobre nosotros con
toda su fuerza, sin que les importe el coste en cualquier otra zona de su reino. —
Edh levantó una palma—. Pero espera. Él también sabe lo que los dioses podrían
desear… lo que otros en casa podrían pensar que los dioses quieren. Va a
enviarme a uno de los jefes romanos.
Heidhin se puso recto.
—Bien, ¡perfecto!
—Burhmund dice que podemos matar al hombre en el lugar sagrado si es
necesario, pero aconseja que controlemos la mano. Un rehén, para cambiar por
algo de may or valor… —Se detuvo un momento—. He pasado este rato de
calma invocando a Niaerdh. ¿Quiere sangre o no? No me ha dado ninguna señal.
Creo que eso significa que no.
—Los Anses…
Sentada por encima de él, Edh dijo con repentina frialdad:
—Que Woen y el resto se quejen a Niaerdh, Nerha, si quieren. Yo la sirvo a
ella. El cautivo vivirá.
Heidhin frunció el ceño mirando al suelo y se mordió el labio.
—Sabes que soy enemiga de Roma y por qué —siguió diciendo ella—. Pero
todas esas palabras de destrozarla me parecen cada vez más, a medida que la
guerra sigue y sigue, como simples gritos. No es realmente lo que la diosa me
ordenó decir, es lo que y o me he dicho que ella quiere que diga. Tuve que
repetirlo esta noche, o el encuentro hubiese estado desconcertado y aterrado.
Pero ¿realmente podemos ganar algo más que la retirada de Roma de estas
tierras?
—¿Podemos ganar incluso eso si nos olvidamos de los dioses? —le soltó él.
—¿O son tus esperanzas de poder y fama las que tendremos que sacrificar?
—le respondió ella.
Él la miró con furia.
—Sólo de ti toleraría algo así.
Ella abandonó el taburete. La voz se suavizó.
—Heidhin, viejo amigo, lo siento. No pretendía hacerte daño. Nunca
deberíamos pelearlos, nosotros dos.
El hombre también se puso en pie.
—Lo juré una vez… que te seguiría.
Ella tomó sus manos entre las suy as.
—Y bien que lo has hecho. Muy bien.
Cuando levantó la cabeza para mirarlo, la capucha cay ó hacia atrás y él te
vio el rostro a la luz de la lámpara. Las sombras rellenaban las arrugas y
destacaban las mejillas, pero ocultaban el gris de los mechones de la frente.
—Juntos hemos recorrido un largo camino.
—No juré que te seguiría a ciegas —murmuró él, Y tampoco lo había hecho.
En ocasiones iba en contra de los deseos de ella, después le demostraba que con
razón.
—Muy, muy largo —susurró ella como si no lo hubiese oído. Sus ojos
avellanados buscaron en la oscuridad de espaldas a él—. ¿Acabamos aquí, al este
del gran río, por los años y las millas que nos han desgastado? Debíamos haber
seguido vagando, quizá hasta los bátavos. Su tierra se abre al mar.
—Los brúcteros nos recibieron bien. Hicieron por ti todo lo que pediste.
—Oh, sí. Estoy agradecida. Pero algún día, desde un solo reino de todas las
tribus, volveré a observar la estrella que Niaerdh hace brillar sobre el mar.
—Ese reino no será posible a menos que acabemos por completo con los
romanos.
—No hables así. Después quizá tengamos que hacerlo. Ahora recordemos
cosas más agradables.
La salida del sol teñía de rojo el cielo cuando él se despidió. El rocío
manchaba el barro. Cruzó la pequeña arboleda en dirección al refugio y a su
caballo. Ella tenía paz en la frente, lista para dormir, pero él sujetaba con dedos
tensos la empuñadura de su cuchillo.
4
Castra Vetera, el Campamento Viejo, se encontraba cerca del Rin, más arriba
de donde se encontraba Xanten en Alemania cuando Everard y Floris habían
nacido. Pero toda aquella tierra en esa época era Germania: atravesaba Europa
desde el mar del Norte hasta el Báltico, desde el río Scheldt hasta el Vístula, y por
el sur el Danubio. Suecia, Dinamarca, Noruega, Austria, Suiza, Holanda, los
estados germanos que nacerían en el curso de casi dos mil años, eran hoy una
tierra salvaje rota aquí y allá por zonas cultivadas, pastos, villas, ocupada por
tribus que guerreaban, emigraban y se mantenían en una eterna turbulencia.
Al oeste, en lo que serían Francia, Bélgica, Luxemburgo, la may or parte de
Renania, los habitantes eran galos, de lengua celta y costumbres celtas. Con una
cultura desarrollada y capacidad militar, habían dominado a los germanos con
los que tenían contacto —aunque la distinción nunca había sido absoluta, y se
hacía imprecisa en la zona fronteriza— hasta que César los conquistó a ellos. Eso
se había producido recientemente, y la asimilación no había progresado lo
suficiente como para que el recuerdo de los viejos días se hubiese desvanecido.
Había parecido que lo mismo sucedería a sus rivales del este; pero cuando
Augusto perdió tres legiones en el bosque de Teutoburgo, decidió fijar la frontera
del Imperio en el Rin más que en el Elba, y sólo unas pocas tribus germanas
permanecieron bajo dominio romano. Para las más periféricas, como los
bátavos y los frisios, no se trataba de una ocupación real. Como a los estados
nativos de la India del rajá británico, se les exigía pagar tributo y, en general,
comportarse como dictara el procónsul más cercano. Aportaban muchas tropas
auxiliares, originalmente voluntarios, más tarde reclutados. Fueron los primeros
en rebelarse; después consiguieron aliados entre sus parientes del este, mientras
que en el suroeste los galos se rebelaban.
—Fuego… he oído hablar de una sibila que profetiza que la misma Roma
arderá —dijo Julio Clásico—. Háblame de ella.
El cuerpo de Burhmund se movió incómodo sobre la silla.
—Con palabras como ésas unió a nuestra causa a los brúcteros, los téncteros
y a los charriavos —reconoció él, con menos entusiasmo del esperado—. Su
fama ha saltado sobre los ríos para llegar a nosotros. —Miró a Everard—. Debes
de haber oído hablar de ella en tu viaje. Tu camino debe de haberse cruzado con
el suy o, y aquellas tribus no han olvidado. Sus guerreros han seguido viniendo
porque supieron que ella estaba con nosotros, invocando la guerra.
—Ciertamente oí hablar de ella —mintió el patrullero—, pero no sabía cómo
tomarme esas historias. Cuéntame más.
Los tres montaban bajo un cielo gris, bajo una brisa fría, cerca de la vía que
salía del Campamento Viejo. Era una carretera militar, pavimentada y recta
como una flecha, siguiendo el sur junto al Rin hasta Colonia Agripina. Las
legiones romanas habían estado allí durante muchos años. Ahora los restos de
aquellos que habían defendido la fortaleza durante el otoño y el invierno se
dirigían bajo vigilancia hacia Novesium, que había caído con may or prontitud.
Formaban un grupo triste: andrajosos, sucios, esqueléticos. La may oría
caminaba con ojos vacuos, sin ni siquiera intentar mantener la fila, En su
may oría eran galos, tanto soldados regulares como auxiliares, y era al Imperio
galo al que se habían rendido y jurado lealtad, según las exigencias y promesas
del representante de Clásico. No es que hubiesen podido soportar un ataque
directo, como habían hecho una y otra vez al comienzo del asedio. El bloqueo los
había obligado a comer hierba y las cucarachas que un hombre pudiese atrapar.
La escolta era nominal: un puñado de compañeros galos, bien alimentados y
vestidos, soldados ellos mismos antes de convertirse en seguidores de Clásico y
sus colegas. Otros hombres vigilaban los carros tirados por buey es que iban más
atrás, cargados con despojos. Ésos eran germanos, algunos veteranos de la legión
que mandaban a montañeses armados con lanzas, hachas y espadas largas. Era
evidente que Claudio Civilis —Burhmund el Bátavo— tenía una fe muy limitada
en sus asociados celtas.
Frunció el ceño. Era una hombre grande, de rasgos toscos, el ojo izquierdo
ciego y lechoso por una infección del pasado, el derecho de un azul frío. Después
de renegar de Roma se había dejado crecer la barba, mechones castaños con
canas, como su pelo, también sin cortar, teñido de rojo al estilo bárbaro. Pero
sobre el cuerpo llevaba una cota, un casco romano en la cabeza, y colgada de la
cadera una espada de legionario diseñada para clavar, no para cortar.
—Me llevaría todo el día hablar de Wael-Edh… Veleda —dijo—. Tampoco
estoy seguro que fuese muy afortunado. Sirve a una extraña diosa.
—¡Wael-Edh! —susurró una voz en el oído de Everard—. Su nombre real.
Los hablantes latinos naturalmente lo alterarán un poco… —Los tres hombres
empleaban la lengua de Roma, la que tenían en común.
Sorprendido por la tensión, Everard involuntariamente levantó la vista. Sólo
vio una cubierta de nubes. Por encima, Janne Floris flotaba en el cronociclo, Una
mujer no podría haber entrado cabalgando en el campamento rebelde. Aunque
él hubiese podido explicar su presencia, era una idiotez asumir tal riesgo en una
misión y a de por sí delicada. Además, era más útil donde estaba. Sus
instrumentos vigilaban la zona de forma extensa, ampliando lo que deseaba. Por
medio de dispositivos electrónicos en la banda ornamental que llevaba en la
cabeza, podía ver y oír lo que él veía y oía, mientras que la conducción ósea le
traía las palabras de ella. Si tenía dificultades serias, Floris intentaría rescatarle.
Eso si podía hacerlo sin crear demasiada sensación. No había forma de saber
cómo reaccionaría aquella gente —incluso el más sofisticado de los romanos
creía al menos en los presagios— y el sentido de toda aquella operación era
preservar la historia. Si era preciso, dejabas morir a tu compañero.
—En todo caso —siguió diciendo Burhmund, evidentemente deseoso de dar
por zanjado el tema—, su ferocidad disminuy e. Quizá la diosa misma quiera el
final de la guerra. ¿Qué hay que ganar después de haber ganado aquello por lo
que la empezamos? —Su suspiro se perdió en el viento—. Yo también he tenido
mi ración de batallas.
Clásico se mordió el labio. Era un hombre bajo, lo que podía haber
alimentado la ambición que ardía en él, aunque un rostro aquilino apoy aba la
ascendencia real que decía tener. Al servicio de Roma había mandado la
caballería de térreos, y fue en la ciudad de esa tribu gala, la que se convertiría en
Tréveris, donde él y otros conspiraron por primera vez para sacar partido del
levantamiento germano.
—Nos queda por ganar el dominio —respondió—, la grandeza, la riqueza, la
gloria.
—Bien, y o soy un hombre de paz —dijo Everard por un impulso. Si no podía
detener lo que iba a suceder ese día, podría al menos, de forma débil y fútil,
protestar.
Notó que lo miraban con escepticismo. Sería mejor que lo desmintiera. ¿Él,
un pacifista? Fingía ser un godo, venido de las tierras que algún día serían Polonia,
donde todavía habitaba su tribu. El hijo de Everard Arnalaric se encontraba entre
la numerosa progenie del rey, su jefe guerrero, y por tanto tenía una posición
social que le daba derecho a hablar con libertad frente a Burhmund. Nacido
demasiado tarde para recibir una herencia que valiese la pena mencionar, se
había dedicado al comercio de ámbar, realizando personalmente el costoso viaje
hacia el Adriático, que es donde adquirió su latín tan acentuado. Finalmente lo
dejó y se dirigió al oeste porque sentía deseos de aventura y había oído rumores
de que en esas partes podían ganarse fortunas. Además, dio a entender, algunos
problemas en casa precisaban de algunos años para enfriarse.
Era una historia inusual pero no increíble. Un hombre grande y formidable,
que llevaba poco que valiese la pena robar, podía viajar solo sin ser asaltado, En
realidad, se le recibiría bien en la may oría de los sitios, un paréntesis en la
monotonía, como portador de noticias, historias y canciones. Claudio Civilis se
había sentido feliz de recibir a Everard cuando llegó. Tuviese o no Everard algo
útil que decir, al menos le ofrecía algo de distracción en la larga campaña.
Pero no era creíble que no hubiese luchado nunca, o que hubiese perdido el
sueño después de haber despedazado a un ser humano. Antes de que sospechasen
que era un espía, el patrullero se apresuró a añadir:
—Oh, he tenido mis batallas y combates individuales. Cualquiera que me
llame cobarde estará dando de comer a los cuervos antes de anochecer. —Hizo
una pausa. Tengo la impresión de que puedo apelar a algo en Burhmund, hacer
que se abra un poco conmigo. Tengo que saber cómo piensa el hombre clave en
todo esto si hemos de descubrir cómo se desvía la línea temporal… y cuál es el
curso correcto, cuál el erróneo para nosotros y nuestro mundo—. Pero soy
razonable. Cuando es posible, el comercio es mejor que la guerra.
—Encontrarás rico comercio entre nosotros en el futuro —declaró Clásico—.
El Imperio galo… —Pensativo—: ¿Por qué no? Traer el ámbar directamente al
oeste por tierra así como por mar. Pensaré en ello cuando tenga tiempo.
—Alto —interrumpió Burhmund—. Tengo algo que hacer. —Dio con el talón
al caballo y se alejó al trote.
La mirada de Clásico le siguió con cautela. El bátavo cabalgó hasta la línea de
tropas rendidas. La cola de la triste procesión estaba pasando. Se acercó a un
hombre, casi el único que caminada recto y con orgullo. Sin tener en cuenta lo
práctico, el hombre se había envuelto en una toga, limpia y de color barro, el
cuerpo desnutrido. Burhmund se inclinó y le habló:
—¿Qué se le ha metido en la cabeza? —murmuró Clásico. Inmediatamente
se dio la vuelta y sonrió a Everard. Debía de haber recordado que el recién
llegado le oiría. Las fricciones entre aliados no debían mostrarse a los extraños.
Tengo que distraerle, o podría ordenarme que me aleje, pensó el patrullero. En
voz alta dijo:
—¿El Imperio galo? ¿Te refieres a esa parte del Imperio romano?
Ya conocía la respuesta.
—Es la nación independiente de todos los galos. La he proclamado. Soy el
emperador.
Everard fingió estar impresionado.
—¡Os pido perdón, señor! No lo había oído, puesto que he llegado
recientemente.
Clásico sonrió sardónico. Había algo más en él que vanagloria.
—El Imperio en sí es de reciente fundación. Pasará un tiempo hasta que reine
desde un trono y no desde una montura.
Everard le sonsacó. Fue fácil. Rústico y sin influencias, aquel godo seguía
siendo alguien con quien hablar y, después de todo, un hombre impresionante,
que había visto mucho, y por tanto su interés era una forma sutil de halago.
El sueño de Clásico era fascinante en sus detalles, y estaba lejos de ser una
locura. Separaría la Galia de Roma. Eso cerraría Bretaña. Con pocas
guarniciones y con los nativos inquietos y resentidos, la isla acabaría en sus
manos. Everard sabía que Clásico subestimada en demasía la fuerza y la
determinación de Roma. Era un error natural. No podía decirle que las guerras
civiles habían terminado y que Vespasiano gobernaría desde entonces de forma
competente y sin disputas.
—Pero preciso aliados —admitió—. Civilis muestra señales de vacilación…
—Cerró la boca, comprendiendo una vez más que había dicho demasiado—.
¿Cuáles son tus intenciones, Everard? —exigió saber.
—Sólo vagabundeo, señor —le aseguró el patrullero . Usa el tono justo, ni
humilde ni arrogante—. Me hace un honor compartiendo conmigo sus planes. Las
perspectivas comerciales…
Clásico hizo un gesto de desdén y apartó la vista. Su rostro se endureció. Está
pensando, está tomando una decisión que estaba meditando, Puedo imaginar cuál
es. Un escalofrío recorrió la espalda de Everard.
Burhmund había terminado su breve discusión con el romano. Le dio una
orden a un guardia, que acompaño al prisionero desde la fila hasta los toscos
refugios improvisados que los germanos habían dispuesto durante el asedio.
Mientras tanto, Burhmund cabalgó hacia una veintena de hombres que se iban a
caballo, a unos doce metros de distancia: sus tropas domésticas. Se dirigió al más
pequeño y delgado. El muchacho asintió en obediencia y corrió hacia el
campamento abandonado, alcanzando al romano y su escolta. Allí todavía
quedaban algunos germanos para vigilar a los civiles que permanecían en la
fortaleza. Tenían caballos de refuerzo, provisiones y equipo que podía reclamar.
Burhmund regresó con sus compañeros.
—¿De qué se trataba? —preguntó directamente Clásico.
—Un legado, como pensé que era —dijo Burhmund—. Había decidido
enviarle uno a Veleda. Guthlaf se adelanta, mi jinete más rápido, para dar la
noticia.
—¿Por qué?
—He oído quejas entre mis hombres. Sé que en casa creen lo mismo. Hemos
tenido nuestras victorias, pero también hemos sufrido derrotas y la guerra se
alarga. En Ascibergium, sé sincero, perdimos lo mejor de nuestro ejército, y y o
sufrí heridas que me dejaron postrado durante días. Al enemigo han estado
llegándole soldados nuevos. Los hombres dicen que es hora que hagamos a los
dioses una ofrenda de sangre, y aquí tenemos este rebaño de enemigos en
nuestras manos. Deberíamos matarlos, romper sus cosas, ofrecérselo todo a los
dioses. Entonces ganaremos.
Everard oy ó un jadeo desde lo alto.
—Si eso tiene que satisfacer a tus seguidores, puedes hacerlo. —Clásico
parecía más ansioso que frío, aunque los romanos habían apartado a los galos de
los sacrificios humanos.
Burhmund le dedicó una acerada mirada con un solo ojo.
—¿Qué? Esos defensores se rindieron a ti, te dieron su juramento. —Estaba
claro que le disgustaba la idea y la había seguido porque debía hacerlo.
Clásico se encogió de hombros.
—Son inútiles hasta que los alimentemos, y después no serán de fiar. Mátalos
si quieres.
Burhmund se envaró.
—No quiero. Eso provocaría aún más a los romanos. No es prudente —vaciló
—. Sin embargo, es mejor hacer un gesto. Voy a enviarle a Veleda el dignatario.
Ella puede decidir qué hacer con él y convencer a la gente de que es lo correcto.
—Como desees. Ahora, por mi parte, tengo asuntos propios. Adiós.
Clásico azuzó el caballo y se alejó hacia el sur a medio galope. Rápidamente
adelantó los carros y a los prisioneros, haciéndose más pequeño para
desaparecer cuando la carretera entró en una gruesa arboleda. Más allá, Everard
sabía que acampaban la may oría de los germanos. Algunos se habían unido
hacía poco al tren de Burhmund, algunos habían permanecido fuera de Castra
Vetera durante meses y estaban cansados de las chozas sucias. Aunque todavía
tenían pocas horas, los bosques ofrecían protección contra el viento; estaban vivos
y limpios, como los bosques del hogar; el viento en las copas hablaba con las
voces de los dioses oscuros. Everard reprimió un estremecimiento.
Burhmund vio cómo se alejaba su confederado.
—Me preguntó cuál es —dijo en su lengua nativa.
No pudo ser una idea consciente, sino simplemente una corazonada, lo que lo
llevó a dar la vuelta, cabalgar tras el hombre de la toga y su guardián y hacer un
gesto a los guardaespaldas. Éstos corrieron a su encuentro. Everard se aventuró a
unirse a ellos.
Guthiaf, el mensajero, salió de entre las chozas, cabalgando un pony
descansado y llevando tres monturas. Fue al trote hasta el río y subió a un
transbordador que esperaba. Se alejó.
Al aproximarse al legado, Everard le echó un buen vistazo. Por su apariencia,
belleza morena a pesar de lo macilento, había nacido en Italia. Se había detenido
al oír la orden y esperaba su destino con antigua impasibilidad.
—Quiero ocuparme de esto inmediatamente, para que nada salga mal —dijo
Burhmund. Al galo, en latín—: Vuelve a tu puesto. —A un par de sus guerreros—:
Tú, Saeferth, Hnaef, quiero que llevéis a este hombre con Wael-Edh entre los
brúcteros. Guthlaf acaba de partir, llevando la noticia, pero está bien. Tendréis
que ir a un paso mucho más lento para no matar al romano, dado el estado en
que se encuentra. —Con cierta amabilidad, le dijo en latín al cautivo—: Vas a ir
con una mujer santa. Creo que te tratará bien si te comportas.
Sobrecogidos, los guerreros designados llevaron las monturas hacia el antiguo
campamento para preparar el viaje. La voz de Floris tembló en la cabeza de
Everard.
—Ach, nie, de arme… ése debe de ser Munio Luperco. Sabes lo que va a
pasarle.
El patrullero subvocalizó la respuesta.
—Sé lo que les va a pasar a todos.
—¿Hay algo que podamos hacer?
—Ni una maldita cosa. Está escrito. Contrólate, Janne.
—Pareces triste, Everard —dijo Burhmund en su lengua germánica.
—Me siento… cansado —contestó Everard. El conocimiento de la lengua te
había sido instalado antes de dejar el siglo XX (así como el godo, por si acaso).
Era similar a la que había usado en Bretaña cuatro siglos después, cuando los
descendientes de los miembros de las tribus del mar del Norte estaban
invadiéndola.
—Yo también —murmuró Burhmund. Durante un momento pareció extraña
y atractivamente vulnerable—. Los dos llevamos mucho en el camino, ¿no?
Descansemos mientras podamos.
—Creo que tu sendero ha sido más duro que el mío —dijo Everard.
—Bien, un hombre viaja mejor solo. Y la tierra se pega a las botas cuando la
sangre la ha convertido en barro.
La emoción trajo su presentimiento a Everard. Eso era lo que había estado
esperando, por lo que había estado trabajando desde su llegada dos días antes. En
muchos aspectos, los gerinanos eran infantiles, sin reserva, carentes de cualquier
concepto de intimidad. Al contrario que Julio Clásico, que se limitaba a alardear
de su ambición, Claudio Civilis —Burhmund— deseaba hablar a un oído que le
entendiese, desahogarse con alguien que no le pidiese nada.
—Escucha atentamente, Janne —le transmitió a Floris—. Dime cualquier
pregunta que se te ocurra. —En el corto pero intenso periodo de preparación,
había descubierto que Janne era rápida comprendiendo a la gente, Entre los dos
podrían aprender algo, una idea de lo que sucedía y adónde podía llevar.
—Lo haré —le respondió entrecortadamente—, pero será mejor que también
vigile a Clásico.
—Luchaste por Roma desde que eras joven, ¿no? —le preguntó Everard a
Burhmund en germánico.
La risa del hombre fue como un ladrido.
—Cierto, y marché, me entrené, construí carreteras, dormí en barracones,
me peleé, jugué a los dados, fui de putas, me emborraché, enfermé, bostecé en
los largos periodos de aburrimiento… la vida del soldado.
—Pero he oído que tienes mujer, hijos, tierras.
Burhmund asintió.
—No fue todo hacer el equipaje e irse. Para mí y mis parientes menos que
para la gente normal. Pertenecíamos a la casa del rey. Roma nos quería tanto
para mantener a nuestra gente tranquila como para sus soldados. Así que nos
convertimos rápido en oficiales, y a menudo tuvimos largos permisos cuando
nuestras unidades estaban estacionadas en la Germania inferior. Y allí era donde
estaban por lo general, hasta que comenzaron los problemas. Íbamos a casa de
permiso, participábamos en las ceremonias, hablábamos bien de Roma además
de ver a nuestras familias. —Escupió—. ¡Qué agradecimiento obtuvimos por
nuestros servicios!
Los recuerdos empezaron a llegar. La presión de los ministros de Nerón había
alimentado la furia de los tributarios; se produjeron motines; los recaudadores de
impuestos y otros perros de plaga fueron asesinados. Civilis y un hermano suy o
fueron arrestados acusados de conspiración. A Everard, Burhmund le dijo que se
habían limitado a protestar, pero con palabras fuertes. El hermano fue
decapitado, Civilis fue llevado encadenado hasta Roma para ser interrogado, sin
duda bajo tortura, probablemente seguida de la crucifixión. La caída de Nerón
retrasó los trámites. Galba perdonó a Civilis, entre otros gestos de buena voluntad,
y le devolvió a sus deberes.
Muy pronto, Otón derrocó a su vez a Galba mientras los ejércitos en
Germania proclamaban a Vitelio emperador y los ejércitos en Egipto elevaban a
Vespasiano. La deuda de Civilis con Galba casi le valió ser condenado de nuevo,
pero eso se olvidó cuando la decimocuarta legión fue retirada del territorio
lingonio, llevándose también a los auxiliares que él mandaba.
Buscando asegurar la Galia, Vitelio entró en territorio de los tréveros. Sus
soldados saquearon y asesinaron en Divodurum, la que sería Metz (eso ay udaba
a explicar el apoy o instantáneo que recibió Clásico al rebelarse). Una lucha entre
los bátavos y los regulares podría haber sido catastrófica, pero se evitó a tiempo.
Civilis tomó el mando para poner las cosas bajo control. Con Fabio Valente como
general, las tropas marcharon al sur en ay uda de Vitelio contra Otón. Por el
camino, recogió grandes sobornos de las comunidades por evitar que su ejército
las arrasase.
Cuando ordenó que los bátavos fuesen a Narbonensis, el sur de la Galia, para
aliviar a las fuerzas asediadas, sus legionarios se amotinaron. Dijeron que eso los
privaría de los hombres más valientes, El desacuerdo se solucionó y los bátavos
siguieron con ellos. Después de cruzar los Alpes y llegar noticias de otra derrota
de su bando, en Placentia, los soldados volvieron a amotinarse, en esta ocasión
por su falta de acción. Querían ir a ay udar.
Burhmund rió desde el fondo de la garganta.
—Él nos hizo el favor de aceptar.
Los dos guerreros salieron de las chozas. El romano iba entre ambos, vestido
para viajar. Detrás los seguían las monturas de refresco cargadas con comida y
equipo. Fueron hacia el Rin. El transbordador había vuelto. Subieron a él.
—Los partidarios de Otón intentaron detenernos en el Po —dijo Burhmund—.
Fue entonces cuando Valente descubrió que los legionarios habían tenido razón en
conservarnos a nosotros, los germanos. Lo atravesamos a nado y creamos una
posición segura, que mantuvimos hasta que el resto pudo seguirnos. Una vez que
forzamos el río, el enemigo se deshizo y huy ó. Grande fue la masacre en
Bedriacum. Poco después, Otón se suicidó. —Hizo una mueca—. Pero Vitelio no
tenía mejor dominio de sus tropas. Atravesaron alocadas Italia. Vi algo de eso.
Fue desagradable. No era territorio enemigo que hubiesen conquistado, era la
tierra que se suponía que debían defender, ¿no?
Ésa podría ser parte de la razón por la que la decimocuarta legión se volvió
inquieta y gruñona. Una pelea entre regulares y auxiliares casi se convirtió en
una batalla. Civilis se encontraba entre los oficiales que calmaron las cosas. El
nuevo emperador Vitelio ordenó que los legionarios fuesen a Bretaña y asignó a
los bátavos a sus tropas de palacio.
—Pero eso tampoco estuvo bien. No tenía ni idea de cómo manejar a los
hombres. Los míos se volvieron descuidados, bebían durante el servicio y
peleaban en los barracones. Al final nos devolvió a Germania. No podía hacer
otra cosa, a menos que quisiese que se derramase sangre, entre la que podría
haberse encontrado la suy a. Estábamos hartos de él.
El transbordador, una chalana ancha con remos, había atravesado la
corriente. Los viajeros desembarcaron y se perdieron en el bosque.
—Vespasiano controlaba África y Asia —siguió diciendo Burhmund—. Su
general Primo llegó a Italia y me escribió. Sí, para entonces y a era muy
conocido.
Burhmund envió mensajes a sus múltiples contactos. Un incompetente legado
romano estuvo de acuerdo. Los hombres fueron a defender los pasos de los
Alpes; ningún vitelista, galo o germano cruzaría hacia el norte mientras los
italianos e iberos tuvieran tanto para mantenerse ocupados allí donde estaban.
Burhmund convocó una reunión de las tribus. El reclutamiento de Vitelio era el
último ultraje que soportarían. Golpearon las espadas contra los escudos y
gritaron.
Para entonces, los vecinos canninefates y frisios sabían lo que pasaba. Sus
asambleas jaleaban a los hombres para que se uniesen a la causa. Una cohorte
de tungros abandonó su base y se unió a ellos. Los auxiliares germanos, enviados
al sur por Vitelio, se enteraron de la noticia y desertaron.
Dos legiones avanzaron contra Burhmund, que las derrotó y llevó los restos
hasta Castra Vetera. Cruzado el Rin, ganó una batalla cerca de Bonna. Sus
mensajeros animaban a los defensores del Viejo Campamento a que se rindiesen
en nombre de Vespasiano. Se negaron. Fue entonces cuando proclamó la
secesión, guerra abierta por la libertad.
Los brúcteros, los tencteros y los camavos se unieron a la liga. Envió
mensajeros por toda Germania. Los aventureros llegaban en oleadas para unirse
a su estandarte. Wael-Edh predijo la caída de Roma.
—Y luego los galos —dijo Burhmund—, aquellos que Clásico y sus amigos
pudieron hacer que se rebelaran. Sólo tres tribus por ahora… ¿Qué pasa?
Everard se había sobresaltado por un grito que sólo él había oído.
—Nada —dijo—. He creído ver un movimiento, pero no es nada. Ya sabes
que el cansancio produce estos efectos.
—Los están matando en el bosque —dijo la voz entrecortada de Floris—. Es
terrible. Oh, ¿por qué hemos tenido que venir en este día?
—Tú sabes por qué —le dijo él—. No mires.
Era imposible invertir años en descubrir toda la verdad. La Patrulla no podía
permitirse derrochar tanta vida de sus agentes. Más aún, ese segmento del
espacio-tiempo era inestable; cuantas menos personas del futuro entrasen en él,
mejor. Everard había decidido empezar con una visita a Civilis varios meses
antes de la divergencia de los acontecimientos. Las investigaciones preliminares
sugerían que el bátavo sería más accesible después de aceptar la rendición de
Castra Vetera; y la ocasión ofrecía la oportunidad de conocer a Clásico. Everard
y Floris habían tenido la esperanza de obtener suficiente información y partir
antes de que sucediese lo que Tácito contaba.
—¿Ha sido por orden de Clásico? —preguntó.
—No estoy segura —dijo Floris entre sollozos. No se lo reprochaba. Él mismo
hubiese odiado presenciar la matanza, y y a estaba endurecido—. Está entre los
germanos, sí, pero los árboles me impiden ver bien y el viento interfiere en la
recepción de sonido. ¿Habla su lengua?
—Poco en todo caso, por lo que y o sé, pero algunos de ellos hablan latín…
—Tu alma está en otra parte, Everard —dijo Burhmund.
—Tengo un… presentimiento —contestó el patrullero. Bien podría darle a
entender que tengo algo de profeta, un toque de magia. Más tarde podría serme
útil.
El rostro de Burhmund estaba desolado.
—Yo también, aunque por razones más terrenales. Será mejor que reúna a
mis hombres, Hazte a un lado, Everard. Tu espada está llena de entusiasmo, pero
no has marchado con la legión y creo que me será necesaria esa disciplina. —La
última palabra fue en latín.
La verdad le llegó, traída por un jinete salido al galope del bosque. En una
multitud rugiente, los germanos habían caído sobre los prisioneros. Los pocos
guardias galos se apartaron como pudieron. Los germanos estaban masacrando a
todos los hombres desarmados y destrozaban los tesoros. Les darían a los dioses
su hecatombe.
Everard sospechaba que Clásico los había instigado. Hubiese sido muy fácil.
Clásico quería que estuviesen dispuestos a luchar más allá del punto en que
pudiesen negociar una paz por separado. Sin duda Burhmund compartía esa
sospecha, por lo furioso que se veía al bátavo. Pero ¿qué podría hacer?
Ni siquiera había podido detener a sus bárbaros cuando surgieron del bosque
deseosos de sangre para atacar el Campamento Viejo. El fuego ardía tras las
murallas. Los gritos se mezclaban con el olor de la carne humana quemada.
Burhmund no se sentía horrorizado. Ese tipo de cosas eran habituales en su
mundo. Lo que le enfurecía era la desobediencia y el secreto con que se había
producido.
—Los convocaré a una reunión de guerreros —gruñó—. Los despellejaré con
vergüenza. Para que sepan que hablo en serio, frente a ellos me cortaré el pelo al
estilo romano y me lavaré el tinte. Y en cuanto a jurar lealtad a Clásico y su
Imperio… si le disgusta lo que tengo que decir a propósito, que se atreva a tomar
las armas contra mí.
—Creo que es mejor que me vay a —dijo Everard—. Aquí sólo estorbaría.
Quizá nos volvamos a ver.
¿Cuándo, en los días tristes que se abren ante nosotros?
5
El viento soplaba sin piedad, llevando frente a él las nubes como si fuesen
humo. Salpicaduras de lluvia volaban inclinadas más allá de las ramas inquietas.
Los cascos hacían saltar los charcos en los caminos que los caballos recorrían
con la cabeza gacha. Saeferth iba delante y Hnaef al final, guiando los animales
de refresco. Entre ambos, inclinado por la capa mojada, estaba el romano. Con
gestos e indicaciones, cuando se detenían a comer o descansar, el bátavo había
descubierto que su nombre era Luperco.
Más allá de una curva apareció un grupo de cinco, seguramente brúcteros,
porque los viajeros habían llegado a sus tierras. Pero sin embargo, se
encontraban todavía en la zona que a las tribus germánicas les gustaba tener a su
alrededor, donde no vivía nadie. El que estaba al frente era siniestro como un
hurón, negro como un cuervo excepto allí donde los años habían tejido blanco en
su pelo y su barba. Con la mano derecha sostenía una lanza.
—¡Alto! —gritó.
Saeferth obedeció.
—Venimos en paz, enviados por nuestro señor Burhmund a la profetisa Wael-
Edh —dijo.
El hombre oscuro asintió.
—Hemos tenido noticia de ello.
—No puede haber sido hace mucho, porque seguimos de cerca al mensajero,
aunque tenemos que viajar más despacio.
—Cierto. Ahora ha llegado el momento de actuar con rapidez. Soy Heidhin,
el hijo de Viduhada, el hombre más importante de Wael-Edh.
—Te recuerdo —dijo Hnaef—, de cuando mi señor la visitó el año pasado.
¿Qué deseas de nosotros?
—El hombre que traéis —les dijo Heidhin—. Es el que Burhmund entrega a
Wael-Edh, ¿no?
—Sí.
Consciente de que hablaban de él, Luperco se enderezó. Su mirada fue de
hombre en hombre mientras las palabras guturales corrían alrededor de su
cabeza.
—Ella a su vez se lo entrega a los dioses —dio Heidhin—. Os he esperado
para poder hacerlo.
—¿Qué, no en vuestro lugar sagrado, con un festejo a continuación? —
preguntó Saeferth.
—Os he dicho que es necesario apresurarse. Si lo supiesen, varios hombres
importantes entre nosotros preferirían conservarlo con la esperanza de un
rescate. No podemos permitirnos ir en su contra. Pero los dioses están furiosos.
Mirad a vuestro alrededor. —Heidhin movió la lanza señalando el bosque mojado
y rugiente.
Saeferth y Hnaef no podían negarse. Los brúcteros los superaban. Además,
todos sabían que había estado con la profetisa desde que dejó la lejana tierra de
su nacimiento.
—Sed todos testigos de que teníamos toda la intención de buscarla, y que
aceptamos tu palabra de que ésta es su voluntad —dijo Saeferth.
Hnaef gruñó.
—Acabemos —dijo.
Desmontaron, como hicieron los otros, y le indicaron a Luperco que hiciese
lo mismo. Necesitó ay uda, porque seguía débil y tembloroso por el agotamiento
y el hambre. Cuando le ataron las muñecas a la espalda y Heidhin desenrolló una
cuerda con un lazo, abrió los ojos y tomó aliento. Después se afianzó sobre los
pies y murmuró lo que podría ser algo para sus propios dioses.
Heidhin miró al cielo.
—Padre Woen, guerrero Tiw, Donar del trueno, escuchadme —dijo
lentamente y con gravedad—. Recibid esta ofrenda como lo que es, el regalo de
Nerha para vosotros. Sabed que no fue nunca vuestra enemiga ni ladrona de
vuestro honor. Si recientemente los hombres os han dado menos que antes, lo que
ella recibía fue siempre en nombre de todos los dioses. ¡Poneos de su lado,
poderosos, y concedednos la victoria!
Saeferth y Hnaef agarraron los brazos de Luperco. Heidhin se acercó. Con la
punta de la lanza marcó en la frente del romano la marca del martillo; en su
pecho, rasgando la túnica, grabó la esvástica. La sangre surgía roja bajo el aire
gris. Luperco se mantuvo en silencio. Lo llevaron hasta un fresno elegido por
Heidhin, pasaron la cuerda por una rama y le pusieron el lazo al cuello.
—Oh, Julia —dijo en voz baja.
Dos de los hombres de Heidhin lo levantaron mientras los demás golpeaban
las espadas contra los escudos y rugían.
Pataleó en el aire hasta que Heidhin le clavó la lanza, por el estómago hasta el
corazón.
Cuando se hubo completado el resto de lo que debía hacerse, Heidhin le dijo a
Saeferth y Hnaef.
—Venid, os ofrezco hospitalidad en casa antes de que regreséis con vuestro
señor Burhmund.
—¿Qué debemos decirle sobre esto? —preguntó Hnaef.
—La verdad —respondió Heidhin—. Decídselo todo. Al final los dioses han
tenido su justa parte como antes. Ahora deberían luchar de todo corazón por
nosotros.
Los germanos se alejaron. Un cuervo aleteó alrededor del hombre muerto, se
posó en su hombro, picó y tragó. Vino otro, y otro, y otro. Sus chillidos resonaban
roncos en el viento que lo agitaba de un lado a otro.
6
Una vez la ciudad había sido Oppidum Ubiorum, o así la llamaban los
romanos. Por otra parte, los germanos no construían ciudades; pero los ubios, en
la orilla izquierda del Rin, estaban muy influenciados por los galos. Después de la
conquista de César, no tardaron en formar parte del imperio y, al contrario que
muchos de sus compatriotas, estaban contentos con la situación, con el comercio,
el conocimiento, la apertura al mundo exterior. Durante el reinado de Claudio, la
ciudad se convirtió en colonia romana y recibió el nombre de su esposa. Devotos
latinizadores ellos mismos, los ubios cambiaron su propio nombre por el de
agripinenses. La ciudad creció. Se convertiría en Köln —Colonia— en el lejano
futuro.
Aquel día hervía la tierra bajo las sólidas murallas de construcción romana.
El humo se elevaba de cientos de fuegos de campamento, los estandartes
bárbaros flameaban sobre tiendas de cuero y, bajo pieles y mantas, y acían
aquellos que no se habían traído ningún refugio. Los caballos relinchaban y
coceaban. El ganado mugía, las ovejas balaban en los corrales improvisados que
las guardaban hasta que fuesen sacrificadas para la tropa. Los hombres se
movían de un lado a otro, salvajes guerreros de más allá del río, populacho galo
de este lado. Más tranquilos eran los terratenientes armados bátavos y sus vecinos
cercanos; disciplinados eran los veteranos de Civilis y Clásico. Aparte se
apiñaban los abatidos legionarios que habían sido traídos desde Novesium.
Durante el viaje habían soportado tales hostigamientos que, al final, una de sus
tropas de caballería lo mandó todo al demonio, repudió el juramento de fidelidad
al Imperio galo y se marchó al sur para unirse a Roma.
Un pequeño conjunto de tiendas se encontraba aislado cerca de la corriente.
Ningún rebelde se aventuraba a acercarse a menos de unos cuantos metros a no
ser que tuviese una buena razón, y en ese caso se aproximaba en completo
silencio. Soldados brúcteros protegían sus cuatro esquinas, pero sólo como
guardia de honor. Lo que allí se guardaba era una gavilla de paja con varias
manzanas atadas en lo alto de un poste… del año anterior, secas y sin brillo pero
seguían siendo el emblema de Nerha.
—¿De dónde vienes? —preguntó Everard.
Heidhin lo miró. La respuesta fue sibilante.
—Si vienes desde el este como afirmas, y a lo sabes. Los angrivarios
recuerdan a Wael-Edh; los longobardos también, y otros muchos. ¿Ninguno de
ellos te dijo nada sobre ella?
—Pasó por allí hace años…
—Sabemos que la recuerdan, porque tenemos noticias suy as por
comerciantes, viajeros, y por los guerreros que han llegado hasta Burhmund. —
La sombra de una nube pasó sobre el punto donde estaban sentados los hombres,
en un banco tosco frente al pabellón de Heidhin. Le oscureció el rostro y pareció
afilar su mirada. El viento trajo un hálito de humo, un olor a hierro—. ¿Quién
eres realmente, Everard, y qué deseas de nosotros aquí?
Este es listo, y un verdadero fanático, comprendió el patrullero. Con rapidez
dijo:
—Estaba a punto de decirlo. Me sorprendió que su nombre perviviese entre
tribus lejanas, mucho después de que hubiese pasado por ellos.
—Humm. —Heidhin se relajó un poco. La mano derecha, que se había
desplazado mucho hasta la empuñadura de la espada, ajustó más la capa negra
para protegerse del sol—. Me pregunto por qué has seguido a Burhmund si no
tienes deseos de unirte a su bandera.
—Es por lo que te dije, mi señor. —Heidhin no apreció el trato de respeto
viniendo de Everard, que no le había jurado lealtad, pero no le dolió. Y en verdad
Heidhin se había convertido en una figura importante entre los brúcteros, un jefe
guerrero con tierra y posesiones, emparentado con una familia noble, y sobre
todo en el confidente y principal interlocutor de Veleda—. Hablé con él en Castra
Vetera porque había oído de su fama y buscaba aprender cómo iban las cosas en
estos países. De camino a otra parte, oí que la profetisa venía aquí. Tenía la
esperanza de conocerla, o al menos de verla y oírla.
Burhmund, que recibió con hospitalidad a Everard, le había explicado que la
sibila había enviado a su representante. Pero la hospitalidad del bátavo fue parca,
por lo ocupado que estaba. Cuando vio una oportunidad, Everard buscó a Heidhin
por su cuenta. Un godo era lo suficientemente exótico como para ser recibido,
pero la conversación resultaba incómoda, porque Heidhin pensaba en otras cosas
hasta que, de pronto, le asaltaron las sospechas.
—Se ha retirado a su torre para estar a solas con la diosa —dijo. En él ardía la
fe.
Everard asintió.
—Eso me dijo Burhmund. Y escuché tu discurso ay er, a las puertas de la
ciudad. Mi señor, no recorramos la misma tierra una vez más. Lo que os pido es
simplemente… ¿de dónde venís vos y la santa Wael-Edh? ¿Dónde empezasteis
vuestro viaje? ¿Y cuándo y porqué?
—Venimos de los alvaringos —dijo Heidhin—. Quizá la may oría de los
hombres que forman esta multitud no habían nacido cuando partimos. ¿Por qué?
La diosa se lo ordenó. —La intensidad cedió paso a la brusquedad—. Mejor que
trabaje con las manos en lugar de iluminar a un extraño. Si sigues entre nosotros
Everard, oirás más, o quizá tú y y o podamos hablar otra vez. Hoy debo
despedirme.
Se pusieron en pie.
—Gracias por tu tiempo, mi señor —dijo el patrullero—. Algún día volveré
con mi gente. Si tú o algún familiar busca a los godos, será bien recibido.
Heidhin no pasó por alto la despedida de cortesía.
—Podría ser —contestó—. Los mensajeros de Nerha… pero primero hay
que ganar una guerra. Que te vay a bien.
Everard atravesó la turbulencia que lo rodeaba hasta un corral próximo al
cuartel general de Civilis, donde cogió sus caballos. Eran viejos ponis germanos;
cuando montó, los pies le colgaron a unos centímetros del suelo. Pero claro, era
grande incluso entre aquellos hombres, y se hubiesen hecho demasiadas
preguntas si no hubiese tenido animales para llevarlo a él y acarrear sus
posesiones. Cabalgó hacia el norte. Colonia Agripina desapareció a sus espaldas.
La luz de la tarde teñía de oro el río. Las colinas eran casi como las recordaba
de su época de nacimiento, pero el campo estaba destrozado por zonas de cultivo
llenas de hierbajos y edificios destrozados allí por donde Civilis había pasado
meses atrás. Aquí y allá, vio huesos, algunos humanos.
La desolación servía a sus propósitos. Sin embargo, esperó hasta que hubo
oscurecido para hablar con Floris.
—Vale, manda el camión. —No debían verlo salir de la carretera, y un
vehículo capaz de llevar caballos era más aparatoso que un cronociclo. Ella lo
envió por control remoto, él metió las bestias y, en un instante, saltando en el
espacio, llegó al campamento. Floris se reunió con él un minuto más tarde.
