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Poemas Indigenas
Poemas Indigenas
POR
GERARDO DIEGO
H
AY títulos que prometen y cumplen. Raudal, libro de poesía
de José Rumazo, es uno de ellos. Siempre que me encuen-
tro en posición bien visible la palabra raudal me acuerdo de
Ja espiritual dedicatoria del Cancionero de la Vida Quieta, de En-
rique Menéndez, a su no nombrada esposa :
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adjetivo numeral descuenta de imperfección y espontaneidad. Se-
gunda : que tales primeros versos vieron la rus, ya en forma de libro,
ya en publicaciones periódicas, hace bastantes años- Tercera : que
aquellas versiones espontáneas y apresuradas han sido revisadas o, al
menos, corregidos los errores de imprenta, para la presente. Cuarta
y última : que después de diecisiete años, el autor se considera más
diestro y responsable de su arte, como Santa Teresa al compararse
con el platero en el libro de sus Fundaciones, pero que, no obstante,
no reniega de sus frutos juveniles y quiere salvarlos, abrazándolos y
quizá retocándolos en esta ofrenda tardía. A ello se añade la agrega-
ción de algunos poemas más recientes, que 110 parecen disentir del
tono y maneras de los prematuros.
En efecto, sabemos por confidencia directa del poeta, que José
Rumazo sigue trabajando en poesía con ilusión creciente y piensa,
con razón, que su obra madura ha de mejorar, cuándo se publique,
la estimación, ya considerable, que a los buenos aficionados merece
su primera salida. Puede estar seguro el noble poeta de que este Rau-
dal no daña de ningiín modo su reputación. Todos los defectos que
ima lupa impertinente pudiera hallar en sus páginas no llegarían
acumulados en un platillo a hacer vacilar la inclinación decidida
de la balanza por el lado de los justos.
Ante todo, y volviendo a recoger la sugestión y el paralelo insi-
nuados por el título, la poesía de Rumazo es de aquellas que reúnen,
junto a los valores puramente estéticos, los morales y generosamente
humanos. Hay libros de los que se exhala como un perfume de sa-
lud espiritual, como una esencia concentrada de bondad y caridad,
y éste es uno de ellos. Si por ventura no conocemos al autor antes de
leerlos, nos basta la emanación de su obra para sentirnos de una
vez para siempre sus amigos. Si lo éramos ya con anterioridad, el
libro nos confirma y nos intima más con los secretos y riquezas de
mi alma pudorosa que no se nos había revelado totalmente hasta la
efusión purísima de una inocencia poética. Inocencia, es decir, igno-
rancia de sí misma, porque las almas buenas no saben que lo son.
Pero la poesía justamente las pone de manifiesto para todos y quizá
para el propio cantor, sorprendido de su mismo límpido caudal.
Las poesías contenidas en este libro pueden dividirse en dos
grupos. Uno constituido por las de arte mayor, a veces de larga ex-
tensión, verdaderos poemas en toda la anchura de la palabra. Otras,
las más esbeltas, concretadas y líricas. Las primeras responden bas-
tante bien al concepto que nos formamos de la tradición de la poesía
ecuatoriana, fiel al robusto Olmedo y no menos leal a la grandiosi-
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dad de una naturaleza gigante. En la técnica, estos poemas suelen
adoptar la forma de cuartetos o serventesios alejandrinos, con algu-
na licencia de rima de cuando en cuando. Por la majestad de su vue-
lo, la riqueza de su vuelo, la riqueza de su vocabulario, el primor re-
cargado de sus metáforas e imágenes y la valentía de sus hipérboles
acusan al poeta formado en el centro del mundo, ante el ejemplo
doble de una orografía sublime bajo un cielo y un aire de impla-
cable fulgor y de un arte, doble a su vez, con el recuerdo autóctono
y la presencia de lo hispánico en construcciones, labras y repuja-
dos. Se podría seguir paso a paso en esas estrofas abultadas y nobles
la doble vocación de lo épico y simbólico con grandiosidad sin lími-
tes y de lo perfecto, plateresco y apurado en la ornamentación de los
detalles y en la intimidad misma del sentimiento.
Tomemos, por ejemplo, el primer poema, «Órgano de la Tierra».
