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UN "RAUDAL" DE POESÍA

POR

GERARDO DIEGO

H
AY títulos que prometen y cumplen. Raudal, libro de poesía
de José Rumazo, es uno de ellos. Siempre que me encuen-
tro en posición bien visible la palabra raudal me acuerdo de
Ja espiritual dedicatoria del Cancionero de la Vida Quieta, de En-
rique Menéndez, a su no nombrada esposa :

¿Versos a ti? No haré tal.


A ti el alma en donde, brota
de los versos el raudal.
¿Para qué quiere una gola
la dueña del manantial?

También este otro raudal, este nuevo manantial, alude constan-


temente, sin apenas confesión concreta, a quien paralelamente le
alimenta. Y lo que vierte el libro no son escasas y avaras gotas, sino>
todo el chorro, el cauce, el raudal de una copiosa vena poética.
José Rumazo se acredita con este libro de auténtico poeta lírico, sin
duda uno de los más puros, personales e intensos del parnaso ecua-
toriano contemporáneo, que desearíamos conocer mejor para calcu-
lar con exactitud el puesto que a nuestro poeta le corresponde.
Una nota preliminar advierte al lector : «La mayor parte de las
poesías de este libro fueron escritas alrededor de 1932. El autor con-
sidera la presente como la única edición válida de sus primeros ver-
sos.» La interpretación recta de estas palabras supone varias cosas.
Primera : que estos son los «primeros versos», con todo lo que ese

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adjetivo numeral descuenta de imperfección y espontaneidad. Se-
gunda : que tales primeros versos vieron la rus, ya en forma de libro,
ya en publicaciones periódicas, hace bastantes años- Tercera : que
aquellas versiones espontáneas y apresuradas han sido revisadas o, al
menos, corregidos los errores de imprenta, para la presente. Cuarta
y última : que después de diecisiete años, el autor se considera más
diestro y responsable de su arte, como Santa Teresa al compararse
con el platero en el libro de sus Fundaciones, pero que, no obstante,
no reniega de sus frutos juveniles y quiere salvarlos, abrazándolos y
quizá retocándolos en esta ofrenda tardía. A ello se añade la agrega-
ción de algunos poemas más recientes, que 110 parecen disentir del
tono y maneras de los prematuros.
En efecto, sabemos por confidencia directa del poeta, que José
Rumazo sigue trabajando en poesía con ilusión creciente y piensa,
con razón, que su obra madura ha de mejorar, cuándo se publique,
la estimación, ya considerable, que a los buenos aficionados merece
su primera salida. Puede estar seguro el noble poeta de que este Rau-
dal no daña de ningiín modo su reputación. Todos los defectos que
ima lupa impertinente pudiera hallar en sus páginas no llegarían
acumulados en un platillo a hacer vacilar la inclinación decidida
de la balanza por el lado de los justos.
Ante todo, y volviendo a recoger la sugestión y el paralelo insi-
nuados por el título, la poesía de Rumazo es de aquellas que reúnen,
junto a los valores puramente estéticos, los morales y generosamente
humanos. Hay libros de los que se exhala como un perfume de sa-
lud espiritual, como una esencia concentrada de bondad y caridad,
y éste es uno de ellos. Si por ventura no conocemos al autor antes de
leerlos, nos basta la emanación de su obra para sentirnos de una
vez para siempre sus amigos. Si lo éramos ya con anterioridad, el
libro nos confirma y nos intima más con los secretos y riquezas de
mi alma pudorosa que no se nos había revelado totalmente hasta la
efusión purísima de una inocencia poética. Inocencia, es decir, igno-
rancia de sí misma, porque las almas buenas no saben que lo son.
Pero la poesía justamente las pone de manifiesto para todos y quizá
para el propio cantor, sorprendido de su mismo límpido caudal.
Las poesías contenidas en este libro pueden dividirse en dos
grupos. Uno constituido por las de arte mayor, a veces de larga ex-
tensión, verdaderos poemas en toda la anchura de la palabra. Otras,
las más esbeltas, concretadas y líricas. Las primeras responden bas-
tante bien al concepto que nos formamos de la tradición de la poesía
ecuatoriana, fiel al robusto Olmedo y no menos leal a la grandiosi-