Podrían haber saltado a la comodidad de Ámsterdam, pero eso hubiese sido
malgastar línea vital, no en el viaje sino en el traslado para ir y venir desde los
alojamientos, quitarse y ponerse los trajes de bárbaro, quizá peor aún los
cambios de registro mental. Era preferible vivir en la tierra arcaica, intimar no
sólo con la gente sino con el mundo natural. La naturaleza —lo salvaje, los
misterios del día y la noche, verano e invierno, tormentas, estrellas, crecimiento,
muerte— lo ocupaba todo, también el alma de la gente. No podías realmente
entenderlos o sentir con ellos, hasta que tú mismo no hubieses entrado en un
bosque y hubieses dejado que él entrase en ti.
Floris había elegido el lugar: una colina remota sobre bosques que cubrían por
completo el horizonte. Sólo algún cazados ocasional la conocía, y era poco
probable que alguien la hubiese escalado, hasta la cima. La población de Europa
del Norte era muy dispersa; una tribu de cincuenta mil personas era grande y
ocupaba un territorio extenso. Otro planeta hubiese sido menos extraño que aquel
país para el siglo XX.
Dos refugios unipersonales estaban colocados lado a lado bajo la suave luz y
sabrosos olores llegaban desde una unidad de cocina: una tecnología procedente
de un futuro posterior al nacimiento de cualquiera de ellos dos. Tras dejar su
caballo junto al de Floris, se dedicó a reavivar el fuego que había encendido.
Comieron en un silencio meditativo, luego apagaron la lámpara. La unidad de
cocina se convirtió en otra sombra y se limpió sin molestar. Se sentaron sobre la
hierba frente a las llamas. Ninguno de los dos lo había propuesto; simplemente
sabían que era lo correcto.
Llegó una brisa fría. De vez en cuando un búho ululaba bajo, como si hiciese
una pregunta a un oráculo. Las copas de los árboles relucían tenues como un mar
bajo las estrellas. La Vía Láctea se extendía inmensa sobre sus cabezas. Más alta
resplandecía la Osa May or, que allí se conocía como el Carro del Padre Cielo.
Pero ¿cómo la llaman en el país natal de Edh? —se preguntó Everard—. Sea cual
sea, si Janne no reconoció la denominación «alvaringo», entonces debe de ser tan
oscura que nadie en la Patrulla ha oído hablar de ella.
Encendió la pipa. El fuego chasqueaba emitiendo su propio humo, destacando
el rostro de Floris en la oscuridad, resaltando trémulo las trenzas desatadas y los
huesos fuertes.
—Creo que tenemos que buscar en el pasado —dijo.
Ella asintió.
—Los últimos días han confirmado a Tácito, ¿no?
Durante esos días, él había sido necesariamente el que actuaba sobre el
terreno y ella la observadora desde las alturas. Pero el papel de Floris había sido
tan activo como el suy o. Él estaba confinado a las inmediaciones. Ella vigilaba
sobre un área amplia, y luego enviaba diminutos espías robóticos por la noche
para que observasen invisibles e informasen de lo que pasaba bajo varios techos
escogidos.
Eran testigos… El senado de Colonia sabía que su situación era desesperada.
¿Podrían obtener términos de rendición algo menos que desastrosos? ¿Y serían
respetados? La tribu de los téncteros, que vivían al otro lado del Rin, envió
representantes para proponer una unidad independiente de Roma. Una de sus
exigencias era que las murallas de la ciudad fuesen demolidas. Colonia se opuso;
sólo aceptaría una sociedad flexible, y paso libre sobre el río únicamente de día,
hasta que el uso generase más confianza. También propuso que los mediadores
de cualquier tratado fuesen Civilis y Veleda. Los téncteros estuvieron de acuerdo.
Entonces, Civilis-Burhmund y Clásico llegaron.
Clásico prefería saquear Colonia. Burhmund era reacio. Entre otras razones,
la ciudad tenía a un hijo suy o, tomado como rehén durante el periodo ambiguo
del año anterior cuando luchaba abiertamente para convertir a Vespasiano en
emperador. A pesar de todo lo sucedido desde entonces, trataban bien al
muchacho, y Burhmund deseaba recuperarlo. La influencia de Veleda haría
posible una paz negociada.
Así fue.
—Sí —dijo Everard—. Supongo que el resto también seguirá el libro. Colonia
se rendiría, no sufriría daño y se uniría a la alianza rebelde. Obtendría, sin
embargo, nuevos rehenes, la hermana y la esposa de Burhmund y una hija de
Clásico. Que esos hombres pusiesen tanto en juego indicaba algo más que
realpolitik, el valor del acuerdo; indicaba el poder de Veleda.
(« ¿Cuántas discordias afronta el Papa?» se mofaría Stalin. Sus sucesores
descubrirían que eso nunca había tenido importancia. A la larga, los humanos
vivían principalmente según sus sueños, y morían por ellos).
—Bien, todavía no estamos en el punto de divergencia —dijo Floris,
innecesariamente—. Estamos explorando su origen.
—Y reforzamos la idea de que Veleda es la clave de todo esto. ¿Crees que
podríamos, y me refiero principalmente a ti, que podríamos acercarnos a ella
directamente y conocerla?
Floris negó con la cabeza.
—No. Especialmente ahora, cuando se ha aislado. Probablemente se
encuentra en un estado de crisis emocional, quizá religiosa. Una interrupción
podría provocar… cualquier cosa.
—Ajá. —Everard chupó la pipa durante un minuto—. Religión… ¿Oíste ay er
el discurso de Heidhin a las tropas, Janne?
—En parte. Sabía que estabas allí, tomando nota.
—No eres americana. Ni tampoco tienes antepasados calvinistas. Sospecho
que no apreciaste lo que hacía.
Ella tendió las manos hacia el fuego y esperó.
—Si alguna vez he escuchado un sermón ferviente de condenación al fuego
del infierno para meter miedo a la congregación, fue el que Heidhin dio —dijo
Everard—. Muy efectivo, además. No habrá más atrocidades como la de Castra
Vetera.
Floris se estremeció. —Espero que no.
—Pero… todo el enfoque… Me doy cuenta que no era desconocido para el
mundo clásico. Especialmente desde que los judíos se instalaron en todos los
puntos del Mediterráneo. Los profetas del Antiguo Testamento llegaron a tener
influencia incluso en el paganismo. Pero aquí, entre los nórdicos… ¿un orador no
hubiese apelado al machismo? Al menos, a su obligación de cumplir una
promesa.
—Sí, claro. Sus dioses son crueles, pero, bien, tolerantes. Lo que hará a esta
gente vulnerable a los misioneros cristianos.
—Veleda parece haber descubierto el mismo punto débil —dijo Everard
pensativo—, seiscientos o setecientos años antes de que cualquier misionero
cristiano llegue a estas tierras.
—Veleda —murmuró Floris—. Wael-Edh. Edh la extranjera, Edh la extraña.
Ha llevado su mensaje, sea cual sea, por toda Germania. La segunda versión de
Tácito dice que lo llevará de vuelta allí después de la caída de Civilis, y que la fe
de los germanos empezará a cambiar… Sí, creo que debemos seguir sus pasos
por el pasado, hasta donde ella comenzó.
9
60 D.C.
Sobre las tierras altas al este del valle del Rin serpenteaba una caravana de
miles de individuos. En su may or parte, las colinas estaban densamente cubiertas
de bosque, por lo que los caminos eran poco más que senderos de animales.
Caballos, buey es y hombres luchaban por hacer avanzar los carros; las ruedas
gemían, la maleza crujía, la respiración se cortaba. En general los hombres iban
a pie, atontados por el cansancio y el hambre.
Desde un promontorio, a tres o cuatro kilómetros, Everard y Floris
observaban el éxodo mientras atravesaban una zona abierta cubierta de hierba.
Los aparatos ópticos los situaban a poco más que un brazo de distancia. Podrían
haber usado también sistemas de sonido, pero la imagen por sí sola y a era lo
suficientemente dura.
Un hombre de cabeza blanca pero hombros rectos cabalgaba al frente. Cotas
y lanzas brillaban allí donde la guardia de su casa lo seguía. Era lo único brillante,
y bajo los cascos no había alegría. Después de ellos, algunos muchachos
pastoreaban el escaso ganado esquelético, las ovejas, las vacas y cerdos que les
quedaban. Aquí y allá en la procesión, un carro llevaba una jaula con pollos o
gansos. Se vigilaba más el pan duro y la rara pieza de carne cruda que la ropa,
las herramientas u otros bienes… incluso el burdo ídolo de madera sobre su carro
relucía sin sentido. ¿De qué les habían servido los dioses a los ampsivarios?
Everard señaló:
—Ese viejo que va en cabeza —dijo—, ¿crees que es su jefe, Boiocalus?
—Como Tácito escribió su nombre —contestó Floris—. Sí, claro que sí. En
esta época no son muchos lo que alcanzan su edad. —Con tristeza—: Imagino que
lamenta lo que hizo.
—Y pasar la may or parte de su vida al servicio de Roma. Sí.
Una joven, realmente una niña, pasó frente a ellos acunando a un niño entre
los brazos. Lloraba ante un pecho desnudo, del que y a no fluiría más leche. Un
hombre de mediana edad, quizá su padre, que usaba una lanza como bastón,
mantenía el brazo libre listo para ay udarla cuando se tambaleaba. Sin duda su
marido había muerto, decenas o cientos de kilómetros más atrás.
Everard se movió en la silla.
—Vamos —dijo con brusquedad—. Vamos camino del lugar de encuentro,
¿no? ¿Por qué hemos venido por aquí?
—Pensé que debíamos verlo de cerca —le explicó Floris—. Sí, a mí también
me dará pesadillas. Pero los téncteros lo han experimentado directamente.
Tenemos que saber bien qué es, si esperamos entender su reacción, y la de
Veleda, y la de ellos hacia ella.
—Supongo. —Everard azuzó el caballo, tiró de la rienda de la montura de
refresco, que en ese momento llevaba su modesto equipaje, y tomó el camino
colina abajo—. Aunque la compasión es muy escasa en este siglo. La sociedad
más cercana que la animó está en Palestina, y quedará dispersa al viento.
Sembrando así el judaísmo por el Imperio, cuya cosecha será el cristianismo.
No es de extrañar que las luchas y la muerte en el norte se conviertan apenas en
notas a pie de página de la historia.
—La lealtad familiar es tremendamente fuerte —le recordó Floris—, y
enfrentados a Roma, hay un sentimiento embrionario entre los germanos
occidentales de una relación básica más allá de las fronteras entre tribus.
Cierto —recordó Everard—, y sospechas que Veleda tiene mucho que ver con
eso. Por eso la seguimos hacia atrás en el tiempo… para intentar descubrir lo que
ella significa.
Volvieron a entrar en el bosque. Arcos verdes se elevaban frente a ellos,
sobre un sendero amurallado de maleza. La luz del sol golpeaba las hojas para
dispersarse sobre el moho y las sombras. Las ardillas corrían por las ramas. El
canto de los pájaros y las fragancias se agitaban en la poderosa quietud. La
naturaleza y a se había tragado la agonía de los ampsivarios.
Como una tela de araña que había visto reluciendo en un castaño, la piedad
tendía una hebra entre ellos y Everard. Debía recorrer mucho camino antes de
que se estirase tanto que se rompiese. No servía de nada repetirse que todos
habían muerto anónimamente mil ochocientos años antes de su nacimiento.
Estaban allí ahora, tan reales como los refugiados que había visto a no mucha
distancia al este de aquellas tierras, huy endo hacia el oeste, en 1945. Pero éstos
no encontrarían socorro.
Tácito aparentemente había descrito correctamente el esquema general de la
situación. Los ampsivarios fueron expulsados de sus hogares por los caucos. Un
robo de tierra; la gente aumentaba de número más allá de lo que la tecnología
disponible podía mantener sobre los acres ancestrales; la superpoblación es
relativa, tan vieja como el hambre y la guerra que provoca, y se repite
infinitamente. Los derrotados buscaron la parte baja del Rin. Sabían que allí había
un considerable territorio vacío del que los romanos habían expulsado a los
anteriores habitantes y que pretendían reservar para propósitos de suministro
militar y para asentar a los soldados licenciados. Dos tribus frisias habían
intentado ocuparlo. Se les ordenó abandonarlo y, cuando se retrasaron en hacerlo,
fueron expulsadas por un ataque que mató a muchos y envió a algunos al
mercado de esclavos. Pero los ampsivarios eran federados leales. Boiocalus
había sufrido prisión cuando se negó a participar en la revuelta de Arminio
cuarenta anos antes. Después sirvió bajo Tiberio y Germánico hasta que se retiró
del ejército y se convirtió en líder de su gente. Seguro que Roma les concedería a
él y a sus exiliados un lugar para descansar.
Roma no lo haría. En privado, con la esperanza de evitar el desastre, el legado
le ofreció a Boiocalus propiedades para él y su familia. El jefe guerrero rechazó
el soborno: « Puede que nos falte tierra para vivir, pero no puede faltarnos para
morir» . Llevó su tribu corriente arriba hasta el territorio de los téncteros. En una
reunión masiva pidió a los brúcteros, y a cualquier otro que encontrase opresiva
la cercanía del imperio, que se uniese a él en la guerra.
Mientras discutían a su manera semidemocrática, el legado llevó las legiones
al otro lado del Rin y atravesó el mismo territorio. Amenazó con el exterminio a
menos que los recién llegados fuesen expulsados. Hacia el norte, desde la
Germania Superior, marchó un segundo ejército para situarse a la retaguardia de
los brúcteros. Bajo esa tenaza, los téncteros expulsaron a sus invitados.
Mejor que no me sienta demasiado moralista. Estados Unidos cometerá una
traición peor en Vietnam con menos razones.
El camino desembocó en algo vagamente similar a una carretera, estrecha,
marcada, mantenida sólo por los pies, cascos y ruedas que la usaban. Everard y
Floris siguieron sus subidas y bajadas durante horas. Espiando invisible desde
arriba y con la ay uda de pequeños robots, labor de cortar y probar, uniendo
pacientemente fragmentos de observaciones posiblemente útiles, Floris había
planeado el camino. Era un poco peligroso para un hombre y una mujer viajar
sin escolta, aunque los téncteros no se dedicaban demasiado al robo. Sin
embargo, debían verlos llegar de forma normal. Podrían usar los aturdidores en
defensa propia si eran asaltados y si no había un montón de testigos cuy o relato
pudiese influir de forma significativa en la sociedad.
De todas formas, no tuvieron problemas. Más y más viajeros llegaron a la
carretera, en dirección al mismo lugar. Todos eran hombres; casi todos parecían
ansiosos o preocupados y hablaban poco. Una excepción fue un tipo grande con
barriga cervecera, que se presentó como Gundicar. Cabalgó al lado de la inusual
pareja y habló mucho, con incurable felicidad. En el siglo XIX o XX —pensó
Everard—, habría sido un tendero o panadero de buena posición y cliente habitual
de la Brauhaus local.
—¿Y cómo habéis llegado los dos hasta aquí ilesos?
El patrullero le contó la historia acordada.
—A duras penas, amigo. Soy de los reudungos, al norte del Elba; ¿has oído
hablar de nosotros?… De comercio al sur… La guerra entre hermunduros y
catos… Fuimos asaltados, creo que de mi banda fui el único en escapar con vida;
mis productos perdidos excepto por este poco… Una mujer viuda, sin familia,
feliz de unirse a mí… En dirección a casa por el Rin y la costa, esperando que
hay a menos penalidades… Habiendo oído hablar de la mujer sabia del este, y
que ella hablará a los téncteros…
—Ah, realmente son momentos tenebrosos. —Gulidícar suspiro—. También
hay enormes fuegos asolando a los ubios al otro lado del río. —Se alegró—. Creo
que es la ira de los dioses por dedicarse a lamer tanto las botas de los romanos.
Quizá pronto algún desastre caiga sobre todos vosotros.
—Entonces, ¿entonces estabas dispuesto a luchar cuando las legiones entraron
en vuestras tierras?
—Bien, eso no hubiese sido muy inteligente, no estábamos preparados, y la
cosecha del heno estaba cerca. Pero no me avergüenza decir que aullé velando a
esos pobres desamparados. ¡Qué la Madre sea generosa con ellos! Espero que la
mujer Edh nos indique en qué mañana podremos arreglar esas desgracias. Buen
saqueo en esa ciudad Colonia, ¿eh?
Floris se encargó de la may or parte de la conversación. La mujer
normalmente disfruta de respeto en una sociedad fronteriza, si no de completa
igualdad. Ella dirige la casa cuando el marido se ha ido; si apareciesen los
enemigos de la casa, los vikingos, los indios, es ella la que dirige la defensa. Aún
más que los griegos o los hebreos, los germanos creían en la sibila, la profetisa, la
mujer —casi en la posición de un chamán— a quien un dios daba poderes y
revelaba el futuro. La reputación de Edh se había extendido mucho, y Gundicar
hablaba con todos.
—No, no se sabe de dónde vino primero. Llegó aquí de entre los cheruscios, y
he oído que pasó un tiempo con los longobardos… Creo que esa diosa Nerha suy a
es de los Wanes no de los Anses… a menos que sea otro nombre para la madre
Fricka. Y sin embargo… dicen que Nerha es tan terrible en su furia como el
mismísimo Tiw… Hay algo sobre una estrella y el mar, pero no sé nada, aquí
somos de tierra adentro… Ella llegó aquí poco después de la retirada de los
romanos. El rey la recibió. Invitó a los hombres a venir a escucharla. Eso debía
de ser deseo de ella. Él no se lo hubiese negado.
Floris le tiró de la lengua. Lo que le contó ay udaría mucho a planear el
siguiente paso en la búsqueda. Sería mejor que los agentes de la Patrulla no se
encontrasen con la mismísima Edh. Hasta que no tuviesen más conocimientos
sobre ella y qué fuerzas estaba desencadenando, sería una locura interferir.
Casi de noche llegaron a un claro, campos y pastos, las tierras principales del
rey. Era básicamente un terrateniente, no exento de unirse a sus arrendatarios,
empleados y esclavos en el trabajo de la granja. Presidía los consejos y los
grandes sacrificios estacionales, tomaba el mando en la guerra, pero la ley y la
tradición lo ataban como a cualquiera; su a menudo revoltoso pueblo lo echaría o
le negaría si le apeteciese, y cualquier miembro de la casa real tenía tanto
derecho al trono como la cantidad de hombres que pudiese reunir para
defenderlo. No es de extrañar que estos germanos no puedan derrotar a Roma —
pensó Everard—. Y tampoco lo harán. Cuando sus descendientes (godos,
vándalos, burgundianos, lombardos, sajones y el resto) tomen el control, será en
segundo lugar, porque el Imperio se habrá desmoronado desde dentro. Y además,
ya los habrá conquistado antes… espiritualmente, convirtiéndolos al cristianismo,
para que la nueva civilización occidental nazca sobre la clásica, en la costa del
Mediterráneo, no por el Rin o el gris mar del Norte.
Era una pensamiento pasajero en el fondo de su mente, que repetía lo que y a
sabía y desaparecía tan pronto como enfocaba la vista en lo que tenía enfrente.
El rey y los suy os vivían en una construcción alargada de madera con techo
de paja. Cobertizos, graneros, un par de cuchitriles donde dormían los más
humildes y algunos otros edificios formaban un cuadrado. A cierta distancia se
veía un bosquecillo de árboles añejos, el lugar sagrado donde los dioses recibían
las ofrendas y manifestaban sus presagios. La may oría de los recién llegados
acamparon frente a él, ocupando un prado. Cerca, terneros y cerdos se cocían
sobre grandes fuegos, mientras que los sirvientes repartían cuernos o copas de
madera de cerveza para todos. La hospitalidad ostentosa era esencial para
mantener la reputación de un señor, algo de lo que bien podía depender su vida.
Everard y Floris se instalaron sin llamar la atención y se mezclaron con la
multitud. Pasando por un hueco entre los edificios, pudieron mirar al patio
toscamente empedrado. En aquel momento estaba ocupado por los caballos de
los visitantes importantes, que se quedarían en la casa real. Entre ellos había
cuatro buey es blancos y el carro del que seguramente habían tirado. Era un
vehículo extraordinario, de hermosa carpintería, delicadamente tallado. Tras el
asiento del conductor, los laterales sin ventanas se elevaban hasta formar un
techo.
—Un carruaje cubierto —murmuró Everard—. Tiene que ser de Veleda…
de Edh. Me pregunto si duerme ahí dentro cuando están en la carretera.
—Sin duda —dijo Floris—. Para no perder dignidad ni misterio. Sospecho que
también contiene una imagen de la diosa.
—Humm. Gundicar mencionó a varios hombres que viajan con ella. Podría
no necesitar una guardia armada si las tribus la respetan tanto como creo. Pero
impresiona y, además, alguien tiene que hacer el trabajo. Aunque supongo que
ser sus asistentes los convierte en importantes y los han hospedado en el lugar de
los jefes, junto con los héroes y los caudillos locales. ¿Crees que a ella también?
—Claro que no. ¿Ella, y acer en un banco con un montón de hombres que
roncan? O usará el carruaje o el rey le habrá preparado una habitación privada.
—¿Cómo lo hace? ¿Qué le da ese poder?
—Eso intentamos averiguar.
El sol se deslizó tras las copas de los árboles. La oscuridad empezó a llenar el
valle. El viento corría frío. Ahora que los invitados habían comido, sólo olía a
humo de madera y a bosque. Los esclavos alimentaron el fuego; las llamas
crecieron, chisporrotearon, crujieron. En el aire aleteaban cuervos negros que se
dirigían al nido y veloces golondrinas, runas mutables garabateadas en un cielo
que se había vuelto púrpura hacia el este, verde frío al oeste. Las primeras
estrellas aparecieron temblando.
Sonaron los cuernos. Procedentes del salón, los guerreros atravesaron el patio
y llegaron a la tierra apisonada del exterior. Las lanzas reflejaron la moribunda
luz del día. A su cabeza iba un hombre con una túnica ricamente decorada y
hélices doradas cruzándole los brazos: el rey. Las voces se fueron apagando en la
sombría reunión hasta que, en silencio, los hombres aguardaron. El corazón
resonaba en el pecho de Everard.
El rey habló en voz alta pero con gravedad. Everard pensó que, pese a las
apariencias, estaba conmovido. A ellos, desde lejos, dijo, había llegado Edh, de
cuy os milagros todos habían oído hablar. Ella deseaba profetizar para los
téncteros. En su honor y en el de la diosa que con ella viajaba, había ordenado a
los habitantes más cercanos que se lo comunicasen a otros y, de esa forma, por
toda la tierra. En aquellos tiempos desgraciados había que sopesar con cuidado
cualquier señal enviada por los dioses. Les advirtió que las palabras de Edh
causarían daño. Había que soportarlas con hombría, como se soporta la curación
de un miembro roto. Habría que pensar en lo que significaban y en lo que habría
que hacer o se podría hacer.
El rey se apartó. Dos mujeres —¿sus esposas?— trajeron un taburete alto de
tres patas. Edh se adelantó y tomó asiento.
Everard se estiró en el crepúsculo. ¡Cómo deseaba poder usar el equipo
óptico para que le ay udase a ver a la luz del fuego! Lo que vio le sorprendió.
Había esperado que fuese una vieja harapienta. Iba bien vestida, con un traje de
manga corta y falda larga hecho de lana blanca, una capa azul de piel sostenida
con un broche dorado de bronce y fino calzado de cuero. Llevaba la cabeza
desnuda, como una doncella, pero la melena castaña le colgaba no suelta sino en
trenzas, bajo una cinta de piel de serpiente. Alta, de huesos fuertes pero delgada,
se movía con cierta torpeza, como si ella y su cuerpo no fuesen del todo uno. Sus
grandes ojos relucían en un alargado y hermoso rostro. Cuando abrió la boca,
una dentadura aparentemente completa lanzó un destello blanco. Vaya, es joven
—pensó. Y—:No. Tiene treinta y tantos, supongo. Eso aquí es mediana edad.
Podría ser abuela, aunque dicen que nunca se ha casado.
Apartó la mirada de ella un instante y, con sorpresa, reconoció al hombre que
la había acompañado y que permanecía a su lado, oscuro, saturnino, vestido de
forma sombría. Heidhin. Claro. Diez años más joven que cuando le vi por primera
vez. No aparenta serlos, mejor dicho: ya parece tan vicio como entonces.
Edh habló. No hizo ningún gesto, mantuvo las manos en el regazo y su voz de
contralto, ronca, no subió de tono. Pero atraía la atención y era como el acero,
como los vientos del invierno.
—Oídme y prestadme atención —dijo, con los ojos enfocados más allá de
ellos hacia el lucero de la mañana—, de alta o de baja cuna, todavía con fuerzas
o y a en declive, condenados a la muerte y afrontando lo sobrenatural con valor o
sin él. Os pido que escuchéis. Cuando la vida se pierde, sólo queda, para vosotros
y vuestros hijos, lo que de vosotros se dice. Las actos de valor nunca mueren,
sino que permanecen por siempre en la mente de los hombres… ¡la noche y la
nada para los nombres de los cobardes! Los dioses no darán don alguno a los
traidores, sólo furia a los apáticos. El que tema luchar perderá su libertad, se
agachará y se arrastrará para conseguir pan mohoso, sus hijos serán atados con
cadenas y vergüenza. Sus mujeres llorarán arrojadas indefensas a la prostitución.
Esas desgracias son suy as. Mejor que una tea queme su hogar mientras él, el
héroe, siega enemigos hasta caer desafiante e ir hacia el cielo.
» Los cascos resuenan con fuerza en el firmamento. Los ray os caen como
lanzas ardientes. Toda la tierra resuena con furia. Los mares golpean las costas.
Ahora Nerha no sufrirá más. Cabalga briosa para derrocar a Roma, los dioses de
la guerra con ella, los lobos y los cuervos.
Recordó humillaciones soportadas, fortunas pagadas, muertos que y acían sin
ser vengados. Con frialdad arremetió contra los téncteros por haberse rendido al
invasor y abandonar a los suy os que pedían ay uda. Sí, parecía que no tenían
elección; pero lo que eligieron realmente era la infamia. Que sacrificasen cuanto
quisieran en los lugares sagrados: no les devolvería el honor. La deuda que
pagarían sería dolor sin medida. Roma lo recogería.
Pero el día llegaría. Aguantad y esperad a que salga ese sol rojo.
Después, examinando los audiovisuales, Everard y Floris sintieron
nuevamente algo de su magia. Ellos mismos podrían haberse visto arrastrados,
humildes, exaltados, con la muchedumbre que levantaba las armas y gritaba
mientras Edh volvía al salón.
—Es muy convincente —dijo Floris.
—Algo más que eso —contestó Everard—. Tiene un don, un poder… el
verdadero liderazgo tiene un toque de misterio, algo que va más allá de lo
humano… Pero me pregunto si la corriente temporal no la estará arrastrando
también.
—Al norte con los brúcteros, donde se establecerá, y luego…
Y en cuanto a los ampsivarios, vagaron año tras año. En ocasiones
encontraron refugio brevemente, en ocasiones fueron hostigados hasta que, como
escribió Tácito, « mataron a todos sus jóvenes en tierra extranjera, y los que no
podían luchar fueron repartidos como botín» .
II
Desde el este, dejando la mañana a sus espaldas, los Anses caminaban hacia
el mundo. Las chispas producidas por las ruedas de sus carros, que traqueteaban
tanto que las montañas se estremecían, llenaban el cielo. Las huellas de los
caballos eran negras. Sus flechas oscurecían el cielo. El sordo de sus cuernos de
batalla provocaba una furia asesina en los hombres.
Contra los recién llegados marcharon los Wanes. Froh al frente, a horcajadas
sobre su toro, con la Espada Viva en la mano. El viento azotó el mar hasta que sus
olas rompieron a los pies de la luna, que huy ó. Por encima de ellos, en su nave,
venía Naerdha. Su mano derecha la gobernaba con el Hacha del Árbol como
timón. Su mano izquierda enviaba águilas para que chillasen, atacasen y
rasgasen. Sobre su frente ardía una estrella tan blanca como el corazón del fuego.
De esa forma guerrearon unos contra otros los dioses, mientras los eotan del
alto norte y del bajo sur observaban y comentaban que eso les dejaría a ellos el
camino libre. Pero los pájaros de Wotan lo vieron y le advirtieron. La cabeza de
Mim lo oy ó y advirtió a Froh. Allí mismo los dioses acordaron una tregua,
intercambiaron rehenes y celebraron un consejo.
En la paz que pactaron, se repartieron el mundo. Celebraron bodas, Anse con
Wane —padre con madre, hechicero con esposa— y Wane con Anse —cazadora
con artesano, bruja con guerrero—. Por él a quien colgaron, por ella a quien
ahogaron, y por su propia sangre entremezclada juraron fe, que duraría hasta el
día del fin del mundo.
Luego elevaron murallas para su defensa —una empalizada de madera al
norte, piedras apiladas hasta lo alto en el sur— y se dispusieron a dominar sobre
esas cosas que están bajo la ley.
Pero uno entre los Anses, Leokaz el Ladrón, medio eotan, estaba incómodo.
Sentía nostalgia de los viejos tiempos salvajes y consideraba que se le daba poco
valor. Finalmente se fue sin decírselo a nadie. Por el sur llegó hasta la pared de
piedra. En la puerta lanzó un hechizo de sueño sobre el guardián, cogió la llave de
su escondite y pasó a la Tierra de Hierro. Allí negoció con sus señores. Cuando le
dieron la lanza de La Perdición del Verano, él les entregó la llave.
De esta forma consiguieron los Señores de Hierro entrar en el Mundo. Sus
tropas llegaron tray endo esclavitud y matanzas. Fue el oeste quien los conoció
primero y a menudo el sol se oculta en un mar de sangre.
Pero el gigante Hoadh se dirigió al norte, pensando en llegar hasta la Tierra
Helada y establecer una alianza con los eotan. Allí donde iba cogía lo que quería.
Arrancaba las vacas de los prados. Destrozaba casas para robar su pan.
Sembraba fuego y mataba hombres por diversión. Trazó un sendero de
destrucción.
Llegó a la costa. Desde lejos espió a Naerdha. Ella estaba sentada en un
arrecife, cepillándose el pelo. Sus rizos relucían como el oro y sus pechos como
la nieve allí donde las sombras y acen azules. La lujuria se desató. En silencio, a
pesar de su tamaño, Hoadh se acercó a su lado y la atrapó. Cuando se resistió, él
le golpeó la cabeza contra una piedra y la aturdió. Allí mismo, entre la espuma,
la violó.
Las aguas se habían elevado sobre aquel arrecife, para ocultar la vergüenza
incluso durante la marea baja. Por esa razón, muchos barcos se habían estrellado
y los cachones se habían llevado a sus tripulaciones. Eso no sació la furia y la
pena de Naerdha.
Se despertó con el rugido de un gato montés para encontrarse nuevamente
sola. Sobre las alas de la tormenta, corrió a su casa más allá del amanecer.
—¿Dónde ha ido? —gritó.
—No lo sabemos —gimieron sus hijas—, sólo que se alejó del mar.
—La venganza lo seguirá —dijo Naerdha. Volvió tierra adentro y buscó la
morada que compartía con Froh para pedirle que la ay udase. Pero era
primavera y él había ido a agitar la vida, como ella también debería haber
hecho. Por tanto no podía reclamar el toro Agitador, como era su derecho.
En lugar de eso, invocó a su hijo may or y lo convirtió en un gran semental
negro. Montada sobre él, cabalgó hasta Ansaheim. Wotan le cedió su lanza que
nunca falla. Tiwaz su Casco del Terror. A continuación se apresuró en seguir a
Hoadh. Ése fue un año siniestro, tras abandonar a Froh y a su mar.
Hoadh la oy ó ir tras él. Escaló una montaña y levantó su maza para la batalla.
Cay ó la noche. Se alzó la luna. Bajo su luz él vio, desde muchas millas, la lanza,
el casco y el sombrío semental. El corazón le falló y huy ó al oeste. Corría tan
rápido que ella apenas podía mantenerlo en su mirada.
Hoadh llegó hasta sus compañeros los Señores de Hierro y les rogó ay uda.
Escudo contra escudo se plantaron frente a él. Naerdha lanzó la flecha sobre sus
cabezas y atravesó a su enemigo. Su sangre inundó las tierras bajas.
Ella se dirigió a casa, furiosa con Froh por su promesa rota.
—Cogeré el toro cuando quiera —dijo—, y mucho lo echarás de menos el
día del fin del mundo.
Él también estaba enfadado, por lo que había hecho con su hijo. Se separaron.
En víspera del solsticio Naerdha dio a luz a la prole de Hoadh, nueve hijos.
Los convirtió en perros tan negros como su caballo.
Thonar del Trueno llegó hasta su casa.
—Frob dejó a su hermana y tú dejaste a tu hermano para que los dos
estuvieseis juntos —dijo—. Si y a no lo estáis, la vida morirá de la tierra y del
mar. Después, ¿qué alimentará a los dioses? —Por tanto, en primavera, Naerdha
regresó con su esposo, pero sin alegría. Lo dejó una vez más en otoño. Así ha sido
desde entonces.
—Leokaz rompió la promesa que hicimos —le dijo Wotan—. A partir de
ahora, el mundo no conocerá la paz. Tenemos mucha necesidad de mi lanza.
—La recuperaré para ti —contestó Naerdha—, si me la prestas de nuevo, y
Tiwaz su casco, cuando vay a de caza.
La inundación la había llevado hasta el mar. Larga fue la búsqueda de
Naerdha. Muchos fueron las historias de una extraña mujer que llegó a esta tierra
o a aquella. Ella pagó a aquellos que la acogieron sanando sus heridas,
enderezando sus males y prediciendo su mañana. Todavía sigue enviando
mujeres por el mundo para hacer lo que ella hizo, en su nombre y por su orden.
Al final encontró la lanza flotando bajo el lucero de la mañana.
La venganza no podía morir en su interior. Durante el cambio de año, y en
cualquier momento en que su corazón se congele por el recuerdo, ella parte. Con
caballo y perros, casco y lanza, cabalga en el viento nocturno, para atacar a los
Señores de Hierro, hostigar los fantasmas de los malvados y traer enfermedad a
los enemigos de aquellos que la adoran. Terrible es oír ese ímpetu y ese clamor
en el cielo: cuernos, cascos, aullido, la Caza Salvaje. Por tanto, los hombres que
alcen sus armas contra aquellos que ella odia obtendrán su adusta bendición.
11
49 D.C.
Al oeste del Elba, al sur de donde algún día se alzará Hamburgo, se extendía
el reino de los longobardos. Siglos en el futuro, sus descendientes terminaron
varias generaciones de emigración conquistando el norte de Italia y fundando lo
que se conocería como el reino de Lombardía. Por el momento, sólo eran otra
tribu germana, aunque una poderosa, que había asestado muchos de los golpes
más dolorosos que los romanos hubiesen recibido en el bosque de Teutoburgo.
Recientemente, sus hachas habían tomado la decisión de quien debería ser rey de
sus vecinos cheruscios. Ricos y arrogantes, comerciaban y llevaban noticias
desde el Rin hasta el Vístula, desde los cimbros en Jutlandia hasta los quadios a lo
largo del Danubio. Floris había decidido que ella y Everard no podían limitarse a
acercarse cabalgando, diciendo ser viajeros con problemas venidos de alguna
otra parte. Eso era posible en los años setenta y sesenta, entre gente de la frontera
occidental enfrentada a Roma —y a fuese hostil, servil o pacíficamente— más
que con los orientales. Allí el riesgo de cometer un error sería demasiado grande.
Pero aquí y ahora se encontraba Edh, durante una estancia de dos años. Allí
era donde podría encontrarse la siguiente clave de su origen, así como una
oportunidad de observar con may or profundidad su efecto sobre la gente con la
que se cruzaba.
Por suerte, aunque con lógica, había un etnógrafo residente, como fuera
Floris entre los frisios. La Patrulla también quería una muestra de la Europa
central durante el siglo I, y aquél era mejor sitio que muchos.
Jens Ulstrup se había establecido una docena de años antes. Contó que se
llamaba Domar, de lo que se convertiría en la zona noruega de Bergen,
virtualmente tierra incógnita para los longobardos atados a la tierra. Un problema
familiar lo llevó al exilio. Tomó pasaje a Jutlandia; los escandinavos del sur y a
habían desarrollado naves muy grandes. Desde allí había vagado como podía,
siempre bien recibido por sus canciones y poesías. Como era costumbre, el rey
recompensó algunos versos halagadores con oro y una invitación a quedarse.
Domar invirtió en bienes de comercio, amasó fortuna con rapidez y, a su debido
tiempo, había adquirido una hacienda propia. Tanto sus intereses mercantiles
como su curiosidad por el mundo, natural en un poeta, explicaban sus frecuentes
y largas ausencias. Muchos de sus viajes eran realmente en el territorio
contemporáneo, aunque podía acelerarlos con su cronociclo.
Tras caminar hasta un punto donde sabía que no sería observado, llamó a la
máquina desde su escondite. Un momento más tarde, pero días antes, se
encontraba en el campamento de Everard y Floris. Se habían establecido más al
norte, en la franja deshabitada —en americano, la zona desmilitarizada— entre
longobardos y chaucianos.
Desde un acantilado oculto por árboles, miraban al río. Fluía ancho por entre
orillas profundamente verdes; las cañas se agitaban, las ranas croaban, los peces
saltaban plateados, las aves acuáticas volaban en millares tumultuosos; de vez en
cuando los hombres llevaban un bote a los largo de la orilla opuesta, suarinianos.
—Seremos poco en la vida del país —dijo Floris—, no exactamente como
espíritus sin cuerpo pasando de largo.
Se pusieron en pie al aparecer Ulstrup. Er una hombre esbelto de pelo rubio,
de aspecto tan bárbaro como ellos. Eso no significaba que llevara faldas de piel
de oso. Su camisa, abrigo y pantalones eran de una tela bien tejida, de exquisito
diseño y buen corte. El joy ero que había fabricado su broche no se atenía a los
cánones helénicos, pero era un artista. Llevaba el pelo peinado y atado al lado
derecho. El bigote estaba recortado y, si no iba del todo bien afeitado, era porque
las hojas no tenían la calidad de una Gillette.
—¿Qué has descubierto? exclamó Floris.
La sonrisa de Ulstrup demostró lo cansado que estaba.
—Llevará un rato contarlo —contestó.
—Dale un respiro —dijo Everard—. Toma, siéntate. —Le señaló un tronco
mohoso—. ¿Quieres un poco de café? Puedes oler que es recién hecho.
—Café —canturreó Ulstrup—. A menudo lo bebo en sueños.
Es extraño —pensó Everard momentáneamente—, que los tres estemos
usando inglés del siglo XX. Pero no. Él también viene de allí, ¿no? Durante un
tiempo, el inglés realizará el mismo papel que el latín hoy. No por mucho tiempo.
Hablaron un poco antes de que Ulstrup pasase a lo serio. Su mirada se fijó en
los otros dos como un animal podría mirar desde una trampa. Habló con cuidado.
—Sí, creo que tenéis razón. Es algo único. Confieso que las posibilidades me
dan miedo; no tengo experiencia ni soy experto en realidades variables.
» Como os dije antes, había oído historias de una sibila itinerante, o bruja, o lo
que fuese, pero no presté especial atención—. Esas cosas son… oh, no comunes
en su cultura, pero tampoco extraordinarias. Estaba preocupado por la lucha civil
entre los cheruscios y, francamente, me resistía a vuestra petición de que
investigase a una extraña. Mis disculpas, agente Floris, agente No asignado
Everard. Ahora la he conocido. La he escuchado. He hablado largamente sobre
ella con muchos hombres. Mi mujer longobarda me ha contado lo que las
mujeres se dicen unas a otras.
» Me contasteis el tremendo impacto que Edh tendrá en las tribus
occidentales. Sospecho que no anticipasteis lo poderosa que y a era aquí, o con
qué rapidez aumenta su poder. Llegó en un carro primitivo. He oído que los
lemovios se lo entregaron después de que llegase hasta ellos a pie. Nos dejará en
un carruaje magnífico cuy a construcción ha ordenado el rey, tirado por los
mejores buey es. Llegó con cuatro hombres. Se irá con una docena. Podría haber
tenido muchos más que ésos (y también mujeres) pero ella los escogió y fijó el
límite con inteligencia práctica. Creo que eso fue por consejo del Heidhin que
describisteis… No importa. He visto a orgullosos jóvenes guerreros rogar
abandonarlo todo y seguirla como sirvientes. He visto cómo sus labios temblaban
y sus ojos parpadeaban con fuerza cuando ella les dijo que no.
—¿Cómo lo hace? —susurró Everard.
—Construy e un mito —dijo Floris—. ¿Es cierto?
Sorprendido, Ulstrup asintió.
—¿Cómo lo supisteis?
—La oí en el futuro, y sé bien lo que podría influir en los frisios. No pueden
ser muy diferentes a estos orientales.
—No. Quizá una diferencia comparable a la que hay entre holandeses y
alemanes de nuestra época. Claro está, Edh no está predicando el evangelio de
una religión completamente nueva. Eso queda fuera de la mentalidad pagana. De
hecho, imagino que sus ideas evolucionan sobre la marcha. Ni siquiera está
añadiendo una nueva deidad. Su diosa es conocida en la may oría del territorio
germano. Su nombre local es Naerdha. Ese ser más o menos idéntico a la Nertho
cuy o culto describió Tácito. ¿Lo recuerdan?
Everard asintió. En Germania hablaba de un carro de buey es cubierto que
cada año llevaba una imagen en procesión por la tierra. Era una época en que se
dejaba de lado la guerra, tiempo de regocijo y ritos de fertilidad. Después de que
la diosa regresase a su arboleda, el ídolo era llevado a un lago oculto y lavado por
esclavos, que inmediatamente después se ahogaban. Nadie preguntaba: « ¿Qué
imagen es esa que sólo pueden ver los ojos de los que van a morir?» .
—Bastante sombrío —dijo Everard. Los neopaganos de su entorno de origen
no la incluían en sus cuentos de hadas de un matriarcado prehistórico en el que
todo el mundo era amable.
—Llevan una vida bastante sombría —señaló Floris.
El estudioso en Ulstrup tomó el control.
—Claramente es una figura de un panteón telúrico aborigen, los Wanes o
Vanir —dijo—. Se originó antes de que los indoeuropeos llegasen a estas tierras.
Ellos trajeron a sus característicos, belicosos y masculinos dioses del cielo, los
Anses o Aesir. Lejanos recuerdos del conflicto entre las culturas sobreviven en
los mitos de una guerra entre dos razas divinas, que finalmente se resolvió por
medio de negociaciones y matrimonios mixtos. Nertho, Naerdha, es todavía
mujer. Siglos después se convertirá en hombre, el dios Njordh de las Eddas, el
padre de Frey ja y Frey, que todavía es su esposo. Njordh será dios del mar, al
igual que Nertho está asociada con el mar, aunque es también una deidad
agrícola.
Floris tocó el brazo de Everard.
—De pronto pareces desolado —murmuró.
Se agitó.
—Lo siento. Divagaba. Recordaba un episodio que no ha sucedido aún, entre
los godos. Implica a sus dioses. Pero eso no fue más que un remolino menor en la
corriente temporal, fácil de corregir exceptuando a la persona implicada. Esto es
diferente. No sé cómo lo es, pero lo siento en el fondo del corazón.
Floris se volvió hacia Ulstrup.
—¿Qué predica Edh? —le preguntó.
Él se estremeció.
—« Predicar» . Qué palabra tan horripilante. Los paganos no predican, al
menos los germanos paganos no lo hacen, y en estos momentos el cristianismo
no es más que una herejía judía perseguida. No, Edh no niega a Wotan ni al resto.
Simplemente cuenta nuevas historias sobre Naerdha y los poderes de Naerdha.
Pero no hay nada simple en lo que implican. Y… por su intensidad y elocuencia,
sí, es justo decir que da sermones. Estas tribus nunca han conocido nada así. No
están… inmunizadas. Es por eso que tantos de ellos se convertirán con facilidad al
cristianismo cuando los misioneros lleguen aquí. —Como a la defensiva, el tono
se hizo más seco—. Eso sí, también habrá razones políticas y económicas para la
conversión, lo que sin duda decide la situación en la may oría de los casos. Edh no
ofrece nada así, a menos que tengas en cuenta el odio a Roma y las profecías de
su caída.
Everard se rozó la barbilla.
—Entonces ha inventado el sermón y el fervor religioso de forma
independiente —dijo—. ¿Cómo? ¿Por qué?
—Debemos descubrirlo —respondió Floris.
—¿Cuáles son esos nuevos mitos? —preguntó Everard.
Ulstrup frunció el ceño.
—Me llevaría mucho tiempo contaros todo lo que he descubierto. Y es
rudimentario, no un perfecto sistema teológico, comprended. Y dudo haberlo
oído todo, escuchándola a ella o de segunda mano. Ciertamente no he descubierto
lo que desarrollará con el paso del tiempo.
» Pero… bien, no lo dice directamente, quizá ni ella sea consciente, pero está
convirtiendo a su diosa en un ser al menos tan poderoso, tan… cósmico… como
cualquier otro dios. Naerdha no está exactamente usurpando la autoridad de
Wotan sobre los muertos, pero ella también los recibe en su casa, ella también los
dirige en cacerías por el cielo. Se está convirtiendo en una deidad de la guerra tan
importante como Tiwaz, y la destructora profética de Roma. Como Thonar, tiene
control sobre las fuerzas elementales, el clima, la tormenta, junto con los mares,
los ríos, lagos, toda el agua. Suy a es la luna…
—Hécate —murmuró Everard.