Se anuncia tremebundo y potente como un «Castigo» de Hugo o
como un salmo de Díaz Mirón, de Chocano o de Salvador Rueda :
Órgano clamoroso, con tubos de cisternas,
con voz del agua clara y de la tierra oscura,
con el fuelle marino de las auras eternas,
órgano que aconteces en mi más alta altura,
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como el libro, «Raudal». Si en él sobran estrofas y algunos detalles se
pueden mejorar, nos vale en cambio un formidable y purísimo rau-
dal de la mejor vena poética. Citar todas sus bellezas supondría
llenar casi tantas páginas como el poema ocupa, aun prescindiendo
del tentador comentario. Hallamos tan pronto una imagen de lim-
pio creacionismo, que hubiera hecho las delicias de Vicente Hui-
óobro :
«Aspas de los molinos van el aire enrollando)),
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E l parnasianismo cálido y emotivo, a diferencia del de los grandes
maestros de esa escuela, llega en ocasiones a aquilatarse con los jue-
gos regalados y siempre misteriosos de la aliteración y la p a r a n o -
masia. E l t e m a de la «Sirena», m u y impresionista, le inspira a lo
Debussy escarceos de isla joyosa :
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viva lucen con justa opulencia en todas las sonoridades del órgano,
la óptica pictórica recaba sus derechos al e m u l a r los lienzos de Zur-
b a r á n o las tallas y estofados de los retablos. E l quiteño busca aquí
su desquite, y q u e nos p e r d o n e que le imitemos en sus coruscantes
ornatos :
Así recitan los fagotes graves
con engolada voz, y Zurbarán,
con luz de la penumbra de las naves
pinta otros monjes que reparten pan».
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presada, ocasionaría un cumplido ensayo que habrá que intentar
en otro lugar para no abusar del que aquí se nos concede.
Pasando ahora a los poemas o poesías más breves, a los sonetos,
tan bellos algunos como «Alabastro» o «Sin llama», y, sobre todo,
a los versos de arte menor, todas las cualidades que hasta aquí hemos
apreciado , se acendran y alquitaran adelgazándose para correspon-
der a la esbeltez del verso elegido. Es aquí donde encontramos—no
lo sé, pero quizá—el mejor Rumazo o, al menos, el acorde con la
sensibilidad más auténtica de nuestro tiempo. La disciplina guar-
dada en las estrofas anchas y exactas, le sirve ahora de fianza para
no perderse en los meandros de un verso que fluye libérrimo, blanco
y sin sujeción a ningún esquema previo. Lo suprimible casi desapa-
rece, el desafuero de gusto dudoso en España aunque admitido por la
mejor tradición en América no tiene lugar para aparecer. Y la aris-
tocracia de un alma selecta y la verdad de un corazón sin trampa
transparecen bajo la tersura de unas palabras nunca ahuecadas, sino
vestidas de su natural y trémula entonación.
Al opuesto de la inspiración grandiosa, ahora encontramos a ve-
ces la joy/a de un cantar popular en que se desconoce su destino más
puro :
«La lluvia llena un hoyuelo
cantando que junto al mar
hay conchas como un millar
llenas del agua del cielo.
¿Por qué será tan salada
la mar, con ser tan movida,
y dulce el agua estancada
en una concha llovida?»
No piense el lector que son dos coplas aisladas, son simplemente
dos estrofillas llenas de gracia, dentro de un «Arabesco» que juega
más a lo difícil y laberíntico. En el mismo arabesco, este otro pro-
verbio de infinita meditación :
¿La copa su sed mitiga
porque se inclina el licor?
Si en el borde se prodiga,
¿sabe el cristal el sabor?
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Lo invisible, lo inasible, lo incoercible es u n a vez y otra agregado
en la malla dulcísima del verso. Ya es el «Eco» :
«Agua Enferma»
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en sus linfas, en sus ondas,
despeñada en los barrancos.
Hoy cayó de la montaña
y allí se ha quedado muerta.
Antes se iba regolfando,
el capote cristalino
tendía sobre la arena
de la playa, y con estrellas
orlaba tanta orla y playa;
hoy se ha ido de resaca
mar adentro y ya no vuelve.
Por no ir arrastrando arenas,
no se enturbia. Ya no lava
ni oró, ni calles, ni sábanas;
todo es lodo y polvareda
y amarillentos sudarios.
¿Y los musgos de la roca?
¿Y la fuente de los claustros?
¿Y los senderos en flor?
¿Y los labios ya resecos?
¡Acude al valle y al monte!
Ya no acude, ya se mueren
el bosque, la flor y el hombre.
Si encuentra en el cauce piedras
se ladea hu>nildemente;
no murmura en los remansos,
ya no rabia en las cañadas,
y al golpear algún molino
ya no empuja el hombre atlético
de aquel chorro que bramaba.
No hace lampos con la lluvia,
ni se adentra en las esponjas;
ya no azota el aguacero
el cristal de la ventana;
en el estanque no hace ondas,
sino que tiembla azorada.
Descolorida, a una fuente
se asoma a tomar el sol.
Ya no ahoga ni se filtra;
el agua no ahoga a nadie.
Raudal muerto en primavera.
El agua está enferma, el agua,
y se fatiga con nada,
con un barco de papel.
Gerardo Diego.
Covarrubias, 9.
MADRID (España).
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