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dad de una naturaleza gigante. En la técnica, estos poemas suelen
adoptar la forma de cuartetos o serventesios alejandrinos, con algu-
na licencia de rima de cuando en cuando. Por la majestad de su vue-
lo, la riqueza de su vuelo, la riqueza de su vocabulario, el primor re-
cargado de sus metáforas e imágenes y la valentía de sus hipérboles
acusan al poeta formado en el centro del mundo, ante el ejemplo
doble de una orografía sublime bajo un cielo y un aire de impla-
cable fulgor y de un arte, doble a su vez, con el recuerdo autóctono
y la presencia de lo hispánico en construcciones, labras y repuja-
dos. Se podría seguir paso a paso en esas estrofas abultadas y nobles
la doble vocación de lo épico y simbólico con grandiosidad sin lími-
tes y de lo perfecto, plateresco y apurado en la ornamentación de los
detalles y en la intimidad misma del sentimiento.
Tomemos, por ejemplo, el primer poema, «Órgano de la Tierra».
Se anuncia tremebundo y potente como un «Castigo» de Hugo o
como un salmo de Díaz Mirón, de Chocano o de Salvador Rueda :
Órgano clamoroso, con tubos de cisternas,
con voz del agua clara y de la tierra oscura,
con el fuelle marino de las auras eternas,
órgano que aconteces en mi más alta altura,

Pero ya en la tercera estrofa, al evocar el mar, lucha la ima-


gen inmensa. «En sus caderas hondas se estrecha el mar, se ahogan
con la profunda, vivida y fresca de autenticidad :
«.Por la blanca hojarasca que por el agua boga
va con tiento mi barca estrujando la espuma.-»

Un poco más abajo tropezamos con otro verso hondamente con.


movedor :
«EZ mar amargo, verde, como hiél del planeta.y>

y así, alternando el grandioso ademán retórico con la retenida


emoción de la imagen inédita o de la confidencia bañada en luces de
amor, va siguiendo el poema, todos los poemas de ese tipo, su mar-
cha solemne y por fuerza, caprichosa y gratuita. No son defectos
precisamente los que acechan a esa clase de poemas de órbita desme-
dida y estrofa breve y cerrada. Son más bien excesos, nobles exce-
sos y gratuidad de transiciones o modulaciones no bastante justifica-
das. Son, en suma, los mismos riesgos de la forma musical que no
se arredra ante la vastedad del molde y la ampulosidad del gesto
total.
El más importante poema de esta clase es, creo, el que se llama.

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como el libro, «Raudal». Si en él sobran estrofas y algunos detalles se
pueden mejorar, nos vale en cambio un formidable y purísimo rau-
dal de la mejor vena poética. Citar todas sus bellezas supondría
llenar casi tantas páginas como el poema ocupa, aun prescindiendo
del tentador comentario. Hallamos tan pronto una imagen de lim-
pio creacionismo, que hubiera hecho las delicias de Vicente Hui-
óobro :
«Aspas de los molinos van el aire enrollando)),

como la adivinación de tipo «surrealista»


«Yo poblaré mis células de la angustia de amarte)),

o bien la desaforada imagen tropical:


«Mi expectación, camello que al simún se condena)),

Y cuánta ternura en la evocación de la amada, a la que perte-


necen estos dos serventesios :
«No vuelvas nunca al mar: si la luna remota
entra en la luna verde de tu mansa pupila,
se ahogará temblando, como herida gaviota,
en tanta lontananza de tanta agua tranquila.
Y no vayas al campo con esa cabellera,
seda de oro en capullo, borrasca de trigales;

Verso divino este último, que renueva imágenes milenarias con


indecible novedad y encanto.
si sales al camino creerá la pradera
que anda la madrugada descalza en los rosales.))