—Pero conserva su antigua precedencia sobre la concepción y el nacimiento.
—Ulstrup concluy ó—: Las mujeres que mueren de parto van directamente a
ella, como los guerreros caídos al Odín de las Eddas.
—Eso debe de atraer a las mujeres —dijo Floris.
—Así es, así es —admitió Ulstrup—. No es que tengan una fe separada. Los
cultos mistéricos y las sectas son desconocidos para los germanos, pero aquí hay
una devoción especial para ellos.
Everard paseaba de un lado a otro en la cañada. Se golpeaba la palma con el
puño.
—Sí —dijo—. Eso fue importante para el éxito del cristianismo, tanto en el
sur como en el norte. Tenía más que ofrecer a las mujeres que el paganismo,
incluso la Magna Mater. Podrían no convertir a sus maridos, pero seguro que
influirían en sus hijos.
—Los hombres también pueden tener visiones. —Ulstrup miró a Floris—.
¿Ves las mismas posibilidades que y o?
—Sí —contestó ella, no del todo firme—. Podría pasar. Tácito… En la
segunda versión Veleda regresó a la Germania libre, después del aplastamiento
de Civilis, llevando su mensaje, y una nueva religión se extendió entre los
bárbaros… podría crecer y desarrollarse después de su muerte. No tendría
competencia. Oh, no se volvería monoteísta ni nada parecido. Pero su diosa sería
una figura suprema, alrededor de la cual todos se reunirían. Ella le daría al
pueblo tanta espiritualidad como podría darle el Cristo. Muy pocos se unirían a la
Iglesia.
—Menos aún si careciesen de razones políticas —añadió Everard—. Observé
el proceso en la Escandinavia vikinga. El bautismo era el billete de admisión a la
civilización, con todas su ventajas culturales y comerciales. Pero un Imperio
romano occidental en ruina no será tan atractivo y Bizancio está demasiado lejos.
—Cierto —dijo Ulstrup—. Es concebible que la fe de Nertho se pudiese
convertir en la semilla y el núcleo de una civilización germánica, no barbarismo,
sino una civilización, no importa cuán turbulenta, con la riqueza interior para
resistir al cristianismo, como hará la Persia de Zaratustra. Aquí y a no son
habitantes de los bosques. Saben que el mundo exterior existe y se relacionan con
él. Cuando los longobardos intervinieron en las luchas dinásticas de los cheruscios,
fue para restaurar a un rey que había sido depuesto por haber crecido en Roma y
haber sido enviado a petición de Roma. No es que los longobardos estén
domesticados; fue una maniobra maquiavélica. El comercio con el sur aumenta
año a año. Las naves romanas o galorromanas en ocasiones llegan incluso a
Escandinavia. Los arqueólogos de nuestra época hablarán de una Edad del Hierro
romana, seguida de una Edad de Hierro germana. Sí, estos bárbaros están
aprendiendo. Han asimilado lo que les resulta útil. No se sigue que ellos mismos
deban ser asimilados.
Bajó la voz.
—Claro está, si no son asimilados, el futuro será diferente. Nuestro siglo xx no
habrá existido nunca.
—Eso es lo que intentamos evitar —dijo Everard con dureza.
Se hizo el silencio. El viento ululaba, las hojas se agitaban, la luz del sol saltaba
en la corriente alborotada. La paz hacía que el paisaje pareciese irreal.
—Pero debemos descubrir cómo empezó esta desviación, antes de poder
hacer nada —siguió diciendo Everard—. ¿Descubriste de dónde vino Veleda?
—Me temo que no —confesó Ulstrup—. Pobres comunicaciones, grandes
extensiones deshabitadas… y Edh no habla sobre su pasado, ni tampoco su socio
Heidhin. Puede que se sienta más cómodo contigo dentro de veintiún años,
cuando te mencione a los alvaringos, sean quiénes sean. Incluso entonces, creo,
será peligroso preguntar por los detalles. En este momento, tanto él como ella son
totalmente reticentes a hablar.
» Sin embargo, oí que apareció por primera vez entre los rugios en el litoral
báltico, hace cinco o seis años, por lo que puedo determinar de las vagas
informaciones. Dicen que vino por barco, como es propio de la profetisa de una
deidad marina. Eso y su acento me sugieren un origen escandinavo. Siento no
poder hacerlo mejor.
—Servirá —contestó Everard—. Lo has hecho bien, compañero. Con
paciencia e instrumentos, quizá preguntando en tierra de vez en cuando,
descubriremos el lugar y el momento de su llegada.
—Y entonces… —Floris dejó de hablar. Miró más allá del río y del bosque, al
noreste, hacia una costa invisible.
12
43 D.C.
La play a se extendía de izquierda a derecha, la arena elevándose en dunas
donde crecía una hierba gruesa, hasta que la neblina nublaba la vista. Algas,
conchas, espinas de pescado y huesos de pájaros y acían esparcidos en la zona
más oscura por debajo de la línea de la marea alta. Una pocas gaviotas volaban
al viento, que soplaba salvaje, helado. El frío tenía una regusto a sal, tenía el olor
de las profundidades. Las olas rompían bajas contra la orilla, se retiraban, volvían
a chocar un poco más alto. Más allá rompían con fuerza, resonando huecas,
cubiertas de blanco sobre un gris acero en un horizonte que igualmente se perdía
en el cielo. Presionaba contra el mundo, aquel cielo, tan incoloro como el mar.
Por debajo, las nubes corrían sucias y harapientas. La lluvia caminaba al oeste.
En el interior, las juncias rodeaban los charcos cuy o tono verde alga era la
única nota de color. El bosque se alzaba en la distancia. Un arroy o rompía el
pantanal hasta la play a. Sin duda los habitantes lo usaban para mover cualquier
bote que posey esen. Sus casas estaban a más de un kilómetro y medio de la
costa, una chozas pobres y encorvadas bajo tejados de césped. Salía humo;
aparte de eso, nada más se movía.
La nave trajo una viveza súbita. Era una belleza, larga y esbelta, de buena
construcción, la proa y la popa elevándose, sin palos pero conducida con rapidez
por treinta remeros. Aunque la pintura roja se había desteñido, la madera seguía
siendo sólida. Al canto del timonel, la tripulación la trajo a tierra, los hombres
saltaron por la borda y la sacaron del agua.
Everard se acercó. Lo esperaron con precaución comedida. Al acercarse,
habían visto que estaba sólo. Se aproximó y apoy ó la base de la lanza en el suelo.
—Saludos —dijo.
Un tipo grande y lleno de cicatrices que debía de ser el capitán le preguntó:
—¿Eres de esas casas?
Su dialecto hubiese sido difícil de entender si Everard y Floris no hubiesen
recibido improntas. (De una lengua danesa de cuatrocientos años en el futuro, lo
más cercano disponible. Por suerte, las antiguas lenguas nórdicas no cambiaban
muy rápido. Sin embargo, los agentes no podían esperar pasar por nativos, y a
fuese del hogar de la nave o de aquellas regiones).
—No, soy un viajero. Me dirigía allí en busca de refugio para la noche, pero
os vi y pensé en oír primero vuestro relato. Debería ser mejor que cualquier cosa
que puedan contar ellos. Me llamo Maring.
Normalmente el patrullero simplemente hubiese dicho « Everard» , que
sonaba como un nombre en otras lenguas. Pero lo usaría en el futuro cuando
conociese a Heidhin, a quien esperaba fijar este día. No podían permitirse ser
reconocidos… otro cambio en la realidad con imprevistas consecuencias. Floris
había sugerido ese apodo, realmente del sur de Germania. También había
insistido en que llevara una larga peluca rubia y una barba falsa, así como una
nariz a lo Jimmy Durante que desviaría la atención del resto de su persona.
Considerando cómo se desvanecían los recuerdos con los años, eso bastaría.
Una sonrisa se abrió en el rostro del marino.
—Y y o soy Vagnio, hijo de Thuthevar, de Hairu, en la tierra de los
alvaringos. ¿De dónde vienes tú?
—De lejos. —El patrullero señaló con un pulgar al asentamiento—. Se
quedan tras sus paredes. ¿Os tienen miedo?
Vagnio se encogió de hombros.
—Podríamos ser saqueadores, por lo que ellos saben. Esto no es un puerto de
escala. Es simplemente una recalada…
Everard y a lo sabía. Flotando en los cronociclos, él y Floris habían observado
a la nave, una vez que el análisis reveló que, entre todas las que habían
observado, llevaba a una mujer. Un salto al futuro les mostró dónde iba a
detenerse; un salto de vuelta al pasado los situó cerca. Floris permaneció sobre las
nubes. Explicar su presencia hubiese sido demasiado problemático.
—… para pasar la noche —siguió diciendo Vagnio— y llenar por la mañana
los toneles de agua. Pero luego nos dirigiremos a Anglii, con productos para un
gran mercado que celebran en esta época del año. Si esa gente quiere, pueden
venir, en caso contrario los dejaremos en paz. No tienen nada que valga la pena
robar.
—¿Ni siquiera ellos mismos, para ser vendido como esclavos? —La pregunta
repugnaba a Everard, pero era natural en la época.
—No, se dispersarían en cuanto nos viesen acercarnos, y también sacarán el
ganado que tengan. Por esa razón construy eron ahí. —Vagnio entrecerró los ojos
—. Debes de ser de tierra para no saber eso.
—Sí, de los marcomannios. —La tribu estaba a una distancia segura, más o
menos donde caería la Checoslovaquia occidental—. Vosotros sois, ¿de Scania?
—No. Los alvaringos tienen media isla en la costa de Geatisb. Pasa la noche
con nosotros, Maring, e intercambiaremos historias… ¿Qué miras?
Los marineros se habían reunido deseosos de oír. En su may oría eran rubios y
altos, por lo que bloqueaban la visión de la nave. Un par de ellos se habían
movido inquietos, y pudo ver sin trabas. Un joven delgado acababa de saltar a la
play a. Levantó los brazos y ay udó a una mujer. Veleda.
No había confusión . Conozco esa cara, esos ojos en el fondo del océano de su
diosa. Pero qué joven era hoy, una adolescente esquelética. El viento agitó las
trenzas castañas y arremolinó la falda alrededor de sus talones. En los diez o
quince metros que los separaban, Everard pensó que veía… ¿qué? Una mirada
que buscaba algo más allá de aquel lugar, labios que de pronto se estremecerían
y quizá susurrarían, una pena, una pérdida, un sueño. No lo sabía.
Ciertamente no mostraba por él ningún interés, al contrario de lo que había
esperado. Se preguntó si siquiera le había mirado. El rostro pálido se apartó.
Habló brevemente con su compañero de pelo oscuro. Se alejaron juntos por la
play a.
—Ah, ella. —Dedujo Vagnio. Le tocó la inquietud—. Una pareja extraña.
—¿Quiénes son? —preguntó Everard. Ésa también era una pregunta natural,
cuando eran muy pocas las mujeres que atravesaban el mar sin ser cautivas. Con
el tiempo, los invasores de las costas frisias y jutas traerían a su familias hasta
Bretaña, pero eso no sucedería hasta unos siglos después.
A menos que las mujeres escandinavas usasen barcos en esa fecha tan
temprana. No tenía esa información. Esas tierras en esos años se habían
estudiado poco. No había parecido que representasen ningún problema para el
mundo hasta la Völkerwanderung. Sorpresa, sorpresa.
—Edh, hija de Hlavagast y Heidhin, hijo de Viduhada —dijo Vagnio. Everard
notó que la había nombrado a ella primero—. Compraron pasaje, pero no para
comerciar junto con nosotros. Es más, ella no busca un mercado, sino que quiere
que los dejemos, a los dos, en algún sitio. Todavía no ha dicho dónde.
—Mejor será prepararse para la noche, capitán —gruñó un hombre. Los
otros lanzaron un murmullo de acuerdo. La oscuridad tardaría horas en llegar y
no era probable que empezase a llover. Prefieren no hablar de ella —comprendió
Everard—. Vagnio asintió con rapidez . No tienen nada contra ella, estoy seguro,
pero ella es, sí, extraña.
Everard se ofreció a ay udar con los preparativos. Con amabilidad brusca,
porque un invitado era sagrado, el capitán expresó dudas de que alguien de
secano pudiese agilizar los preparativos. Everard se alejó hacia donde Edh y
Heidhin habían ido.
Los vio detenerse muy por delante de él. Parecían discutir. Ella realizó un
gesto extrañamente imperioso para alguien tan pequeño. Heidhin se dio la vuelta
y regresó a grandes zancadas. Edh siguió adelante.
—Ésta podría ser mi oportunidad —subvocalizó Everard—. Veré si puedo
entablar conversación con el muchacho.
—Ten cuidado —contestó Floris—. Creo que está molesto.
—Sí. Pero tengo que intentarlo, ¿no?
Era la razón de aquel encuentro, en lugar de simplemente seguir la nave por
el agua hacia atrás en el tiempo. No se atrevían a entrar a ciegas en lo que podría
ser la fuente de la inestabilidad, el oscuro y fácilmente anulado suceso del que
podría surgir todo un futuro. Allí, o eso esperaban, tenían la oportunidad de
aprender algo de antemano con riesgo mínimo.
Heidhin se detuvo de golpe, con el ceño fruncido, frente al extranjero.
También era un adolescente, quizá un año o dos may or que Edh. En ese entorno
eso lo convertía en adulto, pero todavía era larguirucho, sin haberse llenado del
todo, el rostro anguloso oscurecido por poco mas que pelusa. Vestía wadmahl de
lana, perfumado en el aire húmedo, y botas manchadas de sal. Al costado le
colgaba una espada.
—Saludos —dijo Everard con amabilidad. Eso, en apariencia. Por dentro
tenía sudores fríos.
—Saludos —gruñó Heidhin. La hosquedad se hubiese considerado apropiada
en la América del siglo xx. Aquí significaba muchos problemas—. ¿Qué quieres?
—Hizo una pausa antes de añadir con brusquedad—: No sigas a la mujer. Quiere
estar sola.
—¿Está segura aquí? —preguntó Everard: otra pregunta natural.
—No irá muy lejos, y regresará antes de anochecer. Además… —Una vez
más se calló. Parecía estar luchando consigo mismo. Everard supuso que el
deseo juvenil de ser importante y misterioso derrotó a la discreción. Sin
embargo, escuchó palabras de una sinceridad casi horripilante—. Los que la
ofendan sufrirán algo peor que la muerte. Es la elegida de una diosa.
¿Realmente el viento soplaba de pronto con más intensidad?
—Entonces, ¿la conoces bien?
—Yo… viajo a su lado.
—¿Desde dónde?
—¿Por qué quieres saberlo? —estalló Heidhin—. ¡Déjame en paz!
—Tranquilo, amigo, tranquilo —dijo Everard. Le ay udaba el hecho de ser
grande y maduro—. Me limito a preguntar. Soy extranjero. Con gusto oiría más
sobre… Edh, ¿la llamó así el capitán? Y tú Heidhin, creo.
Despertó la curiosidad. El muchacho se relajó un poco.
—¿Qué hay de ti? Nos lo preguntábamos al acercarnos.
—Soy un viajero. Maring de los marcomannios, una gente de la que es
posible que no hay as oído hablar nunca. Esta noche ofreceré mi relato.
—¿Adónde te diriges?
—A donde me lleve mi suerte.
Heidhin permaneció inmóvil por un momento. Las olas rompieron. Una
gaviota chilló.
—¿Podrías ser un enviado? —dijo.
A Everard se le disparó el pulso. Se esforzó en hablar como si tal cosa.
—¿Quién iba a enviarme y por qué?
—Entiende —le soltó Heidhin—, Edh va a donde Niaerdh le indica, en los
sueños o por medio de portentos. Ahora ha pensado que es aquí donde
deberíamos abandonar la nave e ir a tierra. Intenté decirle que ésta es una región
pobre, de población muy dispersa, incluso con criminales en libertad. Pero ella…
—Tragó saliva. Se suponía que la diosa la protegía. La fe luchó con el sentido
común y encontró un punto medio—. Si viene con nosotros un segundo
guerrero…
—¡Oh, maravilloso! —cantó la voz de Floris.
—No sé lo bien que puedo actuar como alguien marcado por el destino —le
advirtió Everard.
—Al menos podrás hablar con él.
—Lo intentaré.
A Heidhin:
—Eso es una novedad para mí, compréndelo. Pero podemos hablar sobre
ello. Ahora mismo no tengo nada que hacer, ¿y tú? Vamos, paseemos un poco
mientras me hablas de ti y de Edh.
El muchacho lo miró cabizbajo. Se mordió el labio, se puso rojo, luego
blanco, rojo de nuevo.
—Es más difícil de lo que crees —dijo.
—Pero debo saber, ¿no?, antes de comprometer mi fe. —Everard palmeó el
hombro encorvado que tenía delante—. Tómate tu tiempo, pero cuéntamelo todo.
—Edh… ella debería… ella decidirá…
—¿Qué tiene ella que hace que tú, un hombre, esté pendiente de sus palabras?
—Muéstrate muy respetuoso—. ¿Es una adivina, una muchacha a la que adorar?
Eso sería extraordinario.
Heidbin levantó la vista. Se estremeció.
—Sí, es eso y más que eso. La diosa vino a ella y, ahora que pertenece a
Niaerdh, extenderá la furia de Niaerdh por el mundo.
—¿Qué? ¿Y con quién está enfadada la diosa?
—¡Con el pueblo de Romaburh!
—¿Por qué? ¿Qué mal han hecho? En este lugar tan lejano.
—Ellos… ellos… No, es demasiado sagrado para contarlo. Espera a
conocerla. Ella te hará tan sabio como considere oportuno.
—Eso es pedirme demasiado —protestó compresiblemente Everard, como
habría hecho un vagabundo de mente práctica—. No dices nada de lo que
sucedió antes, nada acerca de dónde venís, aunque me harías defender con mi
vida a una doncella que provocaría la lujuria de cualquier saqueador, la avaricia
de cualquier esclavo…
Heidhin gritó. Desenvainó con rapidez la espada.
—¡Cómo te atreves! —La hoja atacó.
Los reflejos salvaron a Everard. Interpuso la lanza con suficiente rapidez para
bloquearla. El hierro se hundió con fuerza. El fresno seco no se rompió. Heidhin
volvió a levantar la hoja. Everard agitó su arma. No debo matarlo, está vivo en el
futuro, y, además,—no es más que un niño… El impacto hizo un ruido sordo. El
golpe en la cabeza debía de haber dejado aturdido a Heidhin, si no, se hubiese
roto el mango. En realidad, él se tambaleó.
—¡Contente, patán asesino! —rugió Everard. La alarma y la rabia resonaban
en su cráneo. ¿Qué demonios pasa?—. ¿Quieres hombre para tu chica o no?
Aullando, Heidhin saltó hacia él. Esa finta era débil, fácil de evitar. Everard
dejó caer la lanza, se acercó, agarró la túnica, asió el cuerpo en movimiento por
las caderas y lanzó a Heidhin a dos metros de distancia.
El joven se puso en pie. Buscó el cuchillo al cinto . Hay que acabar con esto.
Everard le dio un golpe de kárate en el plexo solar. No muy fuerte. Heidhin se
dobló y cay ó al suelo, luchando por respirar. Everard se agachó para asegurarse
de que no había daños serios, vómitos o algo así.
—Wat drommel… ¿Qué es eso? —gritó Floris, consternada.
Everard se puso en pie.
—No lo sé —contestó con sinceridad—, excepto que de alguna forma, en mi
ignorancia, he tocado el punto sensible y equivocado. Debe de haber estado muy
nervioso, quizá ha pasado días y semanas de preocupación. Recuerda que es
muy joven. Algo que he dicho o hecho le ha provocado un ataque de histeria. En
esta cultura, y a sabes, entre los hombres, eso suele desembocar en ansia asesina.
—Supongo que no… podrás… arreglar la situación.
—No. Especialmente teniendo en cuenta lo precario que es todo este asunto.
—Everard miró a lo largo de la play a. Edh era un diminuto punto de oscuridad,
medio perdido en la neblina del mar en la que se internaba. Envuelta en sus
sueños, o sus pesadillas, o lo que fuesen, no se había enterado de la pelea—.
Mejor que me vay a. Los marineros aceptarán que estoy desconcertado, cierto,
¿no?, pero sin deseos de cortarle la garganta a Heidhin mientras esté indefenso, o
darle a él la oportunidad de cortármela más tarde, o molestarme en negociar una
reconciliación. Diré que para mí él no es nada, y me iré.
Cogió la lanza, como habría hecho Maring, y se dirigió hacia la nave . Se
sentirán decepcionados —pensó con sorna —. Los cotilleos de tierras lejanas son
un raro tesoro. Bien, así no tendré que contar esa enrevesada historia que nos
inventamos.
—Entonces bien podemos ir directamente a Öland —dijo Floris, en tono
igualmente desabrido.
—¿Adónde?
—El hogar de Edh. El capitán lo identificó sin error. Es una larga y estrecha
isla en la costa báltica de Suecia. La ciudad de Kalmar se construirá al lado
opuesto. Estuve allí una vez de vacaciones. —La voz se hizo nostálgica—. Fue,
será, bastante encantadora. Viejos molinos de viento por todas partes, viejos
túmulos, villas acurrucadas y, a cada extremo, un faro mirando a un mar por el
que flotan los barcos de vela… Pero eso será entonces.
—Parece un lugar que visitaría para visitarme a mí mismo —dijo Everard—.
Entonces.
Quizá. Depende de los recuerdos que me lleve de él ahora, mil novecientos
años en el pasado. Caminó con dificultad por la play a.
13
43 D.C.
Fue fácil seguir el viaje de Vagnio desde su partida de Öland. Con habilidad y
persistencia, fue posible descubrir que el muchacho y la muchacha habían
llegado a su casa desde una aldea situada unos treinta kilómetros al sur. Pero ¿qué
había sucedido antes? Eran necesarias algunas preguntas discretas sobre el
terreno. Pero primero, Everard y Floris planearon un reconocimiento aéreo
durante los meses anteriores. Cuantas más claves tuviesen de antemano, mejor.
Vagnio no tenía necesariamente que haberse enterado de un acontecimiento
como un asesinato; quizá la familia pudiese ocultarlo. O él y sus hombres podían
mantenerlo en secreto frente a un extraño. O Everard podía simplemente no
tener la oportunidad de preguntar antes de que las circunstancias lo obligaran a
abandonar el campamento de la play a.
Dejando atrás camioneta y caballos, los agentes revolotearon juntos en
saltadores separados. Sus plan de búsqueda consistía en una serie de saltos de
punto a punto sobre una cuadrícula del espacio-tiempo calculada previamente. Si
veían algo inusual, echarían un vistazo más concienzudo durante el tiempo que
fuese necesario. El procedimiento no ofrecía garantías, pero era mejor que nada
y no tenían una vida infinita que invertir en aquello.
A unos mil quinientos metros por encima de la villa, saltaron de los fuegos del
verano a un par de semanas más tarde y permanecieron tras una enorme nube
azul. El viento corría penetrante y frío. La vista ofrecía un mar Báltico iluminado
por el sol, colinas suecas y bosques al oeste, Öland una mota en el estrecho, con
brezo, hierba, madera, rocas, arena… palabras que ningún habitante pronunciaría
en los siglos por venir.
Everard activó el escáner a su alrededor. De pronto, se envaró.
—¡Allí! —exclamó al transmisor que llevaba al cuello—. Como a las siete en
punto… ¿lo ves?
Floris silbó.
—Sí. Una nave romana, ¿no?, anclada frente a la costa —dijo pensativa—. Es
más probable que sea galorromana, de algún puerto como Burdeos o Bolonia,
más que del Mediterráneo. Nunca mantuvieron un comercio regular con
Escandinavia, pero los hechos hablan de unas cuantas visitas oficiales, y
emprendedores ocasionales navegaban hasta Dinamarca y más allá, saltándose
la larga cadena de intermediarios. Especialmente por el ámbar.
—Esto podría ser importante. Comprobémoslo. —Everard amplió la imagen.
Floris y a lo había hecho. Soltó un grito.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Everard.
Floris se lanzó hacia abajo. El aire hendido gemía a su espalda.
—¡Detente, loca! —gritó Everard—. ¡Vuelve!
Floris no le hizo caso, no hizo caso a sus oídos a punto de estallar, a nada, sólo
a lo que tenía justo delante. Su grito seguía resonando. Podría haber sido el de un
halcón, o el de una valquiria furiosa. Everard golpeó los controles con el puño,
soltó una maldición e, inexorable, aunque no indefenso, la siguió a menor
velocidad. Se detuvo a unos treinta metros de altura, manteniendo el sol a la
espalda.
Los hombres, reunidos para contemplar el espectáculo o esperar su turno, lo
oy eron. Levantaron la vista y vieron un caballo de la muerte que se abalanzaba
sobre ellos. Gimieron y corrieron en todas direcciones. El que estaba sobre la
chica la soltó, se puso de rodillas y sacó el cuchillo. Quizá pretendía matarla,
quizá sólo fuese un reflejo defensivo. No importaba. Un ray o de energía color
zafiro le golpeó la boca. Cay ó a sus pies. De un agujero en la base del cráneo
salía el humo de su cerebro.
Floris hizo girar el ciclo. Situada a la altura de un hombre, disparó al que
estaba más cerca. Herido en el vientre, gimió y pataleó sobre la hierba, para
Everard como un escarabajo al que hubiesen dado la vuelta. Floris persiguió a un
tercero y lo derribó con limpieza. Entonces se detuvo, inmóvil sobre la silla
durante un minuto. El sudor se le mezclaba con las lágrimas en la cara, tan fría
como sus manos.
De pronto respiró profundamente. Guardó la pistola y, con suavidad,
descendió al lado de Edh.
Lo hecho, hecho está, pensó Everard. Con rapidez, consideró las opciones.
Presas de un pánico ciego, los marineros supervivientes corrían por la play a o en
dirección a los bosques. Dos que conservaban la cabeza se habían alejado y
nadaban en dirección a la nave, donde bullía el horror. El patrullero se mordió el
labio hasta que le salió sangre.
—Bueno —dijo en voz alta y monótona. Con saltos por el espacio y puntería
precisa mató a todos los que habían bajado a tierra—. Finalmente sacó de su
dolor al hombre herido . No creo que Janne lo dejase así a propósito. Simplemente
se olvidó. Everard volvió a una altitud de quince metros y esperó. Por medio del
escáner y el amplificador siguió lo que sucedía debajo.
Edh se sentó. Tenía la mirada perdida, pero se agarró la falda y se la puso por
encima de las caderas marcadas. Atado como un cerdo, Heidhin se acercaba a
ella.
—Edh, Edh —gemía. Se detuvo cuando el cronociclo se situó entre ellos—.
Oh, diosa, vengadora…
Floris desmontó y se arrodilló al lado de Edh. Abrazó a la muchacha.
—Ya ha pasado, cariño —sollozó—. Todo irá bien. Algo así, nunca mas. Eres
libre.
—Niaerdh —oy ó—. Madre de todos, has venido.
—No tiene sentido negar tu divinidad —gruñó Everard en el receptor de Floris
—. Sal de ahí antes de que compliques aún más las cosas.
—No —contestó la mujer—. No lo entiendes. Tengo que darle el poco
consuelo del que sea capaz.
Everard permaneció mudo. Los marineros del canal tiraban frenéticos del
ancla.
—Desátame —suplicó Heidhin—. Déjame llegar hasta ella.
—Quizá sí que lo entiendo —dijo Everard—. Pero hazlo con rapidez, ¿vale?
El aturdimiento de Edh desaparecía, pero lo sobrenatural le teñía los ojos
avellanados.
—¿Qué deseas de mí, Niaerdh? —susurró—. Soy tuy a. Como siempre lo fui.
—¡Mata a los romanos, a todos los romanos! —bramó Heidhin—. Te pagaré
con mi vida si lo deseas.
Pobre muchacho —pensó Everard—, tu vida ya nos pertenece cuando
nosotros decidamos. Pero no podría esperar que actuaras de forma inteligente
después de esto, ¿no? O nunca, por lo que sé. No eres un europeo occidental
educado en la era poscristiana. Para ti, los dioses son reales y tu mayor deber es
la venganza.
Floris acarició el pelo enmarañado. Con el brazo libre atrajo hacia sí el cuerpo
ligero, apestoso y tembloroso.
—Sólo quiero tu seguridad, tu felicidad —dijo—. Te quiero.
—Me salvaste porque —murmuró Edh—, porque… porque debo… ¿qué?
—Escúchame, Floris, por el bien de todos —dijo Everard entre dientes—. El
tiempo está desarticulado y no puedes enderezarlo hoy. No puedes. No interfieras
mas, o te juro que no habrá un libro de Tácito, quizá ni siquiera dos. No
pertenecemos a estos acontecimientos y por eso el futuro está en peligro.
¡Déjalos!
Su compañera se quedó completamente quieta.
—¿Estás preocupada, Niaerdh? —preguntó Edh, como lo haría un niño—.
¿Qué puede preocuparte a ti, la diosa? ¿Qué los romanos contaminen tu mundo?
Floris cerró los ojos, los abrió y soltó a la muchacha.
—Es… tu congoja, querida —dijo. Poniéndose en pie—: Vive bien. Vive con
valor, libre de temores y pesares. Nos volveremos a ver. —A Everard—: ¿Debo
soltar a Heidhin?
—No, Edh puede coger un cuchillo y cortar la cuerda. Él puede ay udarla a
regresar a la aldea.
—Cierto. Y eso les vendrá bien a los dos, ¿no? Un pequeño y minúsculo de
bien.
Floris montó en el cronociclo.
—Supongo que será mejor que ascendamos en lugar de desaparecer —dijo
Everard—. Vamos.
Miró abajo por última vez. Era como si sintiese a los dos mirando y mirando.
En el agua, con las velas hinchadas, la nave se dirigía hacia el oeste. Con varias
manos de menos y, sin duda, como mínimo un par de oficiales, podría llegar o no
a casa. Si lo hacía, la tripulación contaría o no lo que había visto. No tendría
mucha credibilidad. Sería más inteligente inventar algo plausible. Claro está,
cualquier historia podría ser considerada mentira, un intento de encubrir un
motín. En ese caso, los esperaba una muerte desagradable. Quizá probasen suerte
entre los germanos, por poco probables que fuesen las expectativas. Sabiendo que
su destino no afectaría a la historia, a Everard le importaban bien poco.
15
70 D.C.
El sol acababa de ponerse, las nubes eran rojas y doradas al oeste, al este el
cielo se oscurecía a medida que la noche se alzaba como una ola sobre la
naturaleza. La luz se rezagó en lo alto de una colina desnuda de la Germania
central, pero la hierba y a estaba llena de sombras y el calor escapaba del aire.
Después de encargarse de los caballos, Janne Floris se agachó en la zona
frente a los dos refugios y empezó a recoger madera para el fuego. Algo
quedaba, roto y apilado, de la última vez que los agentes de la Patrulla habían
usado aquella zona, un día antes si se contaban por los giros del planeta. Una
ráfaga y un golpe la hicieron levantar. Everard bajó del vehículo.
—¿Por qué has…? Te esperaba antes —dijo ella, con cierta timidez.
Él encogió los anchos hombros.
—Pensé que tú podrías ocuparte de las tareas del campamento mientras y o
me ocupaba de las mías —contestó—. Y el anochecer es un punto lógico de
retorno. No quiero más que un bocado para comer, pero luego necesito doce
buenas horas de sueño. Estoy agotado. ¿Tú no?
Ella apartó la vista.
—Todavía no. Demasiado tensa. —Tragando saliva, se obligó a enfrentarse a
él—. ¿Adónde has ido? Me dijiste que esperase, inmediatamente después de
regresar aquí, y te fuiste.
—Supongo que sí. Lo siento. No lo había pensado. Me ha parecido evidente.
—Pensaba que me estabas castigando.
Él negó con la cabeza, con más vigor que si lo hubiese hecho de palabra.
—Buen Dios, no. De hecho, tenía la vaga intención de evitarte la discusión. Lo
que hice fue regresar a Öland, después de que anocheciese… ese día. Los chicos
se habían ido y no había nadie, como esperaba. Levanté los cuerpos uno por uno,
los llevé mar adentro y los arrojé. No fue divertido. No había razón para que
estuvieses allí.
Ella lo miró fijamente.
—¿Por qué?
—¿Tampoco es evidente? —contestó—. Piensa. Por la misma razón que
disparé al cerdo que tú dejaste. Para minimizar el impacto en los habitantes
locales, porque y a hemos alterado demasiadas variables. Me atrevería a decir
que creerán a Edh y Heidhin, mas o menos, pero y a viven en un mundo de
dioses, trolls y magia. Las pruebas materiales O los testigos independientes les
causarían un impacto mucho may or que una historia sin duda incoherente.
—Entiendo. —Se retorció las manos—. Me estoy comportando de un modo
bastante estúpido y poco profesional, ¿no? No me entrenaron para este tipo de
misiones, pero eso no es excusa. Lo siento mucho.
—Bien, me cogiste por sorpresa —gruñó—. Cuando saltaste a la acción me
quedé pasmado durante un momento. Y luego, ¿qué podía hacer? Nada de jugar
con la causalidad, eso seguro, ni arriesgarme a que Heidhin viese mi cara, para
que me reconociese en Colonia ese año. ¿Ir al futuro, ponerme un disfraz
diferente al que usé en la play a y volver al mismo minuto? No, no estaría bien
que los mortales viesen a los dioses peleándose; confundiría aún más las cosas.
Sólo podía seguirte la corriente.
—Lo siento —dijo desesperada—. No pude evitarlo. Allí estaba Edh, la
Veleda que vimos entre los longobardos. Ninguna mujer me había impresionado
tanto, la conocía, pero era una niña y esos animales…
—Sí. Furia seguida de simpatía insuperable.
Floris se enderezó. Con los puños apretados, miro directamente a Everard y
dijo:
—Estoy explicándome, no excusándome. Aceptaré cualquier pena que me
imponga la Patrulla, sin quejas.
Él permaneció unos segundos sin hablar antes de sonreír y contestar.
—No la habrá si te comportas con honradez y competencia. Y así estoy
seguro que será. Como agente No asignado en este caso, puedo realizar juicios
sumarísimos. Estás perdonada.
Ella parpadeo con fuerza, se frotó los ojos con las muñecas y dijo,
trabándose:
—Señor, sois demasiado amable. Él hecho de que hay amos trabajado
juntos…
—Eh, confía un poco en mí —protestó—. Sí, has sido una acompañante
genial, pero no dejaría que eso me influy ese… demasiado. Lo que cuenta es que
has demostrado ser una agente dura, de las que siempre hacen falta. Y más
importante aún, no ha sido realmente culpa tuy a.
Perplejidad.
—¿Qué? He permitido que las emociones me controlasen…
—Considerando las circunstancias, eso no te desacredita. No estoy del todo
seguro de qué habría hecho y o mismo, aunque quizá hubiese sido más sutil; y no
soy una mujer. No me importó matar a esas sabandijas. No disfruté, claro,
especialmente considerando que no tenían ninguna oportunidad contra mí. Pero
había que hacerlo, así que dormiré tranquilo. —Hizo una pausa—. ¿Sabes?, en
mis días de juventud, antes de unirme a la Patrulla, estaba a favor de la pena de
muerte por violación, hasta que una dama me señaló que entonces el bastardo
tendría un incentivo para asesinar a su víctima y ningún motivo para no hacerlo.
Mis sentimientos siguieron siendo los mismos. Si no recuerdo mal, los holandeses
del siglo xx, a vuestra manera civilizada y clínica, tratáis el problema con la
castración.
—Sin embargo, y o…
—Deja de culparte. ¿Qué eres, una liberal o algo así? Dejemos los
sentimientos a un lado y analicemos el asunto desde el punto de vista de la
Patrulla. Escucha. Parece claro, ¿estás de acuerdo?, que eran mercaderes
marítimos que habían terminado sus negocios en Öland y se dirigían a otra parte,
a su hogar probablemente. Resulta que vieron a Edh y Heidhin en esa play a
solitaria y aprovecharon la oportunidad. Cosas así son comunes por todo el
mundo antiguo. Quizá no tenían intención de volver o quizá pensaban unirse a una
tribu diferente, desde el aire tuve la impresión de que la isla estaba dividida, o
quizá pensaron que nadie lo sabría. En cualquier caso, atraparon a los chicos. Si
no hubiésemos intervenido, se hubiesen llevado a Heidhin para venderlo como
esclavo. A Edh también, a menos que la hubiesen destrozado tanto que sólo
valiese para cortarle la garganta como diversión final. Eso es lo que hubiese
sucedido. Un incidente como otros miles, sin importancia para nadie más que
para los que lo sufren, y ellos pronto estarán muertos, olvidados, perdidos para
siempre.
Floris cruzó los puños sobre el pecho. La luz menguante relucía en sus ojos.
—En lugar de eso…
Everard asintió.
—Sí. En lugar de eso, apareciste tú. Tendremos que buscar su ciudad natal,
unos años antes de que se vay a, establecernos por un tiempo como visitantes,
hacer preguntas discretas, conocer a la gente. Entonces quizá tengamos alguna
idea de cómo la pobrecita Edh se convirtió en la terrible Veleda.
Floris hizo una mueca.
—Me parece que lo sé. De manera general. Puedo ponerme en su lugar. Creo
que era más inteligente y sensible que la may oría, si, devota, si podemos decir
eso de una pagana. Le ocurrió este suceso terrible: miedo, vergüenza,
desesperación, no sólo su cuerpo sino también su espíritu aplastado bajo esos
pesos insistentes y, de pronto, la venerable diosa llega para matarlos y abrazarla.
Desde el fondo del infierno hasta la gloria… Pero después, ¡después! El
envilecimiento, la sensación de haberse convertido en algo sin valor, nunca
abandona del todo a una mujer, Manse. Peor para ella, porque en la Germania
de la Edad del Hierro la sangre, el útero, es sagrado para el clan y el adulterio de
una mujer se castiga con la muerte más brutal, No la culparían por lo que no
pudo evitar, supongo, pero estaría mancillada y … y creo que el elemento
sobrenatural produciría más temor que reverencia. Los dioses paganos son
engañosos, a menudo crueles. Me pregunto si Edh y Heidhin se habrán atrevido a
decir mucho. Quizá no dijeron nada, y eso por sí solo les causaría una conflicto
desgarrador.
Everard deseó tener la pipa, pero no crey ó conveniente ir al saltador a
buscarla. Floris se había vuelto muy vulnerable. Nunca antes me había llamado
por mi nombre de pila, por el cuidado que hemos tenido en evitar un enredo. Dudo
que ni siquiera se haya dado cuenta.
—Probablemente tengas razón —admitió—. Al mismo tiempo se ha
producido la aparición sobrenatural. Los ha dejado con vida y libres. Si su cuerpo
fue degradado, su alma no. De alguna forma, era merecedora de la diosa. Debe
de ser porque tenía un destino, fue elegida para algo enorme. Aunque, ¿para qué?
Bien, con Heidhin hablando con ella, una y otra vez, lleno de venganza
masculina… En términos de su cultura, tendría sentido. Fue señalada para causar
la destrucción de Roma.
—No podía conseguir nada en su isla perdida —terminó Floris—. Ni tampoco
podía y a encajar en su vida. Iría al oeste, confiando en la protección de la diosa.
Heidhin fue con ella. Entre los dos pudieron reunir bienes suficientes para
comprar pasaje al otro lado del mar, Lo que vieron y oy eron de los actos de
Roma durante el viaje no hizo más que alimentar su odio, su sentido de cumplir
una misión. Pero creo, a pesar de todo, y por raro que sea en su sociedad, creo
que él la ama.
—Yo también lo sospecho. Asombroso, cuando está muy claro que jamás lo
ha dejado meterse en su cama.
—Comprensible —suspiró Floris—. Para ella, por esa experiencia… y él, si
no por otra cosa, jamás forzaría la entrada en un receptáculo de la diosa. Oí que
tiene mujer e hijos entre los bructeros.
—Ajá. Bien, lo que hemos descubierto es la ironía de que una investigación
de una alteración es lo que la produjo. Para ser sincero, ese tipo de nexos tiene
precedentes. Otra razón para no condenarte, Janne. En ocasiones un bucle causal
posee una fuerza sutil y potente. Lo que debemos hacer es evitar que se convierta
en un vértice causal. Debemos evitar los acontecimientos que llevarían a la
segunda versión de Tácito sin perturbar en demasía los descritos en la primera.
—¿Cómo? —preguntó desesperada—. ¿Nos atreveremos a intervenir mas?
¿No deberíamos pedir ay uda a los… danelianos?
Everard sonrió ligeramente.
—Bueno, la situación no me parece tan mala. Se espera de nosotros que
resolvamos todo lo que podamos, ¿sabes?, para economizar la vida de otros
agentes. Primero, como dijiste, parece adecuado pasar un tiempo en Öland,
investigando el pasado. Luego regresaremos a este año, los bátavos, los romanos
y … bien, tengo algunas ideas preliminares, pero quiero discutirlas en profundidad
contigo, y serás vital para lo que haga.
—Lo intentaré.
Permanecieron en silencio. El aire se hizo más frío. La noche trepó por las
colinas. Los colores de la puesta de sol se consumieron en gris. Sobre ellos relucía
el lucero de la noche.
Everard oy ó un suspiro irregular. En la oscuridad vio a Floris estremecerse y
abrazarse a sí misma.
—Janne, ¿qué sucede? —preguntó, suponiéndolo.
Ella miró desde la oscuridad.
—Toda esta muerte y este dolor, toda esta pérdida y este pesar.
—La norma de la historia.
—Lo sé, lo sé, pero… Y pensaba que vivir entre los frisios me había
endurecido. Pero hoy, en este hoy mío, he matado a hombres y, y y o no dormiré
tranquila…
Él se acercó, le puso las manos sobre los hombros, murmuró algo. Ella se dio
la vuelta para abrazarlo ¿Qué podía hacer sino lo mismo? Cuando ella levantó el
rostro hacia él, ¿qué podía hacer sino besarla?
Ella respondió con pasión. Sus labios sabían a sal.
—Oh, Manse, sí, sí, por favor, ¿no necesitas olvidar por esta noche?
16
El aguanieve silbaba, agitada por un cielo oculto sobre una tierra que la lluvia
y a había medio ahogado. La vista pronto se perdía; acres llanos, hierba marchita,
árboles sin hojas agitándose al viento, los restos quemados de una casa disueltos
en las tinieblas de un mediodía. La ropa protegía poco de la humedad del frío. El
viento del norte olía a los pantanos sobre los que había soplado, al mar y al
invierno que se aproximaba desde el Polo.
Everard se acurrucó sobre la silla, con la capa a su alrededor. El agua le
goteaba de la capucha. Los cascos de los caballos producían un sonido
amortiguado por el agua y el barro. Y, sin embargo, era la gran entrada a través
de una finca hasta la casa principal.
El edificio apareció frente a él, de estilo mediterráneo modificado, techos
inclinados, estucado, construido por Burhmund cuando era Civilis, aliado y oficial
de Roma. Su esposa era la matrona, sus hijos la llenaban con sus risas. Ahora
servía de cuartel general a Petilio Cerial.
Había dos centinelas en el pórtico. Como los de la puerta, se dirigieron al
patrullero cuando se detuvo al pie de la escalera.
—Soy Everardo, el godo —les dijo—. El general me espera.
Uno de los soldados dirigió a su compañero una mirada inquisitiva. Este
último asintió.
—Me han dado instrucciones —dijo—. De hecho, escolté al mensajero
previo.
¿Estaba buscando demostrar un poco de importancia, de orgullo? Sorbió y
tosió. Probablemente aquel hombre fuese un reemplazo de última hora para
alguien que estaba enfermo, castañeteando los dientes, en la enfermería. Aunque
parecían galos, no tenían demasiado buen aspecto. El metal manchado, las faldas
sucias, los brazos con piel de gallina y las mejillas hundidas indicaban raciones
muy pobres.
—Pasa —dijo el segundo legionario—. Llamaremos a un mozo para que
lleve la montura al establo.
Everard entró en un atrio oscuro, donde un esclavo tomó su capa y su
cuchillo. Varios hombres sentados y hundidos, personal sin nada que hacer, le
dedicaron miradas en las que, quizá, de pronto había una ligera esperanza. Un
asistente lo acompañó a una habitación en el ala sur. Llamó a la puerta, se oy ó un
« Abre» , obedeció y anunció:
—Señor, el delegado germano está aquí.
—Que entre —rugió la voz—. Déjanos solos pero quédate fuera, por si acaso.
Everard entró. La puerta se cerró tras él. Una escasa luz entraba por la
ventana emplomada, Había velas en sus palmatorias. De sebo, no de cera, que
olían mucho y producían bastante humo. Las sombras se concentraban en las
esquinas y se deslizaban sobre una mesa cubierta de informes redactados sobre
papiro. Aparte de eso, había un par de taburetes y un cofre que podría contener
una muda de ropa.
Una espada de infantería y su vaina colgaban lado a lado sobre la pared. Un
brasero de carbón había calentado el aire, pero también lo había cargado.
Cerial estaba sentado tras la mesa. Vestía solamente túnica y sandalias: un
hombre ancho con un rostro cuadrado y duro que en su cuidadoso afeitado
mostraba grandes arrugas. Sus ojos examinaron al recién llegado.
—Eres Everardo, el godo, ¿eh? —saludó—. El intermediario dijo que
hablabas latín. Mejor que sea así.
—Sí.—Va a ser complicado, pensó el patrullero . No sería propio de este
personaje humillarme, pero podría decidir que soy arrogante y que hay cosas que
no soportará de un maldito nativo. Debe de tener los nervios destrozados, como
todo el mundo—. El general demuestra amabilidad e inteligencia al recibirme.
—Bien, para ser francos, a estas alturas escucharía a un cristiano si afirmase
tener algo que ofrecer. Si resultase que no era así, al menos tendría el placer de
crucificarlo. —Everard fingió perplejidad—. Una secta judía —gruñó Cerial—.
¿Has oído hablar de los judíos? Otro montón de ingratos rebeldes. Pero en tu caso,
tu tribu está muy al este. ¿Por qué, en nombre de Tártaro, estás corriendo por
aquí?
—Pensé que eso se lo habían explicado al general. No soy enemigo de Roma,
ni tampoco de Civilis. He pasado tiempo en el Imperio así como en diferentes
partes de Germania. Conocí a Civilis un poco, y un poco más a jefes guerreros
menores. Confían en que hable directamente por ellos, porque al ser un
extranjero Roma no tiene nada contra mí. Y porque al conocer los usos romanos,
de alguna forma puedo transmitir las palabras con claridad, sin confusión. Y en
cuanto a mí, soy un comerciante al que le gusta hacer negocios en esta región.
Pienso beneficiarme de la paz y de su agradecimiento.
Persuadirlos había sido más complicado que lo relatado, pero no mucho más.
De hecho, los rebeldes estaban cansados y descorazonados. El godo podría
conseguir acceso personal al comandante imperial. Podría hacer algún bien y
apenas causar mal. Cuando los heraldos hubieron llevado la petición, la facilidad
con la que se habían establecido los preparativos sorprendió a los germanos.
Everard lo había esperado. Sabía mejor que ellos, por Tácito y por el
reconocimiento aéreo, lo mal que también lo pasaban los romanos.
—¡Lo sé! —contestó Cerial—. Excepto que no dijeron qué ganabas tú. Muy
bien, hablaremos. Te lo advierto, vuelve a dar tantos rodeos y te echo de una
patada. Siéntate. No, primero sírvenos vino. Hace que este país de ranas sea algo
menos horrible.
Everard llenó dos copas de plata con una elegante licorera de vidrio. El
asiento que tomó era igualmente agradable, y la bebida sabía bien, aunque algo
demasiado dulce para su gusto. Todo aquello debía de haber pertenecido a Civilis.
A la civilización.
Nunca me han gustado los romanos, pero traen otras cosas con ellos aparte del
comercio de esclavos, impuestos para los agricultores y juegos sádicos. Paz,
prosperidad, un mundo más amplio… No durará, pero cuando la marea baje
dejará atrás, dispersos por el desastre, libros, tecnología, creencias, ideas,
recuerdos de lo que una vez fue, material que generaciones posteriores podrán
recuperar, atesorar y usar para volver a construir. Y entre los recuerdos, que una
vez hubo, por un tiempo, una vida no dedicada por completo a la supervivencia
pura.
—Así que los germanos están listos para rendirse, ¿no? —preguntó Cerial.
—Ruego perdón al general si he dado la impresión equivocada. No
dominamos la lengua latina.
Cerial golpeó la mesa.
—Te lo he dicho, ¡deja de hablar sin comprometerte o sal de aquí! Eres de
casa real, descendiente de Mercurio. Tienes que serlo por la forma en que te
comportas. Y y o soy pariente del emperador, pero él y y o somos soldados que
hemos soportado mucho. Los dos aquí podemos ser bruscos, mientras estemos
solos.
Everard se aventuró a sonreír.
—Como desee, señor. Me atrevería a decir que el general realmente no nos
entendió mal. Entonces, ¿por qué no va al grano? Los jefes guerreros que me
enviaron no se proponen ir bajo el y ugo o encadenados en triunfo. Pero les
gustaría terminar con esta guerra.
—Qué descaro tienen para pedir condiciones. ¿Qué les queda para luchar?
Nosotros apenas vemos y a a nadie hostil. El último intento de Civilis que vale la
pena mencionar fue una demostración naval en otoño. No me preocupo, me
sorprendió que se molestasen. No sacó nada y se retiró al otro lado del Rin.
Desde entonces hemos asolado su tierra natal.
—Lo he visto, incluido el hecho de que se ha perdonado su propiedad.
Cerial soltó una risotada.
—Claro. Para meter cuña entre él y el resto, hacer que se pregunten por qué
deberían sangrar y morir para beneficio suy o. Sé que están bastante hartos. Tú
vienes en nombre de un grupo de jefes tribales, no de él.
Cierto, y es usted sagaz, caballero.
—Las comunicaciones son lentas. Además, los germanos estamos
acostumbrados a actuar con independencia. Eso no quiere decir que me enviase
a traicionarlo.
Cerial bebió de la copa, la dejó de un golpe y dijo:
—Vale, oigámoslo. ¿Qué se me ofrece?
—Paz, y a se lo he dicho —declaró Everard—. ¿Puede permitirse rechazarla?
Tienen ustedes tantos problemas como ellos. Dice que y a no ven guerreros
enemigos. Eso es debido a que y a no avanzan. Están atascados en una tierra
desnuda, con cada carretera convertida en un cenagal, sus tropas congeladas,
mojadas, hambrientas, enfermas y miserables. Tiene terribles problemas de
suministros y no mejorarán hasta que el Estado no se hay a recuperado de la
guerra civil, lo que llevará más tiempo del que puede esperar. —Me gustaría
poder citar esa frase genial de Steinbeck sobre que las moscas han conquistado el
papel matamoscas—. Mientras tanto Burhmund, Civilis, está reclutando en
Germania. Podría perder, Cerial, de la misma forma que Varo perdió en el
bosque de Teutoburgo, con las mismas consecuencias a largo plazo. Mejor llegar
a un acuerdo mientras tenga la oportunidad. Bien, ¿he sido lo suficientemente
claro?
El romano había enrojecido y tenía las manos entrecruzadas.
—Ha sido insolente. No recompensamos la rebelión. No podemos.
Everard suavizó el tono.
—Les parece… a aquellos por quienes hablo… que la ha castigado
adecuadamente. Si los bátavos y sus aliados vuelven a su lealtad y a la paz más
allá del río, ¿no habrá conseguido sus objetivos? Lo que piden a cambio no es más
de lo que deben a la gente. Nada de diezmar, nada de esclavitud, nada de
cautivos para el triunfo o la arena. En lugar de eso, amnistía, incluido a Civilis.
Restauración de las tierras tribales, si estuviesen ocupadas. Corrección de los
abusos que se produjeron durante la revuelta. Es decir, principalmente tributos
razonables, autonomía local, acceso al comercio y el fin de la conscripción. Si se
concede eso, volverá a tener tantos voluntarios para alistarse en Roma como
pueda emplear.
—No son pocas exigencias —dijo Cerial—. Sobrepasan mi autoridad.
Ah, estás dispuesto a considerarlo. La emoción recorrió el cuerpo de Everard.
Se inclinó hacia delante.
—General, eres de la casa de Vespasiano, el Vespasiano por el que también
luchó Civilis. El emperador le escuchará. Todos dicen que es un hombre de
cabeza fría que está interesado en hacer que las cosas funcionen, no en la gloria
vana. El Senado… escuchará al emperador. Puede lograr este tratado, general, si
quiere, si hace el esfuerzo. Puede ser recordado no como un Varo sino como un
Germánico.
Cerial lo miró con ojos entrecerrados desde el otro lado de la mesa.
—Hablas con muchísima astucia para ser un bárbaro —dijo.
—He tenido experiencia, señor —respondió Everard.
Oh, sí la he tenido, sí la he tenido, por todo el globo, arriba y abajo por los
siglos. Más recientemente en la fuente de tus más temibles enemigos, Cerial.
Cuán lejos parecía y a ese idilio en Öland, no, en Ey n. Veinticinco años atrás
en el calendario. Hlavagast y Viduhada y la may oría de aquellos que habían
parecido tan hospitalarios probablemente estaban y a muertos, huesos en la tierra
y nombres en lenguas que se dirigían al olvido. Con ellos se habían ido el dolor y
el desconcierto que habían dejado unos niños a los que lo extraño había
reclamado. Pero para Everard apenas había pasado un mes desde que él y Floris
habían dicho adiós a Laikian. Un hombre y su esposa, vagabundos desde el lejano
sur, que habían conseguido pasaje por mar para ellos y sus caballos, y a los que
les gustaría plantar la tienda cerca de ese asentamiento hospitalario… Era
extraordinario, por tanto, encantador; hacía que la gente hablase con may or
libertad que nunca antes en sus vidas; pero también estaban las horas a solas, en
la tienda o en el brezal veraniego… Después los agentes de la Patrulla se pusieron
en marcha con celeridad.
—Y tengo mis contactos —dijo Everard.
Las historias, los archivos de datos, los grandes ordenadores de coordinación,
los expertos de la Patrulla del Tiempo. El conocimiento de que ésta es la
configuración adecuada de un pleno que tiene una fuerte retroalimentación
negativa. Hemos identificado el factor aleatorio que podría producir una
avalancha de cambios; debemos atenuarlo.
—Humm —dijo Cerial—. Quiero un informe completo. —Se aclaró la
garganta—. Más tarde. Hoy nos centraremos en los negocios. Quiero que mis
hombres salgan del barro.
Resulta que hasta me cae bien este tipo. Me recuerda de muchas formas a
George Patton. Sí, podemos regatear.
Cerial sopesó sus palabras.
—Diles esto a tus señores, y que se lo transmitan a Civilis. Veo un único
obstáculo. Hablas de los germanos del otro lado del Rin. No puedo conceder lo
que quiere y retirar a las legiones mientras esperan a alguien que los vuelva a
alborotar.
—No lo hará, se lo aseguro —dijo Everard—. Bajo las condiciones
propuestas, él habrá obtenido todo aquello por lo que luchaba, o al menos un
compromiso decente. ¿Quién más podría empezar una nueva guerra?
Cerial apretó la mandíbula.
—Veleda.
—¿La sibila de los brúcteros?
—La bruja. ¿Sabes?, he considerado un ataque a esa región sólo para
capturarla. Pero se perdería en los bosques.
—Y si tuviese éxito, sería como atrapar un nido de avispas.
Cerial asintió.
—Todos los nativos locos desde el Rin hasta el mar Suevo levantados en
armas. —Se refería al Báltico y tenía razón—. Pero podría ser peor para mis
nietos, si no para mí, dejar que siga extendiendo su veneno entre ellos. —Suspiró
—. Exceptuando por eso, el furor podría caer. Pero tal como es…
—Creo —dijo Everard con cuidado—, que si a Civilis y a sus aliados se les
prometen condiciones honorables, creo que podrían conseguir que reclamase la
paz.
Cerial se quedó atónito.
—¿Lo dices en serio?
—Inténtelo —dijo Everard—. Negocie con ella así como con los líderes
masculinos. Puedo ser el intermediario.
Cerial negó con la cabeza.
—No podríamos dejarla libre. Demasiado peligroso. Tendríamos que
vigilarla.
—Pero no retenerla.
Cerial parpadeó, luego rió.
—¡Ja! Entiendo lo que quieres decir. Tienes el don de la labia, Everardo.
Cierto, si alguna vez la arrestamos o algo similar tendríamos una nueva rebelión
entre manos. Pero ¿y si ella la provocase? ¿Cómo sabemos que se comportará?
—Lo hará, una vez que se hay a reconciliado con Roma.
—¿De qué valdrá eso? Conozco a los bárbaros. Son frívolos como los gansos.
—Evidentemente, no se le había ocurrido al general que podía ofender al
emisario, a menos que no le importase—. Por lo que sé, sirve a una diosa de la
guerra. ¿Y si a Veleda se le mete en la cabeza que su Bellona vuelve a reclamar
sangre? Podríamos tener a otra Boadicea entre manos.
Ahí te duele, ¿eh? Everard tomó vino. La dulzura se deslizó por su garganta,
invocando veranos y el sur frente al clima del exterior.
—Inténtelo —dijo—. ¿Qué puede perder intercambiando mensajes con ella?
Creo que es viable un acuerdo con el que todos puedan vivir.
Ya fuese por superstición o como metáfora, Cerial respondió con voz
sorprendentemente tranquila:
—Eso dependerá de la diosa, ¿no?
17
La temprana puesta de sol ardía sobre el bosque. Las ramas eran como
huesos negros retorcidos. Los charcos en campos y prados ardían de un rojo
apagado bajo un cielo verdoso tan frío como el viento que se movía entre ellos.
Pasó una bandada de cuervos. Los graznidos ásperos resonaron durante un
tiempo después de que la oscuridad se los hubiese tragado.
Un gañán que llevaba heno desde el montón hasta la casa se estremeció, no
sólo por el tiempo, cuando vio pasar a Wael-Edh. Ella no era desconsiderada, a su
modo austero, pero estaba en contacto con los Poderes, y ahora salía del lugar
sagrado. ¿Qué había oído y dicho allí? Durante meses ningún hombre había
conseguido hablar con ella, como había sido común antaño. Durante el día
recorría los campos o se sentaba bajo un árbol a meditar, sola, por su propio
deseo, pero ¿por qué? Era una época terrible, incluso para los brúcteros.
Demasiados de sus hombres habían regresado de tierras bátavas o frisias con
historias de percances y desgracias, o ni siquiera habían vuelto. ¿Podrían los
dioses estar dando la espalda a su profetisa? El gañán murmuró un hechizo de
buena suerte y se alejó apresuradamente.
La torre se alzaba tenebrosa frente a la mujer. El guerrero de guardia bajó la
lanza ante ella, que asintió y abrió la puerta. En la habitación más allá, un par de
esclavos estaban sentados con las piernas cruzadas frente a un fuego bajo, las
palmas unidas. El humo dio vueltas amargo hasta que encontró una salida. Sus
alientos se mezclaban con el humo, pálido bajo la luz de dos lámparas. Se
pusieron en pie.
—¿Desea la dama comida o bebida? —preguntó el hombre.
Wael-Edh negó con la cabeza.
—Voy a dormir —contestó.
—Guardaremos vuestro sueño —dijo la muchacha. Era innecesario, nadie
excepto Heidhin se atrevería a subir la escalera sin ser anunciado, pero ella era
nueva. Le dio a su ama una de las lámparas y Wael-Edh subió.
Un espíritu de luz diurna colgaba en la ventana cubierta con tripa fina, y la
llama ardió amarilla. Por otra parte, la alta habitación estaba y a llena de
oscuridad, en la que sus cosas se acurrucaban como trolls bajo tierra. No deseaba
irse todavía a la cama. Dejó la lámpara en un estante y se sentó en el alto asiento
de bruja de tres patas, envuelta en la capa. Su mirada buscó en las sombras
cambiantes.
El aire le golpeó la cara. El suelo gimió bajo un súbito peso. Edh retrocedió de
un salto. El taburete chocó con el suelo. Tomó aliento.
Una luz suave fluía de una esfera sobre los cuernos de la cosa que tenía frente
a ella. Tenía dos asientos en el lomo. Era el toro de Frac, hecho de hierro, y sobre
él cabalgaba la diosa que lo había reclamado para sí.
—Niaerdh, oh, Niaerdh…
Janne Floris bajó del cronociclo y se mantuvo todo lo regia que pudo. La
última vez, tomada por sorpresa, iba vestida como una mujer germana de la
Edad de Hierro. Entonces no había importado, pero sin duda el recuerdo la hacía
más impresionante, y para esta visita se había vestido con cuidado. Su traje era
de un blanco inmaculado, en el cinturón relucían joy as, el pectoral de plata tenía
el dibujo de una red de pesca y el pelo le colgaba en dos trenzas bajo una
diadema.
—No temas —dijo. La lengua que usó era el dialecto de la infancia de Edh—.
Habla bajo. He regresado como te prometí.
Edh se enderezó, apretó las manos contra el pecho, tragó una o dos veces.
Tenía los ojos enormes en el rostro delgado de fuertes huesos. La capucha había
caído hacia atrás y la luz resaltaba el gris que recorría su cabeza. Durante unos
segundos se limitó a respirar. Luego, asombrosamente rápido, a ella fluy ó una
especie de calma, una aceptación más estoica que exaltada pero completamente
voluntaria.
—Siempre supe que lo harías —dijo—. Estoy lista para irme. —Un susurro
—: Estoy completamente dispuesta.
—¿Irte? —preguntó Floris.
—Por el camino del infierno. Me llevarás a la oscuridad y la paz. —La agitó
la ansiedad—. ¿No lo harás?
Floris se puso tensa.
—Ah, lo que deseo de ti es más duro que la muerte.
Edh permaneció en silencio un momento antes de responder:
—Como desees. No soy extraña al dolor.
—¡No te haría daño! —exclamó Floris. Recobró la debida gravedad—. Me
has servido durante muchos años.
Edh asintió.
—Desde que me devolviste la vida.
Floris no pudo reprimir un suspiro.
—Una vida incompleta y retorcida, me temo.
La emoción se agitó.
—No me salvaste por nada, lo sé. Era por todos los demás, ¿no? Todas las
mujeres violadas, hombres asesinados, niños privados, gente libre encadenada.
Yo debía invocar su venganza sobre Roma. ¿No era así?
—¿Ya no estás segura?
Las pestañas se llenaron de lágrimas.
—Si estaba equivocada, Niaerdh, ¿por qué me dejaste continuar?
—No estabas equivocada. Pero, escucha. —Floris extendió las manos. Como
una niña real, Edh las cogió. Las suy as estaban frías y temblaban ligeramente.
Floris tomó aliento. Surgieron las palabras majestuosas—. Todo tiene su tiempo, y
todo bajo el cielo tiene un propósito: hay un tiempo de nacer y un tiempo de
morir; un tiempo de plantar y un tiempo de arrancar lo que se plantó; un tiempo
de dar muerte y un tiempo de dar vida; un tiempo de derribar y un tiempo de
edificar; un tiempo para llorar y un tiempo de reír; un tiempo de luto y un tiempo
de gala; un tiempo para esparcir piedras y un tiempo de recogerlas; un tiempo de
abrazar y un tiempo de alejarse de los abrazos; un tiempo de ganar y un tiempo
de perder; un tiempo de conservar y un tiempo de arrojar; un tiempo de rasgar y
un tiempo de coser; un tiempo de callar y un tiempo de hablar; un tiempo de
amor y un tiempo de odio; un tiempo de guerra y un tiempo de paz.
La miró con sobrecogimiento.
—Te escucho, diosa.
—Es una vieja sabiduría, Edh. Sigue escuchando. Has labrado bien, has
plantado para mí como y o deseaba. Pero tu obra todavía no ha terminado. Ahora
recoge la cosecha.
—¿Cómo,?
—Gracias a la voluntad que despertaste en ellos, la gente del oeste ha luchado
por sus derechos, hasta que al final los romanos devolverán lo robado. Pero ellos,
los romanos, todavía temen a Veleda. Y mientras tú sigas pidiendo su caída, no se
atreverán a retirar sus tropas. Es tiempo de que tú, en mi nombre, pidas la paz.
El éxtasis ardió.
—¿Y entonces se irán? ¿Nos libraremos de ellos?
—No. Recogerán sus tributos y tendrán sus carceleros entre las tribus como
antes. —Añadió con rapidez—: Pero serán justos, y los habitantes de este lado del
Rin también ganarán con el comercio y el orden.
Edh parpadeó, agitó la cabeza con violencia, engarfió los dedos.
—¿No verdadera libertad? ¿No venganza? Diosa, no puedo…
—Es mi voluntad —ordenó Floris—. Obedece. —Una vez más suavizó la voz
—. Y en cuanto a ti, niña, habrá una recompensa, un nuevo hogar, un lugar de
calma y comodidad donde atenderás mi santuario, que a partir de entonces será
el lugar sagrado de la paz.
—No —tartamudeó Edh—. Debes, debes saber que he… jurado…
—¡Dime! —exclamó Floris. Después de un instante—: Me… me gustaría que
fueses clara contigo misma.
La figura temblorosa y tensa recuperó el equilibrio. Edh había soportado
durante mucho tiempo amenazas y horrores. Podría superar la confusión.
Durante un momento pareció incluso nostálgica.
—Me pregunto si alguna vez lo he sido… —Se enderezo—. Heidhin y y o. Me
hizo jurar que nunca haría la paz con los romanos mientras él viviese y los
romanos permaneciesen en tierra germana. Unimos nuestras sangres en un
bosquecillo frente a los dioses. ¿Estabas en otra parte?
Floris frunció el ceño.
—No tenía derecho.
—Él… invocó a los Anses…
Floris simuló arrogancia.
—Yo me encargaré de los Anses. Te libero de esa promesa.
—Heidhin nunca… ha sido fiel durante todos estos años. —Edh vaciló—~ ¿Me
obligarás a echarlo como a un perro? Porque él nunca dejará la guerra contra los
romanos, no importa lo que otros hombres o los dioses digan.
—Dile que te di mi orden.
—¡Lo sé, lo sé! —salió de la garganta de Edh. Se hundió en el suelo y
escondió la cara entre las rodillas que abrazaba. Se le agitaban los hombros.
Floris miró a lo alto. Las vigas del techo se perdían en la oscuridad. La luz
había abandonado la ventana y el frío entraba. El viento aullaba.
—Me temo que tenemos una crisis —subvocalizó—. La lealtad es la forma
más alta de moral que conoce esta gente. No estoy segura de que Edh consiga
romper la promesa. O, si lo hace, puede quedar destrozada.
—Lo que la haría inútil —dijo Everard en inglés en su cabeza—, y debemos
tener su autoridad para que el trato salga adelante. Además, esa pobre mujer
torturada…
—Debemos hacer que Heidhin la libere del juramento. Espero que me
escuche. ¿Dónde está?
—Estoy comprobándolo. Está en casa. —Habían puesto micrófonos un
tiempo antes—. Vay a, resulta que Burhmund está con él, en su viaje para
mantener conversaciones con los jefes de más allá del Rin. Encontraré otro día
para que hables con él.
—No, espera. Esto podría ser un golpe de suerte. —¿O las líneas del mundo se
tensan para recuperar la configuración adecuada?—. Como Burhmund intenta
que las tribus colaboren en un nuevo esfuerzo…
—Mejor que con él no usemos una aparición. No sabemos cómo podría
reaccionar.
—Claro que no. Es decir, no apareceré directamente frente a él. Pero si de
pronto ella ve al implacable Heidhin convertido…
—Bien… vale. Hagas lo que hagas es peligroso, así que confiaré en tu buen
juicio, Janne.
—¡Tranquila!
Edh levantó la vista. Por las mejillas le corrían las lágrimas, pero había
contenido los sollozos.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó, pálida.
Floris se movió para colocarse sobre ella, se inclinó y le volvió a ofrecer las
manos. La ay udó a ponerse en pie, la abrazó y permaneció así un minuto
dándole el calor que tenía su cuerpo. Luego, apartándose, dijo:
—La tuy a es un alma limpia, Edh. No necesitas traicionar a tu amigo. Iremos
juntas a hablar con él. Entonces tendrá que entender.
La admiración y el temor se hicieron uno.
—¿Nosotras dos?
—¿Es conveniente? —preguntó Everard—. Bueno, sí, supongo que llevarla a
ella te reforzará.
—El amor puede ser más fuerte que la religión, Manse —dijo Floris.
A Edh:
—Vamos, monta en mi corcel, detrás de mí. Agárrate con fuerza a mi
cintura.
—El toro sagrado —dijo Edh—. ¿O el caballo del infierno?
—No —dijo Floris—. Ya te lo he dicho, tu camino es más duro que el del
infierno.
18
Nieve recién caída cubría las cenizas de lo que habían sido hogares, Allí
donde los enebros habían retenido un poco sobre su verde profundo, era la
blancura misma. Bajo, hacia el sur, el sol proy ectaba sombras azules como el
cielo. El hielo fino del río se había fundido por la mañana, pero todavía cubría las
cañas secas a lo largo de la orilla, mientras que algunos otros navegaban en la
corriente lentamente hacia el sur. Una zona oscura en el horizonte oriental
marcaba el borde del páramo.
Burhmund y sus hombres cabalgaron hacia el oeste. Los cascos resonaban
apagados sobre la tierra dura, abriendo surcos en el camino. El aliento salía de los
belfos y se escarchaba en las barbas. El metal relucía congelado. Los jinetes rara
vez hablaban. Mal vestidos con wadmal y piel, cabalgaron desde el bosque hasta
el río.
Frente a ellos se alzaban los postes de un puente de madera. Los pilares
surgían desnudos del agua. En la orilla opuesta se encontraba el otro fragmento.
Los obreros que habían demolido el punto medio se habían reunido con los
legionarios formados a su lado. Eran pocos, como los germanos. Sus armaduras
relucían, pero las faldas, capas, botas y toda la ropa colgaba gastada y sucia. Las
plumas de los cascos de los oficiales tenían colores apagados.
Burhmund soltó las riendas, desmontó y pasó al puente. Las botas sonaban a
hueco sobre la madera. Vio que Cerial y a se encontraba en su lugar. Eso era una
muestra de amabilidad, cuando era Burhmund quien había solicitado una
negociación… aunque no significaba mucho, porque siempre había estado claro
que la habría.
Al final de su sección, Burhmund se detuvo. Los dos hombres corpulentos se
miraron a través de cuatro metros de aire invernal. El río borboteaba de camino
al mar.
El romano separó los brazos y levantó la mano derecha.
—Saludos, Civilis —lo saludó. Acostumbrado como estaba a dirigirse a la
tropa, su voz salvó con facilidad la distancia.
—Saludos, Cerial —respondió Burhmund de forma similar.
—Discutiremos los términos —dijo Cerial—. Eso será difícil con un traidor.
Su tono era impersonal, sus palabras una forma de empezar. Burhmund
respondió:
—Pero no soy un traidor. —Lo dijo con gravedad y en latín. Señaló que no se
encontraba con un legado de Vitelio; Cerial era de Vespasiano. Burhmund el
bátavo, Claudio Civilis, procedió a enumerar los servicios que había prestado a
Roma y a su nuevo emperador a lo largo de los años.
III
Gutherius era el nombre del cazador que a menudo iba a cazar a los bosques
salvajes, porque era pobre y sus tierras exiguas, Un día ventoso de otoño salió
armado con arco y lanza. No esperaba realmente cobrar ninguna pieza grande,
porque cada vez eran más escasas y recelosas. Pondría trampas para ardillas y
liebres, luego las dejaría toda la noche mientras él seguía con su esperanza de
derribar un urogallo o algo similar. Sin embargo, si se presentaba una pieza
mejor, estaría preparado.
Su camino lo llevó a una bahía. Las olas corrían sobre los arrecifes exteriores
y una capa blanca cubría el agua medio resguardada, aunque la marca bajaba.
Una mujer may or caminaba por la arena, agachada, buscando lo que pudiese
encontrar, mejillones abiertos o peces muertos pero no podridos. Sin dientes, los
dedos doblados y débiles, se movía como si le doliese cada paso. Sus harapos se
agitaban bajo el viento frío.
—Buen día, abuela —dijo Gutherius—. ¿Cómo va?
—No va —dijo la vieja—. Si no encuentro nada que comer, me temo que no
podré volver a arrastrarme a casa.
—Bien, eso no estaría bien —dijo Gutherius. De la bolsa sacó el pan y el
queso que traía—. Te daré la mitad de esto.
—Tienes un corazón cálido —dijo ella con voz trémula.
—Recuerdo a mi madre y eso agrada a Nelialennia.
—¿Podrías dármelo todo? —preguntó ella—. Eres joven y fuerte.
—No, debo conservar esa fuerza si he de alimentar a mi mujer y a mis hijos
—dijo Gutherius—. Acepta lo que te doy y da gracias.
—Estoy agradecida —dijo la vieja mujer—. Tendrás recompensa. Pero
como retienes una parte, primero tendrás desgracia.
—¡Calla! —gritó Gutherius. Salió corriendo para huir de las palabras de mal
agüero.
Al llegar al bosque, tomó un camino que conocía. De pronto, de la espesura,
saltó un venado. Era una bestia poderosa, tan grande como un alce y blanco
como la nieve. Sus cuernos se alzaban como un viejo roble.
—¡Ah! —gritó Gutherius.
Lanzó la lanza pero falló. El venado no emprendió la huida. Permanecía
frente a él, una silueta oscura entre las sombras. Gutherius tensó el arco, colocó
una flecha y disparó. Al oír la cuerda, el animal huy ó, pero no más rápido de lo
que podía correr un hombre, y Gutherius no vio la flecha por ninguna parte.
Pensó que quizá hubiese acertado y podría perseguir la presa herida. Recuperó la
lanza y emprendió la persecución.
La carrera fue larga y se internó cada vez más en la espesura. El venado
blanco permanecía siempre a la vista. De alguna forma, Gutherius no se
cansaba, nunca le fallaba el aliento y corrían sin cesar. Estaba borracho de
correr, ajeno a sí mismo, todo olvidado salvo la caza.
El sol se hundió. El crepúsculo lo llenó todo. Al fallar la luz, el venado ganó
velocidad y se desvaneció. El viento resonaba por entre los árboles. Gutherius se
detuvo, superado por el cansancio, el hambre y la sed. Vio que estaba perdido.
« ¿Realmente me maldijo la vieja bruja?» , se preguntó.
Sentía un miedo intenso, más frío que la noche que se acercaba. Extendió la
manta que llevaba y y ació despierto toda la noche.
Al día siguiente dio vueltas sin encontrar nada que reconociera. Realmente se
encontraba en una zona extraña del bosque. No había animales en la maleza ni
cantaban los pájaros en la espesura, sólo el viento agitaba las copas y arrancaba
hojas muertas. No crecían ni nueces ni bay as, ni siquiera setas, sólo musgo sobre
los troncos caídos y las piedras. Las nubes ocultaban el sol, por el que hubiese
podido guiarse. Desesperado, fue de un lado a otro.
Luego, al anochecer, encontró una fuente. Se echó sobre el vientre para
calmar el ardor de la sed.
Eso le devolvió la serenidad y miró a su alrededor Había entrado en un claro
desde el que podía ver el cielo que se despejaba. Con un azul violeta relucía la
estrella del crepúsculo.
—Nehalennia —rezó—, ten piedad. A ti te ofrezco lo que debía haber
entregado voluntariamente. —Sediento como estaba, le había sido imposible
comer. La esparció bajo los árboles para cualquier criatura a la que pudiese
ay udar. Se echó a dormir al lado de la fuente.
Durante la noche se desató una tormenta. Los árboles se agitaron y
resistieron. Los ramas se soltaron al viento. La lluvia caía como lanzas. Gutherius
buscó a ciegas un refugio. Dio con un tronco que por el tacto sintió hueco. Allí
pasó la noche.
La mañana llegó soleada y en calma. Las gotas de lluvia relucían de muchos
colores sobre las ramitas y el musgo. En lo alto pasaban las alas, Mientras
Gutherius estiraba el cuerpo envarado, un perro salió de un matorral y se le
acercó, No era un perro perdido sino un alto animal de caza de color gris. La
alegría renació en el hombre.
—¿A quién perteneces? —preguntó—. Llévame hasta tu amo.
El perro se dio la vuelta y se alejó. Gutherius lo siguió. Con el tiempo llegaron
hasta un sendero y lo tomaron. Pero en ningún momento vio rastro de la
humanidad. En su interior creció una idea.
—Eres el sabueso de Nehalennia —se atrevió a decir—. Te ha ordenado que
me guíes a casa, o al menos hasta un arbusto lleno de bay as o nueces Para que
pueda calmar mi hambre. Doy gracias a la diosa.
El perro no contestó, se limitó a seguir andando. No apareció nada de lo que
el hombre esperaba, En lugar de eso, al cabo de un rato, se abrió el bosque. Oy ó
el mar y olió la sal. El perro se hizo a un lado y se perdió entre las sombras.
Gutherius siguió avanzando. A pesar del cansancio, la alegría ardía en su interior,
porque sabía que si seguía la línea de la costa hacia el sur llegaría a una aldea de
pescadores donde tenia parientes.
En la play a se detuvo asombrado. Una nave y acía entre las sombras, varada
por la tormenta, sin vela e incapaz de volver al mar, aunque no destrozada. La
tripulación había sobrevivido. Estaban sentados, desesperados, puesto que eran
extranjeros que nada sabían de esa costa. Gutherius fue hacia ellos y descubrió la
gravedad de su situación. Por señas les indicó que él podía ser su guía. Le dieron
de comer y dejaron algunos hombres de guardia mientras que otros lo
acompañaron con raciones.
De esa forma se ganó Gutherius la recompensan que le había sido prometida:
porque el barco llevaba una rica carga y el procurador decidió que al que había
salvado a la tripulación le correspondía una parte justa. Gutherius pensó que la
vieja mujer debía de haber sido la mismísima Nehalennia.
Al ser la diosa de los barcos y el comercio, él invirtió sus ganancias en una
nave que hacía viajes a Britania. Siempre disfrutó de buen tiempo y viento
seguro, mientras que las mercancías que transportaba siempre obtuvieron
grandes precios. Gutherius se convirtió en un hombre rico.
Sabiendo lo que debía, levantó un templo a Nehalennia, donde después de
cada viaje realizaba generosas ofrendas, y cuando veía relucir el lucero del alba
o de la noche, se inclinaba, porque eran las estrellas de Nehalennia.
De ella son los árboles, las vides y los frutos que producen. De ella son el mar
y las naves que lo surcan. De ella son el bienestar de los mortales y la paz entre
ellos.
20
—Acabo de recibir tu carta —le había dicho Floris por teléfono—. Oh, sí,
Manse, ven tan pronto como puedas.
Everard no había malgastado el tiempo tomando un avión. Se metió el
pasaporte en un bolsillo y saltó directamente desde la oficina de la Patrulla en
Nueva York a la de Ámsterdam. Allí consiguió algo de dinero holandés y cogió
un taxi hasta su casa.
Cuando entraron en el apartamento y se abrazaron, el beso de ella fue más
cariñoso que apasionado y acabó pronto. Él no estaba seguro de si eso le
sorprendía o no, de si estaba decepcionado o aliviado.
—Bienvenido, bienvenido —le dijo al oído—. Ha pasado mucho tiempo. —
Pero el cuerpo apenas presionaba contra él y pronto se apartó. El pulso empezó a
ir más despacio.
—Tienes tan buen aspecto como siempre —dijo.
Era cierto. Un corto vestido negro realzaba la alta figura y destacaba las
trenzas ámbar. La única joy a era un broche en forma de pájaro del trueno de
plata sobre el pecho izquierdo. ¿En su honor?
Una leve sonrisa curvó los labios de Floris.
—Gracias, pero mira más de cerca. Estoy muy cansada, y bien dispuesta
para mis vacaciones.
En los ojos turquesa veía recuerdos terribles . ¿Qué más ha visto desde que
nos dijimos adiós? —pensó—. ¿Qué me he perdido?
—Entiendo, Sí, más que y o. Tuviste que realizar el trabajo de diez personas.
Debía haberme quedado a ay udar.
Ella movió la cabeza.
—No. Lo comprendí entonces y todavía lo comprendo. Una vez que la crisis
estuvo resuelta, la Patrulla tenía mejores misiones para ti, el agente No asignado.
Tenías autoridad para asignarte a ti mismo al resto de la misión, pero a un alto
coste para tu línea de vida. —Volvió a sonreír—. El viejo y leal Manse.
Mientras que tú, la Especialista que realmente conoce el entorno, debe
asegurarse de que el trabajo se completa, Con la ayuda que puedas conseguir de
tus colegas y de los auxiliares recientemente entrenados para el propósito (no es
mucho, ¿eh?) debes vigilar los acontecimientos; asegurarte de que siguen el curso
de la primera versión de Tácito,, sin duda intervenir, con todo cuidado, aquí y allá,
antes y después: hasta que finalmente estuviesen fuera de la zona inestable del
espacio-tiempo y pudiesen ser abandonados a sus propios recursos.
Oh, ciertamente te has ganado las vacaciones.
—¿Cuánto tiempo permaneciste sobre el terreno? —preguntó.
—Desde el 70 al 95 d.C. Claro está, di saltos, así que en mi línea del mundo da
un total de… algo más de un año. ¿Y tú, Manse? ¿De qué te has ocupado?
—Para ser sinceros, de nada más que de mi recuperación —admitió—. Sabía
que regresarías a esta semana por tus padres, así como por tu personalidad
pública, así que vine directamente, te dejé un par de días de descanso y te
escribí.
¿Fue justo? He saltado atrás. Primero, porque soy menos sensible que tú; lo
que sucede en la historia me afecta menos. Y además, has soportado los meses
extra allí.
Era como si la mirada de ella buscase más allá de la cara de Everard.
—Eres dulce. —Riendo, con rapidez le agarró las manos—. Pero ¿por qué te
quedas ahí? Ven, pongámonos cómodos.
Fueron a la sala de las pinturas y los libros. Ella había preparado una mesa
baja con café, canapés, diversos accesorios, el whisky escocés que sabía que a él
le gustaba… sí, Glenlivet, aunque él no recordaba habérselo nombrado
específicamente, Se sentaron juntos en el sofá. Ella se recostó y sonrió.
—¿Comodidad? —ronroneó—. No, lujo. Una vez más estoy aprendiendo a
apreciar mi época de nacimiento.
¿Está realmente relajada o es una fachada? Yo no puedo. Everard se sentó en
el borde del cojín. Sirvió café para los dos y un buen whisky para sí mismo.
Cuando la miró, ella le hizo un gesto de negativa y cogió la taza.
—Es temprano para mí —dijo.
—Eh, no estaba proponiendo atarnos —le aseguró—. Nos lo tomaremos con
calma, hablaremos e iremos a cenar, o eso espero. ¿Qué te parece ese delicioso
local caribeño? O puedo hacer estragos en un rijstaffel, si lo prefieres.
—¿Y después? —preguntó ella con calma.
—Bien… —Sintió la sangre en las mejillas.
—¿Entiendes por qué tengo que mantener la cabeza despejada?
—¡Janne! ¿No creerás que…?
—No, claro que no. Eres un hombre de honor. Creo que más honorable de lo
que te conviene. —Le puso una mano en la rodilla—. Como has sugerido,
hablaremos.
Levantó la mano antes de que él pudiese pasarle un brazo por encima. Por
una ventana abierta entraba la suavidad de la primavera. El tráfico sonaba como
un mar distante.
—No tiene sentido fingir felicidad —dijo ella al cabo de un rato.
—Supongo que no. Bien, podemos ir directamente a lo serio. —
Extrañamente, eso lo tranquilizó un poco. Se recostó, con el vaso en la mano. Se
inhala su aroma delicado tanto como se bebe.
—¿Qué harás a continuación, Manse?
—¿Quién sabe? Nunca tenemos escasez de problemas. —Se volvió para
mirarla—. Quiero oír tu relato. Tuviste éxito, evidentemente, porque me hubiesen
informado de cualquier anomalía.
—¿Tales como más copias de Tácito?
—Ninguna. Ese único manuscrito existe, y cualquier trascripción que hay a
hecho la Patrulla, pero ahora no es más que una curiosidad.
Notó el ligero estremecimiento de Floris.
—Un objeto sin causa, formado de la nada sin razón. Qué universo tan
aterrador. Es más fácil no hacer caso a la realidad variable. A veces lamento
haber sido reclutada.
—Y también cuando estás presente en ciertos episodios. Lo sé. —Él quería
eliminar las infelicidad de sus labios con besos. ¿Debería intentarlo? ¿Podría?
—Sí. —La brillante cabeza se levantó, la voz se hizo más fuerce—. Pero
entonces pienso en la exploración, el descubrimiento, la ay uda, y vuelvo a
alegrarme.
—Buena chica. Bien, cuéntame tus aventuras. —Una lenta aproximación a la
verdadera pregunta—. Todavía no he leído tu informe, porque quería oírlo de ti
en persona.
La alegría decay ó.
—Mejor que busques el informe si estás interesado —dijo, mirando al otro
lado de la habitación hacia la fotografía de la Nebulosa del Velo.
—¿Qué?… Oh. Te resulta difícil hablar de ello.
—Sí.
—Pero tuviste éxito. Aseguraste la historia y de la forma correcta, con paz y
justicia.
—Una medida de paz y justicia. Durante un tiempo.
—Eso es lo mejor que los seres humanos pueden llegar a esperar, Janne.
—Lo sé.
—Nos saltaremos los detalles. —¿Fueron realmente tan sangrientos? Mi
impresión era que la reconstrucción se había producido con facilidad, y a los
Países Bajos les fue muy bien en el Imperio hasta que éste empezó a
descomponerse—. Pero ¿no puedes contarme un par de cosas? ¿Qué hay de la
gente que conocimos? ¿Burhmund?
El tono de Floris se aligeró un poco.
—Fue amnistiado, como todos los demás. Su mujer y hermana regresaron
con él ilesas. Se retiró a sus tierras en Batavia, donde acabó sus días en modesta
prosperidad, como una especie de viejo estadista. Los romanos también lo
respetaban, y a menudo le consultaban.
» Cerial se convirtió en gobernador de Bretaña, donde conquistó a los
brigantes. El suegro de Tácito, Agrícola, sirvió bajo su mando, y según
recordarás los historiadores le tenían en buena consideración.
» Clásico…
—No importa por ahora. —La interrumpió Everard—. ¿Veleda… Edh?
—Ah, sí. Después de convocar el encuentro en el río, desaparece de la
crónica. —La crónica completa, rescatada por los viajeros temporales.
—Lo recuerdo. ¿Cómo fue? ¿Murió?
—No hasta pasados veinte años, a una edad avanzada para esa época. —
Floris frunció el ceño. ¿La asaltaba otra vez el miedo?—. Me pregunto una cosa,
¿no crees que su suerte habría interesado lo suficiente a Tácito como para
mencionarla?
—No si pasó a la oscuridad.
—No exactamente. ¿Podría ser que hay a estado causando mi propio cambio
en el pasado? Cuando informé de mis dudas se me ordenó continuar y se me dijo
que, efectivamente, era parte del pasado histórico.
—Vale, en ese caso lo era. No te preocupes. Podría ser un fallo trivial en la
causalidad. Si es así, no importa. Sucede a menudo y no tiene consecuencias de
importancia. O podría ser directamente achacable a que Tácito no conocía, o no
le importaba, el destino de Veleda una vez que dejó de ser una fuerza política. Así
fue, ¿no?
—En cierta forma. Aunque… el programa que inventé y propuse, y que la
Patrulla aprobó, se me ocurrió por lo que sabía, lo que había visto, antes de saber
que la Patrulla existía. Animé a Edh, predije lo que haría y debía hacer, me
encargué de los arreglos pertinentes, cuidé de ella, aparecía ante ella cuando
parecía que necesitaba a su diosa… —Una vez más Everard captó la inquietud de
Floris—. El futuro estaba creando el pasado. Espero no tener que enfrentarme a
otra experiencia igual. No es que fuese horrible. No, valió la pena, sentía que
justificaba mi vida. Pero… —Dejó de hablar.
—Es misterioso —le dijo Everard—. Lo sé.
—Sí —murmuró—. Tú tienes tus propios secretos, ¿no?
—No con la Patrulla.
—Con los que te importan. Cosas de las que te dolería demasiado hablar, o
que a ellos les dolería demasiado oír.
Esto ha estado demasiado cerca.
—Vale, ¿qué hay de Edh? Confío en que la hicieses lo más feliz posible. —
Hizo una pausa—. Estoy seguro de que así fue.
—¿Has estado alguna vez en la isla de Walcheren? —preguntó Floris.
—Humm, no. Está cerca de la frontera belga, ¿no? Espera. Recuerdo
vagamente que comentaste algo de unos descubrimientos arqueológicos.
—Sí. En su may oría piedras con inscripciones latinas, del segundo o tercer
siglo. Ofrendas de agradecimiento por un viaje seguro a Britania y de vuelta. La
diosa a la que están dedicadas tenía un altar en uno de los templos del norte. Está
representada en alguna de las piedras, con una nave o un perro, a veces llevando
un cuerno de la abundancia o rodeada de fruta y grano. Su nombre era
Nehalennia.
—Entonces era muy importante, al menos en esa zona.
—Hacía lo que se suponía que hacían los dioses: dar coraje y solaz, hacer que
los hombres fuesen un poco más decentes de lo que habrían sido sin ella y, en
ocasiones, abría sus ojos a la belleza.
—¡Espera! —Everard se sentó derecho. Un escalofrío le recorría la espalda
—. Esa diosa de Veleda…
—La antigua diosa nórdica de la fertilidad y el mar, Nerthus, Niaerdh,
Naerdha, Nerha, muchas versiones diferentes del nombre. Veleda la convirtió en
la divinidad vengadora de la guerra.