En cambio, otras estrofas nos traen un efluvio de poesía hispa-


noamericana melancólica e inconfundiblemente continental, de la
que siempre nos sorprende a los europeos. El mejor poeta mejicano
o argentino se enorgullecería de firmar esta estrofa., cuyo tercer ver-
so es conmovedor :
«Inicia algún preludio; quisiera acompañarte
con un verso doliente, sensitivo y ligero;
sálvame del cansancio de conversar aparte,
de tener a tu lado corazón forastero.))

Igualmente el fragmento destinado a cantar la fecundidad, la ma-


ternidad, es de una calidad exquisita :
«En el bisel de tu alma te duplicas tú misma.»
«El hijo titubeando vendrá un día a tu casa,
como él agua llovida al hoyo de una roca.))

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E l parnasianismo cálido y emotivo, a diferencia del de los grandes
maestros de esa escuela, llega en ocasiones a aquilatarse con los jue-
gos regalados y siempre misteriosos de la aliteración y la p a r a n o -
masia. E l t e m a de la «Sirena», m u y impresionista, le inspira a lo
Debussy escarceos de isla joyosa :

(.(Balandras, balanceos, ritmos de bienandanza,


velando a los veleros en lento sube y baja.
En baja mar, bajeles; en alta mar, bonanza,
y nada en la ensenada donde el mar se relaja.»
«Ella al mirar rielando, crea brisa rienda,
tenue brisa salada con la sal de sus lágrimas.»

Algunos de estos poemas mayores se i n s p i r a n en la leyenda india.


No olvidemos q u e R u m a z o es además u n historiador e investigador
de documentos y u n poeta dramático, q u e recoge admirables tradi-
ciones de la «Leyenda del Oro» y de «El Cacique D o r a d o » . No nos
sorprende, p u e s , encontrarle ahora asimilando en su verso conjuros
de «La Hechicera de los Huancavilcas» o de la de los Amazonas o
sacrificando en el rito del Sol, según la liturgia del Quipocamayoc.
E n estos p o e m a s , como el más criollo de «El Cóndor», el verso se
turge y esmalta de músculos y p l u m a s metálicas y nos impresiona
con el vocablo exótico y la fórmula supersticiosa, «como mago que
escribe sobre el viento u n letrero».
De todos los poemas mayores, nos encontramos más cerca de la
comprensión absoluta en el magnífico dedicado a G u a d a l u p e , sin
d u d a , u n o de los nuevos agregados al acervo primitivo. E n este
poema endecasílabo, el poeta repite las favoritas imágenes musicales
y organográficas abundantes t a m b i é n , pero siempre distintas en sus
poemas de «Órganos» y evoca o describe con esplendor y riqueza
digna de Bizancio, los paisajes, ceremonias, arqueologías o pinturas
del monasterio y su m o n t a ñ a . T a m b i é n tendríamos ahora q u e citar
casi todas las estrofas. Si las que transcribo a continuación recuer-
dan la m e j o r poesía de 1900 :

Cada siglo pasó por su camino,


y los cantores de los cantorales
se han puesto del color del pergamino
debajo de las laudes sepulcrales.
Cantad, cantad, señores ministriles,
como ante el rey Felipe, con discante;
ya los libros han vuelto a los atriles,
la nota al pentagrama, titilante»,

Si la sensibilidad musical y el fausto de u n a E d a d Media redi-

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viva lucen con justa opulencia en todas las sonoridades del órgano,
la óptica pictórica recaba sus derechos al e m u l a r los lienzos de Zur-
b a r á n o las tallas y estofados de los retablos. E l quiteño busca aquí
su desquite, y q u e nos p e r d o n e que le imitemos en sus coruscantes
ornatos :
Así recitan los fagotes graves
con engolada voz, y Zurbarán,
con luz de la penumbra de las naves
pinta otros monjes que reparten pan».