Everard miró a Floris durante un intenso momento antes de decir:
—E hiciste que Veleda la declarase una vez más pacífica y que la llevase al
sur. Ésa… ésa es una de las operaciones más maravillosas que he oído.
Ella apartó la mirada.
—No, realmente no. El potencial estaba allí, especialmente en la misma Edh.
Era toda una mujer. ¿Qué hubiese podido hacer en una época con may or suerte?
… En Walcheren a la diosa se la llamaba Neha, Se había vuelto incluso una
divinidad marítima y agrícola menor. Todavía conservaba una primitiva
asociación con la caza. Veleda llegó, revitalizó el culto, le dio elementos nuevos
adecuados a la civilización que estaba transformando a su gente. Finalmente
acabaron hablando de la diosa con una coletilla latina , Neha Lenis, Neha la
Benévola. Con el tiempo, se convirtió en Nehalennia.
—Debe de haber tenido mucha importancia, si todavía la veneraban siglos
después.
—Evidentemente. Alguna vez me gustaría seguir la historia, si la Patrulla
puede permitirse prescindir de mi línea vital tanto tiempo. —Floris suspiró—. Al
final, claro está, el Imperio cay ó, los francos y sajones devastaron por ahí y,
cuando se estableció un nuevo orden de cosas, era cristiano. Pero me gusta
imaginar que algo de Nehalennia persistió.
Everard asintió.
—A mí también y, por lo que dices, bien podría ser. Muchos de los santos
medievales eran dioses paganos disfrazados, y aquellos que eran personajes
históricos adoptaban los atributos de los dioses, en el folclore de la misma Iglesia.
Todavía se celebraba el solsticio, pero ahora en honor a san Juan. El santo Olaf
luchaba contra monstruos y trols como Thor antes que él, Incluso la Virgen María
tiene aspecto de Isas, y me atrevería a decir que muchas de las ley endas sobre
ella fueron originalmente mitos locales… —Él movió la cabeza—. Ya sabes todo
esto. Y me estoy y endo por las ramas. ¿Cómo fue la vida de Edh?
Floris miró más allá de él y aquel año. Sus palabras fluy eron lentamente.
—Se hizo vieja con honor. Nunca se casó, pero era como una madre para la
gente. La isla era baja, lugar de nacimiento de barcos, como su hogar de la
infancia, y el templo de Nehalennia se encontraba a orillas de su querido mar,
Creo… no puedo estar segura, porque ¿cuánto conoce una diosa del corazón de
un mortal?, creo que se volvió… serena. ¿Es eso lo que intento decir? Mientras
agonizaba… —se le quebró la voz— en su lecho de muerte… —Floris luchó
contra las lágrimas y perdió.
Everard la atrajo hacia sí, pero apoy ó la cabeza sobre su hombro y le
acarició el pelo. Ella le agarraba la camisa con los dedos.
—Tranquila, chica, tranquila —susurró él—. Algunos recuerdos siempre
harán daño. Fuiste a ella una última vez, ¿no?
—Sí —murmuró contra el cuerpo de él—. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Claro. ¿Cómo podías no hacerlo? Aliviaste su muerte. ¿Qué tiene de malo?
—Ella… ella me pidió… y y o le prometí…
Floris lloro.
—Una vida más allá de la tumba. —Comprendió Everard—. Una vida
contigo, por siempre en el hogar del mar de Niaerdh. Y fue feliz hacia la
oscuridad.
Floris se apartó de él.
—¡Era una mentira! —gritó. Se puso en pie de un salto, caminó alrededor de
la mesa de café, de un lado a otro. A veces las manos luchaban una con la otra, a
veces el puño golpeaba la palma, una y otra vez—. Todos esos años fueron una
mentira, un truco, ¡estaba usándola! ¡Y ella creía en mí!
Everard decidió que era mejor permanecer sentado. Se sirvió una nueva
bebida.
—Cálmate, Janne —le dijo—. Hiciste lo que debías, por bien del mundo. Y lo
hiciste con amor. Y en cuanto a Edh, le diste todo lo que podía desear.
—Bedriegerij. —falso, vacío, como tantas otras cosas que he hecho.
Everard dejó que el sedoso fuego le corriese por la lengua.
—Escucha, he llegado a conocerte muy bien. Eres la persona más honrada
que he conocido. De hecho, demasiado honrada. También eres una persona muy
buena por naturaleza, lo que importa más. La sinceridad es la virtud más
sobrevalorada del catálogo, Janne, te equivocas al pensar que aquí hay algo que
perdonar. Pero adelante, pon en marcha tu sentido común y perdónate a ti
misma.
Ella se detuvo, se enfrentó a él, tragó, se limpió las lágrimas y habló con una
firmeza cada vez may or.
—Sí, y o… entiendo. Yo, y o pensé en todo esto… durante días… antes de
hacer mi propuesta a la Patrulla. Después, estaba atrapada por ella. Tienes razón,
era necesario, y sé que muchas de las historias que dan forma a la vida de la
gente son mitos, y muchos mitos se inventaron. Perdóname por la escena. Fue
hace muy poco, en mi línea de mundo, que Veleda murió en brazos de
Nehalennia.
—Y el recuerdo te ha superado. Claro. Lo siento.
—No ha sido culpa tuy a. ¿Cómo podías saberlo? —Floris respiró
profundamente. Tenía las manos a los lados—. Pero no quiero mentir más de lo
necesario. No quiero mentirte a ti, Manse.
—¿A qué te refieres? —preguntó, un tanto temeroso, presintiéndolo a medias.
—He estado pensando en nosotros —dijo ella—. Pensando mucho. Supongo
que lo que hicimos, estar juntos, estuvo mal…
—Bien, normalmente no tendría que haber sido así, pero en ese caso no
afectó al trabajo. De cualquier forma, me sentí inspirado. Fue maravilloso.
—Lo fue para mí. —Aun así, ella estaba cada vez más calmada—. Has
venido hoy con la esperanza de renovar esa sensación, ¿no?
Él intentó una sonrisa.
—Me confieso culpable. Eres el demonio sobre ruedas en la cama, cariño.
—Tú no eres un prutsener. —La débil sonrisa desapareció—. ¿Qué más tenías
en la cabeza?
—Más de lo mismo. Más a menudo.
—¿Siempre?
Everard permaneció sentado en silencio.
—Sería difícil —dijo Floris—. Tú eres un No asignado, y o soy una agente
Especialista de campo. Pasaríamos la may or parte de la vida separados.
—A menos que tú te trasladaras a coordinación de datos o algo en lo que
pudieras trabajar desde casa. —Everard se inclinó hacia delante—. ¿Sabes?, ésa
es una buena idea. Tienes el cerebro. Acaba con tanto riesgo y tantas penalidades
y, sí, deja de presenciar sufrimientos que se te ha prohibido evitar.
Ella negó con la cabeza.
—No lo deseo. A pesar de todo, me considero más válida sobre el terreno, en
mi campo, y lo seré hasta estar demasiado vieja y débil.
Si sobrevives tanto tiempo.
—Sí. El desafío, la aventura, la satisfacción y la oportunidad ocasional de
ay udar. Eres de ese tipo.
—Podría acabar odiando al hombre que me obligase a dejarlo. Tampoco
deseo eso.
—Bien, humm… —Everard se puso en pie—. Vale —dijo, tenía la sensación
de estar saltando de un avión. Aunque en ese caso confías en el paracaídas—. No
habrá demasiada bendición doméstica, pero entre misiones, algo especial y
completamente nuestro. ¿Te apetece?
—¿Te apetece a ti? —contestó ella.
Empezó a caminar hacia ella, se detuvo.
—Sabes lo que exige mi trabajo —dijo Janne. Se había puesto pálida . No es
para sonrojarse, pensó él en el fondo de su mente—. También en esta pasada
misión, no fui una diosa todo el tiempo, Manse. De vez en cuando me resultaba
útil ser una mujer germana lejos del hogar. O simplemente quería olvidar por
una noche.
La sangre martilleaba en las sienes de Everard.
—No soy un mojigato, Janne.
—Pero eres un muchacho de granja del Medio Oeste. Tú me lo has dicho, y
he descubierto que es verdad. Puedo ser tu amiga, tu compañera, tu amante, pero
nunca, en tu interior, nada más. Sé sincero.
—Lo intento —dijo él con brusquedad.
—Sería peor para mí —terminó diciendo Floris—. Tendría que ocultarte
demasiado. Me sentiría como si te traicionase. Eso no tiene sentido, no, pero es lo
que sentiría. Manse, será mejor que no nos enamoremos más. Mejor que nos
digamos adiós.
Pasaron las siguientes horas juntos, hablando. Luego ella apoy ó la cabeza
sobre su pecho, él la abrazó un minuto y se fue.
IV
María, la madre de Dios, madre del dolor, madre de la salvación, ven con
nosotros ahora en la hora de nuestra muerte.
Hacia el oeste navegamos, pero la noche nos atrapa. Cuídanos en la oscuridad
y llévanos hasta el día. Concédenos que nuestra nave lleve la más preciosa de las
cargas, tu bendición.
Pura como tú, tu estrella brilla sobre la puesta de sol. Guíanos con tu luz.
Deposita tu bondad sobre el mar, empújanos en nuestro viaje y de vuelta a casa
con los que amamos, y llévanos finalmente por tus plegarias al Cielo.
¡Ave Stella Maris!
El año del Rescate
10 de septiembre de 1987
« Excelente soledad» . Sí, Kipling podría haberlo dicho. Recuerdo cómo esos
versos me recorrieron el espinazo cuando los escuché por primera vez, leídos por
el tío Steve en voz alta. Aunque eso debió de ser hace una docena de años,
todavía surten en mí el mismo efecto. El poema trata del mar y las montañas,
claro; pero también de las Galápagos, las islas Encantadas.
Hoy necesito un poco de su soledad. Los turistas son en su may oría gente
decente y brillante. Aun así, una temporada de pastorearlos por los senderos,
contestando una y otra vez a las mismas preguntas empieza a cansarte. Ahora
que y a son menos, mi trabajo de verano ha terminado y pronto estaré en casa,
en Estados Unidos, para empezar mis estudios de postgrado. Ésta es mi última
oportunidad.
—¡Wanda, cariño! —La palabra que emplea Roberto es « querida» , que
podría tener muchos sentidos. No necesariamente. Me lo planteo durante un
parpadeo o dos—: Por favor, déjame ir contigo.
Un apretón de manos.
—Lo siento, compañero. —No, exactamente no; « amigo» tampoco se
traduce directamente al inglés—. No estoy de mal humor ni nada parecido. Nada
más lejos de la realidad. Todo lo que quiero son unas pocas horas para mí. ¿No te
ha pasado nunca?
Estoy siendo sincera. Mis compañeros guías están bien. Deseo que las
amistades que he conseguido perduren. Seguro que así será si podemos reunirnos.
Pero eso es incierto. Podría o no volver el año próximo. Con el tiempo podría o
no conseguir mi sueño de unirme al personal de investigación de la Estación
Darwin. No pueden aceptar a demasiados científicos; o mientras tanto podría
aparecer otro sueño que me arrebatase. Este viaje, en el que media docena de
nosotros recorremos el archipiélago en un bote con un permiso de acampada,
podría bien ser el final de lo que hemos llamado el « compañerismo» . Oh, vale,
supongo que una postal de Navidad o dos.
—Necesitas protección. —Roberto se ha puesto dramático—. Ese hombre
extraño del que hemos oído hablar, preguntando en Puerto Ay ora por la joven
americana rubia.
¿Dejar que Roberto me escolte? Tentación. Es guapo, vivaz y un caballero.
No es que en estos últimos meses hay amos tenido un romance, Pero nos hemos
hecho muy íntimos. Aunque nunca me lo ha dicho con palabras, sé que él querría
ser todavía más íntimo. No ha sido fácil resistirse.
Hay que hacerlo, más por él que por mí. No por su nacionalidad. Creo que
Ecuador es el país de Latinoamérica en el que los y anquis se sienten más a gusto.
Para nuestro nivel, las cosas aquí funcionan. Quito es una ciudad encantadora, e
incluso Guay aquil (desagradable, llena de humo, reventando de energía
acumulada) me recuerda Los Ángeles. Sin embargo, Ecuador no es Estados
Unidos, y desde su punto de vista tengo muchos defectos, empezando por el
hecho de que no estoy segura de cuándo estaré lista para establecerme, si es que
llega el día.
Por tanto, río.
—Oh, sí, el señor Fuentes de la oficina de Correos me lo contó. El pobre
estaba muy preocupado. La ropa rara del extraño, el acento y todo lo demás.
¿Todavía no ha aprendido lo que puede salir de un barco de crucero? ¿Y cuántas
rubias hay hoy en día en las islas? ¿Quinientas al año?
—¿Cómo iba a seguirla el admirador secreto de Wanda? —añade Jennifer—.
¿Nadando?
Resulta que sabemos que ningún barco ha tocado Bartolomé desde que
dejamos Santa Cruz; no hay y ates cerca, y todos hubiesen reconocido a un
pescador local.
Roberto se pone rojo bajo el bronceado que todos compartimos. Con pena, le
toco la mano mientras le digo al grupo:
—Adelante, gente, bucead con tubo o lo que queráis. Volveré a tiempo para
mi parte de las tareas.
Luego, con rapidez, me alejo de la ensenada. Realmente necesito algo de
soledad en esta extraña, dura y hermosa naturaleza.
Podría fusionarme sumergiéndome. El agua es clara como el cristal, sedosa a
mi alrededor; de vez en cuando veo un pingüino, no nadando sino más bien
volando por el agua; los peces danzan como fuegos de artificio, las algas bailan el
hula; puedo hacer amistad con los leones marinos. Pero los otros nadadores, no
importa lo encantadores que sean, hablarán. Lo que quiero es estar en comunión
con la tierra. En compañía no podría admitirlo. Suena demasiado pomposo, como
si perteneciese a Greenpeace o a la República Popular de Berkeley.
Ahora que he dejado atrás la arena blanca y los mangles, parece que bajo los
pies tengo una desolación total. Bartolomé es volcánica, como sus hermanas,
pero apenas tiene tierra. Ya hace calor bajo el sol de la mañana y no hay ni una
nube para suavizar el resplandor. Aquí y allá se ve un arbusto desolado o una
mata de hierba, pero se reducen al acercarme a Pinnacle Rock. Mis Adidas
susurran sobre la lava oscura, en silencio.
Sin embargo… entre peñascos y charcos, se mueven los cangrejos Sally
Lightfoot, azul y naranja brillantes. En dirección al interior, espío un lagarto
bastante raro en este lugar. Estoy a un metro de un alcatraz de patas azules;
podría salir volando, pero se limita a mirarme, criatura ingenua. Un pinzón pasa
por delante de mi vista; fueron los pinzones de las Galápagos lo que ay udaron a
Darwin a comprender cómo la vida recorre el tiempo. Un albatros blanco. Más
alto vuela un pájaro fragata. Me coloco los binoculares que me cuelgan del
cuello y observo la arrogancia de las alas bajo la luz del sol, la cola dividida
como la espada doble de un bucanero.
Aquí no hay ninguno de los senderos que normalmente obligo a seguir a los
turistas. El gobierno ecuatoriano es estricto en ese punto. Considerando los
recursos limitados, está haciendo un gran trabajo intentando proteger y restaurar
el medio. Me preocupo de dónde coloco los pies, como corresponde a una
bióloga.
Doy una vuelta alrededor del extremo oriental del islote, tomo el sendero y
empiezo a dirigirme al pico central. La vista desde allí, por encima de isla
Santiago y sobre el océano, es impresionante; y hoy la tengo para mí.
Probablemente allí tomaré el almuerzo que me he traído. Puede que más tarde
baje a la cala, me quite pantalones y camisa, y disfrute de un baño privado antes
de dirigirme de nuevo al oeste.
¡Ten cuidado, niña! Estás a apenas veinte kilómetros por debajo del Ecuador.
Este sol exige respeto. Me coloco bien el sombrero de ala ancha y bebo de la
cantimplora.
Recupero el aliento, miro a mi alrededor. He ganado algo de altitud, que debo
perder antes de llegar al final del sendero. No se ve ni la play a ni el
campamento. En lugar de eso, veo un montón de rocas en la bahía Sullivan, agua
azul, punta Martínez elevándose gris en la gran isla. ¿Es eso un halcón? Tomo los
binoculares.
Un resplandor en el cielo. Reflejo de metal. ¿Un avión? No, no puede ser. Ha
desaparecido.
Perpleja, bajo el instrumento. He oído muchas cosas sobre platillos volantes,
ovnis, por darles el nombre respetable. Nunca me las he tomado en serio. Papá
dio a sus hijos una buena dosis de escepticismo. Bien, es un ingeniero electrónico.
Tío Steve, el arqueólogo, ha recorrido mucho más mundo y dice que está lleno
de cosas que no comprendemos. Supongo que nunca sabré qué he visto. Sigamos.
De improviso, una ráfaga momentánea. El aire empuja. Una sombra cae
sobre mí. Vuelvo la cabeza hacia arriba.
¡No puede ser!
Una motocicleta exagerada, sólo que diferente en todos los detalles, y no
tiene ruedas, y cuelga del aire, a tres metros de altura, sin soporte, en silencio. Un
hombre en el asiento delantero va asido a lo que puede ser el manillar. Le veo
con toda claridad. Cada segundo dura una eternidad. El terror se apodera de mí,
como no lo había hecho desde que tenía diecisiete años, cuando conducía por lo
alto de un acantilado bajo una tormenta y el coche patinó.
Salí de aquélla. Ésta no termina.
Mide como un metro setenta, es huesudo pero de hombros anchos, piel
oscura, llena de marcas, nariz ganchuda, pelo negro que le cae encima de las
orejas, barba negra y un bigote desfilado pero no desgreñado. Su atuendo es lo
que resulta por completo incongruente sobre esa máquina. Botas blandas,
desaliñadas calzas marrones que salen de pantalones cortos abombados, una
camisa de manga larga que podría ser azafrán bajo toda la porquería… peto de
acero, casco, capa roja, una espada envainada sobre la cadera izquierda.
Como si el sonido llegase desde un centenar de kilómetros dice:
—¿Sois la dama Wanda Tamberly ?
De alguna forma eso me vuelve a llevar al borde del grito. Sea lo que sea lo
que está pasando, no puedo soportarlo. La histeria nunca ha sido obligatoria.
¿Pesadilla, sueño febril? No lo creo. El sol me calienta demasiado la espalda, el
mar brilla demasiado y puedo contar cada espina de ese cactus. ¿Broma, chiste,
experimento psicológico? Más imposible que la cosa en sí… Su español es de la
variante castellana, pero nunca antes había oído un acento parecido.
—¿Quién es usted? —me obligo a decir—. ¿Qué busca?
Tensa los labios. Malos dientes. Su tono es medio feroz y medio desesperado.
—¡Rápido! Debo encontrar a Wanda Tamberly. Su tío Esteban corre gran
peligro.
—Soy y o —dice mi boca.
Él se ríe. El vehículo desciende hacia mí. ¡Corre!
Se detiene a mi lado, se inclina y me pasa el brazo derecho por la cintura.
Esos músculos son de titanio. Me levanta. El curso de defensa personal que
tomé… Mis dedos buscan sus ojos. Es demasiado rápido. Me aparta la mano de
un golpe. Hace algo en los controles. De pronto, estamos en otra parte.
3 de junio de 1533 (calendario juliano)
Ese día los peruanos llevaron a Caxamalca otro cargamento del tesoro que
debía comprar la libertad de su rey. Luis Ildefonso Castelar y Moreno los vio
desde lejos. Había estado fuera ejercitando a los jinetes bajo su mando. Ahora
debían volver, porque el sol se encontraba bajo en las cumbres occidentales.
Contra las largas sombras del valle, el río relucía y los vapores se volvían dorados
al elevarse de las fuentes calientes de los baños reales.
Llamas y porteadores humanos venían en hilera por la carretera desde el sur,
cansados por los pesos y las muchas leguas. Los nativos dejaron de trabajar en
los campos para mirar, luego volvieron apresuradamente a la labor. La
obediencia había sido bien aprendida, sin que importase quién fuese su amo.
—Toma el mando —le ordenó Castelar a su teniente, y clavó las espuelas en
el potro. Tiró de las riendas justo fuera de la pequeña ciudad y esperó la
caravana.
Un movimiento a su izquierda le llamó la atención. Otro hombre salió a pie de
entre dos edificios blancos con techo de paja. El hombre era alto; si los dos
estuviesen de pie, le sacaría al jinete diez centímetros o más. El pelo alrededor de
su tonsura era del mismo castaño terroso de su túnica franciscana, pero la edad
apenas había marcado un rostro anguloso y claro —ni tampoco la viruela— y no
le faltaba ni un diente. Incluso después de semanas y aventuras, Castelar
reconoció al padre Esteban Tanaquil. El reconocimiento fue mutuo.
—Saludos, reverendo padre —dijo.
—Dios sea con vos —contestó el monje. Se detuvo al lado del estribo. En la
ciudad resonaban gritos de júbilo.
—Ah —dijo Castelar con alegría—. Una visión espléndida, ¿no?
Al no obtener respuesta, bajó la vista. Había dolor en el otro rostro.
—¿Pasa algo? —preguntó Castelar.
Tanaquil suspiró.
—No puedo evitarlo. Veo lo cansados y destrozados que están esos hombres.
Pienso en la herencia del tiempo que llevan, y cómo se les ha arrebatado.
Castelar se envaró.
—¿Vais a hablar en contra de nuestro capitán?
Aquél era un tipo extraño, pensó: empezando por su orden, cuando los
religiosos de la expedición eran casi todos dominicos. Era una especie de enigma
cómo Tanaquil había conseguido venir, para ganarse con el tiempo la confianza
de Francisco Pizarro. Bien, eso último podía deberse a sus conocimientos y
maneras agradables, ambos raros en aquella compañía.
—No, no, claro que no —dijo el fraile—. Y sin embargo… —Dejó de hablar.
Castelar se sintió un poco incómodo. Creía saber lo que pasaba bajo el cráneo
tonsurado. Él mismo se había preguntado por la corrección de lo que habían
hecho el año anterior. El inca Atahualpa había recibido a los españoles en paz;
dejó que se alojaran en Caxamalca; entró en la ciudad por invitación, para
continuar las negociaciones, y su litera lo llevó a una emboscada. Sus asistentes
fueron asesinados a cientos mientras que él era hecho prisionero. Ahora, por
orden suy a, sus súbditos retiraban toda la riqueza del país para llenar una
habitación con oro y otra con plata, el precio de su libertad.
—Es la voluntad de Dios —contestó Castelar—. Traemos la fe a estos
paganos. Al rey se le trata bien, ¿no? Incluso tiene a sus esposas y sirvientes para
asistirlo. Y en cuanto al rescate, Cristo. —Se aclaró la garganta—. Santiago,
como todo buen líder, recompensa bien a sus tropas.
El fraile levantó la cabeza y sonrió con debilidad. Parecía que recurrir a la
oración no era lo adecuado para un soldado. Al final, se encogió de hombros y
dijo:
—Esta noche lo veré.
—Ah, sí. —Castelar sintió alivio al alejar la disputa. No importaba que él
también en una ocasión hubiese estudiado para las órdenes sagradas, hubiese sido
expulsado por problemas con una chica, se alistase en la guerra contra los
franceses y, al fin, siguiese a Pizarro hasta el Nuevo Mundo con la esperanza de
cualquier fortuna que el empobrecido hidalgo de Extremadura pudiese encontrar:
seguía sintiendo respeto por el hábito—. He oído que repasáis cada cargamento
antes de añadirlo al tesoro.
—Alguien debe hacerlo, alguien que tenga ojos para el arte y no para el
simple metal. Convencí a nuestro capitán y a su capellán. Los estudiosos en la
corte del emperador y en la Iglesia agradecerán que se salve algún fragmento de
conocimiento.
—Humm. —Castelar se acarició la barba—. Pero ¿por qué lo hacéis de
noche?
—¿También lo habéis oído?
—Desde hace días. Tengo los oídos llenos de rumores.
—Me atrevería a decir que dais más de lo que recibís. Yo mismo querría
hablar con vos largo y tendido. El viaje de vuestra expedición fue realmente
hercúleo.
Por Castelar pasó un desfile confuso de los meses pasados, cuando Hernando
Pizarro, el hermano del capitán, guió a un grupo al oeste por la cordillera,
grandes montañas, barrancos de vértigo, ríos furiosos hasta Pachacanlac y su
oscuro templo oracular en la costa.
—Ganamos poco —dijo—. Nuestro mejor botín fue el general indio
Calcuchimac. Consigue tenerlos bajo control, a todos ésos… Pero ibais a
contarme por qué estudiáis el tesoro sólo después de la puesta de sol.
—Para evitar la emoción codiciosa y la discordia que y a nos afectan. Los
hombres se sienten cada vez más impacientes por la división de los despojos.
Además, por la noche las fuerzas de Satán son mas poderosas. Rezo sobre cosas
que fueron consagradas a falsos dioses.
El último porteador pasó y se perdió entre las murallas.
—Me gustaría verlo —dijo Castelar. Fue un impulso—. ¿Por qué no? Me uniré
a vos.
Tanaquil estaba anonadado.
—¿Qué?
—No os molestaré. Me limitaré a mirar.
La renuencia era inconfundible.
—Primero debéis obtener permiso.
—¿Por qué? Tengo la graduación. Nadie me lo negará. ¿Qué tenéis en contra?
Pensé que os agradaría algo de compañía.
—Os resultará tedioso. A los otros les pasó, Ésa es la razón por la que me
dejan solo en la tarea.
—Estoy acostumbrado a estar de guardia. —Rió Castelar.
Tanaquil se rindió.
—Muy bien, don Luis, si insistís… Reunios conmigo en la Casa de la
Serpiente, como la llamáis, después de completas.
Sobre la tierra alta las estrellas refulgían con claridad y en infinito número.
La mitad o más de ellas eran desconocidas para los cielos europeos. Castelar se
estremeció y se apretó más la capa. Su aliento era de vapor y sus botas
resonaban en las calles estrechas. Caxamalca lo rodeaba, fantasmal en la
oscuridad. Agradeció el peto, el casco, la espada, aunque allí pareciesen
innecesarios. Tahuantinsuy u era como llamaban los indios a la región: Cuatro
cuartos del mundo; y de alguna forma eso parecía más adecuado que Perú, un
nombre cuy o significado nadie conocía con seguridad, para un reino cuy a
extensión empequeñecía la del Sacro Imperio romano. ¿Estaban y a dominados, o
lo estarían alguna vez, sus gentes y sus dioses?
La idea no era digna de un cristiano. Se apresuró.
Los vigilantes del tesoro eran una visión tranquilizadora. El resplandor de las
linternas se reflejaba en armaduras, picas, mosquetes. Aquellos eran los rufianes
de hierro que habían venido desde Panamá, atravesado junglas, pantanos y
desiertos, destrozado a todos sus enemigos, levantado fortalezas, atravesado en un
puñado una cordillera que desafiaba los cielos para capturar al mismísimo rey de
los paganos y obligar a su país a pagar tributo. Ningún hombre o demonio podría
pasar sin permiso, ni detenerlos cuando volviesen a ponerse en marcha.
Conocían a Castelar y lo saludaron. Fray Tanaquil esperaba, con una linterna
en la mano. Guió al caballero bajo una dintel esculpido en forma de serpiente,
aunque ninguna serpiente igual había alterado jamás el sueño de un hombre
blanco, al interior del edificio.
Era grande, con múltiples cámaras de bloques de piedra cortados y ajustados
con exquisita precisión. El techo era de madera, porque había sido un palacio.
Los españoles habían añadido a las entradas exteriores puertas resistentes allí
donde los indios habían usado cortinas de caña o tela. Tanaquil cerró aquélla por
la que habían entrado.
Las sombras llenaban las esquinas y se agitaban informes sobre murales que
los sacerdotes habían desfigurado píamente. El cargamento de hoy se encontraba
en la antecámara. Castelar vio el relucir más allá. Se preguntó medio mareado
qué cantidad de metal precioso habría allí.
Debía contentarse por el momento con recrearse con lo que había visto llegar.
Los oficiales de Pizarro habían desenvuelto con rapidez los paquetes, para
asegurarse del contenido, y lo habían dejado todo donde había traído. Mañana
pesarían la masa y la colocarían con el resto. Cuerdas y material de envolver
rozaban las botas de Castelar y las sandalias de Tanaquil.
El fraile colocó la linterna sobre el suelo de barro y se sentó. Cogió una copa
dorada, la acercó a la débil luz, agitó la cabeza y murmuró. El objeto estaba
abollado, las figuras deformadas.
—Los receptores la dejaron caer o le dieron una patada. —¿Había rabia en su
tono?—. No tienen más respeto por la artesanía que los animales.
Castelar cogió el objeto y lo sopesó. Un cuarto de libra fácil, supuso.
—¿Por qué deberían tenerlo? —preguntó—. Pronto estará fundido.
Con amargura:
—Cierto. —Después de un rato—: Enviarán algunas piezas intactas al
emperador, por el interés que pueda sentir. He estado eligiendo las mejores, con
la esperanza de que Pizarro me escuche y las elija. Pero, en general, no lo hará.
—¿Qué diferencia hay ? Todo es igualmente desagradable.
Los ojos grises se elevaron para reprochar al guerrero.
—Suponía que seríais algo más sabio, un poco más capaz de comprender que
los hombres tienen muchas formas de… alabar a Dios por medio de la belleza
que crean. Tenéis educación, ¿no?
—Latín. Leer, escribir, números. Un poco de historia y astronomía. En su
may oría me temo que lo he olvidado.
—Y habéis viajado.
—Luché en Francia e Italia. Conseguí ciertos conocimientos de esas lenguas.
—Tengo también la impresión de que habéis aprendido algo de quechua.
—Un mínimo. No puedo permitir que los nativos jueguen a hacerse los tontos
o que conspiren delante de mí. —El mismo Castelar se sentía interrogado, de
forma ligera pero segura, y cambió de tema—. Me dijisteis que registrabais lo
que veíais. ¿Dónde tenéis pluma y papel?
—Poseo una excelente memoria. Como habéis señalado, no tiene mucho
sentido describir con detalle cosas que van a convertirse en lingotes. Pero para
asegurarse de que no hay maldiciones, no queda nada de brujería…
Tanaquil había estado ordenando y disponiendo varios artículos mientras
hablaba, adornos, platos, vasijas, figuras, grotescos a ojos de Castelar. Cuando los
tuvo dispuestos frente a él, metió la mano en la bolsa que le colgaba de la cintura
y sacó un curioso objeto propio. Castelar se agachó y entrecerró los ojos para
ver mejor.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Un relicario. Contiene el dedo de san Hipólito.
Castelar se persignó. Sin embargo miró más de cerca.
—Nunca he visto uno como ése. —Tenía el ancho de una mano, con líneas
redondeadas, y era negro excepto por una cruz de material nacarado insertada
en la parte superior y, en la delantera, dos cristales que sugerían más unas lentes
que ventanas.
—Una pieza rara —le explicó el fraile—. Se la dejaron los moros al partir de
Granada, y más tarde fue santificada por su contenido y obtuvo la bendición de
la Iglesia. El obispo que me la confió dijo que era especialmente eficaz contra la
magia de los infieles. El capitán Pizarro y fray Valverde están de acuerdo en que
sería adecuado, y que, en todo caso, no haría daño, someter cada pieza del tesoro
inca a su influencia.
Adoptó una posición más cómoda sobre el suelo, seleccionó una pequeña
imagen dorada de una bestia y le dio vuelta en su mano izquierda sobre los
cristales del relicario, que sostenía con la derecha. Movía los labios en silencio.
Cuando hubo terminado, dejó el objeto y cogió otro.
Castelar cambió de un pie a otro.
Después de un rato Tanaquil rió y dijo:
—Os advertí que os resultaría tedioso. Me llevará horas. Bien podéis iros a
dormir, don Luis.
Castelar bostezó.
—Creo que tenéis razón. Gracias por vuestra cortesía.
Una pequeña explosión y un zumbido le hicieron darse la vuelta. Durante un
instante permaneció inmóvil atrapado por la incredulidad.
Cerca de la pared y en lo alto había aparecido una cosa. Una cosa —grande,
reluciente, quizá de acero, con un par de mandos y dos sillas de montar—. La vio
con claridad, porque salía luz de un bastón que sostenía el jinete que se
encontraba más atrás. Los dos hombres vestían prendas negras y ajustadas.
Hacían que las manos y caras resaltasen en blanco, sin mácula, sobrenaturales.
El fraile se puso en pie de un salto. Gritó. Las palabras no eran español.
En ese parpadeo de tiempo, Castelar vio asombro en los extraños. Si eran
magos o demonios venidos directamente del infierno, no eran todopoderosos, no
frente a Dios y sus santos. Castelar agitó la espada. Se lanzó al ataque.
—¡Santiago y cierra España! —rugió, el antiguo grito de batalla de su gente
mientras expulsaban a los moros de España hacia África. Haría un escándalo tan
grande que los guardias de fuera lo oirían y …
El jinete delantero levantó un tubo. Parpadeó. Castelar se hundió en la nada.
15 de abril de 1610
¡Machu Picchu!, fue lo primero que reconoció Stephen Tamberly al
despertar. Y luego: No. No del todo. No como la he conocido. ¿Cuándo estoy?
Se puso en pie. La claridad de la mente y los sentidos le indicaron que había
sido derribado por un aturdidor electrónico, probablemente un modelo del siglo
XXIV o posterior. No era una sorpresa. La terrible sorpresa había sido ver
aparecer a aquellos hombres sobre una máquina que no se fabricaría hasta miles
de años después de su nacimiento.
A su alrededor se elevaban los picos que conocía, envueltos en la niebla, de un
verde tropical incluso a aquellas alturas excepto los más remotos. En el cielo
flotaba un cóndor. Una mañana azul y dorada llenaba de luz la garganta del
Urubamba. Pero no vio ningún ferrocarril, ni estación, y la única carretera a la
vista estaba allí arriba, construida por los ingenieros incas.
Se encontraba de pie en una plataforma conectada por medio de una rampa
descendente a un punto alto sobre una pared construida sobre un foso. Debajo de
él la ciudad se extendía hectáreas y hectáreas; se aferraba, se elevaba, con
edificios de piedra seca, escaleras, terrazas, plazas, tan poderosa como las
mismas montañas. Si aquellas cumbres hubiesen podido pertenecer a una pintura
china, las obras humanas no habrían desentonado en el medioevo del sur de
Francia; pero tampoco, porque eran demasiado extrañas, estaban demasiado
permeadas por su propio espíritu.
Corría una brisa fría. Su silbido era el único sonido entre los latidos de los
templos. No se movía nada. Con la velocidad mental de la desesperación,
comprendió que no llevaba demasiado tiempo desierto. Había hierbajos y
arbustos por todas partes, pero ellos y el tiempo acababan de empezar con
gentileza el proceso de demolición. Eso no decía mucho, porque todavía faltaba
mucho para que Hiram Bingham la descubriese en 1911. Sin embargo, observó
estructuras casi intactas que recordaba en ruinas o desaparecidas. Quedaban
restos de madera y techos de paja. Y…
Y Tamberly no estaba solo. Luis Castelar estaba a su lado, con la
estupefacción dando paso a la furia. A su alrededor había hombres y mujeres,
también tensos. El cronociclo descansaba cerca del borde de la plataforma.
Tamberly fue primero consciente de las armas apuntadas contra él. Luego
miró a la gente. No se parecían a ningún grupo que se hubiese encontrado en sus
viajes. Su aspecto tan diferente hacia que se pareciesen más entre sí. Las caras
estaban delicadamente cinceladas: pómulos altos, narices finas, grandes ojos. A
pesar de tener el cabello completamente negro, la piel era de alabastro y los ojos
claros. A los hombres parecía que jamás les había crecido la barba. Los cuerpos
eran altos, esbeltos, flexibles. La ropa básica para ambos sexos era una
vestimenta de una pieza bien ajustada sin costuras o cierres visibles, y botas
blandas del mismo negro. Se veían dibujos plateados, formas vagamente
orientales, en su may oría ornamentales, y varias personas se habían puesto
capotes llamativos, rojos, naranjas o amarillos. Los anchos cinturones disponían
de bolsillos y pistoleras. El pelo les caía hasta los hombros, sujeto por una simple
banda, cintas o una diadema que relucía como los diamantes.
Eran unos treinta. Todos parecían jóvenes… ¿o sin edad? Tamberly crey ó
percibir muchos años de línea vital tras ellos. Se manifestaba tanto en el orgullo
como en la actitud vigilante por encima de una compostura felina.
Castelar miró de un lado a otro. No tenía ni cuchillo ni espada. Esta última se
encontraba en manos de un extraño. Se tensó como si se dispusiese a atacar.
Tamberly le agarró el brazo.
—Paz, don Luis —le dijo—. No tiene sentido. Invocad a los santos si queréis,
pero estaos quieto.
El español gruñó antes de obedecer. Tamberly le notó estremecerse bajo la
manga y la piel. Alguien en el grupo dijo algo en una lengua de ronroneos y
gorjeos. Otro hizo un gesto, como pidiendo silencio, y se adelantó. La agilidad del
movimiento fue tal que habríase dicho que fluía. Era evidente que dominaba al
resto. Sus rasgos eran aquilinos, con ojos verdes. Los labios se curvaron en una
sonrisa.
—Saludos —dijo—. Sois inesperados huéspedes.
Empleó un temporal fluido, la lengua común de la Patrulla del Tiempo y de
muchos viajeros temporales civiles; y la máquina no se diferenciaba mucho de
un saltador de la Patrulla; pero estaba claro que debía de ser un criminal o un
enemigo.
Tamberly tornó aliento.
—¿Qué… año es éste? —murmuró. En la periferia, notó la reacción de
Castelar cuando fray Tanaquil contestó en la lengua desconocida… Asombro,
consternación, porfía.
—Según el calendario gregoriano, al que supongo que están acostumbrados,
es el quince de abril de 1610 —dijo el extraño—. Me atrevo a afirmar que
reconoce el lugar, aunque es evidente que su compañero no.
Claro que no —le pasó por la mente a Tamberly —. La ciudad que los nativos
posteriores llamaron Machu Picchu fue construida por el inca Pachacutec como
ciudad sagrada, un centro para las Vírgenes del Sol. Perdió su propósito cuando
Vilcabamba se convirtió en cuartel general de la resistencia contra los españoles,
hasta que capturaron y mataron a Tupac Amaru, el último en llevar el título de
Inca antes del Resurgimiento Andino en el siglo XXII. Así que nada llevó a los
conquistadores a descubrirla, y permaneció vacía, olvidada por todos excepto por
unos cuantos campesinos hasta 1911… Apenas oy ó:
—Supongo, asimismo, que es agente de la Patrulla del Tiempo.
—¿Quién es usted? —dijo sin aliento.
—Discutamos de esos asuntos en un lugar más adecuado —dijo el hombre—.
Éste no es más que el lugar al que regresan nuestros exploradores.
¿Por qué? Un cronociclo podía aparecer a segundos y centímetros de
cualquier punto, en cualquier momento de su alcance: desde aquí hasta la órbita
de la Tierra, desde ahora hasta la época de los dinosaurios, o, hacia el futuro, a la
época de los danelianos, aunque eso estaba prohibido Tamberly suponía que esos
conspiradores habían construido su zona de aterrizaje, expuesta a la vista, para
mantener asustados a los indios locales y, por tanto, alejados. En unas
generaciones las historias de movimientos mágicos morirían, pero Machu Picchu
seguiría sola.
La may oría de los que habían estado observando se dispersaron para
ocuparse de sus asuntos. Cuatro guardianes con los aturdidores listos caminaban
tras el jefe y los prisioneros. Uno además llevaba la espada, quizá como
recuerdo. Por rampas, senderos y escaleras descendieron hasta los recintos de la
ciudad. El silencio les pesaba hasta que el jefe dijo:
—Aparentemente su compañero no es más que un soldado que resultó estar
con usted. —Ante el asentimiento del americano añadió—: Bien, en ese caso, lo
apartaremos mientras nosotros hablamos. Yaron, Sarnir, conocéis su lengua.
Interrogadle. Sólo medios psicológicos, por ahora.
Habían llegado a la estructura que Tamberly, si recordaba bien, conocía
como el Grupo del Rey. Un muro exterior cerraba un pequeño patio donde había
aparcado otro cronociclo. Cortinas nacaradas relucían en las puertas y sobre las
zonas sin techo de los edificios que rodeaban el resto de los espacios abiertos.
Eran campos de fuerzas, reconoció Tamberly, resistentes a todo lo que no fuese
un impacto nuclear.
—En el nombre de Dios —gritó Castelar cuando le golpeó una bota—, ¿qué es
esto? ¡Decídmelo antes de que me vuelva loco!
—Tranquilo, don Luis, tranquilo —contestó Tamberly con rapidez—. Somos
cautivos. Habéis visto lo que pueden hacer sus armas. Id como dicen. Puede que
el cielo tenga misericordia de nosotros, pero ahora estamos indefensos.
El español apretó la mandíbula y entró en una pieza más pequeña con los dos
que le habían asignado. El líder del grupo fue a la habitación más grande. Las
barreras desaparecieron para dejar pasar a los dos grupos. Se quedaron
apagadas, ofreciendo una visión de piedras, cielo y libertad. Tamberly supuso
que era para permitir la entrada de aire fresco; la habitación en la que se
encontraba parecía no haber sido usada desde hacía mucho.
El sol se unió a la radiación de la cubierta para iluminar el espacio sin
ventanas. Habían cubierto el suelo de un material azul que respondía ligeramente
a las pisadas, como los músculos vivos, Un par de sillas y una mesa tenían
formas ligeramente familiares aunque el material le era desconocido. No podía
identificar las cosas colocadas en lo que podría ser un armario.
Los guardias se situaron a ambos lados de la entrada. Uno era hombre, el otro
mujer, menos fría. El líder se sentó en una silla e invitó a Tamberly a tomar la
otra. Se ajustó a su forma, a todos sus movimientos. El líder señaló una garrafa y
vasos sobre la mesa. Eran esmaltados… fabricados en Venecia por esa misma
época, juzgó Tamberly. ¿Comprados? ¿Robados? ¿Pillaje? El hombre se adelantó
para servir dos. Su amo y Tamberly las tomaron.
Sonriendo, el líder levantó su copa y murmuró:
—A su salud. —Implícitamente : Mejor que haga lo que sea necesario para
conservarla. El vino era una especie de Chablis áspero, tan refrescante que
Tamberly pensó que debía de contener un estimulante. En el futuro tenían un
amplio y sutil conocimiento de la química humana.
—Bien —dijo el líder. Su tono era amable—. Obviamente pertenece a la
Patrulla. Lo que tenía en la mano era un grabador holográfico. Y la Patrulla
nunca permitiría a un visitante recorrer un momento tan crítico, excepto a uno de
los suy os.
La garganta de Tamberly se contrajo. Se notaba la lengua de corcho. Era el
bloqueo colocado en su mente durante el entrenamiento, un reflejo para evitar
que revelase a personas no autorizadas que se podía recorrer la historia—. Eh,
eh… y o… —El sudor le recorría la piel.
—Mis condolencias. —¿Había burla en las palabras?—. Conozco bien su
condicionamiento. También sé que opera dentro de los límites del sentido común.
Como nosotros somos viajeros temporales, tiene libertad para discutir el asunto,
aunque no los detalles que la Patrulla prefiere mantener en secreto. ¿Ay udaría si
me presentase? Merau Varagan. Si ha oído hablar de mi raza, sería
probablemente bajo el nombre de exaltacionistas.
Tamberly recordaba lo suficiente para convertir aquel momento en una
pesadilla . El milenio XXXI fue… es… será —sólo la gramática temporal tenía los
verbos y tiempos para tratar esos conceptos— mucho antes que el desarrollo de
las primeras máquinas del tiempo, pero miembros elegidos de su civilización
conocen el viaje, participan en él; algunos se unen a la Patrulla, como muchos
individuos en la mayoría de los entornos. Sólo que… esa era tiene sus
superhombres, poseen genes modificados que los convierten en aventureros de la
frontera espacial. Acabaron bajo el peso de esa civilización suya, que para ellos
era más antigua que la Edad de Piedra para mí, y se rebelaron, perdieron y
huyeron; pero habían descubierto el gran hecho, que el viaje en el tiempo existía,
y se las habían arreglado, increíble, para robar algunos vehículos. Desde entonces
la Patrulla les sigue la pista, para que no cometan actos peores, pero no conozco
ningún informe de que la Patrulla los «atrapará» …
—No puedo decirle más de lo que ha deducido —protestó—. No podría ni
aunque me torturase hasta la muerte.
—Cuando un hombre juega a un juego peligroso —contestó Merau Varagan
— debería estar preparado para los imprevistos. Admito que no previmos su
presencia. Pensamos que la cámara del tesoro estaría desierta por la noche a
excepción de los guardias apostados en el exterior. Sin embargo, siempre hemos
tenido en la cabeza la posibilidad de un encuentro con la Patrulla. Raor, el
quiradex.
Antes de que Tamberly pudiese interrogarse sobre el significado de la
palabra, la mujer estaba a su lado. El horror lo atravesó al adivinar su propósito.
Empezó a ponerse en pie, para luchar por liberarse, para hacer que lo matasen,
lo que fuese.
La pistola disparó. Estaba ajustada a poca potencia. Sus músculos se rindieron
y cay ó de nuevo sobre la silla. Sólo el abrazo le impidió caer sobre la alfombra.
Ella fue al armario y volvió con un objeto: una caja y una especie de casco
luminoso, unidos por cables. El hemisferio fue colocado sobre su cabeza. Los
dedos de Raor bailaron sobre puntos luminosos que debían de ser controles. En el
aire aparecieron unos símbolos. ¿Medidas? Un zumbido se apoderó de Tamberly.
Creció y creció hasta ser todo lo que había, se perdió en él, se hundió en la noche
de su corazón.
Lentamente volvió a ascender. Recuperó el uso de los músculos y se enderezó
en el asiento. Estaba completamente relajado, como después de un buen sueño.
Parecía apartado de sí mismo, un observador externo, sin emociones. Pero
estaba completamente despierto. Cada detalle sensorial estaba destacado, los
olores de su hábito sin lavar y de su cuerpo, el aire de las montañas que
penetraba por la entrada, el rostro sardónico de Varagan como un césar, Raor
con la caja en las manos, el peso del casco, una mosca en la pared como si
quisiese recordarle que era tan mortal como ella.
Varagan se echó atrás, cruzó las piernas, juntó los dedos y dijo con extraña
cortesía.
—Su nombre y origen, por favor.
—Stephen John Tamberly. Nacido en San Francisco, California, Estados
Unidos de América, el veintitrés de junio de 1937.
Contestó con toda sinceridad. Debía hacerlo. O, más bien, sus recuerdos,
nervios y boca debían hacerlo. El quiradex era el interrogador definitivo. Ni
siquiera podía sentir lo horroroso de la situación. En lo más profundo, algo
gritaba, pero su mente consciente se había convertido en una máquina.
—¿Y cuándo fue reclutado por la Patrulla?
—En 1968. —Fue demasiado gradual para concretar una fecha. Un colega le
presentó a varios amigos, tipos interesantes que, comprendió después, lo
sondearon; luego aceptó realizar ciertas pruebas, supuestamente como parte de
un proy ecto de investigación psicológica; después se le reveló la situación; se le
invitó a alistarse y aceptó deseoso, como ellos y a sabían que haría. Bien, estaba
en lo peor del divorcio. La decisión hubiese sido más difícil si hubiese tenido que
vivir constantemente una doble vida. Sin embargo, sabía que lo hubiese hecho,
porque le daba mundos a explorar que hasta entonces no habían sido más que
textos, ruinas, fragmentos y huesos muertos.
—¿Cuál es su posición en la organización?
—No soy policía ni hago rescates, o nada similar. Soy historiador de campo.
En casa era antropólogo, había realizado investigaciones entre los quechua
modernos, luego me adentré en la arqueología de la región. Eso me convirtió en
una elección natural para el periodo de la Conquista. Me hubiese gustado más
investigar las sociedades precolombinas pero, por supuesto, era imposible;
hubiese llamado demasiado la atención.
—Comprendo. ¿Cuánto ha durado hasta ahora su carrera en la Patrulla?
—Como unos sesenta años de tiempo de vida. —Podías durar siglos, dando
vueltas por el tiempo. Un tremendo privilegio de ser miembro era el proceso de
longevidad de una era futura. Claro está, eso traía el dolor de ver a la gente que
querías envejecer y morir, sin saber nunca lo que tú sabías. Para escapar de eso,
generalmente te apartabas de sus vidas, que crey esen que te habías mudado,
haciendo que los contactos con ellos se redujesen gradualmente hasta la nada.
Porque no debían percibir que los años no te afectaban a ti como a ellos.
—¿De dónde y cuándo partió para esta última misión?
—De California, en 1986. —Había mantenido sus relaciones más tiempo que
la may oría de los agentes. Su edad en línea vital podía ser de noventa años, su
edad biológica de treinta, pero la tensión y la pena se cobraban su precio, y en
1986 podía reclamar la edad de cincuenta años en el calendario, aunque la gente
comentaba a menudo lo joven que se conservaba. Dios sabía que había mucha
miseria en los días de un patrullero, así como aventuras. Veías demasiadas cosas.
—Humm —dijo Varagan—. Después lo examinaremos con más detalle.
Primero describa su misión. ¿Qué hacía el siglo pasado en Cajamarca?
El nombre posterior de la ciudad, observó una parte lejana de Tamberly,
mientras su consciencia de autómata contestaba:
—Ya se lo dije, soy historiador de campo. Reuniendo datos de ese periodo de
la Conquista. —Era por algo más que por la ciencia. ¿Cómo podía la Patrulla
vigilar los caminos del tiempo y mantener los acontecimientos reales a menos
que supiese cuáles eran esos acontecimientos? Los libros a menudo eran
engañosos y muchos acontecimientos clave nunca habían sido registrados—. La
Patrulla me consiguió acreditación como Esteban Tanaquil, monje franciscano,
en la expedición de Pizarro cuando éste volvió en 1530 de España a América. —
Antes de que Waldseemüler le diese ese nombre—. Simplemente debía observar,
grabar todo lo que pudiese a escondidas. —Y hacer esas pocas y
descorazonadoras cosas para suavizar, mínimamente, la brutalidad—. También
debe de saber que esos años tendrán gran influencia en la historia, en el futuro de
mi siglo natal, en el pasado del suy o, cuando los resurgentes reclamen su
herencia andina.
Varagan asintió.
—Cierto —dijo en tono de conversación—. Si las cosas hubiesen ido de otra
forma, el siglo XX sería muy diferente. —Sonrió—. Supongamos, por ejemplo,
que la sucesión después del inca Huay na Cápac no hubiese estado en disputa,
Atahualpa en estado de guerra civil con sus rivales a la llegada de Pizarro. Esa
banda minúscula de aventureros españoles no hubiese podido por sí sola derribar
el Imperio. La Conquista hubiese requerido más tiempo, más recursos. Eso
hubiese afectado al equilibro de poder en Europa, cuando los turcos presionaban
hacia el interior mientras la Reforma rompía la escasa unidad de la que había
disfrutado la Cristiandad.
—¿Es ése su fin? —De forma vaga Tamberly sabía que debía de estar
furioso, horrorizado, lo que fuese menos apático. Apenas sentía la curiosidad
suficiente para plantear la pregunta.
—Quizá —le hostigó Varagan—. Sin embargo, los hombres que lo
encontraron no eran más que exploradores para una empresa mucho más
modesta: traer aquí el rescate de Atahualpa. Claro que eso por sí solo y a causaría
bastante impacto. —Rió—. Pero podría salvar esos objetos de arte sin precio.
Usted se conformaba con hacer hologramas para la gente de] futuro.
—Para la humanidad —dijo Tamberly automáticamente.
—Bien, para la parte a la que se le permite disfrutar de los frutos del viaje en
el tiempo, bajo el ojo vigilante de la Patrulla.
—¿Traer el tesoro… aquí? —dijo torpemente Tamberly —. ¿Ahora?
—Temporalmente. Hemos acampado aquí porque es una base conveniente.
—Frunció el ceño—. La Patrulla vigila demasiado nuestro entorno de origen.
¡Cerdos arrogantes! —Vuelta a la calma—: Como Machu Picchu está tan aislada
en el presente, no se verá afectada por los cambios en el pasado cercano… Por
ejemplo, por la inexplicable desaparición una noche del rescate de Atahualpa.
Pero sus asociados lo buscarán por todos los medios, Tamberly. Seguirán hasta la
más mínima pista que puedan encontrar. Mejor tener esa información ahora,
para prevenir sus movimientos.
Debería estremecerme hasta el fondo de mi alma por esa temeridad total y
absoluta —arriesgarse a producir bucles en las líneas de mundo, vórtices
temporales, la destrucción de todo el futuro—. No, no arriesgarse. Producirla
deliberadamente. Pero no puedo sentir terror. La cosa que se sostiene sobre mi
cráneo retiene mi humanidad.
Varagan se inclinó.
—Por tanto, discutamos su historia personal —dijo—. ¿Qué considera su
hogar? ¿Tiene familia, amigos, lazos de algún tipo?
Las preguntas se hicieron rápidamente incisivas. Tamberly observaba y
escuchaba mientras el hábil cirujano cortaba detalle tras detalle. Cuando algo
interesaba especialmente a Varagan, lo seguía hasta el final. La segunda esposa
de Tamberly debería estar a salvo; también pertenecía a la Patrulla. Su primera
esposa se había vuelto a casar. Pero oh, Dios, su hermano, y la propia esposa de
Bill, y se oy ó confesar que su sobrina era como una hija para él…
La entrada se oscureció. Luis Castelar la atravesó.
La espada cortó. El guardia se inclinó, se dobló, cay ó y quedó tendido
retorciéndose. De la garganta le salía sangre, como un grito rojo que y a no
pudiese oírse.
Raor dejó caer la caja de control y fue por su arma. Castelar llegó hasta ella.
El puño izquierdo golpeó la mandíbula de la mujer. Ella cay ó hacia atrás,
hundida, llegó al suelo y lo miró boquiabierta, anonadada. La hoja de Castelar
silbó mientras ella caía. Varagan estaba de pie. Increíblemente había esquivado
un corte que le hubiese abierto en canal. La habitación era demasiado estrecha
para que pudiese escabullirse. Castelar atacó. Varagan se apretó el estómago. Le
salía sangre de entre los dedos. Se apoy ó contra la pared y gritó.
Castelar no malgastó el tiempo acabando con él. El español arrancó el casco
de la cabeza de Tamberly. Cay ó al suelo. La totalidad del espíritu le llegó al
americano como un ray o de sol.
—¡Salgamos de aquí! —rugió Castelar—. Ese caballo hechizado de ahí
fuera…
Tamberly se puso en pie tambaleándose. Las rodillas apenas lo sostenían. El
brazo libre de Castelar le dio apoy o. Salieron al exterior. El cronociclo esperaba.
Tamberly se situó en el asiento delantero, Castelar saltó detrás. En la entrada del
patio apareció un hombre de negro. Gritó y tendió el brazo para coger el arma.
Tamberly activó la consola.
11 de mayo de 2937 a.C.
Machu Picchu había desaparecido. El viento lo rodeaba. A cientos de metros
por debajo había un valle fluvial, lleno de hierba y árboles. En la distancia relucía
el océano.
El cronociclo cay ó. El aire aullaba. Las manos de Tamberly buscaron el
impulsor gravitatorio. El motor despertó. La caída se detuvo. Condujo el vehículo
en un aterrizaje suave y silencioso.
Empezó a estremecerse. Frente a sus ojos sólo tenía tinieblas.
La reacción pasó. Fue consciente de la presencia de Castelar, de pie a su lado,
y de la punta de la espada del español a un centímetro de su garganta.
—Baja de esa cosa —dijo Castelar—. Muévete con cuidado, con los brazos
en alto. No eres un hombre santo. Creo que eres un mago que debería arder en la
hoguera. Lo descubriremos.
3 de noviembre de 1885
Un carruaje llevó a Manse Everard desde Dalhousie & Roberts, importadores
—que era también la base en Londres de la Patrulla del Tiempo en aquel entorno
— a la casa en York Place. Subió los escalones a través de una densa niebla
amarillenta e hizo sonar una campanilla. Una sirvienta le hizo pasar a una
antesala revestida de madera. Le entregó su tarjeta. Ella regresó al cabo de un
minuto para comunicarle que la señora Tamberly estaría encantada de recibirlo.
Él dejó su sombrero y su abrigo en un perchero y la siguió. La calefacción
interior no conseguía evitar que entrase el frío, lo que por una vez le hizo sentirse
agradecido de ir vestido como un caballero inglés. Normalmente esa ropa le
parecía abominablemente incómoda. Por lo demás, se trataba en general de una
época maravillosa para vivir, si tenías dinero, una salud de hierro y podías pasar
por protestante anglosajón.
El salón era una estancia agradable iluminada con gas, llena de libros y sin
demasiados cachivaches. Había un fuego de carbón. Helen Tamberly estaba de
pie cerca del fuego, como si necesitase la alegría que daba. Era una mujer
pequeña de pelo rubio rojizo; el vestido largo destacaba sutilmente una figura que
sin duda muchas envidiaban. Su voz convertía el inglés regio en musical, pero le
fallaba un poco.
—¿Cómo se encuentra, señor Everard? Por favor, tome asiento. ¿Le apetece
tomar té?
—No, gracias, señora, a menos que usted también quiera. —No intentó
disimular su acento americano—. Dentro de poco llegará otro hombre. ¿Quizá
después de haber hablado con él?
—Claro. —Le indicó a la sirvienta que se retirase; al irse, dejó la puerta
abierta. Helen Tamberly se levantó a cerrarla.
—Espero que no afecte demasiado a Jenkins —dijo con una sonrisa triste.
—Me atrevería a decir que se ha acabado acostumbrando a que aquí pasen
cosas poco normales —contestó Everard en un esfuerzo por igualar la
compostura de la mujer.
—Bien, intentamos no llamar demasiado la atención. La gente tolera cierta
medida de excentricidad. Si nuestra fachada fuese clase alta, en lugar de
burgueses acomodados, podríamos hacer cualquier cosa; pero en ese caso
estaríamos demasiado tiempo en el punto de mira. —Atravesó la alfombra para
situarse frente a él, con los puños apretados a los lados—. Basta y a —dijo
desesperada—. Es usted de la Patrulla. Un agente No asignado, ¿es cierto? Es
sobre Stephen. Debe serlo. Dígame.
Sin temor a ser oídos, siguió hablando en inglés, lo que a oídos de ella podría
sonar más amable que el temporal.
—Sí. Por ahora no sabemos nada con seguridad. Ha… desaparecido. No se
presentó. Supongo que recuerda que debía hacerlo en Lima a finales de 1535,
varios meses después de que Pizarro la fundase. Tenemos un puesto allí. Una
investigación discreta reveló que el fraile Esteban Tanaquil desapareció
misteriosamente dos años antes, en Cajamarca. Desapareció, que quede claro,
no que murió en algún accidente o rey erta u otra cosa. —Con frialdad—: Nada
tan simple.
—Pero ¿podría estar vivo? —gritó ella.
—Eso esperamos. Sólo puedo prometer que la Patrulla intentará con todas sus
jodidas… eh, perdóneme.
Ella soltó una risa entrecortada.
—No importa. Si viene usted del entorno de Stephen, todos hablan así, ¿no?
—Bien, él y y o nacimos y nos criamos en Estados Unidos, a mediados del
siglo XX. Por eso se me ha pedido que realice esta investigación. Un pasado
compartido con su marido podría darme alguna idea.
—Se le pidió —murmuró ella—. Nadie da órdenes a un agente No asignado,
nadie excepto un daneliano.
—Eso es del todo exacto —dijo incómodo. En ocasiones le avergonzaba su
situación, sin estar asignado a ningún entorno, sino con libertad para ir a donde
fuese preciso y cuando fuese preciso para actuar siguiendo su propio juicio. No
era por naturaleza pretencioso, sino un hombre sencillo.
—Me agrada que esté de acuerdo —dijo ella, y parpadeó para evitar las
lágrimas—. Por favor, siéntese. Fume si quiere. ¿Está seguro de que no le
apetece té y galletas, o un poco de brandy ?
—Quizá más tarde, gracias. Pero siempre me sirvo de mi pipa. —Él esperó a
que ella se sentase frente al fuego para ocupar el sillón opuesto, que debía de ser
el de Steve Tamberly. Entre ellos ardía el fuego azul.
—En el pasado he tenido algunos casos como éste… en el pasado de mi vida
—empezó diciendo con cautela—. Es deseable comenzar descubriendo todo lo
posible sobre la persona implicada. Eso significa hablar con sus allegados. Así
que hoy he venido un poco antes, con la esperanza de que pudiésemos
conocernos. Un agente que ha estado en el lugar vendrá dentro de un rato para
contarnos lo que ha descubierto. Di por supuesto que no le importaría.
—Oh, no. —Tomó aliento—. Pero dígame, por favor. Siempre he tenido
dificultad para entenderlo, incluso cuando pienso en temporal. Mi padre era
profesor de física, y es difícil dejar a un lado la lógica estricta de causa y efecto
que me enseñó. Stephen… tuvo problemas, en el Perú del siglo XVI. Quizá la
Patrulla pueda salvarlo, quizá no pueda. Pero cualquiera que sea el resultado… la
Patrulla lo sabrá. Habrá un informe en los archivos. ¿No puede ir
inmediatamente y leerlo? ¿O saltar en el tiempo y preguntarle a su y o futuro?
¿Por qué tenemos que pasar por esto?
Educación o no, debía de estar terriblemente afectada para hacer tal
pregunta, ella que también había recibido entrenamiento en la Academia en el
Oligoceno, mucho antes de que hubiese una existencia humana que pudiese ser
alterada. No por ello Everard la tuvo en menor consideración. Más bien, le hizo
apreciar el coraje que mantenía su calma. Y, después de todo, su trabajo no la
exponía a las paradojas y peligros del tiempo mutable. Ni tampoco los había
experimentado Tamberly —había sido un observador directo aunque disfrazado
— hasta que los acontecimientos lo atraparon de pronto.
—Sabe que eso está prohibido. —Mantuvo el tono suave—. Los bucles
causales pueden convertirse con facilidad en vórtices temporales. Que se anulase
todo el esfuerzo sería el menor de los riesgos que correríamos. Y en todo caso, es
fútil. Esos registros, esos recuerdos, podrían ser de algo que nunca sucedió. Sólo
imagínese como se verían afectados nuestros actos si crey ésemos conocer el
futuro. No, debemos realizar nuestro trabajo de la forma más estrictamente
causal que podamos, para así convertir en reales nuestros éxitos o fracasos.
Porque la realidad es condicional. Es como el dibujo de las olas en el mar. Si
las ondas (las ondas de probabilidad del caos cuántico que subyace a todo)
cambian de ritmo, abruptamente la estructura de pliegues y espuma desaparece,
convertida en otra. Ya en el siglo XX los físicos entreveían algo de eso. Pero no fue
hasta la invención del viaje en el tiempo que el hecho penetró en las vidas
humanas.
Si vas al pasado lo conviertes en tu presente. Tienes el mismo libre albedrío de
siempre. No hay ninguna limitación especial. Es inevitable que influyas en lo que
sucede.
Normalmente los efectos son pequeños. Es como si el continuo espacio-tiempo
fuese una red de fuertes bandas de goma: restaura su configuración después de
sufrir una fuerza distorsionadora. Es más, normalmente eres parte del pasado.
Hubo realmente un hombre que viajó con Pizarro y se hacía llamar hermano
Tanaquil. Eso «siempre» fue cierto, y el hecho de que no naciese en ese siglo, sino
mucho después, es sólo accidental Si haces pequeñas cosas anacrónicas, eso no
importa; podrían producir algún comentario, pero el recuerdo morirá. Es una
cuestión filosófica si la realidad parpadea o no por esos cambios insignificantes.
Pero algunos actos tienen importancia. ¿Qué pasaría si un lunático viajase al
siglo V y diese ametralladoras a Atila el huno? Cosas así son tan evidentes que es
fácil prevenirlas. Pero cambios más sutiles… La revolución bolchevique de 1917
casi fracasó. Sólo la energía y el genio de Lenin la hicieron triunfar. ¿Qué pasaría
si viajases al siglo XIX y, sin causar ningún daño, evitases que los padres de Lenin
se conociesen? Luego el Imperio ruso no se convertiría en la Unión Soviética, y
las consecuencias de ese hecho permearían toda la historia. Tú, en el pasado de
los cambios, todavía estarías aquí; pero si viajases al futuro encontrarías un mundo
completamente diferente, un mundo en el que probablemente no naciste.
Existirías, pero como un efecto sin causa, arrojado a la existencia por la anarquía
que está en su base.
Cuando se construyó la primera máquina del tiempo, aparecieron los
danelianos, los superhumanos que habitan el remoto futuro. Establecieron las
reglas del tráfico temporal y fundaron la Patrulla para ponerlas en práctica. Como
la otra policía, generalmente ayudamos a gente en situaciones legales; cuando
podemos los sacamos de situaciones difíciles; ofrecemos la ayuda y atención que
podemos dar a las víctimas de la historia. Pero siempre la misión básica es
proteger y preservar la historia, porque es lo que finalmente producirá a los
gloriosos danelianos.
—Lo siento —dijo Helen Tamberly —. Ha sido una idiotez por mi parte. Pero
he estado… tan preocupada. Se suponía que Stephen sólo iba a estar fuera tres
días. Seis años para él, tres días para mí. Quería tanto tiempo para poder
acostumbrarse de nuevo a este entorno. Quería vagar de incógnito, adoptar de
nuevo los hábitos victorianos, para no hacer distraído nada que pudiese
sorprender a los sirvientes o a los amigos. ¡Ha pasado una semana! —Se mordió
el labio—. Perdóneme. Estoy desvariando, ¿no?
—En absoluto. —Everard sacó la pipa y el tabaco. Quería ese pequeño placer
frente a la angustia—. Parejas que se aman como la suy a hacen que un soltero
como y o se sienta melancólico. Pero vay amos al grano. Será lo mejor para los
dos. Usted es nativa de Inglaterra en este siglo, ¿no?
Ella asintió.
—Nací en Cambridge, en 1856. Me quedé huérfana a los diecisiete, con unos
modestos medios, estudié clásicas, me convertí en toda una marisabidilla y,
finalmente, me reclutó la Patrulla. Stephen y y o nos conocimos en la Academia.
A pesar de la diferencia de edad, que, gracias a Dios, no nos importa, nosotros…
nos gustamos, y nos casamos después de graduarnos. Él no crey ó que me gustase
su tiempo de nacimiento. —Hizo una mueca—. Lo visité, y tenía razón. Por su
parte, se sentía… se siente feliz aquí y ahora. Su tapadera es la de un empleado
americano de una firma de importación. Cuando y o voy a mi trabajo, o lo traigo
a casa, bien, es poco común que una mujer tenga intereses intelectuales, pero no
extraordinario. Marie Kslodowska (madame Curie), se matriculará en la Sorbona
dentro de unos cuantos años.
—Y a la gente de este entorno se le da mejor meterse en sus propios asuntos
que a la del mío. —Everard se ocupó de llenar la cazoleta—… Me atrevería a
decir que ustedes dos hacen más cosas en común de lo que es habitual para un
hombre y su esposa de estos días.
—Oh, sí. —Era patético oír su afán—. Empezando con nuestras vacaciones.
Nos encanta el Japón arcaico y hemos estado varias veces. —Everard llegó a la
conclusión de que era un país lo suficientemente aislado, con una población lo
suficientemente pequeña y sin instruir como para que la Patrulla permitiese
visitas ocasionales de extraños evidentes—. Tenemos aficiones, la cerámica, por
ejemplo; ese cenicero que tiene al lado es obra suy a… —La voz se apagó.
Con rapidez, él siguió preguntando.
—¿Su campo es la Grecia antigua? —El hombre de la base no estaba seguro.
—Las colonias jónicas, principalmente en los siglos VII y VI antes de Cristo.
—Suspiró—. Es irónico que ahí la Patrulla no pueda admitirme, una mujer
nórdica. —Intentó recuperarse—. Pero como y a le he dicho, hemos visto
muchas otras cosas maravillosas. Con la vestimenta adecuada y una cuidadosa
guía… No, no debo quejarme. —Se rompió su estoicismo—. Si Stephen, si le trae
de vuelta, ¿cree que se le podría persuadir para que se estableciese e investigase
en casa, como y o?
La cerilla de Everard produjo un chirrido agudo en el silencio. Dejó que el
humo le envolviese la lengua y acarició la cazoleta en la mano.
—No cuente con ello —dijo—. Además, los buenos investigadores de campo
son escasos. La buena gente de cualquier tipo es escasa. Puede que no sea
consciente de la escasez de personal que tenemos en la Patrulla. La gente como
usted permite que la gente como él pueda operar. Y la mía. Normalmente
regresamos sanos y salvos a casa.
El trabajo de la Patrulla lo era todo menos baladronadas y actos heroicos.
Dependía del conocimiento exacto. Gente como Steve recopilaban la may or
parte de los datos sobre el terreno, pero también requerían la paciente labor de
personas como Helen, que reunía los informes. Por tanto, los observadores en
jonia traían una cantidad de información mucho may or que la que contenían las
crónicas y reliquias que habían sobrevivido hasta el siglo XIX; pero no podían
hacer el trabajo de ella, que consistía en reunirlo todo, interpretarlo, ordenarlo y
preparar informes para las siguientes expediciones.
—Algún día tendrá que encontrar algo más seguro. —Enrojeció—. Me niego
a tener hijos hasta que lo haga.
—Oh, estoy seguro de que pasará a un puesto administrativo a su debido
tiempo —contestó Everard. Si podemos salvarlo—. Tendrá demasiada
experiencia para que le permitamos ir corriendo por ahí. En lugar de eso, dirigirá
los esfuerzos de gente nueva. Humm, eso podría requerir que asumiese una
identidad de colono español durante algunas décadas. Sería más fácil si usted
pudiese unirse a él.
—¡Qué aventura! Me adaptaría. No planeábamos ser victorianos por
siempre.
—Y han descartado la América del siglo XX. Humm, ¿qué hay de sus lazos
allí?
—Él proviene de una vieja familia californiana. Tiene lejanas conexiones
peruanas. Un tatarabuelo suy o fue un capitán que se casó con una joven dama de
Lima y se la llevó a casa. Quizá eso lo ay udó a interesarse por el viejo Perú.
Supongo que sabe que se convirtió en antropólogo, y que después practicó allí la
antropología. Tiene un hermano casado en San Francisco. El primer matrimonio
de Stephen terminó en divorcio y, poco después, se alistó en la Patrulla. Eso fue,
será, en 1968. Después renunció a su puesto de profesor y le dijo a todo el mundo
que tenía una beca de investigación en una institución, lo que le permitiría
investigar de forma independiente. Eso explica sus frecuentes ausencias
prolongadas. Todavía conserva una residencia de soltero, para poder seguir en
contacto con amigos y familiares, y no tiene planes por el momento de salir de
sus vidas. Al final tendrá que hacerlo, y lo sabe, pero… —Sonrió—. Habla
mucho de ver a su sobrina favorita casada y con hijos. Dice que quiere disfrutar
de ser un tío abuelo.
Everard pasó por alto la combinación de tiempos verbales. Era inevitable
cuando hablabas en una lengua que no fuese el temporal.
—Sobrina favorita, ¿eh? —murmuró—. Ese tipo de persona a menudo es útil,
saben mucho y lo dicen con tranquilidad sin sospechar. ¿Qué sabe de ella?
—Se llama Wanda, y nació en 1965. Según los últimos comentarios que me
hizo Stephen, era… estudiante de biología en un lugar llamado Universidad de
Stanford. De hecho, él ajustó la partida de su última misión desde California en
lugar de hacerlo desde Londres para poder ver a su familia en, oh, sí, 1986.
—Mejor será que me entreviste con ella.
Llamaron a la puerta.
—Entre —dijo la mujer.
Entró la sirvienta.
—Hay una persona que pide verla, señora —anunció—. Señor Basscase, dice
que se llama. —Con fría desaprobación—: Un caballero de color.
—Es el otro agente —le murmuró Everard a su anfitriona—. Llega antes de
lo que esperaba.
—Que pase —indicó ella.
Julio Vásquez ciertamente parecía fuera de lugar: bajo, rechoncho, de piel
broncínea, pelo negro, rasgos anchos y nariz arqueada. Era casi un nativo puro de
los Andes, aunque nacido en el siglo XXII, según sabía Everard. Aun así, aquel
vecindario debía de estar y a acostumbrado a los visitantes exóticos. No sólo era
Londres el centro de una imperio planetario, York Place dividía Baker Street.
Helen Tamberly recibió al recién llegado con amabilidad y mandó pedir el
té. La Patrulla la había curado de cualquier racismo victoriano. Por necesidad, la
lengua pasó a ser el temporal, porque ella no hablaba español (ni quechua) y el
inglés no era lo suficientemente importante en la vida de Vásquez, y a fuese antes
o después de unirse a la Patrulla, para haberse molestado en aprender algo más
que unas frases sueltas.
—He descubierto muy poco —dijo—. Era una empresa especialmente
difícil, más aún tan de improviso. Para los españoles era simplemente otro indio.
¿Cómo iba a acercarme a uno de ellos y, menos aún, hacer preguntas? Podrían
haberme azotado por insolencia, o ejecutado inmediatamente.
—Los conquistadores eran una panda de bas… de perros del infierno, cierto
—comentó Everard—. Por lo que recuerdo, después de la entrega del rescate de
Atahualpa, Pizarro no lo liberó. No, lo puso ante un tribunal de pega por cargos
falsos y lo condenó a muerte. A ser quemado vivo, ¿no?
—La pena fue conmutada por estrangulación cuando aceptó el bautismo —
dijo Vásquez—, y muchos españoles, incluy endo al mismo Pizarro, se sintieron
luego culpables por el asunto. Habían tenido miedo de que Atahualpa, una vez
liberado, provocase una revuelta contra ellos. Su última marioneta inca, Manco,
así lo hizo. —Se detuvo—. Sí, la Conquista fue horror, asesinato, pillaje,
esclavitud. Pero amigo, aprendiste historia en una escuela anglófona, y España
fue durante siglos el rival de Inglaterra. La propaganda del conflicto sigue ahí. La
verdad es que los españoles, con Inquisición y todo, no eran peores que
cualquiera en su propia época, y mejores que muchos. Algunos, como Cortés e
incluso Torquemada, intentaron obtener algo de justicia para los nativos. Vale la
pena recordar que esas poblaciones sobrevivieron en casi toda Latinoamérica,
nuestra tierra ancestral, mientras que los ingleses, con sus sucesores y anquis y
canadienses, casi exterminaron a los indios por completo.
—Touché —dijo Everard de mala gana.
—Por favor —susurró Helen Tamberly.
—Mis disculpas, señora. —Vásquez se inclinó desde su sillón—. No pretendía
atormentarla, sólo explicar por qué descubrí tan poco. Aparentemente el fraile y
el soldado entraron una noche en la casa donde se guardaba el tesoro. Cuando no
volvieron a salir por la mañana, los guardias se pusieron nerviosos y abrieron la
puerta. No estaban dentro. Todas las salidas habían estado vigiladas. Se lanzaron
rumores sensacionales. Lo que oí fue por los indios, y tampoco podía
interrogarlos. Recuerde que y o era un extraño entre ellos, y que apenas se habían
alejado de su lugar de nacimiento. La confusión me permitió fabricar una
historia que explicase mi presencia en la ciudad, pero no hubiese soportado un
examen atento si alguien se hubiese sentido interesado en mí.
Everard chupó la pipa.
—Humm —dijo—, entiendo que Tamberly, como el fraile, tenía acceso a
cada nueva entrega del tesoro, para rezarle o lo que fuese. En realidad, tomaba
hologramas de las obras de arte, para información y disfrute de la gente del
futuro. Pero ¿qué hay del soldado?
Vásquez se encogió de hombros.
—Oí su nombre, Luis Castelar, y que era un oficial de caballería que se había
distinguido en la campaña. Algunos dijeron que planeaba robar el tesoro, pero
otros contestaron que eso era impensable de un caballero tan honorable, sin
mencionar el buen corazón de fray Tanaquil. Pizarro interrogó durante mucho
tiempo a los guardias Pero, según escuché, quedó satisfecho de su honradez.
Después de todo, el tesoro seguía allí. Cuando me fui, la idea general era que se
trataba de cosas de hechiceros. La histeria estaba aumentando con rapidez.
Podría tener terribles consecuencias.
—Que no constan en la historia que aprendimos —gruñó Everard—. ¿Cuál es
la importancia de esa pieza exacta del espacio-tiempo?
—La Conquista, como un todo, es claramente vital, una parte importante de
los acontecimientos del mundo. Este episodio en particular… ¿quién sabe? No
hemos dejado de existir, a pesar de estar en el futuro.
—Lo que no implica que no podamos dejar de existir —dijo Everard
secamente. Podemos no haber sido nunca, nosotros y todo el mundo que nos vio
nacer. Es una desaparición más absoluta que la muerte —. La Patrulla debe
concentrar todo lo que pueda en ese periodo de días o semanas. Y moverse con
extremo cuidado—. Y añadió para beneficio de Helen Tamberly —: ¿Qué pudo
suceder? ¿Tiene alguna pista, agente Vásquez?
—Podría tener una muy frágil —le dijo el otro hombre—. Sospecho que
alguien con un vehículo temporal tenía la intención de robar el rescate.
—Sí, es una suposición lógica. Una de las tareas de Tamberly era vigilar los
acontecimientos e informar a la Patrulla de cualquier cosa sospechosa.
—¿Cómo podía hacerlo sin viajar en el tiempo? —preguntó en voz alta la
mujer.
—Dejaba mensajes grabados en lo que parecían piedras normales, pero que
emitían una radiación tipo « Y» que las identificaba —explicó Everard—. Se
comprobaron los puntos designados, pero no había otra cosa que breves informes
rutinarios sobre lo que experimentaba.
—Se me apartó de mí misión real para esta investigación —siguió diciendo
Vásquez—. Mi trabajo era una generación antes, en el reino de Huay na Cápac,
padre de Atahualpa y Huáscar. No podemos comprender la Conquista sin
comprender la gran y compleja civilización que destruy ó. —Un imperio que iba
desde Ecuador hasta Chile, y desde el Pacífico hasta las aguas del Amazonas—.
Y parece que unos extraños aparecieron en la corte de ese inca en 1524, un año
antes de su muerte aproximadamente. Se parecían a los europeos y se dio por
supuesto que lo eran; en el reino habían oído rumores de hombres de lejos. Se
fueron al cabo de un tiempo, nadie supo adónde o cómo. Pero cuando regresé al
futuro, empezaba a tener la sospecha de que intentaron persuadir a Huay na de
que no diese a Atahualpa poder para rivalizar con Huáscar. Fracasaron; el viejo
era testarudo. Pero es significativo que se realice el intento, ¿no?
Everard silbó.
—¡Dios, sí! ¿Tuvo alguna indicación de quiénes podrían ser los visitantes?
—No. Nada que valiese la pena. Todo el entorno es excepcionalmente difícil
de penetrar. —Vásquez esbozó una sonrisa torcida—. Después de defender a los
españoles contra las acusaciones de haber sido monstruos, según los niveles el
siglo XVI, debo decir que el Estado inca no era una nación de inocentes
pacifistas. Se extendía agresivamente en todas las direcciones posibles. Y era
totalitario; regulaba la vida hasta los más mínimos detalles. No era agradable; si
lo aceptabas se te daba. Pero mal te iba si no lo hacías. Los mismos nobles
carecían de cualquier libertad que valiese la pena mencionar. Sólo el inca, el dios
rey, la tenía. Pueden apreciar las dificultades a las que se enfrenta alguien de
fuera, aunque pertenezca a la misma raza. En Caxamalca dije que había sido
enviado para informar sobre el distrito a la burocracia. Antes de que Pizarro
pusiese patas arriba el reino, nunca hubiese podido sostener semejante historia.
En todo caso, lo que oí fueron rumores de segunda y tercera mano.
Everard asintió. Como prácticamente todo en la historia, la Conquista
española no fue ni completamente mala ni completamente buena. Cortés, al
menos, puso fin a los horrendos sacrificios-masacre de los aztecas, y Pizarro
abrió el camino para un concepto de la dignidad y el valor individual. Ambos
invasores tenían aliados indios, que se unieron a ellos por excelentes razones.
Bien, moralizar no era el trabajo de un patrullero. Su deber era preservar lo
que fue, de un extremo al otro del tiempo, y ay udar a sus compañeros.
—Hablemos de cuanto se nos ocurra que pueda servimos de ay uda —
propuso—. Señora Tamberly, no abandonaremos a su marido a su suerte. Quizá
no podamos rescatarlo, pero le aseguro que vamos a intentarlo.
Jenkins trajo el té.
30 de octubre de 1986
El señor Everard es una sorpresa. Sus cartas y luego las llamadas de teléfono
desde Nueva York fueron, bien, amables y algo intelectuales. Aquí, en persona,
resulta un gran gorila con la nariz torcida. ¿Cuántos años tiene?, ¿cuarenta? Es
difícil saberlo. Estoy segura de que ha visto mucho.
No importa su aspecto (podría ser muy sexy si las cosas fuesen por ese
camino. Que no irán. Maldición, sin duda para mejor). Habla con suavidad, del
mismo modo chapado a la antigua que en sus comunicados.
Nos damos la mano.
—Me alegro de conocerla, señorita Tamberly —dice con voz profunda—. Ha
sido muy amable por su parte venir hasta aquí. —Un hotel del centro, el
vestíbulo.
—Bien, se refiere a mi único tío, ¿no? —le suelto.
Asiente.
—Me gustaría hablar con usted. Humm, ¿sería muy atrevido si le ofreciese
una bebida? ¿O una cena? Le daré muchos problemas.
Cuidado.
—Gracias, pero y a veremos. Ahora mismo, para serle sincera, estoy muy
tensa. ¿Podríamos pasear un rato?
—¿Por qué no? Hace un día precioso y no venía a Palo Alto desde hace años.
¿Quizá podamos llegarnos hasta la universidad y pasear por allí?
Un día espléndido ciertamente, un veranillo de san Martín antes de que las
lluvias empiecen en serio. Si dura demasiado acabaremos teniendo smog. Ahora
mismo, cielo azul sobre las cabezas y la luz del sol cay endo como una cascada.
Los eucaliptos en el campus estarán plateados, de un verde pálido y perfumados.
A pesar de la situación (oh, ¿qué ha sido de tío Steve?) no puedo controlar la
emoción. Yo, con un detective de verdad.
En la calle giramos a la izquierda.
—¿Qué quiere, señor Everard?
—Entrevistarla, exactamente como le dije. Me gustaría que me hablase del
doctor Tamberly. Cualquier cosa que diga podría darme alguna indicación.
Está bien que la fundación se preocupe, que contrate a este hombre. Bien,
naturalmente, en tío Steve tienen una inversión. Está investigando en Sudamérica,
pero nunca ha comentado nada. Debe de ser un libro explosivo el que quiere
escribir. Ese trabajo se refleja en la fundación. Le ay uda a justificar la reducción
de impuestos. No, no debería pensar así. El cinismo barato es para los de primer
año.
—Pero ¿por qué y o? Es decir, mi padre es su hermano. Él sabría mucho más.
—Quizá. Tengo intención de visitarlo, a él y a su esposa. Pero según la
información que me han dado usted es la favorita de su tío. Tengo la corazonada
de que le reveló cosas sobre sí mismo, nada importante, nada que usted crea
muy especial, que podrían iluminar su carácter, darme algunas pistas de adónde
fue.
Menudo trago. Ya lleva seis meses sin ni siquiera una postal.
—¿En la fundación no tienen ni idea?
—Ya me lo preguntó antes. —Le recordó Everard—. Siempre ha sido un
operador independiente. Fue la condición que puso para aceptar los fondos. Sí, iba
en dirección a los Andes, pero apenas saben más que eso. Es un territorio
enorme. Las autoridades policiales de los distintos países posibles no han podido
decirnos nada.
Es difícil decirlo. Resulta melodramático. Pero…
—¿Sospecha… juego sucio?
—No lo sabemos, señorita Tamberly. Esperamos que no. Quizá se arriesgó un
poco demasiado… En todo caso, mi trabajo es intentar entenderlo. —Sonrió. Se
le arrugaba la cara—. Mi idea para hacerlo es comenzar comprendiendo a las
personas por las que él siente aprecio.
—Siempre fue, y a sabe, reservado. Un tipo bastante introvertido.
—Que, sin embargo, sentía mucho aprecio por usted. ¿Le importa si le hago
algunas preguntas sobre usted, para empezar?
—Adelante. No le garantizo que las conteste todas.
—Nada demasiado personal. Veamos. Está en el último año de Stanford, ¿no?
¿En qué se gradúa?
—En biología.
—Eso es casi tan amplio como « física» , ¿no?
No es tonto.
—Bien, en general me interesan las transiciones evolutivas. Probablemente
me dedicaré a la paleontología.
—Entonces, ¿planea cursar un posgrado?
—Oh, sí. Un doctorado es el carné de entrada si quieres dedicarte a la
ciencia.
—Tiene más aspecto atlético que académico, si me permite decírselo.
—Tenis, acampada, claro, me gusta el aire libre, y buscar fósiles es una
forma genial de que te paguen por estar al aire libre. —En un impulso—. Tengo
en cartera un trabajo de verano. Guía turística en las Galápagos. El Mundo
Perdido si alguna vez hubo un Mundo Perdido. —De pronto los ojos me pican y
se me nublan—. Tío Steve lo arregló para mí. Tiene amigos en Ecuador.
—Suena genial. ¿Cómo va de español?
—Muy bien. Nosotros, mi familia, solíamos pasar muchas vacaciones en
México. Todavía voy de vez en cuando, y he viajado por Sudamérica.
Ha sido increíblemente fácil hablar con él. « Cómodo como un zapato viejo» ,
diría papá. Nos sentamos en un banco del campus, tomamos cervezas en la
cafetería y acaba llevándome a cenar. Nada espectacular, nada romántico. Pero
ha valido la pena saltarse las clases. Le he contado un montón de cosas.
Es curioso cómo se las ha arreglado para contar poco de sí mismo.
De eso me doy cuenta cuando me dice adiós ante mi edificio de
apartamentos.
—Me ha sido de mucha ay uda, señorita Tamberly. Quizá más de lo que
supone. Mañana hablaré con sus padres. Luego supongo que volveré a Nueva
York. Tome. —Saca la cartera y extrae una pequeña cartulina blanca—. Mi
tarjeta. Si le viene cualquier otra cosa a la cabeza, por favor, llámeme
inmediatamente, a cobro revertido. —Muy serio añade—: O si sucede cualquier
cosa que le parezca peculiar. Por favor. Este asunto podría ser un poco peligroso.
¿Tío Steve implicado con la CIA, o qué? De pronto la noche y a no parece
agradable.
—Vale. Buenas noches, señor Everard. —Acepto la tarjeta y me apresuro a
entrar.
11 de mayo de 2937 a.C.
—Cuando los vi juntos y me di cuenta de que habían bajado la guardia —dijo
Castelar—, invoqué mentalmente a Santiago y salté. La patada le dio al primero
en la garganta y cay ó al suelo. Me giré y le di al segundo con la parte baja de la
mano debajo de la nariz y luego hacia arriba, así. —El movimiento fue rápido y
salvaje—. También cay ó. Recogí la espada, me aseguré de que los dos no
pudiesen seguirme y fui a buscarte.
Su tono era casi casual. Tamberly pensó, con el cerebro todavía atontado, que
los exaltacionistas habían cometido el error común de subestimar a un hombre de
una época pasada. Aquél ignoraba casi todo lo que ellos sabían, pero en
inteligencia era su igual. Sobre ella pesaba una ferocidad producida por siglos de
guerra; no un conflicto impersonal de alta tecnología sino el combate medieval
en el que mirabas a los ojos a tus enemigos y los matabas con tus propias manos.
—¿No temías su… magia? —murmuró Tamberly.
Castelar negó con la cabeza.
—Sabía que Dios estaba conmigo. —Se persignó, luego suspiró—. Fue
estúpido por mi parte dejar sus pistolas. No volveré a cometer ese error.
A pesar del calor, Tamberly se estremeció.
Estaba tumbado sobre la hierba crecida, bajo el sol del mediodía. Castelar
estaba de pie, con el metal reluciendo, la mano en la empuñadura, las piernas
separadas, como un coloso que recorriese el mundo. Más allá, una corriente fluía
hacia el mar; no era visible desde allí sino que, estimaba por lo que había visto
desde lo alto, se encontraba a unos cuarenta kilómetros de distancia. Palmeras,
chirimoy as y el resto de la vegetación le indicaban que « todavía» estaban en la
América tropical. Recordaba vagamente haber dado un golpe may or al
activador temporal que al espacial.
¿Podía ponerse en pie, correr hacia él, llegar antes que el español a la
máquina y escapar? Imposible. Si estuviese en mejores condiciones físicas lo
intentaría. Como la may oría de los agentes de campo, había recibido
entrenamiento en artes marciales. Usándolas podría superar las habilidades del
otro y su may or fuerza (cualquier caballero pasaba toda su vida dedicado a
actividades físicas; en comparación un campeón olímpico parecería fofo). Ahora
estaba demasiado débil, tanto de cuerpo como de mente. Sin el quiradex en la
cabeza volvía a tener voluntad. Pero todavía no le servía de mucho. Se sentía
agotado, como si tuviese arena en las sinapsis, plomo en los párpados y el cráneo
vacío.
Castelar lo miraba desde arriba.
—Deja de retorcer palabras, hechicero —dijo—. Tengo que interrogarte.
¿Debería mantenerme callado y provocarle para que me mate? —Se preguntó
Tamberly con cansancio—. Me imagino que primero me torturaría, buscando
conseguir mi cooperación. Pero después estaría atrapado, indefenso… No. Seguro
que jugaría con el vehículo. Eso podría provocar con facilidad su destrucción;
pero si no es así, ¿qué otra cosa podría pasar? Debo mantener mi muerte en
reserva basta asegurarme de que es lo único que puedo ofrecer.