En contraste con esas recamadas platerías y suntuosos tapices,


con la evocación de santos y monarcas :

La reina de los párpados cansados,


que hilando sol para sus brocateles,
entre sus pacientísimos brocados
sembraba el florecer de sus vergeles».

sobreviene inesperada la égioga e x t r e m e ñ a , q u e es quizá lo m e j o r del


primoroso p o e m a . H e aquí cómo se inicia :

«Mas vienen todavía en largas filas


romeros por la puente de Alcolea,
derraman los collados sus esquilas,
la leche de sus cántaros la aldea-
Vienen por el paisaje. En él se ahondan
devotamente, llegan de tan lejos,
y sobre sus cabezas se desfondan
cargados de uvas los parrales viejos.
Y descansan al pie de unos morales
que escucharon teológicas disputas
cuando manaban sangre de corales
las pinas vulnerables de sus frutas.»

Y sigue esta maravilla de sensibilidad y de dicción :

«.Aquí el agua trajina bajo el suelo


por veredas sutiles, acendrando
el metal del sabor, con tanto celo,
que mana el manantial saboreando.
El aire y agua—es la estación estiva—
se bañan con rubor en las Villuercas,
y después en la Puebla el agua viva
duerme una siesta verde en las albercas.»

P o d r í a extraerse del libro de R u m a z o , que n o en balde se llama


con n o m b r e de agua, u n a antología completa y m u l t i f o r m e del agua.
Ello solo y el condigno comentario de t a n t a belleza sentida y ex-

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presada, ocasionaría un cumplido ensayo que habrá que intentar
en otro lugar para no abusar del que aquí se nos concede.
Pasando ahora a los poemas o poesías más breves, a los sonetos,
tan bellos algunos como «Alabastro» o «Sin llama», y, sobre todo,
a los versos de arte menor, todas las cualidades que hasta aquí hemos
apreciado , se acendran y alquitaran adelgazándose para correspon-
der a la esbeltez del verso elegido. Es aquí donde encontramos—no
lo sé, pero quizá—el mejor Rumazo o, al menos, el acorde con la
sensibilidad más auténtica de nuestro tiempo. La disciplina guar-
dada en las estrofas anchas y exactas, le sirve ahora de fianza para
no perderse en los meandros de un verso que fluye libérrimo, blanco
y sin sujeción a ningún esquema previo. Lo suprimible casi desapa-
rece, el desafuero de gusto dudoso en España aunque admitido por la
mejor tradición en América no tiene lugar para aparecer. Y la aris-
tocracia de un alma selecta y la verdad de un corazón sin trampa
transparecen bajo la tersura de unas palabras nunca ahuecadas, sino
vestidas de su natural y trémula entonación.
Al opuesto de la inspiración grandiosa, ahora encontramos a ve-
ces la joy/a de un cantar popular en que se desconoce su destino más
puro :
«La lluvia llena un hoyuelo
cantando que junto al mar
hay conchas como un millar
llenas del agua del cielo.
¿Por qué será tan salada
la mar, con ser tan movida,
y dulce el agua estancada
en una concha llovida?»
No piense el lector que son dos coplas aisladas, son simplemente
dos estrofillas llenas de gracia, dentro de un «Arabesco» que juega
más a lo difícil y laberíntico. En el mismo arabesco, este otro pro-
verbio de infinita meditación :
¿La copa su sed mitiga
porque se inclina el licor?
Si en el borde se prodiga,
¿sabe el cristal el sabor?