Levantó la vista al oscuro rostro de águila y dijo:
—No soy un hechicero. Simplemente tengo conocimientos de varias artes y
dispositivos. Los indios pensaban que nuestros mosqueteros controlaban el trueno.
No era más que pólvora. La aguja de una brújula señala el norte, pero no es
magia. —Aunque no entiendes el principio involucrado, ¿no?—. Lo mismo vale
para las armas que matan sin herir, y para los carruajes que permiten viajar por
el espacio y el tiempo.
Castelar asintió.
—Tenía esa sensación —dijo lentamente. Los captores dijeron algunas cosas.
¡Dios, es un hombre brillante! Quizá, a su modo, un genio. Sí, recuerdo que
comentó que, aparte de sus estudios entre los sacerdotes, había disfrutado de la
lectura de las historias de Amadís (esas novelas fantásticas que inflamaron la
imaginación de su época) y en otro comentario demostró una visión
sorprendentemente sofisticada del Islam.
Castelar se puso tenso.
—Entonces dime qué pasa —exigió—. ¿Qué eres en realidad, tú que
falsamente finges estar ordenado?
Tamberly rebuscó en su mente. No había ninguna barrera. El quiradex había
eliminado los reflejos que le impedían revelar la existencia de la Patrulla del
Tiempo y el viaje temporal. Sólo quedaba su sentido del deber.
De alguna forma, debía controlar aquella terrible situación. Una vez que
hubiese descansado, dejando que la carne y la inteligencia se recuperasen del
sufrimiento, podría tener una buena oportunidad de engañar a Castelar. No
importaba lo rápido que aprendiese, las novedades lo sobrepasarían. Pero, por el
momento, Tamberly sólo estaba medio vivo. Y Castelar sentía su debilidad y la
utilizaba con inteligencia y sin piedad.
—¡Dímelo! Nada de perder el tiempo, nada de rodeos. ¡Di la verdad! —La
espada salió ligeramente de la vaina para volver a meterse.
—La historia es larga y larga, don Luis…
Una bota dio a Tamberly en las costillas. Rodó y quedó tendido sin aliento. El
dolor lo recorría en ondas. Como si fuese un trueno oy ó:
—Venga. Habla.
Se obligó a sentarse, hundido bajo lo implacable.
—Sí, me disfracé de fraile, pero no con intenciones anticristianas. —Tosió—.
Era necesario. Hay hombres malvados que también tienen esos carruajes.
Resultó que querían robar tu tesoro y nos llevaron a…
El interrogatorio continuó. ¿Habían sido los dominicos, con los que Castelar
había estudiado, los que dirigían la Inquisición española? ¿O simplemente había
aprendido a tratar con prisioneros de guerra? Al principio Tamberly tuvo la
intención de ocultar la idea del viaje en el tiempo. Se le escapó, o se la arrancó, y
Castelar la siguió como un sabueso. Era asombrosa la rapidez con la que
asimilaba nuevos conceptos. Nada de la teoría. El mismo Tamberly no tenía más
que una atisbo de la teoría, que pertenecía a una ciencia milenios por delante de
la suy a. La idea de que el espacio y el tiempo estuviesen unidos anonadó a
Castelar, hasta que la descartó con un juramento y siguió con las cuestiones
prácticas. Pero acabó comprendiendo que la máquina podía volar; podía flotar;
podía ir instantáneamente a donde su piloto le indicase.
Quizá su aceptación fuese natural. Los hombres educados del siglo XVI
creían en milagros; era un dogma cristiano, judío y musulmán. También vivían
en un mundo de nuevos descubrimientos, ideas e inventos revolucionarios. Los
españoles, en especial, estaban sumergidos en cuentos de caballería y
encantamientos… lo estarían, hasta que Cervantes hiciese burla de ellos. Ningún
científico le había dicho a Castelar que el viaje al pasado era físicamente
imposible, ningún filósofo le había señalado las razones por las que era
lógicamente absurdo. Se enfrentaba a los simples hechos.
La mutabilidad, la posibilidad de destruir todo un futuro, parecía escapársele.
O se negaba a dejar que lo detuviese.
—Dios se ocupará del mundo —afirmó, y fue en busca del conocimiento de
lo que podía hacer y cómo.
Imaginó con facilidad carracas viajando entre las épocas, y eso lo enardeció.
No es que estuviese realmente interesado en los preciosos artículos de esos
viajes: los orígenes de la civilización, los poemas perdidos de Safo, una
representación por parte del gamelán más virtuoso que hubiese existido,
imágenes tridimensionales de obras de arte que serían fundidas para formar
parte de un rescate… Él pensaba en rubíes, esclavos y, sobre todo, en armas.
Para él era razonable que los rey es del futuro aspirasen a regular ese tráfico y
que los bandidos buscasen violar la regulación.
—Así que eras un espía de tu señor, y sus enemigos se sorprendieron al
encontrarnos cuando llegaron como ladrones en la noche, pero por la gracia de
Dios volvemos a estar libres —dijo—. ¿Ahora qué?
El sol estaba bajo en el cielo. La sed atenazaba la garganta de Tamberly. Se
sentía como si la cabeza estuviese a punto de rompérsele, y los huesos de
partírsele.
Castelar, como una imagen borrosa, se agachó frente a él, incansable y
terrible.
—Pues, nosotros… nosotros deberíamos volver con mis compañeros. —Pudo
decir Tamberly —. Te recompensarán bien y … te llevarán a la época que te
corresponde.
—¿Lo harán? —Tenía una sonrisa de lobo—. ¿Sería mi pago? No estoy seguro
de que hay as dicho la verdad, Tanaquil. Lo único que sé seguro es que Dios me
ha entregado este instrumento, y debo emplearlo para Su gloria y el honor de mi
nación.
Tamberly se sentía como si las palabras lanzadas contra él, hora tras hora,
fuesen cada una un puñetazo.
—¿Qué harás?
Castelar se acarició la barba.
—Creo que primero —murmuró con los ojos entrecerrados—, sí, está claro
que primero me enseñarás a manejar esta montura. —Se puso en pie de un salto
—. Levanta.
Casi tuvo que arrastrar a su prisionero hasta el cronociclo.
Debo mentir, debo retrasarlo, en el peor de los casos debo negarme y aceptar
mi castigo. Tamberly no podía. El agotamiento, el dolor, la sed y el hambre lo
traicionaron. Era físicamente incapaz de resistirse.
Castelar se situó a su lado, vigilando cada movimiento, listo para atacar a la
mínima sospecha, y Tamberly estaba demasiado aturdido para engañarlo.
Examinó la consola entre el manillar. Buscó la fecha. La máquina grababa
cada movimiento que realizaba por el continuo. Sí, realmente había retrocedido
en el tiempo, al siglo XXX antes de Cristo.
—Antes de Cristo —dijo Castelar—. Pues claro, puedo ir a donde mi Señor
cuando caminaba sobre la tierra y arrojarme a sus pies…
En aquel instante de éxtasis, un hombre sano le hubiese propinado un golpe de
karate. Tamberly sólo pudo arrastrarse por el asiento y llegar hasta el activador.
Castelar lo apartó a un lado como un saco de comida. Se quedó tendido medio
inconsciente en el suelo hasta que la punta de la espada lo obligó a levantarse de
nuevo.
La representación de un mapa. Situación: cerca de la costa de lo que algún
día sería el sur de Ecuador. Por orden de Castelar, Tamberly hizo girar todo el
globo en la pantalla. El Conquistador se quedó un rato sobre el Mediterráneo.
—Destruir a los paganos —murmuró—. Recuperar Tierra Santa.
Con ay uda de la unidad de mapa, que podía mostrar una región a cualquier
escala deseada, el control del espacio era infantil en su manejo. Al menos, si
bastase con una posición aproximada. Castelar estuvo de acuerdo con inteligencia
en no intentar algo como aparecer en el interior de una cámara cerrada antes de
tener mucha práctica. Los controles de] tiempo eran igualmente fáciles, una vez
que aprendió los dígitos postarábigos. Lo hizo en unos minutos. La facilidad de
manejo era una necesidad. Un viajero podía tener que salir de algún sitio o
momento con rapidez. Volar, con el impulsor antigravitatorio, paradójicamente
requería más habilidad. Castelar hizo que Tamberly le mostrase los controles, y
luego lo subió para un vuelo de prueba.
—Si y o me caigo, también caerás tú —le recordó.
Tamberly deseó que así fuese. Al principio dieron tumbos, y casi perdió el
control, pero pronto Castelar tomó completamente el mando. Experimentó con
un salto en el tiempo, retrocedió medio día. De pronto el sol estaba en lo alto, y
en la pantalla amplificadora se vio a sí mismo y al otro a un kilómetro de
distancia en el valle. Eso lo afectó. Con rapidez, saltó a la puesta de sol. Con el
salto espacial, se acercó al suelo ahora desierto. Después de flotar durante un
minuto, realizó un accidentado aterrizaje.
Se bajaron.
—¡Gracias a Dios! —gritó Castelar—. Sus maravillas y favores no tienen fin.
—Por favor —le rogó Tamberly —, ¿podemos ir al río? Me muero de sed.
—Luego podrás beber —le contestó Castelar—. Aquí no hay ni comida ni
fuego. Busquemos un sitio mejor.
—¿Dónde? —gruñó Tamberly.
—He estado pensando —dijo Castelar—. Buscar a tu rey no, eso sería
entregarme a su poder. Reclamaría este dispositivo que tanto puede significar
para la cristiandad. ¿De vuelta a la noche en Caxamalca? No, no
inmediatamente. Podríamos encontrarnos con los piratas. Si no, entonces seguro
que mi gran capitán Pizarro, con todos los respetos, causaría dificultades. Pero si
regreso con armas invencibles, entonces oirá mi consejo.
Entre la oscuridad interior que se cernía sobre él, Tamberly recordó que los
indios de Perú no habían sido dominados por completo cuando los conquistadores
entraron en combate unos contra otros.
—Me dices que vienes de unos dos mil años después de Nuestro Señor —
siguió diciendo Castelar—. Esa época podría ser un buen refugio durante un
tiempo. Sabes cómo moverte en ella. Al mismo tiempo, las maravillas no
deberían confundirme demasiado… si este invento se realizó mucho después,
como me has dicho. —Tamberly comprendió que no soñaba con automóviles,
aeroplanos, rascacielos y televisión… conservó su precaución de tigre—: Sin
embargo, preferiría comenzar en un refugio pacífico, un lugar apartado en el que
hay a pocas sorpresas, para avanzar desde él. Sí, si pudiésemos encontrar a
alguien más ahí, alguien cuy as palabras pudiese comparar con las tuy as… —En
una explosión—: Me oy es. Debes de saber algo. ¡Habla!
La luz corría larga y dorada por el oeste. Los pájaros corrían a casa para
anidar en los árboles oscurecidos. El río relucía como agua, como agua. Una vez
más Castelar empleó la fuerza física. Era muy eficiente.
Wanda… estaría en Galápagos en 1987, y Dios sabía que esas islas eran muy
pacíficas… Exponerla a ese peligro era todavía peor que romper la directiva de
la Patrulla; de todas formas, esto último lo había roto el quiradex. Pero ella era
inteligente y tenía muchos recursos, y era casi tan fuerte como cualquier
hombre. Ella sería leal a su pobre tío. Su belleza rubia distraería a Castelar, y no
esperaría demasiado peligro de una simple mujer. Entre ellos, el americano
podría encontrar o producir una oportunidad…
Después, muy a menudo, el patrullero se maldijo. Pero realmente no fue él
quien respondió, entre gimoteos y quejidos, al deseo del guerrero.
Mapas y coordenadas de las islas, que ningún hombre de la historia recorrería
antes de 1535; unas descripciones; algunas explicaciones de lo que la muchacha
hacía allí (Castelar estaba asombrado, hasta que recordó a las amazonas de los
romances medievales); algo sobre ella como persona; la probabilidad de que la
may or parte del tiempo estuviese rodeada de amigos, pero que hacia el final
podría dar ocasionales paseos sola… Una vez más fue la mente inquisidora, la
hábil mente carnívora, la que lo persiguió todo.
Había caído el crepúsculo. Con rapidez tropical se convertía en noche. Las
estrellas parpadeaban. Un jaguar rugió.
—Ah, bien. —Castelar rió, con alegría—. Has hecho bien, Tanaquil. No por tu
propia voluntad; sin embargo, has ganado tiempo.
—Por favor, ¿puedo beber? —Tamberly tendría que arrastrarse.
—Como desees. Pero vuelve aquí, para que pueda encontrarte luego. En caso
contrario, me temo que morirás en la jungla.
La consternación atravesó a Tamberly. Provocado, se sentó sobre la hierba.
—¿Qué? ¡Vamos juntos!
—No, no. Todavía no confío demasiado en ti, amigo. Veré lo que puedo hacer
por mí mismo. Después… eso está en manos de Dios. Hasta que regrese a
buscarte, adiós.
El brillo del cielo se reflejaba en el casco y el peto. El caballero de España
fue hasta la máquina del tiempo. Montó. Luminosos, los controles obedecieron a
sus dedos.
—¡Santiago y cierra España! —gritó con fuerza.
Se elevó varios metros. Hubo un soplo de aire y desapareció.
12 de mayo de 2937 a.C.
Tamberly se despertó con la puesta de sol. Bajo él se encontraba la húmeda
orilla del río. Los juncos se agitaban con el débil viento, el agua susurraba y
cloqueaba. Los olores de la naturaleza le llenaban la nariz.
Le dolía todo el cuerpo. El hambre lo desgarraba. Pero tenía la cabeza
despejada, libre de la confusión del quiradex y de los tormentos posteriores.
Podía pensar de nuevo, volvía a ser un hombre. Se puso con torpeza en pie y
permaneció quieto un rato, inhalando la frescura.
El cielo era de un azul pálido, vacío excepto por el vuelo de los cuervos que se
alejaban graznando y desaparecían. Castelar no había regresado. Quizá se
tomase un tiempo. Verse a sí mismo desde arriba le había afectado. Quizá no
regresase. Se encontraría con la muerte, en el futuro, o podría decidir que no le
importaba nada el falso fraile.
No hay forma de saberlo. Lo que podría intentar es asegurarme de que nunca
me encuentre. Puedo intentar seguir libre.
Tamberly empezó a andar. Estaba débil, pero si administraba las fuerzas,
siguiendo el río, podría llegar al mar. Era probable que hubiese un asentamiento
en el estuario. Los humanos hacía tiempo que habían venido de Asia a América.
Serían primitivos, pero probablemente hospitalarios. Con las habilidad que poseía
podría convertirse en alguien importante entre ellos.
Después… Ya tenía una idea.
22 de julio de 1435
Me suelta. Caigo unos centímetros, hasta el suelo, pierdo el equilibrio y
tropiezo. Me pongo en pie. Me aparto con fuerza de él. Me detengo. Lo miro.
Todavía montado me sonríe. Por entre la sangre que fluy e como un torrente
por mis oídos le oigo decir:
—No temáis, señorita. Os pido perdón por el brusco trato, pero no vi otra
forma. Ahora, a solas, podemos hablar.
¡A solas! Miro a mi alrededor. Estamos cerca del agua, una bahía, veo la
silueta contra el cielo, tiene que ser la bahía Academia cerca de la Estación
Darwin, pero ¿qué ha pasado con la estación? ¿O con la carretera a puerto
Ay ora? Arbustos de matazarno, jacarandás, la escasa hierba en matas, los cactus
en medio. Vacío, vacío. Cenizas de un fuego de campamento. ¡Jesús! ¡La
gigantesca concha y los huesos pelados de una tortuga! ¡Ese hombre ha matado
una tortuga de Galápagos!
—Por favor, no huy áis —dice—. Tendría que reduciros. Creedme, vuestro
honor está a salvo. Más a salvo de lo que estaría en ninguna otra parte. Porque
estamos solos en estas islas, como Adán y Eva antes de la caída.
La garganta seca y la lengua de corcho.
—¿Quién eres? ¿Qué es esto?
Baja de la máquina. Me hace una cortés reverencia.
—Don Luis Ildefonso Castelar y Moreno, de Barracota en Castilla,
recientemente con el capitán Francisco Pizarro en Perú, a vuestro servicio,
dama.
O está loco, o lo estoy y o, o lo está todo el mundo. Una vez más me pregunto
si no lo estaré soñando, en un delirio febril. Pero no lo parece. Hay plantas que
conozco. Permanecen en su sitio. El sol se ha movido en el cielo y el aire es
menos caliente, pero el olor a tierra quemada es el mismo de siempre. Un
saltamontes canta. Pasa volando una garza azul. ¿Podría ser esto real?
—Sentaos —dice—. Estáis sorprendida. ¿Os gustaría beber agua? —Como
para calmarme añade—: La he traído de otro sitio. Esta región es desolada. Pero
podéis tomar toda la que queráis.
Asiento, hago lo que sugiere. Coge un recipiente del suelo, me lo trae y se
aparta inmediatamente. No hay que alarmar a la niña. Es un cubo, rosa, con el
borde roto, útil pero apenas lo suficiente para tomarse el trabajo de conservarlo.
Debe de haberlo recogido de allí donde alguien lo tiró. Incluso en las chozas el
plástico es barato.
Plástico.
El toque final. Una broma. No es gracioso. Dios. Tengo que reírme de todas
formas. Guau. Yiii.
—Calmaos, señorita. Os lo he dicho, mientras os portéis de forma inteligente
no tenéis nada que temer. Yo os protegeré.
¡El muy cerdo! No soy una feminista acérrima, pero cuando un secuestrador
empieza a ponerse paternalista es y a demasiado. Las risas ahogan el silencio. Se
pone en pie. Tensa los músculos. Se agitan un poco.
Pero de alguna forma y a no tengo miedo. Más bien siento una furia fría. Pero
al mismo tiempo, soy más consciente que nunca. Está de pie frente a mí tan
claro como si hubiese sido iluminado por un ray o. No es un hombre grande, es
delgado, pero recuerdo su fuerza. Rasgos hispanos, cierto, un europeo puro, de un
moreno casi negro. No es un disfraz. Esa ropa está gastada, remendada, sucia;
tintes vegetales. Sin lavar, como él mismo. El olor es fuerte, pero realmente no
apesta, es como un olor de cielo abierto. El casco con cresta que desciende para
protegerle el cuello y el peto están deslustrados. Veo ray ones en el metal. ¿De la
batalla? De la cadera izquierda le cuelga la espada. Una vaina a la derecha para
un cuchillo. Al no tenerlo, debía de haber matado a la tortuga y cortado un pincho
con la espada. La madera podía conseguirla de las ramas bajas. Allá podía
hacerse fuego. Tendones como cuerdas. Lleva aquí un tiempo.
En un susurro:
—¿Dónde estamos?
—Otra isla del mismo archipiélago. La conocéis como Santa Cruz. Eso será
dentro de quinientos años. Hoy es un centenar de años antes de su
descubrimiento.
Respiro lenta y profundamente. Corazón, tómatelo con calma. He leído
mucha ciencia ficción. Viajes en el tiempo. ¡Pero un conquistador español!
—¿De cuándo vienes?
—Ya os lo he dicho. Como de un siglo en el futuro. Viajé con los hermanos
Pizarro y derrotamos al rey pagano de Perú.
—No. No debería entenderlo. —Te equivocas, Wanda. Recuerda. Tío Steve
me lo había dicho en una ocasión. Si me encontrase con un inglés del siglo XVI,
las pasarías canutas. Las palabras no cambiaban (no cambiarán) demasiado,
pero la pronunciación sí. El español es una lengua mucho más estable.
—¡Tío Steve!
Mantente fría. Habla con calma. No puedo del todo. Al menos míralo a los
ojos.
—Mencionó a un familiar justo antes de que… me agarrase violentamente.
Parezco exasperada.
—Hice sólo lo que era necesario. Sí, si sois realmente Wanda Tamberly
conozco al hermano de vuestro padre. —Me mira como un gato a una rata—. El
nombre que usaba entre nosotros era Esteban Tanaquil.
¿El tío Steve también es un viajero en el tiempo? No puedo evitarlo, tengo
vértigo.
Me libero con un estremecimiento. Don Luis Etcétera ve que estoy
desconcertada. O sabía que lo estaría. Dice:
—Os advertí que estaba en peligro. Eso es cierto. Es mi rehén. Lo he dejado
en una jungla donde el hambre pronto lo reclamará, a menos que las bestias
salvajes lo hagan primero. Es vuestro deber ganar su rescate.
22 de mayo de 1987
Parpadeo. Aquí estamos. Como un golpe en el plexo solar. Casi me caigo. Me
agarro a su cintura. Entierro la cara en su capa.
Calma, muchacha. Te dijo que estuvieses preparada para esta… transición. Él
siente sobrecogimiento. Con rapidez dice al viento : «Ave Maria gratia plena…» .
En el cielo hace frío. No hay luna, pero sí estrellas por todas partes. Se acercan
las luces de un avión, encendiéndose, apagándose, encendiéndose, apagándose.
La península es tremenda, una galaxia extendida, a casi un kilómetro por
debajo de nosotros. Blanco, amarillo, rojo, verde, azul, el reluciente fluir de los
coches, desde San José a San Francisco. Masas negras a la izquierda donde se
elevan las colinas. Una oscuridad estremecida a la derecha, la bahía, atravesada
por los puentes. Se entrevén ciudades, chispazos de luz en la costa opuesta. Son
como las diez en punto de una noche de viernes.
¿Cuántas veces lo habré visto? Desde aviones. Pero una motocicleta espacio-
temporal, y o en el asiento del pasajero tras un hombre nacido hace cinco siglos,
es muy diferente.
Se controla. Ese coraje suy o de león… sólo que un león no cargaría
directamente contra lo desconocido, no como lo hicieron esos tipos después de
que Colón les mostrase un mundo listo para ser ocupado.
—¿Es éste el reino del hada Morgana? —dice.
—No, aquí es donde vivo. Eso son faroles, faroles en las calles y casas y …
carros. Esos carros se mueven por si mismos, sin caballos. Allí va una nave
voladora. Pero no puede saltar de sitio en sitio, de año en año como ésta.
Una supermujer no estaría soltando datos. Le diría una mentira, la engañaría,
usaría su ignorancia para atraparla de alguna forma. Sí, « de alguna forma» es lo
difícil. Sólo soy y o, y él es un superhombre, o algo muy parecido. La selección
natural en su época. Si no eras físicamente resistente no vivías para tener hijos. Y
un campesino podía ser estúpido, podría incluso irle mejor si lo era, pero no un
oficial militar que no tenía ningún Pentágono para que le planificase las
maniobras. Además, esas horas de interrogatorios en Santa Cruz (que y o, Wanda
May Tamberly, soy la primera mujer en haber pisado) me han dejado agotada.
No me ha puesto la mano encima, pero ha sido muy insistente. Ha demolido toda
mi resistencia. Mi idea principal, ahora mismo, es que es mejor cooperar. En
caso contrario podría cometer con facilidad un error que nos matase y dejase
aislado al tío Steve.
—Había pensado que los santos vivirían en tal brillo de gloria —murmura
Luis. Las ciudades que él conoció se apagaban de noche. Necesitaba una linterna
para encontrar el camino. Si era una buena ciudad, ponía piedras para pisar en
medio de las calles sin aceras, para que te mantuvieras por encima de las
mierdas de caballo y la basura.
Se vuelve táctico.
—¿Podemos descender sin que nos vean?
—Si tienes cuidado. Ve despacio y te guiaré. —Reconozco el campus de
Stanford, en su may oría una zona sin iluminación. Me inclino contra él, con la
mano izquierda agarrada a la capa. Los asientos están muy bien diseñados; las
rodillas me mantendrán en posición. Pero es una caída muy larga. Paso el brazo
derecho por un costado. Señalo.
—Hacia allá.
La máquina se inclina. Nosotros también. Mi nariz se llena con su olor. Ya lo
había notado: fuerte más que desagradable; sí, muy masculino.
Hay que admirarlo. Un héroe según sus propios términos. No puedo dejar de
desear que consiga cumplir sus planes desesperados.
Caray, chica. Esto es una trampa. Has oído hablar de gente secuestrada,
incluso de gente torturada, que desarrolla cariño por sus captores. No te
conviertas en una Patty Hearst.
Maldición, aun así lo que Luis ha hecho es fantástico. Tiene cerebro además
de valor. Piensa en todo. Intenta, mientras vais por el aire, ordenar en tu mente lo
que te dijo, lo que viste, lo que supusiste.
Es difícil. Él mismo admitió estar confundido. En general se aferra a su fe en
la Trinidad y en los santos guerreros. Triunfará, le dedicara a ellos sus victorias y
será más importante que el Santo Emperador, o morirá en el intento e irá al
Paraíso con todos los pecados perdonados porque todo lo que hizo fue en nombre
de la cristiandad. La cristiandad católica.
El viaje en el tiempo es real. Existe algún tipo de policía del tiempo, y tío
Steve trabaja para ella (oh, tío Steve, mientras reíamos, charlábamos, íbamos a
excursiones familiares, veíamos la tele y jugábamos al ajedrez o al tenis, todo
esto estaba tras tus ojos). Además hay bandidos o piratas corriendo por la
historia, ¿y no es aterradora la idea? Luis escapó de ellos, cogió la máquina, me
cogió a mí, para sus propios alocados propósitos.
Cómo llegó hasta mí… Sacó la información básica del tío Steve. Temo
imaginar cómo, aunque él dice que no le causó ningún daño permanente. Fue a
las Galápagos, estableció un campamento antes de que las islas fuesen
descubiertas. Realizó cautelosos viajes de reconocimiento al siglo XX, a 1987
para ser exactos. Sabía que y o estaría por allí y que era la única persona que
podía esperar… usar.
El campamento está en el jardín botánico tras la Estación Darwin. Allí podía
dejar con seguridad la máquina durante varias horas seguidas, especialmente
muy de mañana o muy tarde, o de noche. Podía caminar hasta la ciudad o por la
zona sin la armadura. Su ropa tenía un aspecto extraño, pero tuvo la precaución
de acercarse sólo a habitantes locales de clase trabajadora, y éstos se han
acostumbrado a los turistas locos. Convenció a algunos, pegó a otros, quizá
sobornó a unos cuantos. Tengo la impresión de que robó dinero. Sin piedad. En
todo caso, planteó preguntas inteligentes a intervalos bien espaciados. Descubrió
cosas sobre esta era. Descubrió cosas sobre mí. Una vez que supo que me iba de
permiso, y más o menos adónde, pudo flotar demasiado alto para que lo
viésemos, vigilando por medio de la pantalla amplificadora que me mostró,
esperar su oportunidad y atacar. Y aquí estábamos.
Hará esas cosas, llegado septiembre. Estamos en el fin de semana del Día de
los Caídos. Quería que lo llevase a mi casa en un momento en que nadie pudiese
molestarnos. Sobre todo y o (¿cómo es encontrarse con una misma?). Estoy con
papá, mamá y Suzy en San Francisco. Mañana salimos para Yosemite. No
volveremos hasta el lunes por la noche.
Él y y o en mi apartamento. Sé que las otras tres unidades están vacías, los
estudiantes siempre se van por vacaciones.
Bien, me atrevo a esperar que siga « respetando mi honor» . Hizo ese
comentario desagradable sobre que me vestía como un hombre o una puta. Bien,
me alegro de haber tenido la presencia de ánimo suficiente para indignarme y
decirle que es ropa de dama respetable allí de donde vengo. Se disculpó, más o
menos. Dijo que y o era una mujer blanca, a pesar de ser una hereje. Los
sentimientos de las mujeres indias no contaban, claro.
¿Qué hará a continuación? ¿Qué quiere de mí? No lo sé. Probablemente él
tampoco lo sabe todavía con seguridad. Si y o tuviese la misma oportunidad que
él, ¿cómo la usaría? Es un poder casi divino. Es difícil ser razonable con esos
controles entre los dedos.
—Gira a la derecha. Despacio.
Hemos volado sobre la avenida University, sobre Middlefield y más allá de la
plaza; mi casa está por ahí. Sí.
—Para.
Nos detenemos. Miro tras su hombro hasta el edificio cuadrado, a tres metros
por debajo de nosotros y a seis por delante. Las ventanas están ciegas.
—Tengo habitaciones en ese piso de arriba.
—¿Tenéis espacio para el carruaje?
Problema.
—Bien, sí, en la habitación may or. Como a —maldición, ¿cuántos?— tres pies
tras esos vidrios en la esquina. —Estoy dando por supuesto que el pie español de
su época no es muy diferente del pie inglés.
Evidentemente no. Se inclina hacia delante, mira, calcula. Se me dispara el
pulso. La piel se me llena de sudor. Tiene la intención de realizar un salto cuántico
por el espacio (no, realmente no es por el espacio. ¿Alrededor?) y aparecer en el
salón. ¿Qué pasa si aparecemos en medio de algo?
Oh, hizo experimentos en su retiro en las Galápagos. ¡Hacía falta valor! Hizo
descubrimientos. Intentó explicármelos. Más o menos como lo entiendo, en
palabras del siglo XX, pasas directamente de un conjunto de coordenadas
espaciotemporales a otro. Quizá es por medio de un « agujero de gusano» —
recuerdos vagos de artículos en Scientific America, Science News, Analog— y
durante un momento tus dimensiones son igual a cero; luego, al expandirte en el
volumen de destino, desplazas la materia que se encuentre allí. Con las moléculas
de aire es evidente. Luis descubrió que si en el camino hay un objeto pequeño, se
aparta a un lado. Si hay un objeto grande, la máquina, contigo a bordo, se pone al
lado, desplazada con respecto al punto de destino. Probablemente se trate de un
desplazamiento mutuo. Acción igual a reacción. ¿De acuerdo, don Isaac?
Debe de haber límites. Supongamos que acabamos en la pared. Clavos
atravesándonos el estómago, estuco y y eso como bolas de cañón y una caída de
tres metros sobre este pesado objeto.
—Que san Jaime nos acompañe —dice. Siento sus movimientos. ¡Vay a!
Aquí estamos, a unos centímetros sobre el suelo. Nos hace bajar. Aquí
estamos.
La luz de la calle penetra débil por la ventana. Me bajo. Se me doblan las
rodillas. Comienzo a andar. Me detengo. Su mano en mi brazo es como una
tenaza.
—Parad —me ordena.
—Sólo quiero tener mejor luz.
—Me aseguraré de eso, mi dama. —Viene conmigo. Cuando le doy al
interruptor y todo se ilumina se queda boquiabierto. Sus dedos me aprietan
mucho—. ¡Ay ! —dice, y mira a su alrededor.
Debe de haber visto luces eléctricas en Santa Cruz. Pero Puerto Ay ora es una
villa muy pobre, y no creo que mirase en los cuartos del personal de la estación.
Intento verlo a través de sus ojos. Es difícil. Yo lo doy todo por supuesto.
¿Realmente cuánto ve, considerando lo extraño que es para él?
La moto ocupa la may or parte de la alfombra. Se pega a la mesa, el sofá, el
armario de entretenimiento y la estantería.
He tirado dos sillas. Cuarta pared, puerta abierta al pequeño pasillo. Baño y
armario de la escoba a la izquierda, dormitorio y armario de la ropa a la
derecha, cocina al final, esas puertas están cerradas. Cuartitos pequeños. Y
apostaría a que nadie por debajo de un príncipe mercader vivía así en el siglo
XVI.
Lo que le sorprende inmediatamente:
—¿Tantos libros? No podéis ser un clérigo.
Vay a, dudo que tenga un centenar, libros de texto incluidos. Y Gutenberg es
anterior a Colón, ¿no?
—Qué encuadernación más pobre. —Eso parece renovar su confianza.
Supongo que los libros todavía eran caros y escasos. Y no los había de bolsillo.
Agita la cabeza ante un par de revistas; las portadas deben parecerle
totalmente chillonas. Nuevamente la dureza.
—Me mostraréis esta vivienda.
Lo hago, explicándole lo mejor que puedo. Ha visto (verá) grifos y baños en
Puerto Ay ora.
—Cómo deseo un baño —digo con un suspiro. Dame una ducha caliente y
ropa limpia y podrás guardarte tu Paraíso, don Luis.
—Luego, si lo deseáis. Sin embargo, tendrá que ser delante de mí, como todo
lo que hagáis.
—¿Qué? Incluso el… ¿incluso eso?
Está avergonzado pero decidido.
—Lo lamento mi dama, y mantendré el rostro apartado, aunque debo ver lo
suficiente para asegurarme de que no preparáis ningún truco. Porque os creo un
alma valiente y tenéis a vuestra disposición misteriosos dispositivos que no
comprendo.
Ja. Si llevase una del calibre 45 en la ropa interior… Y tengo problemas para
convencerlo de que la aspiradora no es un arma. Me hace llevarla hasta el salón
y enseñarle cómo funciona. Una sonrisa lo vuelve humano.
—Dadme una sirvienta —dice—. No aúlla como un lobo enloquecido.
La dejamos donde está y volvemos por el pasillo. En la cocina, admira los
fogones a gas. Le digo:
—Necesito un bocadillo… comida… y una cerveza. ¿Y tú? Has tenido agua
sucia y tortuga medio cocida durante días.
—¿Me ofrecéis hospitalidad? —Parece sorprendido.
—Llámalo así.
Lo medita.
—No. Gracias, pero no puedo en conciencia tomar vuestra sal.
Es curioso lo emotivo que resulta.
—Está algo pasado de moda, ¿no? Si recuerdo bien, los Borgia iban a lo suy o
en tu época. ¿O fue antes? Bien, aceptemos que somos oponentes que se han
sentado a negociar.
Él inclina la cabeza, se quita el casco y lo deja sobre la mesa.
—Mi dama es muy amable.
Un tentempié nos hará mucho bien. Y quizá lo desarme. Soy una moza
atractiva cuando lo pretendo. Aprende todo lo posible. Mantente alerta. Y, a pesar
de la tensión… maldición, todo esto es fascinante.
Me observa poner en marcha la cafetera. Se muestra interesado cuando abro
la nevera, sorprendido cuando quito el cierre de un par de latas. Tomo de la
primera y se la paso.
—No está envenenada. Coge una silla. —Se sienta a la mesa. Yo me ocupo
del pan, el queso y lo demás.
—Una bebida curiosa —dice. Seguro que había cerveza en su época, pero sin
duda era diferente.
—Tengo vino, si lo prefieres.
—No, debo estar alerta.
La cerveza de California ni siquiera lo pondría alegre. Malo.
—Contadme cosas sobre vos, dama Wanda.
—Si tú haces lo mismo, don Luis.
Nos vale. Hablamos. ¡Qué vida ha llevado! Él encuentra la mía igualmente
asombrosa. Bien, soy una mujer. Para él, debería de haber dedicado mis
esfuerzos a reproducirme, cuidar de la casa y rezar. A menos que fuese la reina
Isabel… Aprovéchalo. Haz que te subestime.
Eso exige técnica. No estoy acostumbrada a agitar las pestañas y animar a un
hombre para que me describa lo maravilloso que es. Pero lo puedo hacer cuando
es necesario. Es una forma de evitar que una cita degenere en un combate de
boxeo. Nunca salgo dos veces con ese tipo de hombre. Dame un hombre que se
considere mi igual.
Luis tampoco es del tipo bestial. Mantiene su promesa, y es absolutamente
amable. Rígido, pero amable. Un asesino, un racista, un fanático; un hombre de
palabra, sin miedo, dispuesto a morir por su rey y sus compañeros; sueños de
Carlomagno, emotivos recuerdos de su madre, pobre y orgullosa en España. Sin
humor, pero un encendido romántico.
Miro el reloj. Es cerca de medianoche. Buen Dios, ¿llevamos aquí tanto
tiempo?
—¿Qué pretendes hacer, don Luis?
—Obtener armas para mi país.
Voz monótona. Sonrisa en los labios. Ve mi asombro.
—¿Estáis sorprendida, mi dama? ¿Qué otra cosa podría buscar? No viviría
aquí. Desde el aire puede que se parezca a las puertas del cielo, pero creo que en
el suelo, esos carruajes corriendo y rugiendo por millares hacen que se parezca
más al infierno. Gente extranjera, lengua extranjera, costumbres extranjeras.
Herejía y desvergüenza por todas partes, ¿no? Perdonadme. Creo que sois casta,
a pesar de esa ropa. Pero ¿no sois una infiel? Está claro que desafiáis la ley de
Dios en lo que respecta al papel adecuado para una mujer. —Agita la cabeza—.
No, volveré a la época que me pertenece y a mi país. Volveré bien armado.
Estoy horrorizada:
—¿Cómo?
Se tira de la barba.
—He estado pensando. Un carruaje de los vuestros sería de poco uso donde
no hay carreteras ni combustible. Más aún, en el mejor de los casos sería una
montura torpe en comparación con mi galante Florio… o el carruaje que he
capturado. Sin embargo, debéis tener armas de fuego tan alejadas de nuestros
mosquetes y cañones como éstos están más allá de las lanzas y arcos de los
indios. De mano, sería lo mejor.
—Pero y o no tengo armas. No puedo conseguirlas.
—Sabéis cómo son y dónde están. En arsenales militares, por ejemplo. Os
preguntaré mucho durante los próximos días. Después, bien, dispongo de los
medios para atravesar todas las barreras y llevarme lo que desee.
Cierto. Y es probable que tenga éxito. Me tendrá a mí, primero para
informarle y más tarde como guía. No hay forma de escapar, a menos que me
muestre heroica y haga que me mate. Lo que lo dejaría en libertad para
intentarlo en otro lugar, y tío Steve se quedaría donde está.
—¿Cómo… cómo usarás… esas armas?
Solemne:
—Al final, dirigiendo las tropas del emperador para llevarlas a la victoria.
Atacar a los turcos. Arrancar la sedición luterana en el norte de la que he oído
hablar. Enseñar humildad a franceses e ingleses. La cruzada final. —Toma
aliento—. Primero, garantizaré la conquista del Nuevo Mundo y mi propio poder
en él. No es que desee la fama más que otros. Pero Dios me ha nombrado.
Mi mente da vueltas por la locura que surgiría del menor de sus planes.
—¡Pero todo lo que nos rodea, no habrá existido! ¡Nunca habría nacido!
Él se persigna.
—Ésa es la voluntad de Dios. Sin embargo, si me ofrecéis fieles servicios,
podría llevaros conmigo y garantizar vuestra seguridad.
Sí. Seguridad como una mujer española del siglo XVI. Si existo. Mis padres
no existirían, ¿no? No tengo ni idea. Simplemente estoy convencida de que Luis
juega con fuerzas más allá de su imaginación, o de la mía, o de la de cualquiera
excepto la Guardia del Tiempo… como un niño que juega en un campo nevado
antes de la avalancha…
¡La Guardia del Tiempo! Ese Everard del año pasado, preguntando por el tío
Steve, ¿por qué? Porque Stephen Tamberly realmente no trabajaba para una
fundación científica. Trabajaba para la Guardia del Tiempo.
Su labor debía de incluir evitar desastres. Everard me dio su tarjeta. Tenía un
número de teléfono. ¿Dónde puse ese trozo de papel? Esta noche el universo
depende de él.
—Debería empezar descubriendo que pasó en Perú desde que y o… me fui
—dice Luis—. Después podré planear cómo arreglarlo. Decídmelo.
Me estremezco. Me deshago de la sensación de vivir una pesadilla. Piensa
qué hacer.
—No puedo. ¿Cómo iba a saberlo? Eso sucedió hace más de cuatrocientos
años. —Sólido, de carne, lleno de sudor, un fantasma de ese pasado lejano se
sienta delante de mí, entre platos sucios, tazas de café y latas de cerveza.
Una erupción en mi cabeza.
Mantengo la voz baja. Bajo la vista. Tímida.
—Tenemos libros de historia, claro. Y bibliotecas donde cualquiera puede
entrar. Iré a mirar.
Él ríe.
—Sois valiente, mi dama. Sin embargo, no abandonaréis estas habitaciones, ni
os apartaréis de mí hasta que esté seguro de mi control de estas cosas. Cuando y o
salga, a investigar, dormir, o por cualquier otra razón, volveré en el mismo
minuto de mi partida. Evitad el centro de la habitación.
La máquina del tiempo aparece en el mismo espacio que y o. ¡Bum! No, es
más probable que me aparte unos centímetros. Seré arrojada contra la pared.
Podría romperme un hueso, lo que no sería muy útil.
—Bien, podría hablar con alguien que conozca la historia. Tenemos
dispositivos… para enviar la voz por cables, a kilómetros de distancia. Hay uno en
la sala principal.
—¿Y cómo sabría y o con quién habláis o qué decís en vuestra lengua inglesa?
Para asegurarme, no pondréis las manos en ese aparato. —Él no sabe qué
aspecto tiene un teléfono, pero y o no podría empezar a usar el mío sin que él
comprendiese.
La hostilidad desaparece. Seriedad:
—Mi dama, os lo ruego, comprended que no tengo malas intenciones. Hago
lo que debo hacer. Allí están mis amigos, mi país, mi Iglesia. ¿Tendréis la
sabiduría, la compasión, de aceptarlo? Sé que tenéis conocimientos. ¿No tenéis
ningún libro propio que pueda ay udarme? Recordad que, suceda lo que suceda,
seguiré adelante con mi sagrada misión. Podéis hacer que sea menos terrible
para el hombre a quien amáis.
La emoción se va con la esperanza. Me siento cansada. Me duele cada una de
mis células. Coopera con esto. Quizá después te deje dormir. Los sueños que
pudiesen venir no podrían ser más terrible que la vigilia.
La enciclopedia. Regalo de cumpleaños de Suzy, mi hermana, hace un par de
años, que estaría condenada si España conquista Europa, el Cercano Oriente y
ambas Américas.
Helada. ¡Ya recuerdo! Tiré la tarjeta de Everard en el cajón superior, donde
guardo lo que no sé clasificar. El teléfono está justo encima, al lado de la
máquina de escribir.
—Señorita, tembláis.
—¿No tengo razones? —Me pongo en pie—. Ven. —El viento frío que me
atraviesa me quita el agotamiento—. Tengo un par de libros con información.
Me sigue justo detrás. Su presencia es una sombra sobre mí, una sombra con
peso.
En la mesa.
—¡Alto! ¿Qué queréis de ese cajón?
Nunca he sido una buena mentirosa. Debo mantener la cara oculta y que mi
voz sea vacilante es de esperar.
—Puedes ver cuántos volúmenes hay. Debo consultar mis registros para
localizar la crónica. Mira. No hay ningún arcabuz oculto. —Lo abro antes de que
me agarre la cintura. Me quedo pasiva, dejándole buscar hasta que está
satisfecho. La tarjeta salta entre las cosas, como mi pulso.
—Os pido perdón, mi dama. No me deis ninguna ocasión para sospechar de
vos y no os trataré mal.
Le doy la vuelta a la tarjeta. Hago que parezca accidental. La vuelvo a leer:
Manse Everard, una dirección de Manhattan, el número de teléfono, el número
de teléfono. Me lo grabo en la cabeza. Busco. ¿Qué puedo sacar que parezca un
catálogo de biblioteca? Ah, el seguro de mi coche. Lo saqué para echarle un
vistazo después de aquel golpe hace meses… no, el mes pasado, abril… y todavía
no he tenido tiempo de ponerlo en la caja de seguridad. Hago como que lo
examino.
—Ah, aquí está.
Vale, ahora sé cómo pedir ay uda. Falta la oportunidad para hacerlo. Tengo
que mantenerme atenta.
Rodeo la moto del tiempo para llegar a la estantería. Luis me sigue de cerca.
Payn a Polka. Lo saco, lo hojeo. Él mira por encima del hombro. Exclama
cuando reconoce Perú. Sabe leer. Pero no inglés.
Traduzco. Primera historia. El viaje de Pizarro a Túmbez, las terribles
penalidades, su eventual retorno a España en busca de financiación.
—Sí, sí, lo he oído muchas veces. —A Panamá en 1530, Túmbez en 1531—.
Estaba con él.
Lucha. Un pequeño destacamento realiza un viaje épico por las montañas.
Entra en Cajamarca, captura al inca, su rescate.
—¿Y luego, y luego?
Muerte judicial de Atahualpa.
—Oh, terrible. Bien, sin duda mi capitán decidió que era necesario.
Marcha a Cuzco. La expedición de Almagro a Chile. Pizarro funda Lima.
Manco, su inca de paja, escapa, levanta a la gente contra los invasores. Cuzco es
atacada desde principios de febrero de 1536 hasta que Almagro regresa y la
libera en abril de 1537; mientras tanto, hay valor desesperado en ambos bandos
por todo el país, justo después de la difícil victoria española, con los indios todavía
en guerra de guerrillas, los hermanos Pizarro y Almagro se enfrentan entre sí.
Batalla directa en 1538, Almagro es derrotado y ejecutado. Su hijo mestizo y sus
amigos se enfurecen; conspiración, asesinato de Francisco Pizarro en Lima, 26
de junio de 1541.
—¡No! ¡Por el cuerpo de Cristo que no sucederá!
Carlos V envía un nuevo gobernador, que toma el poder, derrota al bando de
Almagro y ejecuta a los jóvenes.
—Horrible, horrible. Cristiano contra cristiano. No, está claro, necesitamos un
hombre fuerte para tomar el mando en los primeros momentos de desgracia.
Luis saca la espada. ¿Qué demonios? Alarmada, dejo caer el volumen, me
retiro hacia la mesa. Él se pone de rodillas. Levanta la espada por la hoja, la
convierte en una cruz. Le caen lágrimas por las mejillas de cuero hacia la barba
de medianoche.
—Dios todopoderoso, Santa Madre de Dios —solloza—, sed con vuestro
sirviente.
¿Una oportunidad? No hay tiempo de pensar.
Agarro la aspiradora. La agito en alto. Él lo oy e, se da la vuelta sobre las
rodillas, se agacha para saltar. Es una maza pesada e incómoda. Le doy con todo
lo que mis brazos y hombros pueden ofrecer. Al otro lado de la moto, le doy con
el motor en la cabeza.
Cae. La sangre fluy e como loca, de un rojo neón. Cráneo lacerado. ¿Lo he
dejado inconsciente? No me detengo a comprobarlo. Dejo la aspiradora encima
de él. Salto al teléfono.
Da tono. ¿El número? Mejor que acierte. Tic, tic, tic… Luis gruñe. Se pone de
cuatro patas. Tic, tic.
Suena.
Suena, suena. Luis se agarra al estante, lucha por ponerse de pie.
La voz que recuerdo.
—Hola. Soy el contestador de Manse Everard.
¡Oh, Dios, no!
Luis agita la cabeza, se limpia la sangre de los ojos. Mancha, gotea, en
cantidad imposible, imposiblemente brillante.
—Lamento no poder venir al teléfono. Si desea dejar un mensaje, le
devolveré la llamada en cuanto pueda.
Luis se pone de pie con dificultad, con los brazos colgando, pero me mira.
—Luego —murmura—. Traición.
—Puede empezar a hablar cuando oiga la señal. Gracias.
Se agacha, recoge la espada, avanza. Tambaleándose, inexorable.
Grito:
—Wanda Tamberly. Palo Alto. Viajero en el tiempo. —¿Cuál es la fecha,
demonios, cuál es la fecha?—. Noche del viernes antes del Día de los Caídos.
¡Ay uda!
La espada apunta a mi garganta.
—Arroja esa cosa —ruge. Lo hago. Me tiene contra la mesa—. Debería
matarte por eso. Quizá lo haga.
U olvidará sus escrúpulos sobre mi virtud y …
Al menos dejé una pista a Everard. ¿No?
Una ráfaga. Una segunda máquina sobre la primera, sus pilotos apretados
contra el techo.
Luis grita. Se echa atrás, sobre el asiento de la suy a. Con la espada en una
mano. La otra baila sobre los controles. Everard no puede moverse bien. Veo una
pistola en su mano. Pero hay una ráfaga. Luis se ha ido.
Everard desciende.
Todo me da vueltas, se oscurece. No me he desmay ado nunca. Si pudiese
sentarme durante un minuto.
23 de mayo de 1987
Vino del pasillo llevando una bata sobre el pijama. Lo ceñido de la prenda
destacaba una figura ágil, el color azul el tono de sus ojos. La luz del sol que
entraba por la ventana occidental convertía en dorado su pelo.
Parpadeó.
—Oh, Dios. Ya es por la tarde —murmuró—. ¿Cuánto he dormido?
Everard se levantó del sofá donde había estado sentado con un libro.
—Calculo que unas catorce horas —dijo—. Lo necesitaba. Bienvenida.
Ella miró a su alrededor. No había cronociclo ni manchas de sangre.
—Después de que mi compañera la metiera en cama, ella y y o buscamos
material y lo arreglamos lo mejor que pudimos —le explicó Everard—. Se fue.
No hay necesidad de abarrotar el apartamento. Era necesario un guardia, claro,
como precaución. Mejor será que lo examine todo y se asegure de que está en
orden. No estaría bien que su y o anterior regresase y encontrase rastros del
desastre. Después de todo, no fue así.
Wanda suspiró.
—No, ni rastro.
—Tenemos que evitar las paradojas de ese tipo. La cosa y a está muy
confusa. —Y es peligrosa, pensó Everard. Más que mortalmente peligrosa.
Debería animarla—. Eh, apuesto a que está hambrienta.
A él le gustó la forma en que rió.
—Me comería el proverbial caballo acompañado de patatas fritas y pastel de
manzana de postre.
—Bien, me tomé la libertad de buscar comida, y a mí también me vendría
bien el almuerzo, si no le importa que la acompañe.
—¿Importarme? ¡Intente no hacerlo!
En la cocina él la animó a sentarse mientras preparaba la comida.
—Soy un hombre bastante competente con un filete y ensalada. Ha pasado
por una dura experiencia. La may oría de la gente estaría confusa.
—Gracias —dijo. Durante un minuto sólo rompía el silencio el ruido de la
preparación. Luego, mirándolo fijamente, dijo—: Pertenece a la Guardia del
Tiempo, ¿no?
—¿Eh? —Se dio la vuelta—. Sí. En inglés normalmente es la Patrulla del
Tiempo. —Hizo una pausa—. La gente de fuera no debería saber que el viaje en
el tiempo existe. No podemos decírselo a menos que nos autoricen, y eso sólo
cuando lo requieren las circunstancias. Así es en este caso; ha chocado contra ese
hecho. Y tengo autoridad para tomar la decisión. Seré sincero con usted, señorita
Tamberly.
—Genial. ¿Cómo me encontró? Cuando me salió el contestador me quedé
desesperada.
—El concepto le es nuevo. Piense. Después de oír el mensaje, ¿qué esperaba
que hiciese excepto organizar una expedición? Flotamos en el exterior de la
ventana, vimos al hombre amenazándola, y saltamos al interior. Por desgracia,
no tuve espacio para dispararle antes de que escapase.
—¿Por qué no retrocedieron en el tiempo?
—¿Y evitarle algunas horas desagradables? Lo siento. Más tarde le contaré los
peligros de cambiar el pasado.
Frunció el ceño.
—Ya los conozco un poco.
—Humm, supongo que sí. Mire, no tenemos por qué hablar de esto hasta que
esté recuperada. Tómese un par de días.
Ella levantó la cabeza con orgullo.
—Gracias, pero no hay necesidad. No estoy herida, tengo hambre y la
curiosidad me devora viva. Y también la preocupación. Mi tío… No, en serio, por
favor, preferiría no tener que esperar.
—Caray, es dura. Vale. Empiece contándome sus experiencias. Despacio. La
interrumpiré con muchas preguntas. La Patrulla tiene que saberlo todo. Lo
necesita más de lo que cree.
—¿Y lo sabe el mundo? —Se estremeció, tragó, apretó los dedos en el borde
de la mesa, y se lanzó a contar la historia. Estaban a mitad de la comida antes de
que él hubiese agotado todos los detalles.
Sombrío, dijo:
—Sí, es grave. Sería todavía peor si no hubiese sido tan valiente e ingeniosa,
señorita Tamberly.
Ella enrojeció.
—Por favor, soy Wanda.
Él forzó una sonrisa.
—Vale, y o soy Manse. Pasé mi infancia en el Medio Oeste americano de los
años veinte y treinta. Mis modales han permanecido. Pero si prefiere el tuteo, por
mí vale.
Ella lo miró durante un rato.
—Sí, seguirías siendo un chico educado de granja, ¿no? Recorriendo la
historia, te perderías todos los cambios sociales de tu tierra natal.
Inteligente —pensó él—. Y hermosa, de rasgos marcados.
Ella mostró ansiedad.
—¿Qué hay de mi tío?
Manse hizo una mueca.
—Lo siento. El don no te dijo nada más que había dejado a Steve Tarnberly
en el mismo continente pero en el lejano pasado. Sin posición ni fecha.
—Tenéis… tiempo para buscarlo.
Él negó con la cabeza.
—Así me gustaría que fuese, pero no. Podríamos usar miles de años hombre.
Y no disponemos de ellos. La Patrulla está muy dispersa. Apenas somos los
suficientes para realizar las misiones normales e intentar ocuparnos de
emergencias como ésta. Sólo disponemos de ciertos años hombre, porque tarde o
temprano todo agente muere o queda inhabilitado. Aquí los acontecimientos se
han salido de control. Necesitaremos todos los recursos que podamos dedicar
para arreglarlo… si podemos.
—¿Volverá Luis por él?
—Quizá. Sospecho que no. Tendrá cosas más importantes en la cabeza.
Esconderse hasta curar sus heridas, y luego… —Everard miró al vacío—. Un
hombre duro, inteligente, despiadado y decidido, suelto con una máquina del
tiempo. Podría aparecer en cualquier lugar, en cualquier tiempo. El daño que
puede producir es ilimitado.
—Tío Steve…
—Podría buscar ay uda. No estoy seguro de cómo, pero podría ocurrírsele un
plan, si sobrevive. Es brillante y fuerte. Ahora comprendo por qué has sido su
pariente favorito.
Ella contuvo una lágrima.
—¡Maldición, no voy a llorar como una Magdalena! Quizá más tarde… quizá
más tarde encontremos una pista. Mientras tanto, el filete se enfría. —Lo atacó
como si fuese un enemigo.
Él volvió a comer. De forma extraña, el silencio entre ellos pasó de incómodo
a amistoso. Al cabo de un rato, ella le preguntó:
—¿Qué hay de contarme toda la verdad?
—Un resumen —aceptó él—. Eso por sí solo y a llevará un par de horas.
Al final ella permaneció sentada con los ojos abiertos como platos en el sofá
mientras él caminaba frente a ella, de un lado a otro. Se golpeó la palma con el
puño.
—Una situación Ragnarok —dijo—. Pero no desesperada. Wanda, pasase lo
que le pasase o vay a a pasarle a Stephen Tamberly, no vivió en vano. Por medio
de Castelar te envió dos nombres, « exaltacionistas» y « Machu Picchu» . No es
que imagine que Castelar lo hubiese hecho si no hubiese tenido el ingenio, en esas
circunstancias, de sacarlo de allí, llevárselo para que le contase todo lo que sabía.
—Fue muy poco —objetó ella.
—Una bomba también puede ser muy pequeña, hasta que explota. Mira, los
exaltacionistas… te contaré más luego, pero en resumen, son una banda de
bandidos del muy lejano futuro. Criminales en su entorno; robaron varios
vehículos y escaparon al espacio-tiempo sin dejar rastro. Ya antes de ahora
hemos tenido que tratar con los resultados de sus acciones, « antes de ahora» en
términos de mi vida, claro, pero siempre han evitado ser capturados. Bien, me
has dicho que estaban en Machu Picchu. Sabemos que los nativos no
abandonaron del todo la ciudad hasta que fue destruida la última resistencia
contra los españoles. Por la descripción que te dio Castelar, la fecha en que los
exaltacionistas se encontraban allí debió de ser poco después. Eso es suficiente
para que nuestros exploradores localicen la escena con exactitud.
» Uno de nuestros agentes "y a" ha informado de actividad externa en la corte
del inca, algunos años antes de la llegada de Pizarro. Parece que intentaron,
fracasando, evitar la división de poder que llevó a la guerra civil y dejó el
camino libre para esa banda de invasores. A la luz de lo que me has dicho, estoy
seguro de que eran los exaltacionistas, intentando cambiar la historia. Cuando no
funcionó, decidieron al menos robar el rescate de Atahualpa. Eso afectaría
mucho y podría permitirles cometer más fechorías.
—¿Porqué? —susurró ella.
—Para abortar todo el futuro. Para convertirse en amos y señores, primero
de América, y luego del resto del mundo. Nunca hubiésemos existido ni tú ni y o,
Estados Unidos de América, ni un destino daneliano, ni la Patrulla del Tiempo…
A menos que ellos mismos organizasen una para proteger la historia alterada que
habían causado. No es que crea que pudiesen conservar el mando durante mucho
tiempo. El egoísmo extremo acaba atacándose a sí mismo. Batallas en el tiempo,
un caos de cambios… me pregunto cuánto flujo podría soportar la estructura del
espacio-tiempo.
Ella se puso pálida, y luego dijo:
—Dioses, Manse.
Él dejó de andar, se inclinó, le agarró la barbilla para levantarle la cara y
preguntó con una sonrisa torcida:
—¿Cómo te sientes al saber que puede que hay as salvado el universo?
15 de abril de 1610
La nave espacial era negra, para que los que estaban en la Tierra no viesen
una estrella pasar sobre sus cabezas con rapidez, antes de la salida del sol o
después de la puesta, y supiesen que los vigilaban. Sin embargo, una ancha
transparencia de un único sentido la llenaba de luz. Orbitaba por el lado diurno
cuando llegó Everard, y el planeta se extendía vasto, rodeado de azul con blanco
alrededor de las zonas agrestes que eran los continentes.
Su ciclo apareció en la bahía de recepción y saltó de él sin molestarse en
admirar la vista como había hecho tantas veces. El gravitor le dio peso normal.
Corrió hacia la sala de pilotos. Lo esperaban tres agentes que conocía, a pesar de
que los siglos separaban sus nacimientos.
—Creemos haber encontrado el momento —dijo inmediatamente
Umfanduma—. Aquí puedes ver la repetición.
Otra nave, de las que vigilaban Machu Picchu, había obtenido los datos. Ésta
era la nave de mando. Everard había venido tan pronto como había recibido el
mensaje enviado y transmitido por el tiempo. La imagen correspondía a unos
minutos antes. Era borrosa debido a la ampliación después de que la luz hubiese
atravesado la atmósfera. Pero cuando Everard congeló el movimiento y miró de
cerca, vio el metal relucir en la cabeza y el torso de un hombre. Él y otro se
ponían en pie al lado de un cronociclo, sobre una plataforma desde la que se
apreciaba, de un lado a otro, la gran ciudad muerta y las montañas que la
rodeaban. Cerca había un grupo de personas vestidas de negro.
Asintió.
—Tiene que serlo —dijo—. No sabemos cuándo escapará Castelar, pero
supongo que será en las próximas dos o tres horas. Lo que queremos es caer
sobre los exaltacionistas justo después.
No antes, porque eso no sucedió. No nos atrevemos ni a alterar estos
acontecimientos prohibidos. El enemigo se atreve a hacer cualquier cosa. Por eso
debemos destruirlos.
Umfanduma frunció el ceño.
—Es complicado —dijo—. Siempre mantienen una máquina en alto, bien
equipada con detectores. Estoy segura de que están listos para huir de inmediato.
—Ajá. Sin embargo, no tienen máquinas suficientes para huir todos a la vez.
Tendrían que hacer varios viajes. O, lo que es más probable, abandonar a
aquellos que no tienen la suerte de estar cerca de un transporte. Nosotros no
necesitamos demasiado. Vamos a organizamos.
En el periodo que siguió, las naves se llenaron de vehículos armados y sus
pilotos. Comunicaciones de banda estrecha fueron de un lado a otro. Everard
desarrolló el plan y asignó misiones.
Después debía esperar, intentado mantener los nervios bajo control, la orden.
Descubrió que le ay udaba pensar en Wanda Tamberly.
—¡Ahora!
Salto al sillín. El artillero Tetsuo Motonobu y a estaba en su puesto. Los dedos
de Everard volaron sobre la consola.
Colgaban en lo alto de una inmensidad azul. Un cóndor giraba a lo lejos. El
paisaje montañoso se extendía debajo, un majestuoso laberinto verde excepto allí
donde la nieve relucía en un pico o una garganta se hundía en las sombras.
Machu Picchu era impresionante. ¿Qué hubiese hecho la civilización que la había
creado si el destino le hubiese permitido vivir?
Una vez más, Everard no podía detenerse a meditar. El centinela de los
exaltacionistas flotaba a unos metros. Vio con claridad al otro por el aire
enrarecido y bajo la candente luz del sol, sorprendido pero feroz, buscando su
arma. Motonobu disparó el rifle de energía. Se produjo un ray o y se oy ó un
trueno. El hombre saltó quemado de la montura y cay ó como había caído
Lucifer. Dejó un rastro de humo. El vehículo se agitó fuera de control.
De eso nos ocuparemos después. ¡Abajo!
Everard no atravesó de un salto el espacio intermedio. Quería verlo todo.
Mientras caía, el viento rugía como una pantalla de fuerza invisible. Los edificios
crecieron.
Sus compañeros de la Patrulla los barrían con fuego. Los disparos volaban del
color del infierno. Cuando Everard llegó, la batalla había terminado.
La tarde tiñó de amarillo el cielo oriental. La noche se elevó de los valles para
alzarse aún más alta que las murallas de Machu Picchu. Empezaba a hacer frío y
había caído el silencio.
Everard dejó la casa que había usado para los interrogatorios. Fuera había dos
agentes.
—Reunid al resto del equipo, traed a los prisioneros y preparad el regreso a la
base —dijo con cansancio.
—¿Ha descubierto algo, señor? —preguntó Motonobu.
Everard se encogió de hombros.
—Algo. El equipo de inteligencia les sacará más, claro, aunque dudo que
resulte muy útil. Encontré a uno que está dispuesto a cooperar a cambio de un
ambiente agradable en el planeta de exilio. El problema es que no sabe lo que me
gustaría que supiese.
—¿Dónde-cuándo han ido los que han escapado?
Everard asintió.
—El jefe, de nombre Merau Varagan, recibió una herida grave de espada
cuando Castelar se liberó. Un par de sus hombres estaban preparados para
llevarlo a un destino que sólo él conocía para recibir atención médica. Así que
estaban en posición de huir con él cuando aparecimos. Tres más escaparon.
Se enderezó.
—Ah —dijo—. Tuvimos todo el éxito que podía esperarse. El grueso de la
banda está muerto o bajo arresto. Los pocos que escaparon deben de estar
dispersos al azar. Puede que nunca vuelvan a encontrarse. La conspiración está
rota.
El tono de Motonobu era melancólico.
—Si hubiésemos podido venir antes, para preparar una trampa de verdad, los
hubiésemos pillado a todos.
—No podíamos porque no lo hicimos —dijo Everard con brusquedad—.
Somos la ley, ¿recuerdas?
—Sí, señor. Lo que también recuerdo es ese español loco y los problemas que
puede causar. ¿Cómo vamos a localizarlo… antes de que sea demasiado tarde?
Everard no contestó, sino que se volvió hacia la explanada donde estaban
aparcados los vehículos. Al este vio la Puerta del Sol y su parte superior, grabada
en negro contra el cielo.
24 de mayo de 1987
Wanda lo dejó pasar cuando llamó a la puerta.
—¡Hola! —exclamó sin aliento—. ¿Cómo estás? ¿Cómo va todo?
—Se acabó —dijo.
Le cogió ambas manos. Habló con voz más suave:
—He estado tan preocupada por ti, Manse.
Le agradó mucho oír eso.
—Oh, cuidé mi pellejo. La operación, pues bien, atrapamos a la may oría de
los bandidos sin pérdidas para nosotros. Machu Picchu está limpia una vez más.
—Estaba limpia. Se quedaría en soledad por otros tres siglos. Ahora hay turistas
por todas partes. Pero un patrullero no debe hacer juicios. Necesita endurecerse,
si va a trabajar en la historia de la humanidad.
—¡Maravilloso! —Por un impulso lo abrazó. Él le devolvió el abrazo. Se
separaron con una ligera confusión mutua.
—Si hubieses venido hace tres minutos no me hubieses encontrado —dijo—.
No podía quedarme sentada sin hacer nada. Fui a dar un largo paseo.
Consternado, él contestó:
—¡Te dije que no salieses de aquí! No estás segura. Aquí hemos colocado un
instrumento que nos advertirá de cualquier intruso, pero no podemos seguirte.
Maldición, chica, Castelar todavía anda suelto.
Ella arrugó la nariz.
—¿Sería mejor que me subiese por las paredes? ¿Por qué iba a venir a
buscarme otra vez?
—Eras su único contacto en el siglo XX. Podrías decirnos algo que nos llevase
a él. O eso podría temer.
Se puso seria.
—En realidad, puedo.
—¿Eh? ¿A qué te refieres?
Ella le cogió la mano. Qué cálidas eran las suy as.
—Venga, relájate, déjame traerte una cerveza y hablaremos. Ese paseo me
aclaró la cabeza. Empecé a recordar, repasando todo el asunto, excepto que sin
terror y sin el desconocimiento. Y, sí, creo que puedo decirte a qué punto va a ir
Luis.
Él se quedó donde estaba. Se le paró el pulso.—¿Cómo?
Los ojos azules buscaron los de Everard.
—Llegué a conocerlo —dijo en voz baja—. No lo que llamaría algo íntimo,
pero la relación ciertamente fue intensa mientras duró. No es un monstruo.
Desde nuestro punto de vista es cruel, pero es hijo de su época. Ambicioso y
codicioso… y en el fondo un caballero andante. Busqué en los recuerdos, minuto
a minuto. Como si estuviese fuera y nos observase a los dos. Y vi cómo
reaccionó cuando descubrió que los indios se rebelarían y asediarían al hermano
de Francisco Pizarro en Cuzco, y los problemas que seguirían. Si él apareciese
milagrosamente y levantase al asedio, eso le pondría al mando de todo el
tinglado. Pero por encima y más allá de cualquier cálculo, Manse, el debe ir allí.
Su honor se lo exige.
6 de febrero de 1536 (calendario juliano)
Bajo el amanecer del altiplano, la ciudad imperial ardía. Las flechas de fuego
y las piedras ardientes envueltas en algodón rociado de aceite volaban como
meteoros. La paja y la madera se quemaban. Las paredes de piedra cercaban
hornos. Las llamas llegaban hasta lo alto, caían chispas y el humo se movía denso
en el viento. Las cenizas teñían los ríos. Por entre el ruido gritaban las gargantas.
Por decenas de miles, los indios rodeaban Cuzco. Era una marca marrón de la
que sobresalían estandartes de guerra, penachos de plumas, hachas y lanzas de
bordes de cobre. Cargaban contra la débil línea española, golpeaban, luchaban,
retrocedían llenos de sangre y confusión, y volvían a gritar para atacar de nuevo.
Castelar llegó sobre una ciudadela que se encontraba al norte del combate. La
observó llena de nativos. Durante un instante deseó caer, matar y matar y matar.
Pero no, más allá era donde luchaban sus camaradas. Con la espada en la mano
derecha, la izquierda al timón, fue por el aire en su ay uda.
¿Qué importaba que no hubiese podido traer armas del futuro? Su hoja estaba
afilada, su brazo era fuerte, y el arcángel de la guerra volaba sobre su cabeza
desnuda. Sin embargo, se mantenía completamente alerta. Los enemigos podrían
vigilar desde el cielo o aparecer de la nada. Mejor sería que estuviese preparado
para saltar en el tiempo, escapar de la persecución, volver a atacar con rapidez
una y otra vez, como un lobo ataca un alce.
Voló sobre la plaza central, donde un gran edificio se estremecía por el
enfrentamiento. Los jinetes trotaban por una calle. Su acero relucía, los
estandartes flameaban. Iban hacia una salida, contra las hordas enemigas.
La decisión de Castelar se formó. Se alejaría un poco, esperaría unos
minutos, dejaría que entrasen en combate y luego atacaría. Con tal águila
vengadora a su lado, los españoles sabrían que Dios los había escuchado, y se
abrirían camino entre los enemigos aterrorizados.
Algunos lo vieron pasar. Entrevió caras vueltas hacia arriba, oy ó gritos. Le
siguió un trueno de galopes, un profundo:
—¡Santiago y cierra España!
Cruzó el límite sur de la ciudad, viró, se preparó para el ataque. Ahora que
conocía la máquina, respondía de forma espléndida; ese caballo del aire que
cabalgaría para liberar Jerusalén y, finalmente, ¿hacia la presencia del Salvador
sobre la tierra?
¡Yaaa!
A su lado volaba otra máquina, con dos hombres en ella. Sus dedos buscaron
los controles. Sintió la agonía.
—¡Madre de Dios, ten piedad!
Su montura estaba herida. Caía al vacío. Al menos moriría en la batalla.
Aunque las fuerzas de Satanás habían prevalecido contra él, no lo harían contra
las puertas del Cielo que se abrirían para el soldado de Cristo.
El alma huy ó de él, hacia la noche.
24 de mayo de 1987
—La emboscada salió casi perfectamente —informó Carlos Navarro a
Everard—. Lo vimos desde el espacio, activamos el generador electromagnético
y saltamos a sus inmediaciones. El campo que proy ecta indujo voltajes que
dieron a su máquina una fuerte descarga eléctrica. También la desactivó y
destruy ó los elementos electrónicos. Pero eso y a lo sabe. Le dimos un disparo
aturdidor y lo cogimos en el aire antes de que chocase contra el suelo. Mientras
tanto, apareció el cargador, cogió el vehículo y se fue. Todo se completó en
menos de dos minutos, Supongo que nos vieron varios hombres, pero debió de ser
brevemente y en la confusión general de la batalla.
—Buen trabajo —dijo Everard. Se recostó en el viejo sillón. Le rodeaba su
apartamento de Nueva York, lleno de recuerdos: lanzas y un casco de la Edad de
Bronce sobre el bar, una alfombra de piel de oso polar de la época vikinga de
Groenlandia en el suelo, objetos que no harían que alguien de fuera se hiciese
preguntas pero que a él le traían recuerdos.
No había ido a la misión. No había razón para malgastar el tiempo de vida de
un agente No asignado. No había peligro, a menos que Castelar fuese demasiado
rápido y escapase. El dispositivo eléctrico lo había evitado.
—De hecho —dijo—, la operación forma parte de la historia. —Señaló el
volumen de Prescott sobre la mesa a su lado—. He estado ley endo. Las crónicas
españolas describen apariciones de la Virgen sobre el salón ardiendo de
Viracocha, donde luego se construy ó la catedral, y de san Jaime en el campo de
batalla, inspirando a las tropas. Generalmente se consideran ley endas piadosas, o
alucinaciones histéricas, pero… ah, bueno. ¿Cómo está el prisionero?
—Cuando lo dejé descansaba sedado —contestó Navarro—. Las quemaduras
sanarán sin dejar cicatriz. ¿Qué harán con él?
—Eso depende de muchos factores. —Everard cogió la pipa del cenicero y le
devolvió la vida—. Encabeza la lista Stephen Tamberly. ¿Sabe de él?
—Sí —dijo Navarro frunciendo el ceño—. Por desgracia, aunque era
inevitable, la corriente que recorrió el vehículo destruy ó el registro molecular de
adónde y a cuándo había viajado. Castelar ha sido sometido a un interrogatorio
preliminar con quiradex, sabíamos que usted querría saberlo, y no recuerda ni el
sitio ni el lugar en el que dejó a Tamberly. Sólo sabe que era hace dos mil años y
en la costa del Pacífico de Suramérica. Sabía que podía recuperar los datos
exactos si quería, y dudaba mucho que lo hiciera. Por tanto no se molestó en
memorizar las coordenadas.
Everard suspiró.
—Eso me temía. Pobre Wanda.
—¿Señor?
—No importa. —Everard se consoló con el humo—. Puede irse. Salga por la
ciudad y diviértase.
—¿No le gustaría venir? —preguntó, dudoso.
Everard negó con la cabeza.
—Me quedaré aquí un rato. Es posible que Tamberly hay a encontrado una
forma de ser rescatado. Si así es, lo llevarían primero a una de nuestras bases
para un informe preliminar, y la investigación indicaría que y o estaba implicado
en el caso y se me informará. Naturalmente, eso no podría ser antes de terminar
este trabajo. Quizá me llamen pronto.
—Entiendo. Gracias. Adiós.
Navarro se fue. Everard se recostó. La oscuridad invadió la habitación, pero
no encendió la luz. Quería sentarse a esperar, conservando la esperanza con
tranquilidad.
18 de agosto de 2930 a.C.
Donde el río se encontraba con el mar, la villa estaba formada por casas de
barro. Sólo había dos canoas talladas en la orilla, porque los pescadores habían
salido en aquel día tranquilo. La may oría de las mujeres también habían salido,
para cultivar pequeñas plantaciones de calabaza, patata y algodón al borde del
manglar. El humo se elevaba lento de un fuego comunal que siempre atendía una
persona may or. Otras mujeres y hombres de edad tenían tareas de las que
ocuparse en sus casas, mientras que los niños se encargaban de otros aún más
pequeños. La gente vestía falda corta de fibra trenzada, adornos de concha,
dientes y plumas. Reían y charlaban.
El fabricante de vasijas estaba sentado con las piernas cruzadas a la puerta de
su casa. Hoy no daba forma a recipientes y cuencos ni los cocía. En su lugar,
miraba al vacío y permanecía en silencio. A menudo lo hacía, desde que
aprendió la lengua de los hombres y comenzó su asombrosa labor. Debía ser
respetado. Era amable, pero tenía esos ataques. Quizá planeaba una hermosa
pieza nueva, o quizá se comunicaba con los espíritus. Ciertamente era un ser
especial, con su gran altura, su piel, ojos y pelo pálidos y las grandes patillas. Una
capa le cubría del sol, que le resultaba más duro que a la gente normal. Dentro de
la casa, su esposa molía grano silvestre en el mortero. Sus dos niños
supervivientes dormían. Hubo gritos. Las labradores aparecieron. La gente se
apresuró a ver qué significaba aquello. El fabricante de recipientes se puso en pie
y los siguió.
Por la orilla del río se acercaba un extraño. Los visitantes eran frecuentes, en
su may oría traían bienes para comerciar, pero nadie había visto antes a ese
hombre. Tenla su mismo aspecto, pero con mas músculos. Su vestimenta era
claramente diferente. Algo duro y reluciente descansaba en una funda, sobre su
cadera.
¿De dónde podía venir? Seguro que los cazadores hubiesen advertido a un
recién llegado que recorriese el valle hacía días. Las mujeres chillaron cuando
las saludó. Los ancianos las hicieron retroceder y le ofrecieron saludos.
Llegó el fabricante de recipientes.
Durante un buen rato Tamberly y el visitante se miraron. Es de la raza
autóctona. Era extraño la calma con la que lo aceptaba, ahora que al fin el
tiempo le había concedido lo que deseaba. Debe de serlo. Es mejor no despertar
más preguntas, incluso en la cabeza de simples miembros de la Edad de la Piedra.
¿Cómo piensa explicar el arma?
El explorador asintió.
—Casi esperaba esto —dijo en lento temporal—. ¿Me entiende?
Tamberly tenía la lengua oxidada. Sin embargo…
—Sí. Bienvenido. Eres el que he esperado durante los últimos… siete años,
creo.
—Soy Guillem Cisneros. Nacido en el siglo XXX, pero con el Universarium
de Halla. —En un entorno en el que el viaje en el tiempo se había conseguido y
por tanto podía realizarse abiertamente.
—Y y o soy Stephen Tamberly, siglo XX, historiador de campo de la Patrulla.
Cisneros rió.
—Lo apropiado es un apretón de manos.
Los aldeanos miraban anonadados.
—¿Está varado aquí? —preguntó Cisneros, innecesariamente.
—Sí. Hay que comunicárselo a la Patrulla. Llévame a una base.
—Claro. He escondido el vehículo a diez kilómetros corriente arriba. —
Cisneros vaciló—. Mi idea era pasar por un viajero, permanecer un tiempo e
intentar resolver un misterio arqueológico. Sospecho que usted es la respuesta.
—Lo soy —dijo Tamberly —. Cuando comprendí que estaba atrapado a
menos que recibiese ay uda, recordé la cerámica de Valdivia.
La cerámica más antigua conocida en el hemisferio occidental, y de su
periodo natal. Casi un duplicado exacto de la cerámica contemporánea Jomon en
el Japón arcaico. La explicación convencional era que botes de pesca habían
atravesado el Pacífico empujados por el viento. La tripulación encontró refugio y
enseñó el arte a los nativos. No tenía mucho sentido. Había que sobrevivir a más
de ocho mil millas náuticas; y aquellos hombres resulta que poseían unas
complejas habilidades que en su sociedad eran cosa de mujeres.
—Así que la creé y o y esperé a que apareciese alguien del futuro.
No había violado del todo las ley es de la Patrulla. Por necesidad eran
flexibles. Consideradas las circunstancias, su regreso era importante.
—Es ingenioso —dijo Cisneros—. ¿Cómo ha sido su vida aquí?
—Son gente agradable —contestó Tamberly.
Me dolerá decirle adiós a Aruna y a los pequeños. Si fuese un santo, jamás
hubiese aceptado cuando su padre me la ofreció. Esos siete años se hacían muy
largos y no sabía si terminarían. Mi familia me echará de menos, pero le dejaré
tanto mana que pronto encontrará otro marido (un hombre fuerte, probablemente
Ulamamo) y vivirán tan bien y tan felices como cualquier otro de la tribu. Que a
su modo humilde, es mucho mejor forma de vida que la de muchos seres humanos
del futuro.
No podía librarse del todo de las dudas y la culpa, y sabía que nunca lo haría,
pero en él se despertó la alegría. Vuelvo a casa.
25 de mayo de 1987
Luz suave. Porcelana, cubiertos de plata y vidrio de calidad. No sé si Ernie’s
es el mejor restaurante de San Francisco —eso es cuestión de gustos— pero
ciertamente está entre los diez primeros. Menos para Manse, que me dijo que le
gustaría llevarme a los años setenta, antes de que se retirasen los dueños de
Mingei-Ya. Levanta su copa de jerez.
—Por el futuro —dice. Hago lo mismo.
—Y por el pasado.
Chin, chin. Magnífico.
—Ahora podemos hablar. —Cuando sonríe la cara se le llena de arrugas y y a
no parece familiar—. Siento que no hay amos podido hacerlo antes, aparte de
llamarte para decirte que tu tío estaba bien y para invitarte a cenar, pero he
estado dando saltos como una pulga en una plancha, intentado dejarlo todo bien
atado.
Le pincho un poco.
—¿No podías haberlo hecho y luego retroceder un par de horas para
quitarme la angustia?
Se pone serio. Oh, hay mucho pesar no expresado en su voz.
—No. Eso hubiese sido demasiado ajustado. En la Patrulla se nos permiten
nuestros saltos de placer, pero no cuando pueden complicar las cosas.
—Eh, Manse, bromeaba. —Tiendo la mano y toco la suy a—. Voy a
conseguir una gran comida, ¿no? —Y un vestido ceñido, y el pelo bien arreglado.
—Te la has ganado —dice, más aliviado de lo que debiera estar un tipo duro
que va de un lado a otro del espacio-tiempo.
Basta por ahora. Hay demasiadas cosas que preguntar.
—¿Qué hay de tío Steve? Me contaste cómo se liberó, pero ¿dónde está?
Manse ríe.
—Eso no importa, ¿verdad? Un centro de información en algún lugar y en
algún tiempo. Pasará un largo permiso con su esposa en Londres antes de volver
al servicio. Estoy seguro de que te visitará, así como al resto de sus parientes. Ten
paciencia.
—Y… ¿después?
—Bien, tenemos que terminar el asunto de una forma que deje intacta la
estructura del tiempo. Pondremos a fray Esteban Tanaquil y a don Luis Castelar
en ese palacio del tesoro de Cajamarca, en 1533, un minuto o dos después de que
los exaltacionistas se los llevasen. Saldrán a pie y eso será todo.
Frunció el ceño.
—Ah, mencionaste antes que los guardias se habían sentido preocupados y
habían mirado dentro, para no encontrar a nadie. Produjo toda una conmoción.
¿Podéis cambiar eso?
Él sonríe.
—¡Dama lista! Excelente pregunta. Sí, en tales casos, cuando el pasado ha
sido deformado, la Patrulla anula los acontecimientos que fluy en de ese punto.
Digamos que restauramos la historia « original» . En todo lo posible.
Preocupación, que produce un extraño dolor.
—Pero Luis. Después de lo que ha pasado.
Manse toma un trago, hace girar el vaso entre los dedos y mira el líquido
ámbar que contiene.
—Pensamos en invitarlo a unirse a la Patrulla, pero sus valores son
incompatibles con los nuestros. Se le condicionará para guardar el secreto. El
condicionamiento es inofensivo en sí mismo, pero hace que una persona sea
incapaz de revelar la existencia del viaje en el tiempo. Si lo intenta, y lo hará, la
garganta se le agarrotará y la lengua se le inmovilizará. Pronto dejará de
intentarlo.
Agitó la cabeza.
—Para él será terrible.
Manse mantiene la calma. Es como una montaña, tímidas florecillas
dispersas por la superficie, pero por debajo una masa rocosa.
—¿Preferirías que lo hubiésemos matado, o le hubiésemos borrado la
memoria para dejarlo sin mente? A pesar de los problemas que nos dio no
tenemos nada contra él.
—¡Pero él sí!
—Ajá. No ataca a tu tío en la cámara del tesoro, porque fray Tanaquil abre la
puerta y dice a los guardias que ha terminado. Sin embargo, no sería inteligente
mantener allí a fray Tanaquil. Por la mañana se aleja, como si fuese a dar un
paseo mientras medita y nadie vuelve a verlo. Los soldados lo echan de menos,
era un tipo tan encantador, y buscan, sin éxito, y deciden que debió de tener
algún accidente. Don Luis dice que no sabe nada. —Manse suspira—. Tendremos
que dejar el proy ecto holográfico. Bien, quizá alguien pueda llegar hasta esos
objetos cuando se encontraban en su emplazamiento original. Plantaremos
nuevos agentes para seguir el resto de la carrera de Pizarro. Tu tío tendrá otra
misión. Quizá decida pasar a la administración, como su esposa desea.
Tomo un trago de mi copa.
—¿Qué pasará… pasó con Luis?
Me mira de cerca.
—Te preocupas por él, ¿no?
Siento calor en las mejillas.
—No de, y a sabes, ninguna forma romántica. No lo tendría en el árbol de
Navidad. Pero es una persona que he conocido.
Él vuelve a sonreír.
—Comprendo. Bien, ésa es otra de las cosas que he estado comprobando hoy.
Vigilamos a don Luis Castelar el resto de su vida, por si acaso. Se adapta con
rapidez. Continúa como oficial de Pizarro, distinguiéndose en Cuzco y en la lucha
contra Almagro. —¿Con qué tristeza interior?—. Al fin, cuando el país esté
dividido entre los conquistadores, se convierte en un gran terrateniente. Por
cierto, es uno de los pocos españoles que intentaron que los indios tuviesen un
trato justo. Más tarde, cuando su mujer hay a muerto, toma los hábitos y se
convierte en monje. Habrá tenido hijos, cuy os descendientes prosperarán. Entre
ellos hay una mujer que se casa con un capitán de Norteamérica. Sí, Wanda, ese
hombre con el que te encontraste era tu antepasado.
¡Caray ! Me recupero al cabo de un minuto.
—Viaje en el tiempo. —Todas las épocas a disposición de uno.
Deberíamos examinar el menú. Pero…
Cálmate, corazón, o como sea la estúpida frase. Me inclino. De alguna forma
no tengo miedo, no cuando me mira así. Sólo que las palabras salen
entrecortadas, con pequeños escalofríos por la espalda.
—¿Q-qué hay de mí, Manse? También conozco el secreto.
—Ah, sí —dice. Qué amable—. Es típico de ti, creo, preguntar primero por
los otros. Bien, tienes también un papel que representar. Te devolveremos a las
islas Galápagos, vestida con la misma ropa de entonces, unos pocos minutos
después. Te reunirás con tus amigos, terminarás el viaje, volarás desde Baltra a
ese manicomio conocido como Aeropuerto Internacional de Guay aquil, y de
vuelta a casa, a California.
—¿Y luego? ¿Luego?
—Lo que suceda después lo decides tú —prosigue—. Puedes aceptar el
condicionamiento. No es que no confiemos en ti, pero la regla es estricta. Repito
que es indoloro y no provoca ningún daño y, como estoy convencido de que
jamás nos delatarías, para ti no representará ninguna diferencia. Podrás seguir
con tu vida del siglo XX. Cuando tú y tu tío Steve estéis en privado, podrás hablar
libremente con él.
Tensó los tendones, acumuló valor.
—¿Tengo otra elección?
—Claro. Puedes convertirte en viajera del tiempo.
Increíble. ¿Yo? Y sin embargo lo esperaba. Pero:
—Yo, y o, y o me pregunto si seré una buena policía.
—No muy buena, probablemente. —Oigo al otro lado de la luz—. Eres
demasiado independiente. Pero la Patrulla es responsable tanto de las eras
prehistóricas como de las históricas. Eso requiere conocimiento del ambiente, lo
que exige científicos de campo. ¿Te gustaría estudiar paleontología con animales
vivos?
Vale, vale, me pongo en evidencia. Me pongo en pie de un salto y violo la paz
de Ernie's con un grito de guerra.
Manse ríe.
Mamuts, osos de las cavernas y dodos, ¡genial!
POUL WILLIAM ANDERSON nació en 1926, en Bristol (Pensilvania, EE. UU.)
de padres escandinavos y vivió durante un breve periodo en Dinamarca antes de
la Segunda Guerra Mundial. Obtuvo la licenciatura en Física por la Universidad
de Minnesota en 1948, lo cual se reflejará más tarde en su interés por la ciencia
ficción hard.Simultanea dicha orientación con escapadas a la historia y la fantasía,
en la que muestra también su dominio de los lenguajes y la mitología escadinava.
En la actualidad vive en Orinda (California, EE.UU.).
Autor de casi un centenar de libros de ciencia ficción y fantasía, se han
publicado menos de una veintena de sus obras en España, la gran mayoría
correspondientes a los inicios de su carrera en los años cincuenta y sesenta.
Con excepción del reciente éxito de LA NAVE DE UN MILLÓN DE AÑOS
(1989, NOVA ciencia ficción, número 39), su obra más conocida en España sigue
siendo GUARDIANES DEL TIEMPO (1960), donde se narra las aventuras de la
Patrulla del Tiempo, que protege diversas líneas alternativas del devenir temporal
para evitar que surjan paradojas. Un libro clásico en el subgénero de las
aventuras temporales, temática a la que Anderson ha vuelto recientemente con la
reedición de LOS GUARDIANES DEL TIEMPO (1981), nuevos relatos en
TIME PATROLMAN (1983), la unificación de ambos en ANNALS OF THE
TIME PATROL (1984), y la recopilación definitiva de esa serie en LA
PATRULLA DEL TIEMPO (1991, NOVA , número 135), que incluye además dos
nuevas novelas cortas. La serie finaliza con una novela: THE SHIELD OF TIME
(1990) también protagonizada por Manse Everard, el patrullero del tiempo.
Algunas de las más famosas novelas de Anderson han permanecido inéditas en
castellano durante mucho tiempo. Un título emblemático es TAU CERO (1970,
NOVA ciencia ficción, número 95), la historia de una exploración interestelar a
velocidades casi lumínicas, que se recrea en el análisis del choque psíquico que
representa la relatividad y las dificultades de convivencia en el espacio físico de la
nave.
Otra famosa obra de Anderson, también inédita en España de momento, es la
serie de la Liga Polesotécnica, una space opera de gran éxito y ya clásica. En ella
se elabora una historia futura de la galaxia en torno a dos protagonistas: el
comerciante Nicholas Van Rijn en el momento álgido de la civilización galáctica, y
el agente secreto Dominic Flandry durante la decadencia del imperio, unos
trescientos años después.
Si se han traducido PÁNICO EN LA TIERRA (Brain Wave, 1954), otros títulos
menores y algunas brillantes antologías como The Best of Poul Anderson (1976),
editada en España en dos volúmenes: EL PUEBLO DEL AIRE y EL ÚLTIMO
VIAJE . El cambio de título afectó también a otra antología posterior Bey ond the
Bey ond (1969), conocida en España precisamente como LO MEJOR DE POUL
ANDERSON . Afortunadamente se mantuvo el título en otra de sus antologías:
LOS MUCHOS MUNDOS DE POUL ANDERSON (1974).
En cualquier caso, el conjunto de dichos relatos hace honor al interés y
atractivo de dicha faceta de la obra de este autor, que ha obtenido ya ocho
premios Hugo y tres Nébula en las categorías de relato o novela corta. Los más
recientes son el Hugo y el Nébula obtenidos por The Saturn Game (1981). Con
ello Anderson es, junto a Harlan Ellison, el autor que más premios Hugo ha
recibido. En mayo de 1998, en el correspondiente banquete de los premios
Nébula, Poul Anderson obtuvo su reconocimiento como Gran Maestro Nébula.
Recientemente se han publicado también en España LA ESPADA ROTA
(1954), LA GRAN CRUZADA (1960) y TRES CORAZONES Y TRES LEONES
(1961) algunas de sus más conocidas narraciones de fantasía. En este campo, su
obra más reciente es una serie sobre la antigua Roma, THE KING OF YS
(iniciada en 1986 con «Roma Mater»), escrita en colaboración con su esposa
Karen.
LA NAVE DE UN MILLÓN DE AÑOS (1989, NOVA ciencia ficción, número
39) aborda el tema de la inmortalidad y fue finalista de los premios Hugo y Nébula,
tras marcar el triunfal retorno de uno de los grandes autores clásicos de la ciencia
ficción de todos los tiempos. Más reciente es el éxito de una nueva serie formada
por COSECHA DE ESTRELLAS (1993, NOVA ciencia ficción, número 74) y sus
continuaciones THE STARS ARE ALSO FIRE (1994), HARVEST THE FIRE
(1995) y THE FLEET of STARS (1997), previstas en NOVA.