Aún mejor canta la poesía más pura cuando se abandona a crearse


su forma espontánea, ágil y sin rima. «La Voz de la Prometida» avan-
za con su barquero en rumbo de parábola :
«Sueño, elemento del cuerpo.
Agua, elemento del alma.
La noche salió estrellada
porque se cayó a tu sueño.-a

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Lo invisible, lo inasible, lo incoercible es u n a vez y otra agregado
en la malla dulcísima del verso. Ya es el «Eco» :

«Eco tenue, solitario,


de mi amorosa palabra,
se me vuelve al corazón
algo de mi misma voz,
y yo creo una respuesta
este eco vano, soñado.y>

Ya la sombra en varios poemas de sutilísima fimbria :

«Es como la misma luz


ya sin la sangre del sol.y>
«Entra al túnel, no te sigue,
te aguarda del otro lado,
te espera toda la noche
en la puerta de tu casa.-»

Cito saltando y haciendo así u n flaco servicio al p o e t a . P e r o


¿ q u i é n se resiste a c o m u n i c a r tesoros encontrados y cómo h a b l a r de
poesía sin la misma voz prestada de ella, la indefinible, a u n q u e sea,
p o r p r u d e n c i a y respeto al derecho de autor, m u t i l a n d o el torso de
línea continua? Ya la «Hoja seca» o lengua de m o r i b u n d o o la noche
que «del fondo del cielo oscuro» «tremola sombras y espigas de luz
clorada», o la maravilla tan poco cantada del granizo, o la pavesa,
sombra de h u m o , del r e c u e r d o . E n estas poesías, generalmente en
octosílabos blancos, la fluidez de la columna que evocan no d a ñ a a l a
exactitud firme y paradójica de las palabras. Sólo con firmísimo di-
bujo i n a p a r e n t e p u e d e moldearse el sueño. Y p a r a que n o se nos ta-
che de crueles cirujanos sistemáticos, respetemos al menos u n a vez
la integridad de u n texto y reproduzcamos p a r a concluir este apre-
surado repaso uno de esos poemas adorables, por e j e m p l o , el si-
guiente, que nos hace pensar en u n P e d r o Salinas encontrado no se
sabe cómo, p a r t i e n d o de la orilla opuesta y sin dejar de ser el más
genuino y c o m p r o b a d o José R u m a z o :

«Agua Enferma»

El agua está enferma, el agua,


su entraña, nube y rocío,
olvidando cielo y tierra,
sin sobresalto ni júbilo,
está lánguida, está inerte.
Antes, madejas de leche,
sus ruecas girando hundía

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en sus linfas, en sus ondas,
despeñada en los barrancos.
Hoy cayó de la montaña
y allí se ha quedado muerta.
Antes se iba regolfando,
el capote cristalino
tendía sobre la arena
de la playa, y con estrellas
orlaba tanta orla y playa;
hoy se ha ido de resaca
mar adentro y ya no vuelve.
Por no ir arrastrando arenas,
no se enturbia. Ya no lava
ni oró, ni calles, ni sábanas;
todo es lodo y polvareda
y amarillentos sudarios.
¿Y los musgos de la roca?
¿Y la fuente de los claustros?
¿Y los senderos en flor?
¿Y los labios ya resecos?
¡Acude al valle y al monte!
Ya no acude, ya se mueren
el bosque, la flor y el hombre.
Si encuentra en el cauce piedras
se ladea hu>nildemente;
no murmura en los remansos,
ya no rabia en las cañadas,
y al golpear algún molino
ya no empuja el hombre atlético
de aquel chorro que bramaba.
No hace lampos con la lluvia,
ni se adentra en las esponjas;
ya no azota el aguacero
el cristal de la ventana;
en el estanque no hace ondas,
sino que tiembla azorada.
Descolorida, a una fuente
se asoma a tomar el sol.
Ya no ahoga ni se filtra;
el agua no ahoga a nadie.
Raudal muerto en primavera.
El agua está enferma, el agua,
y se fatiga con nada,
con un barco de papel.

Gerardo Diego.
Covarrubias, 9.
MADRID (España).

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